Capítulo XV
Una fotografía
Eran las palabras del doctor tan sorprendentes que todos nos quedamos desconcertados. Teníamos allí a un hombre apuñalado con una daga robada sólo veinticuatro horas antes y, no obstante, afirmaba el doctor Durand, de un modo categórico, ¡que su muerte había ocurrido hacía, por lo menos, cuarenta y ocho horas! Todo aquello era fantástico en el más alto grado.
Estábamos aún reponiéndonos de la sorpresa causada por el anuncio del doctor, cuando me trajeron un telegrama. Había sido recibido en el hotel y enviado a la villa. Lo abrí. Era de Poirot, que avisaba su regreso en el tren que llegaba a Merlinville a las doce y veintiocho.
Miré mi reloj y comprobé que tenía el tiempo justo para ir a recibirle a la estación sin precipitarme. Comprendía que era importantísimo que quedase informado en seguida de la emocionante novedad.
Reflexioné que, evidentemente, Poirot no había tenido dificultad en encontrar lo que buscaba en París. Así lo demostraba la prontitud de su regreso. Le habían bastado unas cuantas horas. Me pregunté qué efecto le causaría la noticia que iba a comunicarle.
El tren venía con algunos minutos de retraso y me puse a pasear sin objeto por el andén hasta que se me ocurrió que podía ocupar el tiempo en hacer algunas preguntas acerca de las personas que habían salido de Merlinville con el último tren de la noche de la tragedia.
Me acerqué al factor, hombre de aspecto inteligente, y no me costó mucho persuadirle para hablar del asunto. Afirmó calurosamente que era una vergüenza para la Policía que tales bandoleros o asesinos pudiesen circular por ahí sin el merecido castigo. Le hice la insinuación de que había alguna posibilidad de que hubiesen salido con el tren de medianoche; pero él lo negó resueltamente. Dos extranjeros le hubieran llamado la atención..., estaba seguro de ello. Sólo habían tomado aquel tren unas veinte personas, y él no hubiera dejado de advertir su presencia.
No sé qué fue lo que me puso esta idea en la cabeza (quizá el acento de angustia de las palabras oídas a Marta Daubreuil); pero, de pronto, le pregunté:
—¿No partió con este tren monsieur Renauld, hijo?
—¡Ah!, no, señor. ¡Llegar y volver a marcharse al cabo de media hora no hubiera sido muy divertido!
Le miré sin comprender apenas el significado de sus palabras. Luego, lo comprendí.
—¿Quiere usted decirme —le pregunté con el corazón algo agitado— que monsieur Jack Renauld había llegado a Merlinville aquella noche?
—Sí, señor. Con el último tren que llega por el otro lado, el de las once y cuarenta.
Mi cerebro giró como en un torbellino. He aquí, pues, la razón de la angustia de Marta. Jack Renauld había estado en Merlinville en la noche del crimen. Pero ¿por qué no lo había dicho? ¿Por qué, por el contrario, nos había inducido a creer que había permanecido en Cherburgo? Recordando su expresión franca y juvenil, difícilmente hubiera podido yo decidirme a pensar que tuviese alguna relación con el crimen. No obstante, ¿por qué este silencio por su parte acerca de un punto de tan vital importancia? Una cosa era cierta: Marta había estado siempre enterada de todo. De aquí su congoja y sus ansiosas preguntas a Poirot sobre si se sospechaba de alguien.
Mis reflexiones fueron interrumpidas por la llegada del tren, y un momento después estaba dando la bienvenida a Poirot. El hombrecillo venía radiante. Reía y vociferaba y, olvidando mis reparos británicos, me abrazó calurosamente en el andén.
—Mon cher ami, ¡He triunfado, he triunfado maravillosamente!
—¿De veras? Me encanta saberlo. ¿Tiene usted las últimas noticias de aquí?
—¿Cómo quiere que tenga ninguna noticia? Ha ocurrido algo, ¿verdad? ¿Ha detenido a alguien ese buen Giraud? ¿O a varias personas, quizá? ¡Ah, ahora voy a ponerle en ridículo a ese tipo! Pero ¿adonde me lleva usted, amigo mío? ¿No vamos al hotel? Es necesario que me arregle el bigote..., está deplorablemente caído con el calor del viaje. Además, sin duda llevo polvo en el traje. Y tengo que ajustarme la corbata.
Corté de golpe estas protestas.
—Mi querido Poirot, deje todo esto. Tenemos que ir a la villa inmediatamente. ¡Ha habido otro asesinato!
Nunca he visto un hombre tan aturdido. Cayó su mandíbula y su expresión perdió toda la anterior viveza. Con la boca abierta, se quedó mirándome.
