25 Retazos rápidos

Siuan soltó un suspiro largo y aliviado cuando la Amyrlin —echando fuego por los ojos— atravesó el acceso y entró en el campamento con Doesine, Saerin y otras cuantas Asentadas.

Bryne cruzó el acceso detrás de ellas y se apresuró a reunirse con Siuan.

—¿Qué se ha decidido? —preguntó ella.

—Defenderemos la posición, de momento —dijo Bryne—. Son órdenes de Elayne, y la Amyrlin es de la misma opinión.

—Nos superan en número —apuntó Siuan.

—Lo mismo que les ocurre a los demás. —Bryne miró hacia el oeste.

Los sharaníes habían pasado los últimos días reuniendo a sus fuerzas y habían acampado a una o dos millas del ejército de Egwene, que estaba estacionado de espaldas al anchuroso río que era la frontera entre Kandor y Arafel.

Las tropas de la Sombra todavía no se habían embarcado en una ofensiva a gran escala, sino que habían enviado algún grupo de asalto de vez en cuando a través de accesos mientras esperaban que el ejército trolloc más pequeño los alcanzara. Por desgracia, los trollocs ya habían llegado. El contingente de Egwene habría podido retirarse de nuevo a través de accesos, pero Siuan admitió para sus adentros que poco iban a conseguir haciendo eso. Al final tendrían que hacer frente a las fuerzas enemigas.

Bryne había elegido ese lugar en la punta sudoriental de Kandor porque el terreno les daba cierta ventaja, aunque fuera pequeña. El río que corría de norte a sur por la frontera oriental de Kandor era caudaloso, pero había un vado a menos de un cuarto de milla desde las colinas que se extendían de este a oeste, a lo largo de la frontera meridional de Kandor. El ejército de la Sombra se dirigiría hacia el vado para entrar en Arafel. Al estacionar sus fuerzas en el vado y en las colinas desde las que se divisaba éste, Bryne podía trabar batalla con el ejército invasor desde dos direcciones. Si la presión contra su ejército se hacía insostenible, podrían replegarse a través del vado a la orilla arafelina del río, con la barrera del agua dejando en desventaja a los trollocs frente a ellos. Era una pequeña ventaja, pero a veces en batalla eran las cosas pequeñas las que definían su curso.

En las llanuras al oeste del río, la Sombra situaba a sus ejércitos de sharaníes y trollocs en formación. Ambos se movieron a través del campo hacia las acosadas Aes Sedai y las tropas al mando de Bryne.

A corta distancia, Egwene supervisaba el campamento. Luz, era un alivio saber que la Amyrlin había sobrevivido. Siuan lo había predicho, pero aun así... Luz. Era estupendo ver la cara de Egwene.

Si en verdad era la suya. Aquélla era la primera vez que la Amyrlin había regresado al campamento tras la dura experiencia que había vivido, pero había celebrado varias reuniones con las Asentadas en ubicaciones secretas. Siuan todavía no había tenido ocasión de hablar con ella de tú a tú.

—Egwene al’Vere —llamó Siuan a la Amyrlin—, ¡dime dónde nos vimos por primera vez!

Los otros la miraron y fruncieron el entrecejo por su temeridad. Egwene, sin embargo, pareció comprenderlo.

—En Fal Dara —dijo—. Me ataste con Aire en el viaje que hicimos río abajo desde allí, como parte de una lección sobre el Poder que jamás he olvidado.

Siuan soltó un segundo suspiro de alivio, en esta ocasión más profundo. Nadie había estado en esa lección que les había impartido a Egwene y a Nynaeve en el barco. Pero, por desgracia, Siuan le había hablado de ello a Sheriam, Maestra de las Novicias y hermana del Ajah Negro. En fin, a pesar de todo, creía que esa joven era realmente Egwene. Imitar los rasgos de una persona era fácil, pero sonsacarle sus recuerdos era otro cantar.

Aun así, por si acaso, Siuan se había asegurado de mirarla a los ojos. Se había comentado lo ocurrido en la Torre Negra. Myrelle había mencionado los hechos compartidos con sus nuevos Guardianes. Algo muy oscuro.

Decían que uno lo notaba con mirarles los ojos. Así que habría visto el cambio en Egwene si eso le hubiese ocurrido a ella, ¿verdad?

«Si no lo notamos, entonces ya estamos perdidos», pensó. Tendría que confiar en la Amyrlin, como había hecho tantas otras veces antes.

—Que se reúnan las Aes Sedai —ordenó Egwene—. Comandante Bryne, tenéis vuestras órdenes. Resistiremos junto a este río hasta que las pérdidas sean tan absolutamente intolerables que... —No terminó la frase—. ¿Cuánto tiempo llevan ésos ahí?

Siuan alzó la vista hacia los exploradores raken que pasaban por encima de ellos.

—Toda la mañana. Tenéis su carta.

—Puñetero hombre —rezongó Egwene. El mensaje del Dragón Renacido, despachado a través de Min Farshaw, era breve:

Los seanchan se unen a la lucha contra la Sombra.

Había mandado a Min para que se quedara con ellos por razones que la mujer no había explicado con claridad. Bryne le había dado tareas de inmediato. Trabajaría con los jefes de intendencia como escribiente.

—¿Confiáis en la palabra del Dragón Renacido respecto a los seanchan, madre? —preguntó Saerin.

—No lo sé. De todos modos formad nuestras líneas de batalla, pero no perdáis de vista a esas cosas de ahí arriba, por si acaso atacan.


Cuando Rand entró en la caverna algo cambió en el aire. Fue entonces cuando el Oscuro percibió la presencia de su rival, y se sorprendió. La daga había hecho bien su trabajo.

Rand encabezó la marcha, con Nynaeve a la izquierda y Moraine a la derecha. La caverna conducía hacia abajo y en ese descenso perdieron la altitud que habían ganado antes. El pasadizo le resultaba familiar a Rand por el recuerdo de otro, en otra era.

