Capítulo II



Una demanda de socorro

Eran las nueve y cinco de la mañana siguiente cuando entré en nuestra sala común para desayunarme. Con su puntualidad acostumbrada, mi amigo Poirot estaba rompiendo la cáscara de su segundo huevo.

Me miró con expresión radiante.

—¿Ha dormido bien? ¿Se ha repuesto de esa travesía tan terrible? Es maravilloso que no se haya retrasado nada esta mañana. Pardon, pero su corbata no está simétrica. Permítame que se la corrija

En otra parte he descrito a Hércules Poirot. ¡Un hombrecillo extraordinario! Estatura de un metro sesenta y dos centímetros, cabeza ovalada que inclinaba un poco a un lado, ojos que brillaban con un matiz verde cuando se excitaba, tieso bigote militar, ¡expresión de dignidad inmensa! Su aspecto era limpio y elegante. Sentía una pasión absoluta por la limpieza en todos los órdenes. Ver un adorno torcido, o una partícula de polvo, o un ligero desarreglo en la indumentaria de una persona era una tortura para el hombrecillo hasta que podía tranquilizarse poniendo remedio al mal. El «orden» y el «método» eran sus dioses. Las pruebas tangibles, tales como las huellas de pisadas y la ceniza de cigarrillos, le inspiraban un cierto desdén, y sostenía que, por sí mismas, no permitirían nunca a un detective resolver un problema. Y en seguida se daba en su cabeza oval, con absurda complacencia, y observaba muy satisfecho:

«El verdadero trabajo se hace desde dentro. Las pequeñas células grises..., recuerde siempre las pequeñas células grises, mon ami»

Ocupé mi asiento y observé con calma, en contestación al saludo de Poirot, que una hora de travesía, de Calais a Dover, apenas podía ser dignificada por el epíteto «terrible».

—¿Ha traído el correo algo interesante? —pregunté.

Poirot movió la cabeza con expresión de desagrado.

—Todavía no he examinado las cartas, pero no llega en estos tiempos nada interesante. Los grandes criminales, los criminales metódicos, ya no existen.

Y mientras movía la cabeza, descorazonado, yo solté una carcajada.

—Anímese, Poirot; va a cambiar la suerte. Abra sus cartas. Usted no sabe si hay algún gran caso a punto de asomarse por el horizonte.

Poirot sonrió y, cogiendo el pequeño y pulido cortapapeles con que abría la correspondencia, rasgó el lado superior de los varios sobres que contenía la bandeja.

—Una factura. Otra factura. Esto es que me vuelvo caprichoso en la vejez. ¡Aja! Una nota de Japp.

—¡Ah!, ¿sí? —y apliqué el oído. Más de una vez el inspector de Scotland Yard nos había dado acceso a un caso interesante.

—Se limita a darme las gracias (a su modo) por un pequeño detalle del caso Aberystwyth, en el que pude orientarle. Me encanta haberle sido útil.

Y, plácidamente, Poirot continuó la lectura de su correspondencia.

—Una idea sobre la que debería dar una conferencia a nuestros boy-scouts locales. La condesa de Forfanock me agradecerá que vaya a visitarla. ¡Otro perrillo faldero, sin duda! Y ahora la última. ¡Ah!...

Levanté la cabeza vivamente al advertir su cambio de tono. Poirot estaba leyendo con atención. Al cabo de un minuto, me echó el pliego.

—Esto se aparta de lo ordinario, amigo mío. Léalo usted mismo. La carta estaba escrita en un papel de marca extranjera y en letra característicamente atrevida. Decía así:


VILLA GENEVIEVE

Merlinville - Sur - Mer

FRANCE



«Muy señor mío: Necesito los servicios de un detective y, por razones que le comunicaré más tarde, no deseo llamar a la Policía oficial. He tenido noticias de usted, de diversas procedencias, y todos los informes coinciden en la afirmación de que es usted un hombre decididamente hábil y que sabe, además, ser discreto. No quiero confiar detalles al correo, pero, por razón de un secreto que poseo, temo diariamente por mi vida. Estoy convencido de que el peligro es inminente y, en consecuencia, le ruego que venga a Francia sin perder un momento. Enviaré un coche que le recoja en Calais si quiere telegrafiarme cuándo llega. Le quedaré muy agradecido si consiente dejar todos los casos que tenga entre manos para dedicarse exclusivamente a mis intereses. Estoy dispuesto a abonarle cualquier retribución necesaria. Probablemente habré de requerir sus servicios por un período de tiempo considerable, pues puede ser preciso que vaya usted a Santiago, donde he vivido por espacio de algunos años. Me complacerá que me indique sus honorarios.

