Y hacia la casa de Lilian Serpas me vi caminando aquella noche, amiguitos, impelida por el misterio que a veces se parece al viento del DF, un viento negro lleno de agujeros con formas geométricas, y otras veces se parece a la serenidad del DF, una serenidad genuflexa cuya única propiedad es ser un espejismo.
Les parecerá raro, pero yo no conocía a Carlos Coffeen Serpas. En realidad, nadie lo conocía. O mejor dicho: unos pocos lo conocían y esos pocos habían echado a volar su leyenda, su exigua leyenda de pintor loco que vivía encerrado en la casa de su madre, una casa que a veces aparecía ornada con muebles pesados y cubiertos de polvo, como salidos de la cripta de uno de los seguidores de Maximiliano, y otras veces más bien parecía una casa de vecindad, la copia feliz del hogar de los Burrón (los invencibles Burrón, que Dios los conserve muchos años, cuando yo llegué a México el primer piropo que recibí fue que me dijeran que era idéntica a Borola Tacuche, lo que no se aleja demasiado de la verdad). La realidad, como tristemente acostumbra, estaba en el justo término medio: ni se trataba de un palacio en decadencia ni de una modesta vivienda de patio de vecindad, sino de un edificio viejo de cuatro plantas en la calle República de El Salvador, cerca de la iglesia de San Felipe Neri.
En aquel entonces Carlos Coffeen Serpas debía de tener más de cuarenta años y nadie que yo conociera lo había visto desde hacía mucho tiempo. ¿Qué opinaba yo de sus dibujos? No me gustaban mucho, ésa es la verdad. Figuras, casi siempre muy delgadas y que además parecían enfermas, era lo que él dibujaba. Estas figuras volaban o estaban enterradas y a veces miraban a los ojos del que contemplaba el dibujo y solían hacer señales con las manos. Por ejemplo, se llevaban un dedo a los labios indicando silencio. O se cubrían la vista. O mostraban la palma de una mano sin líneas. Eso es todo. No puedo decir más. No entiendo gran cosa de arte.
Lo cierto es que allí estaba, delante del portal de la casa de Lilian, y mientras pensaba en los dibujos de su hijo, que sin duda eran los dibujos menos valorados en el mercado del arte mexicano, también pensaba en lo que le diría a Coffeen cuando éste me franqueara la puerta.
Lilian vivía en el último piso. Toqué el timbre varias veces. No me contestó nadie y por un instante pensé que Coffeen Serpas debía de estar seguramente en algún bar de los alrededores, pues también tenía fama de alcohólico empedernido. Ya me disponía a irme cuando algo que no sabría explicar muy bien qué fue, posiblemente una intuición o tal vez sólo mi natural curiosidad exacerbada por la hora y la caminata previa, me hizo cruzar la calle e instalarme en la acera de enfrente. Las luces de las ventanas del cuarto piso estaban apagadas pero al cabo de unos segundos creí ver que se movía una cortina, como si el viento que no corría por las calles del DF se deslizara por el interior de aquella casa a oscuras. Y eso fue demasiado para mí.
Crucé la calle y toqué el timbre una vez más. Y. sin esperar a que me abrieran la puerta volví a la acera de enfrente y contemplé las ventanas y vi cómo una cortina se descorría y esta vez sí que pude ver una sombra, la silueta de un hombre que me miraba desde arriba, sabiendo que yo lo veía y sin importarle, esta vez, que yo lo viera, y entonces supe que aquella sombra era Carlos Coffeen Serpas, que me miraba y pensaba quién era yo, qué hacía allí a esas horas de la noche, qué quería, de qué infames noticias era portadora.
Durante un instante tuve la certeza de que no me iba a abrir. El hijo de Lilian, era público, no veía a nadie. Tampoco nadie deseaba verlo a él. La situación, por lo tanto, se mirara como se mirara, era curiosa.
Le hice señas con una mano.
Luego, sin mirar hacia la ventana de arriba, crucé por cuarta o quinta vez la calle aparentando una seguridad que no tenía. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió con un chasquido cuyo eco perduró en el zaguán. Subí con precaución hasta el cuarto piso. La luz de las escaleras era escasa. En el rellano del cuarto, detrás de la puerta semientornada, estaba esperándome Carlos Coffeen Serpas.