Era como si la caverna los engullera y los obligara a bajar hacia los fuegos que había en el fondo. El techo, irregular por las estalactitas semejantes a dientes, parecía inclinarse más y más a medida que avanzaban, bajando pulgada a pulgada con cada paso. No era que se moviera, y la caverna tampoco se estrechaba de forma gradual. Cambiaba, simplemente; el techo estaba más alto en cierto momento, y al siguiente era más bajo.

La caverna, cual unas fauces, se cerraba sobre su presa poco a poco. Rand rozó la punta de una estalactita con la cabeza, y Nynaeve se agachó al tiempo que miraba hacia arriba y mascullaba una maldición.

—No —dijo Rand, deteniéndose—. No iré hasta ti de rodillas, Shai’tan.

La caverna retumbó. Los oscuros límites parecieron presionar hacia adentro para empujar a Rand. Él se mantuvo inmóvil, como si fuera una pieza del engranaje atascada y el resto de la maquinaria se esforzara para que siguieran girando las manecillas del reloj. Rand aguantó firme.

Las rocas temblaron y luego retrocedieron. Rand dio un paso y exhaló el aire al disminuir la presión. Lo que había empezado no podía pararse ahora. Retardar el avance ponía en tensión a ambos, a él y al Oscuro; su adversario estaba atrapado en esa inevitabilidad tanto como él. El Oscuro no existía dentro de Entramado, pero aun así el Entramado lo afectaba.

Detrás de Rand, donde había estado parado, quedó una mancha de sangre en el suelo.

«Tendré que actuar con rapidez —pensó—. No puedo morir desangrado hasta que la batalla haya llegado a su fin.»

El suelo tembló una vez más

—Sí, eso es —susurró Rand—. Voy por ti. No soy un cordero que conducen al sacrificio, Shai’tan. Esta vez yo soy el cazador.

El temblor del suelo casi sonó como una risa. Una risa horrible. Rand no hizo caso de la mirada preocupada de Moraine, que caminaba a su lado.

Siguieron bajando. Una sensación extraña se abrió paso en la mente de Rand. Una de las mujeres se hallaba en peligro. ¿Era Elayne o Aviendha? No estaba seguro. La perversa deformación de aquel lugar afectaba el vínculo. Él se movía a través del tiempo de un modo diferente de como lo hacían ellas, por lo que Rand perdía la percepción de dónde se encontraban. Sólo le llegaba que una sentía dolor.

Rand gruñó y aceleró el paso. Si el Oscuro les había hecho daño... ¿No tendría que haber más luz allí? Dependían del brillo de Callandor, a través de la cual él absorbía Saidin.

—¿Dónde está el fuego? —preguntó Rand; su voz levantó ecos—. ¿La roca fundida al final del camino?

—El fuego se ha consumido, Lews Therin —dijo una voz desde la oscuridad que había más adelante.

Rand se detuvo, pero enseguida avanzó de nuevo con Callandor ante sí; el brillo del arma iluminó una figura con la cabeza agachada e inclinada sobre una rodilla al borde de la luz; sostenía una espada ante sí, con la punta apoyada en el suelo.

Tras la figura había... Nada. Oscuridad.

—Rand —dijo Moraine, que posó la mano en su brazo—, el Oscuro asoma al borde de la prisión que lo confina. No toques esa negrura.

La figura se puso de pie y se volvió; el rostro de Moridin, ahora familiar, reflejó el brillo de Callandor. A su lado, en el suelo, yacía un despojo, algo que parecía un caparazón. Rand no habría sabido describirlo de otro modo. Era como el exoesqueleto que algunos insectos dejaban atrás cuando crecían, sólo que tenía la forma de un hombre. Un hombre sin ojos. ¿Uno de los Myrddraal?

Siguiendo la mirada de Rand, Moridin echó un vistazo al caparazón.

—Es un mero vehículo que mi señor ya no necesitaba —dijo; en el blanco de los ojos del hombre flotaban saa que rebotaban, se movían, se agitaban con enloquecido vigor—. Ha traído al mundo lo que está detrás de mí.

—Detrás de ti no hay nada.

Moridin levantó la espada delante de la cara en un saludo.

—Exactamente. —Los globos oculares estaban casi negros del todo.

Con un gesto de la mano, Rand indicó a Moraine y a Nynaeve que se mantuvieran atrás unos cuantos pasos mientras él se acercaba.

—¿Pides que nos batamos en duelo? ¿Aquí? ¿Ahora? Elan, sabes que lo que hago es inevitable. Retrasarme no sirve de nada.

—¿De nada, Lews Therin? —Moridin se echó a reír—. Si te debilito aunque sólo sea un poco, ¿no será más fácil la tarea para mi señor? Oh, sí. Ya lo creo que voy a interponerme en tu camino. Y, si venzo, entonces ¿qué? No tienes asegurada la victoria. Nunca la has tenido.

Vuelvo a ganar, Lews Therin...

—Podrías apartarte —dijo Rand mientras alzaba el arma. El negro acero de la espada de Moridin refractó la luz de Callandor—. Si mi victoria no está asegurada, tampoco lo está tu caída. Déjame pasar. Por una vez, haz la elección que sabes que deberías tomar.

Moridin se echó a reír.

—¿Ahora? —preguntó—. ¿Ahora me suplicas que vuelva a la Luz? Se me ha prometido el olvido eterno. Por fin la nada, la destrucción de mi ser. El final. ¡No me arrebatarás eso, Lews Therin! ¡Por mi tumba que no lo harás!

Moridin avanzó blandiendo la espada.


Lan ejecutó Los pétalos del cerezo besan el estanque, un movimiento nada fácil estando a lomos de un caballo, ya que no era una pose para ir en silla de montar. La espada alcanzó el cuello de un trolloc y penetró en la piel del ser apenas una pulgada. Fue suficiente para que una rociada de la fétida sangre saltara al aire. La criatura con cabeza de toro dejó caer la percha de captura que empuñaba y alzó las manos al cuello al tiempo que emitía un gorgoteo mitad grito y mitad gemido.

