Antes de que el barco cruzara el arrecife, Mirissa ya sabía que Brant estaba enfadado. La actitud tensa de su cuerpo mientras llevaba la caña, y el solo hecho de que no hubiera dejado en las manos capacitadas de Kumar este último tramo, le indicaban que estaba disgustado por algo.
Abandonó la sombra de las palmeras y anduvo lentamente hacia la playa, la arena húmeda se hundía bajo sus pies. Cuando llegó a la orilla, Kumar ya estaba doblando la vela. Su hermano « pequeño », casi ya tan alto como ella y todo músculo, la saludó alegremente con la mano. Cuántas veces había deseado que Brant tuviera el carácter amable de Kumar, al que ningún contratiempo parecía afectar.
Brant no esperó a que el barco chocara con la arena. Saltó al agua, que le llegaba a la cintura, y, salpicando furiosamente, se acercó a ella. Llevaba entre las manos una masa de metal retorcido bordeada de alambres rotos y se la mostró.
—¡Mira! — gritó.—¡Lo han hecho otra vez!
Con la mano libre señaló el norte.
—¡Esta vez no voy a dejar que se salgan con la suya, y la alcaldesa podrá decir lo que le dé la gana!
Mirissa se apartó mientras el pequeño catamarán, como si fuera una bestia marina prehistórica que asaltara por primera vez tierra firme, avanzaba lentamente hacia la playa sobre sus rodillos. En cuanto estuvo fuera del agua, Kumar paró el motor y bajó de un salto para reunirse con su todavía iracundo capitán.
— Me paso la vida diciéndole a Brant que puede ser una casualidad, quizá sea un ancla abandonada. Después de todo, ¿por qué razón los del Norte harían algo así?
— Yo te lo diré —respondió Brant—: porque son demasiado perezosos para lograr la tecnología por ellos mismos. Porque tienen miedo de que pesquemos demasiados peces. Porque…
Se dio cuenta de la sonrisa del otro y le lanzó el amasijo de alambres rotos, que parecía la cama de un gato. Kumar lo recogió sin esfuerzo.
— De todas maneras, aunque esto haya sido sólo un hecho accidental, no tienen que anclar aquí sus barcos. Esto está claramente especificado en el cartel: « NO PASAR — PROYECTO DE INVESTIGACIÓN », así que, de todos modos, voy a elevar una protesta.
Brant había recobrado su buen humor, incluso cuando tenía sus más furibundos ataques de ira, sólo le duraban unos minutos. Para mantener un buen estado de ánimo, Mirissa empezó a pasarle los dedos suavemente por la espalda y le habló con su voz más dulce:
—¿Habéis pescado algún pez que valga la pena?
— Por supuesto que no — respondió Kumar—. A él sólo le interesa cazar estadísticas, kilogramos por kilovatio, todas esas tonterías. Gracias a Dios que me llevé mi red. Hoy cenaremos atún.
Se acercó al catamarán y sacó casi un metro de fuerza y belleza aerodinámica. Sus colores ya empezaban a palidecer y sus ojos ciegos tenían la mirada helada de la muerte.
— Normalmente no se encuentran piezas como ésta — dijo con orgullo. Estaban admirando su trofeo cuando la historia irrumpió en Thalassa y el mundo simple y sin complicaciones que habían conocido en su corta vida acabó de repente.
La señal de su paso estaba escrita en el cielo como si una mano gigantesca hubiera pasado una tiza sobre la cúpula azul del firmamento. Cuando estaba observándolo, el brillante rastro de vapor empezó a difuminarse en los bordes, convirtiéndose en un manojo de nubes para luego asemejarse a un puente de nieve tendido entre los dos horizontes. Un lejano estruendo se aproximaba desde los confines del espacio. Era un sonido que Thalassa no había oído desde hacía setecientos años, pero que cualquier niño podía reconocer inmediatamente.
A pesar del calor de la noche, Mirissa se estremeció y su mano buscó la de Brant. Éste, aunque entrelazó sus dedos con los de ella, permaneció impasible y siguió mirando fijamente el cielo partido en dos.
Incluso Kumar parecía subyugado, pero a pesar de ello fue el primero en hablar.
— Alguna de las colonias nos debe de haber encontrado.
Brant, escéptico, negó lentamente con la cabeza.
—¿Qué interés tendrían en nosotros? Deben de tener mapas antiguos, y sabrán que Thalassa es prácticamente un gran océano. No tiene ningún sentido que vengan aquí.
— Quizá sea por curiosidad científica — sugirió Mirissa—. Para saber qué ha sido de nosotros. Siempre he dicho que había que reparar la red de comunicaciones…
Ésta era una antigua discusión que se producía cada pocas décadas. En general, todo el mundo estaba de acuerdo en que, algún día, Thalassa debería reconstruir el gran plato de la Isla del Este, destruido en la erupción del volcán Krakan, cuatrocientos años atrás. Pero había tantas cosas más importantes que hacer… o sencillamente, cosas más divertidas.