Asegurándole una vez más que el asunto es

urgente

, queda de usted s. s.,

P. T. Renauld.»


Bajo la firma había sido garabateada una línea casi ilegible: «¡Venga, por amor de Dios!»

Le devolví la carta con el pulso agitado.

—iPor fin! —dije—. Aquí hay algo distinto de lo ordinario.

—Sí, verdaderamente —añadió Poirot, con aire reflexivo.

—Irá usted, por supuesto.

Poirot hizo una seña afirmativa. Estaba absorto en sus pensamientos. Por fin, pareció haber tomado su partido y levantó la mirada hasta el reloj. La expresión de su rostro era muy grave.

—Vea, amigo mío, que no hay tiempo que perder. El Expreso Continental sale de Victoria a las once. No se agite. Queda tiempo suficiente. Podemos permitirnos diez minutos de discusión. Usted me acompaña, ¿no es verdad?

—Hombre...

—Usted mismo me dijo que su principal no le necesita durante las próximas semanas.

—¡Oh!, así es. Pero este monsieur Renauld indica con toda claridad que su asunto es privado.

—Ta..., ta..., ta. Yo me encargo de monsieur Renauld. A propósito, ¿no parece que conocemos este nombre?

—Hay un millonario sudamericano famoso que se llama Renauld. No sé si podría ser el mismo.

—Sin duda. Esto explica la mención de Santiago. Santiago está en Chile, ¡y Chile está en América del Sur! ¡Ah, el caso es que vamos adelantando! ¿Se ha fijado en la posdata? ¿Qué efecto le ha causado?

Reflexioné.

—Es claro que escribió la carta dominándose, pero al final perdió los estribos y, siguiendo el impulso del momento, garabateó esas palabras desesperadas.

Pero mi amigo movió la cabeza con un gesto enérgico.

—Está usted en un error. Fíjese en que si bien la tinta de la firma es casi negra, la de la posdata es enteramente pálida...

—¿Y qué más? —pregunté, desconcertado.

—¡Por Dios, amigo mío! ¡Utilice sus pequeñas células grises! ¿No está claro? Monsieur Renauld escribió la carta. Sin secarla, la releyó cuidadosamente. Luego, no por impulso, sino con deliberación, añadió esas últimas palabras y pasó por ellas el papel secante.

—Pero ¿por qué?

Parbleu! Para que me produjesen a mí el efecto que le han producido a usted.

—¡Cómo!

—Ni más ni menos..., ¡para asegurarse de mi venida! Releyó la carta y no quedó contento de ella. ¡No era bastante fuerte!

Se detuvo y añadió luego en tono moderado, mientras se iluminaban sus ojos con el reflejo verde que siempre revelaba su excitación interior:

—Y así, amigo mío, puesto que la posdata fue puesta no por impulso, sino serenamente, a sangre fría, el caso es en realidad urgente y debemos estar a su lado tan pronto como sea posible.

—Merlinville —murmuré pensativo—. Creo que lo he oído nombrar.

Poirot afirmó con la cabeza.

—Es un lugar pequeño y tranquilo..., pero ¡elegante! Está situado hacia la mitad del camino de Boulogne a Calais. Creo que monsieur Renauld tiene una casa en Inglaterra.

—Sí; en Rutland Gate, si no recuerdo mal. Y también una gran residencia en el campo en alguna parte, en el Hertfordshire. Pero, en realidad, sé muy poca cosa de él. Su vida social no es muy activa. Creo que tiene en la City grandes intereses sudamericanos y que se ha pasado la mayor parte de la vida en Chile y en la Argentina.

—Bien; él mismo nos dará todos los detalles. Vamos a preparar el equipaje. Una maleta pequeña cada uno, y luego un taxi a la estación Victoria.