Lan hizo recular a Mandarb al ver a un segundo trolloc acercarse por el costado. Le cortó el brazo mientras giraba. El monstruo se tambaleó a causa de golpe y Andere lo atravesó desde atrás.

Andere acercó su caballo a Mandarb; por encima del estruendo de la batalla, Lan oía a su amigo jadear. ¿Cuánto tiempo llevaban combatiendo allí, en el frente de batalla? Los brazos le pesaban como plomo.

—¡Lan! —gritó Andere—. ¡Siguen llegando!

Lan asintió en silencio e hizo recular de nuevo a Mandarb cuando un par de trollocs se abrieron paso entre los cadáveres para atacar. También esos dos llevaban perchas de captura. No era algo insólito en los trollocs; comprendían que los hombres a pie eran mucho menos peligrosos para ellos que los que iban a caballo. Aun así, le hizo pensar a Lan si no estarían intentando capturarlo.

Andere y él dejaron que las bestias avanzaran y atacaran mientras dos miembros de la Guardia Real se aproximaban por un lado para distraer su atención. Los trollocs siguieron avanzando hacia Lan y él se lanzó hacia adelante blandiendo la espada de forma que cortó en dos el astil de ambas perchas.

Los monstruos no se detuvieron y alargaron las manos bestiales para desmontarlo. Lan olió el apestoso aliento de los monstruos mientras hincaba la espada en la garganta de uno. ¡Con qué lentitud movía los músculos! Más le valía que Andere estuviera en posición.

El caballo de Andere se acercó a galope y chocó contra el flanco protegido por coraza del segundo trolloc, al que derribó de costado. Al caer, los dos guardias montados lo mataron con las hachas de mango largo.

Esos hombres estaban ensangrentados, como lo estaba Andere. Y él mismo. Recordaba vagamente haber recibido esa herida en el muslo. Se sentía tan cansado... No se hallaba en condiciones de luchar.

—Nos retiramos —anunció de mala gana—. Que otros se ocupen de esta posición de momento.

Lan y sus hombres dirigían la caballería pesada en la punta de la batalla, presionando a los trollocs en una formación triangular para avanzar a través de ellos y empujarlos hacia los lados a fin de que los ataques por los flancos los machacaran.

Los otros asintieron con la cabeza y Lan notó el alivio en ellos mientras se replegaba con los cincuenta y tantos hombres de la Guardia Real. Se retiraron, y un grupo de shienarianos avanzó para sustituirlos en su posición. Lan limpió la espada y la envainó. En lo alto retumbó un relámpago. Sí, las nubes parecían estar más bajas ese día. Como si fueran una mano que apretara poco a poco sobre los hombres mientras morían.

Cerca, restallaron relámpagos en el aire, uno tras otro. Lan hizo girarse a Mandarb con brusquedad. Ese día había habido muchos relámpagos, pero los últimos se habían descargado demasiado seguidos. Olió humo en el aire.

—¿Señores del Espanto? —preguntó Andere.

Lan asintió con la cabeza mientras los ojos buscaban a los atacantes. Lo único que vio fueron las líneas de hombres combatiendo, la tumultuosa masa de trollocs avanzando en oleadas. Tenía que buscar un sitio más alto.

Lan señaló una de las colinas y taconeó a Mandarb en esa dirección. Miembros de la retaguardia lo vieron pasar y alzaron la mano al tiempo que saludaban con un «Dai Shan». Tenían las armaduras manchadas de sangre. A lo largo del día las tropas de reserva habían rotado al frente para más tarde volver de nuevo a retaguardia.

Mandarb subió despacio colina arriba. Lan palmeó al animal, tras lo cual desmontó y anduvo penosamente al lado del semental. Paró en la cima para observar la batalla. Los ejércitos fronterizos creaban hendiduras a semejanza de púas que ponían un toque de plata y color en el mar de trollocs.

Tantos. Los Señores del Espanto habían salido de nuevo en su gran plataforma, la máquina tirada por docenas de trollocs que la llevaban rodando a través del campo de batalla. Necesitaban altura para ver dónde dirigir sus ataques. Lan apretó los dientes al descubrir una serie de descargas que caían sobre los kandoreses y lanzaban los cuerpos al aire abriendo una brecha en sus líneas.

Los encauzadores de Lan atacaron en respuesta arrojando rayos y fuego a los trollocs que avanzaban para impedir que entraran a raudales por la brecha de la línea fronteriza. Eso funcionaría durante muy poco tiempo. Ellos tenían muchos menos Aes Sedai y Asha’man que Señores del Espanto tenía la Sombra.

—Luz —dijo el príncipe Kaisel, que cabalgó hacia él—. Dai Shan, si abren brechas suficientes en nuestras líneas...

—Las reservas están en camino. Allí —dijo Andere, señalando.

Seguía montado y Lan tuvo que adelantar unos pasos para rodearlo y mirar hacia donde indicaba. Un grupo de jinetes shienarianos se dirigía a las líneas sobre las que caían los rayos.

—Y allí también —señaló Kaisel hacia el oeste.

Un grupo de arafelinos cabalgaba hacia el mismo sitio. Las dos fuerzas se enredaron al confluir en el mismo punto para tapar la brecha.

Empezaron a descargarse rayos del cielo que cayeron sobre la plataforma de los Señores del Espanto. Estupendo. Narishma y Merise habían recibido instrucciones de estar atentos a la aparición de Señores del Espanto e intentar matarlos. Quizá eso distraería al enemigo. Lan enfocó la atención en otra cosa.

¿Por qué se había enviado a dos grupos de reserva a tapar la misma brecha? Cualquiera de las dos unidades era lo bastante grande para encargarse de ese cometido; con tantos hombres, lo que hacían era estorbarse entre ellos. ¿Un error?

