33 El tabaco del príncipe

Perrin perseguía a Verdugo por el cielo.

Saltó desde una nube tormentosa, entre negra y plateada, en pos de Verdugo, que era una imagen borrosa en el cielo encendido. El aire palpitaba con el ritmo de los relámpagos y los vientos huracanados. Uno tras otro, los olores asaltaban a Perrin sin lógica. Barro en Tear. Una empanada quemándose. Basura pudriéndose. Una cala.

Verdugo se detuvo en la nube que había más adelante, hubo un cambio y se volvió en un abrir y cerrar de ojos, con el arco listo para disparar. La flecha salió a tal velocidad que el aire chisporroteó, aunque Perrin se las arregló para desviarla con el martillo. Se paró en la misma nube tormentosa que Verdugo e imaginó tener suelo firme debajo; el vapor acuoso del nubarrón se volvió sólido.

Perrin cargó a través de la agitada niebla gris oscuro, que era la capa superior de la nube, y atacó. Chocaron con un ruido metálico, ya que Verdugo había hecho aparecer un escudo y una espada. El martillo de Perrin golpeó contra el escudo de forma rítmica, al compás del retumbo del trueno. Un golpe con cada restallido.

Verdugo dio media vuelta para huir, pero Perrin logró asirle el borde de la capa. Mientras Verdugo trataba de desplazarse con un cambio, Perrin imaginó a ambos inmóviles. Sabía que lo estaban. No era una posibilidad. Era, sencillamente.

Ambos se quedaron desdibujados durante un instante y luego volvieron a la nube. Verdugo gruñó al tiempo que blandía la espada hacia atrás y cortaba la punta de la capa, liberándose. Se dio la vuelta para ponerse frente a Perrin y se desplazó de lado, al acecho, empuñando la espada con precaución. La nube tembló bajo ellos y el destello de un relámpago fantasmagórico iluminó la vaporosa neblina a sus pies.

—Te estás volviendo cada vez más molesto, lobezno —dijo Verdugo.

—Nunca has luchado contra un lobo que pudiera defenderse atacándote —dijo Perrin—. Los has matado a distancia. Matar así es fácil. Ahora has intentado cazar una presa que tiene dientes, Verdugo.

Su adversario resopló con desdén.

—Eres como un muchacho que juega con la espada de su padre —se mofó luego—. Peligroso, pero completamente ignorante de por qué o cómo usar esa arma.

—Veremos quién... —empezó Perrin.

Pero Verdugo arremetió abalanzándose con la espada por delante. Perrin imaginó la espada embotada, que el aire se volvía denso para frenarla y que la piel se tornaba lo bastante dura para desviar el arma.

Un segundo después, se encontraba cayendo en el aire.

«¡Necio!», se increpó. Se había centrado tanto en el ataque que no había estado preparado cuando Verdugo cambió la solidez del apoyo en la nube. Perrin la atravesó y salió al cielo, con el aire zarandeándole las ropas. Se preparó, a la espera de la lluvia de flechas que lo seguiría nube abajo. Verdugo era tan previsible...

No hubo flechas. Perrin siguió cayendo unos instantes y luego maldijo; giró sobre sí mismo para ver una densa andanada de flechas que ascendía desde el suelo. Cambio. Desapareció justo unos segundos antes de que pasaran a través de donde había estado.

Apareció en el aire desplazado cien pies hacia un lado, todavía cayendo. No se molestó en frenar la caída; llegó al suelo con la dureza del cuerpo incrementada para aguantar el impacto. El golpe resquebrajó el suelo y levantó una nubecilla de polvo.

La tormenta era mucho peor que antes. El suelo allí —se encontraban en alguna parte al sur, un lugar cubierto de arbustos y con enredaderas trepando por los troncos de los árboles— estaba agrietado y marcado de agujeros. Los relámpagos eran constantes, tanto que apenas podía contar tres sin ver un destello.

No caía lluvia, pero el paisaje se desmenuzaba. Colinas enteras se desintegraban de repente. La que se alzaba a la izquierda de Perrin se disolvió en una estela de tierra y arena como un enorme montón de polvo arrastrado por el viento.

Perrin saltó a través del cielo cargado de desechos, en busca de Verdugo. ¿Habría vuelto a Shayol Ghul mediante un cambio? No. Otras dos flechas hendieron el cielo volando hacia Perrin. Verdugo era muy bueno en lograr que el viento no afectara a las flechas.

Perrin las apartó de un manotazo y se lanzó hacia la dirección de donde habían llegado. Localizó a su adversario en un pico rocoso, azotado por el aire y con el suelo desmenuzándose a ambos lados de él.

Perrin bajó blandiendo el martillo. Verdugo se desplazó con un cambio, por supuesto, y el martillo golpeó la roca con un ruido semejante al de un trueno. Perrin gruñó. ¡Verdugo era tan rápido!

Él también lo era. Antes o después, alguno de los dos cometería un error. Y sería suficiente con uno.

Atisbó a Verdugo alejándose a saltos y lo siguió. Cuando Perrin se desplazó a la cumbre de la siguiente colina, las piedras se fracturaron tras él y el viento las arrastró hacia arriba. El Entramado se debilitaba. Por otro lado, su voluntad era mucho más fuerte ahora que se encontraba allí en persona. Ya no tenía que preocuparse por entrar en el sueño con excesiva intensidad y perderse a sí mismo en él. Había entrado con toda la fuerza que era posible.

En consecuencia, cuando Perrin se movía, el paisaje temblaba a su alrededor. El siguiente salto le mostró el mar más adelante. Había viajado hacia el sur mucho más lejos de lo que él había imaginado ¿Estarían en Illian? ¿O en Tear?

Verdugo llegó a la playa, donde el agua rompía contra las rocas; el viento había arrastrado la arena... si es que había habido arena antes. La tierra parecía estar volviendo a un estado primitivo, con la hierba arrancada de raíz y el suelo erosionado, dejando sólo piedra y olas rompientes.

Perrin aterrizó al lado de Verdugo. Por una vez no hubo cambio. Los dos estaban centrados en la lucha, en las arremetidas del martillo y la espada. Metal resonando contra metal.

Perrin estuvo a punto de acertar a descargar un golpe; el martillo pasó rozando la ropa de Verdugo. Oyó una maldición, pero un instante después Verdugo se volvía siguiendo el movimiento de la finta, con una gran hacha en la mano. Perrin se preparó y recibió el hachazo en el costado en el momento en que la piel se le endurecía.

El hacha no hizo que brotara sangre, ya que Perrin se había preparado para ello, pero sí llevaba un fuerte impulso en el movimiento. El golpe lanzó a Perrin por encima del mar.

Verdugo apareció sobre él un segundo después, zambulléndose con el hacha enarbolada. Perrin la paró con el martillo mientras caía, pero la fuerza del golpe lo empujó hacia abajo, al océano.

Ordenó al agua que retrocediera; el agua se retiró con rapidez burbujeando y bullendo como si la empujara un ventarrón. Perrin se puso derecho mientras caía y aterrizó en el fondo rocoso de la bahía, todavía húmedo; también se resquebrajó. El agua de mar se había alzado a su alrededor creando un muro circular de unos treinta pies de altura.

Verdugo se precipitó cerca, con un fuerte impacto. El hombre jadeaba por el esfuerzo del combate. Bien. En Perrin la fatiga se manifestaba con un intenso ardor en los músculos.

—Me alegro de que estuvieras allí —dijo Verdugo, que apoyó la espada en el hombro; el escudo había desaparecido—. Deseaba tanto que aparecieras y te inmiscuyeras cuando llegara a la caverna para matar al Dragón...

—¿Qué eres, Luc? —preguntó Perrin, cauteloso. Cambio. Se desplazó a un lado para mantener a Verdugo enfrente, en el círculo de piedra con muros de agua—. ¿Qué eres en realidad?

Verdugo se deslizó de lado sin dejar de hablar para tranquilizar a su presa —Perrin era consciente de ello— y que bajara la guardia.

—Lo he visto, ¿sabes? —comentó en voz baja—. Al Oscuro, al Gran Señor, como algunos lo llaman. Ambos nombres son burdos, casi insultantes. Eufemismos.

