Supe entonces lo que supe y una alegría frágil, temblorosa, se instaló en mis días.
Salir por las noches con los poetas jóvenes mexicanos me dejaba exhausta o vacía o con ganas de llorar. Me cambié de cuarto de azotea. Viví en la Nápoles y en la Roma y en la Atenor Salas. Perdí mis libros y perdí mi ropa. Pero al poco tiempo ya tenía otra vez libros y también, aunque con menos celeridad, algo de ropa. Me dieron chambas sin importancia en la Universidad y me las quitaron. Todos los días, excepto por causas de fuerza mayor, yo estaba allí y veía lo que nadie veía. Mi adorada Facultad de Filosofía y Letras, con sus odios florentinos y sus venganzas romanas. De vez en cuando me encontraba a Lilian Serpas en el café Quito o en algún otro local de la avenida Bucareli y, como era natural, nos saludábamos, pero nunca volvimos a hablar de su adorado hijo (aunque algunas noches yo hubiera dado lo que fuera para que Lilian me pidiera otra vez que fuera a su casa y le dijera a su hijo que aquella noche no iba a volver), hasta que un día dejó de aparecer como el fantasma de los vendavales por los lugares que yo frecuentaba y nadie preguntó por ella ni yo quise hacer averiguaciones con respecto a su paradero, tal era la fragilidad que se había instalado en mi espíritu, la falta de curiosidad, precisamente una de mis características, antaño, más notables.
Poco después me dio por dormir. Antes yo nunca dormía. Era la insomne de la poesía mexicana y todo lo leía y lo celebraba y no había brindis en donde yo no estuviera. Pero un día, algunos meses después de haber visto por primera y última vez a Carlos Coffeen Serpas, me quedé dormida en un asiento del camión que me llevaba a la Universidad y sólo me desperté cuando unos brazos me cogieron de los hombros y me movieron como si intentaran poner en marcha un péndulo averiado. Desperté sobresaltada. Quien me había despertado era un muchachito de unos diecisiete años, un estudiante, y al ver su rostro tuve que hacer un esfuerzo muy grande para evitar ponerme a llorar ahí mismo. Desde aquel día dormir se convirtió en un vicio. No quería pensar en Coffeen ni en la historia de Erígone y Orestes. No quería pensar en mi historia ni en los años que me quedaban de vida.
Así que dormía, estuviera donde estuviera, generalmente cuando estaba sola (detestaba quedarme sola, cuando me quedaba sola me sumergía en el sueño de inmediato), pero con el paso del tiempo el vicio se hizo crónico y me dormía incluso cuando estaba acompañada, acodada en la mesa de un bar o incómodamente sentada en una función de teatro universitario.
Por las noches una voz, la del ángel de la guarda de los sueños, me decía: che, Auxilio, has descubierto adonde fueron a parar los jóvenes de nuestro continente. Cállate, le contestaba. Cállate. No sé nada. De qué jóvenes me hablas. Yo no sé nada de nada. Y entonces la voz murmuraba algo, decía mmm, una cosa así, como si no estuviera muy convencida de mi respuesta, y yo decía: todavía estoy en el lavabo de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras y la luna derrite una por una todas las baldosas de la pared hasta abrir un boquete por donde pasan imágenes, películas que hablan de nosotros y de nuestras lecturas y del futuro rápido como la luz y que no veremos.
Y luego soñaba profecías idiotas.
Y la vocecita me decía che, Auxilio, ¿qué ves?
El futuro, le contestaba, puedo ver el futuro de los libros del siglo XX.
¿Y podes hacer profecías?, me preguntaba la voz con un dejecito misterioso, pero en donde no había nada de irónico.
Profecías, profecías, lo que se dice profecías, no sé, pero puedo hacer algún que otro pronóstico, contestaba yo con la voz pastosa de los sueños.
Hacelas, hacelas, decía la vocecita francamente entusiasmada.
Estoy en el lavabo de mujeres de la Facultad y puedo ver el futuro, decía yo con voz de soprano y como si me hiciera de rogar.
Ya lo sé, decía la voz del sueño, ya lo sé, tú empezá con las profecías que yo las anoto.
Las voces, decía yo con voz de barítono, no anotan nada, las voces ni siquiera escuchan. Las voces sólo hablan.
Te equivocas, pero es igual, tú di lo que tengas que decir y procura decirlo fuerte y claro.