Aunque reacio, porque no quería hacer trabajar al caballo tan pronto otra vez, subió a la silla de Mandarb. Comprobaría ese error.


En el Sueño del Lobo, Perrin y Gaul se detuvieron en la cumbre de una colina desde la que se veía un valle con una montaña al fondo. Encima de ésta, las nubes negras giraban en un vórtice terrible que no acababa de tocar el pico de la mole.

Vientos racheados azotaban el valle con violencia, y Perrin se vio obligado a crear una burbuja de calma alrededor de los dos con la que desviar los residuos. Allá abajo captó retazos rápidos de una enorme batalla. Aiel, trollocs y hombres con armadura aparecían en el Sueño del Lobo como si salieran de un remolino de humo y polvo, y durante segundos enarbolaban armas que se desintegraban a mitad de un golpe. Millares de ellos.

Muchos lobos se encontraban allí, por todas partes. Esperaban... algo. Algo que no sabían explicarle a Perrin. Tenían un nombre para Rand, el Exterminador de la Sombra. A lo mejor estaban allí para presenciar lo que iba a hacer.

—¿Perrin...? —llamó Gaul.

—Por fin está aquí —contestó en voz baja—. Ha entrado en la Fosa de la Perdición.

Rand iba a necesitarlo en algún momento de ese enfrentamiento. Por desgracia, no podía quedarse allí aguardando: tenía un trabajo que hacer. Con ayuda de los lobos, Gaul y él habían encontrado a Graendal cerca de Cairhien. Ella había hablado con algunas personas en sus sueños. ¿Amigos Siniestros infiltrados en los ejércitos, tal vez?

«Antes había entrado en los sueños de Bashere —pensó Perrin—. O eso es lo que Lanfear aseguraba.» No se fiaba de ella.

En cualquier caso, había encontrado a Graendal ese mismo día, hacía unas horas, y él se disponía a atacarla cuando de repente la mujer desapareció. Sabía cómo seguir el rastro de alguien en el sueño del lobo cuando lo hacía con un cambio, y la había seguido hasta allí, a Thakan’dar.

El olor de Graendal desapareció bruscamente en mitad del valle, allá abajo. La Renegada debía de haber Viajado de vuelta al mundo real. Perrin no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado en el Sueño del Lobo; Gaul y él todavía tenían comida, pero la sensación era de que hubieran transcurrido días y días. Lanfear había dicho que cuanto más cerca estuviera de Rand, más se distorsionaría el tiempo. Respecto a eso, al menos, tenía la posibilidad de comprobar si era cierto.

¡Él está aquí, Joven Toro!, llegó la transmisión, repentina y urgente, de un lobo llamado Amanecer, allí en el valle. ¡Verdugo está entre nosotros! ¡Deprisa!

Perrin emitió un gruñido, asió a Gaul por el hombro sin decir palabra y... Cambio. Aparecieron en el sendero rocoso que llevaba a un gran agujero en la pared de la montaña, la entrada a la caverna que descendía a la mismísima Fosa de la Perdición.

Un lobo yacía cerca, con una flecha en el costado y olor a muerte. Otros aullaban a corta distancia. El horrible viento lo zarandeó; Perrin agachó la cabeza contra el violento empuje, con Gaul a su lado.

Dentro, Joven Toro, transmitió un lobo. Dentro de la boca de la oscuridad.

Sin atreverse a pensar lo que estaba haciendo, Perrin penetró como un torbellino en una angosta cámara llena de rocas puntiagudas que brotaban del suelo y del techo. Un poco más adelante, algo brillante emitía ondas a través del espacio a intervalos regulares. Perrin alzó una mano para tapar la luz y captó vagamente las figuras que había al fondo de la cámara.

Dos hombres trabados en una lucha.

Dos mujeres que parecían paralizadas.

Y, justo a pocos pasos de Perrin, Verdugo, que tensaba la cuerda de un arco hacia la mejilla.

Perrin rugió, con el martillo empuñado, y... Cambio. Apareció justo entre Verdugo y Rand. Golpeó la flecha en el aire con el martillo una fracción de segundo después de salir disparada. Los ojos de Verdugo se desorbitaron por la sorpresa; un instante después, el hombre desaparecía.

Cambio. Perrin se desplazó junto a Gaul y asió al hombre por el brazo. Cambio. Los dos aparecieron donde Verdugo estaba antes y Perrin captó el aroma de su ubicación.

—Ten cuidado —advirtió a Gaul.

Cambio. Se trasladaron ambos hacia el olor de la ubicación del hombre.

Aparecieron en medio de un grupo de gente. Eran Aiel, nada menos, sólo que en lugar de llevar el shoufa normal tenían unos extraños velos rojos.

El cambio no había llevado a Perrin y a Gaul lejos; era una especie de pueblo, lo bastante cerca para que el pico de Shayol Ghul fuera visible en la distancia.

Los velos rojos atacaron. A Perrin no lo sorprendió mucho encontrar Aiel en el lado de la Sombra. Amigos Siniestros los había en todos los pueblos. Sin embargo, ¿por qué identificar su adhesión a la Sombra con el color de los velos?

Perrin giró el martillo en un amplio círculo y mantuvo a raya a un grupo de esos Aiel, entonces, con un cambio, apareció detrás de ellos y le aplastó la cabeza a uno. Gaul se convirtió en un remolino de lanzas y ropas pardas, esquivando y haciendo quiebros alrededor de los velos rojos, lanceando y después desapareciendo... Y después reapareciendo y lanceando otra vez. Sí, había aprendido muy deprisa, más de lo que —al parecer— habían hecho esos velos rojos, porque no conseguían seguirle el ritmo. Perrin golpeó a otro en la rótula y después buscó a Verdugo.

Allí. Se encontraba en un montículo, observando. Perrin miró a Gaul, que, entre saltos, le hizo un rápido asentimiento con la cabeza. Quedaban ocho velos rojos, pero...

