45 Zarcillos de niebla

Mat, que seguía oyendo el repiqueteo de los dados dentro de la cabeza, encontró a Grady con Olver y Noal en los Altos. Llevaba el puñetero estandarte de Rand envuelto en un pequeño bulto, debajo del brazo. Esparcidos en derredor había cuerpos, armas y piezas de armadura; la sangre manchaba las piedras. Pero la lucha había acabado allí, y en la loma no quedaba un solo enemigo.

Noal le sonrió desde su caballo; Olver iba montado delante de él, con el Cuerno aferrado. El chico parecía exhausto por la Curación que le había practicado Grady —el Asha’man se encontraba al lado del caballo—, pero al mismo tiempo tenía el aire más orgulloso que pudiera imaginarse.

Noal. Uno de los héroes del Cuerno. Tenía sentido, puñetas. Jain el Galopador en persona. En fin, nadie lo vería a él cambiándole el sitio. Puede que Noal disfrutara con eso, pero él no bailaría al son que tocara otro hombre. Ni siquiera lo haría a cambio de la inmortalidad.

—¡Grady! —llamó—. ¡Hiciste un buen trabajo río arriba. Esa agua llegó justo cuando hacía falta!

Grady tenía la tez cenicienta, como si hubiera visto algo que no habría querido ver. Hizo un gesto de asentimiento.

—¿Qué diantre...? ¿Qué eran...? —No acabó de hacer la pregunta.

—Te lo explicaré en otro momento —dijo Mat—. Ahora mismo necesito un jodido acceso.

—¿Dónde? —preguntó Grady.

Mat respiró hondo y por fin se decidió.

—Shayol Ghul. —«Y así me aspen, por tonto.»

—No es posible, Cauthon —contestó Grady, a la vez que negaba con la cabeza.

—¿Estás demasiado cansado?

—Estoy cansado, sí, pero no es por eso. Algo ha ocurrido en Shayol Ghul. Los accesos que se abren allí se desvían. El Entramado está... deformado, si eso tiene sentido. El valle ya no está en un solo sitio, sino en muchos, y un acceso no puede localizarlo.

—Grady, eso tiene tan poco sentido para mí como tocar un arpa sin dedos.

—Viajar a Shayol Ghul no funciona, Cauthon —replicó Grady, irritado—. Elige cualquier otro sitio.

—¿Cuán cerca puedes enviarme?

Grady se encogió de hombros.

—A uno de los campamentos de exploradores, a un día de camino, probablemente —dijo luego.

A un día de camino. El tirón seguía jalando de él.

—Mat, creo que debería ir contigo, ¿verdad? —propuso Olver—. A la Llaga, me refiero. ¿No hará falta que los héroes luchen allí?

Eso era parte del plan. El tirón resultaba insoportable.

«Maldita sea, Rand. Déjame en paz, tú...»

Mat se quedó parado; se le había ocurrido una idea. Campamentos de exploradores.

—¿Te refieres a uno de esos campamentos de patrullas seanchan?

—Sí. Nos han estado enviando informes sobre la marcha de la batalla allí, ahora que los accesos son tan poco fiables.

—Bien, pues no te quedes ahí sentado como un tonto —azuzó Mat—. ¡Abre un acceso! Vamos, Olver. Tenemos trabajo que hacer.


—Aaaaah...

Shaisam rodó hacia el campo de batalla de Thakan’dar. Era perfecto. Era placentero. Sus enemigos se mataban entre sí. Y él... Él era vasto ahora.

Su mente estaba en cada zarcillo de niebla que descendía rodando por el costado del valle. Las almas de los trollocs eran... en fin, insatisfactorias. Con todo, un simple grano podía saciar plenamente. Y Shaisam había consumido un buen número de ellos.

Sus zánganos bajaron la pendiente a trompicones, ocultos en la niebla. Los trollocs tenían pústulas en la piel, como si los hubiera hervido. Ojos blancos, muertos. Ya no los necesitaba, pues sus almas le habían dado la energía necesaria para reconstruirse. La locura se había retirado. Casi del todo. Bueno, no casi del todo. Lo suficiente.

Caminaba en el centro del banco de niebla. Aún no había renacido, no por completo. Tendría que encontrar un lugar que infectar, un lugar donde las barreras entre mundos fueran tenues. Allí podría filtrar su yo en las propias piedras e integrar su conciencia en esa ubicación. El proceso llevaría años pero, una vez que ocurriera, sería más difícil matarlo.