—¿De verdad crees que él te recompensará? —espetó Perrin—. ¿Cómo no te das cuenta de que una vez que hayas hecho lo que quiere se deshará de ti, como ya lo ha hecho con tantos otros?

Verdugo se echó a reír.

—¿Acaso se deshizo de los Renegados cuando fracasaron y quedaron recluidos con él en la Perforación? —preguntó a su vez luego—. Podría haberlos matado a todos y condenar sus almas a un eterno tormento. ¿Lo hizo?

Perrin no contestó.

—El Oscuro no se deshace de herramientas útiles —dijo Verdugo—. Fállale y puede que te imponga un castigo, pero descartarte, nunca. Es como una señora de la casa con sus teteras rotas y sus ovillos de hilo enredados guardados en el fondo de cestos, esperando a que llegue el momento oportuno de que vuelvan a ser útiles. Ahí es donde te equivocas, Aybara. Un simple humano podría acabar con una herramienta que funciona bien por miedo a que llegue a amenazarlo. No es la forma de actuar del Oscuro. Me recompensará.

Perrin abrió la boca para contestar; creyéndolo distraído, Verdugo se desplazó con un cambio justo delante de él para atacarlo. Perrin desapareció y Verdugo sólo golpeó el aire. El hombre giró rápidamente sobre sus talones, con la espada hendiendo el aire, pero Perrin se había trasladado al lado opuesto con un cambio. Pequeñas criaturas marinas con muchos brazos ondulaban cerca de sus pies, desconcertadas por la repentina falta de agua. Algo más grande y oscuro nadaba en la oscura agua, detrás de Verdugo.

—No has respondido a mi pregunta —dijo Perrin—. ¿Qué eres?

—Soy audaz. —Verdugo avanzó—. Y estoy cansado de tener miedo.— En esta vida hay depredadores y hay presas. A menudo, los propios depredadores se convierten en comida de otro. La única forma de sobrevivir es subir en la cadena alimentaria, convertirse en el cazador.

—¿Por eso matas lobos?

Verdugo exhibió una sonrisa peligrosa, con la cara en sombras. Con las nubes tormentosas en lo alto y las altas paredes de agua, estaba oscuro allí, en el fondo, si bien la extraña luz del Sueño del Lobo penetraba en aquel lugar, aunque fuera amortiguada.

—Los lobos y los hombres son los mejores cazadores de este mundo —dijo Verdugo con suavidad—. Mátalos y te encumbrarás por encima de ellos. No todos tenemos el... privilegio de crecer en un hogar acogedor con una cálida chimenea y las risas de unos hermanos.

Perrin y Verdugo aún giraban uno en torno al otro, las sombras mezcladas, los destellos de los rayos rielando a través del agua.

—Si supieras cómo ha sido mi vida aullarías —dijo Verdugo—. La desesperación, el dolor... Enseguida encontré mi camino. Mi poder. En este lugar soy un rey.

Saltó a través del hueco abierto en el agua, tan veloz que su figura se tornó borrosa. Perrin se preparó para arremeter, pero Verdugo no sacó la espada. Chocó contra él y ambos atravesaron el muro de agua. El mar se agitó y burbujeó a su alrededor.

Oscuridad. Perrin creó luz haciendo de algún modo que las rocas que tenía a los pies brillaran. Verdugo le sujetaba la capa con una mano y con la otra lo atacaba en la oscura agua, la espada dejando una estela de burbujas pero moviéndose con tanta rapidez como en el aire. Perrin chilló, y de la boca salieron burbujas. Intentó parar el golpe, pero los brazos se le movieron con aletargados.

En ese instante, como si estuviera congelado el tiempo, Perrin intentó imaginar que el agua no lo estorbaba, pero su mente rechazaba la idea. No era natural. No podía ser.

Desesperado, con la espada de Verdugo casi a punto de herirlo, Perrin congeló el agua alrededor de los dos. Aquello casi lo aplastó, pero dejó inmovilizado a Verdugo un instante efímero mientras él se orientaba. Hizo desaparecer la capa para no arrastrar consigo a Verdugo y... Cambio.

Apareció en una playa pedregosa, al lado de una empinada ladera medio destruida por la fuerza del mar. Cayó a gatas, jadeando. El agua le chorreaba por la barba; sentía la mente... embotada. Le costaba trabajo pensar que el agua desaparecía para quedarse seco.

«¿Qué está ocurriendo?», pensó, tembloroso. A su alrededor, la tormenta bramaba, arrancaba corteza de los troncos de árboles cuyas ramas ya se habían desgajado. Estaba... demasiado cansado. Exhausto. ¿Cuánto hacía que no dormía? En el mundo real habían pasado semanas, pero no podían haber sido semanas también en el Sueño del Lobo. Era...

El mar burbujeó, agitado. Perrin se dio la vuelta. Había conservado el martillo de algún modo, y lo levantó para hacer frente a Verdugo.

Las aguas siguieron moviéndose, pero nada salió de ellas. De repente, a su espalda, la prominencia se partió en dos. Perrin sintió algo pesado que lo golpeaba con fuerza en el hombro, como un puñetazo. Cayó de rodillas al tiempo que se revolvía para mirar la elevación hendida por la mitad, con Verdugo de pie al otro lado, encajando otra flecha en la cuerda del arco.

Perrin hizo un cambio, desesperado; el dolor, con retraso, le abrasó el costado y le recorrió todo el cuerpo.


—Lo único que digo es que se están combatiendo batallas y nosotros no estamos allí —declaró Mandevwin.

—Siempre hay batallas combatiéndose en alguna parte —replicó Vanin, que se echó hacia atrás y se apoyó en la pared exterior de un almacén en Tar Valon. Faile los oía a medias, con la mente en otra parte—. Nosotros ya hemos luchado lo nuestro. Y lo que yo digo es que estoy contento de haber escurrido el bulto de ésta en particular.

—La gente está muriendo —argumentó Mandevwin en tono desaprobador—. No es una batalla más, Vanin. ¡Es el Tarmon Gai’don!

—Lo cual significa que nadie nos paga —dijo el otro hombre.

—Pagar... —farfulló Mandevwin—. Por luchar en la Última Batalla... ¡Truhán!

Faile sonrió mientras observaba el registro de abastecimiento. Los dos Brazos Rojos haraganeaban en la puerta mientras sirvientes que llevaban en la ropa la Llama de Tar Valon cargaban la caravana de Faile. Detrás de ellos, la Torre Blanca se erguía sobre la ciudad.

Al principio se había sentido molesta por las bromas, pero el modo en que Vanin chinchaba al otro hombre le recordaba a Gilber, uno de los intendentes de su padre, allá en Saldaea.

—Venga, Mandevwin —continuó Vanin—, ¡pero si es que no pareces un mercenario ni por asomo! ¿Y si lord Mat te oyera?

—Lord Mat combatirá —contestó Mandevwin.

—Combate cuando tiene que hacerlo —dijo Vanin—. No es nuestro caso ahora. Mira, estos suministros son importantes, ¿sí? Y alguien tiene que protegerlos, ¿correcto? Pues aquí estamos nosotros.

—Es que no veo por qué este trabajo requiere nuestra presencia. Yo tendría que estar ayudando a Talmanes a dirigir la Compañía, y todos vosotros tendríais que estar protegiendo a lord Mat...

Faile sabía cómo acababa esa frase dejada en suspenso. Lo que todos pensaban: «Vosotros deberías estar protegiendo a lord Mat de esos seanchan».

Los soldados se habían tomado con calma la desaparición de Mat, y luego también su reaparición con los seanchan. Al parecer, esperaban esa clase de comportamiento de «lord» Matrim Cauthon. Faile tenía una tropa de cincuenta de los mejores hombres de la Compañía, incluido el capitán Mandevwin, el teniente Sandip, y varios Brazos Rojos que habían sido muy recomendados por Talmanes. Ninguno de ellos sabía que el verdadero propósito de su presencia era proteger el Cuerno de Valere.

De haber podido, tendría que haber llevado diez veces ese número de hombres. Tal como estaban las cosas, cincuenta hombres ya resultaba sospechoso. Esos cincuenta eran lo mejorcito de la Compañía, algunos sacados de posiciones de mando. Tendría que bastar con ellos.