Entonces yo tomaba aliento, dudaba, ponía la mente en blanco y finalmente decía: mis profecías son éstas.
Vladímir Maiakovski volverá a estar de moda allá por el año 2150. James Joyce se reencarnará en un niño chino en el año 2124. Thomas Mann se convertirá en un farmacéutico ecuatoriano en el año 2101.
Marcel Proust entrará en un desesperado y prolongado olvido a partir del año 2033. Ezra Pound desaparecerá de algunas bibliotecas en el año 2089. Vachel Lindsay será un poeta de masas en el año 2101.
César Vallejo será leído en los túneles en el año 2045. Jorge Luis Borges será leído en los túneles en el año 2045. Vicente Huidobro será un poeta de masas en el año 2045.
Virginia Woolf se reencarnará en una narradora argentina en el año 2076. Louis Ferdinand Céline entrará en el Purgatorio en el año 2094. Paul Eluard será un poeta de masas en el año 2101.
Metempsicosis. La poesía no desaparecerá. Su no-poder se hará visible de otra manera.
Cesare Pavese se convertirá en el Santo Patrón de la Mirada en el año 2034. Pier-Paolo Pasolini se convertirá en el Santo Patrón de la Fuga en el año 2100. Giorgio Bassani saldrá de su tumba en el año 2167.
Oliverio Girondo encontrará su lugar como escritor juvenil en el año 2099. Roberto Arlt verá toda su obra llevada al cine en el año 2102. Adolfo Bioy Casares verá toda su obra llevada al cine en el año 2105. Arno Schmidt resurgirá de sus cenizas en el año 2085. Franz Kafka volverá a ser leído en todos los túneles de Latinoamérica en el año 2101. Witold Gombrowicz gozará de gran predicamento en los extramuros del Río de la Plata allá por el año 2098.
Paul Celan resurgirá de sus cenizas en el año 2113. André Bretón resurgirá de los espejos en el año 2071. Max Jacob dejará de ser leído, es decir morirá su último lector, en el año 2059.
¿En el año 2059 quién leerá a Jean-Pierre Duprey? ¿Quién leerá a Gary Snyder? ¿Quién leerá a Ilarie Voronca? Éstas son las cosas que yo me pregunto.
¿Quién leerá a Gilberte Dallas? ¿Quién leerá a Rodolfo Wilcock? ¿Quién leerá a Alexandre Unik?
Nicanor Parra, sin embargo, tendrá una estatua en una plaza de Chile en el año 2059. Octavio Paz tendrá una estatua en México en el año 2020. Ernesto Cardenal tendrá una estatua, no muy grande, en Nicaragua en el año 2018.
Pero todas las estatuas vuelan, por intervención divina o más usualmente por dinamita, como voló la estatua de Heine. Así que no confiemos demasiado en las estatuas.
Carson McCullers, sin embargo, seguirá siendo leída en el año 2100. Alejandra Pizarnik perderá a su última lectora en el año 2100. Alfonsina Storni se reencarnará en gato o león marino, no lo puedo precisar, en el año 2050.
El caso de Antón Chéjov será un poco distinto: se reencarnará en el año 2003, se reencarnará en el año 2010, se reencarnará en el año 2014. Finalmente volverá a aparecer en el año 2081. Y ya nunca más.
Alice Sheldon será una escritora de masas en el año 2017. Alfonso Reyes será definitivamente asesinado en el año 2058 pero en realidad será Alfonso Reyes quien asesine a sus asesinos. Marguerite Duras vivirá en el sistema nervioso de miles de mujeres en el año 2035.
Y la vocecita decía qué curioso, qué curioso, algunos de los autores que nombras no los he leído.
¿Como cuál?, preguntaba yo.
Y, la Alice Sheldon esa, por ejemplo, no tengo idea de quién es.