Construir una nave es un proyecto enorme — dijo Brant, pensativo. No puedo creer que ninguna colonia lo haga, a no ser que tenga un buen motivo para ello. Como la Tierra…
Su voz se desvaneció en silencio. Después de tantos siglos era una palabra difícil de pronunciar.
Como si fueran una sola persona, se volvieron hacia el este, desde donde la rápida noche ecuatorial avanzaba a través del mar.
En el cielo habían aparecido algunas de las estrellas más brillantes, y justo sobre las palmeras se alzaba la inconfundible constelación del Triángulo. Sus tres estrellas eran casi de igual magnitud, pero una intrusa aún más brillante había brillado una vez, durante unas semanas, cerca del extremo sur de la constelación.
Su encogida cáscara era todavía visible con un telescopio común. Pero ningún instrumento podía mostrar las cenizas en órbita en las que se había convertido lo que antes fuera el planeta Tierra.
Más de mil años después, un gran historiador llamó al período comprendido entre el año 1901 y el 2000 « El Siglo en que ocurrió todo ». También añadió que los que vivieron en esa época habrían estado de acuerdo con él, pero por razones totalmente diferentes.
Le hubieran indicado, a menudo con justificado orgullo, las hazañas científicas de su era, la conquista del aire, la liberación de la energía atómica, el descubrimiento de los principios básicos de la vida, la revolución de la electrónica y las comunicaciones, los principios de la inteligencia artificial y, la más espectacular de todas, la exploración del sistema solar y el primer aterrizaje en la luna. Pero como señaló el historiador mirando con la visión que da la perspectiva, ni uno entre mil había siquiera oído hablar de un descubrimiento que sobrepasó a todos estos logros amenazando con reducirlos a la irrelevancia.
Parecía tan inofensivo y tan ajeno a los asuntos humanos como la placa fotográfica velada en el laboratorio de Becquerel que condujo, en sólo cincuenta años, a la bomba de Hiroshima. En realidad, era un producto secundario de aquel mismo experimento y empezó con la misma inocencia.
La Naturaleza es una inflexible contable y siempre hace el balance de sus libros. Los físicos se quedaron muy asombrados cuando descubrieron que había ciertas reacciones nucleares, en las que después de haber unido todos los fragmentos parecía que faltaba algo en un lado de la ecuación.
Como un administrador que rápidamente repone el dinero de gastos menores para así adelantarse a los auditores, los físicos se vieron obligados a inventar una nueva partícula. Y, además, para justificar la discrepancia, tenía que ser una partícula muy especial, sin masa ni peso, y tan fantásticamente penetrante que pudiera pasar, sin ningún inconveniente perceptible, a través de una pared de un grosor de miles de millones de kilómetros.
A este fantasma se le dio el nombre de « neutrino », contracción de neutrón y bambino. Parecía que no había esperanzas de detectar algo tan escurridizo como esta entidad, pero en 1956, en una de esas hazañas heroicas de la instrumentación, los físicos pudieron aislar unos pocos especímenes. Fue también un triunfo de los teóricos, que vieron corroboradas sus improbables ecuaciones.
El mundo no se enteró, ni le importaba, pero había empezado la cuenta atrás de su destrucción.
La red local de Tarna nunca llegó a funcionar a más de un noventa por ciento de su potencia, aunque también es verdad que su rendimiento no bajaba del ochenta y cinco por ciento.
Al igual que la mayor parte del equipo de Thalassa, fue diseñada por grandes genios, fallecidos hacía ya mucho tiempo, para que los accidentes catastróficos fueran casi imposibles. Aunque fallaban muchos componentes, el sistema seguía funcionando bastante bien, hasta que alguien se exasperaba e intentaba arreglarlo.
Los ingenieros denominaban a esto « sutil degradación", una frase que, según habían declarado algunos cínicos, describía de forma bastante exacta el tipo de vida thalassano.
Según el ordenador central, la red estaba al noventa por ciento normal de su capacidad, aunque en aquellos momentos la alcaldesa Waldron se hubiera contentado con menos. La mayoría de los habitantes del pueblo la habían llamado en la última media hora, y por lo menos cincuenta adultos y niños se encontraban apiñados en la sala del Ayuntamiento, número muy superior al que podía contener. Doce personas componían el quórum de una asamblea ordinaria, pero a veces hacían falta medidas draconianas para conseguir reunir este número de personas en un mismo lugar. El resto de los quinientos sesenta habitantes de Tarna preferían mirar y votar, si se sentían lo bastante interesados por el asunto, desde la comodidad de sus hogares.