Yo no sé por qué no le dije lo que le tenía que decir y luego emprendí el regreso a casa. Coffeen era alto, más alto que su madre, y se podía adivinar que en su juventud había sido delgado y de buen porte aunque ahora estuviera gordo o más bien hinchado. Su frente era grande, pero no tenía esa amplitud que sugiere a un hombre inteligente o razonable sino que presentaba la amplitud de un campo de batalla, y a partir de allí todo era derrota: el pelo ralo y enfermizo que cubría sus orejas, el cráneo más que abombado abollado, los ojos claros que me miraron con una mezcla de desconfianza y aburrimiento. Pese a todo (yo soy optimista por naturaleza), me resultó atractivo.
Qué cansada estoy, le dije. Tras mirarme durante unos segundos, en los cuales no me invitó a pasar, me preguntó quién era. Soy amiga de Lilian, dije, me llamo Auxilio Lacouture y trabajo en la Universidad.
La verdad es que por aquellos días yo no hacía ningún trabajo en la Universidad. Es decir, objetivamente estaba desempleada otra vez. Pero allí, delante de Coffeen, me pareció más tranquilizador decir que trabajaba en la Facultad que confesarle que no trabajaba en ninguna parte. ¿Tranquilizador para quién? Pues para los dos, para mí, que de esa manera me fabricaba un hombro imaginario sobre el cual apoyarme, y para él, que de esa manera no veía aparecer a altas horas de la noche a un doble un poco más joven de su adorada y atroz mamá. Resulta desconsolador reconocerlo. Lo sé. Pero eso fue lo que le dije y luego esperé a que me franqueara la entrada mirándolo directamente a los ojos.
Entonces a Coffeen no le quedó más remedio que preguntarme si quería pasar, como el novio reticente a la novia inesperada. Por supuesto que quería pasar. Y pasé y vi las luces que en el interior de la casa de Lilian aún subsistían. Un recibidor pequeño y lleno de paquetes con las reproducciones de los dibujos de su hijo. Y luego un pasillo corto y a oscuras que daba a la sala en donde la pobreza en que vivían la antigua poeta y el antiguo pintor era ya inocultable. Pero yo no le hago ascos a la pobreza. En Latinoamérica nadie (salvo tal vez los chilenos) se avergüenza de ser pobre. Sólo que esta pobreza poseía una característica abisal, como si penetrar en la casa de Lilian equivaliese a sumergirse en las profundidades de una fosa atlántica. Allí, en una quietud que no era tal, observaban al intruso los restos carbonizados y recubiertos de musgo o plancton de lo que había sido una vida, una familia, una madre y un hijo reales y no inventados o adoptados en medio de la desmesura como eran mis hijos, un inventario o un antiinventario sutilísimo que se desprendía de las paredes y que hablaba con un murmullo como salido de un agujero negro de los amantes de Lilian, de la escuela primaria de Carlitos Coffeen Serpas, de los desayunos y de las cenas, de las pesadillas y de la luz que de día entraba por las ventanas cuando Lilian descorría las cortinas, unas cortinas que ahora aparecían infectas, unas cortinas que yo, siempre hacendosa, hubiera descolgado de inmediato y hubiera lavado a mano en el fregadero de la cocina, pero que no descolgué porque no quería hacer nada brusco, nada que pudiera turbar la mirada del pintor, una mirada que, a medida que pasaban los segundos y que yo seguía quieta, se fue apaciguando, como si aceptara provisionalmente mi presencia en el último reducto.
