A Giulia, mi hermosísimo sol

Tiene gracia. No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.

J.D.Salinger


Hoy es uno de esos días que, de verdad, empieza con una sonrisa. ¿Sabes cuando miras en derredor y todo te parece más bonito: los árboles que te rodean, el cielo o una nube tonta con aire de tener algo que decir? Pues eso, en pocas palabras, que te sientes en perfecta sintonía con el mundo, tienes lo que se dice un buenfeeling… Con el mundo, además. Y no porque yo me haya alejado mucho del sitio donde vivo. Bueno, pensándolo bien, el invierno pasado crucé por primera vez la frontera italiana. Estuve en Badgastein.

– Una ciudad preciosa y risueña -comentó mi padre.

Y yo sonreí haciendo que se enorgulleciese de sus palabras. Tuve la impresión de que las había leído en alguna parte, en uno de los folletos que había llevado a casa tras decidirse a hacer ese viaje. Pero no quise insistir mucho ni hacérselo notar, y por un instante llegué incluso a desear que fuesen suyas. Por otra parte, eran las primeras vacaciones que mi padre se tomaba en invierno desde que yo vine al mundo. Así pues, desde hace casi catorce años. De modo que sonreí e hice como si nada, si bien todavía no lo había perdonado. ¿Perdonado por qué?, me preguntaréis. Pero ése es otro capítulo y no sé si tengo ganas de abordarlo. Ahora no, por lo menos, eso seguro. Hoy es mi día y no quiero que suceda nada que me lo pueda arruinar. Tiene que ser perfecto. De hecho, éstos son los tres deseos que he querido concederme:

1) Comprar unos cruasanes de Selvaggi, los mejores del mundo, al menos en mi opinión. Cuatro. Primero dos y luego otros dos. ¿Y después qué?, me diréis… Esto sí tengo ganas de contarlo, sólo que lo haré después.

2) Pedir una botella de cristal y llenarla de capuchino. Pero ha de ser de esa dase de capuchino ligero hecho con café que no esté quemado y leche desnatada, que te bebes cercando los ojos y cuando lo haces casi te parece ver una vaca que te sonríe y te dice: «Te gusta, ¿eh?» Y tú asientes con la cabeza mientras alrededor de la boca se te queda un ligero bigote de espuma de nata y café, y sonríes encantada con tu mañana.

– Perdone, ¿podría ponerme un poco de nata montada?

– ¿Así está bien, señorita?

– Sí, gracias.

Dios mío, cuánto odio que me llamen «señorita». Te hacen sentir más pequeña de lo que eres, corno si mis pensamientos no estuviesen a la altura de los de ellos. Puede que me falte la experiencia, no lo niego, pero la inteligencia no, eso seguro. En cualquier caso, me hago la sueca y cuando me da el ticket voy a pagar a la caja. Apenas me pongo a la cola, una señora -y no una señorita, por descontado- se me adelanta.

– Perdone…

Me mira con aire de fingida indiferencia y hace oídos sordos. Es una rubia con un fuerte perfume y un maquillaje aun peor, con un azul que ni siquiera Magrita habría tenido el valor de usar en uno de sus cuadros más expresivos. Lo sé porque lo hemos estudiado en el colegio este año.

– Perdone -le repito.

Es cierto que hoy no tengo en absoluto ganas de arruinarme el día, pero si no lo hago tendré que tragarme el abuso y quizá después éste me suba de nuevo por la garganta. Y no querría que ese estúpido recuerdo me negase justamente en un momento de felicidad. Porque estoy convencida de que hoy seré feliz. De forma que le sonrío concediéndole una última oportunidad.

– Quizá no se haya dado cuenta de que yo estaba primero. Además, por si Le interesa, detrás de mí está este señor.

Mientras le hablo indico al hombre que está a mi lado, un tipo elegante de unos cincuenta años, o quizá sesenta, en cualquier caso, mayor que mi padre. El tipo sonríe.

– Bueno, la verdad es que ella estaba antes -dice.

Por suerte no ha dicho «la chica», de manera que, orgullosa del tanto que acabo de anotarme, avanzo y pago. Ostras, menudo sablazo. ¡Siete euros con cincuenta por un poco de nata y tres capuchinos! Este mundo no hay quien lo entienda.

Meto en la cartera los dos euros con cincuenta de la vuelta y me marcho.

Antes de salir, veo que el hombre elegante hace un ademán para dejar pasar a la «coloreada». Y ella avanza como si nada, arqueando una ceja y haciendo incluso una extraña mueca como si dijese «menos mal». La observo más detenidamente: lleva unos pantalones demasiado ajustados, un cinturón enorme con una H en el centro, un grueso collar de oro o algo por el estilo con dos grandes C y, cuando se vuelve para marcharse, veo que en el culo, que no es moco de pavo, le asoman una D y una G. ¡Esa tía es un alfabeto andante! ¡Y el tipo elegante la ha dejado pasar!

Es lo que hay. Cuando quieren, los hombres saben cómo dejarse engañar, desde luego.

Sin embargo, uno que no permitirá que lo engañen nunca es Rusty James. Yo lo llamo así porque, en mi opinión, tiene algo de americano. En realidad se llama Giovanni, es italiano de los pies a la cabeza y, sobre todo, es mi hermano. Rusty James. Erre Jota. R. J. Tiene veinte años, el pelo largo, siempre está moreno, a pesar de que no hace nunca rayos UVA, tiene un cuerpo que, según dicen todas mis amigas., tira de espaldas, cosa que yo suscribo, pese a que no puedo añadir mucho más ya que soy su hermana y, de otra forma, cometería pecados aún más graves que el que voy a cometer hoy. Pero de eso hablaremos después, ya lo he dicho. En cualquier caso, R.es genial. Siempre me apoya y me comprende. Me basta mirarlo, el me sonríe, cabecea, se atusa el pelo, me devuelve la mirada y me hace enrojecer porque me doy cuenta de que lo ha entendido todo. ¡R. J. es verdaderamente guay! Porque, aunque he de reconocer que nunca nos hemos contado gran cosa, siempre nos ha unido una bonita relación de afecto, hecha de pocas palabras y grandes silencios, de esos que hablan, sin embargo, que te dan a entender que te han comprendido, vaya. Por ejemplo, cuando me riñeron en octubre – ¿o era febrero?, la verdad es que no resulta fácil acordarse de todas las veces que me regañan- y me castigaron como hacía tiempo que no habían hecho, bastó una mirada fugaz de él para que me sobrepusiese. Me recordó una película en que actuaba Steve McQueen,Papillon.

Pues bien, yo estaba encerrada en mi habitación y el vino a verme, llamó a la puerta y yo le abrí. Me había encerrado con llave incluso, nos sonreímos mutuamente y con eso bastó. No nos dijimos nada. Pero yo pensé que debía de tener la misma cara que Papillon porque había llorado a moco tendido, y cuando me mire al espejo me espanté de ver lo «consumida» que estaba. Con eso no quiero decir que me hubiese frotado mucho los ojos, pero en cualquier caso los tenía como dos tomates, y no sé cómo -dado que no me había puesto ni una gota de maquillaje porque todavía no domino la técnica del «maqui», pero bueno, eso también será objeto de otro capítulo-, las lágrimas habían chorreado por mis mejillas dejándolas cubiertas de rayas. Pero de esto no me di cuenta hasta más tarde. En cualquier caso, R. J. me acarició bajo la barbilla y a continuación me sonrió y me dio un fuerte abrazo, como sólo él sabe hacer, de forma que, a partir de ese momento, yo podría haber resistido más aún en mi reclusión. Menor«mal que, sin embargo, ésta no duró mucho. En cambio, quien no dio señales de vida ese día, ni siquiera un hola, un qué tal o un mensaje en el móvil para transmitir su solidaridad fue Ale. Mi hermana Alessandra. Aunque la verdad es que ni siquiera estoy segura de que sea mi hermana. Con eso quiero decir que es mi polo opuesto. Tiene el pelo oscuro y largo, es alta -mide 1.65- y curvilínea, incluso demasiado, con un pecho que, en mi opinión, roza la talla noventa, maquillaje a gogó, al igual que sus constantes cambios de novio, uno cada media estación. La han castigado numerosas veces por ese motivo, y yo he sido siempre solidaria con ella, con su dolor, más o menos real, o no. Aunque, ¿quiénes somos nosotros para poner en tela de juicio lo que sienten los demás? Y aquí hago un poco de filosofía. Sea como sea, yo la he apoyado siempre y, en cambio, ella no ha dado señales de vida.

Tal vez porque ahora, debido en parte al hecho de que hemos cambiado de habitación, las cosas ya no son como antes. A saber. No tengo ganas de darle muchas vueltas. Por otro lado, R. J. me apoya bastante, y eso es lo que cuenta. Entre otras cosas porque siempre ha sido él quien me ha recargado el móvil, no ella… Pero no quiero parecer demasiado interesada.

En cualquier caso, volvamos a mi programa. La otra cosa que quiero hacer como sea es ésta:

3) Los periódicos

– Buenos días, Carlo, ¿qué me das hoy?

– Pues eso, Carolina…, ¿qué te doy?

Tiene motivos para estar perplejo. Hasta hace poco, siempre que iba a un quiosco de prensa era para comprarWinx y Cioè, un par de revistas para adolescentes. Hace sólo un mes que leo la Repubblica. No pretendo darme aires de nada, pero la verdad es que al final me ha interesado de verdad. Lo encontraba en su casa y de vez en cuando me quedaba en la sala porque él Unía cosas que hacer con sus amigos. Así lite como empecé a leerlo. Al principio lo hacía sobre todo para, como se dice, darme un poco de importancia o, en cualquier caso, sentirme ocupada. En pocas palabras, para hacer ver que no estaba malgastando mi tiempo y que no dependía sólo de él y de sus decisiones. Y al final me he aficionado. Me resulta extraño porque me parece como si hubiera crecido un poco… Por ahora lo compro los martes, los jueves y los viernes, y me gusta lo que leo. Un tipo que me vuelve loca es Marco Lodoli. Aparece ahí, en un rincón, con el pelo enmarañado y diciendo siempre unas cosas que me hacen sonreír. Buscando en Google he descubierto que ha escrito también varios libros, pero por el momento no he comprado ninguno

En la agenda del colegio he escrito la lista de gastos del mes pasado, junio, y tengo que decir que entre las recargas, el cumpleaños de Clod y las dos camisetas Abercrombie me he dejado una pasta. Así que, como dice mi madre, tengo que apretarme el cinturón. Pero hoy no. Hoy es un día especial. Y me niego a ponerme límites.

– Dame laRepubblica, Il Messaggero, el Corriere dello Sport y.

Miro las revistas que tengo delante y añado sin dudar-: Dove, quiero también el Dove.

Tiene una foto fantástica en portada, una isla de ensueño con muchas palmeras inclinadas sobre la playa, En mi opinión, esas islas las hacen por ordenador. Me cuesta creer que haya sitios tan bonitos. La saco de entre otras dos revistas y veo por el rabillo del ojo que debajo ¡hay dos euros! Se le deben de haber caído a alguien, seguramente no se habrá dado cuenta. Le paso a Carlo la revista y coge una bolsa de debajo del mostrador. Bien. Está distraído. Me agacho y menos mal que mi mano sigue delgada… Así que cojo los dos euros. Cario no se ha dado cuenta de nada. Ha sido cosa de un instante. Lo pienso por un momento y después entiendo que hoy es realmente un día especial.

– Eh, Cario, mira lo que he encontrado ahí abajo.

Me sonríe. Le tiendo la mano con los dos euros y él los deja caer en la suya.

– Gracias, Carolina.

Acto seguido, con parsimonia. Los pone debajo, donde debe de tener una cajita o algo para guardar el dinero. Y sonríe de nuevo. A saber si se había dado cuenta. Jamás lo sabré. Me recuerda un poco a Hombre de familia, esa película con Nicolás Cage, a la escena en que una chica va a un supermercado a hacer la compra y el tipo que está en la caja finge equivocarse cuando le da la vuelta para ver cómo reacciona ella. ¿Os acordáis de quién es el cajero? ¡Es Dios! O sea, un hombre de color que está ahí y que hace las veces de Dios. Con eso no quiero decir que les tenga manía a los tipos de color, pero no puedo imaginarme que… En fin, sé que estoy abordando un tema delicado, pero entiendo que un poco de color, obviamente, no puede ser lo que determine la cuestión más importante, esto es, si Él existe realmente o no.

Carlo mete los periódicos en una bolsa.

– Uno, dos, tres… Son siete con cincuenta.

A estas alturas me he acostumbrado, ¡es mi precio fijo! Con los dos euros que le he devuelto me hubiera salido por cinco con cincuenta, pero, bueno, hoy tengo que estar por encima de estas cosas, todo debe ser positivo, no hay lugar para ofensas o errores porque quiero recordarlo siempre como un día perfecto: el día en que hice el amor por primera vez.

Está bien., lo sé… Tengo casi catorce años y medio y alguien podría objetar que es un poco pronto. Ni que decir tiene que no lo he comentado en casa y, menos aún con mi hermano. Tampoco con mi hermana, quien de todas formas, y en caso de que os pueda interesar, lo hizo a los quince, según descubrí espiándola mientras hablaba por teléfono con Giovanna. Todavía lo recuerdo. La mayor parte de las chicas de mi colegio lo han hecho aproximadamente a esa edad o, al menos, eso es lo que dicen. En fin, he mirado también en internet, he leído varios artículos, he buscado aquí y allá y os aseguro que estoyin target. Bueno, quizá me falta un mes para ser precisos, como diría Gibbo, mi amigo matemático del colegio, pero cuando existe el amor, cuando todo es perfecto, cuando incluso los planetas se alinean (yo acuario, él escorpio, hasta eso he verificado), cuando incluso Jamiro, -su verdadero nombre es Pasquale, pero desde que echa las cartas en la piazza Navona se hace llamar así-, dice que todo sigue en curso, que no se debe ir contra los astros, ¿no te digo?, los astros… Así pues, ¿quién soy yo para negarme al amor? Por eso estoy preparando este supermegadesayuno… Porque es para él, para mi amor. Dentro de nada estaré en su casa. Sus padres se marcharon ayer a la playa, y él„ como no podía ser menos, salió hasta tarde con sus amigos, de forma que quedamos en que yo lo despertaría esta mañana.

– Antes de las once no, te lo ruego, tesoro… Mañana puedo dormir.

No es posible… Esa palabra. «Tesoro.» La palabra más dulce, más; importante, más delicada, más… más… «planetaria», sí, la que abarca a todos los planetas además de la Tierra, naturalmente, dicha por él y de esa forma, ha borrado cualquier sombra de duda. Lo hago, me dije anoche después de su llamada. Y, claro está, no he pegado ojo. ¡Esta, mañana he salido de casa a las ocho! Algo que no me sucedía ni siquiera cuando iba al colegio y debía copiar antes los deberes.

Pero quiero contaros mejor lo que me ha sucedido a lo largo de este año escolar y de vida para que entendáis que mi decisión de hoyes fruto de una larga y ardua reflexión, que hace que ahora me sienta segura, serena y, sobre todo, enamorada. ¡Qué raro! Consigo pronunciar esa palabra. Antes no era capaz. Pero, como dice Rusty James, todo requiere su tiempo, y para pronunciar esa palabra he necesitado tres largos meses. Para decidirme a hacer el amor, casi un año. No obstante, quiero contaros con más detalle cuál ha sido mi trayectoria. En pocas palabras, da la impresión de que la vida te pasa por delante como en una película. ¡Como si se tratase de una serie de momentos, de situaciones, de fases, de cambios que te llevan inevitablemente a hacer el amor! Dicen que, por lo general, cuando ves pasar la vida por delante es porque te estás muriendo. Y yo me estoy muriendo… ¡pero de ganas de estar con él! Y dado que son… Miro el reloj, ¡un precioso IVC de esos transparentes con abalorios que me regaló precisamente él! Son las nuevey diez, tengo tiempo de sobra para hacer un repaso del año pasado.


Septiembre

Cinco buenos propósitos para este mes:

– Adelgazar dos kilos.

– Comprar unas bailarinas negras con un lazo.

– Conseguir que me regalen un bono de 500 sms.

– Ir con Alis y Clod a ver el concierto de Finley.

– ComprarMil soles espléndidos de Khaled Hosseini, dicen que es bonito.

Nombre. Carolina, alias Caro.

Cumpleaños: 3 de febrero.

¿Dónde vives? En Roma.

¿Dónde te gustaría vivir? En Nueva York, Londres o París.

¿Dónde no querrías vivir? En casa cuando mi padre grita.

Número de zapatos: ¡Menos de los que querría! ¿O te referías al número de pie?

Gafas: Grandes, de sol

Pendientes: Dos, a veces, pero con frecuencia no.

Marcas particulares: Las del corazón.

¿Pacifista o guerrillera?' Pacigu. Pacifista/guerrillera según el momento.

¿Sexo? ¿El mío, o si lo he hecho alguna vez?

Septiembre es un mes que me gusta mucho, a pesar de que vuelve a empezar el colegio y las vacaciones se acaban. Todavía puedo ir vestida con ropa ligera, como a mí me gusta. El verano es estupendo… El mar, la playa, remover la arena con los pies trazando círculos, ¡y haciendo enfadar al encargado de los baños, que debe aplanarla por la noche para que a la mañana siguiente esté impecable! Las sombrillas me parecen, en cambio, inútiles, ya que nunca estoy debajo. La toalla grande con dibujos de animales que siempre tengo llena de arena; jamás he podido entender por qué las de los demás están más limpias que la mía. El verano es mi estación favorita. También septiembre es precioso, aunque sería mejor si no hubiese colegio, que fuese el último mes de vacaciones, pero entero. Me han dicho que en la universidad se empieza en octubre. ¿Ves?, ellos sí que saben.

Acabo de comprar mi nueva agenda. La estreno con pocas ganas de escribir. Sí, porque la verdad es que me gusta más enviar sms y mails y, cómo no, hablar por el Messenger. Pero claro, es necesario tener una agenda de papel para el colegio, así también puedes guardar las dedicatorias de las amigas (¡sobre todo eso!), de manera que la he comprado. Una fantástica Comix, como no podía ser de otro modo, ¡al menos de vez en cuando me río un poco!

Entramos a las ocho, y eso es ya de por sí dramático. Desde el principio resulta todo muy interesante: la de tecnología nos ha pedido que hagamos un paralelepípedo con una cartulina negra y que compremos un cuaderno de dibujo con hojas cuadriculadas.

– Traed también tres cuadrados de cartón de quince centímetros de lado, unas tijeras, pegamento y lápices HB -nos ha dicho después.

Pero bueno…, ¿qué se cree que soy? ¿Una papelería? ¡Me importan un comino los paralelepípedos! ¡Ya sé cómo son! ¡Mi móvil es un paralelepípedo!

Acaba la hora y, sin darnos tiempo a respirar, entra el profesor de inglés. En una mano lleva el habitual maletín destrozado y, en la otra, un lector de CD. Nos miramos estupefactos. Nos escruta desde detrás de sus gafitas de culo de botella.

– Mañana debéis traer una agenda con índice para anotar el vocabulario nuevo de fa canción que vamos a escuchar. Obviamente quiero que traigáis también los deberes de las vacaciones y dos cuadernos. ¡Repasadlo todo!

¿Cómo que todo? ¡Pero si acabamos de empezar! Tengo la impresión de que este año las cosas van a ir mal. Alis me pide la agenda. Se la paso. Veo que garabatea algo en la página correspondiente al 18 de septiembre. Pasada media hora, me la devuelve. Leo: «Palabreando. Arreglárselas: reparar el Range Rover de papá. Bovino: rumiante gordo aficionado al vino. Cósmico: cómico espacial.» Dejo de leer. La miro. Se está tronchando de risa. No sé qué decir.

Leone, el profesor de italiano, termina el inventario.

– Para mañana escribid en el cuaderno cuáles eran las necesidades de vuestros padres cuando eran pequeños.

Pero ¿qué es esto? ¿Las necesidades de cuando eran pequeños? ¿Las necesidades necesidades? Todos se ríen. Cómo no. ¿Os habéis puesto de acuerdo? ¿Y además tres materias para mañana? Es obvio que tendré que apresurarme para poder salir con Alis y Clod. Nos mirarnos.

– Nos vemos a las dos y media, habrá que hacerlo todo en hora y media.

En efecto, después nos espera la consabida visita a Cióccolati. Septiembre me gusta además porque puedes recordar el verano que acabas de dejar atrás. ¡Y menudo verano! El verano en que he besado por primera vez. Vale, no es un título original, estoy de acuerdo, pero las cosas sólo son extraordinarias en la vida de la persona a las que les suceden. Y, en cualquier caso, ésta os la quiero contar como sea; mejor dicho, todavía recuerdo cómo se la conté a mis dos amigas íntimas: Clod y Alis.

Clod es una chica fantástica. Se come todo lo que le ponen por delante, te roba incluso la merienda si no estás atenta, pero en dibujo es un hacha y por eso se lo perdonas todo. De hecho, pasa los deberes a media clase y se aprovecha de esa circunstancia para hacerse con las meriendas que más le gustan. La mía, pan con aceite y Nutella, es sin lugar a dudas la más apetecible y la que, por tanto, desaparece en primer lugar. Alis, en cambio, es una especie de princesa: es alta, delgada, guapísima, elegante, con un no sé qué de aristocrático que parece diferenciaría de las demás, pero luego, de repente, sabe ser tan divertida que cualquier duda sobre ella queda despejada. Aunque a veces es de un pérfido…

En cualquier caso, estamos a la entrada del colegio, a principios de septiembre, acabamos de volver de las vacaciones y es el primer día de clase.

– ¡Yujuuu! -grito como una loca.

– ¿Por qué estás tan contenta?

Llego morena como nunca, con el pelo tan rubio que casi parezco sueca, una de esas cantantes que surgen de repente con la melena larga casi blanca, los vaqueros rigurosamente desgarrados, los pies descalzos, la guitarra en las manos y la mirada lánguida. Bueno, yo era poco más o menos así, exceptuando la guitarra y los pies descalzos… Dios mío, durante un tiempo probé también a tocar la guitarra, pero ¿sabéis esas cosas que heredas de tus hermanos y que pruebas a hacer bien por ti misma y al final te rindes porque entiendes que no estás hecha para eso? La guitarra en cuestión era de mi hermano; ahora Rusty James se ha agenciado una nueva, y él sí que la toca de maravilla. Yo, en cambio, he probado un millón de veces. He comprado partituras y todo lo demás, y si bien en la escuela de música no me iba mal del todo -es decir, había comprendido a la perfección dónde se ponían las notas, cuáles iban entre los espacios del pentagrama y cuáles sobre las líneas-, cuando después intentaba trasladarlo todo al instrumento, al principio la cosa funcionaba, pero luego tardaba tanto en encontrar la nota sobre la cuerda de la guitarra que al tocarla me olvidaba del sonido precedente, y mientras buscaba el primero y el segundo llegaba mi madre y gritaba: «¡La mesa está puesta!» ¡No sé por qué, pero el caso es que mis ejercicios de guitarra coincidían siempre con la hora de cenar! Bueno, la verdad es que creo que todos estamos dotados para algo y que muchas veces lo comprendemos demasiado tarde. Aunque también es cierto que, como dice nuestro profe Leone, nunca es demasiado tarde para nada. Y yo creo que he encontrado mi pasión y que, en cualquier caso, si es ésa, he necesitado catorce años para hallarla, es decir, el tiempo necesario para entender algo con profundidad, mirar alrededor y poder elegir. No hay nada más bonito que una elección. Y yo he elegido.

– ¡Holaaa!

Me abalanzo sobre Clod y acto seguido sobre Alis, ¡y mi exceso de felicidad casi nos hace rodar por el suelo a las tres!

– ¡Qué locura, qué locura! -Empiezo a brincar alrededor de mis amigas agitando los brazos de manera extraña-. ¡Soy un raro ejemplar de pulpo!

Y me meto entre ellas moviendo lentamente los brazos y las piernas, me insinúo, me transformo en una odalisca y después en una jirafa, y a continuación en otro raro ser capaz de cabecear de esa manera. Mientras tanto, ellas permanecen allí plantadas mirándome asombradas. Alis es genial. He de decir que es la que tiene más dinero de la escuela, o al menos eso es lo que asegura Brandi, la radio macuto del Farnesina, que es mi colegio. Y debe de ser verdad, dada la casa tan espectacular que tiene. Recuerda una de esas que salen en los anuncios. Un lugar donde todo funciona, donde todo está impoluto, donde las paredes son perfectas donde apenas tocas un interruptor se encienden las luces, bajan y suben, donde todos los muebles son oscuros, brillantes y negros, y el televisor es uno de esos planos que se cuelgan de la pared y se encienden nada más rozarlos, y también la música es perfecta y las alfombras son bonitas y los cristales están siempre como los chorros del oro. Pues bien, su casa está en la via XXIV Maggio y da a unas antiguas ruinas romanas, las del gran imperio que nos toca estudiar. Y ella nos invita a su casa para que podamos contemplarlas directamente desde la ventana y nos toma el pelo, señalándolas con un puntero.

– Ésa es la roca Tarpea… Ése es el Arco de Constantino, eso otro, lo que está al fondo…

– El Coliseo -respondemos al unísono Clod y yo- Es lo único sobre lo que no podemos equivocarnos.

En cualquier caso, Alis abre el bolso y extrae un Nokia N95, el último que ha salido al mercado, y me saca una fotografía.

