15 Con una soga al cuello

El palacio de Tarasin de Ebou Dar distaba mucho de ser el edificio más difícil de allanar de todos aquellos en los que Mat había entrado a hurtadillas.

Se agarró a una cornisa de mármol con una mano mientras que con la otra se encajaba el sombrero en la cabeza para que no se le cayera; la ashandarei la llevaba atada a la espalda con una correa. El fardo lo había dejado abajo, en los jardines. El aire nocturno era fresco al contacto con el sudor que le corría por la cara.

Arriba, en el balcón, sonaba un tintineo metálico al compás de los pasos de un par de Guardias de la Muerte. Rayos y truenos. ¿Es que esos tipos nunca se quitaban la armadura? Parecían escarabajos. Casi no los distinguía. El balcón estaba resguardado con una ornamentada celosía de hierro forjado para impedir que la gente viera desde abajo a quienes se encontraban dentro, pero Mat se hallaba lo bastante cerca para atisbar a los guardias que se movían en el balcón.

Luz, cuánto tiempo llevaban allí. A Mat empezó a dolerle el brazo. Los dos hombres hablaban en murmullos. Quizás iban a sentarse a tomar un poco de té. Sacarían un libro y se pondrían a leer hasta bien entrada la noche. Tuon debería despedir a esos dos, en serio. ¡Allí fuera podría haber asesinos!

Por fin, gracias a la Luz, los dos se marcharon. Mat intentó contar hasta diez antes de auparse, pero sólo llegó a siete. Abrió uno de los paneles que no tenían echado el pestillo y pasó con dificultad por encima de la barandilla del balcón.

Mat exhaló despacio; tenía los brazos doloridos. El palacio —a pesar de esos dos guardias— no era ni de lejos tan inexpugnable como en su momento lo había sido la Ciudadela de Tear, y él se había colado en ella. Por supuesto, en el palacio tenía otra ventaja: había vivido en él, y había entrado y salido a su antojo. Casi todo el tiempo. Se rascó el cuello y tocó el pañuelo que llevaba atado. Durante un instante tuvo la impresión de que era una cinta que lo ceñía como una cadena.

El padre de Mat tenía costumbre de citar un refrán: No cabalgues nunca sin saber adónde vas. No había un hombre más honrado que Abell Cauthon y todo el mundo lo sabía, pero había otros —como los de Embarcadero de Taren— de los que uno no podía fiarse más allá de donde alcanzaban con un escupitajo. Abell siempre había dicho que en el negocio caballar uno debía estar preparado para cabalgar, y siempre tenía que saber en qué dirección iba a ir.

En los dos meses que había vivido en ese palacio, Mat había descubierto todas las salidas, todos los pasadizos y resquicios, todas las ventanas que no encajaban bien. Qué celosías de balcón se abrían con facilidad, cuáles solían estar bien cerradas. Si uno podía salir a hurtadillas, también podía colarse de rondón. Descansó un momento en el balcón, pero no entró en la habitación a la que daba. Se encontraba en la tercera planta, donde se alojaban los invitados. Podría haber intentado escabullirse por allí, pero los entresijos de un edificio siempre estaban mejor guardados que el pellejo. Mejor ir por fuera.

Hacerlo así implicaba no mirar mucho abajo. Menos mal que la fachada del palacio no presentaba dificultades para escalarla: construcción de sillería y madera con multitud de sitios a los que agarrarse. Recordaba haber reprendido a Tylin por eso en una ocasión.

Mientras el sudor le resbalaba por la frente como hormigas que bajaran por una cuesta, salió a gatas a la celosía, se aupó y empezó a subir hacia la cuarta planta. De vez en cuando, la ashandarei le golpeaba las piernas por detrás. La brisa llevaba olor a mar. Las cosas siempre olían mejor si uno estaba en un lugar alto. A lo mejor era porque las cabezas olían mejor que los pies.

«Qué idea tan estúpida», se dijo para sus adentros. Cualquier cosa valía para no pensar en la altura. Al impulsarese en un saliente de la obra de sillería, le resbaló un pie y dio un bandazo. Tras inhalar y exhalar varias veces, continuó trepando.

Allí. Un poco más arriba estaba el balcón de Tylin. Esos aposentos tenían varios, por supuesto; se dirigió hacia el del dormitorio, no al que correspondía a la sala de estar. Ése daba a la plaza de Mol Hara y, si trepaba por allí, destacaría tanto como una mosca en un pastel blanco.

Miró de nuevo hacia arriba, al balcón resguardado por el arabesco de la celosía de hierro. Siempre se había preguntado si sería capaz de subir hasta allí. Ni que decir tiene que sí había considerado escabullirse por él hasta la plaza.

En fin, no era tan necio para intentar de nuevo una cosa así, eso por descontado. Sólo esa vez, y a regañadientes. Matrim Cauthon siempre iba con cuidado para no partirse el cuello. No habría sobrevivido tanto tiempo si hubiera corrido riesgos absurdos, ni que tuviera suerte ni que no. Si Tuon quería vivir en una ciudad donde el general de sus ejércitos estaba intentando que la asesinaran, eso era cosa de suya.

Asintió para sus adentros. Escalaría hasta allí, le explicaría en un tono de voz racional que debía abandonar la ciudad y que ese general Galgan la traicionaba. Después se iría tranquilamente para continuar con la búsqueda de alguna partida de dados. Para eso había ido a la ciudad, después de todo. Si Rand había ido al norte, donde se concentraban los trollocs, entonces él quería encontrarse lo más lejos posible de ese hombre. Le daba lástima Rand, pero cualquier persona en su sano juicio se daría cuenta de que su elección era la mejor. El remolino de colores empezó a formarse, pero Mat lo rechazó.

Racional. Sería muy racional.

Mascullando maldiciones, sudoroso y con las manos doloridas, Mat se aupó al balcón de la cuarta planta. Allí uno de los pestillos de la celosía estaba suelto, igual que cuando él vivía en el palacio. Sólo tuvo que hurgar un poco con un pequeño gancho de alambre para tener libre acceso al interior. Entró en el balcón resguardado, se quitó la ashandarei y se tumbó de espaldas en el suelo, jadeando como si acabara de llegar a Tear corriendo todo el camino desde Andor.

Tras unos pocos minutos, se puso de pie y se asomó por el panel abierto a la calle, cuatro pisos más abajo. Se sentía muy satisfecho de la escalada.

Recogió la ashandarei y se dirigió a las puertas del balcón. Sin duda Tuon se habría trasladado allí, a los aposentos de Tylin. Eran los mejores de palacio. Forzó las puertas con un chasquido. Sólo echaría un vistazo y...

Algo salió disparado de las sombras hacia él y se clavó en la puerta, justo encima de su cabeza.

