En ese momento decidí bajar de las montañas. Decidí no morirme de hambre en el lavabo de mujeres. Decidí no enloquecer. Decidí no convertirme en mendiga. Decidí decir la verdad aunque me señalaran con el dedo. Comencé a descender. Sólo recuerdo el viento gélido que me cortaba la cara y el brillo de la luna. Había rocas, había desfiladeros, había como pistas de esquí posnucleares. Pero yo bajaba sin prestarles excesiva atención. En alguna parte del cielo se estaba gestando una tormenta eléctrica, pero yo no le prestaba excesiva atención. Yo bajaba y pensaba en cosas alegres. Pensaba en Arturito Belano, por ejemplo, que cuando regresó al DF comenzó a salir con otros, no ya con los poetas jóvenes de México sino con gente más joven que él, mocosos de dieciséis, de diecisiete, de dieciocho. Y luego conoció a Ulises Lima y comenzó a reírse de sus antiguos amigos, yo incluida, a perdonarles la vida, a mirarlo todo como si él fuera el Dante y acabara de volver del Infierno, qué digo el Dante, como si él fuera el mismísimo Virgilio, un chico tan sensible, comenzó a fumar marihuana, vulgo mota, y a trasegar con sustancias que prefiero no imaginármelas. Pero de todas maneras, en el fondo, lo sé, seguía siendo tan simpático como siempre. Y así, cuando nos encontrábamos, por pura casualidad, porque ya no salíamos con las mismas personas, me decía qué tal Auxilio, o me gritaba Socorro, ¡Socorro!, ¡¡Socorro!!, desde la acera de enfrente de la avenida Bucareli, dando saltos como un chango con un taco en la mano o con un trozo de pizza en la mano, y siempre en compañía de esa Laura Jáuregui, que era su novia y que era guapísima pero que también era más soberbia que nadie, y de Ulises Lima y de ese otro chilenito, Felipe Müller, y a veces hasta me animaba y me unía a su grupo, pero ellos hablaban en glíglico, aunque se notaba que me querían, se notaba que sabían quién era yo, pero hablaban en glíglico y así es difícil seguir los meandros y avatares de una conversación, lo que finalmente me hacía seguir mi camino entre la nieve.
¡Pero que nadie crea que se reían de mí! ¡Me escuchaban! Mas yo no hablaba el glíglico y los pobres niños eran incapaces de abandonar su jerga. Los pobres niños abandonados. Porque ésa era su situación: nadie los quería. O nadie los tomaba en serio. O a veces una tenía la impresión de que ellos se tomaban demasiado en serio.
Y un día me dijeron: Arturito Belano se marchó de México. Y añadieron: esperemos que esta vez no vuelva. Y eso me dio mucha rabia porque yo siempre lo había querido y creo que probablemente insulté a la persona que me lo dijo (al menos, mentalmente), pero antes tuve la sangre fría de preguntar adonde se había ido. No me lo supieron decir: a Australia, a Europa, al Canadá, a un lugar de ésos. Y yo entonces me puse a pensar en él, me puse a pensar en su madre, tan generosa, en su hermana, en las tardes en que hacíamos empanadas en su casa, en la vez en que yo hice fideos y para que los fideos se secaran los colgamos por todas partes, en la cocina, en el comedor, en la sala pequeñita que tenían en la calle Abraham González.
Yo no puedo olvidar nada. Dicen que ése es mi problema.
Yo soy la madre de los poetas de México. Yo soy la única que aguantó en la Universidad en 1968, cuando los granaderos y el Ejército entraron. Yo me quedé sola en la Facultad, encerrada en un baño, sin comer durante más de diez días, durante más de quince días, del 18 de septiembre al 30 de septiembre, ya no lo recuerdo.
Yo me quedé con un libro de Pedro Garfias y mi bolso, vestida con una blusita blanca y una falda plisada celeste y tuve tiempo de sobras para pensar y pensar. Pero no pude pensar entonces en Arturo Belano porque no lo conocía.
