– Oye…, este coche es una preciosidad.

No me atrevo. No puedo empezar preguntándole cuántos años tiene. Sería como reconocer que tengo miedo de algo. ¿De qué, además? Por suerte, interrumpe mis cavilaciones.

– Te gusta… Mis padres me lo regalaron hace dos meses… Por mi cumpleaños. -Lo miro risueña, aunque podría haber dicho cuantos años tiene, ¿no?-. Cumplí dieciocho.

Tengo la impresión de que me lee el pensamiento. Me mira.

– Ah…

Sonrío exultante.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Claro…

– ¿Cuántos años tienes?

Permanezco en silencio por un instante.

– ¿Yo?

– Sí

Me sonríe de nuevo. Claro. ¿A quién si no puede ir dirigida la pregunta? Qué estúpida.

– Catorce…

Me salto varios meses. A veces, ciertos detalles carecen de importancia, ¿no? Michele sonríe. Parece satisfecho con mi respuesta.

– Oye, ¿tienes que ir en seguida a casa o podemos dar una vuelta? A fin de cuentas, el tonteo me lo he perdido ya.

– Demos una vuelta.

De modo que arranca y es muy divertido. Parece un tipo serio, ¡pero no lo es! Quita la capota al coche y me pasa una gorra y unas gafas.

– Siempre llevo dos, ¿sabes? Por si la persona que me acompaña no tiene.

– Ya veo.

Sonrío, me encasqueto la gorra y la sujeto con la mano. También me pongo las gafas. Son unas D &G grandes con los cristales ahumados y el logo de la marca en rojo sobre la patilla, un poco estilo años ochenta, nada mal, sin embargo. Cubren bien los ojos y no me llega ni mi soplo de viento. En realidad llevo un par de gafas en la bolsa, pero no me ha parecido bien decírselo. Es tan amable. Chulo, el Smart Nunca había subido en uno, cuando se abre la capota resulta realmente precioso. A Rusty James también le encantaría tener un coche. Su sueño es un descapotable. Me ha dicho que, para él, el no va más sería uno de esos viejos Mercedes, un Pagoda celeste. Asegura que los antiguos no cuestan mucho. Claro que a saber cuándo se lo podrá permitir, por el momento ha podido alquilar la barcaza, que ya es mucho. Y los muebles de Ikea, si bien me ha confesado que los pagará a plazos. Ahora que lo pienso, ¿se los habrán llevado ya? Decido llamarlo más tarde sin falta.

– Eh, ¿te apetece algo caliente?

Sí, la verdad es que estamos en noviembre y resulta un poco absurdo ir con la capota quitada. Parece que estemos en Miami con la gorra y las gafas de sol, a bordo de uno de esos coches que corren por la playa. Sólo que, en efecto, hace frío.

Michele me sonríe y dobla una curva en dirección desconocida. No le pregunto adónde vamos. No tengo prisa. Siento curiosidad y estoy relajada. Me reclino en el asiento y, en cierto modo, me siento dueña del mundo. Quién sabe, quizá algún día yo también tenga un coche. Falta la música.

– ¿Tienes algún CD, Michele?

– Llámame Lele… Toma, enchufa esto -me pasa un iPod- El cable está en el salpicadero. Luego elige la canción que quieras.

– Vale, gracias…, Caro.

– ¿Qué? ¿Por qué me dices «gracias, caro»? ¿«Querido»?

– No, perdona. -Me echo a reír-. Te decía gracias por el iPod, y lo de Caro… ¡Caro es como puedes llamarme tú, no «querido» en italiano!

– Ah, no te había entendido.

Y sigue riéndose. La verdad es que la situación ha sido cómica, y al final elijo Moby porque me encanta,In My Heart. Ni que decir tiene que no querría que pareciese un mensaje. Pero Michele, es decir, Lele, se ríe. Y parece no darle mucha importancia. Estoy bien y no quiero pensar en eso. Al final me lleva a un sitio chulísimo que está en la vía del Pellegrino, se llama Sciam y sirven un sinfín de variedades de té y de infusiones. Y además se puede fumar en narguile, de modo que eso hacemos, ¡A mí me parece una especie de porro como los que se hace Cudini de vez en cuando, de esos que te colocan con sólo inhalar el humo! Quiero decir que es cierto que te hace sonreír, pero también debe de ser malo, ¿no? Clod, que fuma un poco, una vez probó a dar unas caladas y luego vomitó por la tarde. Estaba eufórica. En mi opinión, fue más porque había conseguido adelgazar algo que por el resto. Sea como sea, Lele y yo nos estamos divirtiendo como enanos. Elijo un narguile al escaramujo y a la miel. No está nada mal. Y luego nos traen unos pastelitos, buenos a decir poco, y nos comemos varios; son ligeros y, además, es bonito porque alrededor se perciben una infinidad de aromas: regaliz, jazmín, frutas tropicales y esencias naturales mezcladas con tabaco. Luego se acerca un tal Youssef, creo que es el propietario, y nos hace notar que en la pared hay colgado un cartel que reza «Prohibido fumar».