En ese momento Shaisam era frágil. Esa forma mortal que caminaba en el centro de su mente... estaba unida a él. Fain, había sido. Padan Fain.

Con todo, él era vasto. Esas almas habían creado mucha niebla, que, a su vez, había encontrado otros con los que alimentarse. Ante él, los hombres luchaban con Engendros de la Sombra. Todos le darían fuerza.

Sus zánganos entraron dando trompicones en el campo de batalla y, de inmediato, ambos bandos empezaron a combatir contra ellos. Shaisam se estremecía de gozo. No se daban cuenta. No lo entendían. Los zánganos no estaban allí para luchar.

Estaban para distraer.

Conforme la batalla proseguía, él dirigió su esencia a los brumosos zarcillos y empezó a clavarlos en los cuerpos de hombres y trollocs combatientes. Tomó Myrddraal. Los convirtió. Los utilizó.

Pronto ese ejército sería suyo.

Necesitaba esa fuerza en caso de que su antiguo enemigo... su querido amigo, decidiera atacarlo.

Esos dos amigos —esos dos enemigos— se hallaban ocupados el uno con el otro. Excelente. Continuando con su ataque, Shaisam acabó con enemigos de ambos bandos y los consumió. Algunos intentaban atacarlo corriendo hacia la niebla, a su abrazo. Por supuesto, eso los mataba. Éste era su verdadero yo. Había tratado de crear esa niebla antes, siendo Fain, pero no era lo bastante maduro para hacerlo.

No podían llegar a él. Ningún ser vivo podía aguantar esa niebla. En otro tiempo ésta había sido algo sin mente. Entonces no era él. Pero la había atrapado dentro de sí, transportada en el interior de una simiente, y esa muerte —esa maravillosa muerte— había proporcionado un suelo fértil en la carne de un hombre.

Los tres se entrelazaban dentro de él. Niebla. Hombre. Señor. Esa daga maravillosa —su forma física la portaba ahora— había hecho crecer algo delicioso, nuevo y antiguo a la vez.

Así, la niebla era él, pero al mismo tiempo no lo era. Sin mente, pero era su cuerpo y llevaba su mente. Lo maravilloso era que con esas nubes en el cielo no tenía que preocuparse de que el sol lo eliminara, lo evaporara.

¡Qué estupendo que su viejo enemigo le diera semejante bienvenida! Su forma física rió en el corazón de la niebla que se arrastraba, mientras su mente —la propia niebla— se enorgullecía de lo perfecto que era todo.

Ese lugar sería suyo. Pero sólo después de haberse dado un banquete con Rand al’Thor, el alma más fuerte de todas.

¡Qué maravillosa celebración!


Gaul se aferraba a las rocas en el exterior de la Fosa de la Perdición. Los vientos lo azotaban, le arrojaban contra el cuerpo arena y fragmentos menudos de piedra que le abrían profundos cortes en la piel.

Se rió del vórtice de negrura que giraba allá arriba.

—¡Vamos, ataca con lo peor que tengas! —gritó al remolino—. He vivido en la Tierra de los Tres Pliegues. ¡Me habían dicho que la Última Batalla sería algo grandioso, no un paseo hasta el techo de mi madre recogiendo un ramito de botones de oro!

El vendaval sopló con más fuerza, como si quisiera vengarse, pero Gaul se aplastó contra la piedra sin dar al viento ningún resquicio por donde agarrarlo. Había perdido el shoufa — se le había soltado con los tirones del viento—, así que se había atado parte de la camisa sobre la zona inferior de la cara. Le quedaba una lanza. Las otras habían desaparecido, rotas o arrebatadas por el aire.

Se arrastró hacia la boca de la caverna, que estaba desprotegida salvo por la barrera del fino velo púrpura que impedía entrar. Una figura vestida con cuero oscuro apareció delante de la abertura. Cerca de ese hombre el viento entró en calma.

Con los ojos entrecerrados para protegerlos de la tormenta, Gaul se arrastró y se incorporó detrás de él en silencio; arremetió con la lanza.

Verdugo giró sobre sus talones al tiempo que maldecía y desviaba la lanza con un brazo que de repente era tan duro como el acero.

—¡Así te abrases! —le gritó a Gaul—. ¡Estate quieto por una vez!