También recibió dos llamadas del Gobernador Civil, una desde el despacho del presidente, y otra desde el servicio informativo de la Isla Norte, ambas haciendo la misma innecesaria pregunta. Cada una recibió la misma escueta respuesta: desde luego que si algo sucede les mantendremos al corriente… y gracias por su interés.
A la alcaldesa no le gustaba el alboroto, y su carrera moderadamente próspera como administradora local se había basado en evitarlo. Por supuesto, a veces era imposible; su veto no habría conseguido desviar el huracán del 09, que había sido hasta ahora el acontecimiento más importante del siglo.
— Que se calle todo el mundo — gritó.—Reena, deja esas conchas en paz; costó mucho trabajo arreglarlas. Además, ya es hora de que estés en la cama. ¡Billy, fuera de la mesa! ¡Ahora mismo!
La sorprendente rapidez con que el orden fue restaurado demostraba, una vez más, la ansiedad de los ciudadanos por escuchar lo que la alcaldesa tenía que decirles. Ésta desconectó el ruido insistente de su teléfono de muñeca, y envió la llamada a la Central de Menajes.
— La verdad, no sé mucho más que vosotros, y no parece que vayamos a recibir más información hasta dentro de unas horas. Pero seguro que era algún tipo de nave espacial, y ya había regresado (supongo que debería decir entrado) cuando ha pasado por encima de nosotros. Puesto que no tiene ningún sitio adonde ir en Thalassa, volverá probablemente a las Tres Islas. Tardará mucho tiempo si tiene que dar la vuelta al planeta.
—¿Han intentado comunicarse por radio? — preguntó alguien.
— Sí, pero sin suerte.
— Podríamos intentarlo — dijo una voz ansiosa.
Un breve silencio invadió la Asamblea; el concejal Simmons, el ayudante de la alcaldesa Waldron, soltó un resoplido de disgusto.
— Esto es ridículo. Hagamos lo que hagamos, nos encontrarán en diez minutos. De todas formas, seguro que ya saben exactamente dónde estamos.
— Estoy totalmente de acuerdo con el concejal — dijo la alcaldesa Waldron, aprovechando esta oportunidad tan poco habitual—. Cualquier nave tendrá seguramente mapas de Thalassa. A lo mejor datan de mil años atrás, pero en ellos aparecerá « Primer Aterrizaje ».
— Pero suponga, sólo suponga, que son extraterrestres.
La alcaldesa suspiró; creía que esta tesis había sido superada por completo hacía algunos siglos.
— No hay extraterrestres — dijo con firmeza—. Al menos ninguno lo suficientemente inteligente para hacer viajes estelares. Por supuesto, no podemos estar del todo seguros, pero la Tierra los estuvo buscando durante miles de años, y empleó para ello todos los medios imaginables.
— Hay otra posibilidad — dijo Mirissa, que estaba de pie junto a Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Brant parecía un tanto molesto.
A pesar de su amor por Mirissa, había veces en que deseaba que no estuviera tan bien informada y que su familia no hubiera estado a cargo de los Archivos durante las últimas cinco generaciones.
—¿Qué quieres, querida?
Esta vez fue Mirissa quien se sintió molesta, aunque disimuló su irritación. No le gustaba sentir sobre sí la condescendencia de alguien que no era realmente muy inteligente, aunque había que reconocer que era lista, quizás astuta era la palabra exacta. No le molestaba el hecho de que la alcaldesa Waldron estuviera siempre mirando de reojo a Brant; sólo le divertía. Incluso sentía cierta simpatía por aquella vieja.
— Podría ser otra nave sembradora, como la que trajo los tipos de genes de nuestros antepasados a Thalassa.
— Pero, ¿ahora, tan tarde?
—¿Por qué no? Los primeros aparatos sólo podían alcanzar un porcentaje de la velocidad de la luz. La Tierra fue mejorándolas, hasta que se destruyó. Como los últimos modelos eran casi diez veces más rápidos, sobrepasaron a los primeros en casi más de cien años; algunos todavía deben de estar en camino. ¿No estás de acuerdo conmigo, Brant?
Mirissa procuraba siempre introducirlo en las conversaciones y si era posible le hacía creer que él las había originado. Era muy consciente de sus sentimientos de inferioridad y no deseaba aumentarlos.
A veces era bastante desolador ser la persona más brillante de Tarna; aunque conectaba con media docena de sus iguales mentales en Las Tres Islas, raramente se encontraba con ellos cara a cara, encuentros estos que aun después de todos estos milenios, ninguna tecnología de las comunicaciones había logrado superar.
— Es una idea interesante — dijo Brant—. Podrías tener razón.