– Los puros y los cigarrillos están prohibidos en nuestro local, sólo permitimos el narguile porque es algo natural…

Así pues, nos deja probar una pipa para dos personas y turnamos juntos un poco de tabaco toscano con miel y esencia de manzana. En parte me río, aunque también me entran ganas de toser, pero al final resulta genial. Ahora estoy de nuevo en el Smart, tengo un buen sabor de boca, un poco dulce, no me molesta, y parece que nos hayan perfumado con incienso.

– Eh, gracias, me ha gustado mucho.

– Gracias, ¿por qué? Yo también me he divertido de lo lindo. ¿Vives aquí?

– Sí. -Le señalo mi edificio-. En el cuarto piso.

– ¿Cuál es tu apellido?

– Bolla…

– Bien, toma, te he anotado mi número de móvil. -Y me da la tarjeta del local donde hemos estado-. Así puedes elegir entre ir a tomarte una infusión con una de tus amigas o llamarme a mí… ¡Les he pedido que no te dejen entrar si vas acompañada de otro, puesto que ese sitio te lo he enseñado yo!

– Está bien… -Cojo la tarjeta y me la meto en el bolsillo. Me gustaría decir algo ingenioso, pero no se me ocurre nada especial- En ese caso, tú tampoco debes ir con otra.

Lele me sonríe.

– Por descontado.

Me apeo del coche y me alejo de él. Tengo la impresión, de haber dicho lo justo y necesario. Apenas entro en casa, mi madre me echa la bronca.

– ¿Se puede saber dónde has estado? Tu móvil estaba desconectado. Te lo regalamos para estar más tranquilos…

Uf, me pone un poco nerviosa. ¿Cómo iba a saber yo que allí no había cobertura? No me he dado cuenta, de verdad. No puedo pasarme la vida comprobando si mi móvil tiene cobertura, ¿no? ¡No me siento libre! Pero es que no lo soy, y eso me saca de mis casillas. Me gustaría decirle que es el que me regaló Alis, pero me contengo.

– Perdona, mamá, no me he dado cuenta. Hemos ido al hospital a ver a Cudini, el chico que se rompió la pierna.

– Sé quién es…, ¿cómo olvidarlo? Preferiría que no frecuentases a esa clase de gente…

– Pero, mamá, han ido todas.

– ¿Quiénes son todas?

– Alis, Clod… -Y añado tres o cuatro más de la clase para que comprenda que yo no podía faltar-. Me parecía feo no ir.

Mi madre se acerca, parece un poco más tranquila. Me da un beso.

– Pero… -Pone una cara extraña, ligeramente sorprendida-. ¿Has fumado, Caro?

Me quedo sin saber qué decir. ¡No se me había ocurrido! ¡Huelo! ¿Y ahora quién le explica que no he fumado o, mejor dicho, que he fumado con el narguile? Aunque la verdad es que sólo he aspirado el humo, sin tragármelo. Se quedaría pasmada. Un narguile. Me imagino ya camino de uno de esos centros de rehabilitación… En fin, que he estado a punto de decírselo, pero después he cambiado de idea.

– No, claro que no. ¿Estás loca? Lo qué pasó es que todas querían fumar, en el hospital sólo se podía hacer en los servicios, de modo que fueron allí y yo las acompañé. ¿Qué iba a hacer sola en el pasillo? ¡Pero únicamente les hice compañía!

Pone una cara extraña. Duda entre creerme o no, pero al final, de una manera u otra, decide pasarlo por alto.

– Está bien, vete a tu dormitorio o al salón, te llamaré cuando esté lista la cena… -Hago ademán de marcharme, pero sabía que la cosa no iba a acabar ahí-. Y lávate las manos…

– ¡Sí, mamá!

Tarde tranquila, al final. Le he mandado un sms a Rusty Jarres: «Cuéntame, ¿cómo va "nuestra" barcaza? ¿Han llegado los muebles?» Me ha respondido al cabo de un segundo: «¡Todavía no! Estabas preocupada, ¿eh? ¡Por eso habías apagado el móvil!»

Caramba, ¿también me ha buscado él? Compruebo el registro de llamadas. Es cierto. Ahí está. Bueno, mejor que todavía no hayan llegado los muebles. Me divertiré echándole una mano cuando los monte.

