Capítulo XXI
Hércules Poirot habla del caso
Con voz mesurada, Poirot comenzó su exposición:
—¿Le parece extraño, amigo mío, que un hombre proyecte su propia muerte? Sí; tan extraño que prefiere rechazar la verdad como una fantasía y volver a una hipótesis en realidad diez veces más imposible. Sí; Renauld proyectó su propia muerte, pero hay un detalle que quizá se le escapa a usted: no se proponía morir.
Moví la cabeza, aturdido.
—No, no. Se trata de la cosa más sencilla, verdaderamente —dijo Poirot con bondadoso acento—. Para el crimen que proyectaba Renauld, no era necesario un asesinato, pero sí un cadáver, como ya se lo he dicho. Vamos a reconstruir el caso mirando ahora los acontecimientos desde un punto diferente. George Conneau huye de la Justicia... al Canadá. Allí, bajo nombre supuesto, contrae matrimonio y reúne luego una vasta fortuna en América del Sur. Pero padece la nostalgia de su propia patria. Han pasado veinte años; su aspecto ha cambiado considerablemente, y como se ha convertido en un personaje importante, no es fácil que nadie le relacione con un fugitivo de la Justicia de hace ya mucho tiempo. Cree poder regresar sin peligro alguno. Fija su residencia principal en Inglaterra, pero se propone pasar los veranos en Francia. Y la mala suerte, o esa oscura justicia que da forma a los destinos de los hombres y no les permite eludir las consecuencias de sus actos, le lleva a Merlinville. Entre todos los lugares de Francia, allí está la única persona capaz de reconocerle. Naturalmente, para Daubreuil aquello es una mina de oro que no tarda en explotar. Él se encuentra indefenso, absolutamente a su merced. Y ella le sangra a medida. Y entonces ocurre lo inevitable. Jack Renauld se enamora de la hermosa muchacha que ve casi diariamente, y desea casarse con ella. Esto solivianta a su padre, que, a toda costa, quiere evitar que su hijo se una a la hija de aquella perversa mujer. Jack Renauld ignora por completo el pasado de su padre, pero madame Renauld lo sabe todo. Es una mujer de gran fuerza de carácter y apasionadamente adicta a su marido. Juntos, buscan un modo de salir de aquella apurada situación. Renauld sólo ve un camino..., la muerte. Es preciso que parezca que muere para huir, en realidad, a otro país donde empezará una nueva carrera bajo un nombre supuesto y donde madame Renauld, después de representar por algún tiempo el papel de viuda, podrá ir a reunirse con él. Es esencial que ella pueda disponer libremente del dinero, y, por esto, él modifica su testamento. Cómo pensaron, al principio, resolver el problema del cadáver, no lo sé (es posible que hubiesen pensado en un esqueleto para estudiantes de arte y un fuego, o algo por este estilo), pero mucho antes que hubiesen madurado sus planes, ocurre un suceso que facilita las cosas. Un vagabundo tosco e insolente se introduce en el jardín. Renauld intenta expulsarle, hay un altercado y el intruso cae al suelo, de repente, víctima de un ataque de epilepsia. Está muerto. Renauld llama a su esposa. Juntos, le arrastran al interior del cobertizo (como sabemos, el suceso ha ocurrido muy cerca de allí) y se dan cuenta de la maravillosa oportunidad que esto les ofrece. El hombre no se parece a Renauld, pero es de mediana edad y del tipo francés corriente. Esto basta. Me inclino a imaginar que se sentaron en el banco cercano, donde podían hablar sin ser oídos desde la casa. Su plan quedó trazado muy pronto. La identificación debía descansar únicamente en el testimonio de madame Renauld. Jack Renauld y el chófer, que había servido a su amo dos años, quedarían apartados de allí. No era probable que las sirvientas francesas se acercasen al muerto, y, en todo caso, Renauld se proponía tomar sus medidas para engañar a todos los que no pudieran apreciar detalles. Masters fue enviado lejos; se despachó un telegrama para Jack, siendo elegida la ruta de Buenos Aires para dar verosimilitud a la historia que Renauld había decidido adoptar. Teniendo noticia de mí, como detective algo oscuro y viejo, escribió su demanda de auxilio, sabiendo que a mi llegada la carta causaría un efecto profundo en el juez de instrucción... y así ocurrió, naturalmente. Vistieron el cuerpo del vagabundo con un traje de Renauld y dejaron la chaqueta y el pantalón andrajosos que aquél llevaba, junto a la puerta del cobertizo, sin atreverse a entrarlos en la casa. Y luego, para que fuese creído más fácilmente el cuento que madame Renauld tenía que contar, le atravesaron el corazón con la daga hecha de material de aeroplano. Aquella noche, Renauld empezaría por ligar y amordazar a su esposa, y, luego, tomando una azada, cavaría una sepultura en aquella determinada parcela de terreno en que él sabía que iba a hacerse un..., ¿como lo