El amor es así, amiguitos, lo digo yo, que fui la madre de todos los poetas. El amor es así, el argot es así, las calles son así, los sonetos son así, el cielo de las cinco de la mañana es así. La amistad, en cambio, no es así. En la amistad uno nunca está solo.
Y yo fui amiga de León Felipe y de don Pedro Garfias, pero también fui amiga de los más jóvenes, de aquellos niños que vivían en la soledad del amor y en la soledad del argot.
Uno de ellos era Arturito Belano.
Yo lo conocí y fui su amiga y él fue mi poeta joven favorito o mi poeta joven preferido, aunque él no era mexicano y la denominación «poeta joven» o «joven poesía» o «nueva generación» se empleaba básicamente para referirse a los jóvenes mexicanos que intentaban tomar el relevo de Pacheco o del conspicuo griego de Guanajuato o del gordito aquel que trabajaba en la Secretaría de Gobernación a la espera de que el gobierno mexicano le diera alguna embajada o algún consulado o de los Poetas Campesinos, que ya no recuerdo si eran tres o cuatro o cinco charros del apocalipsis nerudiano, y Arturo Belano, pese a ser el más joven de todos o el más joven durante un tiempo, no era mexicano y por ende no entraba en la denominación «poeta joven» ni «joven poesía», una masa informe pero viva cuya meta era sacudir la alfombra o la tierra feraz en donde pastaban como estatuas Pacheco y el griego de Guanajuato o Aguascalientes o Irapuato, y el gordito a quien el paso del tiempo había convertido en obsecuente gordo seboso (como pasa a menudo con los poetas), y los Poetas Campesinos cada día más y mejor instalados (pero qué digo, aposentados, atornillados, enraizados desde el principio de su tiempo) en la burocracia (administrativa y literaria). Y lo que los poetas jóvenes o la nueva generación pretendía era mover el piso y llegado el momento destruir esas estatuas, salvo la de Pacheco, el único que parecía escribir de verdad, el único que no parecía funcionario. Pero en el fondo ellos también estaban contra Pacheco. En el fondo ellos tenían necesariamente que estar contra todos. Así que cuando yo les decía pero si José Emilio es encantador, es tiernísimo, es fascinante, y además de eso es un verdadero caballero, los poetas jóvenes de México (y Arturito entre ellos, pero Arturito no era uno de ellos) me miraban como diciendo qué dice esta loca, qué dice esta estantigua salida directamente del infierno del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, y ante miradas así una generalmente no sabe qué argüir, salvo yo, claro, que era la madre de todos ellos y que nunca me arredraba.
Una vez les conté una historia que se la había oído contar a José Emilio: si Rubén Darío no hubiera muerto tan joven, antes de cumplir los cincuenta, seguramente Huidobro lo hubiera llegado a conocer, más o menos de similar manera a como Ezra Pound conoció a W. B. Yeats. Imagínenlo: Huidobro de secretario de Rubén Darío. Pero los jóvenes poetas eran jóvenes y no sabían calibrar la importancia que tuvo para la poesía en lengua inglesa (y en realidad para la poesía de todo el mundo) el encuentro entre el viejo Yeats y el joven Pound, y por lo tanto tampoco se daban cuenta de la importancia que hubiera tenido el hipotético encuentro entre Darío y Huidobro, la posible amistad, el abanico de posibilidades perdidas para la poesía de nuestra lengua. Porque, digo yo, Darío le habría enseñado mucho a Huidobro, pero Huidobro también le habría enseñado cosas a Darío. La relación entre el maestro y el discípulo es así: aprende el discípulo y también aprende el maestro. Y puestos a suponer: yo creo, y Pacheco también lo creía (y ahí reside una de las grandezas de José Emilio, en su inocente entusiasmo), que Darío hubiera aprendido más, y hubiera sido capaz de poner fin al modernismo e iniciar algo nuevo que no hubiera sido la vanguardia pero sí una cosa cercana a la vanguardia, digamos una isla entre el modernismo y la vanguardia, una isla que ahora llamamos la isla inexistente, palabras que jamás fueron, y que sólo pudieron ser (y ya es mucho suponer) tras el encuentro imaginario entre Darío y Huidobro, y el propio Huidobro tras su fructífero encuentro con Darío hubiera sido capaz de fundar una vanguardia más vigorosa aún, una vanguardia que ahora llamamos la vanguardia inexistente y que de haber existido nos hubiera hecho distintos, nos hubiera cambiado la vida. Eso les decía yo a los poetas jóvenes de México (y a Arturito Belano) cuando hablaban mal de José Emilio, pero ellos no me escuchaban o escuchaban sólo la parte anecdótica de la historia, los viajes de Darío y los viajes de Huidobro, las estancias en hospitales, una salud distinta, no condenada a apagarse prematuramente como se apagan tantas cosas en Latinoamérica.