Mat se tiró al suelo y rodó sobre sí mismo al tiempo que empuñaba un cuchillo con una mano y sostenía la ashandarei con la otra. La puerta se abrió con un chirrido, impulsada por la fuerza del virote hincado en la madera.

Selucia se asomó un instante después. Llevaba afeitado el lado derecho de la cabeza, y la otra mitad tapada con tela. La piel era de un tono cremoso, pero cualquier hombre que creyera que era frágil y delicada descubriría enseguida su error. Selucia podría enseñar un par de cosas a la piel seca de un pez lija respecto a ser dura y áspera. Le apuntaba con una pequeña ballesta.

—¡Lo sabía! —exclamó Mat, que sonrió a la mujer—. Eres su guardia personal. Siempre lo has sido.

—¿Qué estáis haciendo aquí, necio? —Selucia tenía fruncido el entrecejo.

—Oh, salí a dar un paseo. —Mat se levantó y enfundó el cuchillo—. Se dice que el aire nocturno es bueno para la salud. La brisa del mar. Esa clase de cosas.

—¿Habéis escalado hasta aquí? —preguntó Selucia, que se asomó por el balcón, como si buscara una cuerda o una escala.

—¿Qué? No me digas que vosotros no escaláis normalmente. Es muy bueno para los brazos. Ayuda a mejorar el agarre.

Ella le dirigió una mirada de exasperación y Mat no pudo evitar sonreír. Si Selucia estaba alerta a la aparición de asesinos, entonces Tuon tenía que encontrarse bien. Señaló con la cabeza la ballesta, que seguía apuntándole.

—¿Vas a...?

Ella suspiró y bajó el arma.

—Muchas gracias —dijo Mat—. Podrías sacarle el ojo a un tipo con esa cosa, y en otro momento no me habría importado, pero últimamente ando un poco corto de ojos.

—¿Qué os pasó? —preguntó Selucia con sequedad—. ¿Jugasteis a los dados con un oso?

—¡Selucia! —Mat pasó a su lado y entró en el dormitorio—. Casi has hecho un chiste. Creo que, con un pequeño esfuerzo, quizá conseguiríamos que desarrollaras un poco tu sentido del humor. Sería algo tan inesperado, que te exhibiríamos en una feria ambulante y cobraríamos dinero para que la gente te viera. «Venid a ver a la maravillosa so’jhin risueña. Sólo dos cobres, esta noche...»

—Os jugaste el ojo en alguna apuesta, ¿a que sí?

Mat tropezó y abrió la puerta. Se echó a reír. ¡Luz! Eso se acercaba mucho a la verdad.

—Muy lista —dijo.

«Fue una apuesta que gané —pensó—. Da igual lo que pueda parecer.» Matrim Cauthon era el único hombre que se había jugado a los dados el premio mayor, que era el destino del mundo, nada menos. Por supuesto, la próxima vez que buscaran a otro, algún estúpido héroe, que ocupara su lugar. Como Rand o Perrin. Esos dos rebosaban tanto heroísmo que prácticamente les escurría de la boca y les resbalaba barbilla abajo. Reprimió las imágenes que empezaban a formarse en su mente. ¡Luz! Tenía que dejar de pensar en esos dos.

—¿Dónde está ella? —preguntó Mat tras recorrer con la mirada el dormitorio.

Las sábanas estaban arrugadas —puso todo su empeño en no imaginar cintas rosa atadas en aquella cabecera—, pero a Tuon no se la veía por ninguna parte.

—Fuera.

—¿Fuera, dices? ¿En mitad de la noche?

—Sí. Una hora en la que sólo hay visitas de asesinos. Tenéis suerte de que me fallara la puntería, Matrim Cauthon.

—No te preocupes por eso, puñetas. Eres su guardia personal.

—No sé a qué os referís. —Selucia hizo desaparecer la pequeña ballesta entre sus ropas—. Soy so’jhin de la emperatriz, así viva para siempre. Soy su Voz y su Palabra de la Verdad.

—Estupendo —aprobó Mat mientras miraba la cama—. Eres el señuelo que la sustituye, ¿verdad? Acostada en su cama. ¿Con una ballesta preparada por si los asesinos intentan colarse a hurtadillas?

Selucia no dijo nada.

—Bien, ¿dónde está? —demandó Mat—. ¡Maldita sea, mujer! Esto es serio. ¡El general Galgan ha contratado hombres para que la maten!

—¿Estáis preocupado por eso? —preguntó Selucia—. ¿En serio?

—Pues claro que lo estoy, puñetas.

—No hay motivo para preocuparse por Galgan —repuso Selucia—. Es un militar demasiado bueno para comprometer nuestros esfuerzos actuales por estabilizar la situación. Krisa es la que sí tendría que preocuparos. Ha traído tres asesinos de Seanchan. —Selucia miró la puerta del balcón, y Mat reparó por primera vez en una mancha del suelo que podría haber sido sangre—. Hasta el momento he cazado dos. Lástima. Di por sentado que erais el tercero.

Lo miró como si considerara que él, contra toda lógica, podría ser ese asesino.

—Estás completamente loca —dijo Mat, que se colocó el sombrero y recogió la ashandarei—. Voy con Tuon.

—Ése ya no es su nombre. Ahora se llama Fortuona, así viva para siempre. No os dirigiréis a ella por ninguno de esos nombres, sino como Excelsa Señora o Altísima Señora.

—La llamaré como jodidamente me plazca —replicó Mat—. ¿Dónde está?

Selucia lo miró con detenimiento.

—No soy un asesino.

—No creo que lo seáis. Intento decidir si ella querrá que os diga dónde se encuentra.

—Soy su esposo, ¿verdad?

—Chitón. Habéis intentado ahora mismo convencerme de que no sois un asesino, ¿y ahora salís con ésas? Qué necio. Está en los jardines de palacio.

—¿En mitad...?

—... de la noche, sí —lo interrumpió Selucia—. Lo sé. No siempre presta oídos a la prudencia. —En su voz se notó un atisbo de exasperación—. Tiene todo un pelotón de Guardias de la Muerte con ella.

—Me da igual si tiene al mismísimo Creador en persona —espetó Mat, que se encaminó de vuelta al balcón—. Iré allí, la sentaré en mis rodillas y le explicaré unas cuantas cosas.

Selucia lo siguió y se apoyó en la puerta para mirarlo con escepticismo.

—Bueno, tal vez no la sentaré —dijo Mat, que miraba los jardines, allá abajo, a través de celosía abierta—. Pero sí le explicaré, con lógica, por qué no puede salir a deambular por ahí de noche. Al menos, se lo mencionaré. Rayos y centellas. Estamos muy alto, ¿verdad?

—La gente normal utiliza la escalera.