Y más no puedo decir. Yo quería quedarme y permanecí inmóvil y muda. Pero mis ojos lo registraron todo: el sofá hundido hasta tocar el suelo, la mesa enana llena de papeles y servilletas y vasos sucios, los cuadros de Coffeen cubiertos de polvo que colgaban de las paredes, el pasillo que se abría corno una temeridad caprichosa y a la vez inexorable hacia la habitación de la madre y la habitación del hijo y el cuarto de baño, hacia el que yo me dirigí tras pedir permiso y tras esperar la deliberación que Coffeen sostuvo con él mismo o con Coffeen 2 y puede que hasta con Coffeen 3, un cuarto de baño que en nada se diferenciaba de la sala, y que yo, mientras caminaba por el pasillo oscuro (todos los pasillos eran oscuros en la casa de Lilian), conjeturé erróneamente sin espejo, y me equivoqué, pues en el baño sí que había espejo, un espejo por lo demás normal tanto en tamaño como en el sitio de donde colgaba, encima del lavamanos, y en cuyo azogue me observé obstinadamente una vez más, después de hacer pipí, mi cara flaca y mi pelo rubio a lo Príncipe Valiente y mi sonrisa desdentada, pues yo, amiguitos, hallándome en el baño de la casa de Lilian Serpas, un baño que seguramente hacía mucho que no era hollado por pies extraños, me dio por pensar en la felicidad, así sin más, en la felicidad posible que se escondía bajo las costras de mugre de aquella casa, y cuando una está feliz o presiente que la felicidad está cerca, pues se mira en los espejos sin ninguna reserva, es más, cuando una está feliz o se siente predestinada a la experiencia de la felicidad, tiende a bajar las defensas y a aceptar los espejos, digo yo que será por curiosidad, o porque te sientes a gusto dentro de tu propia piel, como decían los afrancesados de Montevideo, que Dios conserve con algo de salud, y así yo me miré en el espejo del baño de Lilian y de Coffeen y vi a Auxilio Lacouture y lo que vi, amiguitos, produjo en mi alma sentimientos encontrados, pues por un lado me hubiera puesto a reír, pues me vi bien, con la piel algo colorada por la hora y por el alcohol, pero con los ojos bastante despiertos (cuando trasnocho los ojos se me vuelven dos ranuras de alcancía por los que entran no las tristemente esperanzadas monedas del ahorro quimérico sino las monedas de fuego de un incendio futuro en donde ya nada tiene sentido), brillantes y despiertos, unos ojos que ni hechos a medida para disfrutar de una exposición nocturna de la obra de Coffeen Serpas, y por otro lado vi mis labios, pobrecitos, que temblaban imperceptiblemente, como si me dijeran no seas loca, Auxilio, qué ideas son esas que te pasan por la cabeza, vuelve a tu cuarto de azotea ahora mismo, olvida a Lilian y a su retoño infernal, olvida la calle República de El Salvador y olvida esta casa que se sostiene en la no vida, en la antimateria, en los agujeros negros mexicanos y latinoamericanos, en todo aquello que una vez quiso conducir a la vida pero que ahora sólo conduce a la muerte.
Y entonces dejé de mirarme en el espejo y dos o puede que tres lágrimas se escaparon de mis lagrimales. Ay, cuántas noches habré dedicado a reflexionar sobre las lágrimas y cuan poco he sacado en claro.
Luego volví a la sala y ahí seguía Coffeen, de pie, mirando un punto en el vacío, y aunque cuando me oyó salir del pasillo (como quien sale de una nave espacial) giró la cabeza y me miró, yo supe en el acto que no me miraba a mí, su visitante inesperada, sino a la vida exterior, la vida a la que le había dado la espalda y que, por otra parte, se lo estaba comiendo vivo aunque él fingiera un soberano desinterés. Y entonces yo quemé, más por voluntarismo que por deseo, mis últimas naves y me senté, sin que nadie me invitara, en el sofá desportillado y repetí las palabras de Lilian, que esa noche no iba a llegar, que no se preocupara, que a primera hora del día siguiente volvería a casa, y añadí algunas otras de cosecha propia que no venían al caso, observaciones banales sobre el hogar de la poeta y del pintor, un sitio encantador, cerca del centro pero en una calle tranquila y silenciosa, y de paso no me pareció mal hacerle partícipe del interés que su obra despertaba en algunas personas, dije que sus dibujos, los que conocía gracias a su madre, me parecían interesantes, que es un adjetivo que no parece adjetivo y que sirve tanto para describir una película que no queremos admitir que nos ha aburrido como para señalar el embarazo de una mujer. Pero interesante también es o puede ser sinónimo de misterio. Y yo hablaba del misterio. En el fondo era de eso de lo que yo hablaba. Creo que Coffeen lo entendió, pues tras volver a mirarme con sus ojos de desterrado cogió una silla (por un momento pensé que me la iba a arrojar a la cabeza) y se sentó al revés, a horcajadas, las manos agarradas a los barrotes del respaldo, como un prisionero minimalista.