Cena fabulosa con hamburguesa y ración doble de patatas fritas. De esas que te tumban, Como en ese anuncio que he visto en la calle. Me gusta a rabiar- «Lo resisto todo salvo las tentaciones. Oscar Wilde.» Ese tipo debía de ser un genio. Sabía alguna más, me las dijo Alis, que a su vez las había leído en un blog: «De moda está lo que yo llevo; pasado de moda, lo que llevan los demás.» Superguay. De todas formas, lo que más nos cuesta es resistir cuando algo nos gusta, y no en los demás casos. Cuando nos enfrentamos a la tentación, las patatas fritas, sin ir más lejos. No sé cómo las hace mi madre, pero cuando las corta ella y las fríe de ese modo, crujientitas…, bueno, no pararía nunca de comer. Con otras tentaciones es diferente. Por ejemplo: ¿me gusta Lele? Por ahora no. Es decir, es divertido, fue muy amable, renunció al torneo por mí, para dar una vuelta conmigo. Un encanto. Todo fue como debía ser. Pero para que me guste hace falta algo más. Por ejemplo, Massi me pirra porque todo fue extraño desde el principio, el modo en que nos conocimos, lo que sucedió, el paseo que dimos. Y, además, el mero hecho de que apareciese así de repente, en aquella librería, por pura casualidad… ¡Fue el destino! Además, el mismo estúpido destino me hizo perder el móvil con todos los números. Recuerdo que cuando Rusty James estaba en bachillerato escribió en su mochila: «la atracción, más excitante es la que ejercen dos opuestos que nunca se encontrarán.» Era de un tal Andy no sé qué, un pintor extraño que, para hacerse famoso, se inventó unas imágenes de Marilyn Monroe y de Coca-Cola con muchos colores. En cambio, conocer a una persona en un hospital, ¿qué tipo de atracción es ésa? Quiero decir, a Lele lo vi por primera vez en la habitación de Cudini, que tiene la pierna rota. Como mucho es una atracción normal, y un poco rígida por la escayola, claro. Ja, ja. Una cosa es cierta: si por casualidad pierdo la tarjeta, a Lele lo encontraré sin problemas. Por si acaso, grabo también su número en el móvil. Y lo anoto en la agenda. Y guardo la tarjeta en el primer cajón del escritorio. En fin, querido Lele, pero yo… ¿quiero llamarte en realidad? ¡Y por si no bastase con mi dilema personal en cuanto entro en el Messenger aparecen ellas! Como dos pavas aleteando o, peor, como dos buitres atraídos por el olor de la carne, o como dos urracas abalanzándose sobre una reluciente pieza de oro. ¡¿Querrán decir algo todas esas comparaciones con aves?! ¡Socorro, estoy desvariando! Sea como sea, aquí están Alis y Clod, ¡las dos rapaces del chismorreo!

«¿Y bien? ¿Lo has besado? ¿Cómo es? ¿Simpático? ¿Qué habéis hecho? ¿Salís juntos?»

Pero bueno, ¿esto qué es? Son peores que dos ametralladoras cibernéticas. ¡Que, por otro lado, no sé si existen! Ni mi madre se comporta así cuando está preocupada. Las tranquilizo de inmediato: «Nada, chicas, no ha ocurrido nada.»

Como no podía ser de otro modo, no me creen. No sé qué pasa, pero cuando uno dice la verdad jamás lo creen. Es fácil colar una mentira. No obstante, sobre algunas cosas no se puede mentir. No, En ciertos casos, de ninguna manera. La verdad acaba saliendo a la luz. Aunque, al día siguiente, de luz nada. ¡Tenía el examen de matemáticas! Y lo había olvidado por completo. Mejor dicho, me acordé cuando estaba a punto de quedarme dormida. Pero entonces era ya demasiado tarde. Me parecía oír la voz de mi abuela Luci: «No te resistas cuando se acerque Morfeo…» ¿Y quién si no yo se resiste a dejarse vencer de inmediato? El verdadero problema lo tuve en el colegio con mis apoyos de siempre. Ese día las cosas no salieron como esperaba. Mis asistencias escolares me traicionaron, mejor dicho, ¡un asistente llamado Gibbo!

– Eh, ¿qué haces? ¿Me pasas el mío o no? ¡Vamos!

Gibbo se vuelve hacia mi pupitre.

– Chsss, voy con retraso, ni siquiera lo consigo con el mío -me dice-. No me distraigas… ¡Todavía tenemos tiempo!