Aunque la historia no era su punto fuerte, Brant Falconer poseía los conocimientos de un técnico acerca de la serie de complejos acontecimientos que habían conducido a la colonización de Thalassa.
—¿Y qué vamos a hacer? — preguntó— ¿si es otra nave sembradora que intenta colonizarnos de nuevo? ¿Contestarles: Muchas gracias, pero hoy no?
Se oyeron algunas risitas nerviosas; el concejal Simmons observó entonces con aire pensativo:
— Estoy seguro de que podríamos hacer frente a una nave sembradora si nos viéramos obligados a ello. Y quizá los robots fueran lo bastante inteligentes para cancelar su programa al ver que el trabajo ya estaba realizado.
— A lo mejor. Pero tal vez pensaran que podían mejorarlo. De todas formas, ya sea una reliquia de la tierra, ya sea un modelo ulterior de una de las colonias, por fuerza tiene que ser algún tipo de robot.
No había necesidad de dar explicaciones, todo el mundo conocía las dificultades y los gastos que suponía un vuelo interestelar tripulado. Aunque era técnicamente posible, no tenía sentido alguno. Los robots podían realizar el trabajo con un coste muchísimo más reducido.
— Robot o reliquia, ¿qué vamos a hacer? — preguntó uno de los ciudadanos.
— Puede que no nos plantee ningún problema — dijo la alcaldesa—. Todo el mundo supone que se dirigirá a Primer Aterrizaje, pero, ¿por qué allí? Después de todo, es más probable que vaya a la Isla Norte.
La alcaldesa se equivocaba a menudo, pero nunca lo había hecho tan deprisa. Esta vez el sonido que iba en aumento en el cielo de Tarna no era un trueno lejano proveniente de la ionosfera, sino el agudo silbido de un rápido jet que volaba bajo. Todos los presentes abandonaron precipitadamente la sala; sólo unos pocos tuvieron tiempo de ver la nariz afilada de ala delta eclipsar las estrellas y dirigirse hacia el lugar considerado como el último vínculo con la Tierra.
La alcaldesa Waldron hizo una breve pausa para informar a la Central, y luego se unió a los que se apiñaban en el exterior.
— Brant, tú puedes llegar allí primero. Coge la cometa.
El ingeniero en jefe de Tarna parpadeó; era la primera vez que recibía una orden tan directa de la alcaldesa. Luego pareció un tanto avergonzado.
— Un coco le atravesó el ala hace un par de días. No he tenido tiempo de repararla por el problema de las trampas de los peces. De todas formas, no está equipada para vuelos nocturnos.
La alcaldesa le lanzó una larga y fría mirada.
— Espero que mi coche funcione — dijo sarcásticamente.
— Desde luego — respondió Brant con voz herida—. Tiene combustible y está listo ya.
Era muy poco habitual ver circular el coche de la alcaldesa; se podía recorrer Tarna en veinte minutos, y todo el transporte local de alimentos y material se realizaba mediante pequeños vehículos todo terreno. En setenta años de servicio oficial, el vehículo había registrado menos de mil cien kilómetros y, salvo accidentes, seguiría funcionando durante un siglo por lo menos.
Los thalassanos habían experimentado alegremente con todos los vicios, pero el consumismo y la desidia no se encontraban entre ellos. Cuando se inició el viaje más histórico jamás realizado, nadie hubiera podido adivinar que el vehículo era mucho más viejo que cualquiera de sus pasajeros.
Nadie oyó el primer tañido de la campana fúnebre de la Tierra, ni siquiera los científicos que realizaron el fatídico descubrimiento, en las profundidades de la tierra, en una mina de oro abandonada del Colorado.
Era un experimento atrevido, inimaginable antes de mediados del siglo XX. Cuando el neutrino fue detectado, se vio en seguida que a la Humanidad se le había abierto una nueva ventana al universo. Era algo tan penetrante que atravesaba un planeta con la misma facilidad con que podía usarse la luz a través de una lámina de vidrio para observar los núcleos de los soles.
Especialmente el sol. Los astrónomos estaban convencidos de que entendían las reacciones que accionaban el horno solar, del cual dependía enteramente la vida de la Tierra. En el núcleo del sol, a unas presiones y temperaturas enormes, el hidrógeno se fusionaba en helio produciendo una serie de reacciones que liberaban grandes cantidades de energía. Y, como subproducto accidental, se producían neutrinos.
Al no encontrar los trillones de toneladas de materia más obstáculo en su camino que una espiral de humo, esos neutrinos solares emergieron de su lugar de nacimiento a la velocidad de la luz. En solamente dos segundos alcanzaron el espacio y se expandieron a través del universo. A pesar de los muchos planetas y estrellas que se encontraban a su paso, la mayoría de ellos conseguirían no ser capturados por el fantasma insustancial de la materia « sólida » cuando la misma tierra llegó a su fin.