– ¡Esto lo quiero recordar, Caro!

– ¡En ese caso, grábame mientras sigo con el bailecito!

Alis no se hace de rogar y empieza a grabarme con su teléfono, que es mejor que todas las cámaras del mundo juntas. Y mientras bailo delante de ella, comienzo a agitarme como una loca, muevo las manos, mejor que Eminem y 50 Cent., abro los dedos y rapeo que da gusto.

– «Y yo lo beso, y sí que lo besé en una noche de luna llena con un deseo ardiente de él y, sobre todo, de su culo.»

Alis y Clod se ríen como locas. Alis sigue grabándome mientras Clod baila siguiendo el ritmo y yo continúo con mi canción.

– «Y qué beso largo e irresistible, en la barca, con el salvavidas…»

Sin embargo, se interrumpen de repente y se quedan boquiabiertas como si sólo en ese momento se hubiesen dado cuenta de que, por fin, he dado el gran salto. Pero yo no me detengo.

– «Sí, lo he lamido por todas partos, Le he mordido los labios e incluso lo he chupado un poco.»

Sin embargo, de repente me percato de que su sorpresa se debe a otra cosa. En efecto…, el profe Leone está detrás de mí. De manera que yo también me quedo boquiabierta y me imagino en un instante todo lo que puede haber oído. Me sonríe.

– Ha sido un bonito verano, ¿verdad, Carolina? Te veo muy morena y, sobre todo, muy contenta.

– Sí, profe.

– Sólo que ahora empieza de nuevo el colegio y éste es el último año. Y el último año tenéis que esforzaros… Pero tú ya lo sabes, Carolina, ¿verdad que sí?, siempre te he dicho que todo tiene su momento…

– Claro, profe.

– Bien, pues, por ejemplo, ahora no podéis seguir aquí; tenéis que entrar en clase.

Alis vuelve a meter el móvil en su Prada último modelo. Clod se acomoda los pantalones y las tres nos dirigimos a nuestra fantástica aula, la III-B.

Aquí estoy, en mi nuevo pupitre junto a la ventana. El paisaje que puedo contemplar desde él no es, lo que se dice, gran cosa, ¡pero al menos entra luz! Alis y Clod están a mi lado. Por el momento. Porque en mi clase tenemos la manía de cambiar de sitio cada dos meses, echando a suertes los pupitres y las filas. Es una costumbre que los profes impusieron en primero para obligarnos a relacionarnos más. Y luego, cuando apenas empezábamos a conocernos, zas, te cambiaban otra vez de sitio. De todas formas, ahora las filas son de tres, menos mal; a veces incluso los bedeles se enteran de algo.

Último año de secundaria. Tengo un poco de miedo. ¿El examen? Bah. Lo que me asusta es, sobre todo, lo que viene después. Pero es fantástico pensar que el verano próximo seré libre, libre, ¡libre! ¡Sin deberes! Tres meses completos para hacer lo que me venga en gana. Dentro de un momento entrará el profe Leone. Nos preguntará si hemos leído los cinco libros que nos encargó antes de las vacaciones, si hemos hecho las redacciones, si hemos acabado el cuaderno de ejercicios. Y, además, como es habitual, fijará la fecha del examen que hace cada inicio de curso. Qué palo. Seguro que es mañana, de modo que esta noche también me tocará volver antes a casa para que mi madre no se cabree. Miro de nuevo por la ventana…, querría estar posada sobre ese árbol, ahí delante. Observar a los que pasan por debajo, el tráfico, este colegio, mofándome de los que ahora están sentados aquí, en el aula. La ventana. Como la canción de Negramaro: «Si te llevas el mundo contigo, llévame también a mí.»

Mientras esperábamos al profe traté por todos los medios de robarle el móvil a Alis, pero no hubo nada que hacer. Ella me juró que había borrado el vídeo.

– Te lo juro, Caro, ¿por qué no me crees?

– Si es así, dámelo que lo compruebe.

– Pero ¿por qué no me crees, eh? Entre nosotras tiene que haber confianza.

– Y yo la tengo, pero esta vez me gustaría además que me dieses el móvil para poder comprobarlo, ¿vale?

– Está bien, en ese caso, te diré lo que pasa, ¿eh? No puedo dártelo porque tengo unos mensajes que no quiero que leas, ¿de acuerdo?

– ¿Y eso? ¿No puedo leer tus mensajes? ¿Y por qué, perdona? ¿No acabas de decir que tenemos que tener confianza?… y, además, ¿de quién son?

En fin, que proseguimos con la discusión hasta la hora de tecnología, y yo estaba tan nerviosa que, por primera vez, serré y pegué todos esos trozos de madera directamente del dibujo, sin mirar siquiera, ¡y al final esa extraña muesca que debía ser un portaplumas lo fue de verdad! ¡Increíble, el primer bien que saco en mi vida! Únicamente tuve una experiencia similar en tecnología el año pasado, cuando me corté el dedo índice de la mano izquierda con una especie de escalpelo. El escalpelo es la herramienta que sirve para hacer grabados sobre una tabla de plástico verde. Sí que graba, sí… ¡pero también graba dedos! Resultado: llamaron a mi madre, que me llevó a urgencias. Tres puntos de sutura. Vi Saturno con todos sus anillos, después Marte, Júpiter e incluso Neptuno. ¡Otra vez los planetas! Y tras la panorámica astronómica, volví al colegio. Sí, justo así. Cualquier otra persona habría vuelto a casa, pero yo no, mi madre dijo que con eso bastaba. En cualquier caso, ¡perdí una hora de mates!

Bueno. Por lo demás, a propósito del vídeo en el que aparecía el profe Leone a mis espaldas, nada de nada, ni siquiera la posibilidad de volver a verlo, cuando menos para reímos un poco. Nada. Y esa historia de la grabación… una prueba de lo que has hecho… Quiero comprar una caja, una de ésas de cartón rígido con dibujos de flores. Grande, grandísima, para meter dentro las cosas que dejaré de usar a partir de este año. Porque me siento un poco más mayor. Son una infinidad. Por ejemplo, las Bratz, las Winx, los libros de Lupo Alberto, las camisetas de Pinko Pallino, que mi madre me compraba siempre sin importarle que yo me enfadase, los diarios secretos con su candadito que he llenado de adhesivos y de frasecitas de todo tipo, los libros de Geronimo Stilton, los DVD de dibujos animados, las fotografías de primaria, el calendario con la cara que tenía a los cinco años disfrazada para Carnaval, fea a más no poder, la caja con las cuentas para hacer pulseritas, el enorme lápiz de plástico de las Bratz, el estuche con los lápices de cera, las diademas para el pelo con llores de plástico. Todo lo que ahora me parece inútil. ¡A pesar de que tengo casi catorce años! Me siento diferente del momento en que esas cosas lo eran todo para mí.

Esa tarde. Alis y Clod están sentadas delante de mí. Se niegan a creerme.

– En ese caso, os voy a contar…

Es justo que sea yo la que invite, por otro lado, la mayor parte de las veces lo hace Alis, y es incluso natural, y las llevo a Cióccolati, un pequeño local que se encuentra en la via Dionigi, junto a la piazza Cavour, donde está el Adriano, que, entre otras cosas, no conocían y que, además, hace horario continuado.

Clod se pone en seguida a comer, pide el Trilogy, que es peor que el anillo de Bvlgari en cuanto a precio, pero mejor como exquisitez. Se lo zampa en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Nos puede traer también dos granizados de chocolate y una tisana?

Alis está en ascuas, la veo que se agita, ella ha nacido para el cotilleo incesante sin importar por qué parte se empiece y dónde se acabe. ¡Y tienen que suceder muchas cosas! A estas alturas, las aventuras de París Hilton o de Britney Spears casi la aburren.

– ¡Bueno, Caro! ¿Nos cuentas algo o no? ¡Venga!

Clod asiente con la cabeza y se lame los dedos como si quisiera comérselos también. A continuación se seca con un pañuelo de papel, ¡y poco falta para que éste acabe también entre sus fauces!

Pero Clod es así siempre. Recuerdo cuando nos inscribimos las tres a catequesis para hacer la comunión. Comprábamos bolsitas con hostias dentro y ella, con la excusa de que tenía que entrenarse, se las comía una detrás de otra. ¡Las guardaba en el pupitre del colegio y parecía una especie de ametralladora al revés! Tum-tum-tum…, se las disparaba en la boca como si nada y de vez en cuando se quedaba bloqueada, pero no porque la hubiese pillado el catequista…, ¡noooo! Lo que sucedía era que se le quedaba una pegada al paladar, y entonces trataba de realizar una extraña intervención quirúrgica para «extraerla» valiéndose únicamente de dos dedos rechonchos manchados de pintura, porque le gustaba el dibujo, la única asignatura en la que se las arreglaba sin problemas, pues bien se llevaba los dedos al paladar y excavaba sin cesar. Mirarla era un espectáculo similar aLa celda o The ring, en fin, ¡que incluso Wes Craven habría dudado sobre si contratarla o no para uno de sus horrores!

– Pero ¡¿a qué esperas, Caro?! ¡Vamos, ya no resisto más!

¡Alis no tiene pelos en la lengua, y eso me encanta! ¿Es posible que ese modo de comportarse se deba al dinero? Porque el dinero nos hace libres. Bah, tal vez me estoy volviendo demasiado filósofa.

– ¿La tisana?

La camarera se acerca a nuestra mesa con una bandeja.

– Es para mí, gracias.

Levanto la mano a una velocidad increíble, igual que las pocas veces en las que el profe Leone hace una pregunta general y por casualidad, digo, por pura casualidad, resulta que sé la respuesta.

– Así que los granizados son para vosotras dos.

La miro y sonrío para mis adentros. La tipa no debe de ser un as en matemáticas. La resta es tan evidente que me quedo patidifusa. Pero, aun así, todas sonreímos y le decimos que sí; al menos nos la quitamos de encima y puedo empezar con mi relato. Por fin se marcha,

– ¿Y bien?

– Lore, como lo llamo yo, es un chico muy dulce. Lo conozco desde que éramos niños y nos hemos ido viendo desde entonces, pese a que él tiene dos años más que yo… -Bebo un poco de tisana-. ¡Ay, quema!

Alis me pone la mano en el brazo.

– Precisamente por eso, déjala estar, ¡sigue!

Incluso Clod está tan intrigada con la historia que se ha quedado con un trozo de chocolate suspendido en el aire y me mira pasmada

– Sí, vamos, Caro, no te detengas…

De modo que dejo definitivamente mi taza en el plato y sonrío a mis dos mejores amigas.

– ¡Venga, adelante! ¡No te hagas de rogar!

Esté bien. Y en un instante regreso allí.

Anzio. Agosto. El verano está a punto de acabar. Un gran pinar, Villa Borghese, un camino que atraviesa unos bosques llenos de hojas, de agujas de pinos y de cigarras. Y, además, el calor de ese sol que se prolonga durante todo el día. Un eco a lo lejos, el rumor de lasas del mar.

– Esto es peligroso, ¿verdad?

Avanzamos en grupo. Somos cinco. Stefania, yo, Giacomo, Lorenzo e Isabella, a la que siempre hemos llamado Isafea, entre otras cosas porque lo es. Estamos en medio de la senda del pinar, tenemos que caminar medio escondidos porque está prohibida traspasar la gran verja de la villa. Y, en cambio, nosotros lo hemos hecho, hemos decidido correr el riesgo y aventurarnos. Vamos a ver el castillo de Villa Borghese.

– Pero es peligroso…

– ¡Qué peligroso ni qué ocho cuartos! Lo único que puede pasar es que el vigilante nos ponga una multa si nos pilla.

– Sí, pero ¡está lleno de víboras!

– ¡Qué va! ¡Las víboras no salen de noche!

– Cómo que no. ¡Salen al atardecer porque tienen hambre!

– Que no, te digo que no.

Stefania está obsesionada. Se cree que lo sabe todo. No la soporto cuando se comporta así. Pero su madre hace una torta de ensueño y a la hora de comer nos la trae a la playa, de manera que nos conviene tenerla de nuestra parte. Lorenzo guía el grupo, es el más valiente. Gíacomo, que, desde siempre o, al menos, desde que lo conozco, es amigo suyo, parece tener miedo de nosotros, quizá porque es el más pequeño.

Trac. Lorenzo separa los brazos y todos nos paramos en seco. Hemos oído un ruido sordo a la derecha del arbusto.

Quietos, podría ser un animal… Parece grande.

– Puede que sea mi erizo -apunta Stefania.

Pero acto seguido oímos unas carcajadas. Nos volvemos todos. Isafea está al final de la fila y se ríe como una loca, es más, se deja llevar por la hilaridad, se ríe a mandíbula batiente. Debe de haber tirado algo que ha causado ese ruido. Giacomo entorna los ojos.

– Eres… ¡eres una estúpida!

Lorenzo se encoge de hombros. Yo corrijo la frase como se debe.

– Haz el favor de hablar como es debido… Es una imbécil, una gilipollas, nos ha dado un susto de muerte.

Stefania cabecea.

– Bueno, ha sido lista, ha tirado la piña justo al arbusto con las bolitas rojas…

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No lo sabéis? ¡Las víboras precisamente comen esas habitas rojas!

No sé que llegará a ser Stefania en la vida, ¡pero si no se dedica a la botánica o al estudio del mundo animal, cometerá un gran error! ¡Como el que hemos cometido nosotros dejando que nos acompañase! Sin embargo, no consigo reírme de mi ocurrencia porque justo en ese momento-

– ¡Eh, vosotros! ¿Adónde se supone que vais?

Un vozarrón interrumpe de repente nuestras carcajadas. Lo diviso a lo lejos, avanzando amenazador entre los árboles. A sus espaldas, a un lado del camino, está su viejo Seiscientos gris con una de las puertas delanteras abiertas. No cabe ninguna duda.

– ¡Es el vigilante! ¡Huyamos!

Y echamos a correr a toda velocidad entre las plantas, entre los árboles. Lorenzo me coge de la mano y tira de mí.

– ¡Vamos, venga, corre lo más de prisa que puedas! Vayamos por aquí, que están las cuevas.

– ¡Tengo miedo!

– ¿Miedo de qué? ¡No debes tener miedo, estás conmigo!

De manera que echamos a correr entre las plantas altas, en el bosque, en medio de los arbustos, cada vez a más velocidad, en línea recta.

Giacomo y Stefania, en cambio, se han desviado a la izquierda, mientras que Isafea corre más despacio, casi se tambalea detrás de nosotros. Esa chica no tiene remedio, es un alfeñique.

– Venga, de prisa, vamos.

Lorenzo me arrastra al interior de una de las cuevas. Tienen una altura de, al menos, diez metros y de repente se tornan frías y oscuras, tan oscuras que tras dar dos pasos no vemos nada. Es un buen escondite, y nos apretujamos contra la pared. El silencio es absoluto y se percibe un extraño olor a verde, como si todo estuviese húmedo, mojado. Después vislumbramos al vigilante que pasa a lo lejos, a través de los tablones de madera que hacen las veces de puerta de la cueva, de esas que apenas las rozas se te clava una astilla y te hace un daño horrible.

Se divisa un poco de luz y el verde del bosque con los reflejos del sol en las hojas más grandes. Pero en la cueva hace frío y, cuando respiramos, se forman unas pequeñas nubecitas delante de nuestras botas, como si estuviésemos fumando.

– Oye, Lore, pero…

– Chsss… -susurra mientras me tapa la boca con una mano. Justo a tiempo, porque el vigilante se asoma entre los tablones de la entrada y escruta a derecha e izquierda mientras nosotros nos aplastamos aún más contra la pared. No ve nada, de manera que retira la cabeza y se aleja. Pasados unos segundos, Lore me quita la mano de la boca.

– Uff.

Exhalo el aire que había contenido hasta ese momento.

– Menos mal.

– ¿Has sentido miedo?

– No, contigo no.

Le sonrío. Y veo sus ojos en la penumbra, se iluminan apenas y son grandes y profundos y preciosos, y no consigo dilucidar si me está mirando o no, pero sonríe. Veo sus dientes blancos en la oscuridad de la cueva. Y la verdad es que un poco de miedo sí que he sentido. Un poco, no. Sea como sea, no quiero decírselo.

– Venga, sí que has tenido un poco de miedo. Si nos hubiera descubierto…

– ¡Bueno…!

Pero no me da tiempo a proseguir porque se acerca a mí… y me besa. ¡Sí, me besa! Siento sus labios sobre los míos y permanezco un instante con la boca quieta sin saber muy bien qué hacer. Pero siento que él hace presión. Y su boca es blanda. Y, que extraño, la va abriendo lentamente… y yo también lo hago. ¡Y lo primero que pienso es que, por suerte, no llevo el corrector dental! Lo llevé hasta el invierno pasado y ahora mis dientecitos están bien alineados. Pero, en caso de que lo hubiese llevado, Lore se habría dado cuenta. Es un chico atento. Sí, me gusta mucho porque es atento, es decir, piensa en ti, en si tienes miedo, en si te apetece, si te gusta ir al castillo, en fin, que le interesa lo que opinas.

Pero ¿qué ocurre? Siento algo raro en la boca. Estamos en la oscuridad de la cueva, tan cerca el uno del otro que ni siquiera sé si me está mirando o no. Abro lentamente un ojo, echo un vistazo pero no se ve nada, de manera que vuelvo a cerrarlo, ¡Es su lengua! Socorro… Sin embargo…, no me molesta. Menos mal. Qué bonito. Siempre me he imaginado este momento; quizá demasiado, en serio, porque al final los demás te cuentan tantas cosas que acabas preocupándote más de lo que harías por ti sola.

Así que por fin me abandono y lo abrazo mientras seguimos besándonos. Y sus labios son suaves y de vez en cuando nuestros dientes chocan, nos echamos a reír y volvemos a empezar, ligeros, sonreímos en la penumbra y él me besa mucho y tengo el contorno de la boca mojado. Pero no me molesta… De verdad, no me molesta.

Alis y Clod están delante de mí, ambas con un granizado en la mano, el vaso suspendido en el aire justo delante de la boca. La camarera se acerca a nosotras.

– ¿Queréis algo más, chicas?

– ¡No! -respondemos al unísono sin dignarnos siquiera mirarla. La camarera se aleja sacudiendo la cabeza.

Alice deja el vaso sobre la mesa.

– No me lo creo.

– Yo tampoco…

Clod, sin embargo, da un buen trago.

– ¿Y después? ¿Y después?

– Pero si decís que no me creéis…

– Bueno, tú cuéntanoslo de todos modos, sí, ¡sea como sea, nos encanta!

Cabeceo. Alis no tiene remedio, es demasiado curiosa.

– Vale, vale, ¡pero que quede claro que todo es verdad! En fin, ¿por dónde iba?

– ¡Te estaba besando! -me contestan las dos a coro.

– Ah, sí… Claro.

De modo que regreso a la cueva. Oscuridad. Parece una película. Y siento que me estrecha entre sus brazos con fuerza, con más fuerza aúnY yo lo abrazo. Y él desliza su mano por debajo de mi camiseta, pero por detrás, por la espalda. Y no me molesta. Me siento extrañamente serena. Me gusta estar entre sus brazos…, pero permanece quieto, no se mueve, no sube para desabrochar mi pequeño sujetador. Ahora no, por lo menos. Empieza a acariciarme, eso sí. Y sigue besándome. Después se aparta un poco y me pasa la lengua por los labios. Siento como si me los picotease y justo entonces su mano empieza a ascender por la espalda, lo sabía Pero no me preocupo. De repente oímos unos pasos apresurados. Nos separamos y miramos hacia la entrada de la cueva. Isafea pasa corriendo por delante de la puerta. Corre cada vez más de prisa, fuera, entre la hierba alta y, de repente, ¡se cae al suelo!

– ¡Ahhh! -grita con todas sus fuerzas-. ¡Socorro! ¡Ay! ¡Ahhh! -y sigue gritando. Parece la sirena de una ambulancia.

Pasado un segundo llega el vigilante y la ayuda a levantarse.

– ¿Qué te ha pasado?¿Qué te has hecho?

Isafea le enseña la mano.

– Me ha mordido un animal aquí, me hace un daño tremendo, era una serpiente, ha sido una víbora, moriré, ¡socorro! ¡Socorro! -dice chillando y pateando.

El vigilante le coge el brazo, le aprieta la muñeca con ambas manos y los dos desaparecen detrás de unos árboles. ¡Ya no podemos verla! Lore y yo nos miramos durante unos segundos.

– ¡Ven, vamos!

Corremos hacia la salida de la cueva y, una vez fuera, apenas nos da tiempo a ver el viejo Seiscientos que dobla la esquina. Unos instantes después llegan Giacomo y Stefania.

– Pero ¿dónde estabais?

– En la cueva.

– ¿En la cueva? ¿En serio? -Giacomo no nos cree-. ¿Y se puede saber qué hacíais?

Nos miramos fugazmente, acto seguido Lorenzo le da un empujón a Giacomo.

– ¿Y qué se supone que debíamos hacer? ¡Estábamos escondidos!

– Ah, bueno. ¿Habéis visto al vigilante? ¡Se ha llevado a Isa! ¿Qué os parece? ¿La habrá secuestrado? Da igual que sea fea, ese lo que pretende es exigir un rescate, quiero decir que los padres de Isa son de Milán, ¡son riquísimos!

Gíacomo está fuera de sí. Dios mío, antes casi nos pilla con lo de la cueva… ¡Pero esto!

– Venga…, a Isa le ha mordido una víbora.

Stefania esboza una sonrisa.

– Anda ya…, no es posible.

– ¡La hemos visto!

– ¡Las víboras desaparecen cuando anochece!

– Bueno, eso es lo que ha dicho, y el vigilante le apretaba el brazo con todas sus fuerzas, quizá para impedir que el veneno pasase a la sangre.

Stefania se encoge de hombros.

– Bah, ni siquiera el vigilante sabe de qué va la cosa. Como mucho, habrá sido una culebra.

Lore y yo nos miramos.

– ¿Eh? -Incluso con cierto asco-. ¿Una culebra?

– Sí, una culebra, muerden, salen también al atardecer y no son venenosas.

Ah, claro.

– Sea como sea, volvamos a la entrada de Villa Borghese, está oscureciendo.

De modo que echarnos a correr por el bosque hacia el bar que está a la entrada del parque, donde se encuentran también las pistas de tenis y la secretaría del club. Cuando llegamos, jadeantes, vemos a un montón de gente alrededor de una mesa. Isafea está echada encima de ella. Parece medio muerta. Pero luego, cuando nos acercamos, nos damos cuenta de que en realidad está medio viva. Llora y sorbe por la nariz y se aprieta la mano. Un señor que está allí cerca le ha pinchado en un brazo. Debe de ser médico.

– ¡Bueno, ya está! -dice acariciándole el pelo y despeinándola mientras Isa esboza una sonrisa-. Así nos evitamos posibles problemas-

Echa la jeringuilla en una papelera cercana.

Y yo me pregunto: ¿por qué cada vez que uno está mal y después sale bien parado o, en cualquier caso sobrevive o, en fin, supera el drama, todo el mundo te despeina? Porque, además, puede que incluso estés sudado y, sea como sea, a mí me molestaría que alguien a quien no conozco me alborotase el pelo. En fin. Después se aproxima un tipo que está siempre en la secretaría del club y que hasta el año pasado daba clases de tenis, y coge la mano de Isa.

– ¡Enséñamela!

Mira el punto donde mi amiga asegura que le ha mordido la serpiente. El hombre sonríe y sacude la cabeza, y coloca poco a poco el brazo de Isa junto a su costado.

– Puedes levantarte ya, no corres ningún peligro, te ha mordido una culebra. -Después se dirige al vigilante-: Hemos desperdiciado una ampolla de antídoto

Stefania se vuelve hacia nosotros y extiende los brazos.

– ¿Veis? ¿Qué os había dicho? Una culebra. Y el vigilante ni siquiera se había dado cuenta…

– Pero ¿cómo podía saberlo si no reconoció la mordedura?

– Bastaba que Isa le dijese si tenía la pupila vertical o redonda.

– ¿Quién, la serpiente?

– ¡Sí!

– Estás como una cabra. A ver si lo entiendo, uno se cae, a continuación le muerde una serpiente y, según tú, ¿qué debe hacer? ¿Cogerla y abrirle el ojo para ver cómo lo tiene?

– ¡Claro! ¡Porque, en caso de que la pupila sea vertical, se trata de una víbora! De todas formas, la mordedura no te la quita nadie…, ¡pero al menos sabes de qué animal se trata!

Interrumpo mi relato. Alis se echa a reír y cabecea.

– Esa Stefania es una tía absurda.

Clod se muestra de acuerdo.

– Sí, tú las conoces a todas.

Alis remueve el granizado, a continuación coge un poco con la cucharita y se la mete en la boca. Después vuelve a hundirla en el vaso y lame de nuevo la punta. ¡Incluso en eso es elegante!

– Y luego, ¿qué pasó?

– Perdone -dice Clod-, ¿me trae uno de éstos? -pregunta indicando la lista-. Delicias de chocolate negro.

– ¡Clod!

– Oye, lo quiero probar. A lo mejor no me gusta y lo dejo.

– Ya veo, pero ¿y si te gusta? ¡Engordarás!

– Lo sé, pero, de todas maneras, a partir de la semana que viene empiezo de nuevo con la gimnasia y, además, ¿quién quiere adelgazar? He leído en un periódico que las gorditas están de moda. Sí, las gorditas. ¡No las anoréxicas! ¡Italia volverá a lanzar una línea de moda por todo el mundo que por fin aprecia a las mujeres que no están como un palillo!