—¿Qué dice? ¿Otro asesinato? ¡Ah!, pero entonces estoy equivocado por completo. He fracasado. Giraud puede burlarse de mí..., ¡no le faltará razón!
—¿No lo esperaba usted entonces?
—¿Yo? De ningún modo. Esto destruye mi explicación..., lo deshace todo... Esto... ¡Ah, no! —y se detuvo de repente, golpeándose el pecho—. Es imposible. ¡No puedo estar equivocado! Considerados metódicamente y en su verdadero orden, los hechos sólo admiten una explicación. ¡Debo tener razón! ¡Tengo razón!
—Pero entonces...
Me interrumpió.
—Espere, amigo mío. Debo tener razón, y, por tanto, este nuevo asesinato es imposible, a no ser..., a no ser... ¡Oh!, espere, se lo ruego. No diga una palabra.
Permaneció callado por unos momentos; luego, volviendo a su actitud normal, dijo con voz tranquila y segura:
—La víctima es un hombre de mediana edad. Su cuerpo ha sido hallado en el cobertizo cerrado cercano al lugar del crimen, y la muerte había ocurrido, por lo menos, cuarenta y ocho horas antes. Y es muy probable que fuese acuchillado de un modo parecido al de Renauld, aunque no necesariamente en la espalda.
Ahora me llegó a mí el turno de quedarme con la boca abierta, y así lo hice. En todo lo que sabía de la historia de Poirot no había un hecho tan sorprendente corno éste. Y, como era casi inevitable, cruzó una duda por mi mente.
—Poirot —exclamé—, está usted bromeando ahora a costa mía. Estaba ya informado.
Pero él me dirigió una mirada de reproche.
—¿Soy yo capaz de hacer una cosa así? Le aseguro que no sabía una palabra de esto. ¿No ha observado la impresión que me han causado sus noticias?
—Pero ¿cómo ha podido saber todo esto?
—¿Tenía razón entonces? Pero yo lo sabía. Las pequeñas células grises, amigo mío, ¡las pequeñas células grises! Ellas me lo habían dicho. Así, y no de otro modo, era posible una segunda muerte. Cuéntemelo ahora todo. Si vamos por la izquierda podremos tomar un atajo, cruzando el campo de golf, que nos llevará mucho más deprisa a la parte posterior de Villa Geneviéve.
Mientras caminábamos, siguiendo el atajo indicado por él, le conté cuanto sabía. Poirot me escuchó con gran atención.
—¿La daga estaba en la herida, dice usted? Es curioso. ¿Está seguro de que era la misma?
—Absolutamente seguro. Esto es lo que hace el caso tan imposible.
—Nada es imposible. Puede haber tenido dos dagas.
Oyendo esto levanté las cejas.
—Seguramente esto es extremadamente inverosímil. Sería una coincidencia muy extraordinaria.
—Habla usted, como de costumbre, sin reflexionar, Hastings. En algunos casos sería extremadamente improbable la existencia de dos armas idénticas; pero no en el caso presente. Esta arma particular era un recuerdo de la guerra hecho por encargo de Jack Renauld. Si pensamos en ello, es realmente muy inverosímil que encargase sólo una daga. Muy probablemente había otra para su propio uso.
—Pero nadie ha hecho mención de semejante cosa.
En el tono de Poirot asomó ahora una insinuación del acento del conferenciante.
—Amigo mío: cuando se trabaja en la indagación de un caso no se toman en cuenta sólo las cosas que han sido «mencionadas». No hay razón para mencionar muchas cosas que pueden luego resultar importantes. Así mismo, hay muchas veces una razón excelente para no mencionarlas. Puede usted elegir entre los dos motivos.
Guardé silencio, impresionado a mi pesar. Con unos cuantos minutos más llegamos al famoso cobertizo. Allí encontramos a todos nuestros amigos y, tras un intercambio de frases corteses, Poirot empezó su tarea.
Habiendo observado el trabajo de Giraud, me sentí vivamente interesado. Poirot dirigió a su alrededor una mirada superficial y sólo examinó la chaqueta y el pantalón harapientos que se hallaban junto a la puerta. A los labios de Giraud asomó una sonrisa desdeñosa, y, como si lo hubiese advertido, Poirot echó al suelo nuevamente el lío de ropa.
—¿Prendas viejas del jardinero? —preguntó.
—Exactamente —contestó Giraud.
Poirot se arrodilló junto al cadáver. Sus dedos trabajaban rápida, pero metódicamente. Examinó el género del traje y comprobó que no estaba marcado. Dedicó una atención especial a las botas y así mismo a las uñas sucias y rotas. Mientras examinaba estas últimas dirigió a Giraud una rápida pregunta:
—¿Las ha visto?