La tierra bajo los pies de Gaul empezó a moverse hacia arriba y explotó al tiempo que Gaul saltaba. Perrin se las arregló para proteger a su amigo creando una plancha de acero por debajo de él a fin de desviar el impacto, pero le faltó poco... Gaul cayó de pie al suelo, tembloroso, y Perrin se vio obligado a llegar hasta él con un cambio y atacar al velo rojo que se lanzaba sobre él por detrás.

—¡Ten cuidado! —le gritó a Gaul—. ¡Al menos uno de estos tipos encauza!

Luz. Por si fuera poco que hubiera Aiel luchando por la Sombra... además, encauzadores. Hombres Aiel encauzadores. ¡Luz!

Perrin arremetía contra otro cuando Verdugo apareció allí, con una espada en una mano y un largo cuchillo de caza en la otra, de los que un cazador utilizaría para desollar a su presa.

Gruñendo, Perrin se lanzó a la lucha y los dos empezaron una extraña danza. Uno atacaba al otro, que desaparecía para reaparecer cerca antes de atacar también. Giraron en derredor; uno hacía cambio, a continuación lo hacía el otro, cada cual intentando llevar la delantera. Perrin falló por poco un golpe demoledor contra Verdugo, y entonces casi acabó con una hoja de acero en las tripas.

Gaul estaba demostrando ser muy útil, porque Perrin lo habría pasado muy mal si hubiera tenido que enfrentarse a Verdugo y los velos rojos solo. Por desgracia, Gaul poco podía hacer aparte de distraer a sus adversarios y lo estaba pasando mal para lograr eso simplemente.

Cuando una columna de fuego de uno de los velos rojos casi lo alcanzó, Perrin tomó una decisión. Cambio. Apareció junto a Gaul y... casi recibió un lanzazo en el hombro. Perrin transformó la lanza en tela, que se dobló contra su piel.

Gaul se llevó un susto al ver a Perrin y luego abrió la boca. Perrin no le dio tiempo para decir nada. Asió a su amigo del brazo y, con un cambio, ambos salieron del allí. Desaparecieron justo cuando una gran llamarada brotaba a su alrededor.

Reaparecieron frente a la entrada de la Fosa de la Perdición. La chaqueta de Perrin humeaba. Gaul sangraba por un muslo. ¿Cuándo había ocurrido?

¿Estáis ahí?, transmitió Perrin con urgencia.

Aquí estamos, Joven Toro, fue la respuesta de docenas de lobos.

¿Vas a dirigirnos, Joven Toro? ¡La Última Batalla!

Estate atento con Cazadora lunar, Joven Toro. Te sigue al acecho, como un león en la hierba alta.

Os necesito, envió a los lobos. Verdugo está aquí. ¿Querréis luchar por mí contra él y los hombres que están con él?

Es la Última Batalla, transmitió uno al tiempo que muchos otros aceptaban ayudarlo. Aparecieron en las laderas de Shayol Ghul. Perrin olía su cautela; no les gustaba ese sitio. Era un lugar al que los lobos no iban, ni en el mundo de vigilia ni en el sueño.

Apareció Verdugo. O iba por Perrin porque había deducido que estaría protegiendo esa posición o se proponía retomar su ataque a Rand. Fuera lo uno o lo otro, Perrin lo vio de pie en el saliente de arriba, mirando desde allí el valle... Una figura oscura con un arco y una capa negra agitada por los vientos tempestuosos. Abajo, entre polvo y sombras, la batalla proseguía con furia. Miles y miles de personas que morían, mataban, luchaban en el mundo real, y aquí no eran más que fantasmas.

—Ven y ponme a prueba —susurró Perrin, que asía el martillo con fuerza—. Descubrirás que esta vez soy un adversario distinto.

Verdugo alzó el arco y disparó. La flecha se dividió y se convirtió en cuatro, luego en dieciséis, y después en una lluvia de flechas lanzadas hacia Perrin.

Él gruñó y acometió contra la columna de aire que Verdugo había creado para parar el viento. La columna se disolvió y el feroz vendaval atrapó las flechas en el remolino.

Verdugo apareció delante de Perrin, de nuevo empuñando espada y cuchillo. Perrin saltó hacia él al tiempo que los velos rojos aparecían cerca. Los lobos y Gaul se ocuparon de ellos. Esta vez, Perrin se centraría en su enemigo. Atacó con un rugido y le quitó la espada de un golpe para acto seguido acometer contra la cabeza del hombre.

Verdugo retrocedió y creó brazos de piedra que brotaron del suelo —lanzando al aire esquirlas y fragmentos de roca— para asirlo. Perrin se concentró y los brazos de piedra se hicieron pedazos, de vuelta al suelo. Captó el penetrante efluvio de sorpresa en Verdugo.

—Estás aquí en persona —masculló.

Perrin saltó hacia él e hizo un cambio en mitad del salto para llegar al hombre más rápido. Verdugo paró el golpe con un escudo que apareció en su brazo. Aunque lo desvió, Mah’alleinir dejó una gran abolladura en él.

Verdugo desapareció para aparecer de nuevo cinco pasos detrás, al borde del camino que subía hacia la caverna.

—Cuánto me alegro de que hayas venido a cazar, lobezno. Se me prohibió que te buscara, pero ahora estás aquí. Desollé al maestro; ahora, al cachorro.

Perrin se abalanzó contra Verdugo en un salto, como los que utilizaba para ir de colina en colina, tan veloz que su figura se desdibujó en un borrón. Chocó con el hombre, y los dos salieron lanzados fuera de la repisa que había delante de la entrada a la Fosa de la Perdición; cayeron dando tumbos y vueltas docenas de pies hacia el suelo.

El martillo de Perrin estaba en el cinturón —aunque él no recordaba haberlo puesto allí—, pero no quería golpear a ese hombre con el martillo. Quería sentir a Verdugo al estrellarle el puño en la cara. El puñetazo llegó a su destino, pero de repente el rostro de Verdugo se había vuelto duro como piedra.

