42 Imposibilidades

Aviendha sintió como si el mundo se resquebrajara, se hiciera pedazos, se estuviera consumiendo.

Los rayos que caían en el valle de Shayol Ghul ya no estaban bajo control. Ni por las Detectoras de Vientos ni por nadie. Se descargaban sobre Engendros de la Sombra y defensores por igual. Impredecibles. El aire olía a fuego, a carne quemada y a algo más, un olor peculiar, nítido, que ella había acabado por identificar como el propio de una descarga de rayo.

Aviendha se movía como el viento arremolinado en un intento de mantenerse un paso por delante de Graendal, que le lanzaba barra tras barra de candente fuego compacto. Con cada disparo, el suelo se estremecía. Unas líneas negras se extendían por todas las rocas.

Los defensores del valle casi habían caído. A los que no se habían retirado al fondo, cerca del sendero que subía por la montaña, los estaban destrozando los Sabuesos del Oscuro. El suelo se sacudió y Aviendha trastabilló. Cerca, un grupo de trollocs surgió de las sombras tortuosas, gruñendo. Las criaturas no la vieron, pero se volvieron y atacaron a otra cosa... ¿Otros trollocs? Estaban luchando entre ellos.

No la sorprendió. No era inusual que los trollocs lucharan unos con otros si no los controlaban estrechamente los Seres de Cuencas Vacías. Pero ¿qué era esa extraña niebla?

Aviendha se levantó y echó a correr para alejarse de los trollocs; subió por una pendiente que había cerca. Quizá desde ese punto elevado podría localizar la posición de Graendal. Al llegar arriba, descubrió que se encontraba en una imposibilidad: un enorme peñasco que se sostenía de forma precaria en un punto de apoyo mínimo. Se había desgajado del suelo y se había quedado erecto, como si flotara.

Todo en derredor por el valle había imposibilidades semejantes. Un grupo de jinetes domani galopaba sobre un sector rocoso y de pronto la piedra se rizó como si fuera agua, y todos, los cuatro hombres y sus monturas, se hundieron en ella y desaparecieron. Esa densa niebla había empezado a entrar en el valle por un lateral. Hombres y trollocs por igual huían de ella, gritando.

Una barra de fuego compacto atravesó el peñasco en equilibrio y le pasó a escasas pulgadas de la cabeza. Aviendha soltó un grito ahogado y se tiró de bruces al suelo. Oyó ruido cerca y rodó sobre sí misma al tiempo que preparaba un tejido.

Amys —con su ropa de Sabia ennegrecida y quemada y un lado de la cara enrojecido— se apresuró a reunirse con ella y se agazapó a su lado.

—¿Has visto a Cadsuane o a las otras?

—No.

Amys masculló una maldición en voz baja.

—Tenemos que atacar todas a la Depravada de la Sombra de inmediato. Tú da un rodeo por la derecha; yo iré por la izquierda. Cuando percibas que tejo, empieza a hacerlo tú también. Juntas quizá podamos derrotarla.

Aviendha asintió con la cabeza. Las dos se incorporaron y se separaron. En alguna parte, luchando, se encontraba el equipo cuidadosamente seleccionado de Cadsuane: Talaan, una Detectora de Vientos que, de algún modo, había llegado a formar parte de los Juramentados del Dragón; Alivia, la antigua damane. Ellas, con Amys y Aviendha, eran algunas de las encauzadoras más fuertes que la Luz tenía.

El origen del fuego compacto era al menos una indicación de dónde se encontraba Graendal. Aviendha dio la vuelta al peñasco en equilibrio —el fuego compacto lo había perforado, en lugar de destruirlo por completo— y se sintió inquieta al ver que otras rocas se elevaban, al azar, por todo el valle. Era una burbuja maligna, sólo que a una escala mucho mayor. Avanzaba cautelosamente cuando oyó una sorda vibración procedente de la montaña. El suelo empezó a temblar, esquirlas de piedra saltaron aquí y allá. Aviendha se mantuvo agachada y entonces vio que, por increíble que fuera, en el valle empezaban a brotar plantas nuevas. El otrora terrero baldío adquirió un vivo color verde; las plantas parecían oscilar mientras crecían.

