26. El ascenso del copo de nieve


Era un trabajo altamente especializado, con largos períodos de aburrimiento, que dejaba mucho tiempo para pensar al teniente Owen Fletcher. Demasiado tiempo, en realidad.

Él era un pescador, que podía tirar de una caña con un pez de seiscientas toneladas y de fuerza casi inimaginable. Una vez al día, la sonda cautiva autodirigida se sumergía dirigiéndose hacia Thalassa, devanando tras ella un cable a lo largo de una compleja curva de treinta mil kilómetros. Se colocaba automáticamente en la carga que esperaba abajo, y, cuando habían finalizado todas las comprobaciones, comenzaba el proceso de izado.

Los momentos críticos se daban en la elevación, cuando el copo de nieve era extraído de la planta congeladora, y en la aproximación final a la Magallanes, cuando el enorme hexágono de hielo debía situarse a sólo un kilómetro de la nave. El izado empezaba a medianoche, y duraba, desde Tarna hasta la órbita estacionaria en la que se mantenía la Magallanes, algo menos de seis horas.

Como la Magallanes se hallaba a la luz del día durante el encuentro y la unión, la primera prioridad era mantener el copo de nieve en la sombra, para que los fortísimos rayos del sol de Thalassa no derritieran en el espacio aquel precioso cargamento. Una vez estaba a salvo tras el gran escudo de radiación, las garras de los teleoperadores robotizados podían quitar la capa aislante que había protegido el hielo durante su ascenso hasta la órbita.

A continuación había que retirar la plataforma de elevación para enviarla por otra carga. A veces, la enorme plancha de metal, de forma semejante a la tapa hexagonal de una cazuela diseñada por un cocinero excéntrico, se quedaba pegada al hielo y era preciso algo de calor, cuidadosamente regulado, para separarla.

Por fin, el témpano de hielo, geométricamente perfecto, era suspendido, inmóvil, a cien metros de distancia de la Magallanes, y comenzaba la parte verdaderamente delicada. La combinación de seiscientas toneladas de masa con peso cero quedaba por completo fuera del alcance de la reacción instintiva humana; sólo las computadoras podían decidir qué impulsos eran necesarios, en qué dirección y en qué momentos, para colocar el iceberg artificial en la posición correcta. Sin embargo, existía siempre la posibilidad de una emergencia o de un problema inesperado que rebasara la capacidad del robot más inteligente; aunque Fletcher todavía no había tenido ocasión de intervenir, estaría preparado si llegaba ese momento.

« Estoy ayudando a construir un gigantesco panal de hielo », se decía a sí mismo. La primera capa del panal estaba casi finalizada y quedaban otras dos. Salvo accidentes, el escudo estaría terminado al cabo de ciento cincuenta días. Se probaría a baja aceleración para comprobar que todos los bloques habían quedado adecuadamente fusionados, y entonces la Magallanes partiría para llevar a cabo la etapa final de su viaje a las estrellas.

Fletcher seguía haciendo su trabajo concienzudamente… pero con el cerebro, no con el corazón. Este se había rendido ya ante Thalassa.

Había nacido en Marte, y este mundo tenía todo aquello de lo que carecía su desértico planeta natal. Había visto desaparecer entre las llamas el trabajo de generaciones de antepasados suyos; ¿por qué empezar de nuevo dentro de varios siglos, en otro… cuando el paraíso estaba aquí?

Y, por supuesto, una chica estaba esperándole allá abajo, en la Isla Sur…

Casi tenía decidido que, cuando llegara el momento, abandonaría la nave. Los terrícolas podían seguir sin él para desplegar todas sus energías y habilidades, y quizá romper sus corazones y sus cuerpos sobre las duras rocas de Sagan Dos. Les deseaba suerte; su hogar estaba aquí una vez hubiera cumplido con su deber.


Treinta mil kilómetros más abajo, Brant Falconer también había tomado una decisión crucial.

— Me voy a la Isla Norte.