Yo me reía. Me reía durante un buen rato. ¿De qué te reís?, decía la vocecita. De haberte pillado a vos, que sos tan culta, contestaba yo. Culta, culta, lo que se dice culta, no sé, decía ella, pero he leído. Qué extraño, decía yo como si de pronto el sueño hubiera dado un giro de 180 grados y me encontrara ahora en una región fría, de Popocatépetles e Ixtaccíhuatles multiplicados. ¿Qué te resulta extraño?, decía la voz. Tener un ángel de los sueños de Buenos Aires siendo yo uruguaya. Ah, bueno, pero eso es muy corriente, decía ella. Alice Sheldon firma sus libros con el seudónimo de James Tiptree Jr., decía yo temblando de frío. No lo he leído, decía la voz. Escribe cuentos y novelas de ciencia ficción, decía yo. No lo he leído, no lo he leído, decía la voz y yo podía oír claramente cómo le castañeteaban los dientes. ¿Tenes dientes?, le preguntaba asombrada.
Dientes, lo que se dice dientes propiamente dichos, no, contestaba ella, pero si estoy contigo me castañetean los dientes que vos perdiste. ¡Mis dientes!, pensaba yo con un poco de cariño pero ya sin nostalgia ninguna. ¿No te parece que hace demasiado frío?, decía mi ángel de la guarda. Mucho, mucho, decía yo. ¿Qué te parece si nos vamos yendo de este lugar tan gélido?, decía la voz. Me parece estupendo, decía yo, pero no sé cómo lo vamos a conseguir. Hay que ser alpinista para salir de aquí sin romperse la crisma.
Durante un rato nos movíamos por los hielos intentando divisar a lo lejos el DF.
Esto me recuerda un cuadro de Caspar David Friedrich, decía la vocecita. Eso era inevitable, le contestaba yo. ¿Qué querés insinuar?, decía ella. Nada, nada.
Y luego, horas o meses después, la vocecita me decía tenemos que salir de aquí caminando, nadie nos va a venir a rescatar. Y yo le decía: no podemos, nos romperíamos (o más bien me rompería yo) la crisma. Además, me empiezo a acostumbrar al frío, a la pureza de este aire, es como si volviéramos a vivir en la región más transparente del Dr. Atl, pero a lo bestia. Y la vocecita me miraba con un sonido tan triste y tan cristalino como el poema de las vocales de Rimbaud y me decía: te acostumbraste.
Y luego, tras otro silencio de meses o tal vez de años, me decía: ¿te acordás de esos compatriotas tuyos que tuvieron un accidente aéreo? ¿Qué compatriotas?, decía yo, harta ya de que la voz interrumpiera mis sueños de nada. Esos que cayeron en los Andes y que todo el mundo dio por muertos y que se pasaron como tres meses en la cordillera comiéndose a los cadáveres para no morirse de hambre, creo que eran jugadores de fútbol, dijo la vocecita. Eran jugadores de rugby, dije yo. ¿Eran jugadores de rugby? Quién lo hubiera dicho, yo pensaba que eran jugadores de fútbol. Bueno, entonces te acordás, ¿no? Sí, me acuerdo, decía yo, los jugadores de rugby caníbales de los Andes. Pues debes imitarlos, decía la vocecita.
¿A quién querés que me coma?, decía yo buscando su sombra que sonaba tan enfática y tan bonita como el poema Marcha Triunfal de Rubén Darío. A mí no, a mí no me podes comer, decía la vocecita. ¿A quién podría comerme entonces? Aquí estoy sola. Estamos tú y yo y los miles de Popocatépetl e Ixtaccíhuatl y el viento helado y nada más, decía yo mientras caminaba por la nieve y miraba el horizonte buscando una señal cualquiera de la ciudad más grande de Latinoamérica. Pero el jodido DF no se veía por ninguna parte y lo que en realidad quería era volver a dormir otra vez.
Entonces la vocecita se ponía a hablar del final de una novela de Julio Cortázar, aquella en la que el personaje está soñando que está en un cine y llega otro y le dice despierta. Y luego se puso a hablar de Marcel Schwob y de Jerzy Andrzejewski y de la traducción que hizo Pitol de la novela de Andrzejewski y yo dije alto, menos bla-bla-bla, yo todo eso lo conozco, mi problema, si es que hubiera algún problema, no es despertar sino no volver a quedarme dormida, cosa bastante improbable pues los sueños que tengo son buenos y no hay ser humano que desee despertar de un buen sueño. A lo que la vocecita me replicaba con una jerga psicoanalítica que claramente la identificaba (por si aún me quedaba alguna duda) como vocecita porteña y no montevideana. Entonces yo le decía: qué curioso, mis escalofríos suelen ser uruguayos, pero mi ángel de la guarda de los sueños es argentino.