Brotaban en redondeles por todo el valle, en estallidos violentos de verdor. Arriba, las nubes blancas y negras daban vueltas juntas, blanco sobre negro, negro sobre blanco. Un rayo se descargó, y se quedó petrificado en el suelo. Parecía imposible, pero el rayo daba la impresión de haberse convertido en una inmensa columna de cristal irregular, con la forma de la descarga que había caído, aunque ya no resplandecía.

Arriba, las nubes formaron una imagen que le pareció conocida. Negro en blanco, blanco en negro...

«Es el símbolo —comprendió con sobresalto—. El antiguo símbolo de los Aes Sedai.»

Bajo ese símbolo... él conquistará.

Aviendha se aferró con fuerza al Poder Único. Ese sonido vibrante era él, de algún modo. La vida que crecía era él. Mientras el Oscuro desgarraba la tierra, Rand volvía a unirla como si la cosiera.

Tenía que seguir moviéndose. Se agazapó mientras corría, usando las plantas recién crecidas para ocultarse. Habían brotado justo cuando Aviendha necesitaba que cubrieran su aproximación. ¿Casualidad? Prefirió pensar que no. Lo sentía en el fondo de su mente. Luchaba, era un verdadero guerrero. Su batalla le daba fuerzas a ella, e intentó corresponder de igual modo. Determinación. Honor. Gloria.

«Sigue luchando, sombra de mi corazón. Sigue luchando.»

Encontró a Graendal —todavía rodeada de subordinados sometidos a Compulsión— intercambiando tejidos letales de Poder Único con Cadsuane y Alivia. Aviendha aflojó el paso y observó a las tres lanzarse estallidos de fuego, cortar tejidos con Energía unas a otras, distorsionar el aire e intercambiar tejidos tan deprisa que era difícil discernir qué ocurría.

Ansiaba ayudar, pero Amys tenía razón. Si ella y Aviendha atacaban a la vez, sobre todo mientras Graendal estaba ocupada, tenían más posibilidades de acabar con la Renegada. Dando por supuesto que Cadsuane y Alivia serían capaces de resistir, esperar era la mejor opción.

Sin embargo, ¿podrían aguantar? Cadsuane era poderosa, más de lo que ella había imaginado. A buen seguro, esos adornos del pelo incluían angreal y ter’angreal, aunque Aviendha no había tenido oportunidad de tocarlos para saberlo a ciencia cierta mediante el uso de su Talento.

Las cautivas de Graendal estaban tiradas en el suelo; era evidente que flaqueaban sus fuerzas. Dos ya se habían desmayado. Sarene había caído de rodillas y miraba hacia adelante, con los ojos vacíos de expresión.

A Cadsuane y a Alivia no parecía importarles que los tejidos alcanzaran también a los cautivos. Era una buena elección, la correcta. Aun así, ¿podría ella...?

A su espalda, la alta maleza se movió.

Giró sobre sí misma sin pensar y tejió Fuego. Quemó a un atacante con velo negro instantes antes de que el Aiel pudiera hundirle la lanza en el cuello. El arma le hizo un corte en el hombro cuando el hombre se tambaleó y se desplomó de bruces; el tejido de Fuego le había abierto un agujero en el torso tan grande como un puño.

Otra encauzadora se sumó a la refriega y arrojó tejidos de forma frenética. Amys había llegado. Por suerte, Graendal estaba centrada en ella en vez de atacar la posición de Aviendha, recién descubierta.

Menos mal, porque Aviendha se había quedado mirando de hito en hito al hombre que había caído, un hombre al que Graendal había hecho cumplir su voluntad a través de la Compulsión. Un hombre al que le pareció que conocía.

Horrorizada, temblorosa, alargó la mano y retiró el velo.

Era Rhuarc.


—Me marcho —dijo Mishraile, que miraba ceñudo las espaldas de los jinetes sharaníes lanzados a la carga; se encontraban en el lado occidental de los Altos, lejos del flanco izquierdo del ejército sharaní—. Nadie nos dijo que tendríamos que enfrentarnos a los malditos héroes del Cuerno.