«No vamos lejos —pensó Faile, que revisó la siguiente página del registro. Tenía que fingir que su interés eran los suministros—. ¿Por qué estoy tan preocupada?»

Sólo tenía que llevar el Cuerno de Valere a Merrilor, ahora que Cauthon había aparecido por fin. Ya había estado encargada de tres caravanas desde distintas localidades y con los mismos guardias, de modo que su tarea actual no tendría por qué resultar sospechosa en lo más mínimo.

Había elegido a la Compañía a propósito. A los ojos de la mayoría eran simples mercenarios y, en consecuencia, las tropas menos importantes —y— menos dignas de confianza— del ejército. Sin embargo, a pesar de sus protestas respecto a él —puede que no lo conociera bien, pero el modo en que Perrin hablaba de su amigo le bastaba—, Mat sabía inspirar lealtad en sus hombres. Los que acababan a las órdenes de Mat eran como él. Intentaban escabullirse del deber y preferían jugar y beber que hacer algo útil, pero en un apuro lucharían como diez hombres cada uno de ellos.

En Merrilor, Cauthon tendría una buena excusa para ver qué tal les iba a Mandevwin y a sus hombres. Llegado ese momento, Faile le entregaría el Cuerno. Por supuesto, también iba acompañada por algunos miembros de Cha Faile como guardias. Quería tener con ella a otras personas en las que sabía con seguridad que podía confiar.

Cerca, Laras —la Maestra de las Cocinas de Tar Valon— salió del almacén agitando un dedo a varias chicas de la servidumbre. La mujer se dirigió hacia Faile, seguida de un joven desgarbado que cojeaba y que cargaba con un pequeño arcón desvencijado.

—Esto es para vos, milady. —Laras señaló el arcón—. La Amyrlin en persona lo incluyó en vuestro cargamento como una ocurrencia tardía. ¿Algo sobre un amigo suyo, de su ciudad natal?

—Es tabaco para Matrim Cauthon —dijo Faile con una mueca de desagrado—. Cuando supo que la Amyrlin tenía una provisión de tabaco de Dos Ríos, insistió en comprarlo.

—Tabaco, en momentos así. —Laras meneó la cabeza y se limpió los dedos en el delantal—. Recuerdo a ese muchacho. En mis tiempos conocí a uno o dos chicos como él, siempre deambulando a hurtadillas cerca de las cocinas, como un perro callejero buscando sobras. Alguien debería encontrarle algo útil que hacer.

—Estamos en ello —repuso Faile mientras el sirviente de Laras colocaba el arcón en su carreta. Se encogió cuando el chico lo soltó de golpe y luego se sacudió las manos.

Laras asintió con la cabeza y regresó al almacén. Faile apoyó los dedos en el arcón. Los filósofos afirmaban que el Entramado no tenía sentido del humor. El Entramado y la Rueda simplemente eran; les daba igual, no tomaban partido. Sin embargo, Faile no podía evitar pensar que, en alguna parte, el Creador la miraba con una sonrisa burlona. Se había marchado de casa con la cabeza llena de sueños arrogantes, una chica que se imaginaba a sí misma embarcada en la gran aventura de encontrar el Cuerno.

La vida se había encargado de echar abajo esas fantasías con una zancadilla, dejándola para que se incorporara por sus propios medios. Había madurado, había empezado a prestar atención a lo que era realmente importante. Y ahora... Ahora el Entramado, casi con una despreocupada indiferencia, dejaba caer el Cuerno de Valere en su regazo.

Retiró la mano adrede, negándose a abrir el arcón. Tenía la llave, que le había sido entregada por separado, y comprobaría si el Cuerno estaba realmente dentro del arcón. Pero no en ese momento. No hasta que estuviera sola y razonablemente segura de que no era peligroso hacerlo.

Se subió a la carreta y posó de nuevo los dedos en el arcón.

—Sigue sin gustarme —decía Mandevwin, junto al almacén.

—A ti no te gusta nada —contestó Vanin—. Mira, el trabajo que estamos haciendo es importante. Los soldados tienen que comer.

—Supongo que es verdad —admitió Mandevwin.

—¡Lo es! —añadió una nueva voz.

Harnan, otro Brazo Rojo, se reunió con ellos. Faile reparó en que ninguno de los tres movía un dedo para ayudar a los sirvientes a cargar la caravana.

—Comer es maravilloso —dijo Harnan—. Y, si hay alguien entendido en el tema, desde luego eres tú, Vanin.

Harnan era un hombre de constitución robusta, con un rostro ancho y un halcón tatuado en la mejilla. Talmanes tenía plena confianza en él, y lo describía como un veterano superviviente de la «Matanza de los Seis Pisos» y de Hinderstap, significaran lo que significaran esos nombres.

—Vaya, eso duele, Harnan —protestó Vanin desde atrás—. Eso duele y mucho.

—Lo dudo —repuso Harnan con una sonrisa—. Para que algo te duela mucho, cualquier ataque tendría que atravesar primero toda esa grasa para llegar al músculo. ¡Dudo incluso que las espadas trollocs sean lo bastante largas para lograrlo!

Mandevwin estalló en carcajadas, y los tres hombres se alejaron. Faile pasó las últimas páginas del registro y después empezó a bajar de la carreta para llamar a Setalle Anan. La mujer había estado actuando como su ayudante en esos viajes con caravanas. Mientras bajaba, sin embargo, reparó en que no eran los tres miembros de la Compañía los que se habían marchado. Sólo lo habían hecho dos de ellos. El grueso Vanin todavía seguía allí. Al verlo, se detuvo.

Vanin se alejó de inmediato hacia otros soldados que andaban por los alrededores. ¿La habría estado vigilando?

—¡Faile! ¡Faile! Aravine dice que ha terminado de comprobar los manifiestos por ti. Podemos irnos, Faile.

Olver se encaramó precipitadamente al pescante. Había insistido en unirse a la caravana, y los miembros de la Compañía la habían persuadido de que se lo permitiera. Incluso Setalle había sugerido que sería conveniente llevárselo con ellos. Al parecer, les preocupaba que Olver encontrara de algún modo la forma de llegar hasta la batalla si no lo vigilaban continuamente. Aunque a regañadientes, Faile había accedido a que los acompañara como encargado de hacer recados.

—Muy bien, pues —dijo. Volvió a subir a la carreta—. Supongo que podemos partir.

Las carretas se pusieron en movimiento con lentitud. Faile se pasó todo el tiempo tratando de no mirar el arcón mientras salían de la ciudad.

Intentó distraerse para no pensar en él, pero eso sólo le trajo a la mente otra preocupación agobiante: Perrin. Sólo lo había visto brevemente durante un viaje a Andor para recoger suministros. Él le había advertido que podría tener otra misión, pero se mostró reacio a hablar de ella.

Ahora había desaparecido. Perrin había delegado el mando en Tam, nombrándolo administrador, había cruzado un acceso a Shayol Ghul y había desaparecido. Faile había preguntado a los que habían estado allí, pero nadie lo había visto desde su conversación con Rand.

Estaría bien, ¿verdad? Ella era hija y esposa de soldados; sabía que no había que preocuparse demasiado. Pero nadie podía evitar preocuparse un poco. Perrin había sido el que había sugerido que fuera ella la guardiana del Cuerno.

Se preguntó, abstraída, si no lo habría hecho para mantenerla lejos del frente de batalla. Tampoco era que le importara mucho si lo había hecho por eso, aunque jamás se lo diría a él. De hecho, cuando todo aquello hubiera acabado, le insinuaría que se sentía ofendida para ver cómo reaccionaba. A Perrin había que recordarle que ella no era de las que se ponían cómodas esperando que las mimaran, a pesar de que su verdadero nombre implicara lo contrario.

Faile condujo su carreta, que iba en cabeza, hasta el puente de Jualdhe para salir de Tar Valon. Cuando habían cruzado más o menos la mitad, el puente tembló. Los caballos patearon y sacudieron la cabeza mientras Faile los frenaba y miraba hacia atrás. La vista de edificios meciéndose en Tar Valon le hizo comprender que los temblores no eran sólo en el puente, sino que se trataba de un terremoto.