La miro y doy un sorbo a mi tisana.

– ¡En mi opinión, ese artículo lo has escrito tú!

– Sí -corrobora Alis-. O quizá una de esas que no consiguen adelgazar y que, por tanto, no ven la hora de que llegue esa moda. Es cómodo, se ahorra dinero y no tienes que hacer el menor esfuerzo. ¡Como si nada!

En cualquier caso, ya lo ha pedido y, de hecho, la antipática de la camarera se lo trae al vuelo. Oh, jamás ha sido tan rápida, a veces tarda una eternidad en servir incluso las cosas más sencillas, qué sé yo, una tisana, por ejemplo, y ahora, chas, visto y no visto. Tengo la impresión de que ha oído nuestra conversación. De todas formas, Clod no lo piensa dos veces. Para ella equivale a tener el consabido cartón de palomitas, enorme, claro está, mientras ve una película en el cine, ¡sólo que ésta es mi historia! Y la disfruta todavía más. Prueba uno detrás de otro los distintos tipos de chocolate, todos no, ¿eh?, es lista, primero mordisquea un trozo que, después, deja en el plato para comprobar cuál le conviene comer en último lugar, ¡el famoso manjar del rey! Y acto seguido, como no podía ser de otro modo, se lame el dedo.

– ¿Entonces, Caro? ¿Qué pasó después con el tal Lore?

– Eh, pero ¿qué esperas? ¿Una película porno?

– ¡Quizá!

– Vete a la… ¡Puedes considerar un milagro que lo besase!

– Anda ya…

– ¡Que sí!

Vaya con mis amigas, ellas tan tranquilas. ¡Qué más les da! Tanto la una como la otra archivaron el capítulo beso el verano pasado. O, al menos, eso fue lo que me dijeron. A Alis la creí en seguida, respecto a Clod sigo teniendo mis dudas. Sea como sea, para ellas debió de ser más fácil, ya que no llevaban ortodoncia. Incluso cuando ya no la llevas te sigue complicando la vida, quiero decir, piensas que sigue en la boca y, si te entran ganas de besar a alguien, aunque la idea sólo te pase de manera fugaz por la mente, te reprimes por si acaso.

De todas formas, si tengo que dar crédito a lo que me contaron, las dos dieron su primer beso un año antes que yo, en verano. Alis en la playa, en Cerdeña, en el pueblo donde ella suele ir. Se pasó un día entero tumbada en el muelle charlando con un tipo que había conocido a las diez de la mañana, durante el desayuno, y al que besó a las dos, ¡después de sólo cuatro horas! ¡Y bajo un sol abrasador! Y yo digo, ¡a saber lo sudados que debían de estar! ¿Y la boca? La boca debía de estar seca. Bah, la idea no me gustó en absoluto. En parte porque, según creo, el tipo se llamaba Luigi.

A las cuatro le dijo: «¿Vienes a mi habitación a echar un polvo?»

La verdad es que no estoy muy segura de si Alis fue o no, pero creo que hay una manera mejor de pedir ciertas cosas, ¿no? Pase que el de Cerdeña sea un pueblo para ricos, y que los ricos, a veces -sobre todo los jóvenes, en parte porque son los únicos que he conocido- tienen una manera bastante ruda de comportarse, como macarras, vaya. Es más, me gustaría acuñar un término específico para ellos: sonchicosricosquevandemacarras, con eso quiero decir que en ocasiones dicen cosas que podrían evitar, como el tal Luigi.

Clod, en cambio, fue a uno de esos clubes de tenis que suele frecuentar, y el verano del beso se convirtió incluso en un «cervatillo deseable». Según nos contó, se había besado con un chico encantador de su curso que, sin embargo, era el más torpe de todos a la hora de jugar al tenis. Vamos a ver, no digo que un tipo que sea encantador no pueda ser además torpe, pero, en mi opinión, no nos lo cuenta todo. No me preguntéis por qué, pero en la vida los guapos y ricos son siempre buenos en todo y, si uno es torpe jugando al tenis, no consigo imaginármelo corno alguien encantador. Bueno, lo que quiero decir es que no me cuadra… Yo qué sé, cada vez que voy a ver los Internacionales de Roma con mis abuelos, que son muy aficionados al tenis, sólo veo jugadores hábiles, más aún, geniales, que además están buenísimos…, para comérselos. ¡Por eso, o ese tipo aprende cuanto antes a jugar al tenis, o se dedica a otro deporte o, lo que es más probable, seguro que no es tan encantador como dice Clod!

En cualquier caso, finalmente las he alcanzado, y tengo que decir que el hecho de haberme quedado un poco rezagada empezaba a preocuparme de verdad. Y no porque me considere fea; en fin, reconozco que no juego al tenis, pero eso no cuenta en absoluto en el caso de las mujeres. Pese a que no soy tan elegante como Alis ni tan entrada en carnes como Clod, creo que tenía las mismas posibilidades que mis amigas de ser besada. Sólo que hasta este verano no me había ocurrido. Pero lo que sucedió después, a mediados de agosto, tampoco les había ocurrido a ellas.

De modo que las miro y, al final, me decido.

– Está bien, quiero contároslo todo, pero todo todo…

Y veo que, de repente, Alis y Clod se demudan. Entienden de inmediato que lo que están a punto de oír es algo realmente inaudito.

Noche. Noche encantada, ligera, hechizada. Noche de estrellas fugaces, de deseos absurdos y locos, casi asombrosos. Era la noche de esa semana en que cada uno expresa su deseo más íntimo siguiendo las estrellas fugaces. Todos estábamos allí, en la orilla, Stefania. Giacomo, Isafea, que se había recuperado de la mordedura de la culebra, y un montón de personas más. Pero, sobre todo, estaba Lorenzo. No habíamos vuelto a hablar desde el día en que nos habíamos besado. Casi me había evitado. De vez en cuando, intentaba captar su mirada, pero él parecía no verme. Es decir, me daba cuenta de que, a pesar de que él miraba en mi dirección, cuando trataba de encontrarme con sus ojos jamás me lo permitía, su mirada nunca se cruzaba con la mía. Era como si me rehuyese. Bah, no hay quien entienda a ciertos chicos. Aunque, a decir verdad, tampoco tenía muchos ejemplos para comparar. Lore era el primero que había besado… y, sobre todo, ¡el único! por eso no me preocupaba, al contrario, en cierta manera me hacía sentirme más segura. Sí, ya sé que no me estoy explicando muy bien, pero hay cosas que, cuando las pruebas, van así y basta. En fin, que estábamos todos alrededor de un patín, habíamos extendido algunas toallas sobre la arena y nos habíamos sentado intentando mantener el culo seco, pero la humedad era tan alta que al final acabé con los vaqueros un poco mojados.

– ¡He visto una! He pedido mi deseo.

– ¡He visto otra!

– ¡Yo también, yo también la he visto?

– ¡Pues yo no consigo ver ninguna! -Creo que me están tomando el pelo. ¿Cómo es posible que sean ellos los únicos que las ven siempre?-. Disculpad… Quiero haceros una pregunta. ¿Qué pasa si dos ven la misma estrella? ¿El deseo vale la mitad?

Todos me miran mal. Pero, sea como sea, yo les he transmitido la duda. Veo que Giacomo escruta, a Lorenzo, que Lorenzo mira a Isafea, quien, a su vez, mira a Stefania, que, tras mirar al resto del grupo, en esta ocasión se limita a encogerse de hombros.

– No lo sé -admite, derrotada.

Y para mí eso supone ya una gran victoria. Después, trato de recuperar terreno.

– No, en una ocasión leí enFocus Júnior que, en cualquier caso, la estrella fugaz es un simple reflejo de algo que sucedió hace años luz, y que vale por completo para el que la ve…

Lorenzo exhala un suspiro,

– Menos mal…

¡A saber qué deseo habrá pedido!

Luego Corrado saca de su funda oscura, de piel, una guitarra último modelo, según asegura. Corrado Tramontieri es un tipo que viste de manera impecable. Bueno, al menos eso dice él. No hace sino vanagloriarse de sus elecciones y citar toda una serie de tiendas que yo, si he de ser sincera, no he oído mencionar en mi vida. Lleva unas camisas absurdas de rayas con un supercuello azul celeste con superdoble botón y unos puños del mismo color. Corrado Tramontieri es de Verona, dicen que él también es muy rico, pero a mí sólo me parece muy desgraciado. En estas vacaciones le ha pasado de todo. Por mencionar sólo una anécdota, el mismo día en que le robaron el coche a su padre, mientras estaba en la heladería que hay antes de llegar a Villa Borghese -donde venden unos helados que no es que sean mejores, son los mismos, pero cuestan un poco menos-, le birlaron la bicicleta. ¡De forma que el padre y el hijo se encontraron en Villa Borghese y se lo contaron el uno al otro! Se abrazaron divertidos. Quiero decir que a ninguno de los dos preocupaba lo más mínimo el robo. A ver quién es el guapo que se atreve a negar que eso es un insulto a la pobreza.

– Esta guitarra la usó Alex Britti en su primer concierto.

Luego se queda pensativo y comprende que lo que acaba de decir no hay quien se lo crea.

– Quiero decir que es el mismo modelo…

– Ah…

Y empieza con unos acordes. A continuación mira la luna como si buscase inspiración. Permanece así con los ojos cerrados, en silencio, delante de la hoguera que hemos encendido. Tengo la impresión de que no se acuerda de la letra. De ninguna canción. Sea como sea, al final se encoge de hombros y se lanza.

– «Oh, mar negro, oh, mar negro, oh, mar ne… Tú eras claro y transparente como yo…»

Lo sabía, lo sabía. Es la misma que cantó hace un año. ¡Y también el año anterior! ¡La verdad es que, con todo el dinero que tiene, en lugar de comprarse una bicicleta nueva se podría pagar algunas lecciones de guitarra!

Me acerco a Lore y se lo digo al oído:

– Creo que sólo sabe ésa…

Él se echa a reír.

– Ven.

Me coge de la mano y tira de mí y casi nos caemos al fuego y nos quemamos y saltamos con las dos piernas y nos reímos y nos alejamos corriendo hacia la oscuridad de la noche, con la respiración entrecortada a causa de la carrera, y me arrastra tras él y nos hundimos en la arena fría. Apenas puedo seguir sus pasos.

– ¡Eh, ya no puedo más!

Y, de repente, se detiene delante de una barca con una vela grande que está apoyada allí, en unos caballetes, con la proa de cara al mar. Casi parece estar lista para adentrarse en el agua, hacia la oscuridad de un horizonte desconocido. Pero no es así.

Lorenzo se apoya en el casco. Me acerco a él jadeando.

– Por fin… Ya no aguantaba más.

E inesperadamente me atrae hacia sí. Y me da un beso que me envuelve, que casi me rapta, me aspira, me succiona… Bueno, no sé cómo explicarme… Todavía no tengo tanta práctica. Pero, en fin, que se apodera de mí y me deja sin aliento, sin fuerzas y sin pensamientos. Y os juro que la cabeza comienza a darme vueltas, y entonces abro los ojos y veo las estrellas. Y por un instante veo pasar una luz por encimay me gustaría decir ahí está, mi estrella fugaz, y querría expresar mil deseos, pese a que al final sólo tengo uno: él. Ha llegado el momento y no tengo necesidad de pedir nada. Mi deseo ya se ha cumplido. Soy feliz. Feliz, ¡Soy feliz! Y me encantaría poder gritárselo a todo el mundo. Pero, en cambio, permanezco en silencio y sigo besándolo. Y me pierdo en ese beso. Lore…, Lore… Pero ¿es esto el amor? ¡Y sabemos a sal, a mar y a amor! Bah, sí, quizá sea eso. Y nuestros labios son muy suaves, como cuando luchas sobre uno de esos botes neumáticos y resbalas, pierdes el equilibrio y te ríes y caes al agua. Y entonces tragas un poco, te ríes y reemprendes la lucha. Sólo que la nuestra no es una lucha. ¡No! Los nuestros son besos dulces, primero lentos y después repentinamente veloces que se mezclan con el viento de la noche, con el ruido de las olas y el sabor a mar. Y yo respiro profundamente. Y casi lo susurro entre dientes.

– Por fin…

Lore aguza el oído y también él suspira entre dientes.

– ¿Por fin qué?

– Por fin has vuelto a besarme.

– Eh… -Me sonríe en la penumbra-. No sabía que te había gustado.

Esta vez la que sonríe soy yo, y no sé qué más decir. ¡Claro que me gustó! Me gustó un montón. Quizá en ciertos casos es mejor no decir nada para no parecer banales, de modo que sigo besándolo tranquila. Como cuando una está relajada, ¿sabéis? Y me gusta porque siento que me acaricia lentamente en la mejilla, luego introduce su mano en mi pelo y yo apoyo mi cabeza en ella… ¿Sabéis ese tipo de cosas que se ven en ciertas películas y que te gustan a rabiar? E incluso se oye una música a lo lejos como la de Corrado, que siempre es la misma, una música más fuerte que la de cualquier discoteca. No me lo puedo creer. Han elegido para nosotros una canción de Liga,Quiero querer. Y todo esto me gusta un montón y me abandono aún más. «Quiero encontrarte siempre aquí cada vez que lo necesite. Quiero querer todo y quiero lograr no crecer. Quiero llevarte a un sitio que no puedes conocer.» Esas palabras parecen perfectas… Cierro los ojos y canto para mis adentros mientras lo beso tranquila, serena, segura, pero, de repente…, oigo algo. Un movimiento extraño. Dios mío, ¿qué será? No, quizá me haya confundido. ¡De eso nada! ¡Es mi cinturón! ¡Sí! ¡Socorro! Ha metido la otra mano en mi cinturón. ¿Mi cinturón? Sí, me lo está desabrochando. Y ahora ¿qué hago? Menos mal que lo resuelve todo él.

– ¿Puedo? -me pregunta esbozando una sonrisa.

¿Y qué le dices en un momento similar? «Claro, por favor»… ¿Claro, por favor? ¡De eso nada! O: «Sí, sí, aprovéchate»… ¿Aprovéchate? No, ¡no puedo decirle eso! Es decir, un poco me lo imagino… Pero no sé muy bien lo que de verdad está sucediendo. Al final asiento a medias con un gesto de la cabeza. Y Lore no se hace de rogar. Acelera de repente y parece que le entra un hambre repentina y respira cada vez más de prisa, de modo que casi empieza a preocuparme. Jadea, se agita, lucha con mi cinturón. Y al final gana la batalla e introduce la mano en mis vaqueros. Pero aquí frena de improviso, lo siento… y. por suerte, su mano está caliente y se desliza por el borde de las bragas. Lore me da un beso más largo, como si tratase de tranquilizarme y, después, sin preámbulos, mete del todo la mano.

Interrumpo mi relato. Bebo un poco de tisana. Bebo lentamente mientras las miro.

– ¿Y entonces? -Clod está nerviosísima.

También Alis parece inusualmente atenta. -Sí, sí, ¿y luego?

Clod me sacude los hombros con las manos hasta el punto de que casi me hace derramar la tisana.

– ¡Venga! ¡Adelante! ¡Sigue!

Y come sin cesar todos los trocitos posibles de chocolate que encuentra en el plato, unas briznas minúsculas que levanta apoyando sobre ellas sus dedos regordetes antes de llevárselas a la boca. Le sonrío.

– Y después… me tocó ahí.

– ¿Ahí… ahí? -pregunta Clod abriendo asombrada los ojos, estupefacta. Apenas puede creer lo que acaba de oír.

¡La verdad es que, a veces, es absurda!

Alis ha recuperado su autocontrol y da sorbos a su granizado con parsimonia, como si nada, como si todas las mañanas escuchase un sinfín de cosas parecidas. A continuación coloca el vaso en el platito con la mayor delicadeza. Luego me mira a los ojos.

– ¿Y te gustó?

Clod la secunda al instante:

– Eh, sí, sí… ¿Te gustó?

– Bah, no lo sé… Me hizo un poco de…

– ¿Un poco…?

– Un poco…

– ¿De daño?

– ¡No, de eso nada! Fue muy dulce.

– ¡En ese caso, te hizo sentir bien!

Alice y su sentido práctico: ¡si no está mal, está bien!

– No…, me hizo…

– ¿Te hizo…?

– Cosquillas.

– ¿Cosquillas?

– Sí, cosquillas, quiero decir que me entraron ganas de echarme a reír. ¡Claro que no me eché a reír en su cara mientras me tocaba! No obstante, dentro de mí apenas podía contenerme. No sabéis cómo estaba…

Alis cabecea.

– Oye, pero ¿dónde te tocaba?

– Ya te lo he dicho.

– Sí, lo sé, pero ¿por encima?

– ¿Qué quieres decir?

La miro interesada.

– Ahora te lo explico. Perdone -Alis llama a la camarera-. ¿Me puede traer un papel y un bolígrafo?

– Sí.

La camarera resopla. Como si no fuese su trabajo. Y por descontado, no lo es. En cualquier caso, le pagan. También para ser amable, ¿no? Mientras la esperamos, Alis da un nuevo sorbo a su granizado. Acto seguido nos sonríe segura de sí misma.

– Ahora os lo enseño. En cualquier caso, está más claro que el agua: es evidente que para Lore era también la primera vez.

– ¡Yo no se lo pregunte!

Alis se arremanga.

– Calma, calma, ahora os lo explico…

Justo en ese momento llegan a la mesa un papel y un bolígrafo.

– Aquí tenéis… Luego devolvedme el boli.

La camarera se aleja sacudiendo la cabeza. ¡Qué tía, no me lo puedo creer! ¡Pero si nos ha traído una especie de Bic! Sea como sea, Alis ha empezado su explicación.

– Bueno, supongo que sabéis que Laura, mi hermana mayor, es médico, ¿no? Se ha licenciado en medicina.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– ¡Pues que me lo ha explicado todo! Cómo se siente placer y no cosquillas, por ejemplo…

Y hace un extraño dibujo, una especie de óvalo. Cuando por fin entiendo a qué se refiere, me quedo patidifusa.

– Alis, ¿de verdad quieres darnos una lección sobre sexo aquí?

– Claro, ¿por qué no? El sitio es lo de menos…

– Vale, como quieras.

– Vamos, prosigue. -Pero después me viene a la mente otra cosa-. Pero tu hermana ¿no es ortopedista?

– Sí, ¿y eso qué tiene que ver?

– ¿Cómo que qué tiene que ver? Pues que te habrá explicado lo que se hace cuando uno se rompe un brazo o una pierna. ¡Pero yo todavía no me he roto nada en esa parte!

– ¡Mira que eres imbécil!

– Hola, chicas, ¿qué hacéis?

Rosanna Celibassi. La madre más esnob, ¿qué digo esnob?, más superesnob de todo el Farnesina. Se planta delante de nosotras y nos escruta curiosa como siempre. No tiene remedio, es igual que su hija, Michela Celibassi. Son idénticas. La hija siempre quiere saberlo todo de todos, se informa, hasta nos coge las agendas para saber lo que hacemos. Yo, por suerte, conservo todas las informaciones, los pensamientos, las reflexiones, las decisiones y, sobre todo, los noviazgos, en caso de que suceda algo, en mi móvil. Mi fantástico Nokia 6500 Slide. Lo adoro. Yo lo llamo Noki-Toki. Pero ésa es otra historia, un poco más triste o quizá más bonita, no lo sé; sólo sé que hoy no tengo ganas de hablar de eso. ¡En parte porque ahora nos enfrentamos al problema Celibassi!

– Oh, hola, señora, nada… Estábamos tomando un granizado… -Alis dobla a toda velocidad el papel y lo esconde dentro de su agenda Comix-. Charlando…

– ¿Recuerdas lo de mañana por la noche, Alis?

– Por supuesto, señora.

– A las nueve. Voy ahora mismo a encargarlo todo… -La señora Celibassi vuelve a meter su elegante cartera en el bolso-. A Michela le gustará, ¿verdad? Ella también me ha hablado de ese sitio, dice que hacen las tartas de sabayón y chocolate más ricas de Roma. ¿Sabes si le gusta algo más en especial? Desearía que se sintiese lo más feliz posible…

Alis sonríe y ladea un poco la cabeza.

– No, con eso será suficiente, no se me ocurre nada más.

– Bien, en ese caso nos vemos mañana.

La señora Celibassi se aleja emitiendo un ruido de colgantes, cadenas, pulseras y varios objetos de oro que se balancean por todas partes. Si alguien la desnudase, podría pasar con eso dos semanas en las Maldivas, una vez superado el susto inicial. Clod espera a que se haya marchado.

– Eh, no nos habías dicho nada.

Alis parece algo avergonzada. -¿De qué?

– Sí, ahora finge que no me entiendes.

– ¿Michela celebra una fiesta mañana por la noche?

– Es que no quería que os sentara mal.

Clod se encoge de hombros.

– Ya ves, no habría ido de todos modos… Os aburriréis.

Alis asiente con la cabeza. Clod la mira fijamente.

– ¿Sabes a quién ha invitado?

– Ni idea. -Alis se encoge de hombros-. No lo sé. A varios de la clase…

– Pero ¿irán también Marchetti, Pollini, Faraoni y todos ésos?

Clod se ha puesto nerviosa. «Todos ésos» son los Ratas. ¿Creéis que un grupo de chicos más o menos imbéciles puede tener como apodo los Ratas? Bueno, la verdad es que van a otra clase, la D. Sólo arman bulla y son unos idiotas. Aunque he de reconocer que a veces me hacen reír mucho. Fueron a la fiesta de Bezzi, de Arianna, esa que se cree casi más que Celibassi, y uno de ellos, todavía no se sabe quién fue (aunque yo abrigo alguna que otra sospecha), hizo una cagada increíble. Pero no una cagada en sentido figurado, sino una cagada de verdad, que después metió en la lavadora, que estaba llena de ropa blanca: camisas, camisetas y jerséis de toda la familia. Luego la puso a centrifugar a todo meter. Supongo que os imaginaréis la especie de batido que salió de ahí. Los Ratas han gastado también otras bromas muy divertidas que ahora no recuerdo. Y, de todas formas, el que me lo contaba siempre todo era Matt. Matt, nombre verdadero Matteo, más bien rechoncho pero mono de cara, el pelo largo y castaño claro, un poco más oscuro que el mío. Iba hecho un guaperas, tenía siempre las camisetas y los pantalones justos o, al menos, era así cuando dejamos de vernos el verano pasado. No lo he vuelto a ver, Él fue quien me dijo que se apodaban los Ratas. Yo le pregunté de dónde venía el nombre, pero no quiso darme muchos detalles.

– Quizá te lo cuente algún día-

Fue más bien vago, daba la impresión de que me ocultaba algo, pero, aun así, yo me hice una ligera idea sobre el apodo, aunque temo que sea una supermacarrada. Por otra parte, si esos Ratas no dicen guarradas, no se divierten.

En cualquier caso, la historia de la fiesta de Celibassi se me ha quedado atravesada. Alis se apresura a coger la cuenta.

– Pago yo.

Casi me la arranca de las manos cuando llega la camarera. Tengo la impresión de que se siente culpable. ¡Aunque la verdad es que es ella la que paga siempre!

Clod se ha comido un último trozo de chocolate tras robarlo de mi platito y, al final, hemos salido. Nos tambaleábamos un poco al caminar, como esas amigas que comparten cierta amargura. En fin que, pensándolo bien, quizá Clod tiene razón: Alis debería habérnoslo dicho.

– Adiós, adiós… Nos vemos…

Y me doy cuenta en seguida de que algo no va bien, no tengo ganas de decir mi consabido adióóóós. De manera que me marcho. Alis sube a su microcoche. Clod la saluda y sube al suyo. Yo me hago la sueca y me alejo caminando, pero apenas doblo la esquina llamo en seguida a Clod. ¡No! ¡Joder, sólo me faltaba esto! Se me ha acabado el saldo. Ojalá me llame ella. Un segundo después recibo un mensaje: «¿Qué pasa?»

Me gustaría poder contestarle, pero no tengo saldo. Uf, siempre me sucede lo mismo en las situaciones más difíciles. Bueno, no pasa nada. Esperemos que Clod lo entienda. Pasado otro segundo, me suena el móvil. Es ella. Le contesto.

– Me apuesto lo que quieras a que no tienes saldo.

– ¡Qué ojo tienes! ¿Y bien?

– ¿Y bien, qué?

– Vaya cosa fea lo de Alis, ¿eh?

– Horrenda.

Se queda unos instantes en silencio, a saber lo que estará pensando. A fin de cuentas, paga ella. Después, como si por fin hubiese dado con lo que quiere decir, añade:

– Tal vez no deberíamos verla más, ¿no?

– No sé, me parece un poco excesivo…

Otro silencio.

– Sí, tienes razón. ¿Quieres que te lleve?

– No; prefiero dar un paseo, quiero relajarme, esa historia me ha puesto nerviosa.

– Deberíamos darle a entender que tendría que haber rechazado la invitación por solidaridad.

– Sí-

Pero noto que ninguna de las dos estamos convencidas, de modo que opto por dar por zanjado el asunto.

– Bueno, ya hablaremos. Nos escribimos luego por el Messenger, ¿vale? Total…

La verdad es que no sé qué quiere decir ese «total», pero llevo una temporada usándolo a menudo. Es decir, en mi opinión es bonito, te da libertad… Deja, en cualquier caso, espacio abierto a la imaginación. Equivale a decir: «Total, puede suceder algo…», «Total, es sólo una fiesta» o «Total, la vida sigue». O, al menos, yo lo uso y lo interpreto así.