Yo me dije: Auxilio Lacouture, resiste, si sales te meten presa (y probablemente te deportan a Montevideo, porque como es lógico no tienes los papeles en regla, boba), te escupen, te apalean. Yo me dispuse a resistir. A resistir el hambre y la soledad. Yo dormí las primeras horas sentada en el water, el mismo que había ocupado cuando todo empezó y que en mi desvalimiento creía que me daba suerte, pero dormir sentada en un trono es incomodísimo y terminé acurrucada sobre las baldosas. Yo tuve sueños, no pesadillas, sueños musicales, sueños de preguntas transparentes, sueños de aviones esbeltos y seguros que cruzaban Latinoamérica de punta a punta por un brillante y frío cielo azul. Yo desperté aterida y con un hambre de los mil demonios. Yo miré por la ventana, por el ventanuco de los lavabos y vi la mañana de un nuevo día en trozos de campus como trozos de puzzle. Yo me dediqué aquella primera mañana a llorar y a dar gracias a los ángeles del cielo de que no hubieran cortado el agua. No te enfermes, Auxilio, me dije, bebe todo el agua que quieras, pero no te enfermes. Yo me dejé caer en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, y abrí otra vez el libro de Pedro Garfias. Mis ojos se cerraron. Debí de quedarme dormida. Luego sentí pasos y me oculté en mi water (ese water es el cubículo que nunca tuve, ese water fue mi trinchera y mi palacio del Duino, mi epifanía de México). Luego leí a Pedro Garfias. Luego me quedé dormida. Luego me puse a mirar por el ojo de buey y vi nubes muy altas y pensé en los cuadros del Dr. Atl y en la región más transparente. Luego me puse a pensar en cosas lindas. ¿Cuántos versos me sabía de memoria? Me puse a recitar, a murmurar los que recordaba y me hubiera gustado poder anotarlos, pero aunque llevaba un Bic no llevaba papel. Luego pensé: boba, pero si tienes el mejor papel del mundo a tu disposición. Así que corté papel higiénico y me puse a escribir. Luego me quedé dormida y soñé, ay qué risa, con Juana de Ibarbourou, soñé con su libro La rosa de los vientos, de 1930, y también con su primer libro, Las lenguas de diamante, qué título más bonito, bellísimo, casi como si fuera un libro de vanguardia, un libro francés escrito el año pasado, pero Juana de América lo publicó en 1919, es decir a la edad de veintisiete años, qué mujer más interesante debió de ser entonces, con todo el mundo a su disposición, con todos esos caballeros dispuestos a cumplir elegantemente sus órdenes (caballeros que ya no existen, aunque Juana aún exista), con todos esos poetas modernistas dispuestos a morirse por la poesía, con tantas miradas, con tantos requiebros, con tanto amor.
Luego me desperté. Pensé: yo soy el recuerdo.
Eso pensé. Luego me volví a dormir. Luego me desperté y durante horas, tal vez días, estuve llorando por el tiempo perdido, por mi infancia en Montevideo, por rostros que aún me turban (que hoy incluso me turban más que antes) y sobre los cuales prefiero no hablar.
Luego perdí la cuenta de los días que llevaba encerrada. Desde mi ventanuco veía pájaros, árboles o ramas que se alargaban desde sitios invisibles, matojos, hierba, nubes, paredes, pero no veía gente ni oía ruidos, y perdí la cuenta del tiempo que llevaba encerrada. Luego comí papel higiénico, tal vez recordando a Charlot, pero sólo un trocito, no tuve estómago para comer más. Luego descubrí que ya no tenía hambre. Luego cogí el papel higiénico en donde había escrito y lo arrojé al water y tiré de la cadena. El ruido del agua me hizo dar un salto y entonces pensé que estaba perdida.
Pensé: pese a toda mi astucia y a todos mis sacrificios, estoy perdida. Pensé: qué acto poético destruir mis escritos. Pensé: mejor hubiera sido tragármelos, ahora estoy perdida. Pensé: la vanidad de la escritura, la vanidad de la destrucción. Pensé: porque escribí, resistí. Pensé: porque destruí lo escrito me van a descubrir, me van a pegar, me van a violar, me van a matar. Pensé: ambos hechos están relacionados, escribir y destruir, ocultarse y ser descubierta. Luego me senté en el trono y cerré los ojos. Luego me dormí. Luego me desperté.