Y entonces yo me quedaba callada y ellos seguían hablando (mal) de los poetas de México a los que les iban a dar en la madre y yo me ponía a pensar en los poetas muertos como Darío y Huidobro y en los encuentros que nunca sucedieron. La verdad es que nuestra historia está llena de encuentros que nunca sucedieron, no tuvimos a nuestro Pound ni a nuestro Yeats, tuvimos a Huidobro y a Darío. Tuvimos lo que tuvimos.
E incluso, estirando la cuerda con la que todos se van a ahorcar menos yo, algunas noches mis amigos parecían encarnar por un segundo a aquellos que nunca existieron: los poetas de Latinoamérica muertos a los cinco o a los diez años, los poetas muertos a los pocos meses de nacer. Era difícil, y además era o parecía inútil, pero algunas noches de luces violáceas yo veía en sus rostros las caritas de los bebés que no crecieron. Yo veía a los angelitos que en Latinoamérica entierran en cajas de zapatos o en pequeños ataúdes de madera pintados de blanco. Y a veces me decía: estos muchachos son la esperanza. Pero otras veces me decía: qué van a ser la esperanza, qué van a ser la espumeante esperanza estos jóvenes borrachines que sólo saben hablar mal de José Emilio, estos jóvenes briagos duchos en el arte de la hospitalidad pero no en el de la poesía.
Y entonces los jóvenes poetas de México se ponían a recitar con sus voces profundas pero irremisiblemente juveniles y los versos que ellos recitaban se iban con el viento por las calles del DF y yo me ponía a llorar y ellos decían Auxilio está borracha, ilusos, mucho alcohol hace falta para que yo me emborrache, decían está llorando porque la dejó fulanito, y yo los dejaba decir lo que quisieran. O me peleaba con ellos. O los insultaba. O me levantaba de mi silla y me iba sin pagar, porque yo nunca o casi nunca pagaba. Yo era la que veía el pasado y las que ven el pasado nunca pagan. También veía el futuro y ésas sí que pagan un precio elevado, en ocasiones el precio es la vida o la cordura, y para mí que en aquellas noches olvidadas yo estaba pagando sin que nadie se diera cuenta las rondas de todos, los que iban a ser poetas y los que nunca serían poetas.
Yo me iba y parecía que no pagaba. No pagaba porque veía el torbellino del pasado que pasaba como una exhalación de aire caliente por las calles del DF rompiendo los cristales de los edificios. Pero yo también veía el futuro desde mi caverna abolida del lavabo de mujeres de la cuarta planta y por aquello estaba pagando con mi vida. O sea que me iba y pagaba, ¡aunque nadie se diera cuenta! Yo pagaba mi cuenta y pagaba la cuenta de los jóvenes poetas de México y la cuenta de los alcohólicos anónimos del bar en que estuviéramos. Y me iba trastabillando por las calles de México, siguiendo a mi sombra esquiva, sola y llorosa, sintiendo lo que probablemente podría sentir la última uruguaya sobre el planeta Tierra, aunque yo no era la última, qué presunción, y los cráteres iluminados por cientos de lunas que recorría no eran los de la Tierra sino los de México, que parece lo mismo pero no es lo mismo.