—Todos los soldados de esta ciudad me buscan. Creo que Galgan intenta hacerme desaparecer.

Selucia frunció los labios.

—Así que no lo sabíais, ¿verdad? —le preguntó Mat.

Ella vaciló, pero luego negó con la cabeza.

—No sería inverosímil que Galgan estuviera alerta a vuestra llegada. El Príncipe de los Cuervos sería un competidor en circunstancias normales. Él es general de nuestros ejércitos, pero ésa es una tarea que a menudo se le asigna al Príncipe de los Cuervos.

Príncipe de los Cuervos.

—No me lo recuerdes, puñetas —pidió Mat—. Creía que ése era mi título cuando estaba casado con la Hija de las Nueve Lunas. ¿No ha cambiado al ascender ella al trono?

—No —dijo Selucia—. Aún no.

Mat asintió con la cabeza y suspiró al contemplar de nuevo el descenso que le esperaba por la fachada de palacio. Pasó una pierna por encima de la barandilla.

—Hay otro camino —informó Selucia—. Venid, antes de que os rompáis la crisma. Aún no sé qué es lo que ella quiere de vos, pero dudo que esté incluido que os precipitéis a vuestra muerte.

Con alivio, Mat se bajó de la barandilla del balcón y siguió a Selucia al dormitorio. La mujer abrió un armario y luego descorrió el fondo, que daba a un oscuro pasadizo encerrado entre la madera y la piedra del palacio.

—Pero qué puñetas... —Mat metió la cabeza dentro—. ¿Esto ya estaba aquí antes?

—Sí.

—Puede que fuera así como esa cosa entró —masculló Mat—. Hay que clausurar esto con tablas, Selucia.

—He hecho algo mejor. Cuando la emperatriz duerme, así viva para siempre, lo hace en el ático. Nunca duerme en esta habitación. No hemos olvidado con qué facilidad mataron a Tylin.

—Eso está bien. —Mat tuvo un escalofrío—. Encontré a esa cosa que la asesinó. No volverá a degollar a nadie. Tylin y Nalesean se echarán un buen baile para celebrarlo. Adiós, Selucia. Gracias.

—¿Por lo del pasadizo? —preguntó ella—. ¿O por no mataros con la ballesta?

—Por no dirigirte a mí por el jodido título de Alteza, como Musenge y los otros —rezongó Mat.

Entró en el pasadizo y encontró un farol colgado en la pared. Lo encendió con su pedernal y su yesca.

A su espalda, Selucia se echó a reír.

—Pues si eso os molesta, Cauthon, os espera una vida irritante por demás. Sólo hay una forma de dejar de ser Príncipe de los Cuervos, y es encontraros con una soga al cuello. —Cerró la puerta del armario.

«Pero qué mujer tan agradable», pensó Mat con sorna. Casi prefería aquellos días en que ni siquiera le dirigía la palabra. Meneando la cabeza, empezó a bajar por el pasadizo y entonces cayó en la cuenta de que Selucia no le había dicho adónde conducía exactamente.


Rand caminó a través del campamento de Elayne, en la linde oriental del Bosque de Braem, acompañado por un par de Doncellas. El campamento estaba oscuro por la proximidad de la noche, pero eran pocos los que dormían. Hacían los preparativos para levantar el campamento a la mañana siguiente y desplazar el ejército hacia el este, en dirección a Cairhien.

Sólo una escolta de dos Doncellas esa noche. Casi se sentía desprotegido; y pensar que hubo un tiempo en el que cualquier número de guardias, por pocos que fueran, le parecía excesivo... El inevitable girar de la Rueda había cambiado su percepción, tan cierto como que las estaciones cambiaban.

Iban por un camino alumbrado por linternas que, obviamente, había sido una trocha de animales. Ese campamento no llevaba allí suficiente tiempo para que se hubieran marcado caminos. Unos ruidos quedos rompían la quietud de la noche: suministros que se cargaban en carros, hojas de espadas que se afilaban con piedras de amolar, raciones que se distribuían entre los hambrientos soldados...

Los hombres no alzaban la voz ni se llamaban unos a otros. No sólo porque fuera de noche, sino porque las fuerzas de la Sombra se encontraban en el bosque, cerca, y los trollocs tenían un oído muy fino. Mejor acostumbrarse a hablar en voz baja, sin gritar de un lado del campamento al otro. Las linternas tenían una pantalla opaca que se corría a discreción a fin de dar poca luz, y el fuego de las lumbres de cocinar se mantenía muy bajo.

Rand salió del camino, cargado con un fardo alargado, y, cruzando a través de la susurrante hierba del claro, anduvo hasta la tienda de Tam. Sería una visita rápida. Respondió con un cabeceo a los soldados que lo saludaban a su paso. Se impresionaban al verlo, pero no se sorprendían de que anduviera por el campamento. Elayne había puesto al corriente a sus ejércitos de sus anteriores visitas.

«Yo soy la mano que dirige estos ejércitos —le había dicho ella cuando se separaron la última vez—, pero tú eres el corazón que los mueve. Los reuniste, Rand. Combaten por ti. Deja que te vean cuando vienes, por favor.»

Así que lo hacía. Ojalá pudiera protegerlos mejor, pero lo único que podría hacer sería cargar con ese peso. Al final había resultado que el secreto no estaba en endurecerse hasta casi quebrarse. No estaba en volverse insensible, sino en seguir adelante aguantando el sufrimiento, igual que con las heridas que tenía en el costado, y aceptar el dolor como una parte de sí mismo.

Dos hombres de Campo de Emond hacían guardia delante de la tienda de Tam. Rand les respondió con un cabeceo cuando ellos se pusieron firmes e hicieron un saludo. Ban al’Seen y Dav al’Thone; en otros tiempos jamás habría creído que los vería cuadrarse para saludarlo. Y además lo hacían bien.

—Se os ha confiado una tarea muy seria, soldados —les dijo Rand—. Tan importante como cualquiera en este campo de batalla.

—¿Defender Andor, milord? —preguntó Dav, desconcertado.

—No. Velar por mi padre. Aseguraos de hacerlo bien. —Dejando a las Doncellas fuera, entró en la tienda.

Tam, inclinado sobre una mesa de campaña, inspeccionaba unos mapas. Rand sonrió. Era la misma expresión que tenía antaño cuando examinaba una oveja que se había quedado enganchada en un matorral.

—Por lo visto piensas que necesito que cuiden de mí —dijo Tam.

Rand llegó a la conclusión de que responder a ese comentario sería tanto como entrar en un local donde se reúnen arqueros y retar a cualquiera que estuviera allí a que le disparara. Así pues, dejó el paquete en la mesa. Tam miró el fardo alargado y a continuación tiró de la envoltura; la tela se soltó y reveló debajo una majestuosa espada con la vaina lacada en negro y ornamentada con dos dragones enroscados, uno rojo y el otro dorado.