Tenía todo el cuerpo acalambrado. Me moví lentamente por el baño, me miré en el espejo, me peiné, me lavé la cara. Ay, qué mala cara tenía. Como la que tengo ahora, háganse una idea. Luego escuché voces. Creo que hacía mucho que no escuchaba nada. Me sentí como Robinson cuando descubre la huella en la arena. Pero mi huella era una voz y una puerta que se cerraba de golpe, mi huella era un alud de canicas de piedra lanzadas de improviso por el pasillo. Luego Lupita, la secretaria del profesor Fombona, abrió la puerta y nos quedamos mirándonos, las dos con la boca abierta pero sin poder articular palabra. De la emoción, yo creo, me desmayé.
Cuando volví a abrir los ojos me encontraba instalada en la oficina del profesor Rius (¡qué guapo y valiente que era y es Rius!), entre amigos y caras conocidas, entre gente de la Universidad y no soldados, y eso me pareció tan maravilloso que me puse a llorar, incapaz de formular un relato coherente de mi historia, pese a los requerimientos de Rius, que parecía a la par escandalizado y agradecido de lo que yo había hecho.
Y eso es todo, amiguitos. La leyenda se esparció en el viento del DF y en el viento del 68, se fundió con los muertos y los sobrevivientes y ahora todo el mundo sabe que una mujer permaneció en la Universidad cuando fue violada la autonomía en aquel hermoso y aciago año. Y yo seguí viviendo (pero faltaba algo, faltaba lo que había visto), y muchas veces escuché mi historia, contada por otros, en donde aquella mujer que estuvo trece días sin comer, encerrada en un baño, es una estudiante de Medicina o una secretaria de la Torre de Rectoría, y no una uruguaya sin papeles y sin trabajo y sin una casa donde reposar la cabeza. Y a veces ni siquiera es una mujer sino un hombre, un estudiante maoísta o un profesor con problemas gastrointestinales. Y cuando yo escuchaba esas historias, esas versiones de mi historia, generalmente (sobre todo si no estaba bebida) no decía nada. ¡Y si estaba borracha le quitaba importancia al asunto! Eso no es importante, les decía, eso es folklore universitario, eso es folklore del DF, y entonces ellos me miraban (¿pero quiénes me miraban?) y decían: Auxilio, tú eres la madre de la poesía mexicana. Y yo les decía (si estaba bebida les gritaba) que no, que no soy la madre de nadie, pero que, eso sí, los conocía a todos, a todos los jóvenes poetas del DF, a los que nacieron aquí y a los que llegaron de provincias, y a los que el oleaje trajo de otros lugares de Latinoamérica, y que los quería a todos.
Entonces ellos me miraban y se quedaban en silencio.
Y yo esperaba un tiempo prudencial haciéndome la desentendida y luego volvía a mirarlos y me preguntaba por qué no decían nada. Y aunque intentaba mantener mi mirada ocupada en otras cosas, el tráfico al otro lado de los ventanales, el movimiento pausado de las meseras, el humo que salía de un lugar indeterminado detrás de la barra, lo que de verdad me interesaba era observarlos a ellos, inmersos en un silencio sin fin, y pensaba que no era normal que se quedaran callados durante tanto tiempo.
Y en ese momento volvían la inquietud y las conjeturas desmesuradas y el sueño y el frío que desgarra y luego adormece las extremidades. Pero yo no dejaba de moverme. Movía las piernas y los brazos. Respiraba. Oxigenaba mi sangre. Yo si no quiero morir no voy a morir, me decía a mí misma. Así que me movía y al mismo tiempo, a vista de águila, aunque allí no había águilas, veía mi cuerpo moverse entre los desfiladeros nevados, por los terraplenes de nieve, por las interminables explanadas blancas como el lomo fosilizado de Moby Dick. Pero yo seguía caminando. Caminé y caminé. Y de vez en cuando me detenía y me decía a mí misma: despierta, Auxilio. Esto no hay quien lo aguante. Sin embargo yo sabía que podía aguantarlo. Así que bauticé a mi pierna derecha con el nombre de voluntad y a mi pierna izquierda con el nombre de necesidad. Y aguanté.