Los otros caballos se agitaban y relinchaban, y los temblores hacían traquetear las carretas.

—¡Tenemos que salir del puente, lady Faile! —gritó Olver.

—El puente es demasiado largo para que logremos llegar al otro extremo antes de que esto termine —contestó ella con calma. Y había vivido otros terremotos en Saldaea—. Tenemos más probabilidades de salir heridos con la precipitación de escapar, que si nos quedamos aquí. Este puente es una construcción Ogier. Probablemente estamos más seguros en él que pisando suelo firme.

De hecho, el terremoto pasó sin que una sola piedra se soltara del puente. Faile consiguió controlar a los caballos y reanudó la marcha. Quisiera la Luz que la ciudad no hubiera sufrido muchos daños. Ignoraba si los terremotos eran frecuentes allí. Con el Monte del Dragón cerca, habría al menos temblores de vez en cuando, ¿no?

Con todo, el terremoto le preocupaba. La gente hablaba de que la tierra se estaba volviendo inestable, que los crujidos en el suelo parecían reflejar el desgarro del cielo por los relámpagos y los truenos. Ya le habían contado más de una vez lo de las fisuras a modo de telarañas que agrietaban las rocas, y de la pura negrura que se veía por esas fisuras, como si se abrieran a la propia eternidad.

Una vez que el resto de la caravana dejó atrás la ciudad, Faile condujo las carretas al lado de unas compañías de mercenarios que esperaban su turno para Viajar. Faile no podía permitirse el lujo de insistir en tener preferencia; tenía que evitar llamar la atención. Así pues, a pesar de tener los nervios de punta, se acomodó en el pescante para esperar.

Su caravana fue la última de la fila ese día. Por fin, Aravine se acercó a la carreta de Faile, y Olver se desplazó hacia un lado para hacerle sitio. Ella le dio palmaditas en la cabeza. Un montón de mujeres tenían esa reacción con Olver, y él parecía muy inocente la mayor parte del tiempo. Faile no estaba convencida; estrechó los ojos al mirar al chico mientras él se acurrucaba junto a Aravine. Parecía que Mat tenía una gran influencia en el crío.

—Estoy contenta con la carga, milady —dijo Aravine—. Con esa lona tendremos suficiente material para levantar tiendas sobre las cabezas de la mayoría de los hombres del ejército. Aunque todavía andamos cortos de cuero. Sabemos que la reina Elayne hace marchar deprisa a sus hombres y enseguida nos pedirán cuero para botas nuevas.

Faile asintió con gesto abstraído. Al frente, un acceso se abrió a Merrilor y alcanzó a ver los ejércitos, que aún estaban reagrupándose. Durante el último par de días habían vuelto despacio, renqueantes, para lamerse las heridas. Tres campos de batalla, tres desastres de grado diverso. Luz. La llegada de los sharaníes había sido devastadora, al igual que la traición de los grandes capitanes, incluido su propio padre. Los ejércitos de la Luz habían perdido bastante más de un tercio de sus fuerzas.

En Campo de Merrilor los comandantes deliberaban y sus soldados reparaban armaduras y armas, preparándose para lo que venía a continuación. Una batalla final.

—... también necesitaremos más carne —continuaba Aravine—. Deberíamos sugerir unas cuantas partidas de caza a través de accesos en los próximos días para ver qué encontramos.

Faile asintió de nuevo con la cabeza. Era un alivio contar con Aravine. Aunque ella todavía revisaba informes y visitaba a los oficiales de intendencia, la meticulosa atención de la mujer le facilitaba mucho el trabajo, como un buen sargento que se aseguraría de que sus hombres estuvieran en forma antes de una inspección.

—Aravine, no has aprovechado los accesos para ir a ver a tu familia en Amadicia —dijo.

—Allí ya no queda nada para mí, milady.

Aravine se negaba admitir con obstinación que había sido una noble antes de que los Shaido la hicieran prisionera. En fin, al menos no actuaba como algunos de los antiguos gai’shain, con docilidad y sumisión. Si Aravine estaba decidida a dejar atrás su pasado, entonces Faile le daría con gusto la oportunidad de hacerlo. Era lo menos que le debía a esa mujer.

Mientras hablaban, Olver se bajó para ir a charlar con algunos de sus «tíos» entre los Brazos Rojos. Faile miró hacia un lado cuando Vanin pasó a caballo con otros dos exploradores de la Compañía. El hombre hablaba jovialmente con sus compañeros.

«Estás interpretando mal esa mirada de él —se dijo Faile—. No hay nada sospechoso en ese hombre; lo que pasa es que estás nerviosa a causa del Cuerno.»

Aun así, cuando Harnan se acercó para ver si necesitaba algo —un miembro de la Compañía hacía eso cada media hora— le preguntó sobre Vanin.

—¿Vanin? —dijo Harnan desde el caballo—. Un buen tipo. A veces puede dar la tabarra charlando más de la cuenta, milady, pero que eso no os estropee el día. Es nuestro mejor explorador.

—Pues no entiendo cómo —replicó ella—. Me refiero a que no puede moverse con rapidez ni en silencio con ese volumen, ¿verdad?

—Os sorprendería, milady —contestó Harnan con una risa—. Me gusta tomarle el pelo, pero es realmente bueno.

—¿Alguna vez ha tenido problemas disciplinarios? —inquirió Faile, que procuró elegir las palabras con cuidado—. ¿Disputas? ¿Birlar cosas de las tiendas de otros hombres?

—¿Vanin? —Harnan se echó a reír—. Se tomará vuestro brandy si lo dejáis, y luego os devolverá la botella casi vacía. Y, para ser sincero, es posible que hubiera algunos hurtos en su pasado, pero que yo sepa no ha estado metido en ninguna pelea. Es un buen hombre. No tenéis que preocuparos por él.

¿Algunos hurtos en su pasado? Harnan, sin embargo, parecía no querer extenderse más sobre ese tema.

—Gracias —dijo, aunque siguió preocupada.

Harnan se llevó la mano a la cabeza en una especie de saludo y luego se alejó al trote. Pasaron tres horas más antes de que una Aes Sedai acudiera para tramitar el paso de la caravana. Berisha se acercó despacio, como si diera un paseo, al tiempo que revisaba de forma crítica la caravana. La otra Aes Sedai que trabajaba en la zona de Viaje ya había regresado a Tar Valon a esas horas, y el sol empezaba a bajar hacia el horizonte.

—Caravana con alimentos y lona —dijo Berisha mientras examinaba el registro de abastecimiento de Faile—. Con destino a Campo de Merrilor. Les hemos enviado siete caravanas hoy hasta este momento. ¿Por qué otra? Imagino que a los refugiados de Caemlyn les podría ir igual de bien este suministro.

—En el Campo de Merrilor va a tener lugar una gran batalla muy pronto —contestó Faile, que controló el genio con dificultad. A las Aes Sedai no les gustaba que se les hablara de ese modo—. Dudo que podamos proveerlos en exceso.

Berisha resopló con desdén.

—Digo que es demasiado —repitió la mujer, que parecía sufrir de insatisfacción crónica.

—La Amyrlin no es de la misma opinión —replicó Faile—. Un acceso, por favor. Se está haciendo tarde.

«Y si queréis hablar de despilfarro, ¿por qué no tenéis en cuenta que me hacéis recorrer todo el camino desde el centro de la ciudad hasta aquí y esperar, en lugar de enviarme directamente desde el recinto de la Torre Blanca?»

La Antecámara de la Torre quería una única zona de Viaje para tropas numerosas o movimientos de suministros a fin de mantener un control de quién entraba y salía de Tar Valon. Faile entendía que tomaran esa precaución, aunque a veces fuera frustrante.

La burocracia era la burocracia, y Berisha por fin adoptó un gesto de concentración previo a la apertura de un acceso. Pero, antes de que pudiera tejer el acceso, el suelo empezó a retumbar.

«Otra vez no», pensó Faile con un suspiro. En fin, era frecuente que se produjeran réplicas menos intensas después de un...

Una serie de afiladas puntas de cristal negro empezaron a hender el suelo a corta distancia y salieron hacia arriba unos diez o quince pies. Una alanceó al caballo de un Brazo Rojo y salpicó sangre en el aire mientras la punta atravesaba a ambos, bestia y hombre.