De manera que he intentado formular el primer ejercicio, a continuación el segundo, después el tercero y, al final, también el cuarto, en la última página. Formular es sencillo, lo que cuesta es resolver el problema, en el verdadero sentido de la palabra. Oh, he intentado cada ejercicio una infinidad de veces, pero en ninguna ocasión he obtenido un resultado igual que el anterior. ¡Soy un auténtico genio rebelde! Quiero decir que la otra noche vi otra vez esa película en la televisión, la grabé incluso, y me encantó. Sale Matt Damon, un actor que le gusta mucho a Clod y que interpreta a Will Hunting, y Ben Affleck, que nos pirra a Alis y a mí. Se lo hemos dicho a Clod.

– Perdona, ¿cómo es posible que te guste un tío como Matt Damon cuando en la misma película sale Ben Affleck?

– Porque yo soy más realista -nos ha respondido ella-, ¡Yo tengo una posibilidad de que Matt Damon se fije en mí, en cambio, vosotras no tenéis nada que hacer con Ben!

Está loca. Pero, puestos a soñar, ella lo hace a lo grande, ¿no? Además, el personaje de Matt Damon es, en mi opinión, más mediocre que el que interpreta Ben. Recuerdo un discurso que el profesor Sean, que en realidad es Robin Williams, le suelta a Will (Matt Damon). He hecho retroceder lentamente la cinta para entender bien sus palabras y las he copiado en mi diario: «No sabes lo que es la verdadera pérdida, porque ésta sólo se produce cuando amas algo mucho más de lo que te amas a ti mismo. Dudo que tú te hayas atrevido alguna vez a amar a alguien hasta ese punto. Cuando te miro no veo a un hombre inteligente, seguro de sí mismo; veo a un chulo que se caga de miedo. Pero eres un genio, Will, ¿quién puede negarlo? Nadie es capaz de comprender lo que tienes en lo más hondo, pero tú pretendes saberlo todo sobre mí porque has visto uno de mis cuadros, y has despedazado mi asquerosa vida.» Pues bien, si un profesor me dijese algo parecido a mí, rompería a llorar. Aunque tal vez ya no existen maestros tan pasionales como ése…

Sea como sea, esta mañana es de pesadilla.

– Gibbo…, ¿ya?

– ¿Qué pasa ahí atrás? Silencio, chicos.

La profe se ha dado cuenta de que estábamos hablando. ¡Menuda lata! Siempre está distraída, lee el periódico u hojea alguna revista a la vez que se chupa continuamente el dedo índice, pero, cuando por fin necesito que esté de verdad un poco distraída, va y pone los cinco sentidos en lo que está haciendo. No se puede confiar en ella. Vuelvo a intentarlo. Me inclino por encima del pupitre.

– Gibbo, ¿ya? -le digo en voz baja-. Venga, está a punto de sonar el timbre.

– También voy retrasado con los míos

– Vale, ¡pero tú tienes una media de matrícula de honor! ¡Yo soy un desastre! Venga, hazme al menos uno…

Ojalá no lo hubiese dicho, me ha tomado la palabra. Lo ha resuelto en un abrir y cerrar de ojos, pero sólo me ha entregado uno, disculpándose, eso sí.

– ¿Sólo he podido hacer ése! -me ha dicho agitando el folio sobre el pupitre.

– Pero bueno, ¿sólo me haces uno?

Aunque la verdad es que no se lo digo en serio. No puedes cabrearte con alguien que te hace un favor. Bueno…, ¿qué leches? Si todo va bien, conseguiré una media de suficiente. En fin, ¿qué le vamos a hacer? Al final he tratado de añadir algo de mi propia cosecha, quedaban diez minutos y he logrado inventarme algo. Por otra parte, siempre es mejor hacer algo o al menos intentarlo que entregar el examen en blanco, porque en ese caso sólo tienes una certeza: ¡el suspenso! Y he de decir que mis hipótesis superaron con mucho lo previsto.

Dos días después, la profe entra con los exámenes.

– Cada uno a su sitio, vamos. ¿Por qué tenéis que armar siempre este jaleo? ¿Tantas cosas tenéis que deciros? Venga, a vuestros pupitres, vamos, que quiero comprobar a ver quién sigue teniendo ganas de bromear después.

Y no se equivoca. Aquí están los exámenes.

– Muy deficiente, insuficiente, muy deficiente…

Es una auténtica catástrofe. En una especie de procesión, todos se van aproximando a su mesa, recogen el examen, lo comprueban para cerciorarse de que han recibido verdaderamente esa nota y después regresan a sus pupitres. Si a primera hora, la de italiano, reían y bromeaban, ahora la tristeza es generalizada, Incluso los mejores, los más empollones, se hunden. Hasta Raffaelli, el genio de las matemáticas, lo ha hecho mal, insuficiente. Una catástrofe.