De ella partimos a las once, camino de Dover. Antes de emprender el viaje, Poirot había enviado un telegrama a monsieur Renauld comunicándole la hora de nuestra llegada a Calais.

Durante la travesía tuve buen cuidado de no turbar la soledad de mi amigo. El tiempo era espléndido y el mar estaba tan tranquilo como el lago proverbial, por lo que no me sorprendió ver acercarse a mí un Poirot sonriente al desembarcar en Calais. Una contrariedad nos esperaba allí, pues no se había enviado ningún coche que nos recogiese; pero Poirot lo atribuyó a algún retraso que se había producido al cursar el telegrama.

—Alquilaremos otro —dijo animadamente.

Y pocos minutos después estábamos saltando, entre crujidos, en el más desvencijado de los automóviles de alquiler que hayan corrido en dirección a Merlinville.

Por mi parte, me hallaba muy animado también, pero mi amigo estaba observándome con expresión grave.

—Está usted lo que el pueblo escocés llama fey, Hastings. Esto presagia desastre.

—¡Oh, oh, oh! En todo caso, usted no comparte mis sentimientos.

—No; pero estoy asustado.

—Asustado, ¿de qué?

—No lo sé. Pero tengo un presentimiento..., un je ne sais quoi!

Y había hablado con tan grave acento que, a mi pesar, me sentí impresionado.

—Tengo la sensación —añadió lentamente— de que éste va a ser un caso grande..., un problema largo y penoso, que no será fácil resolver.

Hubiera querido dirigirle otras preguntas, pero acabábamos de entrar en la pequeña población de Merlinville, y moderamos la marcha para averiguar cuál era el camino de la Villa Geneviéve.

—Sigan por aquí, cruzando la población. La Villa Geneviéve está a cosa de un kilómetro al otro lado. No pueden confundirla. Una villa grande que mira al mar.

Dimos las gracias a nuestro informador y seguimos adelante, cruzando la población. Una bifurcación de la carretera nos obligó a detenernos de nuevo. Un campesino venía hacia nosotros y esperamos a que llegase para pedir nuestra dirección. Había una villa diminuta junto al mismo camino, pero era demasiado pequeña y ruinosa para ser la que buscábamos. Mientras aguardábamos se abrió su puerta y apareció en ella una muchacha.

El campesino pasaba ahora por nuestro lado y el conductor se inclinó fuera de su asiento y le pidió nuestra dirección.

—¿La Villa Geneviéve? Sólo unos cuantos pasos más allá, por este camino, a la derecha. Podría usted verla desde aquí a no ser por la curva.

El chófer le dio las gracias y el coche reanudó la marcha. Mis ojos quedaron fascinados por la muchacha, que continuaba allí, con una mano en la puerta, observándonos. Soy un admirador de la belleza y allí había un ejemplar que nadie hubiera podido pasar por alto. Muy alta, con las proporciones de una joven diosa y la cabellera de oro de su cabeza descubierta brillando al sol. Juré para mí mismo que aquélla era una de las muchachas más hermosas que había visto nunca. Al continuar por el áspero camino, volví la cabeza para seguir viéndola.

—¡Por Júpiter, Poirot! —exclamé—. ¿Ha visto usted esta divinidad?

Poirot levantó las cejas.

—Esto empieza —murmuró—. ¡Ya ha visto usted una diosa!

—Déjese de historias. ¿No lo era, acaso?

—Es posible; no lo he advertido.

—Pero, sin duda, la ha visto usted...

—Amigo mío: dos personas distintas rara vez ven la misma cosa. Usted, por ejemplo, ha visto una diosa. Yo... —vaciló.

—¿Qué más?

—Yo sólo he visto una muchacha de ojos acongojados —dijo Poirot gravemente.

Pero en aquel momento llegamos ante una gran puerta verde, y los dos lanzamos una exclamación al mismo tiempo. Delante de la puerta estaba un descomunal sergent de ville, que levantó la mano para detenernos.

—No pueden ustedes pasar, señores.

—Pero es que deseamos ver a monsieur Renauld —exclamé—. Estamos citados, y ésta es su villa, ¿no es verdad?

—Sí, señor; pero...

Poirot se inclinó hacia adelante.

—Pero ¿qué?

—Monsieur Renauld ha sido asesinado esta mañana.

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