llaman ustedes?..., ¿bunkair? Era esencial que el cadáver se encontrase, pues madame Daubreuil no debía sospechar nada. Por otra parte, si pasaba un poco de tiempo, quedarían muy atenuados los peligros de la identificación. Después, Renauld se pondría los harapos del vagabundo y se iría a pie a la estación, de la que partiría, sin llamar la atención de nadie, en el tren de las doce y diez. Puesto que quedaría entendido que el crimen había tenido lugar dos horas más tarde, no era posible que recayese sobre él sospecha alguna. Comprenderá usted ahora su contrariedad ante la inoportuna visita de Bella. Cada momento de demora es fatal para sus planes. No obstante, consigue deshacerse de ella tan pronto como le es posible. Entonces, ¡manos a la obra! Deja la puerta delantera entreabierta para crear la impresión de que los asesinos salieron por allí. Ata y amordaza a madame Renauld, corrigiendo el error cometido veintidós años atrás, cuando la flojedad de las ligaduras dio lugar a que se sospechase de su cómplice, pero deja a ésta instruida con una historia esencialmente parecida a la inventada para aquella ocasión anterior, mostrando así el inconsciente retroceso de la imaginación contra la originalidad. La noche es fría, y se pone un sobretodo encima de su ropa interior, con el propósito de echarlo a la sepultura, con el hombre muerto. Sale por la ventana, alisando con sumo cuidado el cuadro del jardín y dejando así la prueba más concluyente contra sí mismo. Sigue hasta el solitario campo de golf, y cava... Y entonces...
—Continúe...
—Y entonces —siguió Poirot gravemente— le alcanza la justicia que había eludido por tanto tiempo. Una mano desconocida le apuñala por la espalda... Ahora, Hastings, comprende usted lo que quiero decir al hablar de dos crímenes. El primer crimen que Renauld, en su arrogancia, nos pidió que investigásemos, está resuelto. Pero, tras él, hay un enigma más profundo. Y hallar la solución sería difícil..., puesto que el criminal, con buen juicio, se ha contentado con aprovecharse de la trama preparada por Renauld. Ha sido un misterio particularmente escurridizo y desconcertante.
—Es usted maravilloso, Poirot —dije, admirado—. Absolutamente maravilloso. ¡Nadie más hubiera podido hacer esto!
Creo que mi elogio le complació. Por única vez en su vida pareció hallarse algo turbado.
—Este pobre Giraud —dijo, procurando, sin lograrlo, parecer modesto—, sin duda, no es todo estupidez. Ha estado de mala suerte algunas veces. Ese cabello oscuro arrollado a la daga, por ejemplo. Lo menos que puede decirse es que era para despistar a un hombre.
—Hablando con franqueza, Poirot —dije lentamente—, aun ahora no sospecho... de quién era.
—De madame Renauld, por supuesto. Ahí es donde la cogió la mala suerte. El cabello de esta dama, originalmente negro, está ahora completamente plateado. Igual podía haber sido un cabello blanco..., y, entonces, ¡jamás hubiera podido Giraud persuadirse de que venía de la cabeza de Jack Renauld! Pero una cosa va con la otra. ¡Siempre ha de retorcer los hechos para que encajen en una hipótesis! Sin duda, cuando se restablezca, madame Renauld hablará. Nunca se le ocurrió la posibilidad de que su hijo fuese acusado del asesinato. ¿Cómo podía ocurrírsele cuando le creía en seguridad, navegando a bordo del Anzora? ¡Ah, eso es una mujer, Hastings! ¡Qué fuerza, qué dominio de sí misma! Sólo tuvo un desliz: su inesperada respuesta: «Esto no tiene importancia..., ahora.» Y nadie advirtió, nadie se dio cuenta del significado de estas palabras. ¡Qué terrible papel ha tenido que desempeñar la pobre mujer! Imagine su impresión cuando, al ir a identificar el cadáver, en lugar de lo que esperaba ver, descubre la forma inerte de su marido, al que, para entonces, creía ya a muchos kilómetros de distancia... ¡No fue milagro que se desmayase! Pero, desde entonces, a pesar de su dolor y de su desesperación, ¡qué resueltamente ha desempeñado este papel, y qué horrible angustia debe de estar atormentándola! No puede decir una palabra para ponernos en la pista de los verdaderos asesinos. Por el bienestar de su hijo, nadie debe saber que Pablo Renauld era el criminal George Conneau. Y, como golpe final y más amargo, ha admitido públicamente que madame Daubreuil era la amiga de su marido..., ya que la menor insinuación de chantaje podía ser fatal para su secreto. ¡Con qué habilidad contestó al juez de instrucción cuando éste le preguntó si había algún misterio en la vida pasada de su esposo: «¡Nada que fuese tan romántico, señor juez!» Su tono indulgente, su ligero matiz de triste burla, fueron perfectos. Y Hautet se sintió colocado en una posición necia y melodramática. ¡Sí, es una gran mujer! Si ha amado a un criminal, le ha amado ¡como una reina!