– ¿Estás segura de que no quieres que te lleve?

– No, no, ya te lo he dicho: me apetece caminar. Gracias, más tarde cogeré el autobús.

– Vale. En ese caso hasta luego.

– Sí, hasta luego.

A veces Clod parece asustada. Quiero decir que tiene miedo de finalizar las llamadas, piensa siempre en cosas extrañas, como sí por el mero hecho de colgar uno se perdiese para siempre. Quizá porque sus padres trabajan a todas horas y en su casa nunca hay nadie. A saber. Mi situación no es diferente y, sin embargo, no siento esa necesidad constante de hablar con alguien.

Alis es la que parece sufrir menos de todas. Y pensar que sus padres están separados y que tiene una hermana a la que no ve jamás.

Los misterios de la vida. Mejor dicho, los misterios del mundo. Sobre todo el hecho de que es a ella a la que invitan a las fiestas, pese a que nosotras hablamos más a menudo con Celibassi. Ésta sí que no se la paso. Se me ocurre una idea. Sonrío, ¡He encontrado la manera de acudir a la dichosa fiesta!

– Buenos días, ¿qué deseas?

– Me gustaría darle una sorpresa a mi mejor amiga, Michela Celibassi. Más tarde vendrán a recoger su tarta de cumpleaños.

– Ah, sí, es cierto.

– Pues le explico, mis amigas y yo hemos pensado lo siguiente…

Y sin saber muy bien cómo consigo convencerlo, el dueño me lleva a la cocina y se distrae un instante, instante que me basta para llevar a la práctica mi diabólico plan.

– ¡Gracias, ya está! Ha sido muy amable. Prepara usted todos estos dulces, ¿verdad?

– Bueno, sí.

– Es usted el mejor pastelero que he conocido en mi vida.

El tipo lleva un bonito gorro en la cabeza, claro que no tan grande como los que se suelen ver en televisión. Es un gorro más sencillo, como esos que usan los médicos de «Urgencias», sólo que el suyo es completamente blanco. Me sonríe feliz. Luego se congratula con su ayudante, que está allí cerca, una mujer que lleva la misma clase de gorro, y comparte el mérito con ella.

– Lo digo de verdad, son ustedes estupendos…

Y los dejo así, orgullosos de su trabajo. Yo también sonrío. Por otra parte, he hecho lo que pretendía hacer.

De forma que, cuando salgo de Cióccolati, me siento un poco más aliviada. Me suena el móvil. Es Clod.

– Eh, ¿qué pasa?

– ¿Crees que somos las únicas de la clase a las que no ha invitado?

– Y yo qué sé… Pero ¿qué más da? De un modo u otro, asistiremos también a esa fiesta.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que nos colaremos?

– No, eso no… Es una sorpresa. Luego te lo explico.

– Eres una tía grande, Caro!

– Y ahora disculpa, tengo que colgar.

– ¡Pero si tú no pagas, te he llamado yo!

– ¡Lo sé, lo sé, pero es que tengo que hacer una cosa!

Clod puede llegar a ser una auténtica plasta. No te suelta. Yo, a veces, necesito estar sola. ¡Además, hoy siento que estoy en vena creativa! Cruzo el puente sintiéndome como una de esas extranjeras que veo por Roma. Siguen sin dudar su camino y, en ocasiones, ni siquiera llevan un mapa en la mano. Simplemente se dejan llevar por lo que ven.

Lo primero que quiero hacer, cuando pueda, es viajar. Me encanta la idea, de forma que camino risueña, en parte extranjera y en parte no, por el ponte Cavour y, llegada a un punto, miro hacia abajo. Qué bonito. Ahí tenemos el gran Tíber, que fluye y que ha visto de todo. Desde los antiguos romanos a los años sesenta, cuando todavía estaba permitido bañarse en él. Algunas mañanas, cuando me quedaba en casa porque no estaba bien, veía una de esas películas en blanco y negro donde salía un actor muy musculoso y guapetón con cara de simpático que, me parece, se llamaba Maurizio y cuyo apellido no recuerdo bien. Pues bien, él y sus amigos se tiraban al Tíber, y había pocos coches, y todos parecían simpáticos y acogedores, y las fiestas estaban abiertas a todo el mundo.

– Perdona…

Un macarra detiene su moto delante de mí, lleva un casco grande, mejor dicho, enorme, y debajo una cinta de color amarillo que recoge su abundante cabellera de semirrasta. Dios mío, ¿qué querrá? Ya lo sé. Ahora intentará ligar conmigo.

– Oye, guapa, ¿sabes dónde está la vía Tácito?

Veamos, en primer lugar está el hecho de que me haya llamado así, ¿me conoce acaso? Y en segundo lugar, ¿quién te crees que soy, tu GPS?

– Sí, claro, mira, debes retroceder, después del semáforo vas todo recto en dirección a la via della Concialiazione y, a continuación, giras a la izquierda. Está allí.

– Nos vemos…

Y se aleja dando gas con la moto, que tiene el tubo de escape medio roto; en pocas palabras, haciendo un ruido de mil demonios.

Y tercero, ni siquiera me ha dado las gracias. Aunque esto ya lo sabía, me lo esperaba. ¡Pero lo más grave es que no me ha parado para conocerme, sino para preguntarme por una calle! ¿Os dais cuenta? De modo que echo de nuevo a andar, un poco molesta al principio, pero luego serena y divertida. Yo, una extranjera en mi ciudad. Y sonrío y a continuación rompo a reír y empiezo a correr por el puente. Avanzo a toda velocidad. Como me pille… Porque ¡¿quién demonios sabe dónde está la via Tácito?!

– ¡Buenos días!

Entro en Feltrinelli, que se encuentra en la galería Sordi, en la piazza Colonna, aunque, si he de ser sincera, antes me he dado una vuelta por Zara. ¿Sabéis cuál es? Es esa tienda tan chula que está enfrente, que vende ropa española que cuesta menos que la nuestra. Y las telas son incluso más bonitas, os lo juro. Sólo que no me he comprado nada. Había una cazadora que me gustaba con locura, pero en este último tiempo ando algo escasa de dinero, debería inventarme algo con mi madre o, quizá, con mi hermano. Rusty James me compraría una cazadora así sin pensarlo dos veces, sólo que su situación es casi peor que la mía. La abuela. La abuela podría ser un buen recurso. La abuela Luci. Mi abuela se llama Lucilla y yo soy su primera nieta, en el sentido de que soy su nieta preferida, como dice ella, pero ésa es también otra historia muy romántica. Podéis estar seguros de que os la contaré de cabo a rabo en otro momento, porque hoy me siento mucho más capacitada para las ciencias.

La historia de Alis no me ha dado buena espina y no me gusta saber que tuve que soportar las cosquillas por pura ignorancia. Quiero saber, documentarme, entender. Y. además, no sé si Lore y yo somos, novios, si estamos juntos, en fin, eso… Sé que el beso me gustó muchísimo, al igual que lo del cinturón y el pantalón, sí, también todo el resto… Y conservo la botellita con la arena y la concha para no olvidar nuestra cita. Pero no quiero volver a presentarme sin estar debidamente preparada.

– Perdone, ¿dónde está la sección de ciencias?

– También aquí… -Ah.

Miro alrededor. Hay un poco de todo. El tipo con la tarjetita donde puede leerse «Sandro» y debajo «Feltrinelli» me mira con curiosidad.

– ¿Qué buscas?

Esto… La verdad es que no sé muy bien qué responderle, ¿qué le digo? Socorro. ¡No puedo pedirle un libro que me lo explique todo, no vaya a ser que luego, cuando Lore me toque ahí, ya no sienta cosquillas! Me imagino su cara. Trato de mostrarme lo más seria posible.

– Un libro sobre educación sexual.

El dependiente me indica con gran profesionalidad una zona

– Mira, encontrarás todo lo que tenemos ahí.

De forma que respiro profundamente y me dirijo hacía esa sección. Vaya, hay un montón de libros. ¡No sabía que las cosas que uno debe saber eran tantas!

Educación sexual (10-13 años), Educación como prevención. Nuevos modelos para la familia, la escuela y los servicios. La sexología del 2000 y la educación al amor.

Y además…La madriguera del conejo. Consejos y sugerencias para la educación sexual de los adolescentes. Con fichas operativas. ¡La madriguera del conejo! De modo que, según ese libro…, ¿yo soy una especie de conejita? Algo así como las que vi una vez en las revistas de R. J., ¡una conejita de Playboy! ¡¡¡Socorro!!!

Empiezo a hojear uno. En las primeras páginas hay una infinidad de explicaciones técnicas y terminológicas. Eyaculación precoz. Frigidez. Orgasmo.Petting. Punto G. Punto K y punto C. Punto L. Vaginismo. Y unos dibujos que resultan impresionantes si se los compara con el que nos esbozó Alis. Abro el libro por la mitad. «La adolescencia, con sus cambios físicos (pubertad), requiere también de ciertos conocimientos que nos permitan entender mejor qué le está sucediendo a nuestro cuerpo y cuáles son las novedades más importantes de nuestro "crecimiento" y de nuestra diversidad sexual como chicos y chicas.» Hasta aquí… Sigo hojeando. «Consideradlo como un juego. Es sólo cuestión de práctica, y después se experimentará igualmente un intenso placer con la máxima seguridad…» Entiendo el significado y poco me falta para enrojecer. Lo cierro de golpe y miro de inmediato alrededor, esperando que no haya nadie conocido. Sólo me faltaba encontrarme con un pariente o, peor aún, con un profesor. Una como la profesora Boi, por ejemplo, se lo largaría todo a mi madre. Bueno, por lo menos no es como lo de aquella revista que sacaron los Ratas en esa fiesta.

Recuerdo el día de la confirmación de Matt, nos había invitado a su casa por la tarde. Acudimos todos y la verdad es que no estuvo nada mal. Por las ventanas entraba un sol agradable y habían preparado un bufet de ésos tan ricos, donde hay sandwiches como es debido que no están secos y el pan es alto y blando, de esos sabrosos, vaya, y para todos los gustos. Basta apartar el de arriba en caso de que no te apetezca y seguir buscando por debajo hasta que encuentras el justo. El justo…, ¡aunque luego resulta que no hay ninguno justo! Sería mejor decir el que te gusta; yo qué sé, por ejemplo, yo buscaba el de caviar… ¡Que luego, Clod, que lo sabe todo sobre estas cosas, me explicó que en realidad son huevas de lumpo! O también me habría parecido bien uno de ésos de huevo y salami que me pirran, pero que nunca como, aunque sólo sea por la remota posibilidad de tener que besar a alguien, cosa que, por aquel entonces, todavía no había ocurrido. Suponed que un chico se acerca por fin, quizá abre la boca y… le basta con sentir el aliento a huevo y salami para caerse de espaldas. De forma que no me planteaba ni remotamente la posibilidad… Pues bien, que en cualquier caso era un bufet impresionante, había incluso pizzas pequeñas rojas, de las que venden en Cutini, en la via Stresa, frescas y rebosantes de tomate, una autentica rareza. Por lo general, están secas y tienen poco tomate, no sé por qué, no creo que sea por la diferencia de precio. Bah…

Clod estaba allí, prácticamente echada sobre el bufet, feliz como unas pascuas, como dice siempre la abuela Luci. Y yo no acabo de entender a qué se refiere. Vamos a ver, ¿es que uno en Pascua debe sentirse a la fuerza feliz? Recuerdo que, por ejemplo, Ale, mi hermana, rompió con su novio precisamente en Pascua. ¡Y esos días fueron dramáticos para ella! Había comprado un huevo con sorpresa dentro y permaneció todo el día sentada a una mesa sin dejar de mirarlo y, a buen seguro, no se sentía en absoluto feliz, ¡al contrario! Entonces, en ese caso, ¿cómo se dice? ¿Triste como una Navidad? Aunque tal vez Pascua esté bien. Bueno, será mejor que lo deje porque, de todas formas, al final Ale rompió el huevo y, antes de que hubiera acabado de comerse el chocolate, ya estaba saliendo con otro, pero ésa es otra historia.

En esa fiesta, sin embargo, lo más extraño era el comportamiento de Clod. Quiero decir que, mientras devoraba todos aquellos sándwiches y pizzas, colocaba a la vez algunos en el plato, ¡como si tuviese miedo de que se pudiesen acabar! Deberíais haberla visto, parecía un pulpambre, es decir, un pulpo del hambre. No sé si existe un animal semejante, sólo sé que Clod movía las manos como si tuviese mil en lugar de dos. Con una comía, con la otra cogía un sándwich y lo ponía en el plato, con la otra cogía de nuevo una pizza y se la llevaba a la boca o dejaba una en el plato, en pocas palabras, ¡parecía una máquina de guerra o, mejor dicho, una máquina de hambre!

Yo, en cambio, estaba un poco a dieta, de forma que deambulaba por la sala, como cuando no tienes nada que hacer y te aburres y entonces miras las fotografías y tratas de conocer un poco más a esa familia: la fotografía de los padres jóvenes el día de la boda, y después la de los padres de los padres cuando se casaron, y luego cuando nació alguien, las primeras fotografías de Matt cuando era niño, que son casi idénticas a las mías…; quiero decir que cuando somos pequeños todos nos parecemos, abrimos los ojos desmesuradamente delante de la cámara fotográfica y, desde luego, no podemos ni imaginar lo que sucederá en el futuro.

Pues bien, llegado un punto, miro alrededor y me doy cuenta de que, sin saber por qué, casi todos los chicos que estaban en la sala han desaparecido. Me acerco a Silvio Bertolini. Un tipo simpático, Bueno, quizá simpático sea una palabra exagerada. En fin, que de vez en cuando te hace reír, ¡El problema es que no lo hace voluntariamente! Lleva unas gafas enormes y corrector dental, y su madre, una tal María Luisa, esta siempre encima de él. Apenas lo ve salir del colegio, le acomoda la bufanda y a continuación la gorra, después le abrocha el abrigo; en pocas palabras lo somete, y él tropieza, cae, se golpea, le ocurre de todo, vaya. ¡Yo creo que es culpa de su madre! En cualquier caso, nosotros lo llamamos Silvietto.

– Pero ¿adónde han ido todos?

Se vuelve sobresaltada. Tiene un extraño canapé en las manos y trata por todos los medios de quitar la mayonesa porque no le gusta. La unta en el mantel que cubre la mesa. Cuando lo llamo da un brinco tan grande que el canapé sale volando, gira sobre sí misino y aterriza precisamente sobre el mantel, mezclándose con la mayonesa y dando al traste con el trabajo que ha realizado hasta ese momento.

– ¡Eh! ¿Qué pasa?

– Te he preguntado dónde están los demás, ¡No veo a ninguno de los chicos!

– Están allí.

Me indica enfurruñado un pasillo en penumbra.

– Vale, gracias.

Silvietto coge de nuevo el canapé y vuelve a concentrarse en el «quitamayonesa.», como si eso fuese lo único que le interesase. Yo enfilo el pasillo: en la pared hay colgadas algunas viejas estampas, sobre un radiador veo una estantería de madera y, encima de ella, un jarrón Lo reconozco: es el que hicimos durante las últimas prácticas de tecnología. Dentro cabe alguna que otra flor seca, dado que es de cerámica, ¡pero está tan mal hecho que si metes agua dentro corres el riesgo de inundar el parquet y de hacer brotar en él, en serio, alguna flor!

Matt no fue capaz de hacerlo bien, ¡tiene un montón de grietas! A mí me salió mejor, me pusieron un bien, pero luego, cuando lo llevé a casa, desapareció. Tengo que averiguar qué pasó. Sospecho que mi hermana se lo regaló a alguno de sus novios y que incluso se inventó que lo había hecho ella. En caso de que sea así, no sabe a lo que se arriesga, dado que abajo escribí con óleo Carolina III-B. La verdad es que no importa, porque si eso llegase a ocurrir ella sabría salir airosa.

Bueno, veo una luz. La habitación que hay al fondo del pasillo tiene la puerta entornada. Hay un extraño silencio. Me acerco de puntillas y me apoyo en la puerta. Quizá no haya nadie. No, no. Miro por el resquicio, todos están ahí, algunos se han sentado en la cama, otros en el suelo. Pero ¿a qué se debe ese silencio tan inusual?

– Ohhhhh.

De repente se produce una exclamación de estupor y algún que otro comentario que, no obstante, no consigo entender. Abro la puerta y todos se vuelven de golpe, asombrados, atónitos, mudos, casi asustados.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo?

Matt es el más rápido de todos.

– No, no. nada… -dice mientras trata de tapar lo que hay sobre la cama, en medio del grupo. Sólo que alguien lo sujeta adrede y, gracias a eso, puedo verlo. Unas imágenes, unas fotografíasy, sin poder evitarlo, me quedo boquiabierta.

– Noooo. No me lo puedo creer.

Mujeres desnudas y hombres y más mujeres que tienen en la mano su «cosa» y otras que hacen de todo.

Matt intenta cerrar de nuevo la revista, pero Pierluca Biondi, que siempre ha sido un cerdo muerto de hambre al que conocemos de sobra todas mis amigas y yo, le sujeta el brazo.

– De eso nada, que mire, quizá así nos pueda dar su interpretación… -Y luego me escruta con cara de lobo, como los de los dibujos animados, arqueando las cejas y babeando por la comisura de los labios. Y sonríe, el muy cerdo-. ¿Y bien, Caro? ¿Qué te parece? Dinos, ¿qué piensas?

Hago una mueca y sonrío con más malicia que él.

– Ah, eso… Es vieja. Deberíais ver la última, ¡en esa sí que salen unos buenos polvos!

Justo en ese momento siento una mano en mi hombro.

– ¿Qué estáis haciendo, chicos?

Es la madre de Matt.

Esta vez la revista desaparece como por encanto, acaba bajo la almohada de la cama y Pierluca Biondi poco menos que se tira para sentarse sobre ella.

– ¿Y tú, Carolina, qué estabas diciendo?

– Decía que no está bien que os marchéis de esta manera…

– Pues sí, tiene razón.

– Sí, mamá, estábamos poniéndonos de acuerdo para el partido de fútbol que celebraremos el domingo en el campo del colegio…

– Sí, lo sé, Matteo, pero no es de buena educación. Vamos…, el resto del grupo está en la sala, venga, id a hablar allí.

De manera que, lentamente, uno detrás de otro, Pierluca, Matteo y el resto de los cachondos abandonan el cuarto y la madre cierra la puerta después de que hayan salido todos.

– Vamos, id a la sala, que os llevo los pasteles.

– Sí, mamá.

Y ella esboza una sonrisa. Y Matteo vuelve a ser uno de los mejores niños de este mundo. Al menos, eso es lo que cree su madre.

Al entrar en la sala veo que Bertoliní ha logrado, por fin, limpiar el canapé. Contempla orgulloso su trabajo, pero, cuando está a punto de llevárselo a la boca, Pierluca le da una palmada en la espalda.

– Hola, Silvie.

Lo hace volar de nuevo y, esta vez, cae al suelo boca abajo.

Bueno, que alguien me explique por qué cada vez que algo debe permanecer limpio se cae al suelo y. sobre todo, se cae boca abajo y se ensucia de manera irremediable. Vaya historia extraña. Es un poco como ese libro de la ley de Murphy, ese que hace reír tanto a Rusty James y a sus amigos. El de las reglas tontas, como la de que si una cosa debe ir mal, va mal… Y otras más. Bah. Ellos se ríen a mandíbula batiente. Me acerco a Matt en la sala.

– Eh.

– Eh -No me mira a la cara, puede que esté algo avergonzado-. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres? -Por fin me mira-. ¿Estás contenta de haber ido a la habitación, de habernos descubierto?

Niego con la cabeza.

– De eso nada, pero da gracias a Dios de que tapaba la puerta… Os he dado tiempo: si tu madre llega a entrar y os encuentra mirando esa revista todos cachondos… ¡Imagínate lo mal que habrías quedado, precisamente el día de tu confirmación!

– ¡Y eso qué tiene que ver, no es pecado! Era un entretenimiento, y con los amigos…

– Como quieras, pero cuando ella te ha preguntado qué estabais haciendo, tú le has mentido… Precisamente el día de tu confirmación…

– Oye, ¿has acabado ya de dar el coñazo? Sí, me fastidia, me siento culpable por eso, lo admito. Pero ¿qué quieres? ¿A qué se debe toda esta historia, eh? ¿Qué quieres de mí?

– La revista.

– ¿Ésa? -Me mira de hito en hito; después vuelve a sonreír-. Pero ¿no decías que la habías leído ya?

– Venga…

No quiero que se dé cuenta de que estoy avergonzada, así que esta vez soy yo la que no lo mira.

– Vale, Caro, te la doy… pero ¿puedo preguntarte una cosa?

– ¿Qué?

Lo miro de nuevo a los ojos.

– ¿Para qué la quieres?

– No me gusta la idea de que las mujeres lleguemos sin la debida preparación.

– Ahhhh.

Asiente de manera extraña con la cabeza, como si de verdad hubiese entendido algo.

El resto de la tarde transcurre con tranquilidad, quitando alguna que otra mirada estúpida que me lanza Biondi antes de que termine la fiesta aludiendo a lo que hemos visto en la habitación. Al acabar el día, voy al dormitorio de Matt. Él me espera ya allí. Ha metido la revista en mía bolsa y se apresura a pasármela.

– De prisa, métela en el bolso.

Yo la guardo rápidamente, pero antes de marcharme simulo que tengo que entrar en el cuarto de baño. No me gustaría llegar a casa y encontrar que en realidad llevo en el bolso unTopolino o un Dylan Dog o, peor aún, uno de esos cómics manga que abarrotan la habitación de Matt. De forma que, una vez allí, abro el bolso y veo que dentro de la bolsa está esa revista obscena repleta de cosas prohibidas a los menores de dieciocho años. Me apresuro a cerrarla, como si alguien pudiese verme, y cuando salgo oigo que me llaman.

– Carolina, ha llegado tu madre, te espera abajo.

Así que me precipito hacia la puerta del salón y me marcho sin apenas despedirme de nadie, hasta tal punto se me ha acelerado el corazón. Salgo al rellanoy me siento feliz porque estoy a punto de coger sola el ascensor. Pero de repente aparece Biondi con su padre y no me da tiempo a salir antes de que él pulse el botón del 0.

– ¿Bajas con nosotros?

– Sí, claro.

De modo que bajo todos esos pisos con Biondi, quien no deja de escrutarme risueño. Y de repente…

– ¿Qué piensas hacer cuando llegues a casa, Carolina? ¿Te irás en seguida a la cama o verás un poco la televisión?

– Bah, no lo sé, ¿por qué?

Tengo la boca seca.

– Bueno, porque nunca se sabe. Pensaba que quizá leerías un rato en la cama… -Y cuando sonríe me siento morir. ¡Matt se lo ha dicho! Me mira y a continuación mira el bolso y alza la barbilla como si lo estuviese señalando-. ¿No te gusta leer?

Dios mío, estoy a punto de desmayarme. ¿Y si ahora resbalo, me caigo, se me abre el bolso y su padre ve la revista? ¿Qué pensará de mí'' Menos mal que, por suerte es él precisamente quien me echa un cable.

– Venga, déjala en paz… ¡Que haga lo que quiera! Si está cansada, que se vaya a dormir.

Exhalo un suspiro. Ufff… Su padre es, ni más ni menos, mi salvador.

– Vamos, sal, ya hemos llegado. -Y lo empuja fuera del ascensor-. Saluda a tus padres de mi parte, Carolina.

– Gracias-

La verdad es que no sé por qué le doy las gracias, pero ese estúpido de Biondi insiste:

– Nos vemos mañana en el colegio y… me cuentas.

No lo saludo, faltaría más. Me dirijo hacia el coche de mi madre y entro en él como un rayo. Me mira. A buen seguro se ha percatado de mi palidez.

– Eh, ¿qué te pasa? ¿No te has divertido en la fiesta?

– ¡Qué va! ¡Es que tenía miedo de que me echasen un cubo de agua desde arriba!

Mi madre no acaba de creerse lo que le he dicho. Se adelanta y escruta por el parabrisas. No hay ninguna terraza con las luces encendidas. Me mira fijamente a los ojos tratando de averiguar algo, de captar incluso un mínimo e imperceptible temblor en mis párpados. Yo miro hacia adelante. No me doy por aludida.

– Mmm…

Vuelve a escrutarme. No me puedo contener. Imaginaos si saliese ahora de mi bolso esa revista porno, le daría un ataque. De modo que me vuelvo lentamente hacia ella, curiosa, ingenua, un poco sonriente, aunque sin exagerar. Pero, sobre todo…, hipócrita a más no poder.

– ¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me miras así?

– Nada…

En estos casos conviene pasar siempre al contraataque porque los desconciertas, y la que podría haber sido su reacción adecuada se reduce a algo extraño que a todas luces habían advertido de forma equivocada. Y, en efecto, mi madre dice «bah», se encoge de hombros, a continuación enciendo el motor y se encamina directamente a casa. Mientras que yo, sin darme cuenta, exhalo un suspiro de alivio.

