Capítulo XXII
Encuentro el amor
Por unos segundos permanecí como petrificado con la fotografía en la mano. Reuniendo luego todas mis fuerzas para aparecer impasible, se la devolví a Poirot, dirigiéndole, al mismo tiempo, una rápida mirada. ¿Había advertido algo? Pero comprobé con satisfacción que no parecía estar observándome. Ciertamente, no había visto nada desusado en mis maneras.
Se puso en pie con animación.
—No tenemos tiempo que perder. Hemos de partir inmediatamente. Todo va bien..., ¡el mar está en calma!
Con las prisas de la partida no tuve tiempo para pensar; pero una vez a bordo, y libre de la observación de Poirot, concentré la atención y ataqué los hechos desapasionadamente. ¿Cuánto sabía Poirot y por qué estaba empeñado en encontrar a aquella muchacha? ¿Sospechaba que habría visto cometer el crimen a Jack Renauld? ¿O sospechaba...? Pero ¡esto era imposible! La muchacha no tenía queja alguna contra Renauld padre, ni había motivo posible para que desease su muerte. ¿Qué le había hecho volver al lugar del crimen? Repasé los hechos cuidadosamente. Debió de haber dejado el tren en Calais, donde me separé de ella aquel día. No era extraño que me hubiese sido imposible encontrarla en el buque. Si había comido en Calais y tomado algo en el tren hasta Merlinville, debió de haber llegado a Villa Geneviéve hacia la hora indicada por Francisca. ¿Qué había hecho al salir de la casa, poco después de las diez? Era de suponer que había ido a un hotel o había regresado a Calais. ¿Y luego? El crimen había sido cometido en la noche del martes. El jueves por la mañana volvía a estar en Merlinville. ¿Había llegado a salir de Francia? Mucho lo dudaba. ¿Qué la mantuvo allí?... ¿La esperanza de ver a Jack Renauld? Yo le había dicho (tal como en aquel momento creíamos) que estaba en alta mar con rumbo a Buenos Aires. Es posible que supiera que el Anzora no había zarpado. Pero, para saberlo, debía de haber visto a Jack. ¿Era esto lo que quería averiguar Poirot? Al regresar para ver a Marta Daubreuil, ¿se había encontrado Jack cara a cara con Bella Duveen, la muchacha que sin compasión había abandonado?
Para mí empezaba a hacerse la luz. Si, en realidad, era aquél el caso, podría proporcionar a Jack la coartada que necesitaba. No obstante, en tales circunstancias, parecía su silencio difícil de explicar. ¿Por qué no habló abiertamente? ¿Había temido que llegase a oídos de Marta Daubreuil aquella anterior aventura amorosa? Moví la cabeza, descontento de la idea. Esa aventura había sido bastante inofensiva, un necio episodio entre muchacho y muchacha. Cínicamente pensé que no era probable que el hijo de un millonario fuese abandonado por una muchacha francesa pobre, y que, además, le quería profundamente, sin una causa mucho más grave.
Poirot reapareció en Dover animado y sonriente, y nuestro viaje a Londres se realizó sin novedad. Eran más de las nueve de la noche cuando llegamos, y creí que nos iríamos directamente a nuestras habitaciones y no haríamos nada hasta la mañana. Pero Poirot tenía otros planes.
—No podemos perder el tiempo, amigo mío. La noticia de la detención no aparecerá en los periódicos ingleses hasta pasado mañana; pero, aun así, no tenemos tiempo que perder.
No seguí exactamente su razonamiento, pero le pregunté cómo se proponía encontrar a la muchacha.
—¿Recuerda usted a José Aarons, el agente de espectáculos? ¿No? Le presté mis servicios en un asuntillo relativo a un luchador japonés. Un caso bonito que cualquier día le contaré. Él podrá, sin duda, ponernos en camino de descubrir lo que queremos saber.
Necesitábamos algún tiempo para dar con Aarons, y era más de medianoche cuando lo conseguimos. Hizo a Poirot un caluroso recibimiento y se manifestó dispuesto a servirnos en todo lo que se ofreciese.
—No hay en mi profesión gran cosa que yo no sepa —expuso, radiante de buen humor.
—Pues bien, Aarons: deseo encontrar a una chica llamada Bella Duveen.