—Es la Última Batalla, pequeño —dijo Alviarin.

En su voz había una velada censura. Últimamente le había dado por llamarlos «pequeños». Mishraile estuvo tentado de estrangularla. ¿Por qué había permitido M’Hael que vinculara a Nensen? ¿Por qué tenía que dirigirlos una mujer?

Formaban un pequeño grupo: Alviarin, Mishraile, Nensen, Kash, Rianna, así como Donalo y Ayako, la cual había sido Trasmutada igual que él. Mishraile no sabía mucho sobre el combate en un campo de batalla; cuando mataba a alguien, le gustaba esperar a toparse con esa persona en algún lugar oscuro, donde no hubiera nadie observando. Todo eso de batallar a campo abierto, todo ese caos, lo hacía sentirse como si tuviera la punta de un cuchillo pegada a la espalda.

—Allí —le dijo Alviarin a Nensen señalando hacia un destello de luz al tiempo que otra explosión de esos dragones retumbaba por los accesos a través del campamento—. Creo que vino del centro de la cima. Abre un acceso e id allí.

—No vamos a conseguir nunca... —empezó Mishraile.

—¡Vamos! —gritó Alviarin con el rostro rojo por la ira.

Nensen se trompicó e hizo lo que ella había dicho. Le gustaba seguir órdenes, sentir que alguien tenía el mando.

«Quizá debería matarla —pensó Mishraile—. Y a Nensen también.» Incluso sin tener experiencia apenas en batallas, Mishraile veía que aquello no iba a ser una lucha fácil. El regreso de los seanchan, la caída de Demandred, los trollocs campando por sus respetos... Sí, la Sombra todavía tenía muchos más efectivos, pero la lucha no era ni de lejos unilateral, como a él le habría gustado. Una de las primeras reglas que había aprendido en su vida era no luchar nunca contra alguien si había las mismas posibilidades de perder que de ganar.

Cruzaron en tropel el acceso y salieron en medio de la cima de la loma. El suelo, quemado por los dragones y los encauzadores, echaba un humo que se mezclaba con la extraña niebla que se había levantado; no resultaba fácil discernir qué estaba ocurriendo allí. Anchos agujeros en el suelo abiertos por los dragones. Cadáveres... Mejor dicho, trozos de cadáveres esparcidos por todas partes. Un olor inusual en el aire. Ya había amanecido, pero apenas llegaba luz a través de las nubes.

En lo alto sonaban gritos lanzados por esos extraños animales voladores que los seanchan habían llevado. Mishraile se estremeció. Era como encontrarse en una casa sin techo y saber que tu enemigo tenía arqueros situados a más altura que tú. Derribó a uno con un tejido de Fuego, satisfecho por la forma en que las alas del animal se arrugaban y la bestia empezaba a girar dando vueltas sobre sí mientras se precipitaba al suelo.

Sin embargo, atacar de ese modo lo había dejado al descubierto. De verdad que tendría que matar a los otros Señores del Espanto y luego escapar. ¡Se suponía que estaba en el bando ganador!

—Poneos a ello —dijo Alviarin—. Haced lo que he dicho. Esto lo hacen hombres abriendo accesos para que los artefactos disparen a través de ellos, así que hemos de localizar dónde está el acceso y que Donalo interprete el residuo.

Los hombres se pusieron en marcha para inspeccionar el suelo a fin de encontrar el lugar donde se había abierto el acceso. Había gente luchando cerca —inquietantemente cerca—, sharaníes y hombres que enarbolaban una bandera con un lobo como emblema. Si empezaban a moverse hacia ellos...

Donalo se situó junto a Mishraile mientras buscaban deprisa, ambos asiendo el Poder. Donalo era un teariano de rostro cuadrado, con la barba gris en punta.

—Cuando Demandred cayó —susurró Donalo—, imaginé que esto era una trampa desde el principio. Nos la han pegado.