En ese momento, la lucha dejó de ser de cuerpo contra cuerpo y pasó a ser de voluntad contra voluntad. Mientras caían juntos, Perrin imaginó que la piel del otro hombre se volvía blanda y cedía al puñetazo y los huesos se tornaban quebradizos y se rompían. En respuesta, Verdugo imaginó su piel como granito.

El resultado fue que la mejilla de Verdugo se tornó dura como roca, pero, de todos modos, Perrin la resquebrajó. Cayeron al suelo y se separaron al rodar sobre sí mismos. Cuando Verdugo se puso de pie, la mejilla derecha parecía la de una estatua que hubiera golpeado un martillo, con finas grietas abriéndose en la piel.

Hilillos de sangre empezaron a manar de esas fisuras y a Verdugo se le desorbitaron los ojos por la sorpresa. Se llevó una mano a la cara y tocó la sangre. La piel volvió a ser normal otra vez y aparecieron unos puntos como si los hubiera dado un cirujano experto. Uno no podía curarse a sí mismo en el Sueño del Lobo.

Verdugo miró a Perrin con una mueca de desprecio y después atacó. Los dos se desplazaron atrás y adelante, envueltos en agitados remolinos de polvo que formaban las caras y los cuerpos de gente luchando para sobrevivir en otro lugar, en otro mundo. Perrin chocó contra dos de esas figuras fugaces y Mah’alleinir dejó una estela de polvo cuando arremetió con él. Verdugo se echó hacia atrás al tiempo que creaba viento para apartarlo y acto seguido respondió al ataque con extraordinaria rapidez.

Perrin se convirtió en lobo sin pensarlo siquiera, y la espada de Verdugo pasó por encima de su cabeza. Joven Toro saltó sobre el hombre y lo lanzó hacia atrás a través de una imagen de dos Aiel luchando entre sí. Explotaron en arena y polvo. Otros se formaron a los lados y después desaparecieron llevados por el viento.

La fragorosa tempestad era un rugido a los oídos de Joven Toro, y el polvo del suelo le entraba en los ojos. Esquivó al hombre en un quiebro y luego se lanzó a su garganta. Qué dulce será paladear la sangre de este dos patas en la boca. Hubo un cambio y Verdugo desapareció.

Joven Toro se convirtió en Perrin, con el martillo presto, agazapado en el suelo junto a fragmentos de combates, a gente cambiante.

«Cuidado —se recordó—. Eres un lobo, pero eres más hombre.» Con un sobresalto reparó en que algunas de esas imágenes no eran del todo humanas. Vio un par de ellas que tenían una apariencia claramente serpentina, aunque desaparecieron muy deprisa.

«¿Este lugar refleja otros mundos?», se preguntó, al no encontrar otra explicación a aquellos fantasmas.

Verdugo se lanzó sobre él de nuevo, prietos los dientes. El martillo de Perrin se puso caliente y la pierna le dolió donde le habían Curado la herida recibida durante su último enfrentamiento con Verdugo. Bramó y dejó que la espada de su adversario se acercara, que le rozara la mejilla, al tiempo que descargaba su propia arma en el costado del hombre.

Verdugo desapareció.

Perrin acabó el recorrido del golpe y, por un instante, dio por sentado que había golpeado al hombre. Pero no, el martillo apenas había rozado a Verdugo antes de que desapareciera. El hombre había estado preparado, esperando el cambio. Perrin sintió que le corría sangre entre el pelo de la barba, hacia la barbilla; el roce de la cuchilla le había abierto un tajo en la mejilla, casi en el mismo sitio donde él había descargado el golpe en la cara de Verdugo.

Husmeó el aire mientras giraba sobre sí mismo en un intento de captar el efluvio de la ubicación de Verdugo. ¿Adónde había ido? No notaba nada.

Verdugo no se había trasladado a otro lugar del Sueño del Lobo. Sabía que Perrin podía seguirlo. En cambio, debía de haber vuelto al mundo de vigilia. Perrin aulló al comprender que había perdido a su presa. Su parte de lobo clamó por la cacería perdida, y él tuvo que realizar un gran esfuerzo para recobrar el control.

Fue un olor lo que se lo devolvió. Pelambre quemada. El olor iba acompañado de aullidos de dolor.

Cambio. Perrin se encontró de vuelta en lo alto del camino. En el suelo yacían lobos quemándose y muriendo en medio de cadáveres de velos rojos. Dos de los hombres aún estaban de pie, espalda contra espalda, y su reacción incongruente fue bajarse los velos. Tenían los dientes afilados en punta y sonrieron, casi de forma demencial, mientras encauzaban. Quemando un lobo tras otro. Gaul se había visto obligado a refugiarse detrás de una roca y las ropas le humeaban. Olía a dolor.

A los dos encauzadores sonrientes no parecía importarles que sus compañeros yacieran a su alrededor en el suelo, sangrando hasta morir. Perrin caminó hacia ellos. Uno alzó una mano y soltó un chorro de fuego. Perrin lo deshizo en humo y después lo apartó caminando directamente hacia él; el humo negro se arremolinó en torno a él y luego fluyó hacia los lados.

El otro Aiel también encauzaba e intentó que el suelo se rompiera debajo de Perrin, pero él sabía que la roca no se partiría, que resistiría los tejidos. Y lo hizo. Perrin no veía los tejidos, pero sabía que la tierra —de repente mucho más sólida— se negaba a ceder como se le ordenaba.

El primer Aiel echó mano de la lanza con un gruñido, y Perrin lo agarró por el cuello.

Ansiaba aplastarle la garganta a ese tipo. Había perdido a Verdugo otra vez, y los lobos habían muerto a manos de esos dos. De nuevo se contuvo. Verdugo... Verdugo merecía algo peor que la muerte por lo que había hecho. No sabía nada de esos hombres y no estaba seguro de que si los mataba allí no lo haría de forma definitiva, sin renacimiento.