Ocho minutos después que hubieran abandonado el sol, una pequeña fracción de torrente solar barrió la Tierra, y una fracción aún menor fue interceptada por los científicos del Colorado. Habían enterrado su material a un kilómetro bajo tierra de forma que las radiaciones menos penetrantes serían filtradas hacia fuera y podrían captar los raros y auténticos mensajeros del núcleo solar. Contando los neutrinos capturados, esperaban estudiar con detalle sus propiedades y llegar a un punto tal que, como podría comprobar cualquier filosofo, estaba hasta entonces excluido del conocimiento humano o de la observación.
El experimento funcionó, los neutrinos solares fueron detectados. Pero había demasiado pocos. Debería haber habido una cantidad tres o cuatro veces mayor que la que había conseguido capturar la instrumentación masiva. Realmente algo iba mal, y durante los años setenta, el caso de los neutrinos perdidos alcanzó una gran resonancia a nivel científico. El equipo fue revisado una y otra vez, las teorías reexaminadas, y el experimento fue llevado a cabo cientos de veces, siempre con el mismo frustrante resultado.
A finales del siglo XX, los astrofísicos se vieron obligados a aceptar una conclusión preocupante, aunque ninguno se percató de sus consecuencias.
No fallaba ni la teoría ni el equipo. El problema residía en el interior del sol.
El primer encuentro secreto en la historia de la Unión Internacional Astronómica tuvo lugar en el año 2008 en Aspen, Colorado, no muy lejos del escenario de este primer experimento, que ya había sido repetido en una docena de países. Una semana más tarde, el Boletín Especial 55/08 de la IAU, que llevaba como titulo en clave « Algunas observaciones a las reacciones solares », se encontraba en manos de todos los gobiernos de la Tierra.
Se preveía que cuando la noticia del fin del mundo se filtrara se produciría el pánico. En vez de ello, la reacción general fue la de un perplejo silencio, seguido de un encogerse de hombros y, finalmente, de la reanudación del trabajo cotidiano.
Pocos gobiernos habían mirado jamás más allá de unas elecciones, y pocos indicios más allá de las vidas de sus nietos.
Aunque la Humanidad estuviese sentenciada a muerte, la fecha de ejecución era todavía indefinida. El sol no explotaría durante al menos mil años, ¿y quién podía llorar por la cuadragésima generación?
Ninguna de las dos lunas había aparecido todavía cuando el vehículo se puso en marcha en la carretera más conocida de Tarna. En su interior iban Brant, la alcaldesa Waldron, el concejal Simmons y dos ancianos ciudadanos. Aunque conducía con su habitual facilidad, Brant se sentía disgustado por la reprimenda de la alcaldesa. El hecho de que el brazo regordete de ella le rodeara los desnudos brazos de modo informal no mejoraba mucho las cosas.
Pero la belleza pacífica de la noche y el ritmo hipnótico de las palmeras que se mecían iluminadas por el haz de la luz vacilante del vehículo le hicieron recobrar su habitual buen humor. Pero ¿cómo se podía permitir que se filtraran estos sentimientos personales en un momento histórico como éste?
En diez minutos estarían en Primer Aterrizaje, el principio de su historia. ¿Qué sucedería? Sólo una cosa era segura; los visitantes se habían albergado en el faro, todavía en funcionamiento de la antigua nave sembradora. Sabían dónde mirar, así que tenían que proceder de alguna otra colonia humana de este sector del espacio.
Un pensamiento preocupante asaltó la mente de Brant. Alguien o algo, podía haber detectado el faro, avisando a todo el universo de que la Inteligencia había pasado un día por allí. Recordó que años atrás se había presentado una moción en el consejo para desconectar la transmisión, basándose en que era inservible y que no podría causar mucho daño. Más bien por razones sentimentales y emocionales que lógicas, la moción fue rechazada por un pequeño margen. Thalassa iba muy pronto a arrepentirse de esta decisión, pero era ya demasiado tarde para hacer nada.
El concejal Simmons, apoyado en el asiento trasero, hablaba en voz baja con la alcaldesa.
— Helga — dijo, era la primera vez que Brant le oía pronunciar su nombre—, ¿crees que todavía sabremos comunicarnos con ellos? El lenguaje de los robots evoluciona muy rápidamente, ¿sabes?
La alcaldesa no lo sabía, pero era muy hábil a la hora de disimular su ignorancia.
— Este es el menor de nuestros problemas; esperemos a que surja. Brant, ¿podrías conducir un poco más despacio? Me gustaría llegar allí sana y salva.