Recuerdo que a partir de ese momento, como si hubiera escuchado a lo lejos el disparo que ponía fin a la veda, hablé de todo lo que se me ocurrió. Hasta que se me acabaron las palabras. A ratos Coffeen parecía a punto de quedarse dormido y a ratos sus nudillos se tensaban como si fueran a reventar o como si el respaldo de la silla que lo separaba de mí fuera a salir despedido, pulverizado, desintegrado. Pero en un momento dado, como ya he dicho, se me acabaron las palabras.
Creo que no faltaba mucho para que empezara a amanecer.
Entonces Coffeen habló. Me preguntó si conocía la historia de Erígone. ¿Erígone? No, no la conozco, pero me suena, mentí, temerosa de estar metiendo la pata. Por un segundo pensé, desconsolada, que me iba a hablar de un antiguo amor. Todos tenemos un antiguo amor del que hablar cuando ya nada se puede decir y está amaneciendo. Pero resultó que Erígone no era un antiguo amor de Coffeen sino una figura de la mitología griega, la hija de Egisto y Clitemestra. Esa historia sí que me la sé. Sí que me la sabía. Agamenón se va a Troya y Clitemestra se hace amante de Egisto. Cuando Agamenón regresa de Troya Egisto y Clitemestra lo asesinan y luego se casan. Los hijos de Agamenón y Clitemestra, Electra y Orestes, deciden vengar a su padre y recuperar el reino. Esto los lleva a asesinar a Egisto y a su propia madre. El horror. Hasta allí llegaba yo. Coffeen Serpas llegaba más lejos. Habló de la hija de Clitemestra y Egisto, Erígone, hermanastra de Orestes, y dijo que era la mujer más hermosa de Grecia, no por nada su madre era hermana de la bella Helena. Habló de la venganza de Orestes. Una hecatombe espiritual, dijo. ¿Sabes lo que significa una hecatombe? Yo identificaba esa palabra con una guerra nuclear, así que preferí no decir nada. Pero Coffeen insistió. Un desastre, dije, una catástrofe. No, dijo Coffeen, una hecatombe era el sacrificio simultáneo de cien bueyes. Viene del griego hekatón, que significa cien, y de bus, que significa buey. Aunque en la antigüedad están registradas algunas hecatombes de quinientos bueyes. ¿Te lo puedes imaginar?, dijo. Sí, yo me puedo imaginar lo que sea, le contesté. Cien bueyes sacrificados, quinientos bueyes sacrificados, el humo de la sangre se debía de oler a distancia. Los participantes se mareaban en medio de tanta muerte. Sí, me lo imagino, dije. Pues la venganza de Orestes es algo similar, dijo Coffeen, el terror del parricida, dijo, la vergüenza y el pánico, lo irremediable del parricida, dijo. Y en medio de ese terror está Erígone, la hija adolescente de Clitemestra y Egisto, bellísima, inmaculada, que contempla a la intelectual Electra y al héroe epónimo Orestes.
¿La intelectual Electra, el héroe epónimo Orestes? Por un momento creí que Coffeen estaba tomándome el pelo.
Pero de eso nada. En realidad Coffeen hablaba como si yo no estuviera allí: a cada palabra que salía de su boca yo me alejaba cada vez más de la casa de la calle República de El Salvador. Aunque al mismo tiempo, por paradójico que resulte, me hacía más presente, como si la ausencia reafirmara mi presencia o como si los rasgos de la inmaculada Erígone estuvieran usurpando mis rasgos invisibles, o ajados por la realidad, de tal manera que por una parte yo podía estar desapareciendo, pero por otra parte, al tiempo que desaparecía, mi sombra se metamorfoseaba con los rasgos de Erígone y Erígone sí que estaba allí, en la maltrecha sala de la casa de Lilian, atraída por las palabras que Coffeen iba desgranando con gesto gárrulo o fodolí (como habría dicho Julio Torri, al que sin duda estas historias habrían gustado), ajeno a mi mirada de preocupación, pues si bien no quería dejar aquella noche a Coffeen, también me daba cuenta de que el derrotero por el que se estaba internando tal vez sólo fuera el preámbulo de una crisis nerviosa agudizada por la ausencia de su mamá, ay, o por mi presencia inesperada que no suplía aquella ausencia.