Tam alzó los ojos hacia Rand con expresión interrogante.

—Tú me diste tu espada —contestó Rand—. Como no he podido devolvértela, ésta es para reemplazarla.

Tam desenvainó el arma y la miró con los ojos muy abiertos.

—Es un regalo demasiado bueno, hijo.

—Nada es demasiado bueno para ti —susurró Rand—. Nada.

Tam meneó la cabeza mientras volvía a envainar la espada.

—Acabará olvidada en un baúl, como la otra. Jamás debí llevar esa espada a casa. Te volcaste demasiado en esa espada. —Se movió para devolverle el arma, pero Rand le sujetó la mano.

—Por favor —dijo—. Un maestro espadachín merece tener un arma apropiada. Quédatela. Así no me sentiré culpable. Bien sabe la Luz que cualquier cargo de conciencia que pueda quitarme será una ayuda en los días venideros.

—Eso es jugar sucio, Rand —le reprochó Tam con una mueca de dolor.

—Lo sé. Últimamente he pasado mucho tiempo con indeseables de todo tipo. Reyes, administradores, lores y damas.

Aunque a regañadientes, Tam se quedó el arma.

—Considérala una muestra de agradecimiento del mundo entero —pidió Rand—. Si no me hubieses enseñado la llama y el vacío hace años... Luz, padre. Ahora no estaría aquí. Habría muerto, de eso no me cabe duda. —Rand bajó la mirada hacia la espada—. Imagina. Si no te hubieras empeñado en hacer de mí un buen arquero, jamás habría aprendido lo que me ha mantenido cuerdo en los malos momentos.

Tam resopló por la nariz.

—La llama y el vacío no tienen nada que ver con disparar un arco —dijo.

—Sí, lo sé. Son una técnica de la esgrima.

—Tampoco tienen nada que ver con las espadas —refutó Tam, que se sujetó el arma en el cinturón.

—Pero...

—La llama y el vacío tienen que ver con la concentración —dijo Tam—. Y con la serenidad de espíritu. Si pudiera, se lo enseñaría a todas y cada una de las personas de esta tierra, fueran o no fueran soldados. —La expresión de su rostro se suavizó—. Pero, Luz, ¿qué estoy haciendo? ¿Dándote una charla? A ver, dime, ¿dónde conseguiste esta arma?

—La encontré.

—Es la mejor espada que he visto en mi vida. —Tam volvió a sacarla y examinó los pliegues del metal—. Es antigua. Y se ha usado. Mucho. Se la ha cuidado bien, desde luego, pero no se guardó en un estuche para exhibirla como un trofeo en la vitrina de un cabecilla militar. La han blandido hombres. Han matado con ella.

—Perteneció a... un alma gemela.

Tam alzó los ojos y buscó su mirada.

—Bueno, entonces supongo que podría probarla —dijo luego—. Vamos.

—¿Ahora, de noche?

—No hace tanto que ha anochecido —argumentó Tan—. Es una buena hora. El campo de entrenamiento no estará abarrotado.

Rand enarcó una ceja, pero se apartó cuando Tam rodeó la mesa y salió de la tienda. Lo siguió, y las Doncellas fueron tras ellos. Su padre los condujo a un campo de prácticas cercano donde se entrenaban unos cuantos Guardianes a la luz de linternas colgadas de pértigas.

Cerca del astillero de las armas para práctica, Tam desenvainó la espada nueva y ejecutó varias poses. Aunque tenía el pelo canoso y el rostro con arrugas alrededor de los ojos, Tam al’Thor se movía como una cinta de seda al viento. Rand nunca había visto luchar a su padre, ni siquiera entrenarse. A fuer de ser sincero, le costaba un poco imaginar al afable Tam al’Thor matando nada aparte de un urogallo para espetarlo en la lumbre.

Ahora lo vio. Alumbrado por la luz titilante de una linterna, Tam al’Thor se sumergió en las poses de lucha con espada como quien se pone un par de botas cómodas. Curiosamente, a Rand le sorprendió sentirse celoso. No de su padre, de forma específica, sino de cualquiera con la capacidad de experimentar la paz de la práctica con la espada. Rand alzó la mano y después el muñón del otro brazo para mirarlos. Muchas de las poses requerían el uso de las dos manos. Luchar como estaba haciendo Tam no era lo mismo que luchar con espada corta y escudo, como hacían muchos hombres de la infantería. Esto era algo más. Él podía luchar, pero jamás podría volver a hacer eso. Lo mismo que un hombre al que le faltara un pie no podría bailar.

Tam terminó con La liebre encuentra su madriguera y envainó el arma en un único y grácil movimiento. La luz anaranjada de la linterna se reflejó en la hoja cuando se metía en la funda.

—Espléndida —dijo Tam—. Luz, el peso, la elaboración... ¿Está forjada con el Poder?

—Eso creo —contestó Rand.

Nunca había tenido ocasión de luchar con ella.

Tam bebió un vaso de agua que le ofrecía un chico de servicio. Unos cuantos reclutas novatos corrían en formación con picas a lo lejos; practicaban hasta bien entrada la noche. Cada momento de entrenamiento era valioso, sobre todo para quienes no se encontraban con frecuencia en las primeras líneas de combate.

«Reclutas nuevos —pensó Rand, que los siguió con la mirada—. Ellos también son un peso en mi conciencia. Todos los que luchan lo son.»

Hallaría el modo de derrotar al Oscuro. Si no lo conseguía, esos hombres habrían luchado en vano.

—Estás preocupado, hijo —comentó Tam mientras devolvía la copa al muchacho.

Rand se tranquilizó, encontró la paz, y se volvió hacia Tam. Evocó, de sus recuerdos antiguos, algo leído en un libro. La llave del liderazgo radica en el suave vaivén de las olas. Era imposible encontrar quietud en cualquier extensión de agua si bajo la superficie había agitación. De igual modo, no habría serenidad y concentración en un grupo a menos que el cabecilla poseyera esa paz interior.

Tam lo observaba, pero no hizo alusión a la repentina máscara de control que Rand había adoptado. En cambio, alargó la mano hacia un lado y asió una de las equilibradas espadas de prácticas, hechas de madera, que había en el astillero. Se la lanzó a Rand, que la atrapó en el aire sin mover el brazo que tenía doblado a la espalda.

—Padre —empezó en un tono de advertencia al ver que Tam cogía otra de las espadas de entrenamiento—, no es una buena idea.

—He oído que te has convertido en todo un espadachín —contestó Tam, que dio unos cuantos golpes en el aire con la espada de prácticas para probar el equilibrio—. Me gustaría ver qué eres capaz de hacer. Llámalo orgullo paternal.

