Capítulo XIII
La muchacha de los ojos acongojados
Almorzamos con excelente apetito. Por un rato, lo hicimos en silencio, y después, Poirot observó maliciosamente:
—Eh bien! ¿Y sus indiscreciones? ¿No me las explica?
Me di cuenta de que me sonrojaba.
—¡Oh! ¿Se refiere a esta mañana? —y procuré adoptar un tono de absoluta despreocupación.
Pero yo no podía medirme con Poirot. En muy pocos minutos me hubo extraído toda la historia; y, mientras lo hacía, parpadeaban sus ojos.
—Tiens! Un relato bien romántico. ¿Y cómo se llama esta encantadora señorita?
Hube de confesar que no lo sabía.
—¡Más romántico aún! El primer encuentro en el tren de París, el segundo aquí. Los viajes acaban con encuentros de enamorados, ¿no es éste el dicho?
—No sea borrico, Poirot.
—Ayer era miss Daubreuil, hoy es miss... ¡Cenicienta! Decididamente, tiene usted un corazón de turco, Hastings. ¡Debería formar un harén!
—Puede embromarme tanto como quiera. Miss Daubreuil es una muchacha muy hermosa y que me gusta mucho..., no me importa admitirlo. La otra no es nada..., creo que no volveré a verla.
—¿Se propone no volver a ver a esta dama?
Sus últimas palabras encerraban otra pregunta, y me di cuenta de la mirada aguda que me dirigió. Y ante mis ojos, escritas en grandes letras de fuego, vi las palabras: «Hotel du Phare» y volví a oír cómo me decía su voz: «Venga a verme», y mi propia y vehemente contestación: «Así lo haré.»
Con tono bastante ligero le contesté a Poirot:
—Me pidió que fuese a verla; pero, por supuesto, no iré.
—¿Por qué «por supuesto»?
—Bueno; no quiero ir.
—Me contaba que miss Cenicienta se aloja en el Hotel d'Angleterre, ¿verdad?
—No. Hotel du Phare.
—Cierto. Lo había olvidado.
Cruzó por mi mente un recelo momentáneo. Era seguro que no le había nombrado a Poirot hotel alguno. Le miré y me sentí tranquilizado. Estaba cortando el pan en pedazos cuadrados, completamente absorto en su tarea. Debió de haber imaginado que le decía dónde se alojaba la muchacha.
Tomábamos el café de cara al mar. Poirot fumó uno de sus delgados cigarrillos y sacó luego su reloj.
—El tren de París sale a las dos y veinticinco —observó—. Tengo que empezar a moverme.
—¿París? —exclamé.
—Esto es lo que he dicho, amigo mío.
—¿Se va usted a París? Pero ¿por qué?
Y me contestó con gran seriedad:
—A buscar al asesino de Renauld.
—¿Cree que está en París?
—Estoy enteramente seguro de que no está. No obstante, allí es donde debo buscarle. Usted no lo comprende, pero todo se lo explicaré a su debido tiempo. Créame, este viaje a París es necesario. No estaré mucho tiempo fuera. Lo más probable es que vuelva mañana. No le propongo que me acompañe. Quédese aquí y no pierda de vista a Giraud. Cultive también la sociedad de Renauld hijo.
—Esto me recuerda —dije— que quería preguntarle cómo sabía que estos dos muchachos tenían relaciones.
—Amigo mío..., conozco la naturaleza humana. Ponga cerca a un muchacho como el joven Renauld y a una guapa moza como miss Marta, y el resultado será casi inevitable. Y luego ¡la disputa! Era el dinero o la mujer, y recogiendo lo que contó Leonia acerca de la ira del chico, decidí que se trataba de la mujer. En consecuencia, hice mi suposición... y resultó acertada.
—¿Usted sospechaba ya que estaba enamorada del joven Renauld?
—En todo caso, había visto que tenía los ojos acongojados. Así es como recuerdo siempre a miss Daubreuil: la muchacha de los ojos acongojados.
Y era su voz tan grave, que me impresionó penosamente.
—¿Qué quiere decir con eso, Poirot?
—Me figuro, amigo mío, que hemos de verlo antes que pase mucho tiempo. Pero debo partir.
—Voy a acompañarle a la estación —dije levantándome.
—No hará usted nada de eso. Se lo prohíbo.
El acento perentorio con que lo había dicho me sorprendió hasta sobresaltarme. Él hizo un enfático signo afirmativo.