Y una vez sentí que alguien me seguía. No sé dónde estábamos. Puede que en una cantina de los alrededores de La Villa o puede que en algún cubil de la colonia Guerrero. No lo recuerdo. Sólo sé que seguí caminando, abriéndome paso entre los escombros, sin prestar demasiada atención a las pisadas que iban detrás de mis pisadas, hasta que de pronto el sol nocturno se apagó, dejé de llorar, volví a la realidad con un escalofrío y comprendí que aquel que me seguía apetecía mi muerte. O mi vida. O mis lágrimas que asperjaban esa realidad odiosa como nuestra lengua a menudo adversa. Y entonces me detuve y esperé y los pasos que iban tras mis pasos se detuvieron y esperaron y yo miré las calles en busca de alguien conocido o desconocido tras el cual salir gritando y cogerme de su brazo y pedirle que me acompañara a una estación de metro o hasta que yo encontrara un taxi, pero no vi a nadie. O tal vez no. Algo vi. Cerré los ojos y luego abrí los ojos y vi las paredes de baldosas blancas del lavabo de mujeres de la cuarta planta. Y luego volví a cerrar los ojos y oí el viento que barría el campus de la Facultad de Filosofía y Letras con una meticulosidad digna de mejor empeño. Y pensé: así es la Historia, un cuento corto de terror. Y cuando abrí los ojos una sombra se despegó de una pared, en la misma acera, a unos diez metros, y comenzó a avanzar hacia donde yo estaba, y yo metí la mano en mi cartera, qué digo cartera, en mi morral oaxaqueño, y busqué mi navaja, la que siempre llevaba conmigo en previsión de alguna catástrofe urbana, pero las puntas de mis dedos, mis yemas que ardían, sólo palparon papeles y libros y revistas y hasta ropa interior limpia (lavada a mano y sin jabón, sólo con agua y voluntad en uno de los lavamanos de esa cuarta planta ubicua como una pesadilla), pero no la navaja, ay, amiguitos, otro terror recurrente y mortalmente latinoamericano: buscar tu arma y no hallarla, buscarla en donde la has dejado y no hallarla.
Y así nos va.
Y así me pudo ir a mí. Pero cuando la sombra que quería mi muerte y si no mi muerte al menos mi dolor y mi humillación comenzó a avanzar hacia el portal en donde yo me había ocultado, otras sombras aparecieron por aquella calle que hubiera podido convertirse en el resumen de mis calles del terror y me llamaron: Auxilio, Auxilio, Socorro, Amparo, Caridad, Remedios Lacouture, ¿dónde te has metido? Y en esas voces que me llamaban reconocí la voz del melancólico e inteligente Julián Gómez y la otra voz, la más risueña, era la de Arturito Belano, dispuesto como siempre a la pelea. Y entonces la sombra que buscaba mi aflicción se detuvo, miró hacia atrás y luego siguió avanzando, y pasó a mi lado, un tipo común y corriente de mexicano salido del tártaro, y junto con él pasó un aire tibio y ligeramente húmedo que evocaba geometrías inestables, que evocaba soledades, esquizofrenias y carnicerías, y ni siquiera me miró el perfecto hijo de la chingada.
Después nos fuimos al centro, los tres juntos, y Julián Gómez y Arturito Belano seguían hablando de poesía, y en el Encrucijada Veracruzana se nos unieron dos o tres poetas más, o tal vez sólo periodistas o futuros maestros de prepa, y todos seguían hablando de poesía, de nueva poesía, pero yo no hablaba, yo escuchaba los latidos de mi corazón, impresionada por la sombra que había pasado a mi lado y de la que no había dicho ni una sola palabra, y no me di cuenta cuando el diálogo se trocó en discusión y la discusión en gritos e insultos. Después nos echaron del bar. Después nos pusimos a caminar por las calles vacías del DF de las cinco de la mañana y uno a uno nos fuimos desperdigando, cada uno a su casa, también yo, que por aquellas fechas tenía un cuarto de azotea en la colonia Roma Norte, en la calle Tabasco, y como Arturito Belano vivía en la colonia Juárez, en la calle Versalles, pues nos fuimos caminando juntos, aunque según el manual de los cortapalos él debía torcer al oeste, en dirección a la Glorieta de Insurgentes o la Zona Rosa, pues vivía justo en la esquina de Versalles con Berlín, mientras que yo debía seguir hacia el sur. Pero Arturito Belano prefirió desviarse un poco de su camino y hacerme compañía.