Paso la noche muy agitada. Me revuelvo en la cama y no consigo conciliar el sueño, controlo cada dos minutos la mochila, que he dejado bajo la silla, donde están los libros del colegio y, sobre todo…, ¡la famosa revista porno! ¡Pienso en el imbécil de Biondi, que se imaginaba que volvería a casa y me encerraría en el dormitorio a ojearla! Biondi…, ¡no todo el mundo es tan obseso como tú! ¡Ni siquiera he tenido valor para sacarla de la bolsa! La he metido en seguida en la mochila del colegio. Y también al día siguiente. ¡Por puro miedo! Miedo en el verdadero sentido de la palabra. Como de costumbre, voy al colegio en autobús. Pero no sé por qué, esa mañana tengo la impresión de que todos los pasajeros lo saben; sí, que de una forma u otra me tienen tirria. Como cuando ves esas caras astutas que parecen decirte: «Eh, guapa… ¿A quién pretendes engañar? Venga, enséñanosla también a nosotros… Sé lo que llevas ahí abajo, ¡¿qué te has creído?!» Y luego están los otros, los que son un poco más taimados, los más repugnantes… Ésos parece que te miran sólo a ti y que, por encima de todo, te dicen: «Te ha gustado, ¿eh? Ahora ya sabes lo que hacemos…»

En fin, que me siento culpable, hasta el punto de que me bajo una parada antes y echo a correr como una loca para llegar a tiempo al colegio, antes de que cierren la verja. Entro casi resbalando mientras Lillo, el portero, la está cerrando.

– ¡Buenos días! Corre, corre, Carolina… ¡que hoy hay lío!

¡Dios mío! ¡Él también lo sabe! ¡¿O lo habrá dicho por decir?! No lo pienso, sino que sigo subiendo a toda prisa los escalones, de dos en dos, y también de tres en tres, aunque esto lo logro sólo una vez, porque luego casi tropiezo en el segundo intento y llego jadeante al pasillo que conduce a mi clase. Aminoro el paso por un instante. Vuelvo a pensar en lo que me ha dicho Lillo. ¿A qué se refería? ¿Hoy hay lío? ¿Por qué me habrá dicho eso? ¿Me pillarán la revista? ¿Qué otra cosa puede suceder si no? De forma que, por si acaso, decido llamar a Jamiro. Tecleo a toda velocidad el número de su móvil, pero nada, lo tiene apagado. Uf, pero ¿es que mi cartomántico de confianza duerme hasta tarde? ¡¿Se puede saber para qué le sirven a uno las predicciones astrológicas pasado el mediodía?! ¡La mañana es la base de nuestra vida! Por desgracia, de cómo vayan las cosas en el colegio depende mucho lo que pueda ocurrir por la tarde y, aún más, si cabe, si existe o no la posibilidad de salir por la noche. De repente siento necesidad de ir al baño, y cuando salgo de él me siento mucho más ligera. Quizá porque me he quitado un peso fundamental, aunque no fisiológico, sino… digamos espiritual. El que tenía en mi conciencia. He dejado la revista en lo alto, detrás de la cisterna del baño. ¡Sé cómo es porque una vez ayude a mi hermano R. J. a arreglar la de casa! Fue muy divertido. ¡Él hacía de fontanero y yo era su ayudante, y al final nos empapamos por completo porque se rompió una tubería! Pero no sabéis que risa, fue una de esas cosas que nunca se olvidan. Pese a que el agua salpica y causa daños y coges cubos y trapos e intentas encontrar una solución, al final resbalas, te caes y te apoyas o te agarras a una cortina y la arrancas o la rompes o cualquier otra cosa, y después, quizá se vuelca sin más un cubo que acababas de llenar de agua y te echas a reír como una tonta. Y algo le pasa también a él. Y os reís aún más. Y os miráis y os parece que todo esté diseñado para haceros reír, y entonces te ríes, te ríes sin cesar, y da la impresión de que el destino está de tu parte, sí, que vale realmente la pena reír sin parar. Creo que todavía hoy ésa sigue siendo una de las cosas que recuerdo con mayor placer, porque los dos pasamos una tarde de ésas en las que, de verdad, la barriga se tensa y te duele de lo mucho que te has reído. En esos instantes no hay nada más hermoso que esa risotada, te olvidas de todo lo que te ha salido mal y te sientes de verdad reconciliado con el mundo. Y entonces dejas de reírte, sueltas aún alguna que otra risita nerviosa, pero después te sientes casi satisfecha y exhalas un largo suspiro, como de alivio. Pues bien, eso es vivir, partirse de risa con una persona a la que quieres y que te hace sentirte querida, ¡Y, si bien confío en que me sucedan cosas mejores, sé que la historia del cubo del agua será uno de los recuerdos más bonitos de mi vida!

Sea como sea, entro corriendo en clase, justo a tiempo, porque en ese momento llega el profe de la primera hora. No. ¡No me lo puedo creer! No me acordaba. ¿Os dais cuenta del absurdo? ¡Es don Gianni! Habría pasado la clase de religión con el pecado justo a mi lado. Le habría bastado mirarme, notar mi rubor, y se habría producido el desastre, seguro que habría hecho un registro en toda regla.

– Eh, Clod…

– ¿Qué pasa?

– Llama a Alis.

– ¿Qué quieres decirle?

– Una cosa que quiero contarte también a ti.

– Vale… ¡Alis!

Alis se vuelve y ve que la estamos escrutando.

– ¿Qué queréis? De comer ahora ni hablar.

– No -la miro negando con la cabeza- ¡Nada de eso! En cuanto suene la campana del recreo tengo preparada una cosa increíble para vosotras. No bajéis en seguida, quedaos en este piso porque tengo que enseñaros algo.

De modo que las tres primeras horas pasan en un abrir y cerrar de ojos. No lo resistía más, veía que, de vez en cuando, Alis y Clod me miraban tratando de entender. Pero yo como si nada. He logrado contenerme y, al final, ha llegado la hora del recreo.

– Venid, venid conmigo…

Cruzamos los pasillos casi pegadas a la pared, parecemos las protagonistas de esa serie que me gustaba tanto, «Los ángeles de Charlie» o, aún peor, y para no salirnos del tema, las de «Sexo en Nueva York», con alguna que otra diferencia, claro… ¡Nosotras somos más jóvenes!

– Aquí. Entrad aquí.

Miro sólo un segundo alrededor y, al ver que no hay nadie, las empujo una detrás de otra al interior del cuarto de baño.

– Ah, pero ¿qué pretendes hacer? -Clod parece preocupada-. ¿Tienes drogas?

– ¡Anda ya! -Alis se encoge de hombros-. Como mucho querrá escribir algo en la pared, como hace de vez en cuando la gente… Y quiere que la ayudemos.

– No… Tengo que enseñaros una cosa.

Subo a la taza del váter y asomo la cabeza por detrás de la cisterna. Introduzco una mano, la llevo hasta el fondo y busco, hurgo cada vez más de prisa. Después bajo de nuevo al suelo.

– ¡Nada! ¡Qué capullos! Alguien me la ha mangado.

– ¿El qué? ¿Qué tenías ahí detrás?

Se lo cuento todo, la confirmación de Matt, la fiesta, los Ratas encerrados en la habitación, el descubrimiento de la revista pornográfica, el escondite de esta mañana en el baño y, al final, el robo. Me escuchan con curiosidad, pero al final las veo indecisas.

– ¿Qué pasa? ¿No me creéis?

Las miro a las dos.

– Oh, sí, sí-

Pero ¿sabéis cuando la gente te dice las cosas por decir, sin creérselas ni siquiera un poco? Clod, en cambio, ya está pensando en algo distinto.

– Oye, ¿qué os parece si salimos? Dentro de un momento se acaba el recreo.

De modo que poco después bajamos por la escalera que conduce al patio.

– En cualquier caso, os aseguro que estaba ahí…

Al final damos por zanjado el asunto y nos concentramos en el recreo. Clod se pone las botas como suele tener por costumbre, se sumerge en un paquete de patatas Chipster y se olvida de inmediato de la historia del baño, de la revista y de todo lo demás. Después de haber mordisqueado una pizza pequeña y de haberla desechado porque no le gustaba, Alis me da una palmada en el hombro.

– Venga. Caro, no tiene tanta importancia.

Y se aleja dejándome con la duda de si se habrá creído de verdad la historia de la revista porno. Sólo se una cosa: he evitado en lo posible cruzarme con Biondi y con Matt, que lo han largado todo, y con el resto de los Ratas, que, a buen seguro, están al corriente. Además, otra de las cosas que me impresionan esa mañana… Cuando salgo del colegio, Lillo, el portero, me saluda con una sonrisa.

– ¡Adiós, Carolina!

Jamás lo ha hecho. Y. además, es particularmente extraño, da la impresión de que está cansado aunque a la vez alegre y satisfecho. ¿Habrá sido él quien me ha robado la revista?

A mis espaldas, mientras sigo hojeando el libro, aparece Sandro, el dependiente de la librería.

– Bueno, entonces ¿qué? ¿No te lo llevas?

Me lo dice casi con aire de desafío, como si no tuviese valor… Pero ya ves tú lo que me importa a mí. Al final elijo otro y ni siquiera le contesto. Hago como si nada. No lo tengo en cuenta en absoluto. ¡Si no soporto responder y tener que dar explicaciones a mis padres, así que menos aún a ese tipo! Deambulo libremente entre las estanterías. A continuación decido escuchar un CD de James Blunt,All The Lost Souls. Me pongo los cascos y elijo el tema que quiero. Me veo reflejada en el espejo de la columna. Empieza la canción. Sonrío. Sola, independiente, con todo el día por delante para mi sóla… Ah, qué bonito. Ahí está, comienza. Shine on. Me encanta cuando dicen: «¿Nos están llamando para nuestro último baile? Lo veo en tus ojos. En tus ojos. Los mismos viejos movimientos para un nuevo romance. Podría usar las mismas mentiras de siempre, pero cantaré. ¡Brillaré, simplemente, brillaré!» Es así. De modo que cierro los ojos. Y me dejo llevar por la melodía y me doy cuenta de que me estoy balanceando un poco… Y sigo el ritmo. Pero, cuando vuelvo a abrir los párpados, veo a un tipo reflejado en el espejo que me mira. Tiene los ojos de un azul intenso, el pelo oscuro, es alto, delgado y mayor que yo. De repente me sonríe y el corazón me da un vuelco. Bajo la mirada, me he quedado sin aliento. Dios mío, ¿qué me pasa? Cuando vuelvo a alzar la vista, él sigue allí. Ahora sus ojos me parecen incluso más bonitos. Ladea la cabeza y sigue escrutándome así, con su preciosa sonrisa y una mirada descarada. Parece muy seguro de sí mismo. Y a mí no me gustan los tipos demasiado seguros de sí mismos. Pero es guapísimo. No me lo puedo creer. Ha hecho que me ruborice. Bajo los ojos de nuevo. Dios mío, ¿qué me está sucediendo? No me lo puedo creer. No es posible. Pero, cuando los levanto de nuevo, él ha desaparecido. Puf, Se ha desvanecido. ¿Lo habré soñado? De ser así, ¡qué sueño tan maravilloso!

Me acerco a la caja.

– Buenos días… Me llevo éste.

Se acerca de nuevo Sandro, el dependiente.

– Ah,Perdonadme por tener quince años, de Zoe Trope… -Lo coge y 1e da vueltas entre las manos-. Es un buen libro. ¿Sabes que, sin embargo, no se sabe con certeza si el autor es un hombre o una mujer? Se trata de un seudónimo, alguien se oculta ahí detrás. -Sonríe y me lo tiende-. Pero no está mal.

– Gracias…

¿Se puede saber qué quiere ese tipo? No lo entiendo, ¿debe echar por tierra mi elección como sea? No lo comprendo. Quizá el libro encierre un mensaje oculto, o tal vez Zoe Trope, o quienquiera que escriba en su nombre, le haya birlado la novia ese Sandro. Bah.

Pago. Salgo y echo a andar. Me paro delante de un escaparate. Esos zapatos le encantarían a mi madre. Parecen cómodos. Son bajos, elegantes, aunque también un poco deportivos, negros y brillantes. Mi madre trabaja todo el día en una gran tintorería. Es un trabajo pesado, siempre estás en contacto con la plancha y el vapor. Hace calor. Se suda y se trabaja un montón. Planchas y lavas la ropa. Las mismas cosas que, después, le toca hacer también en casa, sólo que ahí no te pagan. Mientras que allí, si las cosas no están listas cuando toca o salen mal, te las cargas. Hay clientes maleducados. Al menos, eso es lo que me cuenta. Yo sólo he estado una vez donde ella trabaja, cuando era pequeña, un día que no supo con quién dejarme. Yo la miraba, no se paraba nunca. ¡Dice que así se mantiene en forma gratis: Los zapatos cuestan ochenta y nueve euros y yo los estoy ahorrando, ya casi he alcanzado esa cifra. Luego, de improviso, oigo una voz alegre.

– Es éste, ¿verdad?

Veo el CD de James Blunt. Y oigo también la música, justo la canción que tanto me gusta. Parece cosa de magia. Me asusto, me ruborizo, sonrío a mi vez. Y él está allí, reflejado en el escaparate, detrás de mí, casi abrazándome. La música sale de su teléfono móvil. Después aparece sobre mi hombro sonriendo. Casi me olfatea. Me rodea, me mira y no dice nada, aunque no deja ni por un momento de sonreír.

– Toma, lo he comprado para ti. -Y me lo mete en un bolsillo del bolso, dejándolo caer-. Me ha dado la impresión de que te gustaba.

Sonríe nuevamente y apaga su móvil. Yo permanezco en silencio. Me recuerda a una escena de aquella película que vi una vez en casa a escondidas y que había mangado de la videoteca de R. J. con Clod y Alis. ¿Cómo se titulaba? Ah, sí.Nueve semanas y media. Ella es Kim Basinger, va al mercado y ve una bufanda que le gusta un montón, pero que cuesta demasiado. Entonces él se la compra y de repente se acerca a ella por la espalda y se la echa sobre los hombros mientras la abraza. Y ella sonríe. Me gustó esa escena. Él es Mickey Rourke. Y ese tipo es un poco como él. A pesar de eso, cojo el CD del bolso y se lo devuelvo.

– Gracias, pero no puedo aceptarlo.

– Te lo ha dicho tu madre, ¿eh? Eso sólo vale para los caramelos que te ofrecen los desconocidos. ¡Éste no tienes que comértelo!

Me lo tiende de nuevo.

– Puedes escucharlo cuando quieras… -me dice risueño.

Es amable. Parece simpático. Debe de tener unos veinte años, quizá diecinueve. Y me gusta más que Mickey Rourke. Y ya no parece tan seguro de sí mismo como cuando nuestras miradas se han cruzado en el espejo. Sonríe y me escruta. Parece más tierno. Me gustaría llamarlo «tiernoso»…, pero no es cuestión de arruinarlo todo nada más empezar, ¿no? De modo que permanezco callada y vuelvo a meter el CD en el bolso. Y echamos a andar. No sé por qué, me siento más mayor. Quizá porque él lo es y se ha interesado por mí. Y charlamos.

¿Qué haces?, ¿qué no haces?… Miento un poco y me doy importancia.

– Estudio inglés, y además he hecho una prueba porque me gusta cantar… -añado confiando en no tener que demostrárselo nunca, puesto que desentono bastante.

– ¿Has estado alguna vez en el Cube?

– Oh, sí, voy de vez en cuando -le respondo, ¡confiando en que no me pregunte cómo es! En parte me siento culpable, y en parte no.

Compramos un helado.

– Elige tú primero.

– De acuerdo. En ese caso, doble de nata, castañas y pistacho.

– Yo también.

¡Me pirra! Tenemos los mismos gustos… Bueno, la verdad es que sólo me gusta la castaña, pero lo elijo idéntico al suyo para que parezcamos simbióticos.

– No, no, esto lo pago yo, es lo menos que puedo hacer.

Y él vuelve a meterse la cartera en el bolsillo. Y dice vale, y sonríe, y me deja actuar. Y yo abro el pequeño estuche Ethic y cuento el dinero, sólo tengo unas pocas monedas. ¡Nooo! Justo lo que me faltaba, pero al final cuatro, cuatro con cincuenta, ¡cuatro con noventa! Lo he conseguido, menos mal… De otra forma, habría quedado de pena. Y, sin saber por qué, miento sobre mi edad o, mejor dicho, me añado algunos meses.

– Catorce años…

Por un momento parece perplejo, como si mi edad no lo convenciese. Busco su mirada, pero se hace el sueco.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Qué?

– No, es que tenía la impresión de que…

Pero no me da tiempo a terminar.

– ¡Ven, vamos!

Y me coge de la mano y echamos a correr entre la gente. Turistas extranjeros, gente de color, alemanes, franceses, y algún que otro italiano. Yo casi tropiezo, pero él me arrastra con su increíble entusiasmo.

– ¡Venga, venga, que ya casi hemos llegado!

Y yo corro y me río y trato de seguirle el paso, y al final nos paramos delante de lafontana como dos perfectos turistas.

– ¿Estás lista? Toma.

Me da una moneda y a continuación se da media vuelta, cierra los ojos y tira la suya hacia atrás por encima del hombro. Lo imito. Cierro los ojos, expreso un deseo y mi moneda vuela muy alta, gira y gira y, acto seguido, cae lejos en el agua y lentamente, describiendo un extraño remolino, toca fondo. Nos miramos a los ojos. Puede que hayamos expresado el mismo deseo. Él, en cambio, parece más seguro que yo. Es más, no tiene ninguna duda.

– Estoy convencido de que hemos pensado el mismo deseo…

Y me mira con intensidad. Y para mí es como si, de golpe, tuviese dieciocho años. Me avergüenzo por un instante. Mucho. Me ruborizo. Y el corazón me late a mil por hora. Y agacho la cabeza y jadeo y miro alrededor en busca de una balsa. Dios mío, estoy naufragando… Y, de repente, de la misma forma en que me ha hecho acabar, bajo el agua, me salva.

– Por cierto, me llamo Massimiliano.

– Hola… Carolina.

Y nos damos la mano y nos miramos a los ojos durante un rato. Después me dedica una sonrisa preciosa.

– Me gustaría volver a verte.

Y yo querría decir que a mí también…, sólo que no puedo. Me siento muy torpe.

– Sí, claro -me limito a decir.

¿Os dais cuenta? «Sí, claro»… ¡¿Qué quiere decir eso?! Dios mío, cuando Clod y Alis se enteren. Y después me da su número de teléfono. Pero lo hace de forma extraña, lo escribe en el cristal del escaparate de una tienda con un rotulador. Mientras nos reímos, yo lo copio en mi móvil.

– Apúntate también el mío.

Massimiliano me sonríe.

– No. No quiero molestarte. No quiero que me des el tuyo…, te llamaría a todas horas. Búscame tú cuando tengas ganas de reírte como esta tarde.

Y se marcha así, dándome la espalda. Tras alejarse un poco, sube a una moto. Se vuelve por última vez y esboza esa maravillosa sonrisa. Y me deja allí, así, con dos únicas certezas. Una: ¿será por pura casualidad que mientras buscaba un libro sobre educación sexual lo he conocido a él? Y dos: el Lore de este verano ha dejado de gustarme de repente o, mejor dicho, ha pasado de buenas a primeras al segundo puesto.

Cojo al vuelo el autobús 311, que me lleva hasta casa. En medio de la gente, de tanta gente, me siento casi sola. Agradablemente sola. Perdida en mis pensamientos. Sonrío. Me gustaría mandarle ya un mensaje: «El destino ha hecho que nos encontráramos.» No, demasiado fatalista. «¡Gracias por el helado!» Práctica. «¿Será amor?» Excesivamente soñadora. «¿Sabes que estás muy bueno?» ¡Excesivamente realista! «Gracias por esta estupenda tarde…» Demasiado clásica, diría que hasta casi vieja. «¿Has visto?, no puedo resistir…» Chica fácil. «Aquí tienes mi número. Llámame cuando quieras.» Una que abandona porque teme tomar la iniciativa. ¡Menudo palo! Nada. No se me ocurre nada. Resoplo y me encojo de hombros. Y al final opto por no mandarle ningún mensaje.

De improviso, un hombre se apea y deja un asiento libre. Hago ademán de sentarme, pero entonces veo a una mujer tan anciana como mi abuela, aunque mucho más gorda, con varios paquetes en la mano. Está cansada. Me mira por un instante y yo le indico el sitio con la mano.

– Por favor…

Ella me lo agradece y se acomoda esbozando una sonrisa y alzando las piernas. Lleva unos calcetines de media que le llegan por debajo de la rodilla. Sólo se ven ahora que la falda se ha levantado, resopla, tiene las piernas cortas, por lo que debe echar el culo hacia atrás y apoyarse en un codo para alcanzar el respaldo. Acto seguido levanta todos los paquetes para colocárselos sobre las piernas y, por fin, parece sentirse cómoda. Exhala un hondo suspiro, satisfecha de haberlo conseguido a pesar de sus dificultades.

Y yo miro afuera, a los chicos que pasan, a la tarde que va tocando a su fin. Massimiliano… Eso es, ya tengo el mensaje: «Massi, eres lo máximo.» Chica superbanal.

¿Qué hora es? Miro el reloj, las ocho y diez. Qué lata. Mis padres estarán a punto de sentarse a la mesa y yo llegaré tarde. Alguien a mi espalda se inclina y toca el timbre. Se enciende la señal de la próxima parada. Ahí está. El autobús se detiene. Alguien me golpea para bajar. De nuevo. Me empuja contra la barra de la puerta. Otra persona se apoya en mí, esta vez durante más tiempo. No consiguen apearse. Un último empellón y salen. Los veo bajar de un salto del autobús. Son dos chicos. Tienen el pelo corto. Parecen extranjeros, quizá sean rumanos. Uno da una palmada al otro en la espalda y éste asiente con la cabeza y los dos se vuelven hacia mí sonriendo. El autobús arranca. Se escabullen corriendo. Me entretengo mirando por la ventanilla las últimas tiendas que están cerrando, las dependientas cansadas que bajan las persianas metálicas, una sube a un coche. Alguien cruza rápidamente la calle, una mujer se ríe mientras organiza su velada hablando por teléfono y un señor espera en medio de la acera, irritado por el retraso de alguien. Me apeo del autobús y me apresuro en llegar a casa. No me paro ni siquiera un segundo. Corro, corro, calle, plaza, derecha, izquierda, miro, cruzo, verja abierta. Bien. Llamo para que me abran el segundo portón.

– ¿Quién es?

– ¡Soy yo!

Abren de inmediato. Y subo por la escalera, primero, segundoy cuarto piso. Superaría incluso a una atleta de las más premiadas. La puerta está abierta, la cierro a mis espaldas.

– Aquí estoy. ¡Ya he llegado!

– Lávate las manos y ven a sentarte a la mesa.

Veo pasar a mi madre con una fuente de pasta humeante. La deposita en medio de la mesa tratando de que no se menee, pero no lo consigue.

Alessandra está ya con ellos, R.J. no. Papá se sirve el primero. Voy a lavarme las manos. Y antes de pulsar el tapón para que salga el jabón me viene a la mente una cosa. Ya tengo la idea. Por fin la he encontrado. Me toco los vaqueros. Nada. ¿Cómo es posible? Me toco el otro bolsillo, luego los de delante. De nuevo. Nada, nada, nada. Y, sin embargo, lo puse ahí. Corro a mi dormitorio y abro el bolso. Nada. Sólo tengo el CD, las llaves, una gorra y algo de maquillaje, eso es todo. No me lo puedo creer. No, no. No es posible. Me encamino a la cocina. Rusty James acaba de llegar.

– Os dije que llegaría tarde.

– Sí, tú siempre haces lo que te da la gana. Ni siquiera nos has avisado… A fin de cuentas… estamos aquí para servirte, ¿verdad? Esto parece un hotel.

No me lo puedo creer. No me puedo creer, siempre el mismo sermón, incluso las mismas frases.

– ¿Verdad que te lo dije, mamá?

R. J. mira a mi madre. Ella le sonríe y baja la mirada.

– Sí-lo dice en voz baja mientras coge un plato de la mesa, simulando que tiene algo que hacer. Mi madre es incapaz, de mentir.

– ¡Por supuesto! Tú siempre encubriéndolo. ¡Faltaría más! ¡Sólo que yo ya estoy harto! ¿Lo entiendes? ¡¡Harto!!

– Papá, ¿podrías gritar un poco más bajo? -Mi hermana Alessandra. Siempre igual. ¿Cómo se puede gritar más bajo? O se grita o no se grita, ¿no?

– Estoy en mi casa y grito lo que me da la gana, ¿está claro?

Rusty James se levanta de la mesa.

– Ya no tengo hambre.

– De eso nada, tú no te mueves de aquí.

Papá se levanta de la mesa y prueba a aferrarlo por el suéter, pero R. J. es más rápido, se lo quita y escapa, casi resbala sobre la alfombra del salón, pero después se recupera en la curva, esquiva una silla y en un visto y no visto cierra la puerta a sus espaldas.

Alessandra empieza a comer en silencio, mi padre se enoja con mi madre.

– Muy bien, pero que muy bien… Supongo que estarás contenta. Felicidades… Se está educando de maravilla.

Mi madre trata de aplacarlo sirviéndole algo en el plato. Mi padre se pone a comer sin dejar de farfullar, pero ya no se entiende nada de lo que dice, las palabras se pierden entre un bocado y otro, sólo se oyen fragmentos de frases.

– Claro, era de suponer… Por supuesto, porque aquí el imbécil soy yo…

En mi opinión, sólo se entiende lo que él realmente quiere que se entienda. Aparto la silla y me siento también. No me atrevo a decirlo.