Gaul saltó hacia atrás y Verdugo fue por él, pero entonces llegaron los lobos. El Aiel se apartó y se fundió con las rocas. Verdugo era muy fuerte allí pero, lo que no veía, no podía matarlo.

Los lobos lo acosaron hasta que lo hicieron desaparecer. Había cientos de lobos en el valle, deambulando entre la tormenta de viento. Verdugo había matado docenas de ellos; Gaul susurró una despedida a otro que había caído en ese último ataque. No podía hablar con ellos como Perrin Aybara, pero eran hermanos de lanza.

Gaul se arrastró despacio, con cautela. Tanto su ropa como la piel tenían el mismo color que las rocas; parecía lo adecuado, de modo que eran iguales. Probablemente los lobos y él no podrían derrotar al tal Verdugo, pero al menos lo intentarían. Con todas sus fuerzas.

¿Cuánto hacía que se había marchado Perrin Aybara? ¿Quizá dos horas?

«Si la Sombra te ha llevado, amigo mío, quiera la Luz que escupieras al ojo del Cegador de la Vista antes de que despertaras del sueño», pensó.

Verdugo apareció de nuevo en las rocas, pero Gaul no gateó hacia adelante. El tipo ya había hecho aparecer antes señuelos hechos de piedra. Esa figura no se movía. El Aiel miró en derredor —cauteloso, con lentitud— mientras aparecían varios lobos cerca del señuelo. Lo olisquearon.

El supuesto señuelo empezó a matarlos.

Gaul maldijo y salió de su escondrijo. Al parecer, eso era lo que Verdugo había esperado que hiciera, y le arrojó una lanza; una que era de Gaul. Lo alcanzó en el costado. El Aiel emitió un quedo gruñido y cayó de rodillas.

Verdugo rió y levantó las manos. Un chorro de viento sopló a partir del hombre y lanzó a los lobos por el aire. Gaul apenas oyó los quejidos de los animales con el estruendo del ventarrón.

—¡Aquí yo soy el rey! —gritó Verdugo a la tempestad—. Aquí, soy más que los Renegados. Este sitio me pertenece, y haré...

Tal vez el dolor de la herida hacía que el Aiel se sintiera confuso, porque le pareció que el viento empezaba a amainar.

—Aquí, haré...

El viento encalmó por completo.

El silencio se adueñó de todo el valle. Verdugo se puso en tensión y después volvió los ojos, preocupado, hacia la caverna que tenía detrás. Allí no parecía que hubiera cambiado nada.

—Tú no eres un rey —dijo una voz queda.

Gaul dio media vuelta. Una figura se erguía en un saliente rocoso que había detrás de él; vestía las tonalidades verdes y pardas de un leñador de Dos Ríos. La capa, de un verde intenso, ondeó débilmente con un último soplo del viento encalmado. Perrin tenía los ojos cerrados, la barbilla algo levantada en un ligero ángulo, como dirigida al sol, allá arriba, aunque, si había algún astro, lo tapaban las nubes.

—Este sitio les pertenece a los lobos —dijo Perrin—. No a ti, ni a mí, ni a ningún hombre. Aquí no puedes ser rey, Verdugo. No tienes súbditos y nunca los tendrás.

—Cachorro insolente —gruñó Verdugo—. ¿Cuántas veces tengo que matarte?

Perrin hizo una profunda inhalación.

—¡Me reí cuando supe que Fain había matado a tu familia! —gritó Verdugo—. Me reí. Se suponía que yo tenía que matarlo, ¿sabes? La Sombra lo considera un solitario salvaje y peligroso, pero fue el primero que se las ingenió para hacer algo lo bastante significativo para causarte dolor.

Perrin no dijo nada.

—¡Luc quería ser parte de algo importante! —gritó Verdugo—. En eso, somos iguales, aunque yo buscaba la capacidad de encauzar. El Oscuro no puede otorgar eso, pero encontró algo diferente para nosotros, algo mejor. Algo que requiere que un alma se funda con otra cosa. Como lo que te ocurrió a ti, Aybara. Igual que tú.

—Tú no eres como yo en absoluto, Verdugo —replicó Perrin en voz baja.

—¡Pues lo somos! Por eso me reía. ¿Sabes que hay una profecía sobre Luc? Que será importante para la Última Batalla. Por eso estamos aquí. Te mataremos; después mataré a al’Thor. Igual que matamos a ese lobo tuyo.