Rand suspiró y levantó el otro brazo para mostrar el muñón. La gente tendía a desviar los ojos de él, como si viera un Hombre Gris. No les gustaba la idea de que su Dragón Renacido estuviera mutilado.

Nunca les decía lo cansado que estaba, por dentro. Tenía el cuerpo machacado, como una piedra de molino que llevara generaciones funcionando. Todavía tenía aguante suficiente para realizar su trabajo, y lo haría. Pero... Luz, qué cansado se sentía a veces. Cargar con las esperanzas de millones de personas era más agotador que mover una montaña.

Tam no le dio importancia alguna al muñón. Sacó un pañuelo y se lo envolvió alrededor de una mano, tras lo cual lo ató utilizando los dientes.

—No podré asir nada con esa mano —dijo, moviendo de nuevo la espada en el aire—. Será un combate justo. Vamos, hijo.

La voz de Tam rebosaba autoridad, la autoridad de un padre. Era el mismo tono que utilizaba antaño para que Rand saliera de la cama y fuera a limpiar el cobertizo de ordeño.

Rand no podía desobedecer esa voz, no la voz de Tam. Estaba integrada en él. Suspiró y adelantó un paso.

—Ya no necesito la espada para luchar. Tengo el Poder Único.

—Lo cual sería importante si el hecho de que nos entrenemos ahora tuviera algo que ver con luchar.

Rand frunció la frente. ¿Qué...?

Tam arremetió contra él.

Rand paró el ataque con un golpe lateral desganado. Tam realizó Plumas al viento girando la espada y descargando un segundo golpe. Rand retrocedió y paró otra vez. Algo se removió dentro de él, como un entusiasmo. Cuando Tam atacó por segunda vez, Rand levantó la espada y —de forma instintiva— unió las manos.

Sólo que ya no tenía una de ellas para asir el pomo. Lo cual hizo débil el agarre, y cuando Tam golpeó de nuevo casi lo desarmó.

Rand apretó los dientes y retrocedió. ¿Qué habría dicho Lan si hubiera visto esa actuación chapucera de uno de sus alumnos?

«¿Y qué iba a decir? Diría: “Rand, no te metas en combates a espada. No puedes ganarlos. Ya no.”»

En el siguiente ataque, Tam amagó a la derecha y acto seguido giró y golpeó a Rand en el muslo con un golpe contundente. Rand retrocedió, dolorido. Así que Tam lo había golpeado, y fuerte. Era evidente que no se estaba reprimiendo.

¿Cuánto hacía que Rand había practicado con alguien que buscara hacerle daño? Había demasiada gente que lo trataba con si fuera de cristal. Lan nunca había hecho eso.

Rand se lanzó a la lucha e hizo un intento con El jabalí baja corriendo la montaña. Dominó a Tam durante unos instantes, pero entonces la espada de Tam impactó de lleno en la suya y a punto estuvo otra vez de desarmarlo. Las espadas largas, diseñadas para los maestros, no eran fáciles de estabilizar de forma correcta sin tener ambas manos.

Rand gruñó e intentó de nuevo situarse en una postura a dos manos y otra vez falló. A esas alturas ya había aprendido a hacer frente a lo que había perdido; al menos en la vida normal. No había dedicado tiempo a practicar desde que la Renegada lo había mutilado, aunque había pensado hacerlo.

Se sentía como una silla a la que le falta una pata. Podía guardar el equilibrio —con esfuerzo— pero no demasiado bien. Luchó, probó pose tras pose, pero resistió a duras penas los ataques de Tam.

No podía hacerlo. Hacerlo bien, se entiende. Entonces, ¿por qué molestarse? En ese tipo de actividad no estaba bien capacitado. Practicar no tenía sentido. Se volvió, con la frente empapada de sudor, y tiró la chaqueta a un lado. Lo intentó una vez más y avanzó con cuidado por la hierba pisoteada, pero Tam volvió a ganarle la partida y estuvo a punto de hacer que diera con sus huesos en el suelo.

«¡Esto es absurdo! ¿Por qué luchar con una mano? ¿Por qué no encontrar otro modo? ¿Por qué...?»

Tam estaba haciéndolo.

Rand siguió luchando a la defensiva, pero centró la atención en Tam. Su padre tenía que haber practicado la lucha con una mano; Rand lo notaba en sus movimientos, en la forma en que no intentaba —por instinto— seguir asiendo la empuñadura con la mano vendada. Pensándolo bien, también él tendría que haber practicado con una mano. Muchas heridas podían inutilizarle una mano a cualquiera, y algunas poses se centraban en ataques a los brazos. Lan le había dicho que practicara empuñar la espada invirtiendo las manos. Tal vez luchar con una sola habría sido lo siguiente.

—Libérate, hijo —dijo Tam.

—¿Liberarme de qué?

—De todo.

Tam atacó velozmente arrojando sombras en la luz de la linterna, y Rand buscó el vacío. Toda emoción se consumió en la llama dejándolo vacío y pleno a la vez.

El siguiente ataque casi le abrió la cabeza. Rand soltó una imprecación y adoptó la pose de La garza en los juncos, como Lan le había enseñado, con la espada arriba para parar el siguiente golpe. Una vez más, esa mano que le faltaba trató de asir la empuñadura. ¡Uno no podía olvidar años de entrenamiento en una noche!

Liberarse.

El viento sopló a través del campo llevando consigo olores de una tierra moribunda. Musgo, moho, putrefacción.

El musgo estaba vivo. El moho era algo vivo. Para que un árbol se pudriera, tenía que haber una proliferación de la vida.

Un hombre con una sola mano seguía siendo un hombre, y si esa mano sostenía una espada, ese hombre seguía siendo peligroso.

Tam inició El halcón localiza la liebre, una pose muy agresiva. Cargó contra Rand blandiendo la espada en un golpe lateral. Rand vio los siguientes instantes antes de que ocurrieran. Se vio a sí mismo levantando la espada en la postura adecuada para parar, una pose que requería que expusiera la espada a un mal equilibrio, ahora que no tenía la otra mano. Vio a Tam descargar un tajo en la espada para torcerla en el agarre de Rand. Vio llegar el siguiente ataque para darle en el cuello.

Tam se detendría antes de golpear. Rand perdería el combate de entrenamiento.

Liberarse.

Rand cambió el agarre de su espada. No pensó por qué lo hacía: hizo lo que parecía correcto. Cuando Tam se acercó, Rand alzó el brazo izquierdo para estabilizar la mano mientras giraba la espada hacia un lado. Tam golpeó, el arma se deslizó sobre la espada de Rand, pero no lo desarmó.

El golpe de revés llegó, como se veía venir, pero dio a Rand en el codo, el del brazo inútil. Aunque no tan inútil, después de todo. Paró de forma efectiva la espada, aunque la vibración del golpe le produjo a Rand un espasmo de dolor en el brazo.