—Bella Duveen. Conozco el nombre, pero, de momento, no puedo situarlo. ¿A qué género se dedica?
—Esto no lo sé, pero aquí tiene usted su retrato. Aarons lo estudió un momento, y se iluminó su rostro.
—¡Ya lo tengo! —exclamó, dándose un manotazo en el muslo—. ¡The Dulcibella Kids!
—¿Las Niñas Dulcibella?
—¡Justo! Son hermanas. Acróbatas, danzarinas y cantantes. Trabajan bastante bien. Creo que están ahora por alguna parte, en provincias..., si no descansan. Han estado en París dos o tres semanas, por lo menos.
—¿Puede usted saber dónde se encuentran ahora?
—Muy fácilmente. Váyanse a casa y les enviaré una nota por la mañana.
Bajo esta promesa nos despedimos de él. Cumplió puntualmente su palabra. Al día siguiente, hacia las once, llegó una nota garabateada:
«Las hermanas Dulcibella están en el Palace, en Coventry. Buena suerte.»
Sin más preparativos, salimos para Coventry. Poirot no hizo indagaciones en el teatro, contentándose con tomar dos butacas para la función de variedades de aquella noche.
El espectáculo fue soberanamente aburrido, o quizá el humor en que me hallaba me lo hizo ver así. Hubo artistas japoneses que ejecutaron arriesgados equilibrios; hombres dotados de falsa elegancia en traje de tonos verdosos y cabello exquisitamente lustroso desarrollaron unas charlas de sociedad y bailaron maravillosamente; algunas macizas primas donnas cantaron en el registro humano más agudo; un actor cómico se esforzó en ser míster George Robey y fracasó del modo más manifiesto.
Por último anunciaron el número de las Dulcibella Kids. El corazón me golpeaba el pecho hasta aturdirme. Allí estaba..., allí estaban las dos, una con el pelo de color de lino, la otra con el pelo oscuro, de la misma estatura, con falda corta y esponjada e inmensos lazos «Buster Brown». Parecían una pareja de chiquillas dotadas de una gracia picante. Empezaron a cantar. Sus voces eran frescas e ingenuas, más bien tenues y propias de un music-hall, pero atractivas.
Fue un número bonito y simpático. Bailaron correcta y ágilmente y ejecutaron algunas pequeñas y ágiles acrobacias. Las letras de sus canciones eran animadas y pegadizas. Al caer el telón hubo una tempestad de aplausos. Era claro que las Niñas Dulcibella constituían un éxito.
Sentí de repente que no podía continuar allí. Tenía que salir al aire. Le propuse a Poirot que nos retirásemos.
—Váyase si lo prefiere, amigo mío. A mí esto me divierte y me quedaré hasta el final. Me reuniré con usted más tarde.
Del teatro al hotel sólo había algunos pasos. Entré en la sala, pedí un whisky con seltz y me senté, observando pensativo la reja vacía de la chimenea. Oí cómo se abría la puerta y me volví, pensando que era Poirot. En seguida me puse en pie de un salto. Era Cenicienta la que estaba en el umbral, y me dijo, con voz entrecortada:
—Le he visto en primera fila. A usted y a su amigo. Cuando usted se levantó para salir, yo esperaba fuera y le he seguido. ¿Por qué está aquí..., en Coventry? ¿Qué ha venido a hacer aquí esta noche? ¿Era el... detective el hombre que estaba con usted?
Estaba allí, de pie, con una capa echada sobre el traje que llevaba en el escenario, que le resbalaba sobre los hombros. Vi la blancura de sus mejillas bajo el colorete y percibí el acento de terror en su voz. Y en aquel momento lo comprendí todo..., comprendí por qué la buscaba Poirot y qué era lo que ella temía, y comprendí, por fin, mi propio corazón...
—Sí —dije con dulzura.
—¿Me busca... a mí? —murmuró.
Y entonces, como tardé un momento en contestarle, se dejó caer en el sillón y rompió a llorar amargamente.
Me arrodillé a su lado, tomándola en mis brazos, y aparté el cabello que, en parte, le cubría el rostro.
—No llores, niña; no llores, por amor de Dios. Estás aquí segura. Yo te guardaré. No llores, querida. No llores. Yo lo sé..., lo sé todo.
—¡Oh, pero es que no lo sabe!