Erguido en la prominencia rocosa, Perrin abrió los ojos. Gaul reculó. Esos ojos dorados relucían como almenaras.

La tormenta se reanudó. Y, sin embargo, esa tempestad parecía poca cosa comparada con la que Gaul veía en los ojos de Perrin. El Aiel sintió una presión proveniente de su amigo. Como la sensación aplastante del sol a mediodía tras cuatro días sin agua que beber.

Gaul contempló a Perrin unos instantes y entonces se puso la mano en la herida y echó a correr.


El viento azotaba a Mat; iba aferrado a la silla de una bestia alada que volaba a centenares de pies de altura en el aire.

—¡Oh, maldita sea! —gritó Mat, que aferraba el sombrero con una mano y con la otra se agarraba a la silla.

Iba sujeto con una especie de correaje. Dos correas de cuero pequeñas. Demasiado finas. ¿Es que no podían haber usado más? ¿Unas diez o veinte? ¡Él se habría sentido seguro con un centenar!

Los morat’to’raken estaban chiflados. ¡Del primero al último! ¡Hacían eso a diario! ¿Qué diantres les pasaba?

Atado a la silla delante de Mat, Olver reía con júbilo.

«Pobre crío —pensó Mat—. Está tan aterrado que se ha vuelto loco. La falta de aire aquí arriba lo está afectando.»

—¡Ahí está, mi príncipe! —gritó la morat’to’raken, Sulaan, desde su asiento en la parte delantera de la bestia voladora. Era bonita. Y también estaba completamente loca—. Hemos llegado al valle. ¿Estáis seguro de que queréis que os deje ahí?

—¡No! —gritó Mat.

—¡Buena respuesta!

La mujer hizo que la bestia se lanzara en picado de repente.

—¡Por todos los...! —chilló Mat.

Olver rió con ganas.

El to’raken los llevó hacia un valle largo, donde se disputaban montones de combates frenéticos. Mat intentó centrarse en la lucha en vez de hacerlo en el hecho de que se encontraba en el aire montado en un lagarto volador junto a dos jodidos lunáticos.

Montoneras de cadáveres de trollocs relataban la historia tan bien como podría haberlo hecho un mapa. Los trollocs habían irrumpido a través de las defensas apostadas en la boca del valle que quedaba a espaldas de Mat. Volaron sobre todo aquello hacia la montaña de Shayol Ghul, todo recto, con las paredes del valle a derecha e izquierda.

Abajo reinaba el caos. Bandas ambulantes de Aiel y trollocs se movían por todo el valle enzarzándose aquí y allí los unos contra los otros. Algunos soldados que no eran Aiel defendían el sendero que subía a la Fosa de la Perdición, pero ésa era la única formación organizada que él alcanzaba a ver.

A lo largo de un lado del valle, una densa niebla empezaba a descender hacia el suelo. Al principio, Mat se equivocó al pensar que procedía de los héroes del Cuerno. Pero no, el Cuerno iba sujeto a la silla, junto a la ashandarei. Y esa niebla era demasiado... plateada. Si tal término era el adecuado. Le pareció recordar que había visto antes esa niebla.

En ese momento Mat sintió algo. Algo que le producía esa niebla. Una especie de fría comezón, a la que siguió lo que habría jurado era un susurro en su mente. Y supo de inmediato lo que era.

¡Oh, Luz!

—¡Mat, mira! —llamó Olver al tiempo que señalaba—. ¡Lobos!

Un grupo de animales negros como azabaches y casi tan grandes como caballos atacaban a los soldados que defendían el camino de subida a Shayol Ghul. Y estaban haciendo una rápida escabechina con los hombres. ¡Luz! Como si las cosas no fueran ya bastante difíciles.

—No son lobos —dijo con voz sombría—. La Cacería Salvaje ha llegado a Thakan’dar.

¿Y Mashadar y esas bestias no se destruirían entre ellos? ¿Sería mucho esperar que ocurriera así? Con los dados rodando dentro de su cabeza, Mat no iba a apostar por ello. Las fuerzas de Rand —lo que quedaba de los Aiel, domani, Juramentados del Dragón y soldados tearianos que habían ido allí— acabarían aplastadas por los Sabuesos del Oscuro. Y, si sobrevivían, Mashadar los consumiría. No podían hacer frente ni a los unos ni al otro.