Tam se paró en seco, con los ojos muy abiertos, primero por la sorpresa de que le hubiera parado el ataque, y después con evidente preocupación por haber descargado un fuerte golpe en el brazo de su hijo. Probablemente le había fracturado el hueso.

—Rand, yo... —dijo.

Rand dio un paso atrás, dobló el brazo herido hacia la espalda, y levantó la espada. Inhaló los olores intensos de un mundo herido, pero no muerto.

Atacó. El martín pescador se zambulle entre las ortigas. Rand no eligió la pose: ésta surgió. Tal vez se debía a su postura, con la espada en alto y el otro brazo doblado hacia atrás. Eso lo condujo con facilidad a la pose ofensiva.

Tam paró, cauteloso, y se desplazó un paso de lado, a la hierba marchita. Rand lanzó el golpe lateral y, siguiendo el movimiento con agilidad, adoptó la siguiente pose. Dejó de intentar contener sus reacciones instintivas y su cuerpo se adaptó al desafío. A salvo en el vacío, no necesitó preguntarse cómo.

El combate prosiguió en serio ahora. Las espadas resonaban con golpes secos y Rand mantenía el brazo a la espalda y «percibía» cómo sería su siguiente golpe. No luchaba tan bien como solía hacer antes. Eso era imposible; había algunas poses que ya no era capaz de realizar, y no podía golpear con mucha fuerza, como hacía antaño.

Estuvo a la altura de Tam. Hasta cierto punto. Cualquier espadachín vería cuál de ellos era mejor mientras combatían. O, al menos, se daría cuenta de quién tenía ventaja. Tam la tenía allí. Él era más joven y más fuerte, pero Tam eran tan... sólido. Había practicado la esgrima con una sola mano. A Rand no le cabía la menor duda.

No le importaba. Esa concentración... La había echado de menos. Con tantas cosas de las que ocuparse, tanto por lo que preocuparse, no había encontrado el momento de dedicarse a hacer algo para sí mismo, algo tan sencillo como un combate de prácticas. Ahora lo había encontrado y se volcó en ello.

Durante un rato dejó de ser el Dragón Renacido. Ni siquiera era un hijo con su padre. Era un alumno con su maestro.

En cuanto a eso, recordó que por muy bueno que uno hubiera llegado a ser, por mucho que hubiera evocado cosas de antaño, todavía le quedaba mucho por aprender.

Siguieron practicando. Rand no contaba quién ganaba qué intercambio; sólo luchaba y disfrutaba la paz que le proporcionaba. Por fin, se sintió exhausto, pero de la forma buena, no de esa forma de cansancio que había empezado a experimentar últimamente. Era el agotamiento de un buen trabajo hecho.

Sudoroso, Rand alzó la espada de prácticas hacia Tam para indicar que él había terminado. Tam dio un paso atrás y levantó su espada. El hombre mayor exhibía una sonrisa.

Cerca, al lado de las linternas, un puñado de Guardianes aplaudió. No era un público numeroso —sólo seis hombres—, pero Rand no había reparado en ellos. Las Doncellas levantaron las lanzas en un saludo.

—Ha sido un gran peso, ¿verdad? —preguntó Tam.

—¿El qué? —inquirió Rand.

—Esa mano perdida con la que has estado cargando.

Rand bajó la vista al muñón.

—Sí. Creo que es eso lo que ha sido.


El pasaje secreto de Tylin conducía a los jardines y se abría en un agujero muy estrecho, no muy lejos de donde Mat había empezado la escalada. Salió a gatas, se sacudió el polvo de hombros y rodillas, y después echó la cabeza hacia atrás para mirar el balcón, allá arriba. Había escalado a las alturas del palacio y después había descendido gateando a través de sus entrañas. Quizás había en ello alguna lección. Tal vez era que Matrim Cauthon debería buscar pasajes secretos antes de decidirse a escalar un jodido edificio de cuatro plantas.

Salió con pasos quedos al jardín. Las plantas no estaban muy sanas. Los helechos habrían tenido que ser más frondosos y verdes, y los árboles se hallaban tan desnudos como una Doncella en la tienda de vapor. No era de extrañar. Toda la tierra se amustiaba más deprisa que un muchacho en Bel Tine sin pareja para el baile. Mat tenía casi la certeza de que la culpa de que pasara eso era de Rand. De Rand o del Oscuro. Mat podría seguirle la pista a cualquier puñetero problema que hubiera tenido en su vida y lo llevaría al uno o al otro. Esos malditos colores...

El musgo seguía vivo. Mat nunca había oído que el musgo se utilizara en un jardín, pero habría jurado que allí lo habían hecho crecer en piedras, creando dibujos. Quizá, cuando todo lo demás se murió, los jardineros echaron mano de lo que pudieron encontrar.

Tuvo que buscar un rato, asomándose entre arbustos secos y parterres más que muertos, hasta que dio con Tuon. Había esperado encontrarla sentada tranquilamente, absorta en sus pensamientos, pero tendría que haber sabido que eso era mucho imaginar.

Mat se acuclilló al lado de un helecho, sin que lo viera la docena, más o menos, de Guardias de la Muerte que formaba un círculo alrededor de Tuon mientras ella realizaba una serie de posturas de lucha. La alumbraba un par de linternas que irradiaban un extraño y constante brillo azul. Algo ardía dentro, pero no era una llama normal.

La luz se reflejaba en la piel suave y tersa que tenía el matiz de una buena tierra de cultivo. Llevaba un a’solma claro, un ropaje con la falda abierta en los costados, de forma que dejaba ver unas mallas azules debajo. Tuon tenía una constitución menuda; en cierta ocasión, él había cometido el error de dar por sentado que eso significaba que era frágil. En absoluto.

Llevaba la cabeza afeitada como era indicado, ahora que ya no se veía obligada a esconderse. Le sentaba bien, por extraño que pudiera parecer. Se movió en el fulgor azul, pasando por toda una secuencia de posturas de lucha cuerpo a cuerpo, con los ojos cerrados. Parecía estar combatiendo con su propia sombra.

Mat prefería un buen cuchillo —o, mejor aún, su ashandarei— a luchar con las manos desnudas. Cuanta más distancia hubiera entre él y el tipo que intentara matarlo, mejor. Tampoco parecía que Tuon necesitara eso. Observándola, se dio cuenta de lo afortunado que había sido la noche que la capturó. Desarmada era mortífera.

¿La amaba?

