27. Espejo del pasado


Moses Kaldor sostuvo el módulo cerca de la luz, atisbando en su interior como si pudiese leer su contenido.

— Siempre me parecerá un milagro poder sostener un millón de libros entre el pulgar y el índice — dijo—. Me pregunto qué habrían pensado Caxton y Gutenberg.

—¿Quiénes? — preguntó Mirissa.

— Los hombres que enseñaron a leer a la raza humana. Pero hemos de pagar un precio por nuestro ingenio. A veces tengo una pequeña pesadilla: me imagino que uno de estos módulos contiene alguna pieza de información absolutamente vital (digamos, la cura de una enfermedad atroz), pero se ha perdido la clave. Está en una de estos miles de millones de páginas, pero no sabemos en cuál. ¡Qué frustrante sería tener la respuesta en la palma de la mano y no ser capaz de encontrarla!

— No veo cuál es el problema — dijo la secretaria del capitán. Como experta en almacenamiento y recuperación de información, Joan LeRoy había ayudado en las transferencias entre los Archivos de Thalassa y la nave—. Conocerás las palabras clave; lo único que tienes que hacer es diseñar un programa de búsqueda. En pocos segundos pueden comprobarse incluso mil millones de páginas.

— Has echado a perder mi pesadilla — suspiró Kaldor. Luego se animó—. Pero a menudo ni siquiera sabes las palabras clave. ¿Cuántas veces te has topado con algo que no sabías que necesitabas… hasta que lo has encontrado?

— Entonces es que estás pésimamente organizado — dijo la teniente LeRoy.

Ellos disfrutaban con estos pequeños combates irónicos, y Mirissa no siempre estaba segura de cuándo tomarlos en serio. Joan y Moses no trataban de excluirla deliberadamente de sus conversaciones, pero sus mundos de experiencia eran tan sumamente distintos del de ella, que a veces creía que estaba escuchando un diálogo en una lengua desconocida.

— Sea como sea, eso completa el Índice Principal. Cada uno sabe lo que tiene el otro; ahora sólo (¡sólo!) tenemos que decidir qué nos gustaría transferir. Puede ser poco conveniente, por no decir caro, cuando nos separen setenta y cinco años luz.

— Esto me recuerda algo — dijo Mirissa—. Creo que no debería decíroslo, pero la semana pasada estuvo aquí una delegación de la Isla Norte. El presidente de la Academia de Ciencias y un par de físicos.

— Deja que lo adivine. La propulsión cuántica.

— Exacto.

—¿Cómo reaccionaron?

— Parecían satisfechos, y sorprendidos, de que realmente estuviera ahí. Naturalmente, hicieron una copia.

— Les deseo buena suerte; la necesitarán. Y podrías decirles esto: en una ocasión, alguien dijo que el propósito auténtico de la PC no es algo tan trivial como la exploración del universo. Algún día, necesitaremos sus energías para detener el colapso del cosmos en el agujero negro primordial… y para iniciar el siguiente ciclo de existencia.

Hubo un tremendo silencio; luego, Joan LeRoy rompió el encantamiento.

— Eso no sucederá durante esta administración. Volvamos al trabajo. Aún tenemos megabytes que recorrer antes de que podamos dormir.[2]

No todo era trabajo, y había momentos en que Kaldor no tenía más remedio que marcharse de la sección de biblioteca del Primer Aterrizaje para relajarse. Entonces, deambulaba por la galería de arte, seguía la visita guiada por ordenador a la Nave Madre (nunca seguía la misma ruta dos veces: trataba de cubrir tanto terreno como le fuera posible). No dejaba que el museo le transportara hacia atrás en el tiempo.

Había siempre una larga fila de visitantes (la mayor parte estudiantes, o niños con sus padres) en las exposiciones de Terrama. A veces, Moses Kaldor se sentía algo culpable de usar su situación privilegiada para pasar al primer lugar de la cola. Se consolaba con el pensamiento de que los thalassanos tenían toda la vida para disfrutar de estos panoramas del mundo que nunca conocieron; él sólo disponía de unos meses para revisar su hogar perdido.

Encontró muy difícil convencer a sus nuevos amigos de que Moses Kaldor no había estado jamás en los lugares que veían a veces juntos. Todo lo que veían estaba, como mínimo, a ochocientos años de su propio pasado, puesto que la Nave Madre había salido de la Tierra en 2751 y él había nacido en 3541. Sin embargo, de vez en cuando se sorprendía al reconocer algo, y algún recuerdo volvía con fuerza casi insoportable.

La representación « Terraza de Café » era la más extraña y la más evocadora. Él se sentaba a una mesa pequeña, bajo un toldo y bebía vino o café mientras la vida de una ciudad desfilaba frente a él. En tanto siguiera sentado a la mesa, no había forma alguna de que sus sentidos pudieran distinguir entre la representación y la realidad.

En microcosmos, las grandes ciudades de la Tierra eran devueltas a la vida. Roma, París, Londres, Nueva York… En verano e invierno, de noche y de día, veía cómo iban a sus asuntos los turistas y los hombres de negocios, los estudiantes y los enamorados. Frecuentemente, al darse cuenta de que les estaban filmando, le sonreían a través de los siglos, y era imposible no corresponderles.

Otros panoramas no mostraban seres humanos, ni siquiera alguno de los productos del hombre. Moses Kaldor volvía a mirar, como había hecho en aquella otra vida, el humo descendente de las Cataratas Victoria, la luna alzándose sobre el Gran Cañón, las nieves del Himalaya o las montañas de hielo de la Antártida. A diferencia de las vistas de ciudades, estas cosas no habían cambiado en el millar de años transcurrido desde que fueron filmadas. Y aunque habían existido desde mucho antes que el hombre, no le habían sobrevivido.


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