Esa voz dentro de la niebla... No era sólo Mashadar, una niebla sin mente. Fain estaba también allí. Y la daga.

Shayol Ghul se alzaba, imponente, ante ellos. Por encima, a gran altura, las nubes bullían. Lo sorprendente eran unas nubes blancas de tormenta que habían entrado desde el sur y chocaban con las negras al girar unas en torno a las otras. De hecho, esos dos núcleos tormentosos se parecían muchísimo al...

La to’raken viró y aleteó un poco antes de descender más abajo, puede que sólo a unos cien pies del suelo.

—¡Ten cuidado! —chilló Mat a Sulaan mientras se sujetaba el sombrero—. ¿Es que intentas matarnos, puñetas?

—¡Os pido disculpas, mi príncipe! —gritó a su vez la mujer—. He de encontrar un lugar seguro donde dejaros.

—¿Un lugar seguro? —repitió Mat—. Pues que tengas suerte, porque vas a necesitarla.

—Va a ser difícil, sí. Dhana es fuerte, pero yo...

Disparada desde algún lugar allá abajo, junto con otras diez o doce más que le pasaron silbando a Mat, una flecha con penacho de plumas negras le infligió un corte a Sulaan en un lado de la cabeza. Otra alcanzó a la to’raken en un ala.

Mat barbotó una maldición, soltó el sombrero y sujetó a Sulaan mientras Olver gritaba con sobresalto. La seanchan se desvaneció, y las riendas se soltaron de sus manos. Abajo, un grupo de Aiel velos rojos preparaba otra andanada de flechas.

Mat se desabrochó el correaje que lo sujetaba a la silla. Saltó —o más bien gateó— por encima de Olver y la inconsciente mujer para aferrar las riendas de la aterrada to’raken. Esto no podía ser mucho más difícil que montar a caballo, ¿verdad? Tiró de las riendas como había visto hacer a Sulaan e hizo virar a la to’raken mientras las flechas silbaban en el aire tras él, y varias acertaban a dar en las alas del animal.

Viraron directamente hacia la pared rocosa, y Mat se encontró de repente de pie en la silla y asiendo las riendas con fuerza para intentar evitar que el animal herido los matara a todos. El viraje casi lo tiró de la silla, pero aguantó con los pies bien metidos en los estribos y aferrado a las riendas con todas sus fuerzas.

El golpe de viento mientras viraban se llevó las palabras de Olver. La criatura batía alocadamente las alas malheridas y chillaba de un modo lastimoso. Cuando el animal viró hacia el suelo, Mat dudó de que ninguno de los dos tuviera controlada la maniobra.

Cayeron a tierra con violencia, en un revoltijo de cuerpos. Se oyó el ruido de huesos al romperse. Mat esperaba que fueran de la to’raken; salió dando vueltas de campana por el suelo destrozado.

Por fin se detuvo y se quedó tendido. Respiró varias veces, aturdido por todo el episodio.

—Ésa ha sido la peor idea que he tenido en mi jodida vida —dijo con un gemido. Vaciló—. Puede que la segunda peor. —Después de todo, había decidido secuestrar a Tuon.

Tambaleándose, se incorporó; parecía que las piernas todavía le funcionaban. No cojeó demasiado cuando corrió hacia la to’raken sacudida por convulsiones.

—¿Olver? ¡Olver!

Encontró al chico atado todavía a la silla; parpadeaba y sacudía la cabeza para despejar el aturdimiento.

—Mat —dijo—, la próxima vez creo que deberías dejarme a mí dirigir al animal. Me parece que no lo has hecho muy allá.

—Si hay una próxima vez, me comeré todo el montón de oro de Tar Valon —replicó Mat.

Soltó de un tirón las correas que sujetaban la ashandarei y el Cuerno de Olver y después le tendió el instrumento al chico. Se llevó la mano hacia el envoltorio que guardaba el estandarte de Rand y que había llevado atado a la cintura, pero había desaparecido. Asaltado por el pánico, miró en derredor.

—¡El estandarte! ¡He dejado caer el jodido estandarte!

Olver sonrió y alzó la vista hacia el símbolo formado por las nubes arremolinadas.

—No pasa nada —dijo—. Ya estamos bajo su bandera.

Luego, se llevó el Cuerno a los labios y tocó una hermosa nota.

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