La pregunta, que despertó en Mat una sensación incómoda, llevaba semanas rascando al filo de su mente como una rata que intentara llegar al grano. Se suponía que no era la clase de pregunta que Matrim Cauthon debería hacerse. A Matrim Cauthon sólo le importaba la chica que tuviera en sus rodillas y la siguiente tirada de dados. Cuestiones sobre temas como el amor era mejor dejárselas a los Ogier, que tenían tiempo para sentarse y ver crecer los árboles.

Se había casado con ella. Eso era algo casual, ¿no? Las jodidas serpientes le habían dicho que lo haría. Ella también había pronunciado las palabras que la unían a él. Todavía no sabía por qué. ¿Tendría que ver con esos augurios de los que solía hablar? Su noviazgo había sido más un juego que una historia de amor. A Mat le gustaban los juegos, y siempre había jugado para ganar. La mano de Tuon había sido el premio. Ahora que ya la había ganado, ¿qué hacía con ella?

Moviéndose como un junco al viento, Tuon siguió con la serie de poses. Una inclinación hacia allí, luego un movimiento ondulante hacia allá. Los Aiel llamaban «la danza» a la batalla, y «danzar las lanzas», a luchar. ¿Qué pensarían de esta disciplina? Tuon se movía con la misma gracilidad que cualquier Aiel. Si la batalla era una danza, gran parte de ella se ejecutaba con la música de una tumultuosa taberna. Esto otro se realizaba con la melodía acompasada de un maestro cantor.

Algo se movió un poco más allá de Tuon, a su espalda. Mat se puso en tensión. Ah, sólo era un jardinero. Un tipo de aspecto corriente, con un gorro en la cabeza y pecas en la cara. De esos que apenas llamaban la atención. Mat dejó de pensar en él y se echó hacia adelante otro poco para ver mejor a Tuon. Sonrió ante su belleza.

«¿Por qué hay un jardinero fuera, a estas horas? —pensó—. Debe de ser un tipo raro.»

Mat le echó otro vistazo al hombre, pero le costó trabajo localizarlo. El jardinero pasó de pronto entre dos miembros de la Guardia de la Muerte. No pareció que a los soldados les importara. Tampoco debería importarle a él. Debían de confiar en el hombre...

Mat buscó debajo de una manga y sacó un cuchillo. Lo alzó sin pararse a pensar por qué. Al hacerlo, rozó con la mano una de las ramas, con suavidad.

Tuon abrió los ojos de pronto y, pese a la tenue luz, los clavó en Mat. Vio el cuchillo en su mano, a punto de salir lanzado por el aire.

Y entonces miró hacia atrás.

Mat lanzó el cuchillo y el arma reflejó la luz azul en sus giros por el aire. Pasó a menos de un dedo de distancia de la barbilla de Tuon y alcanzó al jardinero en el hombro cuando el hombre enarbolaba un cuchillo suyo. El hombre soltó un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás. Mat habría preferido acertarle en la garganta, pero no había querido correr el riesgo de herir a Tuon.

En lugar de hacer lo que habría sido razonable, que era apartarse, Tuon saltó hacia el hombre al tiempo que lanzaba dos golpes con las manos dirigidos al cuello del tipo. Esa reacción hizo sonreír a Mat. Por desgracia, ella estaba un poco desequilibrada y el asesino tuvo el tiempo justo para conseguir retroceder y escabullirse entre los desconcertados Guardias de la Muerte. La segunda daga de Mat se clavó en el suelo, detrás del pie del asesino, mientras éste se desvanecía en la noche.

Un instante después, tres hombres —cada uno de ellos con un peso más o menos semejante al de un edificio pequeño— se precipitaron sobre él y le aplastaron la cara contra el suelo seco. Uno le pisó la muñeca y otro le arrebató la ashandarei.

—¡Alto! —gritó Tuon—. ¡Soltadlo! ¡Id tras el otro, estúpidos!

—¿Qué otro, majestad? —preguntó uno de los guardias—. No había nadie más.

—Entonces, ¿de quién es esta sangre? —inquirió Tuon al tiempo que señalaba la mancha oscura en el suelo que el asesino había dejado—. El Príncipe de los Cuervos vio lo que vosotros no visteis. ¡Registrad la zona!

Los Guardias de la Muerte se quitaron de encima de Mat con lentitud. Él dejó escapar un gemido. Pero ¿con qué se alimentaban esos tipos? ¿Con ladrillos? No le gustaba que lo llamaran «Alteza», pero un poco de respeto no habría estado mal. Es decir, si con ello hubiera evitado que se sentaran encima de él.

Se puso de pie y extendió la mano hacia un avergonzado Guardia de la Muerte. La cara del tipo tenía más cicatrices que piel. Le tendió a Mat la ashandarei y después salió en pos de sus compañeros para ayudarlos en el registro del jardín.

Tuon se cruzó de brazos; era evidente que no estaba amedrentada.

—Así que decidiste retrasar presentarte ante mí para reincorporarte, Matrim.

—¿Retrasar... qué? Vine a prevenirte, no a reincorporarme ni a presentarme ante nadie, puñetas. Soy mi propio dueño.

—Puedes pensar lo que gustes —contestó Tuon, que miró hacia atrás, donde los Guardias de la Muerte golpeaban los matorrales—. Pero no debes ausentarte. Eres importante para el imperio, y me eres de utilidad.

—Maravilloso —rezongó él.

—¿Quién o qué era eso? —preguntó Tuon en voz queda—. No vi al hombre hasta que tú llamaste mi atención. Estos guardias son lo mejor del imperio. He visto a Daruo atrapar una flecha en pleno vuelo con la mano desnuda, y vi una vez a Barrin impedir que un hombre se acercara demasiado a mí porque sospechaba que era un asesino con la boca llena de veneno. Tenía razón.

—A los tipos como ése se los conoce como Hombres Grises —dijo Mat con un escalofrío—. Hay algo en ellos que los hace peculiarmente corrientes. Tanto, que resulta difícil reparar en ellos, fijarse con atención.

—Hombres Grises —repitió Tuon, distraída—. Más mitos que se hacen realidad. Como vuestros trollocs.

—Los trollocs son reales, Tuon. Jodidamente rea...

—Pues claro que lo son —lo interrumpió ella—. ¿Por qué no iba a creer que son reales? —Le asestó una mirada desafiante, como retándolo a que mencionara las veces que los había llamado «mitos»—. Lo de los Hombres Grises parece ser real también. No hay otra explicación al hecho de que mis guardias permitieran que éste pasara.

—Me fío de los Guardias de la Muerte —comentó Mat, que se frotó el hombro donde uno de ellos le había plantado la rodilla—. Pero no sé, Tuon. El general Galgan está tramando que te asesinen; podría estar colaborando con el enemigo.

—Galgan no va en serio en lo de matarme —contestó ella con indiferencia.

—¿Estás chiflada?

—¿Y tú eres imbécil? —replicó Tuon—. Sólo contrata asesinos de esta tierra, no asesinos de verdad.