—¡Burbuja maligna! —gritó Harnan, cerca.

Otras puntas cristalinas —algunas del grueso de una lanza, otras anchas como una persona— brotaron del suelo. Faile, frenética, intentó controlar a los caballos de su carreta. Los animales patearon hacia un lado y giraron la carreta, a punto de volcarla, a la par que ella tiraba de las riendas.

A su alrededor se había desatado un caos. Las puntas irrumpían a través del suelo en grupos, cada una de ellas afilada como una navaja de afeitar. Una carreta se partió cuando los cristales destruyeron el lado izquierdo. Los víveres se desparramaron en la hierba muerta. Algunos caballos se encabritaron y otras carretas se volcaron. Las puntas de cristal siguieron brotando y aparecieron por todo el campo vacío. En el pueblo cercano, al final del puente de Tar Valon, se alzaron gritos.

—¡Acceso! —gritó Faile, que seguía forcejeando con los caballos—. ¡Hacedlo!

Berisha saltó hacia atrás cuando unas puntas salieron del suelo, cerca de sus pies. Pálido el semblante, la Aes Sedai les echó una mirada, y fue entonces cuando Faile advirtió que algo se movía dentro de los oscuros cristales. Algo que parecía humo.

Una punta salió a través del pie de Berisha. La mujer chilló y se arrodilló justo en el momento en que una línea de luz dividía el aire. Gracias a la Luz, la Aes Sedai mantuvo el tejido y —con lo que parecía una lentitud glacial— la línea luminosa rotó y se abrió un agujero lo bastante amplio para una carreta.

—¡A través del acceso! —gritó Faile, pero su voz se perdió en el tumulto.

Cerca, a su izquierda, surgieron cristales del suelo y le saltó tierra a la cara. Los caballos patalearon y después emprendieron galope. No queriendo perder el control por completo, Faile los condujo hacia el acceso. Justo antes de cruzarlo, sin embargo, tiró de las riendas hasta pararlos, encabritados.

—¡Por el acceso! —gritó a los otros.

De nuevo, la voz se perdió en la batahola. Por suerte, los Brazos Rojos respondieron a su llamada, cabalgaron a lo largo de la desordenada fila, aferraron las riendas de los caballos, y condujeron las carretas hacia el acceso. Otros hombres recogieron a los que habían caído al suelo.

Harnan pasó a galope tendido, cargado con Olver. Lo seguía Sandip, con Setalle Anan asida a él por la espalda. La frecuencia de la salida de los cristales aumentó. Uno surgió cerca de Faile, que, horrorizada, comprobó que los movimientos de esa especie de humo ondulante del interior tenían forma. Figuras de hombres y mujeres que gritaban, como si estuvieran atrapados dentro.

Se echó hacia atrás, espantada. A corta distancia, la última carreta que aún funcionaba atravesó el acceso traqueteando. Dentro de poco todo el campo estaría sembrado de cristales. Algunos miembros de la Compañía ayudaban a los heridos a subir a los caballos, pero dos cayeron cuando en los cristales empezaron a brotar puntas nuevas por los lados. Había que irse. Aravine pasó a su lado y asió las riendas que sostenía Faile para ponerla a salvo.

—¡Berisha! —gritó Faile.

La Aes Sedai estaba arrodillada al lado del portal; el sudor le corría por el demudado semblante. Faile saltó del pescante y asió a la mujer por el hombro mientras Aravine tiraba de la carreta a través del acceso.

—¡Vámonos! —le dijo Faile—. Yo te ayudaré.

La mujer se tambaleó y después cayó de lado, sujetándose el estómago. Faile advirtió con un sobresalto que salía sangre entre los dedos de la mujer. Berisha miró al cielo, abriendo y cerrando la boca, sin emitir sonido alguno.

—¡Milady! —Mandevwin llegó a galope del otro lado del acceso—. ¡Me da igual adónde lleva! ¡Tenemos que pasar!

—¿Qué...?

Enmudeció cuando Mandevwin la asió por la cintura y la alzó en vilo en el momento en que unos cristales estallaban cerca. El hombre galopó a través del acceso, sujetándola.

El acceso se cerraba de golpe un instante después.

Faile jadeaba cuando Mandevwin la soltó. Miró hacia donde había estado el acceso.

Las palabras del hombre finalmente cobraron sentido para ella. «Me da igual adónde lleva...» Él había visto algo que ella, en su afán por poner a todo el mundo a salvo, no había visto.

El acceso no conducía a Campo de Merrilor.

—¿Dónde...? —susurró Faile mientras se reunía con los demás.

Todos contemplaban de hito en hito el horrendo paisaje. Un calor abrasador, plantas cubiertas de motas oscuras, un hedor horrible en el aire.

Se encontraban en la Llaga.


Aviendha masticaba su ración, crujientes copos de avena mezclados con miel. Sabían bien. Estar cerca de Rand significaba que las reservas de comida no se estropeaban.

Alargó la mano hacia el odre de agua y vaciló. Últimamente bebía mucha agua. Rara vez se paraba a pensar en lo valiosa que era. ¿Ya había olvidado las lecciones que había aprendido durante su regreso a la Tierra de los Tres Pliegues para visitar Rhuidean?

«¡Luz! —pensó, llevándose el odre a los labios—. ¿Y a quién le importa? ¡Es la Última Batalla!»

Se encontraba sentada en el suelo de una tienda Aiel grande, en el valle de Thakan’dar. Cerca, Melaine comía su ración. La mujer estaba a punto de cumplir el periodo de gestación de los mellizos, y el vestido y el chal se ceñían sobre el vientre abultado. Del mismo modo que una Doncella tenía prohibido combatir si estaba embarazada, Melaine tenía prohibido realizar cualquier actividad peligrosa. Había ido voluntariamente a colaborar en el sitio de Curación de Berelain en Mayene, pero de forma regular comprobaba el progreso de la batalla. Muchos gai’shain habían ido a través de accesos para ayudar en lo que pudieran, aunque sólo fuera acarrear agua, o tierra para los parapetos que Ituralde había ordenado levantar para dar a los defensores cierta protección.

Un grupo de Doncellas que comían cerca charlaban con el lenguaje de signos. Aviendha podría haberlo leído, pero no lo hizo. Lo único que conseguiría sería despertar el deseo de poder sentarse con ellas. Se había convertido en Sabia y había renunciado a su vida anterior. Lo cual no significaba que hubiera purgado todos los residuos de envidia. Así pues, limpió el cuenco de madera, lo guardó en la mochila, se puso de pie y salió de la tienda.

Fuera, la noche era fría. Faltaba alrededor de una hora para el amanecer y casi parecía la Tierra de los Tres Pliegues de noche. Aviendha alzó la vista hacia la montaña que dominaba el valle; a pesar de la oscuridad de la madrugada, alcanzaba a ver el agujero que llevaba a su interior.

Habían pasado muchos días desde que Rand había entrado. Ituralde había regresado al campamento la noche antes como aturdido y con una historia sobre haber estado retenido por lobos y por un hombre que afirmaba que Perrin Aybara lo había enviado para secuestrar al gran capitán. Ituralde había sido detenido y no había protestado.

Los trollocs no habían atacado el valle en todo el día. Los defensores todavía los retenían en el paso. La Sombra parecía esperar algo. Quisiera la Luz que no fuera otro ataque de Myrddraal. El último casi había acabado con la resistencia. Aviendha había reunido a los encauzadores una vez que los Seres de Cuencas Vacías habían entrado para matar a los humanos que defendían la boca del paso; debían de haberse dado cuenta de que exponerse en gran número era absurdo y huyeron a la seguridad del paso una vez que empezó el encauzamiento.

En cualquier caso, se sentía agradecida por ese raro momento de descanso y relativa paz entre los ataques. Contempló aquel agujero en la montaña, dentro de la cual combatía Rand. Se notaba una especie de pulsación fuerte procedente de su interior; oleadas de encauzamiento poderoso. Varios días en el exterior, mas ¿cuánto tiempo habría pasado dentro? ¿Un día? ¿Horas? ¿Minutos? Las Doncellas que protegían el sendero que subía por la ladera afirmaban que tras cuatro horas de servicio, habían bajado de la montaña para descubrir que habían transcurrido ocho.

