Manuel Puig
Boquitas pintadas

PRÓLOGO

La galería fotográfica de la literatura argentina no es demasiado pródiga en sonrisas. Abundan sí gestos reconcentrados, miradas aviesas y hasta algún rictus trágico. De ahí que entre tanta pose severa o incómoda ante la cámara, resalte sin proponérselo la risa desembozada de Manuel Puig. La fotografía no lleva créditos y a juzgar por el pelo al viento, la tez bronceada y el mar desenfocado en el fondo, bien podría ser una instantánea de verano. Puig tendrá unos treinta y cinco años en la foto pero la imagen se reproduce en muchas contratapas de sus libros, como si desde el éxito fulgurante de Boquitas pintadas, él mismo hubiese decidido perdurar en el recuerdo sonriendo así.

Motivos para el desenfado y la alegría no le faltan. Como ningún otro escritor argentino de las últimas décadas, Puig consiguió reunir el interés de la crítica, el éxito de público y el reconocimiento internacional, resolviendo a su modo, único e inimitable, la tensión entre novela experimental y novela popular. Méritos más que suficientes para el desparpajo festivo de la foto y sin embargo, si se observa bien, hay algo más en la sonrisa desafiante, una especie de modesta superioridad, como la del ilusionista que hace gala de un truco que nadie en el público podrá desentrañar. Puig sonríe, se diría, celebrando el pase de magia más aclamado del prestidigitador: la propia desaparición. Basta recorrer las críticas de sus primeras novelas para comprobar la eficacia inmediata de su astucia: «La novela no está escrita en realidad por Puig, dicen los críticos, sino por sus personajes»; «Después de leer dos libros de Puig, dice Juan Carlos Onetti, sé cómo hablan sus personajes, pero no sé cómo escribe Puig, no conozco su estilo». Los comentarios son metafóricos pero rozan una verdad. Porque, ¿cuánto hay de Puig en esas voces ajenas que sus novelas simulan apenas «copiar»? ¿Qué toma y qué deja de los lugares comunes del lenguaje, los clisés del folletín, el tango o el bolero, los cientos de películas que colecciona en su videoteca, las divas que venera en la pantalla? ¿Quién habla en las novelas de Puig?

A su modo, elíptico y ficcional, sus dos primeras novelas explican el pase de magia. Si La traición de Rita Hayworth (1968) es el relato coral de la iniciación de un escritor en las matinés de cine de un pueblo de provincia, Boquitas pintadas (1969) es la vuelta triunfal del escritor al mismo pueblo, oculto detrás de la mirada sin cuerpo de una cámara. Heredero de la transparencia narrativa del relato clásico de Hollywood, su arte radica en esconder la propia voz hasta que la historia parezca contarse sola, deslizándose por la superficie de las cosas, registrando las texturas de las voces, montando fragmentos inconexos de letra impresa, cartas, páginas de revistas femeninas, fotos, conversaciones.

Son los años del pop en Nueva York y, en sintonía con las libertades de Andy Warhol y Roy Lichtenstein que hicieron de la copia un arte de vanguardia, Puig descubrió en la cultura de masas y sobre todo en el cine un material inagotable pero renovar la ficción. Entendió que la vitalidad del medio cinematográfico derivaba de su origen popular y su comunicabilidad, y encontró allí un modelo eficaz para restablecer el diálogo interrumpido entre literatura y público masivo. Discípulo fervoroso de los grandes directores europeos que hicieron arte en la industria, demostró que también en la literatura era posible experimentar con las formas populares y practicar con los géneros formas sutiles del contrabando. «Quiero combinar vanguardia con popular appeal», le escribe a su amigo Emir Rodríguez Monegal a poco de comenzar Boquitas pintadas y, en efecto, la novela arma una trama perfecta de enigmas y secretos folletinescos de gran atractivo popular, pero se reserva una distancia ambigua más propia de las vanguardias. Puig recupera los tipos convencionales de la novela sentimental -la mujer malcasada, el inescrupuloso donjuán, la casquivana de familia bien, la solterona resentida, la sirvienta engañada-, pero mediante un arsenal de recursos experimentales que lo alejan del puro sentimentalismo, revela los dobleces estéticos, morales e ideológicos que los estereotipos suelen ocultar. El Folletín del subtítulo cuenta amores eternos y venganzas pasionales; la novela del título, Boquitas pintadas, habla de la hipocresía de la clase media argentina, las diferencias sociales sustentadas en la violencia y el fraude, la pasión como educación sentimental. Cada entrega del folletín se abre con una cita de un tango o un bolero pero la novela invierte los moldes rígidos de la canción popular. En la tradición del tango y el bolero, el hombre que ha perdido a una mujer se distancia y observa el mundo con mirada filosófica; en Boquitas pintadas, la muerte de Juan Carlos lleva a la mujer malcasada, Nené, a mirar su condición con lucidez. Es Raba, la sirvienta engañada, la que mata y, muerto el amante traidor, también ella ve más claro. Siguiendo la serie de inversiones, la belleza idealizada de un hombre despierta las pasiones del relato. El inescrupuloso donjuán es también una especie de «Juan Carlos celeste» que es vía de conocimiento.