Mirissa permaneció en silencio; luego, tras lo que a Brant le pareció muchísimo tiempo, preguntó:

—¿Por qué?

No había sorpresa ni pena en su voz; « tanto ha cambiado todo », pensó él.

Pero antes de que pudiera contestar, ella añadió:

— Aquello no te gusta.

— Puede que esté mejor que aquí… tal como van las cosas. Esto ya no es mi hogar.

— Siempre será tu hogar.

— No mientras la Magallanes esté todavía en órbita.

Mirissa extendió la mano en la oscuridad hacia el extraño que se hallaba junto a ella. Al menos, él no se apartó.

— Brant — dijo—, nunca quise que pasara esto. Y estoy segura de que tampoco lo ha querido Loren.

— Eso no ayuda mucho, ¿no crees? Francamente, no puedo entender qué ves en él.

Mirissa casi sonrió. Se preguntó cuántos hombres habrían dicho eso a cuántas mujeres en el transcurso de la historia humana. Y cuántas mujeres habían dicho:

« ¿Qué has visto en ella? »

No había forma de contestar, por supuesto; incluso intentarlo sólo empeoraría las cosas. Sin embargo, a veces ella había intentado, para su propia satisfacción, distinguir qué era lo que les había unido a Loren y a ella desde el mismo momento en que habían clavado la mirada el uno en el otro.

La mayor parte era la misteriosa química del amor, que escapaba al análisis racional, inexplicable para cualquiera que no compartiese la misma ilusión. Pero había otros elementos que podían ser identificados claramente y explicados en términos lógicos. Era útil saber lo que eran; algún día (demasiado pronto!) ese conocimiento podría ayudarles a afrontar el momento de la partida.

En primer lugar, estaba el encanto trágico que rodeaba a todos los terrícolas; ella no subestimaba su importancia, pero Loren lo compartía con todos sus camaradas. ¿Qué tenía él que fuera tan especial y que no podía encontrar en Brant?

Como amantes, había pocas diferencias entre ambos; tal vez Loren era más imaginativo y Brant más apasionado… aunque, ¿no se había vuelto un poco indiferente en las últimas semanas? Ella sería perfectamente feliz con cualquiera de los dos. No, no era eso…

Puede que estuviese buscando un ingrediente que ni siquiera existía. No había un único elemento, sino toda una constelación de cualidades. Su instinto, por debajo del nivel del pensamiento consciente, había sumado los tantos del marcador; y Loren había conseguido unos pocos puntos de ventaja sobre Brant. Podía ser así de sencillo.

Realmente, había algo en lo que Loren eclipsaba con mucho a Brant. Tenía iniciativa, ambición… esas cosas que eran tan raras en Thalassa. Indudablemente, había sido elegido por esas cualidades; las necesitaría en los próximos siglos.

Brant carecía por completo de ambición, pero no le faltaba iniciativa; su todavía inacabado proyecto de trampa para peces era buena prueba de ello. Todo lo que él pedía del universo era que le proveyera de máquinas interesantes con las que jugar; a veces, Mirissa pensaba que la incluía a ella en esa categoría.

Por el contrario, Loren estaba en la tradición de los grandes exploradores y aventureros. Ayudaría a hacer historia y no se limitaría a someterse a sus imperativos. Y sin embargo podía ser (no lo bastante a menudo, pero sí cada vez con mayor frecuencia) cálido y humano. Incluso mientras congelaba los mares de Thalassa, su propio corazón empezaba a deshelarse.

—¿Qué vas a hacer en la Isla Norte? — susurró Mirissa. Ya daban por segura la decisión de Brant.

— Quieren que vaya a ayudarles a poner a punto el Calypso. Los norteños realmente no entienden el mar.

Mirissa se sintió aliviada; Brant no iba simplemente a huir: tenía trabajo que hacer.

Trabajo que le ayudaría a olvidar… hasta que, quizá, llegara el momento de volver a recordar.


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