Mi madre me sonríe. Y me sirve. Mmm. Qué rico, qué bien huele. Ha preparadotagliatelle con tomate y el aroma es muy dulce. Respiro profundamente y hago acopio de valor.

– He perdido el móvil.

Todos dejan de comer al mismo tiempo y me miran. Mi padre deja caer el tenedor en el plato y extiende los brazos.

– Claro, claro…, a ella también le importa un comino. ¡A saber dónde lo habrá dejado!

Mi madre me coge la mano.

– ¿Era el que te regalamos para tu cumpleaños, cariño?

Alessandra nunca puede quedarse callada.

– Sí, mamá, era ese. El Nokia 6500 Slide, el que cuesta trescientos setenta euros -lo dice esbozando una sonrisa que no puede ser más falsa-. Sí, el que es más pequeño que el tuyo.

Alessandra se encoge de hombros.

– Claro -mi padre empieza de nuevo a comer-, qué más da, a fin de cuentas el que paga soy yo. Como si el dinero lo cogiese de los árboles.

A pesar de que en nuestro barrio, por desgracia, no hay muchos árboles, la imagen se me antoja, de todas formas, adecuada. Mi madre me aprieta la mano.

– Tal vez si piensas un poco en dónde has estado, la vuelta que has dado…

En un instante recuerdo toda la tarde y caigo en la cuenta de que la última vez que cogí el móvil estaba con Massimo, cuando… ¡cuando copié su número! ¡Es cierto! Ahí lo tenía. ¿Y ahora? ¿Qué hago ahora? Ya no lo tengo. No puedo llamarlo. Y veo pasar al ralentí la escena. Él, que sonríe… «No quiero que me des el tuyo…, te llamaría a todas horas. Búscame tú cuando tengas ganas de reírte como esta tarde.» Y cierro los ojos. No me reiré más. No me puedo reír. Y, por encima de todo…, ¡no puedo llamarlo! La escena pasa por mi mente en un instante. Yo, que me meto el móvil en el bolsillo de los vaqueros como siempre y subo al autobús y, después, un detalle: la mano… Una mano que se desliza en mi bolsillo. Y la gente que me empuja para apearse del autobús. ¡Me empujan adrede! Y acto seguido esos dos chicos, los dos extranjeros, la puerta del autobús que se cierra, su mirada, la palmada en la espalda, ellos que se vuelven y me sonríen.

– ¡Joder! ¡Ese tipo tiene mi móvil!

– ¡Carolina!

Mi madre se queta boquiabierta. Mi padre apoya de nuevo el tenedor en el plato.

– Muy bien, muy bien, ¿has visto? ¿Qué te he dicho? Tú sigue así y verás cómo crecen estos chicos. Y luego te sorprendes cuando en el telediario dan esas noticias sobre hijos que matan a sus padres ¿De qué te asombras? ¿Eh? ¿De qué?

Sólo me faltaba eso. No lo soporto más. Me levanto y me encamino hacia mi habitación.

– ¿Y tú adónde vas? ¿Eh? ¿Adónde vas?

– Tienes razón, papá. -Vuelvo sobre mis pasos y me siento-. ¿Puedo ir a mi habitación?

– Cuando hayas acabado de comer.

Empiezo a engullir un bocado tras otro.

– Come despacio. Despacio, debes comer despacio.

Alessandra, como no podía ser menos, se entromete.

– Prima digestio fil in ore.

La fulmino con la mirada. Ella, en cambio, me sonríe. Bromista. En lugar de una hermana, me ha tocado en suerte una enemiga. Pero ¿por qué será tan gilipollas? Además, ni siquiera sé lo que significa la frasecita. ¡Que para hacer la digestión se necesita una hora!

Por fin me como el último bocado. Me limpio educadamente la boca con la servilleta…

– ¿Puedo levantarme, por favor?

Mi padre ni siquiera me contesta, me hace un ademán con la mano como si quisiese decir «vete, vete». Y yo escapo y me encierro en mi dormitorio. Me tumbo sobre la cama.

Sé que no debería decirlo pero, a veces, cuando discuto en casa como hoy, pienso que Alis tiene mucha suerte. Y no porque sea una ricachona y viva en una megacasa, sino porque sus padres están separados. Si, lo sé. Es horrible que los padres de una estén separados, pero, uf, al menos ves a uno cada vez y no a los dos juntos. Por ejemplo, ¿cómo es posible que mi hermana pueda hacer lo que le venga en gana y que nadie le diga nunca nada? Anoche volvió a las tres. Y no había avisado. ¡A las tres, y eso que era martes! Y esta mañana tenía que ir a clase. Como no podía ser menos, tenía sueño y no se ha levantado. Le ha dicho a mi madre que le dolía la cabeza porque está constipada. ¡Pobrecita! Mientras me preparaba para salir, oía que parloteaban en la habitación. Mi madre le decía que no podía ser, que no podía dejar de ir al colegio sólo por haber llegado tarde la noche anterior. Y ella, mamá, perdona, ¿sabes?, ¿cómo podía saber que Ilenía iba a sentirse mal y que íbamos a tener que llevarla a urgencias? ¡Eso es! ¡El golpe de efecto! Cuando no lo consigue con las excusas normales, pasa a las barbaridades. Se pasa la vida inventando justificaciones para hacer lo que le viene en gana. ¡Y mi madre incluso la cree! Porque es demasiado buena. Eso me da mucha rabia, por mi madre… Se mata trabajando todo el día, siempre está a disposición de todos, lista para decir una palabra conciliadora, para entender a los demás y, por si fuera poco, en casa se ocupa de infinidad de cosas, ¿y mi hermana qué hace? Le toma el pelo.

Sea como sea, y dejando a un lado a mi hermana, el problema es realmente serio. No me lo puedo creer, ¡tenía de todo en ese móvil! Música: Green Day, Mika, Linkin Park, Elisa, Vasco, The Fray y el guapo de Paolo Nutini… Y luego un vídeo de Clod, Alis y yo durante la excursión del año pasado, las zambullidas del verano y, además, todos los mensajes. Incluso el de Lore del verano pasado… Pero, por encima de todo, estaba el número de Massimiliano. Que acababa de copiar. Es decir, ¡que nada más grabarlo en el móvil, van y me lo roban! Intento recordar el número por un instante. El prefijo empezaba por 335; no, 338; mejor 334; no, era un 339; no, un 328; mejor un 347; no, no, era un 380. No, ¡eso es!, era un 393… Pero ¿por qué habrá tantas compañías telefónicas? ¿No era mejor una sola? ¿No? ¡¿Eh?! Cada vez que se puede ganar dinero con algo, todo el mundo se tira de cabeza… Pero, en fin, ¿de qué sirve decirlo? Y, luego, ¿cómo era el número? Tenía varios 2, luego otro 2 y también algunos 8… Quizá un 7…

De manera que cojo un folio y empiezo a escribir números y compongo todo tipo de soluciones. Parezco Russell Crowe en esa película, ¿cómo se titulaba? Ah, sí,Una mente maravillosa, en la que pegaba folios por todas partes y veía a unas personas que estaban siempre con él, ¡pero que en realidad no existían! Socorro, era un loco, un matemático chiflado… ¿Acabaré yo como él? ¡Me recuerda también a ese juego al que Gibbo quería jugar siempre!

Gibbo es un queridísimo amigo mío que adora las matemáticas, en parte porque es la única materia en la que le va bien… ¡Y le pirra jugar al Mastermind! Un juego en que debes adivinar cuatro números al azar y yo debo decir si entre los cuatro que he elegido yo y los cuatro que me dice él hay alguna coincidencia, es decir, si acierta algún número aunque no esté en el lugar adecuado, o si ha acertado tanto el número como la posición. En pocas palabras…, ¡un buen quebradero de cabeza! Es evidente por qué después uno se vuelve loco y ve a otras personas a su lado, ¡porque son como a ti te gustaría ser!

Yo creo que las matemáticas sirven para comprobar si gastas demasiado; si puedes gastar más aún y, por encima de todo…, ¡si puedes comprarte o no un móvil determinado! Y, en mi caso, a ver quién tiene ganas ahora de hacer cálculos… Al contrario, mejor no hacerlos. Tengo que bloquear la tarjeta. Lo sé porque esto mismo le sucedió ya a mi madre y mi padre lo convirtió en un conflicto internacional, en el sentido de que con su teléfono, de contrato, podían llamar incluso al extranjero. En mi caso no pueden ir más allá de Florencia… ¡Me quedaban cinco euros! ¡Acababa de grabar su número de móvil cuando me lo robaron! ¡Ahora entiendo lo que debo pensar de Massi: que el tipo trae mala suerte! O, peor aún, ¡que con él habría sufrido! Hubiera sido demasiado feliz, con lo cual me habría acabado trayendo mala suerte y no me habría hecho feliz. Eso me trae a la memoria dos nombres, pero ésa es también otra historia.

Me siento a mi escritorio, abro de inmediato mi Mac y entro en el Messenger. ¡Estaba segura! Sabía que estaría conectada. Escribo rápidamente y Alis me responde al instante.

«¿Todo ok? ¿Qué has hecho?»

«¡Drama y felicidad! -le contesto-. Por un lado, he conocido al hombre de mi vida. ¡Por otro, lo he perdido a él y al móvil!»

«Vaya, ¿te ha dado un beso y al mismo tiempo te ha birlado el móvil?»

«No me ha dado un beso.»

«Ah, ¿entonces sólo te ha mangado el móvil?»

«No ha sido él…»

«Pero ¿quién es ese tipo?»

«Me ha puesto música…»

En fin, que nos escribimos así durante un rato hasta que mi madre entra sin llamar antes a la puerta.

– ¡Carolina! ¿Aún estás despierta? ¡Mañana hay colegio!

Apago el ordenador al vuelo.

– He mandado los deberes a Clod, el resumen de la película que nos han hecho ver esta mañana en la sala de proyecciones,La gran guerra de Monicelli, ésa en la que salen Sordi y Gassman, ella no tenía ganas de hacerlo… ¡A mí, en cambio, me ha gustado mucho!

Salto sobre la cama y, con una única zambullida, me meto bajo las sábanas. Mi madre se acerca y me arropa.

– Entiendo, pero así no aprende nada y, además, no veo por qué tenemos que pagar esas facturas de la luz a causa de su ignorancia…, ¡la verdad es que no lo entiendo!

Estoy segura de que esa reflexión es de mi padre, traducida de manera más dulce y afable por mi madre. Que después, de hecho, me sonríe. Lo ha dicho por decir, el pensamiento no es suyo, salta a la vista. Luego me acaricia con esa dulzura que sólo puede venir de ella, que no me molesta y que me hace sentir amada y segura.

– Que duermas bien, cariño…

Y, mientras sonrío, me quedo dormida.

Ahora no recuerdo muy bien lo que he soñado, sólo sé que cuando me despierto por la mañana en un instante todo me resulta claro. Llego al colegio y la primera hora pasa volando, como si nada, en parte porque ese día no me preguntan en clase, ni tampoco a Clod, de modo que no tengo que soplarle las respuestas. Alis no ha venido, no he entendido muy bien por qué motivo, ¡Me lo podría haber dicho! Hablamos de todo anoche y no me dijo que no pensaba venir. Bah, no hay quien la entienda Mientras sigo absorta en mis reflexiones, suena la campana, fin de la primera hora… Y aquí está. Alis entra en clase sonriendo, lleva una camisa de lino de varios colores con algún dibujo transparente, una falda larga y unas botas oscuras, blandas, de esas que se deslizan por el tobillo. Me mira y esboza una sonrisa. Más que mi mejor amiga, parece una modelo desfilando entre los pupitres.

– Pero bueno, ¿cómo te has vestido?

Pasa junto a mi mesa.

– Hoy quería hacerme un homenaje… Lo necesitaba de verdad… -Y me sonríe. Un poco triste, un poco melancólica, con esa mirada que está siempre velada por cierta carencia de amor. Quizá se deba a que sus padres viven separados, a que no tiene un hermano, a su hermana mayor, a la que echa de menos. Me lo dice a diario: «Tú sí que tienes muerte, en tu casa hay mucho amor…»

Y yo le devuelvo la sonrisa y no consigo responderle, como mucho, «pues sí». No puedo contarle que mi padre está siempre enfadado con todo el mundo, que mi madre a veces está demasiado cansada como para bromear, que mi hermana, en cambio, me lleva la contraria y que el único al que quiero de verdad es a R. J., ¡que, por otra parte, nunca está en casa! Nos abrazamos y noto que trajina a mis espaldas… Me aparto sorprendida.

– Eh, ¿qué estás haciendo?

– Nada. -Se ruboriza un poco, pero a continuación sonríe y vuelve a mostrar su alegría habitual-. ¡Me estaba quitando el reloj!

Y acto seguido se precipita hacia su pupitre, que está al fondo de la clase, justo en el momento en que entra el profe Leone.

– Veamos, ¿podéis volver cada uno a vuestro sitio?

La clase se reorganiza lentamente y, poco a poco, todos regresan a sus asientos. El profe mira alrededor, así, para que nos preocupemos un poco, a continuación levanta del suelo una bolsa vieja, lisa y desgastada, la abre, saca un libro y empieza su explicación.

– Vamos a ver, lo que os voy a contar puede pareceros un cuento chino, pero es historia…, historia, ¿me entendéis? La historia de cómo una tierra se convirtió en un mito de libertad y de crueldad al mismo tiempo, de cómo el oro causó una fiebre generalizada y de cómo se llevó a cabo la famosa conquista del Oeste.

Y lo que nos cuenta el profe me gusta. Me subyuga incluso, y creo que es importante que ese hombre, Toro Sentado, del que nos está hablando, tuviese el valor de hacer todo lo que hizo. ¡Y que su nombre figure en la historia! Ahora está en los libros, hasta el punto de que nosotros, y todos los de antes y los que vendrán después, hablaremos de él.

– ¡No tuvo miedo! Tuvo el valor suficiente para proteger sus tierras

Apoyo la cara entre las manos con los codos bien asentados en el pupitre. El profe Leone me gusta mucho. Quiero decir, que me gusta cómo explica las cosas. Se nota que le apasiona lo que hace. No se aburre, podría ser un buen actor, sí, un actor de teatro, pese a que no puede decirse que yo haya visto tantos. Lo que más me gusta es que cuando retoma su relato lo hace siempre con una gran precisión, vuelve a empezar desde el punto justo en que lo ha dejado sin confundirse. Igual que en esa serie que me encantaba, «Perdidos», es decir, al inicio de cada episodio hacían un breve resumen y a continuación, seguían con la historia, jamás se te escapaba nada. No como mi madre, cuando yo era pequeña. Todas las noches me contaba un cuento para ayudarme a conciliar el sueño: el que más me gustaba era el de Brunella y Biondina. Pues bien, ella decía que estas dos niñas, un poco hadas, un poco brujas, habían existido de verdad, ¡Y a mí me cautivaba su historia! El problema era que cuando, algunos días más tarde, le preguntaba de nuevo por ella…, bueno, siempre sucedía algo raro: «Pero, mamá, la que perdía las llaves de casa no era Brunella, sino Biondina…», o «No, mamá, era a Biondina a quien invitaban a la fiesta del príncipe…». En fin, que había hechos que no acababan de encajar. De forma que las posibilidades eran dos: o la historia de Brunella y de Biondina se la había inventado mi madre, y cuando las cosas no son reales uno puede confundirse fácilmente, o era todo cierto y mi madre no tenía, lo que se dice, una gran memoria. Una cosa era cierta: fuera como fuese, la culpa la tenía mi madre. Sólo que cuando se lo decía ella esbozaba una sonrisa y me acariciaba la mejilla y tenía siempre la contestación a punto: «Ah, ¿no era así? En ese caso, lo pensaré… Y ahora, a dormir, que Morfeo te espera para abrazarte.» Y me tapaba con la sábana y me la alisaba bajo la barbilla. Yo la miraba mientras abandonaba la habitación con una única duda en la cabeza: ¿cómo será ese tal Morfeo? ¿Seguro que es un tipo como Dios manda? ¿Qué sueño me pondrá esta noche? Como si se tratara de DVD que introducía en mi lector. ¿Y si me pone una pesadilla? En ese caso, no debe de ser una buena persona.

En un instante vuelvo a la realidad. Justo mientras el profe Leone sigue con su historia sobre el Oeste oigo el timbre de un móvil Dios mío, ¿quién será el idiota que ha olvidado apagarlo? O, al menos, de ponerlo en modo silencio o vibración. Dejarlo encendido e incluso con el timbre eso sí que no, ¿eh? De eso nada. Qué extraño. Ese timbre era el mío. A propósito, en cuanto salga tengo que ir a una tienda de teléfonos para que me den la nueva tarjeta SIM. Nada. El teléfono sigue sonando.

– ¡Ya está bien! -El profe golpea la mesa con el puño cerrado-. ¿Queréis apagar ese teléfono?

Todos se vuelven hacia mí. Y me escrutan. Sííí… Si fuese el mío… Me lo robaron ayer. Lo raro es que el sonido procede de mi pupitre. Y continúa. Miro debajo. Nada. ¿No será que se le ha caído a alguien y que ha ido a parar justo debajo de mi mesa? Bah… Nada, sigue sonando.

– ¡Ya está bien! ¡¿Carolina?! ¡Bolla! -Me llama por mi apellido. Se está enfadando de verdad.

– Pero, profe, yo…

Y justo cuando estoy a punto de decirlo caigo en la cuenta. Miro dentro de la bolsa, la que antes tenía sobre la mesa, a mis espaldas, justo cuando Alis me abrazo, cuando se estaba quitando el reloj… Y de repente lo veo. Ahí está. ¡El Nokia 6500 Slide! ¡No me lo puedo creer! Entonces… ¿Lo había dejado en la bolsa? Cuando lo cojo entiendo lo que ha pasado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Todavía tiene la película de plástico sobre la pantalla! ¡ Es nuevo! ¡Me lo ha comprado ella, Alis! Me vuelvo y veo que me sonríe. Apaga el móvil que tiene sobre las piernas y se lo mete en el bolsillo. Y luego vuelve a adoptar una postura normal, como si nada hubiera pasado. Yo cabeceo mientras la miro, ella me sonríe. A continuación me vuelvo hacia él.

– Disculpe, profe, había olvidado que lo había dejado encendido, era mi madre… Al final me ha mandado un mensaje… No puede pasar a recogerme por el colegio.

El profe Leone abre los brazos y se encoge de hombros.

– Pero si vives a tres manzanas de aquí…

– Sí, pero tenían que ir a casa de mi abuela porque como luego se van, mi madre me pidió que la acompañase y, dado que todavía no saben qué hacer porque mi abuelo no quiere ir con ella, querría verla y entonces…

– Vale, vale. Está bien, está bien, basta. – El profe Leone se rinde-. De lo contrario, al final tendré que hablar de un libro nuevo, un libro escrito a propósito para esta clase,¡La odisea de Carolina!

Todos rompen a reír, celebrando extrañamente la ocurrencia del profe… Claro, este año tenemos el examen! ¡¿A ver quién es el guapo que piensa que no es conveniente reírse de todas las estupideces que diga?!

Pongo el móvil en silencio y simulo escuchar la explicación. En realidad me importa un comino lo que sucede en ese momento en el Oeste, porque, a fin de cuentas, lo pasado pasado está, esto es, ¡ya está escrito! De manera que quito la película de la pantalla escondiéndome detrás de Pratesi, que está bien oronda. Nada que ver con Clod, desde luego, ¡pero es en todo caso una discreta cobertura!

Lo examino con detenimiento. No me lo puedo creer, ha comprado el mismo que tenía, ¡y lo ha programado justo con la misma melodía de antes! ¡Alis es superenrollada! ¿Dónde encuentro yo a otra como ella? Es un cielo. Quiero decir que nunca se jacta de nada. Necesita afecto, eso sí, y lo demuestra exigiendo mil atenciones en todo momento, pero lo hace a su manera, sin exagerar. Y, además, trata de pensar también en ti, y lo hace como si fuese la cosa más sencilla y natural del mundo, para después acabar en ese gran cesto donde todo se confunde y en el que lo mío es también tuyo. Ese cesto se llama amistad. Oh, sé que cuando digo estas cosas soy un poco… ¿patética? ¡Pero es que la sorpresa del móvil me ha emocionado! ¿Qué puedo hacer? Os lo juro, estoy tan emocionada que parezco estúpida, y eso que emocionarse no tiene nada de malo. Lo sé. ¡Alguien que se emociona no debe ser a la fuerza estúpido! Al contrario… Es más estúpido el que no se emociona cuando le ocurren estas cosas. Bueno, creo que me estoy embarullando con este tema, pero lo más absurdo es que, de improviso, me llega un mensaje: «¡Vaya ridículo has hecho con el profe!»

Es Clod, que, como no podía ser menos, no se ha enterado de nada. Aunque la verdad es que a ella no le dije anoche que me habían robado el teléfono, pero si ahora me ha escrito… En ese caso…, ¡en ese caso dentro debe de estar también mi tarjeta! ¡Sí, es mi número! Alis es increíble. No logro entender cómo lo ha conseguido. No es fácil obtener la tarjeta, no digamos la de otra persona, ¡imposible! Pero en el recreo me lo explica todo. Apenas bajamos al patio, me abalanzo sobre ella.

– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Eres una tía genial! ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has logrado hacerte con la tarjeta SIM de mi número?

– Fui a Telefonissimo, al que está debajo de mi casa, le di mi documento de identidad y le expliqué tu historia, el robo del móvil y todo lo demás…

– ¿Y ellos?

– Me creyeron.

– ¿En serio?

– ¡Claro! Fueron muy comprensivos, basta con tener una madre como la mía.

– Ya…

Pensad que la madre de Alis se pasa casi todo el día cambiándose de ropa porque debe ir siempre a la moda, compite con sus amigas y quiere siempre y de inmediato lo mejor de cada cosa, ¡incluso en cuestión de hijos debe superar a todo el mundo! Y ese hecho pesa muchísimo sobre Alis. Su madre, en lugar de darle los buenos días, la saluda así: «¿Sabes que la hija de Ambretta, Valentina, ha hecho esto y esto otro? ¿Y sabes que la hija de Eliana, Francesca, ha hecho esto y esto otro?… ¡E imagínate que la hija de Virginia. Stefania, ha hecho esto y esto otro…!» Sin embargo, todavía no ha entendido que es precisamente por eso que Alis, al final, siempre hace esto… ¡y aquello! Alis sonríe y se encoge de hombros.

– En fin, comprendieron perfectamente que si no me daban tu nueva S1M no compraría el Nokia 6500…

Por un instante me ruborizo. Recuerdo muy bien el precio de ese móvil. Mis padres ahorraron para poder comprármelo e incluso llevaron mi viejo Nokia 90 a un centro de reciclaje. Bueno…, de una manera o de otra, ahora lo tengo de nuevo y, eufórica por haber recuperado el Nokia, le cuento a Clod y a Alis toda la historia de Massi, el CD que me regaló, el paseo, el helado y todo lo demás.

– En fin…, creo, sí, estoy casi segura, sí, yo… ¡me he enamorado!

– ¿Y Lorenzo?

– Pero ¿por qué me cortas el rollo de esa manera? Además, ¡a saber si vuelvo a ver a Massi! Debería hacer miles de intentos con igual número de prefijos para encontrar su número…

– ¡Eso supone casi noventa millones de combinaciones!

– ¡Gibbo! ¡Lo has oído todo!

– Claro…

Es mi amigo el matemático. Le encanta la películaEl indomable Will Hunting, que ha visto ya por lo menos diez veces. De cuando en cuando nos invita a su casa y nos la pone de nuevo mientras nos explica que todo está relacionado con las matemáticas, incluso el amor, pero no como cálculo, sino como dimensión. Jamás he entendido qué quiere decir.

– Eh, hola chicos.

Se acerca el ridículo de Filidoro. ¿Os dais cuenta del nombre que le pusieron sus padres? Filidoro. Parece uno de esos viejos dibujos animados. No obstante, ahora se lo ha cambiado por Filo, que no está mal. Pero hacerle partir con ese hándicap, no, ¿eh?… Es divertido, también Filo está siempre a la última, pero no como la madre de Alis: él sólo lo está en el terreno musical. Ama las notas.

– Eh, ¿habéis oído ésta? Es la última de Jovanotti. Escuchad…

Y te canturrea un fragmento al pie de la letra. Es realmente increíble. ¿Cómo consigue recordar todas las palabras? En el colegio, en cambio, tiene poquísima memoria.

Gibbo insiste.

– Eh, ¿de qué estabais hablando antes?

– ¿Antes cuándo? -le responde Alis con altivez.

– ¡Hace un segundo! Del tipo del móvil que perdió Caro. Mira que lo he oído todo…

– Pero ¿qué dices? Te equivocas, aquí está mi móvil.

Y lo saco al vuelo del bolsillo. Jamás me había parecido tan oportuno y fundamental tenerlo.

– ¿Has visto como sueltas un montón de sandeces?

– Puede…

Gibbo no parece convencido, pero, por suerte, suena la campana y eso nos salva.

– Bueno, chicos, nosotras nos vamos. Eh. Gibbo, ¿nos vemos esta noche en tu casa?

– Sí…

– ¿Por qué no venís?

– Sí, claro… -Y a continuación, todas a coro-: ¡A verEl indomable Will Hunting!

– ¡Eh!

Gibbo pone una cara extraña y cómica. Y nosotras nos alejamos entre risas.