Yo aguanté y una tarde dejé atrás el inmenso territorio nevado y divisé un valle. Me senté en el suelo y miré el valle. Era grande. Parecía como el fondo que se ve en algunas pinturas renacentistas, pero a lo bestia. El aire era frío, pero no cortaba la cara. Yo me detuve en lo alto del valle y me senté en el suelo. Estaba cansada. Quería respirar. No sabía qué iba a ser de mi vida. Tal vez, conjeturé, alguien me proporcione una chamba en la Facultad. Respiré. El aire era sabroso.
Atardecía. El sol comenzaba a ponerse mucho más allá, en otros valles singulares, tal vez más pequeños que el enorme valle que yo había encontrado. La claridad que flotaba sobre las cosas, no obstante, era suficiente. Comenzaré a bajar, pensé, apenas reponga un poco mis fuerzas y antes de que anochezca estaré en el valle.
Me levanté. Las piernas me temblaban. Me volví a sentar. A unos metros de donde estaba había una lengua de nieve. Me acerqué a ella y me lavé la cara. Me volví a sentar. Un poco más abajo había un árbol. En una rama vi un gorrión. Luego una mancha verde atravesó el aire. Vi un quetzal. Vi un gorrión y un quetzal. Los dos pájaros encaramados sobre la misma rama. Mis labios partidos susurraron: la misma rama. Escuché mi voz. Sólo entonces me di cuenta del enorme silencio que se cernía sobre el valle.
Me levanté y me acerqué al árbol. Discretamente, porque no quería asustar a los pájaros. La vista, desde allí, era mejor. Pero tenía que caminar con cuidado, mirando el suelo, pues había piedras sueltas y la posibilidad de resbalar y caer era grande. Cuando llegué junto al árbol los pájaros habían volado. Entonces vi que por el otro extremo del valle, por el oeste, se abría un abismo sin fondo.
¿Me estoy volviendo loca?, pensé. ¿Fue ésta la locura y el miedo de Arturo Gordon Pym? ¿Estoy recobrando la cordura a una velocidad de vértigo? Las palabras restallaban en el interior de mi cabeza, como si una giganta estuviera gritando dentro de mí, pero afuera el silencio era total. Por el oeste se ponía el sol y las sombras, abajo, en el valle, se alargaban y lo que antes era verde ahora era verde oscuro y lo que antes era marrón ahora era gris oscuro o negro.
Entonces vi una sombra diferente, como la que proyectan las nubes cuando se mueven aprisa por un gran prado, aunque esta sombra no la proyectaba ninguna nube, en el extremo oriental del valle. ¿Qué era eso?, me pregunté. Miré el cielo. Luego miré el árbol y vi que el quetzal y el gorrión habían vuelto a posarse sobre la misma rama y disfrutaban inmóviles de la quietud del valle. Luego miré el abismo. Se me encogió el corazón. Ese abismo marcaba el final del valle. Yo no recordaba ningún valle con un accidente geográfico similar. De hecho, en ese momento más que en un valle me pareció estar en una meseta. Pero no. No era una meseta. Las mesetas, por su propia condición, carecen de paredes naturales. Pero los valles, me dije, no se hunden en abismos insondables. Aunque puede que algunos sí. Luego miré la sombra que se esparcía y avanzaba por el otro extremo, como si también hubiera salido ella de la zona nevada, sólo que por otro sitio que yo. A lo lejos, sobrevolando los volcanes multiplicados, una tormenta eléctrica se gestaba en silencio. Supe entonces que el quetzal y el gorrión que estaban sobre la rama, metro y medio por encima de mí, eran los únicos pájaros vivos de todo aquel valle. Y supe que la sombra que se deslizaba por el gran prado era una multitud de jóvenes, una inacabable legión de jóvenes que se dirigía a alguna parte.
Los vi. Estaba demasiado lejos para distinguir sus rostros. Pero los vi. No sé si eran jóvenes de carne y hueso o fantasmas. Pero los vi.