—Lo digo en serio, amigo mío. Hasta la vista.
Me sentí como perdido cuando se hubo alejado Poirot. Fui paseando hasta la playa y observé a los que se bañaban, sin ánimo suficiente para unirme a ellos. Estuve tentado de imaginar que Cenicienta se encontraba allí con algún traje de baño maravilloso, pero no advertí señales de su presencia. Continué, sin objeto, por la arena hacia el extremo más apartado de la ciudad. Luego se me ocurrió que, después de todo, no sería, por mi parte, más que una muestra de educación ir a preguntar por la muchacha. Y, al final, esto evitaría disgustos. El episodio quedaría así terminado. No tendría ya que pensar más en ella. Porque, si no iba, era posible que ella volviese a buscarme en la villa.
En consecuencia, abandoné la playa y me interné por la población. Pronto encontré el Hotel du Phare, un edificio sin pretensión alguna. Era extremadamente molesto tener que salvar mi dignidad ignorando el nombre de la dama. Decidí entrar en el establecimiento y mirar a mi alrededor. Probablemente, la encontraría en el vestíbulo. Entré con aire resuelto, pero no vi señales de ella. Esperé un rato y acabó por dominarme la impaciencia. Llamando aparte a un conserje, le deslicé en la mano cinco francos.
—Deseo ver a una señora que se aloja aquí. Una señora inglesa, pequeña y de cabello oscuro. No estoy seguro de su nombre.
El hombre movió la cabeza y pareció contener una sonrisa.
—No se aloja aquí ninguna señora de estas señas.
—Pero es que ella misma me dijo que se alojaba aquí.
—Debe usted de estar equivocado... o, más probablemente, la misma señora, puesto que ha venido ya otro caballero preguntando por ella.
—¿Qué dice usted? —exclamé sorprendido.
—Sí, señor. Un caballero que ha dado de ella las mismas señas que usted.
—¿Qué aspecto tenía?
—Un señor pequeño, bien vestido, muy limpio y aseado, con un bigote muy tieso, una cabeza de forma muy particular y unos ojos verdes.
¡Poirot! Es decir, que por esto no había querido que le acompañase a la estación. ¡Vaya una impertinencia! Le agradecería que no se metiese en mis asuntos. ¿Se imaginaba, acaso, que yo necesitaba que velase por mí?
Después de dar las gracias al hombre, salí de allí algo desorientado y muy irritado aún contra mi entrometido amigo.
Pero ¿dónde estaba la dama? Dejé a un lado mi irritación e intenté poner en claro el caso. Evidentemente, me había dado por descuido el nombre de otro hotel. Luego se me ocurrió otra idea. ¿Había sido por descuido o me había dado deliberadamente una dirección falsa después de haberse callado su nombre?
Cuanto más pensaba en ello, más convencido me sentía de que la segunda suposición era la acertada. Por una razón u otra, ella no quería que aquel conocimiento se convirtiese en amistad. Y aunque media hora antes ésta había sido mi propia intención, no me gustaba verme pagado en la misma moneda. Todo aquel asunto era profundamente desagradable, y me fui a la Villa Geneviéve resueltamente malhumorado. No entré en la casa, sino que seguí el sendero que conducía al pequeño banco cercano al cobertizo, y me senté allí con el ánimo decaído.
Me distrajo de mis pensamientos el sonido de unas voces a escasa distancia. Al cabo de un momento me di cuenta de que venían, no del jardín en que yo me encontraba, sino del jardín contiguo de la Villa Marguerite, y de que se acercaban rápidamente. Hablaba una joven y reconocí en su voz la de la hermosa Marta.
—Cheri —estaba diciendo—, ¿es verdaderamente cierto? ¿Han terminado todas tus penas?
—Bien lo sabes, Marta —contestó Jack Renauld—. Nada puede ahora separarnos, querida. El último obstáculo a nuestra unión ha desaparecido. Nada puede apartarte de mí.
—¿Nada? —murmuró la muchacha—. ¡Oh, Jack, Jack! ¡Estoy asustada!
Yo había hecho un movimiento para retirarme, percatándome de que, sin quererlo, estaba oyendo una conversación particular. Al ponerme en pie los vi a través de un claro del seto. Estaban juntos, de cara hacia mí. Él con el brazo alrededor del talle de ella, y mirándola a los ojos. Aquel muchacho moreno y bien formado y aquella joven diosa rubia formaban una espléndida pareja. Tal como estaban allí, parecían hechos el uno para el otro y felices a pesar de la terrible tragedia que sombreaba sus jóvenes vidas.