Pero Coffeen siguió con la historia.
Y así supe que tras el asesinato de Egisto, Orestes se proclamó rey y los seguidores de Egisto tuvieron que exiliarse. Erígone, sin embargo, permaneció en el reino. Erígone, la inmóvil, dijo Coffeen. Inmóvil ante la mirada vacía de Orestes. Sólo su extrema belleza consigue aplacar por un instante el furor homicida de su hermanastro. Una noche, perdido, Orestes se mete en su cama y la viola.
Con las primeras luces del día siguiente Orestes despierta y se acerca a la ventana: el paisaje lunar de Argos le confirma lo que ya presentía. Se ha enamorado de Erígone. Pero quien ha matado a su madre no puede amar a nadie, dijo Coffeen mirándome a los ojos con una sonrisa calcinada, y Orestes sabe que Erígone es veneno para él, además de llevar en sus venas la sangre de Egisto, indicios suficientes para conducirla a la inmolación. Durante días, los seguidores de Orestes se dedican a perseguir y a eliminar a los seguidores de Egisto. Por las noches, como un drogadicto o como un teporocho (los símiles son de Coffeen), Orestes acude a la recámara de Erígone y se aman. Finalmente Erígone queda embarazada. Avisada Electra, se presenta ante su hermano y le hace ver los inconvenientes de tal situación. Erígone, dice Electra, dará a luz a un nieto de Egisto. En Argos ya no queda varón ninguno que lleve la sangre del usurpador, ¿ha de permitir Orestes que surja, por su debilidad, un nuevo brote del árbol que él mismo se encargó de talar? Pero también es mi hijo, dice Orestes. Es el nieto de Egisto, insiste Electra. Así que Orestes acepta los consejos de su hermana y decide matar a Erígone.
Sin embargo aún desea acostarse con ella una última vez y aquella noche va a visitarla. Erígone no sospecha nada y se entrega a Orestes sin miedo. Aunque es joven, no le ha costado mucho aprender cómo debe tratar la locura del nuevo rey. Lo llama hermano, mi hermano, le suplica, por momentos finge verlo y por momentos finge sólo ver una silueta oscura y solitaria refugiada en un rincón de su recámara. (¿Así era como Coffeen interpretaba un deliquio amoroso?) Un Orestes embrutecido, antes de que amanezca, le confiesa su plan. Le propone una alternativa. Erígone debe abandonar Argos esa misma noche. Orestes le proporcionará un guía que la sacará de la ciudad y la llevará lejos. Erígone, horrorizada, lo contempla en la oscuridad (ambos están sentados en cada extremo del lecho) y piensa que en las palabras de Orestes se esconde su sentencia de muerte: el mismo guía que su hermano dice estar dispuesto a proporcionarle será quien ejecute la sentencia.
El miedo la hace decir que prefiere permanecer en la ciudad, cerca de él.
Orestes se impacienta. Si te quedas aquí te mataré, dice. Los dioses me han trastornado. Habla de su crimen, una vez más, y habla de las Erinias y de la vida que pretende llevar cuando todo se aclare en su cabeza e incluso antes de que todo se aclare en su cabeza: vivir errantes, él y su amigo Pílades, recorriendo Grecia y convirtiéndose en leyenda. Ser beatniks, no estar atados a ningún lugar, hacer de nuestras vidas un arte. Pero Erígone no entiende las palabras de Orestes y teme que todo obedezca a un plan sugerido por la cerebral Electra, una forma de eutanasia, una salida hacia la noche que no manche de sangre las manos del joven rey.