—Sí; las he visto —contestó el otro, con su rostro siempre inescrutable.
De pronto, Poirot se enderezó.
—¡Doctor Durand!
—Diga... —y el doctor se adelantó.
—Tiene espuma en los labios. ¿La ha observado usted?
—Debo admitir que no la había advertido.
—Pero ¿la observa ahora?
—¡Oh, ciertamente!
Poirot dirigió una nueva pregunta a Giraud:
—¿Usted la había advertido, sin duda?
El otro no contestó. Poirot continuó su trabajo. La daga había sido retirada de la herida y colocada en un jarro de cristal, al lado del cadáver. Poirot la examinó y estudió luego la herida con atención. Cuando levantó la cabeza, su rostro estaba excitado y brillaba en sus ojos la gran luz verde que tan bien conocía yo.
—¡Es ésta una extraña herida! No ha sangrado. No hay mancha en la ropa. La hoja de la daga está ligeramente descolorida y nada más. ¿Qué le parece a usted, señor doctor?
—Sólo puedo decir que es todo muy anormal.
—No es nada anormal. Es muy sencillo. El hombre fue apuñalado cuando ya estaba muerto —y conteniendo con un movimiento de la mano el vocerío que se había levantado, Poirot se volvió hacia Giraud y añadió—: Monsieur Giraud está de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Cualquiera que fuese su verdadera opinión, Giraud aceptó la petición sin mover un músculo. Calmosa y algo desdeñosamente, contestó:
—Ciertamente, estoy de acuerdo.
De nuevo se levantó el murmullo de sorpresa e interés.
—Pero ¡vaya una idea! —exclamó Hautet—. ¡Apuñalar a un hombre después de muerto! ¡Bárbaro! ¡Inaudito! Algún odio insaciable, quizá.
—No —dijo Poirot—. Me figuro que se hizo enteramente a sangre fría... para crear una impresión.
—¿Qué impresión?
—La impresión que casi creó —replicó Poirot con tono oracular.
Bex había estado reflexionando.
—¿Cómo fue muerto el hombre, entonces?
—No fue muerto. Murió. Y murió, si no estoy muy equivocado, ¡de un ataque de epilepsia!
La declaración de Poirot levantó de nuevo una excitación considerable. El doctor Durand volvió a arrodillarse e hizo una exploración minuciosa. Por último, poniéndose en pie, dijo:
—Monsieur Poirot, me inclino a creer que su afirmación es acertada. Al empezar estuve desorientado. El hecho indiscutible de que el hombre había sido apuñalado desvió mi atención de todas las otras indicaciones.
Poirot era el héroe de aquella hora. El juez de instrucción le felicitó profusamente. Poirot correspondió con donaire y se excusó luego con el pretexto de que ni él ni yo habíamos almorzado todavía y que deseaba reponerse de las fatigas del viaje. Cuando estábamos a punto de salir del cobertizo se nos acercó Giraud.
—Otra cosa, Poirot —dijo con su voz suave y zumbona—. He encontrado esto arrollado al puño de la daga..., un cabello de mujer.
—¡Ah! —contestó Poirot—. ¿Un cabello de mujer? ¿De qué mujer?, me pregunto yo.
—Yo me lo pregunto también —y, con una reverencia, Giraud nos dejó.
—Ha insistido ese bueno de Giraud —dijo Poirot con aire pensativo—. No sé en qué dirección espera despistarme. Un cabello de mujer..., ¡hum!...
Almorzamos con buen apetito, pero encontré a Poirot un poco distraído. Pasamos luego a nuestra sala y allí le rogué que me dijese algo de su misterioso viaje a París.
—Con mucho gusto, amigo mío. He ido a París a buscar esto.
Y sacó del bolsillo un pequeño recorte amarillento de papel de periódico. Era la reproducción de una fotografía de mujer. Me lo entregó y lancé una exclamación.
—¿La reconoce usted, amigo?
Hice una seña afirmativa. Aunque era claro que aquella fotografía databa de muchos años, y el peinado era de otro estilo, el parecido era inconfundible.
—¡Madame Daubreuil!
Poirot movió la cabeza con una sonrisa.
—Esto no es enteramente exacto, amigo mío. No se llamaba así en aquellos tiempos. ¡Ése es el retrato de la célebre madame Beroldy!
iMadame Beroldy! Como en un relámpago, acudió a mi memoria la historia del proceso por asesinato que había despertado un interés mundial: el proceso Beroldy.