A su entender, todo el mundo, incluidos seres como ésos, deberían tener una segunda oportunidad. El velo rojo al que tenía asido se debatía e intentó envolverlo con tejidos de Aire.

—Eres idiota —dijo en voz baja Perrin. Miró al otro—. Y tú también.

Los dos parpadearon y después lo miraron, y en los ojos asomó una expresión cada vez más alelada. Uno de ellos empezó a babear. Perrin meneó la cabeza. Verdugo no los había entrenado ni poco ni mucho. Hasta Gaul, después de... ¿Cuánto tiempo había pasado? Fuera el tiempo que fuera, Gaul sabía que no debía dejarse sorprender de ese modo en manos de alguien capaz de cambiar hasta su capacidad mental.

Perrin tenía que seguir pensando en ellos como unos simples para mantener la transformación. Se arrodilló entre los lobos para ver a cuáles podía ayudar. Se imaginó vendajes en las heridas de los que estaban sufriendo. En ese lugar sanarían pronto. Los lobos parecían capaces de hacerlo. Habían perdido a ocho de los suyos, y Perrin aulló por ellos. Los otros se le unieron, pero no había pesar en sus sensaciones. Habían combatido. A eso habían ido allí.

Después Perrin examinó a los velos rojos caídos. Todos habían muerto. Gaul se acercó cojeando y sujetándose un brazo quemado. Era una herida grave, pero no mortal.

—Tengo que sacarte de aquí —le dijo Perrin—, y que te hagan la Curación. No sé qué hora será, pero creo que deberíamos ir a Merrilor y esperar a que se abra el acceso.

—He matado a dos de ésos, Perrin Aybara —dijo Gaul con una ancha sonrisa—. Uno encauzaba. Creía haber ganado mucho honor, y entonces apareces tú y tomas dos cautivos. —Meneó la cabeza—. Bain se reiría todo el camino de vuelta a la Tierra de los Tres Pliegues si hubiera visto esto.

Perrin se volvió hacia sus dos cautivos. Matarlos allí le parecía cruel en extremo, pero soltarlos significaba que volverían a combatir; quizá matarían más lobos, más amigos.

—No creo que éstos sigan el ji’e’toh —dijo Gaul—. Y, de todos modos, ¿tomarías a un encauzador como gai’shain? —Lo sacudió un fuerte escalofrío.

—Mátalos y acaba de una vez —dijo Lanfear.

Perrin la miró. No se había sobresaltado cuando la mujer habló; podría decirse que se había acostumbrado al modo en que ella aparecía y desaparecía. Sin embargo, le resultaba molesto.

—Si los mato aquí, ¿será acabar para siempre con ellos?

—No. No funciona así con los humanos.

¿Debería fiarse de ella? En lo relacionado con ese caso, se dio cuenta de que sí le creía. ¿Por qué iba a mentir? Aun así, matar a unos hombres desarmados... Allí eran poco más que unos bebés, a su modo de ver.

«No —pensó al recordar a los lobos muertos—. Nada de unos bebés. Son mucho más peligrosos.»

—A esos dos los han Trasmutado —dijo la mujer, que cruzó los brazos y los señaló con la barbilla—. Muchos han empezado su vida estos días, pero esos dos tienen los dientes afilados. Los atraparon y los Trasmutaron.

Gaul masculló algo. Parecía una maldición, pero también tenía un tono reverente. Era algo en la Antigua Lengua, y Perrin no entendió el significado. Tras mascullar aquello, Gaul alzó al aire una lanza. Olía a sentirse agradecido.

—Le escupisteis al ojo y él os utilizó, hermanos míos. Atroz...

«Trasmutados», pensó Perrin. Como esos hombres de la Torre Negra. Frunció el entrecejo, se acercó a ellos y le sostuvo la cabeza a uno con las manos. ¿Podría volver ese hombre a la Luz? Si había sido posible obligarlo a ser perverso, ¿podría volver a ser el de antes?

Perrin dio con algo vasto al intentar entrar en la mente de esos hombres. Su voluntad rebotó y salió despedida como una ramita utilizada para tratar de golpear una puerta de hierro. Perrin trastabilló hacia atrás.

Miró a Gaul e hizo un gesto de negación.

—No puedo hacer nada por ellos.

—Lo haré yo —dijo el Aiel—. Son hermanos.

De mala gana, Perrin asintió en silencio y Gaul degolló a los dos hombres. Era mejor así. Con todo, verlo fue como si se desgarrara por dentro. Detestaba lo que la lucha hacía con la gente, lo que le hacía a él. El Perrin de meses atrás no habría podido quedarse allí y mirar. Luz... Si no lo hubiera hecho Gaul, lo habría hecho él. Sabía que sí.

—Qué chiquillo eres a veces —dijo Lanfear, todavía cruzada de brazos, sin dejar de mirarlo.

Suspiró y luego lo tomó del brazo. La oleada helada de la Curación lo recorrió de la cabeza a los pies. La herida de la mejilla se cerró.

Perrin inhaló hondo y luego señaló hacia Gaul con la barbilla.

—No soy tu chica de los recados, lobezno —dijo ella.

—¿Quieres convencerme de que no eres una enemiga? —replicó él—. Sería una buena forma de empezar a conseguirlo.

Ella suspiró y a continuación hizo un gesto impaciente a Gaul para que se acercara. El Aiel lo hizo, renqueando, y Lanfear lo Curó.

Un retumbo lejano sacudió la caverna, detrás de ellos. Lanfear miró hacia allí y estrechó los ojos.

—No puedo quedarme aquí —dijo. Y desapareció.

—No sé qué pensar de ésa —comentó Gaul; se frotó el brazo donde la tela de la manga estaba quemada, pero la piel volvía a estar intacta—. Creo que juega con nosotros, Perrin Aybara, pero no sé a qué juego.

