28. El bosque sumergido


El escorpio parecía no tener prisa; le costó unos pausados diez días viajar cincuenta kilómetros. Un hecho curioso fue revelado rápidamente por la radio sonar que había sido incorporada, no sin dificultades, al caparazón del enojado bicho. El camino que siguió a lo largo del lecho marino era totalmente recto, como si supiera con precisión a dónde iba.

Cualquiera que fuese su punto de destino, parecía que lo había encontrado a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Después siguió moviéndose, pero dentro de un área muy limitada. Esto continuó durante dos días más; luego, las señales del rastreador ultrasónico se detuvieron de súbito en mitad de una pulsación.

Que el escorpio había sido devorado por algo aún más grande y desagradable que él era una explicación demasiado ingenua. El rastreador se encontraba dentro de un cilindro de metal resistente; cualquier disposición concebible de dientes, pinzas o tentáculos precisaría varios minutos (como mínimo) para destruirlo, y continuaría funcionando perfectamente en el interior de cualquier criatura que se lo hubiera tragado entero.

Esto dejaba sólo dos posibilidades, y la primera fue rechazada con indignación por los miembros del Laboratorio Submarino de la Isla del Norte.

— Cada componente por separado tenía un auxiliar — dijo el director—. Lo que es más, hubo una pulsación de diagnóstico sólo dos segundos antes; todo era normal. De modo que no puede haber sido un fallo del equipo.

Eso dejaba únicamente la explicación imposible. El rastreador había sido desconectado. Y para hacerlo, era necesario quitar una barra de seguridad.

No podía ocurrir por accidente; sólo una rara intromisión… o un acto deliberado.


El Calypso, de casco gemelo de veinte metros de longitud, no era simplemente el barco más grande de Thalassa, sino también el único especializado en investigaciones oceanográficas. Normalmente, tenía la base en la Isla Norte y a Loren le divertían las burlas bienintencionadas entre su tripulación científica y sus pasajeros tarneses, a los que fingían tratar como ignorantes pescadores. Por su parte, los de la Isla Sur no perdían ninguna oportunidad de alardear ante los norteños de que ellos eran los que habían descubierto los escorpios. Loren no les recordó que esto no era exactamente lo que había ocurrido.

Volver a ver a Brant fue una leve sorpresa, aunque Loren debía de haberlo esperado, dado que aquél era responsable en parte del nuevo equipo del Calypso. Se saludaron con fría cortesía, sin hacer caso de las miradas curiosas o divertidas de los demás pasajeros. Había pocos secretos en Thalassa; para entonces, ya todos sabían quién ocupaba la principal habitación de invitados de la casa de los Leonidas.

El pequeño trineo submarino situado sobre la cubierta de popa habría resultado familiar para casi cualquier oceanógrafo de los últimos dos mil años. Su armazón llevaba tres cámaras de televisión, una bolsa hecha de alambre para guardar muestras recogidas por el brazo dirigido por control remoto, y una disposición de propulsores marinos que le permitían moverse en cualquier dirección. Una vez sumergido por un lado, el robot explorador podía enviar sus imágenes e información a través de un cable de fibra óptica no mucho más grueso que la mina de un lápiz. La tecnología era de varios siglos atrás… y todavía perfectamente adecuada.

Al fin, la línea de la costa había desaparecido y, por primera vez, Loren se encontró rodeado por completo de agua. Recordó su angustia durante aquel primer viaje con Brant y Kumar cuando se alejaron apenas un kilómetro de la playa. En esta ocasión le agradó descubrir que se sentía un poco más tranquilo a pesar de la presencia de su rival. Tal vez se debía a que estaba en una embarcación mucho más grande…

— Es extraño — dijo Brant—, nunca he visto algas tan al oeste.

Al principio, Loren no veía nada; luego notó la mancha oscura enfrente, bajo el agua. Pocos minutos después, el barco avanzaba con precaución a través de una masa suelta de vegetación flotante; el capitán redujo la velocidad.

— De todos modos ya casi estábamos — dijo—. No tiene sentido atascar las válvulas con esas cosas. ¿Verdad, Brant?

Brant ajustó el cursor en la pantalla e hizo una lectura.

— Sí… Estamos a sólo cincuenta metros del lugar en que perdimos el rastreador. Profundidad: doscientos diez. Lancemos el pescado por la borda.

— Espera un momento — dijo uno de los científicos norteños—. Hemos empleado mucho tiempo y dinero en esa máquina, y es única en el mundo. ¿Y si se queda enredada en esas malditas algas?

Hubo un silencio pensativo; luego Kumar, que había permanecido sorprendentemente callado (quizás abrumado por el elevado talento de la gente de la Isla Norte) intervino con voz insegura.

— Tiene un aspecto mucho peor desde aquí. Diez metros más abajo casi no hay hojas; sólo los grandes tallos, con mucho espacio entre ellos. Es como un bosque.

« Sí —pensó Loren—, un bosque submarino, con peces que nadan entre los troncos delgados y sinuosos. » Mientras los demás científicos observaban la pantalla de vídeo principal y los numerosos despliegues de aparatos, él se había puesto unas gafas submarinas de visión completa, excluyendo de su campo de visión todo menos la imagen que tenía enfrente el robot que iba descendiendo poco a poco. Psicológicamente, ya no estaba a bordo del Calypso; las voces de sus compañeros parecían venir de otro mundo que nada tenía que ver con él.

Era un explorador que entraba en un universo extraño, sin saber lo que podía encontrar. Era un universo restringido, casi monocromático; los únicos colores eran azules y verdes claros, y el límite de visión se hallaba a menos de treinta metros. En cualquier momento podía ver una docena de troncos delgados, sostenidos con intervalos regulares por las vejigas llenas de gases que les daban consistencia, surgiendo de las lóbregas profundidades y desapareciendo arriba, en el luminoso « cielo ». A veces, le parecía que estaba caminando por un bosquecillo de árboles en un día gris y nublado; luego, un banco de veloces peces destruía esa ilusión.

— Doscientos cincuenta metros — oyó decir a alguien—. Deberíamos ver pronto el fondo. ¿Utilizamos las luces? La calidad de la imagen se está deteriorando.

Loren apenas había notado ningún cambio, porque los controles automáticos habían mantenido la brillantez de la imagen. Sin embargo, comprendió que, a esa profundidad, se tenía que estar casi completamente a oscuras; un ojo humano habría sido prácticamente inútil.

— No; no queremos perturbar nada hasta que tengamos que hacerlo. Mientras funcione la cámara, seguiremos con la luz disponible.

—¡Allí está el fondo! Rocoso en su mayor parte… no mucha arena.

— Por supuesto. El Macrosystis thalassi necesita rocas a las que adherirse; no es como el Sargassum que flota libremente.

Loren vio lo que quería decir el que hablaba. Los delgados troncos acababan en una red de raíces, que se agarraban a los afloramientos rocosos con tanta firmeza que ninguna tormenta ni corriente superficial podría desplazarlos. La analogía con un bosque en tierra firme era aún más aproximada de lo que él creía.

Con mucha cautela, el robot investigador se abría camino por el bosque submarino, desplegando el cable tras de sí. Parecía no haber ningún riesgo de que quedara enredado en los troncos serpenteantes que se alzaban hasta la invisible superficie, puesto que había espacio más que suficiente entre las plantas gigantes. De hecho, podrían haber estado deliberadamente…

Los científicos que miraban la pantalla del monitor comprendieron la increíble verdad apenas unos segundos después que Loren.

—¡Krakan! — murmuró uno de ellos—. Eso no es un bosque natural… ¡Es… una plantación!


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