Y ella, con tono profesoral, me corregía: argentina, en femenino, argentina.
Y luego nos quedábamos en silencio mientras el viento levantaba a rachas collares de hielo que quedaban suspendidos en el aire durante unos segundos y luego desaparecían, mirando, las dos, el horizonte inmaculado, por si veíamos aparecer por alguna parte la sombra del DF, aunque, a decir verdad, sin mucha esperanza de que apareciera.
Hasta que la vocecita decía: che, Auxilio, creo que me voy a ir. ¿Adonde?, le preguntaba yo. A otro sueño, decía ella. ¿A qué sueño?, le decía yo. A otro cualquiera, decía ella, aquí me muero de frío. Esto último lo decía con tanta sinceridad que yo buscaba su rostro entre la nieve y cuando por fin lo encontraba su carita sonaba igual que un poema de Robert Frost que habla de la nieve y del frío y eso me daba mucha pena porque la vocecita no me mentía y era verdad que se estaba congelando, pobrecita.
Así que la cogía entre mis brazos para darle calor y le decía: vete cuando quieras, no hay ningún problema. Hubiera querido decirle más cosas, pero sólo me salían esas frases más bien desangeladas. Y la vocecita se movía entre mis brazos como la pelusilla de un suéter de angora, un suéter de angora que no pesaba nada, y ronroneaba como los gatos del jardín de Remedios Varo. Y cuando ya había entrado en calor yo le decía vete, ha sido un placer conocerte, vete antes de que te vuelvas a quedar congelada. Y la vocecita salía de mis brazos (pero era como si saliera de mi ombligo) y se iba sin decir adiós ni chau ni nada, es decir se iba a la francesa como buen ángel de la guarda de los sueños argentino, y yo me quedaba sola y reflexionando como una loca, y de tanto pensar llegaba a la conclusión de que básicamente lo único que la vocecita había logrado arrancarme eran tonterías. Has quedado como una boba, me decía en voz alta o intentaba decirme en voz alta.
Y digo intentaba porque efectivamente lo intentaba, digo, abrir la boca, modular en las soledades nevadas esas palabras, pero era tan grande el frío que ni mover las quijadas podía. Así que yo creo que lo que decía en realidad sólo lo pensaba, aunque también he de decir que mis pensamientos eran atronadores (o así me lo parecía en esas altitudes nevadas), como si el frío, mientras me mataba y me dormía, al mismo tiempo me estuviera convirtiendo en una especie de yeti, una mujer de las nieves toda músculos y pelos y vozarrón, aunque ciertamente yo sabía que todo transcurría en un escenario imaginario y que no tenía músculos ni pelambrera que me protegiera de las ráfagas heladas ni mucho menos que mi voz se hubiera metamorfoseado en aquella especie de catedral que existía por sí misma y para sí misma y que lo único que hacía era formular una sola pregunta vacía de sustancia, hueca, insomne: ¿por qué?, ¿por qué?, hasta que las paredes de hielo se resquebrajaban y caían con gran estrépito mientras otras nuevas se levantaban como al socaire del polvo que levantaban las caídas y así no había manera de hacer nada, todo era inmutable, todo irremediable, todo inútil, hasta llorar, porque en las altitudes nevadas la gente no llora, sólo hace preguntas, eso lo descubrí con asombro, en las alturas de Machu Picchu no se llora, o bien porque el frío afecta a las glándulas que regulan las lágrimas o bien porque allí hasta las lágrimas son inútiles, lo que es, se lo mire como se lo mire, el colmo.
Así que allí estaba yo, acunada por la nieve y dispuesta a morir, cuando de repente sentí algo que goteaba y me dije esto no puede ser, debo estar alucinando otra vez, en el Himalaya nada gotea, todo está congelado. Bastó ese ruidito para que no entrara en el sueño eterno. Abrí los ojos y busqué la fuente de aquel sonido. Pensé: ¿se estará descongelando el glaciar? La oscuridad parecía casi absoluta, pero no tardé en descubrir que sólo eran mis ojos que tardaban en acostumbrarse. Después vi la luna detenida en una baldosa, en una sola, como si me estuviera aguardando. Yo estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Me levanté. La llave de uno de los lavamanos del baño de mujeres de la cuarta planta no estaba bien cerrada. La abrí del todo y me mojé la cara. La luna entonces cambió de baldosa.