Se trata, básicamente, de un cambio de foco y encuadre que Puig descubrió en el protagonismo femenino de los woman's films del cine norteamericano de los años 30 y los 40. Como en La pasajera, Las tres noches de Eva, La pícara puritana o Historias de Filadelfia, las mujeres de Boquitas pintadas están en primer plano y ocupan el centro de la pantalla; aprenden algo sobre ellas mismas y el reconocimiento hace posible el cambio.

Folletín y experimento, proximidad y distancia, cine y literatura se traman imperceptiblemente desde el comienzo hasta confundirse por completo en la última escena, uno de los grandes cierres novelísticos de la narrativa contemporánea: las cartas de amor de Juan Carlos se queman en el tubo negro de un incinerador y la mirada inverosímil de una cámara recorre los pedazos de papel que se encrespan en el aire antes de consumirse en el fuego. Los puntos suspensivos entre las frases de amor hacen las veces de llamas.

Con toda su audacia formal, la novela fue un best-seller inmediato y se tradujo muy pronto al francés, al inglés y al italiano. «El folletín al servicio de la vanguardia», resumió Claude Fell en Le Monde, y en The New York Review of Books, Michel Wood alineó a Puig con Flaubert y con Joyce. Lejos de adocenar al público ganado con el éxito de Boquitas pintadas, The Buenos Aires Affair (1973) redobla el ímpetu experimental, cifrando en un relato policial la violencia del mundo literario, la política y el sexismo. «Es una especie de thriller rodado en la pervertida Buenos Aires», le escribe esta vez a Monegal, inspirado en el eslogan con el que la MGM lanzó Mañana lloraré, el clásico de Susan Hayward: «Una película filmada en escenarios naturales: dentro del alma de una mujer».

En 1974 la Policía Federal secuestró todos los ejemplares de la novela y dos años más tarde, amenazado por la Triple A, Puig abandonó la Argen tina para siempre. El resto de su obra lleva las marcas del exilio. El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979) y Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980), escritas en México y en Nueva York, pueden leerse como un personalísimo tríptico episódico sobre la dictadura militar argentina. En Sangre de amor correspondido (1982), escrita en Río de Janeiro, el experimento hiperrealista llega a su formulación más radical: la novela ficcionaliza las conversaciones con un albañil brasileño, grabadas según un acuerdo estipulado por contrato. Cae la noche tropical (1988) se demora en el diálogo crepuscular de dos viejitas argentinas en Río de Janeiro; es la octava y última novela de Puig y se lee con cierta nostalgia anticipada.


Juan Manuel Puig nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, el 28 de diciembre de 1932, día de los Santos Inocentes. Su madre, María Elena Delledonne, farmacéutica de La Plata, lo inició en el rito diario del cine a los cuatro años. La infinita novela espectacular de Hollywood cubrió desde entonces el hastío de la vida pueblerina y el joven Puig quedó prendado para siempre de los plateados ídola de la pantalla. Cuenta una amiga suya de la infancia que después de ver El gran vals de Duvivier con final delirante de von Sternberg, bailaba por las calles del pueblo tarareando El vals del emperador, en la puerta del Club Social de Villegas, transportado todavía a la calles de Viena, se topó con la mirada severa de su padre.

Una beca de la Dante Alighieri lo llevó a Roma en 1956. Creía que su vocación era el cine, pero su sensibilidad y su libertad extraordinarias desbordaban el dogma neorrealista del Centro Sperimentale di Cinematografía, dirigido por Cesare Zavattini. Intentaba escribir un guión cuando se le impuso el recuerdo de la voz de una tía, un monólogo de treinta páginas lleno de habladurías de pueblo, rumores, frases hechas y minucias familiares, incapaz de someterse a la apretada síntesis de la escritura cinematográfica. Ese día, para felicidad de sus lectores, pasó del cine a la literatura. Nunca abandonó el rito diario de las películas y coleccionó sus preferidas en casi mil quinientas cintas de video que, como una última ironía, ocupan los estantes de la biblioteca en el departamento de su madre. Que el éxito de una película de Hollywood inspirada en El beso de la mujer araña haya significado su consagración literaria definitiva es una de las tantas paradojas de su relación pasional con el cine.

Murió en Cuernavaca el 22 de julio de 1990, a las cinco de la tarde. Dejó en la literatura argentina un legado leve y etéreo como el recuerdo de una buena película.


Graciela Speranza

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