Pero el rostro de la muchacha estaba turbado, y Jack Renauld, que parecía reconocerlo, al apretarla contra él, preguntó:
—Pero ¿qué te asusta, querida? ¿Qué hemos de temer... ahora?
Y entonces vi la mirada de los ojos de ella, la mirada de que había hablado Poirot, al murmurar tan bajo que casi hube de adivinar las palabras:
—Estoy asustada... por ti.
No oí la contestación del joven Renauld, pues vino a distraer mi atención una aparición desusada, un poco más allá, siguiendo el seto. Parecía ser una espesura de la maleza, demasiado oscura para hallarnos en una fecha tan temprana del verano. Me adelanté por aquel lado para verla mejor, pero la espesura se retiró precipitadamente y me miró con un dedo en los labios. Era Giraud.
Recomendándome cautela, me condujo al otro lado del cobertizo hasta un lugar desde el que no podíamos ser oídos.
—¿Qué estaba usted haciendo aquí? —le pregunté.
—Exactamente lo que hacía usted... escuchar.
—Pero ¡yo no había venido aquí adrede!
—¡Ah! —dijo Giraud—. Yo, sí.
Como siempre, aquel hombre me causaba admiración sin dejar de causarme desagrado. Me miró de arriba abajo con una especie de desdeñosa antipatía.
—No ayudará usted a adelantar las cosas metiéndose por medio. Con un momento más hubiera podido oír algo útil. ¿Qué ha hecho de su viejo fósil?
—Poirot se ha ido a París —le contesté fríamente.
Giraud hizo castañetear los dedos con desdén.
—Es decir, que se ha ido a París, ¿verdad? Ha hecho bien. Cuanto más tarde en volver, mejor. Pero ¿qué cree que va a encontrar allí?
Me pareció advertir en aquella pregunta un matiz de inquietud. Y me enderecé.
—Esto no tengo el derecho de decirlo —le contesté con calma.
—Probablemente ha tenido bastante juicio para no decírselo a usted —observó bruscamente—. Buenas tardes; tengo que hacer.
Y girando sobre sí mismo se alejó sin más ceremonia.
Las cosas parecían haber quedado detenidas en la Villa Geneviéve. Evidentemente, Giraud no deseaba mi compañía, y a juzgar por lo que había visto, tampoco la deseaba Jack Renauld.
Regresé a la población, me bañé a mi gusto y volví al hotel. Me retiré temprano, pensando si el día siguiente traería algo interesante. Me encontraba muy lejos de estar preparado para lo que trajo.
Mientras tomaba el desayuno en el comedor, el camarero, que había estado hablando con alguien al otro lado de la puerta, volvió con visible excitación. Por un momento, vaciló jugando nerviosamente con su servilleta, y en seguida exclamó:
—Perdone, señor; pero ¿no es cierto que está usted relacionado con el asunto de la Villa Geneviéve?
—Sí —contesté, muy interesado—. ¿Por qué?
—Pero ¿no está enterado de la noticia?
—¿Qué noticia?
—¡Que ha habido otro asesinato esta noche!
—¡Cómo!
Y, dejando el desayuno, cogí el sombrero y eché a correr tan deprisa como pude. Otro asesinato..., ¡y Poirot ausente! ¡Qué fatalidad! Pero ¿quién era la víctima?
Me precipité hacia la puerta. En el paseo de la entrada hablaba y gesticulaba un grupo de servidores. Agarré a Francisca.
—¿Qué ha pasado?
—¡Oh, señor, señor! ¡Otra muerte! Es terrible. Pesa una maldición sobre la casa. Sí, señor; como se lo digo..., ¡una maldición! Deberían
mandar a buscar al señor cura para que trajese aquí el agua bendita. Yo no duermo otra noche bajo este techo. Podría tocarme a mí el turno. ¿Quién sabe?
Y se santiguó.
—Sí —exclamé—. Pero ¿a quién han matado?
—¿Acaso lo sé yo? A un hombre..., un desconocido. Lo han encontrado ahí..., en el cobertizo..., a menos de cien metros del sitio donde encontraron al pobre señor. Y esto no es todo. Estaba acuchillado..., acuchillado en el corazón..., ¡con la misma daga!