«Tenemos que resistir —pensó Aviendha—. Tenemos que luchar. Darle todo el tiempo que podamos.»

Al menos sabía que estaba vivo. Eso lo sentía. Y su dolor.

Apartó la vista.

Entonces reparó en algo. Una mujer encauzaba en el campamento. Era débil, pero Aviendha frunció el entrecejo. A esa hora y sin haber combate, encauzar sólo debería tener lugar en la zona de Viaje, y no se encontraba en esa dirección.

Mascullando entre dientes, echó a andar a través del campamento. Probablemente era de nuevo alguna de las Detectoras de Vientos que no estaba de servicio. Rotaban por turnos entrando y saliendo del grupo que usaba el Cuenco de los Vientos de forma constante para mantener a raya la tempestad. La tarea se llevaba a cabo en lo alto de la pared septentrional del valle, bien guardada por una numerosa fuerza de Marinos. Tenían que utilizar accesos para subir allí arriba y cambiar los turnos.

Cuando las Detectoras de Vientos no se hallaban de servicio con el Cuenco, acampaban con el resto del ejército. Aviendha les había dicho una y otra vez que mientras estuvieran en el valle no tenían permiso para encauzar por motivos secundarios. ¡Cualquiera pensaría, tras todos los años que habían pasado sin dejar que las Aes Sedai descubrieran sus poderes, que tendrían más autocontrol! Si pillaba otra vez a una de ellas utilizando el Poder Único para calentarse el té, la enviaría a Sorilea para que le diera una lección. Se suponía que estaban en un campamento seguro.

Aviendha se quedó parada de golpe. El encauzamiento no procedía del pequeño círculo de tiendas donde acampaban las Detectoras de Vientos.

¿Había descubierto una incursión? Una Señora del Espanto o una Renegada probablemente darían por sentado que —en un campamento tan grande, lleno de Aes Sedai, Detectoras y Sabias— nadie se fijaría en un discreto encauzamiento aquí o allí. Aviendha se agazapó de inmediato junto a una tienda cercana y evitó la luz de un farol colgado de un poste. De nuevo percibió el encauzamiento, muy leve. Se deslizó con sigilo hacia allí.

«Si al final resulta que es alguien calentando agua para un baño...»

Avanzó entre las tiendas, a través de la tierra dura. Al aproximarse, se quitó las botas y las dejó atrás; desenvainó su daga. No podía correr el riesgo de abrazar la Fuente para no revelar su presencia a quienquiera que fuera.

El campamento no dormía en realidad. Los guerreros que no se encontraban de servicio tenían problemas para conciliar el sueño allí. La fatiga entre las lanzas, incluidas las Doncellas, empezaba a convertirse en un problema. Protestaban de sufrir pesadillas terribles.

Aviendha siguió adelante en silencio y se deslizó entre las tiendas, evitando las que tenían luz dentro. Ese lugar los perturbaba a todos, así que no la sorprendió lo de las pesadillas. ¿Cómo iban a dormir en paz tan cerca de la morada del Oscuro?

Lógicamente, sabía que el Oscuro no estaba cerca; en realidad no. La Perforación no era su «morada». No «vivía» en ese lugar; existía fuera del Entramado, en su prisión. Aun así, acostarse allí era como intentar dormir mientras un asesino apostado junto a tu cama y empuñando un cuchillo contemplaba el color de tu pelo.

«Allí», pensó, aflojando el paso. El encauzamiento se paró, pero Aviendha estaba cerca. Los ataques de Draghkar y la amenaza de los Myrddraal deslizándose en la noche habían llevado a los cabecillas a repartir a los oficiales por todo el campamento, en tiendas en las que no hubiera nada externo que indicara cuál pertenecía a un comandante y cuál a un soldado de infantería. Sin embargo, Aviendha sabía que esa tienda pertenecía a Darlin Sisnera.

Darlin tenía el mando oficial de ese campo de batalla, ahora que Ituralde había caído. No era un general, pero el ejército teariano constituía el grueso de la defensa con los Defensores de la Ciudadela, sus unidades de elite. Su comandante, Tihera, no era un buen estratega, pero sí un hombre muy sagaz. Darlin, Rhuarc y él habían estado proyectando sus planes de batalla tras la caída de Ituralde...

En la oscuridad, Aviendha casi pasó por alto las tres figuras en cuclillas que estaban un poco más adelante, justo fuera de la tienda de Darlin. Se comunicaban con gestos entre sí, en silencio, y Aviendha apenas distinguía detalles de los tres, ni siquiera de sus ropas. Enarboló el cuchillo y entonces un relámpago hendió el cielo y facilitó que viera mejor a uno de ellos. El hombre llevaba velo. Aiel.

«Deben de haber percibido también a la intrusa», pensó mientras se acercaba con sigilo y alzaba una mano para que no atacaran.

—Sentí que se encauzaba cerca —susurró—, y no creo que sea de una de nuestras encauzadoras. ¿La habéis visto?

Los tres la miraban fijamente, como estupefactos, aunque no distinguió detalles de los rostros.

Entonces la atacaron.

Aviendha maldijo y saltó hacia atrás cuando sus lanzas arremetieron y un cuchillo salió lanzado en su dirección. ¿Aiel Amigos Siniestros? Se sintió como una tonta. Debería haberlo imaginado.

Buscó la Fuente para abrazarla. Si una Señora del Espanto se encontraba cerca, notaría que Aviendha encauzaba, pero eso no podía evitarlo. Tenía que sobrevivir al ataque de esos tres.

Sin embargo, cuando Aviendha intentó abrazar el Poder Único, algo encajó con un chasquido entre ella y la Fuente. Un escudo, con tejidos que no veía.

Uno de esos hombres podía encauzar. La reacción de Aviendha fue instintiva. Rechazó el pánico, dejó de esforzarse en llegar a la Fuente, y se arrojó contra el que estaba más cerca. Asió con la mano la lanza que arremetía —haciendo caso omiso del dolor cuando la moharra le dio en las costillas— y tiró de él hacia sí para hundirle el cuchillo en el cuello.

Uno de los otros barbotó una maldición y Aviendha se encontró de repente atada con tejidos de Aire, incapaz de hablar ni de moverse. La sangre le empapaba la blusa y el costado herido. En el suelo, el hombre al que había apuñalado daba boqueadas y se sacudía. Los otros dos no movieron un dedo para ayudarlo.

Uno de los Amigos Siniestros se adelantó, ágil, casi invisible en la oscuridad. Aproximó la cara para examinar la de ella y luego hizo un gesto con la mano al otro. Una suave luz apareció junto a ellos y le dio una vista más clara de ella... y viceversa. Llevaban velos rojos, pero ése se los había bajado para luchar. ¿Por qué? ¿Qué era esto? Ningún Aiel que ella conociera hacía algo así. ¿Serían Shaido? ¿Se habían unido a la Sombra?

Uno de los hombres hizo unos cuantos gestos al otro. Era lenguaje de signos, no como el lenguaje de signos de las Doncellas, pero algo similar. El otro hombre asintió con la cabeza.

Aviendha forcejeó con las ataduras invisibles. Su voluntad chocó contra el escudo y mordió la mordaza de Aire. El Aiel de la derecha —el más alto, probablemente el que mantenía el escudo— gruñó. Aviendha notaba como si estuviera clavando los dedos al borde de una puerta casi cerrada, con luz, calor y poder al otro lado. Esa puerta no se movió ni una pulgada.

El Aiel alto estrechó los ojos y la miró. Dejó que la luz que había creado se desvaneciera y los sumió en la oscuridad. Aviendha oyó que sacaba una lanza.

Sonó una suave pisada, cerca. Los velos rojos lo oyeron y se volvieron con rapidez; Aviendha miró lo mejor que podía, pero no logró distinguir a la persona recién llegada.

Los hombres permanecieron completamente inmóviles.

—¿Qué es esto? —preguntó una voz de mujer.