Perrin mostró su conformidad con un gruñido.

—Ese Verdugo... volverá —dijo Gaul.

—Estoy pensando, a ver qué se me ocurre hacer sobre eso. —Perrin se llevó la mano a la cintura, donde había atado con cuerdas el clavo de sueños al cinturón. Lo desató—. Quédate aquí vigilando —le encargó a Gaul, y entró en la caverna.

Perrin pasó junto a aquellas piedras que semejaban dientes. Era difícil abstraerse de la sensación de que se acercaba lentamente hacia la boca de un Sabueso del Oscuro. La luz al fondo de la pendiente era cegadora, pero Perrin creó a su alrededor una burbuja ahumada, como un cristal translúcido. Distinguió a Rand y a alguien más; ambos luchaban con espadas al borde de una profunda sima.

No. No era una sima. Perrin se quedó boquiabierto. El mundo entero parecía acabar allí, como si la caverna se abriera a una vasta nada. Un vacío eterno, como la negrura de los Atajos, sólo que aquello parecía tirar de él hacia sí. De él y de todo lo demás. Se había acostumbrado a la tumultuosa tormenta de fuera, así que no había notado el viento en el túnel. Ahora que prestaba atención, sentía a través de la caverna la corriente que lo arrastraba hacia aquel agujero.

Al mirar esa abertura, supo que nunca había entendido de verdad lo que era negrura. Eso lo era. Eso era la nada. El fin absoluto de todo. Otra oscuridad era amedrentadora por lo que podía ocultar. Esa oscuridad era diferente; si te envolvía, dejabas de ser. Total y definitivamente.

Perrin reculó a trompicones, aunque el viento que soplaba túnel abajo no era fuerte. Sólo... constante, una corriente fluyendo hacia ninguna parte. Perrin asió el clavo de los sueños y se obligó a apartarse de Rand. Cerca había alguien, una mujer arrodillada, con la cabeza inclinada, como resistiendo contra una enorme fuerza que viniera de aquella nada. ¿Moraine? Sí, y la que estaba a su derecha, también de rodillas, era Nynaeve.

El velo entre mundos era muy fino allí. Si podía ver a Nynaeve y a Moraine quizás ellas podrían oírlo.

Se acercó a Nynaeve.

—Nynaeve, ¿me oyes?

Ella parpadeó y volvió la cabeza. ¡Sí, lo oía! Al parecer, sin embargo, no lo veía. Ella miró en derredor, desconcertada, mientras se aferraba al diente de piedra que salía del suelo como si en ello le fuera la vida.

—¡Nynaeve! —gritó.

—¿Perrin? —susurró la mujer, que miró de nuevo a un lado y a otro—. ¿Dónde estás?

—Voy a hacer algo, Nynaeve —dijo—. Algo que imposibilitará crear accesos a este lugar. Si quieres Viajar a esta zona o desde ella, tendrás que crear el acceso fuera, delante de la caverna. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, todavía buscándolo en derredor. Por lo visto, aunque el mundo real se reflejaba en el Sueño del Lobo, no funcionaba igual a la inversa. Perrin hundió el clavo en el suelo y lo activó como Lanfear le había enseñado; creó la cúpula púrpura alrededor de la propia caverna, nada más. Regresó corriendo al túnel y salió a través del cristalino muro purpúreo para reunirse con Gaul y los lobos.

—Luz —dijo Gaul—. Estaba a punto de ir a buscarte. ¿Por qué has tardado tanto?

—¿Tanto? —repitió Perrin.

—Has estado ahí dentro casi dos horas.

Perrin meneó la cabeza.

—Es la Perforación, que juega con nuestra percepción del tiempo —dijo—. Bueno, al menos con ese clavo de sueños a Verdugo no le será fácil llegar hasta Rand.

Después de que Verdugo hubiera utilizado el clavo de sueños contra él, era satisfactorio usar el ter’angreal contra ese hombre. Perrin había creado la burbuja protectora justo lo bastante grande para que cupiera dentro de la caverna y guareciera a Rand, la Perforación y quienes se hallaban con él. La colocación significaba que los límites de la cúpula estaban dentro de roca salvo allí delante, en la boca de la caverna.

Verdugo no podría saltar al centro de la caverna y atacar; tendría que entrar por allí. O eso, o habría de encontrar la forma de excavar a través de la roca, cosa que Perrin suponía que era posible allí, en el Sueño del Lobo. No obstante, hacerlo así lo retrasaría, y eso era lo que Rand necesitaba.

Necesito que protejáis este lugar, transmitió Perrin a los lobos reunidos, muchos de los cuales todavía lamían sus heridas. El Exterminador de la Sombra combate dentro, a la caza de la presa más peligrosa que este mundo ha conocido. No debemos permitir que Verdugo llegue hasta él.

Vigilaremos este lugar, Joven Toro, transmitió uno. Otros se reúnen. No dejaremos que pase.

¿Podríais hacer esto? Perrin transmitió una imagen de lobos situados a intervalos en las Tierras Fronterizas para transmitir mensajes entre ellos con rapidez. Había miles y miles deambulando por la zona.

Perrin se sentía orgulloso de cómo había comunicado sus ideas. No había transmitido nada con palabras ni imágenes, sino como un concepto mezclado con efluvios y con un indicio de instinto. Teniendo a los lobos situados como había transmitido, podrían comunicarse con él a través de esa red casi de forma instantánea si Verdugo regresaba.

Podemos hacerlo, afirmaron los lobos.

Perrin asintió con la cabeza e hizo un gesto a Gaul.

—¿No nos quedamos? —preguntó el Aiel.

—Están pasando demasiadas cosas —dijo Perrin—. El tiempo transcurre muy despacio aquí. No quiero que la guerra nos pase de largo.

Además, todavía quedaba pendiente el asunto de lo que Graendal estaba haciendo.

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