Mishraile asintió con un cabeceo. Quizá Donalo pudiera ser un aliado. Podrían escapar juntos. Por supuesto, después tendría que matarlo. No quería tener un testigo que posteriormente fuera capaz de informar al Gran Señor sobre lo que había hecho.

De todos modos no se fiaba de Donalo. El hombre se había unido a ellos sólo por ese truco forzado con los Myrddraal. Si había cambiado de bando con tanta facilidad, ¿qué le impedía cambiar de nuevo al otro? Además, a Mishraile no le gustaba la... sensación que le producía mirar a Donalo o a los otros que habían sido Trasmutados. Era como si hubiera algo antinatural en lo más profundo de su ser, algo que observaba el mundo en busca de una presa.

—Tenemos que largarnos de aquí —susurró Mishraile—. Luchar ahora aquí es una loc... —Enmudeció de golpe al topar con alguien que se movía entre el humo.

Era un hombre alto, con el cabello rojizo. Un hombre conocido, lleno de cortes, y con la ropa quemada y ennegrecida. Mishraile se quedó boquiabierto y Donalo maldijo cuando el Dragón Renacido en persona los vio, hizo un gesto de sobresalto y luego huyó por donde había llegado a través de la loma. Para cuando a Mishraile se le ocurrió atacar, al’Thor había creado un acceso y había escapado a través de él.

La tierra retumbó con violencia y algunos trozos de tierra saltaron en pedazos; una parte de la ladera oriental se desprendió y se precipitó sobre los trollocs que había abajo. Ese lugar se estaba volviendo cada vez más inestable. Una razón más para irse.

—¡Ése era el maldito Dragón Renacido! —gritó Donalo—. ¡Alviarin! ¡El jodido Dragón Renacido está en el campo de batalla!

—Pero ¿qué tonterías dices? —exclamó la Aes Sedai mientras se acercaba a los demás.

—Rand al’Thor estaba aquí —confirmó Mishraile, todavía sin salir de su asombro—. Rayos y centellas, Donalo. ¡Tenías razón! Es la única explicación de que Demandred haya caído.

—Él no dejaba de repetir que el Dragón estaba en este campo de batalla, en alguna parte —apuntó Kash.

Donalo se adelantó y ladeó la cabeza, como si examinara algo en el aire.

—Vi exactamente dónde hizo el acceso para escapar. Era justo aquí. Aquí mismo... ¡Sí! Noto la resonancia. Sé adónde ha ido.

—Derrotó a Demandred —dijo Alviarin mientras se cruzaba de brazos con aire escéptico—. ¿Qué posibilidades tenemos nosotros contra él?

—Parecía exhausto —replicó Mishraile—. Más que exhausto. Lo asaltó el pánico al vernos. Creo que, si ha luchado con Demandred, ha tenido que costarle un enorme desgaste físico.

Alviarin se quedó mirando el lugar en el aire por donde al’Thor había desaparecido. Mishraile casi le leía el pensamiento. Si mataban al Dragón Renacido, quizá M’Hael no sería el único Señor del Espanto ascendido a Elegido. El Gran Señor estaría agradecido a quien acabara con al’Thor. Muy agradecido.

—¡Lo tengo! —gritó Donalo, que abrió un acceso.

—Necesito un círculo para luchar con él —declaró Alviarin. Entonces vaciló—. Pero sólo usaré a Rianna y a Nensen. No quiero correr el riesgo de ser demasiado inflexibles por estar todos en el mismo círculo.

Mishraile resopló con sorna, aferró el Poder y saltó a través de la abertura. Lo que esa mujer quería decir era que no quería que uno de los hombres dirigiera el círculo y que le quitara la muerte de la presa. En fin, él se ocuparía de eso.

Pasó del campo de batalla a un claro que no reconoció. Los árboles no parecían estar tan afectados por el contacto con el Gran Señor como ocurría en otros sitios. ¿Por qué sería? Bueno, arriba se veía el mismo cielo lóbrego y tormentoso, y el área estaba tan oscura que tuvo que tejer un globo de luz para distinguir algo.