Una vez en clase, mando un mensaje a Alis con un dibujo. Una botella de champán con el tapón que sale despedido y muchas estrellitas: «¡Ser tu amiga es como celebrar una fiesta todos los días! Gracias.»

Ella me mira risueña y veo que escribe algo. De hecho, recibo un mensaje: «¡Feliz no cumpleaños!»

A Alis le encanta esa película. Quizá porque todos quieren a esa Alicia. Quizá porque vive en el País de las Maravillas y nunca está sola. El dolor del amor. ¡Hoy estoy muy poética! Veo que Alis se ha puesto a escribir algo en su agenda, frenética, como hace siempre cuando se le ocurre algo. De modo que ya no le mando nada más y la miro de lejos sonriendo. M i amiga. Mi amiga más querida. Además de Clod, naturalmente.

– ¿Cómo ha ido en el colegio?

– De maravilla…

No me han preguntado en clase, me gustaría añadir, pero ¿por qué debo recalcar una cosa así? Mi madre está preparando la comida.

– ¿Queréis un trozo de carne?

– ¿Quiénes estamos?

– Tu hermana y tú.

– Pero ¿todavía no ha llegado a casa?

– Está en su dormitorio.

– Ah…

Tengo que aprovechar ahora, antes de que venga. Sólo quiero contarle a mi madre lo de Alis, hasta qué punto es generosa y superfantástica mi amiga, ¡el espléndido regalo que me ha hecho apenas se enteró de lo del teléfono!

Antes de que pueda decirle algo ella se vuelve, acalorada de la cocina, con el semblante risueño y una mirada benévola y maternal. Como sólo alguien como ella puede ser. Ella, que trabaja duro. Ella, que se levanta pronto por la mañana. Ella, que prepara el café para mi padre y el desayuno para nosotros y regresa a casa a la hora de comer y vuelve al trabajo por la tarde. Mi madre, que se esfuerza tanto, que es guapa, que jamás se va de vacaciones. Mi madre. Mi madre me parte el corazón cada vez que me mira.

– Mira lo que te he comprado…

Y lo pone sobre la mesa, nuevo, todavía dentro de la caja. El Nokia 90, el que tenía antes de que me robasen el otro, el sencillo, el que tiene las funciones básicas y no te permite hacer fotos. El que cuesta poco. Siento que el corazón se me rompe y no sé qué decir ni qué hacer. Pero después sonrío, y me sale del alma.

– ¡Mamá! Es precioso…, ¡gracias!

La abrazo con todas mis fuerzas mientras el delantal, un poco húmedo, se interpone entre nosotras. Y ella me acaricia el pelo y esta vez no me molesta. Cierro los ojos y me entran unas ganas incomprensibles de echarme a llorar.

– ¿Sabes? Conseguí escaparme del trabajo… Pedí permiso, me precipité a la primera tienda de teléfonos que encontré allí cerca y te compré ése… ¿Te gusta de verdad?

Me aparta un poco y me mira a los ojos, y yo me siento conmovida y asiento con la cabeza. Y ella entiende y me vuelve a abrazar.

– Sólo que no quisieron darme la tarjeta SIM de tu número; me dijeron que tenías que ir tú personalmente. ¡Te das cuenta! No puedo hacer esa clase de cosas por mi hija. -Acto seguido se queda perpleja por un instante-. Quizá no me la dieron porque tenían miedo de que quisiera usar tu número, qué sé yo, para leer tus mensajes. ¿No saben que entre nosotras no hay secretos?

Y se separa de mí y se pone de nuevo a cocinar, de espaldas, con el pelo recogido en lo alto y dejando a la vista su largo cuello, donde revolotean varios mechones más oscuros. A continuación se vuelve con una bonita sonrisa en los labios, feliz de su regalo, de esa bondad que desearía no tener límites.

– ¿Qué querías decirme? ¿Cuál es tu sorpresa?

Y yo la miro un segundo con los ojos desmesuradamente abiertos, temerosos de decir una mentira y de que me descubra. Luego intento recuperar la calma, no decirle nada sobre Alis, sobre el teléfono supercaro que me ha regalado. Y mejor que Meryl Streep, Glenn Close, Kim Basinger e incluso Julia Roberts, en fin, como una consumada actriz, le sonrío para no desilusionarla.

– ¿Sabes qué, mamá?

– ¿Qué, cariño?

– ¡Me han puesto un notable!

Por la tarde, después de comer.

He escondido el móvil de Alis, es decir, mi teléfono nuevo, he tenido que apagarlo porque, como buena actriz que soy, aunque no demasiado despabilada, no le he dicho que tengo ya la S1M, pese a que, en realidad, la tarjeta me la compró también Alis.

Discusión durante la comida con Ale, que, al ver que mi madre me ha regalado un teléfono nuevo, ahora pretende cambiar el suyo.

– Pero, mamá, entonces el mío… Mira, ¡llevo la batería sujeta con una goma!

Y yo, tonta de mí, he caído en su trampa.

– Sí, pero funciona perfectamente, y con él puedes sacar fotografías…

Mi madre se preocupa.

– Pero ¿por qué lo dices, Caro?, ¿con el tuyo no puedes?

– ¡No, porque tiene poca memoria!

Alessandra no sólo es absurda, sino que además sigue insistiendo.

– Ahora lo entiendo… Tengo que fingir que lo he perdido o que me lo han robado para conseguir uno nuevo…

– ¡A mí me lo robaron de verdad! Pero ¿es que crees que me invento esas cosas para que mamá me regale un teléfono?

O sea, que me pongo a discutir cuando ni siquiera ése es el problema. ¡Ahora tengo dos móviles y no puedo decirlo!

La única cosa positiva de Ale: me ha quitado las ganas de comer. Mejor, porque he decidido hacer un poco de dieta. Mi madre insiste para que coma; luego, al ver que no le va a servir de nada, me pela una manzana.

Mientras tanto, inmediatamente después de la discusión, cuando Ale y yo ya no hablábamos, llega Rusty James. Se sienta en seguida a la mesa y se alegra de poder dar buena cuenta de mi plato de pasta Todavía está caliente y humeante y, en realidad, no le corresponde, dado que no estaba previsto que viniera.

– Eh, ¿qué pasa? ¿A qué se debe este silencio? ¡No es propio de vosotras!

Rusty tiene una manera absurda de comportarse, es decir, ¡se presenta siempre cuando menos te lo esperas y logra decir, en el momento más inoportuno, lo que no debería decir! Ale se enfada y se va a su dormitorio, yo me como encantada la manzana y Rusty mi pasta. Mi madre regresa al trabajo tras hacerme una única advertencia:

– Te ruego que no discutas con tu hermana…

En cuanto oye que la puerta se cierra, Rusty me pregunta, curioso:

– Oye, ¿qué ha pasado?

Se lo cuento todo. Le digo también lo del móvil de Alis. A él no puedo mentirle, imposible, de manera que saco el teléfono de la bolsa y lo pongo encima de la mesa.

– ¿Ves? ¡Ahora tengo dos!

Rusty se echa a reír y sacude la cabeza.

– Eres única, perdona, pero podrías habérselo dicho a mamá… ¿Qué problema hay?

– De eso nada…, ¡le habría sentado fatal! Pidió permiso en el trabajo, se gastó sus ahorros para comprarme un móvil y darme una sorpresa, puede que hasta haya discutido con papá…, y yo…, ¿qué podía hacer? ¿Decirle que ya tenía uno? ¡Venga, no tienes ni una pizca de sensibilidad!

Rusty sonríe, divertido.

– No, si ahora la culpa será mía… Vale, está bien, en cualquier caso, he tenido una idea…

Me la cuenta y, acto seguido, se ríe divertido. Y, de hecho, la verdad es que no está nada mal. No se me había ocurrido.

– Eh, Rusty, ¿sabes que eres un genio?

– Lo sé. -Me sonríe-. ¿Qué vas a hacer ahora, Caro?

– No lo sé, estudiaré un rato y quizá salga después…

Rusty vuelve a ponerse serio.

– Yo también tengo que estudiar, qué tostón, no tengo ningunas ganas. Todavía me faltan un montón de exámenes para ser médico, y papá no sabe lo que he decidido.

Lo miro curiosa.

– ¿Por qué? ¿Qué has decidido?

– Aún es pronto…

Y se marcha a su habitación dejándome en la cocina. Muerdo el último trozo de manzana que quedaba en el plato y me dirijo a mi dormitorio. Enciendo el ordenador. Con la excusa de las búsquedas, del estudio y de todo el resto, conseguí que mis padres me lo regalaran. No sé desde cuándo están pagando los plazos. Introduzco mi contraseña y entro de inmediato en el Messenger. Lo sabía, Gibbo me ha escrito: «He pensado que, restando todos los números de las personas que conocemos, las posibilidades de encontrar el número de tu "amado" desconocido son casi ochenta y nueve millones seiscientos cincuenta mil… O mandas un mensaje a todos, suponiendo que seas más rica que Berlusconi y elTío Gilito juntos, o llamas al número 347 800 2001 y acabas de una vez por todas.»

Qué idiota. Naturalmente, ese número es el suyo. Tiene razón: es imposible. Pero, a veces, en la vida… De modo que cierro los ojos e intento volver a recordarlo. Me lo escribió en el escaparate mientras bromeaba, y trato de distinguirlo… 335, no, 334… Eso es, sí, 334… Y sigo cavilando hasta que lo veo nítido, claro, delante de mí.

Justo como era ayer. Lo escribo en un folio, a continuación lo grabo en el móvil y al final me quedo ahí, con el teléfono suspendido, sin saber qué hacer. Después abro a toda velocidad la pestaña de los mensajes y le escribo: «Eh, ¿cómo estás? ¿Eres Massi? Ayer lo pasamos bien. ¡Soy Caro!» Y lo envío a ese número esperando, soñando, fantaseando. Y veo a ese chico. Ahí está, es él, Massi. Estará estudiando o jugando al tenis, al fútbol o haciendo remo en el simulador de la piscina, el que tiene la canoa clavada en el suelo. Me lo imagino cuando oye que suena su móvil, o que vibra. El mensaje ha llegado. Lo abre, lo lee y se ríe… ¡Se ríe! Después, indeciso, se pone a pensar en lo que quiere escribirme, en cómo responderme. Luego sonríe para sus adentros. Eso es. Ha encontrado la frase que le parece más adecuada… O que es justa para mí. La escribe veloz. Pulsa la tecla de envío y el mensaje parte, atraviesa la ciudad, las nubes, el cielo, las calles y, poco a poco, se introduce por la persiana de mi casa, después en mi habitación y, por último, en mi móvil.

Bip. Bip.

Lo oigo sonar. Oh, de verdad que acabo de recibir un mensaje. ¡No me lo puedo creer! Me apresuro a abrir el móvil, busco la carpeta de mensajes recibidos. Y lo veo. No está firmado. No es de ningún amigo, de nadie que conozca. Veo ese número. De modo que es él. ¡No me lo puedo creer! Lo he conseguido, me he acordado del número. Luego leo el mensaje: «¡Me parece que te has equivocado de número. De todas formas, tengo cuarenta años, soy un hombre y no estoy casado, así que, querida Caro, ¿por qué no nos vemos?»

Borro el mensaje de inmediato y apago el móvil. Terror. «Querida Caro»… Encima, bromista. O, al menos, un intento patético de serlo. Nada. Qué vida infame. No era él. Así que, por desgracia, la única alternativa que me queda es ponerme a estudiar. Lástima. A veces los sueños se desmenuzan así, entre los dedos. Sobre todo cuando la alternativa al deseo de volver a ver a Massi es estudiarOrlando enamorado. Y no porque el tal Orlando esté mal. Su historia me parece preciosa. Y, de hecho, a medida que voy leyéndola la solución va apareciendo ante mis ojos. Sobre todo en lo tocante a cierto punto: «La rana habituada al pantano, si está en el monte, torna a la llanura. Ni por calor ni por frío, poco o bastante, sale nunca del fango.» Es cierto; como decir «lo inevitable es inevitable». Caro no podrá salir nunca de Massi… No me cabe ninguna duda. Pero bueno, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Tengo dos posibilidades.

– Vuelvo en seguida.

Cojo la cazadora y me la pongo. Después me meto en el bolsillo mi segunda posibilidad. La golpeo con la mano sabiendo que, gracias a ella, encontraré seguramente a Massi y toda la información que le concierne.

Salgo corriendo del portal y, justo en ese momento, lo veo pasar.

– ¡Estoy aquí, espere! -le grito al conductor del autobús, como si pudiese oírme. Imaginaos.

Echo a correr tratando de llegar a la parada antes que el autobús vuelva a arrancar. Nada. No lo lograré. El autobús está detenido. El conductor parece estar mirando por el espejo retrovisor.

– Estoy aquí, estoy aquí…

Acelero, pero ya no puedo más. Tengo la lengua fuera y temo que, de un momento a otro, pueda ponerse en marcha. La gente se ha apeado ya y los que tenían que subir lo han hecho. Estoy segura de que no me va a esperar, me hará un desaire, partirá en el preciso momento en que llegue a su lado. Nada, no lo lograré. Sin embargo, el autobús sigue esperándome con las puertas abiertas, llego corriendo y subo en el preciso momento en que pensaba que nunca lo iba a lograr. Uf…, lo he logrado. Las puertas se cierran. -Gracias,., -consigo decir con un hilo de voz.

El conductor me sonríe por el espejito, después agarra de nuevo el gran volante y empieza a conducir. Me mira mientras me acomodo en uno de los asientos. El autobús va medio vacío y se dirige rápido y ligero hacia el centro. En las calles hay también pocos transeúntes. Y yo recupero el aliento mientras pienso en la manera de hacer la pregunta.

– Disculpe.

– ¿Sí? -Una dependienta joven me sale al encuentro-. ¿En qué puedo ayudarte?

Me gustaría decirle: «¿Sabe? Ayer vi unos zapatos preciosos que, en cualquier caso, cuestan demasiado…» Pero la verdad es que no es ése el motivo de que esté allí… No es el mejor modo de abordar el tema. Tengo que ser más directa.

– Ayer había algo escrito en el escaparate… Un número de teléfono.

– Sí, no me hables. Mira, incluso llamé al número en cuestión. Era de un chico, se ve que había quedado con alguien. Se echó a reír… No tenía ninguna cita. ¡Me dijo que era para su próxima novia!

– ¿Eso dijo?

Y me entran ganas de echarme a reír. Está verdaderamente loco.

– Sí, eso dijo… ¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes? ¿Es amigo tuyo?

– No. no.

– De todas formas, es un arrogante, se rió y después me colgó sin más.

Sólo se me ocurre decirle una cosa.

– Es que tenía mi móvil en la mochila, y él se lo llevó y no tengo su número.

No sé si me cree, pero la respuesta es en cualquier caso seca.

– Nosotros tampoco lo tenemos. Lo borramos… y lo olvidamos.

Acto seguido se da media vuelta y se aleja. Salgo y miro el escaparate. Nada, ya no se puede leer. Pruebo a mirar mejor. Lo han limpiado bien. Me pongo a contraluz. Me inclino a ras del cristal. Nada, lo han limpiado a la perfección y, por si fuera poco, detrás del escaparate veo que la dependienta me escruta. Nuestras miradas se cruzan y ella sacude la cabeza, se vuelve y me da la espalda de nuevo. Me levanto. Massi hizo bien al colgarle el teléfono. Afortunada ella que pudo llamarlo, sin embargo. Y, dicho esto, sólo me queda mi segunda y última oportunidad.

– Hola.

Detrás del mostrador de la caja de Feltrinelli hay una chica muy guapa con el pelo recogido en lo alto. Lleva también una tarjeta con su nombre: Chiara.

– Buenos días, dime.

Saco de la bolsa el CD que me regaló Massi.

– Ayer compré este CD…

La chica lo abre, mira uno de los lados, acto seguido le da la vuelta entre las manos y comprueba un pequeño sello plateado.

– Sí…, es nuestro. ¿Qué pasa? ¿Tiene algún defecto? Espera que llame a la persona que se ocupa de estas cosas.

Entonces pulsa un botón que hay a su lado. Antes de que pueda añadir nada, aparece él. Sandro. El tipo del libro sobre educación sexual. Por desgracia, me reconoce. Sonríe al verme.

– ¿Qué pasa? ¿Has cambiado de idea?

Chiara toma las riendas de la situación.

– Hola, Sandro, perdona que te haya llamado, pero esta chica compró ayer este CD y creo que tiene problemas. -Después, como si se hubiese acordado de repente-: ¿Tienes el ticket? De no ser así, no podemos cambiártelo.

Antes de que pueda contestarle, Sandro interviene.

– Perdona, ayer querías comprar un libro sobre educación sexual… -Mira a su colega y opta por ahorrarme una situación embarazosa -.

Después eligió el de Zoe Trope y, por lo visto, al final compró un CD… Así no aprenderás nada.

Me sonríe, alusivo y fastidioso.

– No era para mí.

– ¿Está defectuoso?, ¿se oye bien?

– De maravilla…

– Vale, pero ¿tienes el ticket?

– No quiero cambiarlo.

– En ese caso, ¿cuál es el problema?

– Pues…

Lo miro, ligeramente cohibida.

– Ya entiendo. Quieta. -Sandro me mira y se pone muy serio-. Burlaste la vigilancia. ¡Lo robaste, ahora te sientes culpable y quieres devolverlo! Sois todas iguales, lasbaby gang, vais por ahí atracando a la gente, les robáis el móvil, el dinero, incluso las cazadoras… ¿Eres la líder de una banda?

¡No me lo puedo creer! Y ya no sé cómo detenerlo. Sí, nos ha descubierto usted: somos Alis, Clod y yo. Las tres rebeldes del Farnesina. Incluso hemos dado un golpe: ¡media chocolatina para cada una!

– Perdone, ¿puede escucharme un momento?

Por fin se calma.

– Un chico me regaló ayer este CD.

Le cuento toda la historia, el escaparate, el número escrito en el cristal, a continuación el autobús, el robo de mi móvil, los dos chicos rumanos. Ésos sí que forman una auténticababy gang, si es que se la puede calificar de «baby». Hasta le cuento lo del regalo de Alis del día siguiente.

– Qué amiga tan enrollada, fue muy amable. -Luego Sandro se queda un poco perplejo-. Pero, entonces, ¿qué puedo hacer por ti?

– Me gustaría saber quién es ese chico, quizá pagó con la tarjeta de crédito y salga allí su apellido, o a lo mejor pidió una factura y aparezcan en ella sus datos, su dirección…

Sandro me mira curioso, desconcertado, al final hasta un poco sobrecogido. A continuación arquea una ceja, puede que no acabe de tenerlas todas consigo. Intento convencerlo de que lo que le estoy contando es verdad y de que la única solución que tengo es decírselo.

– Ese chico, el que me regaló el CD, me gusta muchísimo.

Lo veo sonreír por primera vez. Tal vez porque piensa que podría ser su sobrina o que, en el fondo, está a punto de empezar una historia de amor o, sencillamente, porque esta vez se cree que no le he contado una mentira.

– Ven conmigo, vamos al despacho que hay ahí detrás.

Recorremos un largo pasillo. Encima de la puerta hay un cartel que reza: «Oficinas. Prohibida la entrada.»

– Venga, ven…, no te preocupes.

Abre la puerta y me deja pasar. Acto seguido, se sienta tras un escritorio, enciende un ordenador, saca unos recibos de un cajón y empieza a comprobarlos.

– Veamos, 15 de septiembre… Libros, libros, películas, CD dobles, más libros, libros… Aquí está. Esa persona sólo compró un CD, James Blunt,All the lost souls, recibo número 509. -Mira la pantalla-. Lo adquirió a las 18.25.

Sí, la hora es exacta. Es él. Yo había salido unos segundos antes. Sandro desplaza el cursor hacia abajo por la pantalla para averiguar cómo se efectuó el pago. Siento que mi corazón late cada vez más de prisa, cada vez más fuerte. Sandro sonríe. Es un visto y no visto, un instante. Porque después la sonrisa se borra de su rostro. Se asoma desde detrás del ordenador y me mira con seriedad.

– No. Lo siento. Veinte euros y cuarenta céntimos. Pagó en efectivo.

– Gracias de todas formas.

Salgo acongojada de Feltrinelli. Nada. Ya no me queda ninguna posibilidad. No volveré a ver a Massi. No sé hasta qué punto mis temores son infundados.

Subo al autobús de nuevo y todo me parece más triste, la realidad ha perdido color, se aparece casi en blanco y negro. Hay poca gente y todos dan la impresión de sentirse ofuscados, ni siquiera una pareja, alguien riéndose, alguien escuchando un poco de música, que siga el ritmo moviendo la cabeza. No hay nada que hacer, cuando un sueño se desvanece incluso la realidad pierde su belleza. Eh… ¡Caramba!, esa frase merece figurar en mi diario de citas. La verdad es que todavía no tengo uno, ¡pero me encantaría comprármelo! He recopilado ya alguna que otra, pero las he escrito en la agenda del colegio o en el móvil que aquellos dos tipos me robaron.

De improviso me viene a la mente el e-mail que Clod me escribió ayer. Está leyendo un libro de Giovanni Allevi, quien, entre paréntesis, a ella le gusta a rabiar, no tanto por su manera de tocar, sino por su forma de ser; se titulaLa música en la cabeza. Me ha copiado una cosa que a mí me parece muy fuerte y que ahora viene al caso: «Cuando persigues un sueño, encuentras en el camino muchas señales que te indican la dirección, pero si tienes miedo no las ves.» Eso es, no las ves. Miro con desconfianza detrás de mí. ¿Acabará de la misma manera el móvil que me ha regalado Alis? De modo que, para estar más segura, lo paso del bolsillo trasero al delantero. Ahora me siento más aliviada. ¿Cómo era esa frase que tenía en el móvil? Sí, porque sólo había una realmente sincera. Eso es: «¡No hay nada más bonito que lo que empieza por casualidad y acaba bien!»

Me gusta un montón y, no sé por qué, me hace pensar de nuevo en Massi y en todo lo que podría haber ocurrido entre nosotros y… ¡Eh, pero si ésta es mi parada! En cuanto toco el timbre, el autobús se detiene con brusquedad. El conductor me mira por el espejito y a continuación sacude la cabeza. Una señora un poco regordeta no consigue agarrar a tiempo la barra de hierro y cae en brazos de un anciano. Pero él no se enfada. Al contrario, sonríe. La señora se disculpa de todas las maneras posibles. Y él sigue sonriendo.

– No se preocupe. Estoy bien.

Mientras tanto, me apeo y al final yo también esbozo una sonrisa. ¿Quién sabe?, quizá mi distracción haya cambiado el destino de dos personas.

El autobús vuelve a ponerse en marcha y pasa por delante de mí mientras camino. Los veo, a él y a ella, al anciano y a la señora regordeta, charlando y riéndose. Quizá haya contribuido a formar una nueva pareja. Puede que nosotros nunca lleguemos a enterarnos, pero a veces somos los artífices de lo que sucede en la vida de los demás.

En ciertas ocasiones voluntariamente, en otras no. Llego debajo de casa y de repente los veo a todos allí, como siempre. Como entonces. Las chicas sentadas en el muro, los chicos jugando a la pelota. Corren por el patio sudados y encantados a más no poder con las porterías que han improvisado valiéndose de un garaje que tiene la persiana metálica oxidada y, al otro lado, de una bomba verde de agua, un poco amarillenta debido al sol e, inmediatamente después, algunos metros más allá, de unas cazadoras tiradas por el suelo. Los chicos del patio. Corren, gritan y vocean sus nombres.

– ¡Eso es, Bretta! ¡Venga. Fabio! ¡Pásala! Fabio, Ricky, venga, Stone, vamos.

Se pasan una pelota medio deshinchada, oscura, con las huellas del sinfín de patadas que ha recibido. Y corren. Corren en pos del último sol, sudados por esa tarde de juego, con unas botas de imitación en los pies, o con unos viejos mocasines de fiesta que los guijarros del asfalto irregular han acabado por cubrir de arañazos. Y además están ellas, las animadoras del patio. Anto, Simo, Lucia, Adele. Una lame un Chupa-Chups, otra hojea aburrida un viejoCioè, lo reconozco. Al menos es de hace dos meses. Dentro tenía un póster de Zac Efron. La otra busca desesperadamente en su iPod (que luego veo que en realidad es un viejo Mp3), una canción cualquiera. Me ven. Adele me saluda

– Hola, Caro.

Anto levanta la cabeza y hace un ademán con la barbilla. Simo me sonríe. Lucía sigue lamiendo el Chupa-Chups y esboza un «Oa…» que debería ser un «hola», pero se ve que quiere engordar a la fuerza.

Vuelven a concentrarse otra vez en ese partido tan sui gèneris. Y yo me despido de todas como de costumbre, con mi consabido «¡Adióóóós!», y me marcho. Entro corriendo en el portal y llamo el ascensor. Pero, como no tengo ganas de esperar, subo la escalera a toda prisa, saltando los peldaños de dos en dos. Y al pasar los veo a través del cristal del rellano. Riccardo corre como un loco, tiene el balón en los pies y no lo suelta ni por ésas. Bretta está a su lado, corre cerca de él, siguiéndolo. Están en el mismo equipo.

– ¡Venga, pásala! ¡Pásala!