—Ese Hombre Gris es de aquí —recalcó él.

Aquello la hizo reflexionar.

—¿Con quién apostaste el ojo? —inquirió después Tuon.

¡Luz! ¿Es que todo el mundo le iba a hacer esa pregunta?

—Tuve una mala racha —contestó—. Salí con vida de ella, que es lo único que importa.

—Mmmmm... ¿Y la salvaste? ¿A la que fuiste a rescatar?

—¿Y cómo sabes tú eso?

—He decidido no ser celosa —dijo ella sin responder a la pregunta—. Tienes suerte. Te sienta bien que te falte un ojo. Antes eras demasiado guapo.

¿Demasiado guapo? Luz. ¿Y qué quería decir con eso?

—Me alegro de verte, por cierto —dijo Mat. Se quedó esperando unos instantes—. Por lo general, cuando alguien le dice a uno algo así, la costumbre es contestar que también te alegras de verlo.

—Ahora soy la emperatriz —repuso Tuon—. Yo no hago cumplidos a los demás, y que la gente retorne no es motivo de alegría para mí. Su retorno está previsto, ya que me sirve.

—Sabes cómo hacer que un hombre se sienta querido. En fin, sé lo que sientes por mí.

—¿Y qué es lo que siento?

—Miraste hacia atrás.

—Había olvidado que eres un especialista diciendo cosas que no tienen sentido, Matrim —dijo ella al tiempo que meneaba la cabeza.

—Cuando me viste con una daga en la mano —explicó él—, como si fuera a arrojártela, no llamaste a tus guardias. No temiste que hubiera venido a matarte. Miraste hacia atrás para ver a qué o a quién apuntaba. Creo que es el gesto más cariñoso que un hombre podría recibir de una mujer. A menos que quieras sentarte en mis rodillas un ratito...

Ella no contestó. Luz, qué fría parecía. ¿Las cosas iban a ser diferentes ahora que era emperatriz? No podía haberla perdido ya, ¿verdad?

Furyk Karede, el capitán de la Guardia de la Muerte, llegó poco después, seguido por Musenge. La expresión de Karede era la de un hombre que ha encontrado su casa envuelta en llamas. Los otros Guardias de la Muerte lo saludaron y parecieron encogerse ante él.

—Emperatriz, mis ojos están bajos —manifestó Karede, que se tendió boca abajo en el suelo, delante de ella—. Me sumaré a quienes os han fallado para acabar con nuestra vida ante vos tan pronto como haya llegado un nuevo pelotón que se encargue de protegeros.

—Vuestras vidas me pertenecen —contestó Tuon—, y no les pondréis fin a menos que os dé permiso. Este asesino no era un ser concebido de forma natural, sino una creación de la Sombra. No habéis perdido prestigio. El Príncipe de los Cuervos os enseñará cómo percibir la presencia de esa clase de criaturas para que no os vuelvan a sorprender otra vez.

Mat estaba bastante seguro de que los Hombres Grises eran concebidos por sus progenitores como cualquiera. Claro que también era el caso de los trollocs y los Fados. Sin embargo, no creía conveniente aclarárselo a Tuon. Además, otra parte de las órdenes impartidas le llamó la atención.

—¿Qué has dicho que voy a hacer? —preguntó.

—Enseñarles —repuso Tuon con suavidad—. Eres el Príncipe de los Cuervos. Será parte de tus funciones.

—Tenemos que hablar de esto —dijo Mat—. Que todo el mundo me llame «Alteza» no va conmigo, Tuon. Me niego.

Ella no contestó. Esperó mientras los hombres de la Guardia de la Muerte procedían con el registro de los jardines y no hizo intención de regresar a palacio.

Por fin, Karede se acercó otra vez.

—Excelsa Señora, no hay rastro de esa criatura en los jardines, pero uno de mis hombres ha encontrado sangre en el muro. Sospecho que el asesino ha huido a la ciudad.

—No es probable que vuelva a intentarlo esta noche, sabiendo que estamos alertas —manifestó Tuon—. No propaguéis lo ocurrido entre los soldados rasos ni entre los guardias. Informad a mi Voz de que nuestra estratagema ha dejado de ser eficaz, y que tendremos que discurrir otra nueva.

—Sí, emperatriz. —Karede hizo otra profunda reverencia.

—De momento, despejad el perímetro y aseguradlo. Voy a pasar un rato con mi consorte, que ha requerido que «lo haga sentirse querido».

—Eso no es exactamente lo... —empezó Mat mientras los miembros de la Guardia de la Muerte se perdían en la oscuridad.

Tuon observó a Mat unos instantes y a continuación empezó a desnudarse.

—¡Luz! ¿Hablabas en serio? —exclamó Mat.

—No voy a sentarme en tus rodillas —aclaró Tuon al tiempo que sacaba un brazo del vestido y dejaba al aire los senos—. Aunque quizá te permita que te sientes en las mías. Esta noche me has salvado la vida. Eso te hace acreedor a un privilegio especial. Se...

Su frase quedó interrumpida cuando Mat la atrajo hacia sí y la besó. La sorpresa hizo que se pusiera tensa.

«En el jodido jardín —pensó Mat, taciturno—. Con soldados todo en derredor y lo bastante cerca para oír lo que decimos.» Bueno, pues si Tuon esperaba que tener gente cerca haría que Matrim Cauthon se sintiera violento, se iba a llevar una sorpresa.

Apartó los labios e interrumpió el beso. Tenía el cuerpo de ella apretado contra el suyo y lo complació descubrir que estaba falta de aliento.

—No pienso ser tu juguete —advirtió Mat con severidad—. No lo permitiré, Tuon. Si tu intención es que las cosas sean así, me marcharé. Hablo en serio. A veces puede que haga el tonto. Con Tylin lo hice, de eso no cabe duda. Pero no voy a pasar por eso contigo.

Ella alzó la mano para tocarle la cara con una ternura sorprendente.

—No habría pronunciado las palabras que pronuncié si te hubiera visto sólo como un juguete. De todos modos, un hombre al que le falta un ojo ya no lo es. Has vivido la batalla; cualquiera que te vea ahora lo sabrá. No te confundirán con un tonto, y yo no necesito un juguete. Lo que sí tendré en cambio será un príncipe.

—¿Y me amas? —preguntó, aunque le costó decirlo.

—Una emperatriz no ama —contestó ella—. Lo lamento. Estoy contigo porque los augurios así lo determinan, y de ese modo, contigo, daré un heredero a los seanchan.

Mat experimentó una sensación rara, de desaliento.

—Sin embargo —continuó Tuon—, quizás admita que me... alegra verte.

«En fin, supongo que tendré que conformarme con eso. Por ahora.»

Volvió a besarla.

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