Cerca, al’Thor descansaba en un tocón. Alzó la mirada, vio a Mishraile y gritó mientras se escabullía a trompicones. Mishraile tejió una bola de fuego que chisporroteó en el aire y voló en pos de él, pero al’Thor se las ingenió para cortarlo con un tejido propio.

«¡Ajá! ¡Está débil!», pensó Mishraile, que echó a correr. Los demás lo siguieron a través del acceso, las mujeres coligadas con Nensen, que iba tras Alviarin como un perrito faldero.

Un instante después, dejaron de correr.

Fue como si a Mishraile lo golpeara agua fría, como si chocara contra una catarata. El Poder Único desapareció. Lo abandonó, sin más.

Dio un traspié, aterrado, e intentó discernir qué había pasado. ¡Lo habían escudado! No. No percibía ningún escudo. No percibía... nada.

Cerca, hubo movimiento entre los árboles, figuras que salían de las sombras. Criaturas que se movían con lentitud y pesadez, que tenían largas cejas copetudas y gruesos dedos. Parecían tan añosos como los propios árboles, con la piel arrugada y el cabello blanco.

Estaban en un stedding.

Mishraile trató de correr, pero unos brazos firmes lo sujetaron. Viejos Ogier los rodeaban a él y a los otros. Un poco más allá, en el bosque, al’Thor avanzó un paso... pero no era él. Ya no. Había sido un truco. Androl había llevado el rostro del Dragón Renacido.

Los otros gritaron y golpearon a los Ogier con los puños, pero Mishraile cayó de rodillas mirando aquel vacío que había donde antes estaba el Poder Único.


Pevara se acercó a Androl mientras los Ogier, los que eran demasiado mayores para sumarse a la batalla, tomaban a los Señores del Espanto con fuertes manos y los arrastraban hacia el interior del stedding Sholoon. Lindsar, la Ogier de más edad entre ellos, se acercó a Androl apoyándose en un bastón tan grueso como el muslo de un hombre.

—Nos ocuparemos de los cautivos, maese Androl —dijo.

—¿Ejecución? —preguntó Pevara.

—¡Por los más antiguos árboles, no! —exclamó Lindsar con aire ofendido—. En este sitio no. Aquí no se mata. Los retendremos y no los dejaremos escapar.

—Son muy peligrosos, buena Ogier —le recordó Androl—. No subestiméis lo taimados que pueden ser.

La Ogier rió entre dientes y se dirigió cojeando hacia los árboles, todavía maravillosos, del stedding.

—Los humanos dais por sentado que por el hecho de que seamos tranquilos no podemos ser taimados también —dijo—. Les mostraremos lo ladina que puede llegar a ser una mente longeva con siglos de aprendizaje. No os preocupéis, maese Androl. Tendremos cuidado. Les vendrá bien a esas pobres almas vivir en la paz del stedding. Tal vez unas cuantas décadas de paz harán que cambie su punto de vista sobre el mundo.

La Ogier desapareció entre los árboles.

Androl miró a Pevara; percibía vibrar la satisfacción a través del vínculo a pesar de que el rostro mostraba calma.

—Has estado muy acertada —le dijo—. El plan ha sido excelente.

Ella asintió con satisfacción, y los dos salieron del stedding y cruzaron la barrera invisible de vuelta al Poder Único. Aunque Androl estaba tan cansado que apenas era capaz de pensar, no tuvo problema alguno en asir el Saidin. Lo aferró como haría un hombre hambriento con un trozo de pan, aunque sólo había estado aislado de él unos pocos minutos.

Casi sintió pena por lo que les había hecho a Donalo y a los otros.

«Descansa bien ahí, amigo mío —pensó tras echar una ojeada hacia atrás—. Quizá podamos encontrar el modo de liberarte algún día de la prisión en la que encerraron tu mente.»

—¿Y bien? —preguntó Jonneth, que se acercó corriendo.

—Hecho —dijo Androl.

Pevara asintió con la cabeza al salir de los árboles que se asomaban al Mora y las ruinas que había fuera del stedding. Se detuvo al ver la zona que rodeaba las ruinas que tenían delante, donde los refugiados de Caemlyn habían estado reuniendo heridos y armas.