Cadsuane. Se acercó con una linterna en la mano. Aviendha recibió un brusco tirón cuando el hombre que mantenía los tejidos tiró de ella hacia atrás, hacia las sombras, y Cadsuane no pareció darse cuenta de su presencia. Cadsuane sólo vio al otro hombre, que estaba más cerca del camino.

El Aiel salió de las sombras. También se bajó el velo.

—Me pareció oír algo aquí, cerca de las tiendas, Aes Sedai —dijo.

Tenía un acento extraño, uno que no era del todo correcto. Sólo un poquito. Un habitante de las tierras húmedas jamás notaría la diferencia.

«Éstos no son Aiel —pensó Aviendha—. Son algo distinto.» Su mente se debatía con el concepto. ¿Aiel que no eran Aiel? ¿Aiel varones que encauzaban?

«Los hombres que venían aquí, a Shayol Ghul», comprendió con horror. Entre los Aiel, los varones en los que se desarrollaba la capacidad de encauzar partían con la misión de intentar matar al Oscuro. Solos, viajaban a la Llaga. Nadie sabía lo que les ocurría después de eso.

Aviendha empezó a forcejear otra vez en un intento de hacer ruido —cualquier ruido— para alertar a Cadsuane. Sus esfuerzos fueron en vano. Colgaba atada en el aire, en la oscuridad, y Cadsuane no miraba en su dirección.

—Bien, ¿y encontraste algo? —le preguntó Cadsuane al hombre.

—No, Aes Sedai.

—Hablaré con los guardias —dijo ella con un timbre insatisfecho—. Debemos estar alerta. Si un Draghkar o, lo que es peor, un Myrddraal consigue introducirse a hurtadillas, podría matar a docenas antes de que se descubriera su presencia.

Cadsuane dio media vuelta para marcharse. Aviendha sacudió la cabeza, con lágrimas de frustración en los ojos. ¡Qué cerca había estado!

El velo rojo que había hablado con Cadsuane se internó de nuevo en las sombras y se dirigió hacia Aviendha, que, con el destello de un relámpago, sorprendió una sonrisa en sus labios, gesto que fue remedado por el que mantenía sus ataduras.

El velo rojo que estaba delante de Aviendha sacó una daga del cinturón y alzó el brazo hacia ella. Aviendha miró esa daga, impotente, cuando él la alzó hacia su cuello.

Percibió que alguien encauzaba.

Las ataduras que la sujetaban desaparecieron al instante y cayó al suelo. Aviendha aferró la mano con la que el hombre asía el arma y lo vio abrir mucho los ojos. Aunque abrazó la Fuente por una pura reacción instintiva, movió antes las manos. Retorció la muñeca del hombre, rompiendo huesos donde la mano se unía al brazo. Agarró la daga con la otra mano y se la hundió en un ojo cuando el hombre empezaba a gritar de dolor.

El grito se cortó en seco. El velo rojo cayó a sus pies, y ella miró con ansiedad hacia el que estaba a su lado, el que la había inmovilizado con tejidos. Yacía muerto en el suelo.

Jadeante, avanzó a trompicones hacia el cercano camino y encontró a Cadsuane.

—Qué sencillo es parar el corazón de un hombre —dijo la Aes Sedai, cruzada de brazos. Parecía descontenta—. Tan semejante a la Curación y, sin embargo, con un efecto opuesto. Quizá sea algo perverso, pero todas las veces que he intentado entender por qué es peor que abrasar a un hombre hasta calcinarlo con fuego, he fracasado.

—¿Cómo...? —empezó Aviendha—. ¿Cómo os disteis cuenta de lo que eran?

—Yo no soy una espontánea instruida a medias —replicó Cadsuane—. Me habría gustado acabar con ellos cuando llegué, pero antes de actuar tenía que asegurarme. Cuando ése amenazó tu vida, lo supe.

Aviendha hizo unas cuantas respiraciones para aquietar los latidos del corazón.

—Y, por supuesto, estaba el otro —añadió Cadsuane—. El que encauzaba. ¿Cuántos guerreros Aiel pueden encauzar y lo habéis mantenido en secreto? ¿Esto era una anomalía o vuestro pueblo ha estado encubriéndolos?

—¿Qué? ¡No! No los encubrimos. O no lo hacíamos.

Aviendha ya no estaba segura de lo que harían a partir de ahora que se había limpiado la Fuente. Desde luego, habría que dejar de enviar a los hombres encauzadores para que murieran luchando con el Oscuro.

—¿Estás segura? —insistió Cadsuane con voz impasible.

—¡Sí!

—Lástima. Eso nos habría sido de gran ayuda ahora. —Cadsuane meneó la cabeza—. No me habría sorprendido, después de descubrir lo de esas Detectoras de Vientos. ¿Así que éstos sólo eran Amigos Siniestros normales y corrientes, con uno entre ellos que había ocultado su capacidad de encauzar? ¿Qué se traían entre manos esta noche?

—Éstos no son en absoluto Amigos Siniestros normales —dijo Aviendha en voz queda mientras examinaba los cuerpos.

Velos rojos. El hombre que podía encauzar llevaba los dientes afilados en punta, pero los otros dos, no. ¿Qué significaba eso?

—Hemos de alertar al campamento —siguió—. Es posible que estos tres consiguieran entrar sin que les dieran el alto. Muchos centinelas de las tierras húmedas evitan enfrentarse a los Aiel. Dan por hecho que todos nosotros servimos al Car’a’carn.

Para muchos habitantes de las tierras húmedas, un Aiel era un Aiel. Necios. Aunque... para ser sincera, Aviendha tenía que admitir que su primera reacción al ver Aiel había sido considerarlos aliados. ¿Cuándo había ocurrido ese cambio en ella? Menos de dos años atrás, si hubiera visto a un algai’d’siswai desconocido rondando por ahí, lo habría atacado.

Aviendha siguió su examen de los hombres muertos; un cuchillo en cada uno de ellos, lanzas y arcos. Nada que fuera revelador. Sin embargo, su mente le susurraba que estaba pasando algo por alto.

—La encauzadora —dijo de repente al tiempo que alzaba la cabeza—. Fue una mujer usando el Poder Único lo que me trajo hacia aquí, Aes Sedai. ¿Erais vos?

—Yo no encaucé hasta que maté a ese hombre —contestó Cadsuane, con el entrecejo fruncido.

Aviendha volvió a adoptar una pose de lucha, agazapada; aprovechando las sombras, avanzó. ¿Qué podría encontrar a continuación? ¿A Sabias que servían a la Sombra? Cadsuane la miró ceñuda mientras ella exploraba la zona un poco más adelante. Pasó junto a la tienda de Darlin, donde los soldados apostados en la entrada, pegados a las lámparas, arrojaban sombras que se agitaban en la lona. Pasó cerca de soldados en grupos compactos que caminaban por los caminos, sin hablar. Llevaban antorchas, con lo que se cegaban la vista en la noche.

Aviendha había oído comentar a oficiales tearianos que era estupendo no tener que preocuparse, por una vez, de que sus centinelas dieran cabezadas estando de servicio. Con los relámpagos y los tambores trollocs sonando a corta distancia, así como las incursiones esporádicas de Engendros de la Sombra intentando colarse en el campamento... Los soldados estaban alerta. El aire helado olía a humo, con otros hedores pútridos que llegaban de los campamentos trollocs.

Por fin dio por terminado el rastreo y desanduvo sus pasos para regresar; encontró a Cadsuane hablando con un grupo de soldados. Aviendha iba a aproximarse cuando sus ojos pasaron por una zona de oscuridad cercana, y los sentidos se le pusieron en alerta.

«Ese sombra oscura está encauzando.»

Aviendha empezó a tejer de inmediato un escudo. La que se ocultaba en la oscuridad tejió Fuego y Aire hacia Cadsuane. Aviendha dejó sin acabar el tejido del escudo y al instante arremetió con otro de Energía, cortando el tejido de la enemiga justo cuando lo lanzaba.

Oyó una maldición y un rápido tejido de Fuego brotó en su dirección. Aviendha se agachó en el instante que le venía encima siseando en el frío aire. La onda de calor pasó. Su enemiga salió de las sombras —fuera cual fuera el tejido que estuviera utilizando para camuflarse se había venido abajo—, y vio a una mujer con la que había luchado antes. La que tenía una cara casi tan fea como la de un trolloc.

