9. La búsqueda del superespacio


De todos los mazazos que los científicos del siglo XX tuvieron que soportar, quizás el más arrollador e inesperado fue el descubrimiento de que no había nada más lleno que el espacio vacío.

La vieja doctrina aristotélica de que la Naturaleza aborrecía el vacío era perfectamente cierta. Incluso cuando se aislaba un átomo de materia sólida de un volumen dado, lo que quedaba en éste era un infierno hormigueante de energía de una intensidad y de una escala inimaginable para la mente humana. En comparación, incluso la forma de materia más condensada, los cientos de millones de toneladas por centímetro cúbico de una estrella neutrón, era un fantasma impalpable, un accidente apenas perceptible en la increíblemente densa, aunque espumosa estructura del superespacio.

Que en el espacio había mucho más que lo que sugería la ingenua intuición se reveló por primera vez en la obra clásica de Lamb y Rutherford, en 1947. Estudiando el elemento más simple, el átomo de hidrógeno, descubrieron que algo muy extraño ocurría cuando el solitario electrón giraba alrededor del núcleo. En vez de viajar formando una suave curva, se comportaba como si recibiera continuos golpes de ondas incesantes en una escala sub—submicroscópica. Aunque era difícil entender el concepto, había fluctuaciones en el propio vacío.

Desde los griegos, los filósofos se han dividido en dos escuelas: los que creían que las operaciones de la Naturaleza fluían suavemente y los que argüían que esto era una ilusión; todo ocurría en realidad en discretos saltos o sacudidas demasiado pequeñas para ser perceptibles en la vida cotidiana.

El establecimiento de la teoría atómica fue un triunfo para la segunda escuela de pensamiento, y cuando la teoría de Quantum de Planck demostró que incluso la luz y la energía se movían en pequeños paquetes, no en corrientes continuas, se acabó por fin la discusión.

En el análisis final, el mundo de la Naturaleza era granular, discontinuo. Aun cuando, para el ojo humano, una cascada y una avalancha de ladrillos parecía muy diferente, en realidad eran lo mismo. Los diminutos « ladrillos » de H20 eran demasiado pequeños para ser visibles al ojo humano sin ayuda, pero podían ser fácilmente percibidos por los instrumentos de los físicos.

Ahora el análisis avanzaba un paso más. Lo que hacía la granulosidad del espacio tan difícil de concebir no era su escala submicroscópica, sino su violencia.

Nadie podía realmente imaginar una millonésima de centímetro, pero sí al menos el número en sí, mil millones, era familiar en asuntos humanos tales como presupuestos y estadísticas de población. Decir que se requería un millón de virus para formar un centímetro sugería algo a la mente.

Pero, ¿una millonésima de millón de un centímetro? Esto era comparable al tamaño de un electrón, y estaba fuera de los límites de visualización. Quizá se podía entender su significado mentalmente, pero no emocionalmente.

Y sin embargo, la escala numérica de la estructura del espacio era increíblemente menor que esta cantidad; tanto, que, en comparación, una hormiga y un elefante eran prácticamente del mismo tamaño. Si uno se imaginara como una masa burbujeante y espumosa (éste es un término engañoso pero es una primera aproximación a la realidad), entonces estas burbujas medían…

… una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima de una millonésima…

… de un centímetro.

Y ahora imaginémoslas explotando continuamente con una energía comparable a la de las bombas nucleares, y absorbiendo luego esa energía, y escupiéndola otra vez, y así indefinidamente.

Ésta era, grosso modo, la imagen que algunos físicos de finales del siglo XX tenían de la estructura fundamental del espacio. El hecho de que sus energías intrínsecas pudiesen ser aprovechadas debió de parecer, en aquella época, completamente ridículo.

Así que en aquel tiempo tuvieron la idea de soltar las recién descubiertas fuerzas del núcleo atómico; y esto sucedió en menos de medio siglo. El dominar « las fluctuaciones de los quantums » que cubrían las energías del propio espacio era una tarea de mayor magnitud, y su precio era proporcionalmente mayor.

Entre otras cosas, daría a la Humanidad la libertad del universo. Una nave espacial podría acelerarse literalmente siempre, ya que no necesitaría combustible.

El único límite práctico para adquirir velocidad sería, paradójicamente, aquel con el que el avión tuvo que combatir primero: la fricción del medio ambiente. El espacio entre las estrellas contenía cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que podrían causar problemas antes de alcanzar el límite final establecido por la velocidad de la luz.

La propulsión cuántica hubiera podido ser desarrollada en cualquier momento después del año 2500, y la historia de la raza humana hubiera sido diferente. Por desgracia, como ha ocurrido otras veces en el progreso zigzagueante de la ciencia, las observaciones y teorías erróneas retrasaron el avance casi mil años.

Los siglos febriles de los Últimos Días produjeron un arte brillante, aunque a menudo decadente. En cambio progresaron poco en el campo científico. Además, por aquella época, la larga lista de fracasos habían convencido a todos de que aprovechar las energías del espacio era como el movimiento perpetuo, imposible incluso en teoría, y por supuesto, en la práctica. Sin embargo, al contrario que el movimiento perpetuo, aún no se había probado que fuera imposible aprovechar la energía del espacio, y mientras no se demostrara existía aún alguna esperanza.

Sólo ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigación de gravedad cero Lagrange Uno anunciaron que habían encontrado esta prueba; había fundadas razones para pensar que las inmensas energías del superespacio, aunque nadie dudaba de su existencia, no podrían explotarse nunca.

A nadie le interesaba lo más mínimo poner en orden este oscuro rincón de la ciencia.

Un año más tarde, se oyó un avergonzado carraspeo proveniente de Lagrange Uno. Se había hallado un pequeño error en la prueba. Era algo que había sucedido ya muchas otras veces en el pasado, aunque nunca con consecuencias tan trascendentales.

Un signo menos se había convertido, accidentalmente, en un signo más.

En un instante cambió el mundo entero.

El camino a las estrellas se había abierto, cinco minutos antes de medianoche.


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