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Pero no sólo pensé en mis dientes, que aún no se habían caído, sino que también pensé en otras cosas, como por ejemplo en el joven Arturo Belano, al que yo conocí cuando tenía dieciséis o diecisiete años, en el año de 1970, cuando yo ya era la madre de la poesía joven de México y él un pibe que no sabía beber pero que se sentía orgulloso de que en su lejano Chile hubiera ganado las elecciones Salvador Allende.

Yo lo conocí. Yo lo conocí en una ensordecedora reunión de poetas en el bar Encrucijada Veracruzana, atroz huronera o cuchitril en donde se reunía a veces un grupo heterogéneo de jóvenes y no tan jóvenes promesas. De entre todas las promesas él era la promesa más joven. Y además el único que a los diecisiete años ya había escrito una novela. Una novela que luego se perdió o devoró el fuego o que acabó en uno de los inmensos basurales que rodean el DF y que yo leí, al principio con reservas, después con placer, no porque fuera buena, no, el placer me lo proporcionaban los atisbos de voluntad vislumbrados en cada página, la conmovedora voluntad de un adolescente: la novela era mala, pero él era bueno. Así que yo me hice amiga de él. Yo creo que fue porque éramos los dos únicos sudamericanos en medio de tantos mexicanos. Yo me hice amiga de él, me acerqué y le hablé cubriendo con una mano mi boca y él me sostuvo la mirada y me miró el dorso de la mano y no me preguntó por qué razón me cubría la boca, pero yo creo que, a diferencia de otros, lo adivinó en el acto, quiero decir adivinó el motivo último, la soberanía postrera que me llevaba a cubrirme los labios, y no le importó.

Yo esa noche me hice amiga de él, pese a la diferencia de edades, ¡pese a la diferencia de todo! Yo le dije, semanas después, quién era Ezra Pound, quién era William Carlos Williams, quién era T. S. Eliot. Yo lo llevé una vez a su casa, enfermo, borracho, yo lo llevé abrazado, colgando de mis flacas espaldas, y me hice amiga de su madre y de su padre y de su hermana tan simpática, tan simpáticos todos.

Yo lo primero que le dije a su madre fue: señora, yo no me he acostado con su hijo. A mí me gusta ser así, ser franca y sincera con la gente franca y sincera (aunque me he ganado disgustos sin cuento por esta mi inveterada costumbre). Yo levanté las manos y sonreí y luego bajé las manos y se lo dije y ella me miró como si acabara de salir de uno de los cuadernos de su hijo, de Arturito Belano, que entonces estaba durmiendo la mona en la caverna que era su habitación. Y ella dijo: claro que no, Auxilio, pero no me digas señora, si tenemos casi la misma edad. Y yo enarqué una ceja y fijé en ella mi ojo más azul, el derecho, y pensé: pero, nena, si tiene razón, si debemos tener más o menos la misma edad, tal vez yo fuera tres años más joven, o dos, o uno, pero básicamente éramos de la misma generación, la única diferencia era que ella tenía una casa y un trabajo y cada mes recibía su sueldo y yo no, la única diferencia era que yo salía con gente joven y la madre de Arturito salía con gente de su edad, la única diferencia era que ella tenía dos hijos adolescentes y yo no tenía ninguno, pero eso tampoco importaba porque por aquellas fechas yo también tenía, a mi manera, cientos de hijos.

Así que yo me hice amiga de esa familia. Una familia de chilenos viajeros que había emigrado a México en 1968. Mi año. Y una vez se lo dije a la mamá de Arturo: mira, le dije, cuando vos estabas haciendo los preparativos de tu viaje, yo estaba encerrada en el lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ya lo sé, Auxilio, me decía ella. Es curioso, ¿no?, decía yo. Sí que lo es, decía ella. Y así podíamos estarnos un buen rato, por la noche, escuchando música y hablando y riéndonos.

Yo me hice amiga de esa familia. Yo me quedaba de invitada en la casa de ellos largas temporadas, una vez un mes, otra vez quince días, otra vez un mes y medio, porque para entonces yo ya no tenía dinero para pagar una pensión o un cuarto de azotea y mi vida cotidiana se había convertido en un vagar de una parte a otra de la ciudad, a merced del viento nocturno que corre por las calles y avenidas del DF.

Yo vivía durante el día en la Universidad haciendo mil cosas y por la noche vivía la vida bohemia y dormía e iba desperdigando mis escasas pertenencias en casas de amigas y amigos, mi ropa, mis libros, mis revistas, mis fotos, yo Remedios Varo, yo Leonora Carríngton, yo Eunice Odio, yo Lilian Serpas (ay, pobre Lilian Serpas, tengo que hablar de ella). Y mis amigas y amigos, por supuesto, llegaba un momento en que se cansaban de mí y me pedían que me fuera. Y yo me iba. Yo hacía una broma y me iba. Yo trataba de quitarle hierro al asunto y me iba. Yo agachaba la cabeza y me iba. Yo les daba un beso en la mejilla y las gracias y me iba. Algunos maldicientes dicen que no me iba. Mienten. Yo me iba apenas me lo decían. Tal vez, en alguna ocasión, me encerré en el baño y derramé unas lágrimas. Algunos lenguaraces dicen que los baños eran mi debilidad. Qué equivocados están. Los baños eran mi pesadilla aunque desde septiembre de 1968 las pesadillas no me eran extrañas. Una a todo se acostumbra. Me gustan los baños. Me gustan los baños de mis amigas y amigos. Me gusta, como a todo ser humano, tomar una ducha y encarar con el cuerpo limpio un nuevo día. Me gusta, también, ducharme antes de irme a dormir. La mamá de Arturito me decía: usa esa toalla limpia que he puesto para ti, Auxilio, pero yo nunca usaba toallas. No me gusta. Prefería vestirme con la piel mojada y que fuera mi propio calor corporal el que secara las gotitas. Eso divertía a la gente. A mí también me divertía.

Pero hubiera podido, también, volverme loca.

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