La mujer corrió detrás de un grupo de tiendas justo antes de que el suelo explotara a su espalda, un tejido que Aviendha no había creado. Un segundo después, la mujer se «plegaba» de nuevo, como había hecho la otra vez, y desaparecía.

Aviendha permaneció alerta. Se volvió hacia Cadsuane, que se encaminaba hacia ella.

—Gracias —dijo la mujer de mala gana—. Por cortar ese tejido.

—Supongo que entonces quedamos en paz y estamos iguales —contestó Aviendha.

—¿Iguales? No, no por varios cientos de años, pequeña. Pero admito que agradezco tu intervención. —Frunció el entrecejo—. Ha desaparecido.

—Hizo lo mismo la otra vez.

—Un método de Viajar que desconocemos —dijo Cadsuane con gesto preocupado—. No vi flujos para hacerlo. ¿Quizás un ter’angreal? Lo...

Un destello de luz roja se elevó de las líneas delanteras del ejército. Los trollocs atacaban. Al mismo tiempo, Aviendha sintió encauzar en diferentes lugares alrededor del campamento. Uno, dos, tres... Giró sobre sí misma tratando de localizar cada uno de los sitios. Contó cinco.

—Encauzadores —dijo Cadsuane con brusquedad—. Docenas de ellos.

—¿Docenas? Percibo cinco.

—La mayoría son hombres, muchacha necia. —Cadsuane agitó una mano—. ¡Corre, ve a reunir a los demás!

Aviendha se alejó a toda prisa al tiempo que lanzaba la alarma. Ya hablaría con Cadsuane después por permitirse darle órdenes. Tal vez. Lo de tener unas palabas con Cadsuane a menudo terminaba dejándola a una con la sensación de ser una completa estúpida. Aviendha entró corriendo en el sector Aiel del campamento a tiempo de ver a Amys y a Sorilea poniéndose los chales mientras escudriñaban el cielo. Flinn salió a trompicones de una tienda cercana; tenía los ojos abotagados y parpadeó.

—¿Hombres? —preguntó—. ¿Encauzando? ¿Acaso han llegado más Asha’man?

—No es probable —contestó Aviendha—. Amys, Sorilea, necesito un círculo.

La miraron con las cejas enarcadas. Puede que ahora fuera una de ellas y que tuviera el mando por la autoridad del Car’a’carn, pero recordárselo a Sorilea podía terminar con ella enterrada en arena hasta el cuello. «Por favor», se apresuró a añadir.

—Lo que tú digas, Aviendha —contestó Sorilea—. Iré a hablar con los demás y te los mandaré, para que puedas tener tu círculo. Nosotras haremos dos, creo, como tú misma sugeriste. Así será mejor.

«Obstinada como Cadsuane, eso es que lo es», pensó Aviendha. Las dos podrían dar lecciones de paciencia a los árboles. Aun así, Sorilea no era fuerte con el Poder —de hecho, apenas encauzaba—, así que sería aconsejable coligarse con otras como ella sugería.

Sorilea empezó a llamar a las otras Sabias y Aes Sedai. Aviendha aguantó el retraso con ansiedad; ya se oían gritos y explosiones en el valle. Torrentes de fuego ascendían por el aire en un arco para después caer.

—Sorilea —dijo con suavidad a la anciana Sabia mientras las mujeres empezaban a formar los círculos—, hace unos minutos me atacaron en el campamento tres hombres Aiel. En la batalla que estamos a punto de librar es probable que tomen parte otros Aiel que combaten por la Sombra.

Sorilea se volvió con brusquedad y la miró a los ojos.

—Explícate.

—Creo que deben de ser los hombres que enviábamos a matar al Cegador de la Vista —dijo Aviendha.

Sorilea emitió un quedo resoplido.

—Si eso es cierto, pequeña —declaró luego—, entonces esta noche significará un gran toh para todos nosotros. Toh hacia el Car’a’carn, toh hacia la propia tierra.

—Lo sé.

—Avísame —dijo Sorilea—. Organizaré un tercer círculo; quizás haga que algunas de esas Detectoras de Viento que están libres se unan a él.

Aviendha asintió con la cabeza y luego aceptó el control del círculo cuando se lo pasaron. Tenía tres Aes Sedai que habían jurado lealtad a Rand y dos Sabias. Por orden suya, Flinn no se unió al círculo. Quería que estuviera atento a cualquier señal de hombres encauzando, listo para señalar dónde, y quizá formar parte del círculo haría imposible que él lo notara.

Se pusieron en marcha igual que una partida de hermanas de lanza. Pasaron junto a pequeños grupos de Defensores tearianos que se ponían los bruñidos petos encima del uniforme con mangas de rayas. En uno de ellos vio al rey Darlin dando órdenes a voces.

—Un momento —les dijo a las otras, y se acercó deprisa al teariano.

—¡... todos ellos! —decía Darlin a sus comandantes—. ¡No dejéis que las primeras líneas flaqueen! ¡No podemos dejar que esos monstruos se esparzan por el valle!

Al parecer lo había despertado el ataque, porque sólo llevaba puesto pantalón y camiseta. Un sirviente desaliñado le tendió la chaqueta a Darlin, pero el rey, distraído por un mensajero, se dio la vuelta.

Cuando Darlin vio a Aviendha, le hizo una seña con la mano para que se acercara deprisa. El sirviente suspiró y bajó la chaqueta.

—Ya pensaba que habían renunciado a atacar esta noche —comentó el rey, que alzó la vista al cielo—. Bueno, ya es por la mañana. Los informes de los exploradores eran tan confusos que me siento como si me hubieran metido en un gallinero lleno de pollos enloquecidos y me hubieran dicho que cogiera al que tiene una única pluma negra.

—Esos informes —dijo Aviendha— ¿mencionan hombres Aiel luchando por la Sombra, y que posiblemente encaucen?

—¿Es cierto? —Darlin se había vuelto bruscamente hacia ella.

—Sí.

—Y los trollocs aprietan con todo lo que tienen para forzar su entrada en el valle —señaló Darlin—. Si esos Señores del Espanto Aiel empiezan a atacar a nuestras tropas, no tenemos ninguna posibilidad si vosotros no estáis allí para contenerlos.

—Vamos hacia allí —repuso Aviendha—. Mandad aviso a Amys y a Cadsuane para que abran accesos. Pero os prevengo. Sorprendí a una Señora del Espanto merodeando alrededor de vuestra tienda...

Darlin se puso pálido.

—Como Ituralde... —musitó—. Luz, no me han tocado. Lo juro. Yo... —Se llevó una mano a la cabeza—. ¿En quién vamos a confiar si ni siquiera podemos fiarnos de nuestra propia mente?

—Debemos hacer la danza de las lanzas lo más sencilla posible —contestó Aviendha—. Id con Rhuarc, reunid a vuestros cabecillas. Planead cómo os enfrentaréis a la Sombra juntos y no dejéis que un único hombre controle la batalla... Y, cuando pongáis en marcha los planes, no permitáis que se cambien.

—Eso podría conducirnos al desastre —arguyó Darlin—. Si no tenemos flexibilidad...

—¿Qué es necesario cambiar? —preguntó Aviendha, seria—. Resistimos. Con todo lo que tenemos, resistimos. No retrocedemos. No intentamos ninguna genialidad. Sólo resistimos.

—Mandaré que abran accesos para situar Doncellas en lo alto de esas pendientes —dijo Darlin al tiempo que asentía con la cabeza—. Pueden ocuparse de esos trollocs que disparan flechas a nuestros chicos. ¿Podéis vosotros encargaros de los encauzadores enemigos?

—Sí.

Aviendha regresó con su grupo y luego empezó a absorber Poder a través de ellas. Cuanto más Poder Único se absorbía, más difícil resultaba cortar ese flujo de la Fuente Verdadera. Su intención era absorber tanto Saidar que ningún hombre pudiera desconectarla de él.

Indefensa. Detestaba sentirse así. Dejó que la rabia por lo que le habían hecho ardiera con furia dentro de ella, y condujo a su grupo hacia el punto de origen más próximo de un varón encauzando que Flinn identificara.

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