Poirot se había quedado perdido en sus pensamientos.
—Otra cosa, Poirot: ¿qué me dice del trozo de tubería de plomo?
—¿No lo ve? Era para desfigurar a la víctima de suerte que no pudiera ser reconocida. Esto fue lo primero que me puso sobre la pista verdadera. ¡Y ese imbécil de Giraud dando vueltas por allí en busca de cerillas quemadas! ¿No le dije a usted que un indicio de treinta centímetros de longitud era tan bueno como uno de dos? Ya lo ve, Hastings, tenemos que volver a empezar. ¿Quién mató a Renauld? Alguien que estaba cerca de la villa poco antes de las doce de aquella noche, alguien que sale beneficiado con su muerte..., y estos detalles corresponden perfectamente con las circunstancias de Jack Renauld. No era preciso tener el crimen premeditado. Y, por otra parte, ¡la llaga!
Me sobresalté. No me había dado cuenta de este punto.
Desde luego —dije—. La de madame Renauld era la que encontramos en el cuerpo del vagabundo. ¿Había dos, entonces?
—Ciertamente, y puesto que eran idénticas es lógico pensar que Jack Renauld era el dueño de la otra. Pero esto no me inquietaría tanto. Lo cierto es que tengo una idea sobre ello. No, la circunstancia más acusadora es también psicológica..., ¡la herencia, amigo mío, la herencia! Tal padre, tal hijo... Después de todo, Jack Renauld es hijo de George Conneau.
Había dicho estas palabras con un tono grave y serio que me impresionó a mi pesar.
—¿Cuál es la idea propia que acaba de mencionar? —le pregunté.
A modo de contestación, Poirot consultó su reloj, que parecía un nabo, y preguntó luego:
—¿A qué hora zarpa de Calais el barco de la tarde?
—Creo que hacia las cinco.
—Esto nos irá bien. Tenemos el tiempo necesario.
—¿Se va usted a Inglaterra?
—Sí, amigo mío.
—¿Por qué?
—Para encontrar a una posible... testigo.
—¿Quién?
Con una peculiar sonrisa en el rostro, Poirot contestó:
—A miss Bella Duveen.
—Pero ¿cómo va a encontrarla?... ¿Qué sabe de ella?
—No sé nada de ella..., pero puedo presumir mucho. Podemos dar por supuesto que se llama con toda certeza Bella Duveen, y, puesto que este nombre le es vagamente conocido a Stonor, aunque en realidad no esté en relación con la familia Renauld, es probable que se trate de una actriz. Jack Renauld era un joven con mucho dinero y veinte años de edad. Su primera aventura amorosa es de creer que se ha desarrollado entre bastidores, y esto encaja, además, con la tentativa de aplacar a la muchacha con un cheque, hecha por Renauld. Creo que la encontraré sin dificultad..., especialmente con la ayuda de esto.
Y sacó la fotografía que yo le había visto tomar del cajón de Jack Renauld, en uno de cuyas esquinas se veían garabateadas las palabras: «Con el cariño de Bella»; pero no era esto lo que atrajo y retuvo mi mirada. La semejanza no era perfecta..., pero no por ello dejaba de ser inconfundible para mí. Sentí como si me sumergiese en un frío ambiente, como si acabase de caer sobre mí una indecible calamidad.
Era el rostro de Cenicienta.