—Creo saberlo —y al cabo de un momento se calmaron un poco sus sollozos—. Fuiste tú quien cogió la daga, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por esto quisiste que te lo hiciese ver todo y fingiste desmayarte?
De nuevo afirmó, con una seña.
—¿Por qué querías la daga? —le pregunté entonces.
—Temía que pudiera haber en ella huellas dactilares.
—Pero ¿no recuerdas que llevabas los guantes puestos?
Ella movió la cabeza, como si estuviese aturdida, y preguntó luego lentamente:
—Va usted a entregarme a..., a la Policía?
—¡Dios mío! No.
Sus ojos buscaron los míos con una expresión seria, y luego, con voz que sonaba como si se asustase de sí misma, preguntó:
—¿Por qué no?
El lugar y el momento no parecían adecuados para hacer una declaración amorosa..., y sabe Dios que nunca había yo imaginado que hubiera de llegar a enamorarme en aquella forma. Pero le contesté con bastante sencillez y naturalidad:
—Porque te quiero, Cenicienta.
Ella bajó la cabeza, como si estuviese avergonzada, y, con voz entrecortada, murmuró:
—No puede..., no puede usted..., no; si supiera... —y entonces, como reuniendo sus fuerzas, me miró de frente y preguntó—: ¿Qué sabe?
—Sé que fuiste a ver a Renauld aquella noche. Que él te ofreció un cheque y tú lo rompiste indignada. Después, saliste de la casa...— y me detuve.
—Siga adelante... ¿Qué más?
—No sé si sabías que Jack Renauld vendría aquella noche, o si te limitabas a esperar que se presentaría una oportunidad de verle; pero te quedaste aguardando por allí. Quizá estabas solamente triste y paseaste al azar...; pero, como quiera que fuese, poco antes de las doce aún te encontrabas cerca de aquel lugar, y viste un hombre en el campo de golf...
De nuevo me detuve. Había visto la verdad como en un relámpago al entrar en la habitación, pero el cuadro se levantó ante mí aún más convincente. Vi destacarse con fuerza la hechura peculiar del gabán encima del cuerpo inerte de Renauld y recordé el sorprendente parecido que, por un instante, me había inducido a creer que el difunto había resucitado, cuando su hijo se precipitó en el salón en que estábamos reunidos.
—Continúe —repitió la muchacha con firmeza.
—Imagino que le viste de espalda..., pero le reconociste o creíste reconocerle. El porte y modo de andar te eran familiares, y lo mismo la hechura del abrigo —me detuve—. Habías amenazado a Jack Renauld en una de tus cartas. Cuando le viste allí, la ira y los celos te enloquecieron... ¡y descargaste el golpe! Ni por un momento creo que te hubieras propuesto matarle. Pero lo cierto es que lo mataste, Cenicienta.
Ella había levantado las manos para cubrirse el rostro, y dijo con voz ahogada:
—Tiene razón..., tiene razón... Lo veo todo tal como lo cuenta —y añadió, volviéndose hacia mí con un gesto desesperado—: ¿Y me quiere aún? Sabiendo lo que sabe, ¿cómo puede quererme?
—No lo sé —le dije, con cierto cansancio—. Creo que el amor es así..., una cosa que uno no puede evitar. Lo he intentado, y lo sé... desde el primer día en que te vi. Y el amor ha podido más que yo.
Y entonces, de pronto, cuando menos lo esperaba, rompió a llorar de nuevo, echándose al suelo y sollozando perdidamente.
—¡Oh, no puedo! —exclamó— . No sé qué hacer. No sé de qué lado volverme. ¡Oh, tenga compasión, tenga alguien compasión de mí y dígame qué he de hacer!
Una vez más me arrodillé junto a ella para calmarla del mejor modo que pudiese.
—No me temas, Bella. Por amor de Dios, no me temas. Te quiero, es la verdad..., pero no quiero que me lo pagues de ningún modo. Deja sólo que te ayude. Sigue queriéndole a él, si ha de ser así, pero deja que te ayude como él no podría hacerlo.
Fue como si mis palabras la hubiesen vuelto de piedra. Levantó la cabeza tras sus manos y me miró.
—¿Esto cree? —murmuró--. ¿Cree que yo quiero a Jack Renauld?
Y luego, riendo y llorando al mismo tiempo, me echó los brazos al cuello apasionadamente y apretó su bello y húmedo rostro contra el mío.