La velocidad era perfectamente segura en esta carretera que Brant se sabía de memoria, pero obedeció y redujo a cuarenta klicks. Se preguntó si la alcaldesa intentaba aplazar el enfrentamiento. Era una gran responsabilidad enfrentarse sola a la segunda nave espacial proveniente del exterior de toda la historia del planeta. Todo Thalassa tendría puestos sus ojos en ella.
—¡Por Krakan! — juró uno de los pasajeros del asiento trasero. ¿Alguien ha traído alguna cámara?
— Es ya demasiado tarde para volver — respondió el concejal Simmons—. De todas formas, habrá tiempo suficiente para hacer fotografías. No creo que se marchen después de decirnos hola.
En su voz se percibía un cierto nerviosismo, y Brant no podía reprochárselo. ¿Quién podía adivinar lo que les esperaba tras la cima de la próxima colina?
— Le informaré tan pronto como haya algo que decirle, señor Presidente.
La alcaldesa Waldron estaba utilizando el radioteléfono del coche. Brant no se dio cuenta de la llamada, estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Por primera vez en su vida, deseó haber aprendido algo más de historia.
Por supuesto, los hechos más relevantes le eran familiares; todos los niños de Thalassa habían crecido escuchándolos. Sabía que a medida que pasaban los siglos, las predicciones de los astrónomos eran cada vez más seguras y las fechas más precisas, y que en el año 3600, con una diferencia de setenta y cinco años más o menos, el sol se transformaría en una nova. En una nova no muy espectacular, pero sí lo suficientemente grande…
Un viejo filósofo señaló una vez que el saber que uno iba a ser colgado al día siguiente tranquilizaba la mente humana. Algo así ocurrió con toda la raza humana durante los años próximos al cuarto milenio. Si ha existido jamás un momento en el que la Humanidad se ha enfrentado a la verdad con resignación y determinación, éste fue la medianoche del mes de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Todos los que vieron aparecer aquel tres no pudieron nunca olvidar que jamás habría un cuatro.
Sin embargo faltaba más de medio milenio; las treinta generaciones que todavía vivirían y morirían en la Tierra como sus antepasados podrían aún hacer algo. Por lo menos, podrían conservar el conocimiento de la raza y las grandes creaciones del arte humano.
Incluso en los comienzos de la era espacial, los primeros robots que abandonaron el Sistema Solar llevaron consigo muestras de música, pintura y mensajes por si se topaban con otros exploradores del Cosmos. Sin embargo, y aunque nunca se encontraron en la galaxia signos de civilizaciones extrañas, incluso los científicos más pesimistas creían que debía existir inteligencia en algún lugar en los billones de universos—islas que se extendían más allá del alcance de los telescopios más potentes.
Durante siglos, se envió pieza por pieza el conocimiento y la cultura humanos a la Nebulosa Andrómeda y a sus más lejanos vecinos. Nadie, por supuesto, sabría jamás si las señales fueron recibidas, y en el caso de que lo fueran, si pudieron ser interpretadas. Pero su motivación era una que todos los hombres podían compartir; era el impulso de dejar algún último mensaje, alguna señal que dijera: « Mira, yo también estuve vivo. »
Hacia el año 3000, los astrónomos creyeron que sus gigantescos telescopios orbitales habían detectado todos los sistemas planetarios a cinco mil años luz del sol. Se habían descubierto docenas de mundos del tamaño de la Tierra, y algunos más cercanos habían sido burdamente representados en un mapa. Algunos poseían atmósferas con ese indiscutible signo de vida: un porcentaje alto de oxígeno. Había alguna posibilidad de que el hombre pudiera sobrevivir allí, si lograba llegar hasta ellos.
Los hombres no podían, pero el Hombre sí.
Las primeras naves sembradoras eran primitivas, pero incluso así forzaban la tecnología al límite. Con los sistemas a propulsión disponibles en el año 2500, podían alcanzar el sistema planetario más cercano en unos doscientos años, llevando consigo su preciosa carga de embriones congelados.
Pero ésta era la menor de sus tareas. También tendrían que transportar todo el material automático que reanimaría y criaría a esos humanos en potencia y les enseñaría a sobrevivir en un ambiente desconocido y probablemente hostil. Sería inútil y cruel dejar unos niños desnudos e ignorantes en mundos tan hostiles como el Sáhara o el Antártico. Tendrían que ser educados, se les tendría que dar herramientas, enseñarles a orientarse y a utilizar los recursos locales. Después del aterrizaje, la nave sembradora se convertiría en una nave madre y tal vez tendría que cuidar de su progenie durante generaciones.
Pero no solamente se tuvo que transportar seres humanos, sino también un ecosistema completo. Plantas (aunque nadie sabía a ciencia cierta si habría tierra para ellas), animales de granja, y una sorprendente variedad de insectos y microorganismos que tuvieron también que incluirse en caso de que los sistemas normales de producción de alimentos resultaran inútiles y fuese necesario volver a las técnicas agrícolas básicas.