Pero Fabio, que juega contra él, es más rápido, se lo roba y se dirige hacia la portería junto a Stone. Bretta se mosquea, se vuelve y corre también en dirección a la portería

– ¡Te he dicho que la pasases, te lo he dicho! Demasiado tarde. Stone y Fabio marcan un gol con un fuerte pelotazo contra la persiana oxidada del garaje, cuyo ruido asciende retumbando por la escalera. Ricky se queda en medio del patio con los brazos en jarras, respirando profundamente para recuperar el aliento. A continuación se aparta el pelo con la mano. Lo tiene sudado, y largo como siempre. Bretta pasa junto a él enfadado y da una patada a una pinza rota que debe de haberse caído de algún tendedero -Nos ganan tres a cero… -¡Por supuesto! Ahora los superaremos.

Luego Ricky mira hacia lo alto, en dirección a la escalera. Y me ve. Nuestras miradas se cruzan, Me sonríe. Y yo me ruborizo un poco y me aparto Mientras corro como un rayo por la escalera, el recuerdo vuelve a pasar por mi mente. Hace tres años Yo tenía once, él trece. Estaba enamoradísima de Riccardo, con ese amor que no sabes a ciencia cierta qué significa, que no sabes ni dónde empieza ni dónde acaba. Te gusta verlo, encontrarte y hablar con él, te cae bien y. cuando pasas un poco de tiempo sin verlo, lo echas de menos. En fin, ese amor que no puede ser más bonito… porque es absurdo. Es amor en estado puro. Sin la sombra de una preocupación, todo felicidad y sonrisas. Y ganas de hacerle regalos, como esos que te gusta recibir de tus padres y que a veces, sin embargo, no te hacen porque en ese caso no les corresponde a ellos

14 de febrero. San Valentín. La primera vez que le hice un regalo a un hombre. Un hombre…, ¡un chico! Un chico… un niño. Y me paro aquí porque, después de lo que descubrí sobre él, no sé qué otra palabra debería usar.

«Ring, ring.»

– Carolina, ve a abrir, que yo tengo las manos sucias, estoy cocinando…

– Sí, mamá.

– ¡Antes de abrir, pregunta quién es!

Alzo los ojos al cielo. ¿Será posible que siempre me diga las mismas cosas?

– ¿Me has oído?

– Sí, mamá. -Me aproximo a la puerta.-. ¿Quién es?

– Riccardo.

Abro y me lo encuentro delante con su cabellera larga, tan larga…, pero peinada. Con una camisa vaquera ligera a juego con sus ojos azules, una sonrisa feliz, en modo alguno cohibida, que hace resaltar lo que lleva en las manos.

– Ten, te he traído esto

– Gracias.

Permanezco frente a la puerta. A continuación cojo el paquete y lo giro entre las manos para observarlo mejor. Es un pequeño banco de hierro con dos corazones sentados encima. Son de tela roja; mude los corazones tiene trenzas; el otro, el pelo negro.

– Somos nosotros dos… -Ricky sonríe-. Y ahí abajo hay unos bombones.

– Ten. -Se lo devuelvo-. Espera, ábrelo tú Yo tengo que entrar un momento.

Regreso en un abrir y cerrar de ojos, justo cuando él acaba de desatar el lazo y de quitar el papel transparente y está cogiendo un bombón de la caja y mirándolo para saber de qué sabor es. Pero yo soy más rápida No se lo espera.

– Ten.

Le doy también un paquete, Ricky lo mira confuso y lo gira entre las manos.

– ¿Es para mí?

«Claro -me gustaría decirle-. ¿Para quién, si no?» Pero sonrío y me limito a asentir con la cabeza. Y él lo desenvuelve encantado y a toda velocidad. Al cabo de un instante, la tiene en las manos: una gorra.

– Qué bonita. Azul oscuro, como a mí me gusta. ¿La has hecho tú?

– ¡Venga ya! -Me río-, ¡Las iniciales, sí!

Y se las señalo en el borde: R. y G. Ricky Giacomelli. Pero, en realidad, estoy mintiendo. ¡A ver quién es la guapa que sabe hacer una cosa así! ¿Bordar? Si me pincho nada más coger una aguja. Peor que las rosas del jardín… Ahora bien, no sé cuantas veces tuve que recoger la cocina antes de tener el valor de pedirle a mi madre que me bordase esas iniciales en la gorra. Y no era tanto por los platos que había que fregar, sino por las preguntas que sabía que me haría sobre las iniciales: «¿Para quién es? ¿Por qué se lo regalas? ¿Qué habéis hecho?» «¡Cómo que qué hemos hecho, mamá! Eso es asunto nuestro.» Entre otras cosas, porque no hay nada peor que no tener el valor de admitir ni ante uno mismo que no tienes ni idea de lo que hacer… No te imaginas absolutamente nada.

Ricky se la pone. -¿Cómo estoy?

– Genial.

Sonrío y nos quedamos mirándonos en la puerta. Después él coge un bombón.

– ¿Te gusta el chocolate fondant?

– Sí, mucho.

Y me lo pasa. Él lo coge de avellanas. Los desenvolvemos juntos mirándonos, sonriéndonos y haciendo pelotas con el papel de aluminio dorado. Luego él me coge la mía de las manos y rodea con ella la suya, formando una pelota dorada más grande, la deja caer y le da una patada al vuelo que le hace describir una parábola en el aire antes de salir volando por la ventana abierta de la escalera.

– ¡Gooool!

Se hace el gracioso y levanta las dos manos mientras yo aplaudo divertida.

– ¡Muy bien! ¡Campeón!

Pero acto seguido todo vuelve a quedar envuelto en el silencio de la escalera. En esa tarde invernal, a un paso de esa lluvia sutil que cae un poco más allá, donde ha ido a parar esa pequeña pelota de fútbol improvisada. De manera que nos miramos en silencio. Ricky se quita la gorra. Juega con ella entre las manos, ligeramente avergonzado, ahora sí. Mira hacia abajo, se mira las manos, a continuación de nuevo mis ojos. Y yo hago lo mismo. Acto seguido se acerca, su cabeza se ladea hacia mí… Como si… Como si… Sí, me quiere besar. Yo también me aproximo a él. Justo hoy, el primer beso. San Valentín, la fiesta.

– ¡Qué monos! ¡Dos enamorados a punto de besarse!

Mi hermana, ¡qué idiota!

– ¡Sólo nos estábamos despidiendo!

– Sí, sí… En ese caso, daos prisa, porque mamá ha dicho que la comida ya está lista.

Por suerte, se va.

Nos miramos por un instante, cohibidos. Luego Ricky intenta resolver la situación.

– ¿Vienes esta noche?

– ¿Adónde?

– A casa de Bretta, celebra una fiesta.

– ¡Ah, sí, es verdad! ¡Lo había olvidado por completo!

Después nos callamos y permanecemos así en la puerta, mirándonos en silencio.

– ¡A la mesa!

Mi hermana vuelve a pasar, y se ríe. Juro que la odio.

– Bueno, adiós. Nos vemos esta noche.

Cierro la puerta.

Ricky sale corriendo, feliz, se pone la gorra. Y sonríe. Esta noche la vuelvo a ver. ¡Pero resulta que no está pensando en misino en Rossana! ¿Sabéis quién es? La madre de Bretta. Pues sí, eso fue lo que descubrí la noche de la fiesta. Y lo que hizo que mi mundo se hundiese. Una desilusión increíble. Más tarde comprendí que el mundo de los hombres no puede hundirse. Está hecho así.

Ahora os contaré lo que sucedió, qué era lo que estaba sucediendo desde hacía ya varias semanas sin que yo lo supiese. Recogí indicios, detalles, e incluso Bretta me contó algo. Pero jamás, repito jamás, habría creído que Riccardo, ese chico tan romántico y encantador que me había regalado el banco con los dos corazones enamorados, pudiese ir tan lejos.

Riccardo vive en un ático, en el último piso de nuestro edificio y, justo enfrente de él, está el edificio de Bretta, que en realidad se llama Gianfranco. De dónde salió Bretta es algo que nunca he llegado a entender. Pero ésa es otra historia. Y, si he de ser franca, demasiado difícil para mí. En cualquier caso, un día Riccardo estaba estudiando en su habitación. Era una de esas tardes aburridas donde no consigues que nada te entre en la cabeza. Estaba allí, anochecía y estudiaba sentado a la mesa que está frente a la ventana, todavía bien iluminada, por lo que no había encendido las luces de la mesa, cuando, de repente, en el edificio de enfrente, en el apartamento de Gianfranco, o sea, de Bretta, para que nadie se confunda, se enciende una luz. Es un instante, pero da la impresión de que está a punto de ocurrir algo. Esa habitación vacía, esa luz encendida, no entra nadie, la espera va creando un lento suspense. Y de repente Rossana entra en el cuarto. Está desnuda, completamente desnuda, no lleva nada puesto. Acaba de ducharse. Se seca el pelo frotándolo con una toalla. Riccardo no da crédito a sus ojos. Se levanta de la mesa y cierra la puerta de su dormitorio, pese a que no hay nadie en casa, con la única intención de sentirse más seguro. Y sigue mirándola.

Ella, Rossana, la madre de su amigo, no es especialmente guapa, pero tiene un pecho considerable. Y, además, no sé, el hecho de…, sí, en fin, de espiarla en alguna forma, bueno, eso lo excita aún más. Rossana arroja la toalla sobre la cama y desaparece al salir de la habitación.

Riccardo espera que regrese sentado a la mesa. Pasan varios segundos, minutos, pero su deseo permanece intacto. De manera que, al cabo de un rato, no puede contenerse más y se le ocurre una idea. Va al dormitorio de su madre, todavía no tiene móvil, pero sabe que en el teléfono fijo de casa de Bretta no pueden ver quién efectúa la llamada, de modo que teclea el número. A continuación corre de nuevo a la mesa de su habitación y se sienta, jadeante y aún más excitado. Segundos después vuelve a ver a Rossana entrando en la habitación. Todavía está desnuda, aunque tiene el pelo un poco más seco. Se precipita hacia el teléfono, levanta el auricular pero, como no podía ser de otro modo, al otro lado de la línea no hay nadie.

– ¿Dígame? ¿Dígame?

Riccardo sonríe, a continuación cuelga el teléfono sin dejar de mirarla mientras ella sacude la cabeza, desnuda. Se alborota el pelo y abre el armario sin saber qué ponerse. Se queda ahí, su cuerpo aparece de cuando en cuando, desnudo y rosado, por la puerta entornada. Se ve su espalda que huele a lo lejos a gel de baño y a crema. Y esa toalla húmeda y tirada sobre la cama, y esa sensualidad que sale por la ventana entreabierta. Rossana abandona la habitación. Riccardo vuelve a teclear el número. Y ella entra de nuevo como antes. Se acerca al teléfono. Riccardo está otra vez en su puesto, junto a su mesa, contemplándola mientras responde, todavía desnuda.

– ¿Dígame? ¿Dígame? -Rossana espera un segundo mirando el auricular mudo-. ¿Con quién hablo?

Luego se vuelve hacia él con el pecho desnudo, prominente, aún más prominente a la luz de esa habitación. Riccardo sonríe en la penumbra, en el silencio de su dormitorio sólo se oye el ruido de una cremallera que se abre, la de sus pantalones. A continuación, un suspiro excitado que se pierde entre sus movimientos y los de la mujer que tiene enfrente. Ella se inclina, se pone con parsimonia las bragas que ha sacado de un cajón del armario demasiado bajo para no ser, si cabe, aún más excitante. Y la historia se prolonga durante varias semanas, cuando Riccardo se queda solo en casa.

A Rossana le gusta darse una ducha al final del día, y no le preocupa deambular desnuda por la casa. Está sola a menudo y a menudo se ve obligada a responder a ese teléfono mudo. Por su parte, Riccardo está siempre ahí, en la penumbra de su habitación, mirándola. Sonríe. Imagina que está en casa de ella, en la habitación de al lado. Sentado en esa cama. Si ella se aleja y se enciende la luz del salón o del baño, Riccardo teclea su número de teléfono para hacerla regresar al dormitorio, para poder admirarla en su completa desnudez. Ella, tan abundante, tan plena, con ese pecho a decir poco generoso. Y todo parece proceder de forma casi perfecta, rayana en el aburrimiento. Hasta esa noche.

14 de febrero, San Valentín, la fiesta de los enamorados. Y también el cumpleaños de Bretta.

– ¡Hola! ¡Hola! ¿Cómo estás?

Se besan uno detrás de otro, la pandilla de chicos y chicas que entran en casa de Bretta. Están Anto, Simo, Lucia y todas las chicas y los chicos de los dos edificios. Bretta los ha invitado a todos. Riccardo ha acudido también y saluda educadamente a Rossana, la madre de Bretta.

– Buenas noches, señora…

– Hola, Riccardo, ¿cómo estás?

– Bien, gracias, ¿y usted?

Y se sonríen, muy educados en sus respectivos papeles. Riccardo la mira mientras se aleja embutida en un vestido largo, la observa avanzar lentamente entre los invitados. La madre de Bretta saluda a los demás y. si bien su caftán es oscuro, Riccardo puede entrever esas curvas que conoce tan bien. A saber si se habrá puesto el sujetador de encaje burdeos o el otro, el negro transparente… Pero de repente alguien lo rapta o, mejor dicho, lo devuelve a la realidad.

– ¿Nos sentamos juntos, Ricky?

Lo miro risueña pensando todavía en el banco con los dos corazones que me ha regalado, en el bombón que nos hemos comido juntos, en ese silencio embarazoso pero a la vez tan romántico… ¡Y también en mi hermana, que es una auténtica gilipollas!

– ¡Claro! Vamos, sentémonos en seguida juntos, antes de que los demás ocupen los asientos.

De manera que poco después nos encontramos sentados a la mesa. El resto del grupo llega en un abrir y cerrar de ojos, como si hubiésemos dado el pistoletazo de salida para la cena.

– Venga, yo me siento aquí.

– Yo presidiré la mesa.

– No, aquí va María.

– Y aquí Lucia.

Al final, después de algún que otro rifirrafe, acaban de sentarse todos. Cuento. Somos dieciocho. Y yo estoy exultante. Riccardo está a mi derecha. De repente, aparta el mantel.

– Mira -me dice indicándome su bolsillo izquierdo.

Nooo…, ¡qué encanto! Lleva la gorra azul que le he regalado. Con mis letras. Bueno, con las de mi madre, sólo que él no lo sabe. Le asoma por el bolsillo. Me sonríe, le aprieto la mano bajo el mantel y justo en ese momento llega la madre de Bretta.

– Aquí os traigo la primera tanda de comida. A ver, he freído algunas cosas riquísimas: croquetas de arroz, carne y mozzarella, flores de calabaza… Empezaremos con las aceitunas a la ascolana. Yo os serviré en los platos, ¿eh?…

De manera que pasa por detrás de nosotros y sirve a cada uno su ración en el plato.

– Aquí tienes, una aceituna para ti, otra para ti, otra para Lucia… -Que está sentada casi al lado de Ríccardo, al que, extrañamente, se salta cuando le llega su turno-. Bien, ésta es para ti, Carolina. Ésta para ti… y ésta para ti, Adele. -Y acaba la ronda.

Todos se comen su aceituna rellena. Yo sólo muerdo la mitad…

– ¿Quieres un trozo?

La acerco a la boca de Riccardo, que, sin embargo, niega con la cabeza.

– No, gracias, no me apetece.

De modo que me la acabo de un bocado, ¡Debe de haberle dicho que no le gustan! En ese preciso momento llega de nuevo Rossana con otra fuente.

– ¡Aquí están las croquetas de arroz con carne y mozzarella! -dice, e inicia una nueva ronda-. Una para ti, otra para ti… -Las croquetas están calientes, las coge con una servilleta de la fuente para no quemarse y las va colocando en los platos que tenemos delante-. Ésta para ti, ésta para ti, Lucia… Se salta una vez más a Riccardo-. ¡Y ésta para ti, Carolina!

En ese momento. Riccardo se vuelve hacia ella risueño.

– Perdone, Rossana, pero es la segunda vez…, bueno, que no me ha puesto nada en el plato.

Rossana se para y se vuelve hacia él esbozando una sonrisa.

– ¿Y?… Ya hago unstriptease para ti todos los días, ¿no?

Riccardo se pone colorado como un tomate, los otros enmudecen y se miran sin acabar de comprender lo que quiere decir esa frase. Bretta y Stone, en cambio, se ríen y miran a Riccardo, a quien le gustaría desaparecer bajo la mesa en ese mismo momento. Sin embargo, la cena prosigue, él permanece en silencio, no habla con nadie y, claro está, no prueba bocado. El resto de la velada lo pasa en un rincón de la sala con una extraña sonrisa en los labios, mirándonos mientras nos entretenemos con un juego de preguntas sentados a la mesa. De vez en cuando me vuelvo, lo miro y le dedico una sonrisa para animarlo un poco, pero, al igual que los demás, tampoco sé muy bien qué decirle, si invitarlo a jugar con nosotros o no. Él me devuelve la sonrisa, aunque parece muy triste. Nosotros nos estamos dividendo un montón, mientras que él no ve la hora de que la velada concluya. A partir del día siguiente, Riccardo siempre tiene la persiana de la habitación donde estudia bajada. En casa de Bretta no han recibido más llamadas y, como no podía ser de otro modo, nuestralove story empezó y acabó ese 14 de febrero.

Regreso al presente. A verlos jugar todavía en el patio. ¡Como si el tiempo no hubiese pasado! ¡Es más, consiguen meter un gol a Stone, y Ricky abraza a Bretta! Si uno espiase a mi madre de esa forma, le partiría la cara, jamás lo volvería a abrazar. A saber cómo lo descubrieron. Ésa es una de las cosas que nunca sabré. De manera que dejo a mis amigos en el patio. Quizá para siempre. Los añoraré un poco. Cómo nos divertíamos jugando por la tarde después de haber hecho los escasos deberes que nos ponían en el colegio. Nuestros pasatiempos preferidos eran el escondite inglés, la rayuela y la goma. Con la goma era muy buena; con la rayuela me las arreglaba; el escondite inglés, en cambio, me aburría. Lo que más me divertía era el escondite. Una vez conseguí llegar a casa pasando por el jardín de nuestros vecinos. Está lleno de plantas, de ortigas y de zarzas. Pero yo los atravesé todos, ¡ni que fuera Rambo! Y al final… ¡salvé a todos mis compañeros! Fui el ídolo de la tarde. Quizá porque todos habían sido descubiertos y yo era la última que podía salvarlos, y eso fue lo que hice. ¿Y sabéis quien la llevaba? Riccardo. Todavía no sabía nada de esa historia. Y pensar que todas las noches escribía su nombre en mi diario… Todavía no tenía móvil para esconderlo todo. Bueno… A veces la vida te ofrece el modo de vengarte sin que tú lo sepas.

Toco el timbre. Todavía no me han dado las llaves. Antes de que me dé tiempo a entrar en casa, mi madre se abalanza sobre mí.

– ¿Se puede saber dónde has estado?

En el colegio. Tenía que consultar unas cosas con mis amigas.

– ¿Y por qué no me avisas? Me dejas una nota ¡Algo! ¿Será posible que siempre tenga que preocuparme por ti?

Veo que tiene las mejillas encendidas. Está fatigada, cansada. Sigue planchando después de toda una jornada de trabajo. «¡Estaba buscando a Massi, mamá!» Aunque quizá no me convenga decírselo.

– Mamá, mira… -Saco del bolsillo el móvil nuevo que me ha regalado Alis- ¡Lo he encontrado!

– Bien, me alegro. -Exhala un suspiro. Sigue enojada, pero al final me abraza. Se inclina y me estrecha con fuerza. Luego se aparta y me mira a los ojos-. No me asustes. Me vuelvo loca cuando no sé dónde estás, Ya me preocupo bastante por tus hermanos… -Me alborota el pelo- No empieces ahora tú.

En ese momento llega Ale. Le sonrío mientras se acerca.

– He encontrado mi viejo móvil. Ten. -Me meto la mano en el bolsillo y cojo el nuevo que me ha regalado mi madre-. Éste es para ti…

Y le doy el teléfono. Ale lo coge y lo mira. Después me escruta haciendo una mueca.

– Ah, claro… ¡Porque, según tú, a mi me corresponden las sobras!

Se da media vuelta y se aleja encogiéndose de hombros y resoplando, irritada. En cualquier caso, se ha quedado con el móvil nuevo, con las sobras, como ella dice.

El resto de la tarde transcurre tranquilo. Estudio serena en la cocina mientras mi madre cose. Repito de vez en cuando en voz alta y veo que ella sonríe cuando lo hago. Ha apagado la televisión que estaba mirando casi sin voz.

– Así no te distraes…

De repente siento vibrar el móvil. Lo saco del bolsillo a hurtadillas. Abro la carpetita de mensajes recibidos y lo veo. Es Alis. Echo una ojeada a mi madre. No se ha dado cuenta. Lo abro. ¡Nooo! ¡Es genial! «Hola, he conseguido que Celibassi os invite a las dos. Clod viene por su cuenta. ¿Te paso a recoger a las ocho y media?»

Le respondo sin pensarlo dos veces. ¡Perfecto! Con unsmile. Pero ahora a ver quién se lo dice a mi madre. Ella quiere que la avisemos con tres días de antelación por lo menos. Y, como si de repente se hubiese percatado de algo, mi madre se vuelve.

– ¿Te apetece cenar pasta con atún esta noche? A Alessandra también le gusta… y, además, Giovanni no está. ¿Qué dices?

– Esto…, mamá. A propósito, quería decirte algo… Sé que debería habértelo dicho antes, pero no lo sabía…, mejor dicho, no es que no lo supiera, es que sólo lo esperaba porque no me habían invitado… -En fin, que la enredo un poco, de manera que al final se ve casi obligada a decirme que sí, es más, casi se siente aliviada al hacerlo. Le digo que van todas, que asistirán incluso los profesores, que es importante para mi año académico, que decidiremos a qué instituto pensamos ir, que estarán todas mis amigas, y al final añado-: Pero si no quieres no voy, ¿eh? -que es lo mejor que puedo decir para que se derrumbe, y que, además, se trata de una fiesta elegante.

Insisto tanto que al final no le queda más remedio que dar su brazo a torcer.

– Ve, por favor, ve. ¡Me alegro de que vayas!

Y yo no me hago de rogar. Tras haber simulado depresión y una ligera indecisión, me apropio por completo de mi pequeña victoria.

– ¡Gracias, mamá! -Me abalanzo sobre ella y la abrazo, la beso. Le aprieto con fuerza el cuello y le estampo un beso de amor sin ninguna dificultad-. ¡Te quiero mucho, mami, adióóóós!

Me precipito hacia mi dormitorio y empiezo a sacar cosas del armario. El top negro. Los vaqueros oscuros. Quizá vayan también los Ratas. Tengo que impresionar a Matteo, a Matt, como quiere que lo llamen. ¿Y Massi? ¿No piensas en Massi? Sí, es verdad. Pongo el CD y lo escucho y bailo mientras me arreglo. Elijo algo y me lo pongo, a fin de cuentas, nadie puede entrar en mi cuarto. ¡Zona libre! ¡Prohibida la entrada! En la puerta hay tres carteles más. No obstante, Ale hace caso omiso. Entra sin llamar.

– Perdona, ¿podrías bajar el volumen? Estoy estudiando.

Ella es así. No dice nada más, se marcha, más antipática que nunca. Al final, me decido por tres cosas. Primero un pantalón nada escandaloso de Miss Sixty con el que me verá mi madre. Entonces Ale, a pesar de que he bajado el volumen, ha ido a la sala, así que me precipito hacia su habitación y encuentro de inmediato lo que buscaba. Lo absurdo es que mi hermana y yo tenemos la misma talla de cintura para abajo… Por suerte, porque así puedo mangarle lo que quiero, justo como he hecho ahora En lo tocante a la parte de arriba…, bueno, aún tiene que pasar algún tiempo. Pero eso no me preocupa, la naturaleza va siguiendo su curso. Vuelvo a mi dormitorio, cojo otras dos cosas, que, en mi opinión, me quedan ideales, y a continuación el maquillaje, si bien de momento sólo me pongo un poco de rímel. Lo meto todo en una pequeña bolsa y luego salgo sigilosamente al rellano y llamo el ascensor. Aquí está. Ha llegado. Entro de puntillas e introduzco la bolsa en el compartimento que hay en lo alto, bajo las bombillas. Acto seguido, ya más tranquila, vuelvo a entrar en casa. Pongo otra vez la canción de Massi. Es preciosa. Bailo por un instante con los ojos cerrados y sueño… Acto seguido, vuelvo a abrirlos de golpe. Quizá no nos veamos nunca más, esa idea me destruye. Me echo en la cama, hojeo rápidamente el libro que estoy leyendo,Perdonadme por tener quince años, y releo la frase que tanto me impresionó ayer: «Te conozco mejor de lo que mucha gente conseguirá conocerte. Ellos acaban encasillados, interrumpen el flujo de sangre de sus corazones y sonríen como si fuese la cosa más natural del mundo.» Aunque, pensándolo bien, ahora no me convence tanto. En cambio, la que me impresionó fue ésta: «Y me estoy perdiendo a mí misma, me estoy perdiendo algo que ni siquiera logro encontrar. Quizá ése sea el problema. No logro encontrarlo. No consigo alcanzarlo. No consigo llegar.» Miro afuera. La noche que avanza. Las primeras estrellas empiezan a brillar. Qué poética soy… Es que tengo ganas de enamorarme. Y justo en ese momento empieza de nuevo la canción del CD de Massi, ¡es el destino! Por si no bastase, vibra también el móvil en la mesa. Es Alis.

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