Y a esas horas de la noche pues la verdad es que ninguno de los dos estábamos muy dicharacheros, y pese a que ocasionalmente hablábamos de la bronca en el Encrucijada Veracruzana, más que nada caminábamos y respirábamos, como si con la madrugada el aire del DF se hubiera purificado, hasta que de pronto, con su voz más despreocupada, Arturito dijo que se había preocupado por mí en aquel tugurio de La Villa (ergo fue en La Villa), y entonces yo le pregunté por qué y él dijo que porque había visto, él también, angelito mío, la sombra que iba tras mi sombra, y yo muy suelta de cuerpo lo miré, me llevé una mano a la boca y le dije: era la sombra de la muerte. Entonces él se rió, porque no creía en la sombra de la muerte, pero su risa, aunque descreída, en modo alguno fue ofensiva. Su risa era como si dijera qué pasó, Auxilio, qué mala onda con la sombra esa. Y yo volví a llevarme la mano a la boca y me detuve y le dije: si no hubiera sido por Julián y por ti yo ahora estaría muerta. Y Arturito me escuchó y se puso a caminar. Y yo me puse a caminar a su lado. Así, sin darnos cuenta, deteniéndonos y hablando o caminando en silencio, llegamos hasta el portal del edificio en donde yo vivía. Y eso fue todo.
Después, en 1973, él decidió volver a su patria a hacer la revolución y yo fui la única, aparte de su familia, que lo fue a despedir a la estación de autobuses, pues Arturito Belano se marchó por tierra, un viaje largo, larguísimo, plagado de peligros, el viaje iniciático de todos los pobres muchachos latinoamericanos, recorrer este continente absurdo que entendemos mal o que de plano no entendemos. Y cuando Arturito se asomó a la ventanilla del autobús para hacernos adiós con la mano, no sólo su madre lloró, yo también lloré, inexplicablemente, se me llenaron los ojos de lágrimas, corno si ese muchacho también fuera hijo mío y temiera que aquélla fuera la última vez que lo iba a ver.
Esa noche dormí en casa de su familia, más que nada para hacerle compañía a su mamá, y recuerdo que estuvimos hablando hasta tarde de cosas de mujeres aunque mis temas de conversación no son propiamente los típicos de las mujeres; hablamos de los hijos que crecen y salen a jugar al ancho mundo, hablamos de la vida de los hijos que se separan de sus padres y salen en busca de lo desconocido al ancho mundo. Después hablamos del ancho mundo en su mismidad. Un ancho mundo que para nosotras no era, en realidad, tan ancho. Y después la mamá de Arturo me tiró los naipes del tarot y me los leyó y dijo que mi vida iba a cambiar y yo dije qué bueno, oye, no sabes lo bien que me vendría un cambio en este momento. Y después yo preparé café, no sé qué hora sería pero era muy tarde y las dos debíamos de estar cansadas aunque no lo dejáramos traslucir, y cuando volví a la sala me encontré a la madre de Arturo tirando las cartas ella sola, sobre una mesita enana que había en la sala, y sin decir nada me quedé un momento observándola, allí estaba ella, sentada en el sofá y con un gesto de concentración en la cara (aunque detrás de la concentración era dable ver también un poco de perplejidad), mientras sus manos pequeñas movían las cartas como si estuvieran desgajadas del cuerpo. Se estaba tirando el tarot a sí misma, de eso me di cuenta enseguida, y lo que salía en las cartas era terrible, pero eso no era lo importante. Lo importante era algo un poco más difícil de discernir. Lo importante era que ella estaba sola y que me aguardaba, lo importante era que no temía.
Aquella noche me hubiera gustado ser más inteligente de lo que soy. Me hubiera gustado ser capaz de consolarla. En cambio lo único que pude hacer fue llevarle el café y decirle que no se preocupara, que todo iba a ir bien.
A la mañana siguiente me fui, aunque por aquellas fechas no tenía adonde ir, salvo a la Facultad y a los bares y a las cafeterías y a las cantinas de siempre, pero igual me fui, no me gusta abusar.