Había una sola ventaja en un comienzo así. Todas las enfermedades y parásitos que habían asolado a la Humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, para perecer en el fuego esterilizador de Nova Solis.
También tuvieron que construir y diseñar bancos de datos, « sistemas expertos » capaces de superar cualquier situación imprevista, mecanismos de reparación y puesta a punto de máquinas y robots. Y tenían para ello un período de tiempo igual al que existió entre la Declaración de la Independencia y el primer aterrizaje en la luna.
Aunque la tarea parecía casi imposible, era tan sugestiva que casi toda la Humanidad se unió para conseguirlo. Era un objetivo a largo plazo, el último objetivo a largo plazo, que podía dar algún sentido a la vida, incluso después de la destrucción de la Tierra.
La primera nave sembradora abandonó el Sistema Solar en 2553, con destino al astro gemelo más próximo al sol: Alfa Centauri A. Aunque el clima de un planeta llamado Pasadena, que tenía el tamaño de la Tierra, era extremado y violento debido a la proximidad de Centauri B, los otros objetivos probables se encontraban a una distancia dos veces mayor. La duración del viaje a Sirius X sería de más de cuatrocientos años; cuando la máquina llegase, seguramente la tierra habría dejado ya de existir.
Pero si se conseguía colonizar Pasadena con éxito, habría tiempo suficiente para enviar las buenas noticias. Doscientos años de viaje, cincuenta para asegurar sus posiciones y construir un pequeño transmisor, y tan sólo unos cuatro años para que la señal regresara a la tierra; con suerte, habría gritos en las calles en el año 2800…
De hecho fue en 2786; Pasadena había ido mejor de lo previsto. La noticia fue alentadora y dio un nuevo estímulo al programa de siembra. Por entonces ya se habían lanzado una veintena de naves, cada una de ellas con una tecnología aún más avanzada que las precedentes. Los últimos modelos podían alcanzar un veinteavo de la velocidad de la luz, y tenían más de cincuenta objetivos a su alcance.
Incluso cuando el faro de Pasadena dejó de funcionar tras emitir tan sólo la noticia de aterrizaje inicial, el desaliento fue sólo momentáneo. Lo que se había hecho una vez podía repetirse otra vez, incluso otra—con mayores posibilidades de éxito.
Hacia el año 2700 se abandonó la burda técnica de los embriones congelados. El mensaje genético que la Naturaleza codificaba en la estructura espiral de la molécula del ADN podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad, y de forma compacta, en las memorias de los últimos ordenadores. De esta forma se podía trasladar un millón de genotipos en una nave sembradora no mucho mayor que un avión regular de mil pasajeros. Una nación entera sin hacer, con todo el tipo necesario para formar una nueva civilización, podía caber en unos cien metros cúbicos y ser trasladada a las estrellas.
Brant sabía que esto era lo que había ocurrido en Thalassa hacía setecientos años. En el tramo donde la carretera subía hacia las colinas había algunas huellas dejadas por los robots excavadores al buscar las materias primas de las que provenían sus propios antepasados. Dentro de unos momentos pasarían por las plantas de fabricación abandonadas hacía largo tiempo.
—¿Qué ha sido eso? — murmuró apresuradamente el concejal Simmons.
—¡Párate! — ordenó la alcaldesa—. Apaga el motor, Brant — dijo, buscando el micrófono del coche.
— Aquí la alcaldesa Waldron llamando. Estamos en el kilómetro siete. Hay una luz delante de nosotros. Se puede ver entre los árboles. Creo que está exactamente en Primer Aterrizaje. No se oye nada. Volvemos a arrancar.
Brant no esperó la orden pero disminuyó ligeramente la velocidad. Este era el segundo acontecimiento más importante de toda su vida. El primero fue el ser atrapado por el huracán del 09.
Aquello había sido más que emocionante; tuvo suerte de salir con vida. Quizás esto también era peligroso, pero en verdad no lo creía. ¿Podían ser hostiles los robots? Seguramente los visitantes de otro mundo no buscaban en Thalassa nada más que amistad y conocimientos.
— Oídme — dijo el concejal Simmons—, he podido verlo bien antes de que cruzara los árboles, y estoy seguro de que era algún tipo de aeronave. Las naves sembradoras nunca tuvieron alas ni aerodinámica, claro. Y además es muy pequeña.
— Sea lo que sea — dijo Brant—, lo sabremos dentro de cinco minutos. Mirad esa luz; viene del Parque de la Tierra, el lugar obvio. ¿Paramos el coche y seguimos a pie el resto del camino?