Ahora estaba llena de trollocs.

Era una masacre.


Aviendha se arrodilló al lado del cadáver de Rhuarc.

Muerto. Había matado a Rhuarc.

«Ya no era él —se dijo a sí misma—. Graendal lo había matado. Como si su tejido lo hubiera reducido a cenizas. Esto sólo es una cáscara vacía.»

Sólo era una...

Sólo era una...

Sólo era una...

Entereza, Aviendha. La determinación de Rand la inundó irradiando a través del vínculo en el fondo de la mente. Alzó la vista y sintió que la fatiga la abandonaba; todas las distracciones desaparecieron.

Graendal luchaba con Amys, Talaan, Alivia y Cadsuane, y la Renegada estaba ganando. Los tejidos se cruzaban de un lado a otro e iluminaban el aire polvoriento, pero los que llegaban de Cadsuane y las otras eran cada vez menos vibrantes. Más defensivos. Mientras Aviendha observaba, una tormenta de relámpagos cayó alrededor de Amys y la arrojó al suelo. Al lado de Graendal, Sashalle Anderly se estremeció y se desplomó de lado; el brillo del Poder Único ya no la rodeaba. Graendal la había agotado, absorbiendo demasiado Poder.

Aviendha se incorporó. Graendal era poderosa y astuta. Era increíblemente buena cortando tejidos en el aire mientras se formaban.

Aviendha extendió hacia afuera un brazo y tejió Fuego, Aire, Energía. Una lanza de luz y fuego, brillante, ardiente, apareció en su mano. Preparó otros tejidos de Energía y después salió disparada hacia adelante.

La vibración del suelo tembloroso acompañó sus zancadas. Unos rayos cristalinos cayeron del cielo y luego se petrificaron en el acto. Hombre y bestias aullaron cuando los Sabuesos del Oscuro llegaron a las últimas líneas de humanos que defendían el camino que llevaba a Rand.

Graendal vio a Aviendha y empezó a tejer fuego compacto. Ella cortó el tejido en el aire con uno de Energía. Graendal maldijo y tejió de nuevo. Aviendha deshizo el tejido otra vez.

Cadsuane y Talaan lanzaron bolas de fuego. Uno de los Aiel cautivos se arrojó delante de Graendal y murió con un largo alarido mientras las llamas lo envolvían.

Con la lanza de fuego enarbolada, Aviendha corrió a toda velocidad y el suelo pasó como un manchón bajo ella. Recordó su primera carrera, una de las pruebas para poder unirse a las Doncellas. Aquel día había sentido el viento tras ella, apremiándola a seguir.

Esta vez no sintió viento alguno. En cambio, oyó los gritos de los guerreros. Era como si los Aiel que luchaban la impulsaran hacia adelante. El propio sonido la llevaba hacia Graendal.

La Renegada realizó un tejido sin que a Aviendha le diera tiempo a detenerlo, un poderoso tejido de Tierra dirigido a sus pies.

Así que dio un salto.

El suelo explotó, las piedras volaron hacia arriba al tiempo que el estallido la lanzaba al aire. Las piedras le despellejaron las piernas y arrastraron salpicaduras de sangre en el aire a su alrededor. Los pies se le desgarraron, los huesos crujieron, las piernas le ardieron.

Aferró la lanza de fuego y luz con las dos manos en medio de la tormenta de rocas, la falda ondeando mientras se hacía pedazos. Graendal miró hacia arriba con los ojos desorbitados y la boca entreabierta. Iba a Viajar con el Poder Verdadero, Aviendha lo supo. La mujer no lo había hecho hasta entonces porque aquel método de Viaje requería que tocara a sus compañeros a fin de llevárselos consigo, y no quería dejarse a ninguno.

Aviendha le sostuvo la mirada a la Depravada de la Sombra durante ese breve instante en que se quedó suspendida en el aire y vio verdadero terror en los ojos de la otra mujer.

El aire empezó a distorsionarse.

La lanza de Aviendha, con la punta por delante, se hundió en el costado de Graendal.

La Renegada y ella desaparecieron en el aire de repente.

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