—¡No como te quiero a ti! —murmuró ahora—-. ¡Nunca como te quiero a ti!
Sus labios me rozaron la mejilla, y luego me besó una y otra vez, con una dulzura y una pasión increíbles. La emoción y el encanto de aquel momento no los olvidaré nunca..., ¡nunca, mientras viva!
Un sonido procedente de la puerta nos hizo levantar la cabeza. Allí estaba Poirot, mirándonos.
No vacilé. De un salto llegué hasta él y le sujeté los brazos junto a los costados.
—¡Aprisa! —le dije a la muchacha —. Sal de aquí. Tan pronto como puedas. Yo le sujetaré.
Después de dirigirme una mirada, corrió ella fuera de la habitación, pasando por delante de nosotros, mientras yo retenía a Poirot con un puño de hierro.
—Amigo mío —observó éste suavemente—, hace usted estas cosas muy bien. El hombre fuerte me tiene en sus garras y estoy indefenso como un niño. Pero todo esto resulta incómodo y ligeramente ridículo. Sentémonos y tengamos calma.
—¿No la perseguirá usted?
—Mon Dieu! No. ¿Soy acaso Giraud? Suélteme, amigo mío.
Manteniendo sobre él una mirada suspicaz, pues rindo a Poirot el homenaje de darme cuenta de que me aventaja en astucia, aflojé las manos, y él se hundió en un sillón, palpándose los brazos delicadamente.
—¡Tiene usted la fuerza de un toro cuando se excita, Hastings! ¿Y cree que se ha portado bien con su viejo amigo? Le enseño la fotografía de la muchacha, y usted la reconoce y no me dice una palabra.
—No era necesario, si usted sabía que la había reconocido —le dije con alguna amargura—. ¡Es decir, que Poirot lo ha sabido todo siempre! No le he engañado ni por un instante.
—¡Ta..., ta! Usted ignoraba que yo sabía esto. Y esta noche ayuda a la muchacha a escaparse cuando hemos tenido tanto trabajo para encontrarla. Pues bien, todo se reduce a esto: ¿va usted a trabajar conmigo o contra mí, Hastings?
Por unos segundos, no contesté. Romper con mi viejo amigo me causaba mucha pena. No obstante, tenía que situarme definitivamente frente a él. ¿Llegaría a perdonármelo? Hasta entonces se había mantenido extrañamente calmoso, pero yo sabía que poseía un maravilloso dominio de sí mismo.
—Poirot —le dije—, lo siento. Confieso que me he portado mal con usted en esta ocasión. Pero a veces un hombre no está en libertad de elegir. Y de aquí en adelante debo seguir mi propio camino.
Poirot hizo varias señas afirmativas.
—Comprendo —me contestó. El destello burlón se había apagado en sus ojos por completo, y habló con una sinceridad y bondad que me sorprendieron—. Se trataba de esto, amigo mío, ¿verdad? Es el amor, que ha venido... no como usted lo imaginaba, vestido con todas sus galas y alegre, sino triste y con los pies ensangrentados. Bien, bien; yo ya le avisé. Le avisé cuando me di cuenta que esta muchacha debió de haber cogido la daga. Quizá lo recuerde usted. Pero ya entonces era demasiado tarde. No obstante, dígame cuanto sabe.
Sosteniendo su mirada, le dije:
—Nada de lo que usted pudiera decirme me sorprendería, Poirot. Téngalo entendido. Pero en el caso de que pensara reanudar sus pesquisas para encontrar a miss Duveen, desearía que tuviese una cosa bien presente. Si tiene usted alguna idea de que haya estado complicada en el crimen o que fuese la dama misteriosa que visitó a Renauld aquella noche, está equivocado. Fue aquel día compañera mía de viaje desde Francia, y me separé de ella aquella noche en la estación Victoria, de suerte que es claramente imposible que estuviese en Merlinville.
—¡Ah! —suspiró Poirot y me miró con aire pensativo—. ¿Y juraría usted esto ante un tribunal?
—Con toda seguridad lo juraría.
Poirot se levantó e hizo una inclinación de cabeza.
—mon ami! Vive l'amour! Puede obrar milagros. Es decididamente ingenioso lo que ha pensado usted ahora. ¡Esto deja pequeño al mismo Hércules Poirot!