El Parque de la Tierra era un terreno ovalado cubierto de hierba amorosamente cuidada, situado en la parte este de Primer Aterrizaje, que en aquellos momentos se encontraba fuera de su vista, tapado por la negra silueta de la columna de la Nave Madre, el monumento más viejo y más venerado del planeta. Había un haz de luz que hacía resaltar por doquier los bordes todavía sin oxidar del cilindro y que parecía provenir de un único punto brillante.
— Para el coche antes de llegar a la nave — ordenó la alcaldesa—. Luego bajaremos y echaremos un vistazo. Apaga las luces para que no nos vean, hasta que nosotros queramos.
—¿Nos vean, o nos vea? — preguntó uno de los pasajeros, un tanto nervioso. Nadie le hizo caso.
El coche se detuvo ante la inmensa sombra de la nave, y Brant lo giró ciento ochenta grados.
— Así podremos escapar — explicó medio en serio y medio en broma. Todavía seguía sin poder creer que existiera algún peligro. De hecho, había momentos en que se preguntaba si lo que ocurría era real. Quizá seguía aún dormido y todo no era más que un sueño.
Salieron silenciosamente del coche y caminaron hasta la nave. Luego la rodearon hasta llegar a la bien definida pared de luz. Brant se protegió los ojos y miró por encima del borde, entrecerrando los ojos ante el deslumbrante resplandor.
El concejal Simmons tenía toda la razón. Era algún tipo de aeronave, o nave aeroespacial, y era muy pequeña. ¿Podía tratarse de los norteños? No, eso era absurdo. No se podía utilizar aquel vehículo en el área limítrofe de las Tres Islas, y su construcción hubiera sido imposible de ocultar.
Tenía la forma de una punta de flecha aplastada y debía de haber aterrizado verticalmente, ya que no se veían marcas alrededor de la hierba. La luz provenía de un solo punto, de un bastidor aerodinámico situado en su línea dorsal y encima de todo ello destellaba intermitentemente una pequeña luz roja. Todo era tranquilizador, por no decir decepcionante; se trataba de un aparato común. Un aparato que sin duda no podía haber viajado los doce años luz que le separaba de la colonia más cercana.
De repente, la luz principal se apagó dejando ciego por unos momentos al pequeño grupo de observadores. Cuando los ojos de Brant se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que había ventanas en la parte delantera de la máquina, iluminadas pálidamente desde el interior de la nave. Pero ¡si parecía un vehículo conducido por hombres, y no el aparato robot que esperaban!
La alcaldesa Waldron llegó a la misma sorprendente conclusión.
— No es un robot, hay gente dentro. No perdamos más tiempo. Enciende tu linterna, Brant, para que nos vean.
— Helga — protestó el concejal Simmons.
— No seas bobo, Charlie. Vamos, Brant.
¿Qué era lo que había dicho el primer hombre en la luna casi dos milenios atrás? « Unos pasitos… » Habían recorrido unos veinte metros cuando se abrió una puerta lateral del vehículo, una rampa articulada bajó de golpe y dos humanoides salieron a su encuentro.
Este fue el primer pensamiento de Brant. Pero luego se dio cuenta de que el color de su piel le había engañado, o lo que podía ver de ella a través de la película transparente y flexible que los cubría de la cabeza a los pies.
No eran humanoides, eran humanos. Si él nunca volviera a tomar el sol, podría llegar a ser tan blanco como ellos.
La alcaldesa levantó las manos en el gesto tradicional de « venimos sin armas » tan viejo como la historia.
— No creo que me entendáis — dijo—, pero bienvenidos a Thalassa.
— Al contrario — contestó una de las voces más profundas y con más bella modulación que Brant había oído jamás—, le entendemos perfectamente. Estamos encantados de conocerles.
Por un momento, el grupo de recepción se quedó sumido en un perplejo silencio. Pero era absurdo, pensó Brant, haber sido sorprendidos. Después de todo, no tenían la más mínima dificultad en entender el lenguaje de los hombres de hacía dos mil años. Cuando se inventó el sonido grabado, se conservaron todos los sonidos fónicos de la sintaxis y la gramática, pero la pronunciación permanecía estable durante milenios.
La alcaldesa Waldron fue la primera en recobrar su aplomo.
— Bien, eso nos ahorra muchos problemas — dijo poco convencida—. ¿De dónde vienen? Hemos perdido el contacto con nuestros vecinos desde que se destruyó nuestra antena interespacial.
El hombre mayor miró a su compañero, que era más alto y se pasaron algún mensaje silencioso. Luego, se volvió de nuevo hacia la expectante alcaldesa.
Había una inconfundible tristeza en aquella hermosa voz cuando hizo la fantástica revelación:
— Aunque les parezca increíble — dijo, no venimos de ninguna colonia. Venimos de la Tierra.