Probablemente eran fantasmas.
Pero caminaban y no volaban, como dicen que vuelan los fantasmas. Así que puede que no fueran fantasmas. Supe también que pese a caminar juntos no constituían lo que comúnmente se llama una masa: sus destinos no estaban imbricados en una idea común. Los unía sólo su generosidad y su valentía. Conjeturé (con las palmas de las manos apoyadas en mis mejillas) que también ellos habían vagado por las montañas nevadas y que allí se habían ido encontrando y caminando juntos hasta formar un ejército que ahora se desplazaba por el prado. Ellos por un lado y yo por el otro. Vi las cumbres alpinas como un espejo, abolidas las leyes de la física, con dos lados: de un lado del espejo había salido yo y del otro habían salido ellos.
Caminaban hacia el abismo. Creo que eso lo supe desde que los vi. Sombra o masa de niños, caminaban indefectiblemente hacia el abismo.
Después oí un murmullo que el aire frío del atardecer en el valle levantaba hacia los faldeos y riscos, y me quedé estupefacta.
Estaban cantando.
Los niños, los jóvenes, cantaban y se dirigían hacia el abismo. Me llevé una mano a la boca, como si quisiera ahogar un grito, y adelanté la otra, los dedos temblorosos y extendidos como si pudiera tocarlos. Quiso mi mente recordar un texto que hablaba de niños que marchaban a la guerra entonando canciones, pero no pudo. Tenía la mente al revés. La travesía por las nieves me había convertido en piel. Tal vez siempre fui así. No soy una mujer muy inteligente.
Extendí ambas manos, como si pidiera al cielo poder abrazarlos, y grité, pero mi grito se perdió en las alturas donde aún me encontraba y no llegó al valle. Flaca, arrugada, malherida, con la mente sangrando y los ojos llenos de lágrimas busqué los pájaros como si los pobrecitos me hubieran podido ayudar en esa hora en la que todo en el mundo se apagaba.
La rama estaba vacía.
Supuse que los pájaros eran un símbolo y que en esta parte de la historia todo era simple y sencillo. Supuse que los pájaros eran la enseña de los muchachos. No sé ya qué más supuse.
Y los oí cantar, los oigo cantar todavía, ahora que ya no estoy en el valle, muy bajito, apenas un murmullo casi inaudible, a los niños más lindos de Latinoamérica, a los niños mal alimentados y a los bien alimentados, a los que lo tuvieron todo y a los que no tuvieron nada, qué canto más bonito es el que sale de sus labios, qué bonitos eran ellos, qué belleza, aunque estuvieran marchando hombro con hombro hacia la muerte, los oí cantar y me volví loca, los oí cantar y nada pude hacer para que se detuvieran, yo estaba demasiado lejos y no tenía fuerzas para bajar al valle, para ponerme en medio de aquel prado y decirles que se detuvieran, que marchaban hacia una muerte cierta. Lo único que pude hacer fue ponerme de pie, temblorosa, y escuchar hasta el último suspiro su canto, escuchar siempre su canto, porque aunque a ellos se los tragó el abismo el canto siguió en el aire del valle, en la neblina del valle que al atardecer subía hacia los faldeos y hacia los riscos.
Así pues los muchachos fantasmas cruzaron el valle y se despeñaron en el abismo. Un tránsito breve. Y su canto fantasma o el eco de su canto fantasma, que es como decir el eco de la nada, siguió marchando al mismo paso que ellos, que era el paso del valor y de la generosidad, en mis oídos. Una canción apenas audible, un canto de guerra y de amor, porque los niños sin duda se dirigían hacia la guerra pero lo hacían recordando las actitudes teatrales y soberanas del amor.
¿Pero qué clase de amor pudieron conocer ellos?, pensé cuando el valle se quedó vacío y sólo su canto seguía resonando en mis oídos. El amor de sus padres, el amor de sus perros y de sus gatos, el amor de sus juguetes, pero sobre todo el amor que se tuvieron entre ellos, el deseo y el placer.
Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer.
Y ese canto es nuestro amuleto.
Blanes, septiembre de 1998