– Bolla -me llama. Me toca a mí, ha llegado mi momento, mi final-. Veamos, contigo iniciamos hoy un extraño capítulo… Ven, ven aquí, que te lo explique mejor.

Me acerco a su mesa.

– Bueno, el primer ejercicio es sin lugar a dudas correcto. -Mi mirada se cruza con la de Gibbo, que me sonríe y asiente con la cabeza, como si dijese: «Eh… ¿has visto? ¿Qué esperabas?»-. Con respecto a los otros tres, en cambio, me has dado varias opciones. -Despliega el folio y me lo muestra-. Quiero decir…, me has dado tres resultados distintos para cada ejercicio. Pero, Carolina, en realidad sólo uno es correcto…

– Sí, pero de alguna manera es exacto, ¿me equivoco?

– Sí, pero tú haces un cálculo de probabilidades. ¿Se puede entregar un examen con tres resultados diferentes?, ¿dos equivocados y uno correcto por ejercicio?

– Profesora, mi abuela Luci dice que hay personas que siempre ven el vaso medio lleno y que, en cambio, otras lo ven medio vacío. Depende del modo en que uno se tome la vida.

Pues bien, después de eso, no me vais a creer, pero la profe me ha puesto un suficiente. ¡Claro que por los pelos, pero ahí está el suficiente! Genial, ¿no? Para que luego digan que no soy un auténtico genio. Matt Damon sabía hacer realmente esos cálculos en esa película, yo soy una absoluta nulidad, pero eso no me impide sacar un suficiente. ¿Soy o no un genio rebelde?

No me lo creo. No me lo puedo creer. Al volver a casa me he encontrado con un regalo acompañado de una tarjeta. Mi madre y Ale me escrutan en la sala.

– ¿Te lo esperabas? ¿Quién te lo manda? ¿De quién es?

Imaginaos. Ale está en ascuas.

– Si todavía no he abierto la tarjeta, ¿quieres decirme cómo voy a saber de quién es?

Empiezo a darle vueltas. Gibbo. ¿Gibbo, que se disculpa porque sólo me ha hecho un ejercicio de matemáticas? No, un detalle tan encantador como éste no es propio de él. ¿Filo, que me pide perdón por haberme robado un beso? No, ha pasado mucho tiempo. ¿Acaso alguien puede tardar tanto en cambiar de parecer? ¿Alis y Clod? No, en este momento son ellas las que lo esperarían de mí… Como si tuviese que disculparme por haber ganado demasiados puntos últimamente. De manera que reflexiono un poco. Me vienen a la mente las personas más variadas. Matt, que ha roto con su novia y que quiere enseñarme otra vista de Roma. Categoría: quizá, pero no. ¡Lorenzo! Sufre de alguna forma porque todavía queda mucho para el verano. Pero si no nos hemos llamado durante todo el año… ¡En mi opinión, ni siquiera debe de saber dónde vivo! Y, de improviso, se me ocurre la hipótesis más absurda. ¿Y si fuese Ricky, que ha superado la vergüenza de aquella noche y ahora quiere recuperar el tiempo perdido? Pero han pasado ya muchos años. Como mucho habrá vuelto a subir la persiana. Luego la fulguración, el milagro, una especie de juicio… universal-sentimental. ¿Y si Massi hubiese encontrado mi dirección? ¿Si ese día, mientras hablábamos, le hubiese dado alguna indicación, le hubiese dicho algo, un indicio, un detalle y él, después de buscar por todas partes, por fin me hubiese encontrado? Cojo el paquete y lo sopeso por un instante. Lo lanzo hacia arriba. Es muy ligero. ¡Si es el zapato de Cenicienta, debe de ser una chancla de corcho!

– ¿Qué haces? ¿Lo abres o no?

– Sí, venga, nos morimos de curiosidad.

Ahora se suma incluso mi madre. Las miro y esbozo una sonrisa.

– Pero si lo abro ahora, se acaba la sorpresa.

Veo que se quedan perplejas. Bueno, yo lo veo así. En tanto que un regalo sigue envuelto o no se abre un sobre puede suceder de todo, ¡La verdadera felicidad la constituyen todas las posibilidades que se barajan antes! ¡Ahí dentro está Massi, su declaración, las gafas que tanto me gustan o el iPod Touch envuelto de manera que no pueda imaginar lo que es o cualquier otro sueño!

– Vale. -Sea como sea, decido no ser antipática-. Esto es lo que haremos: primero desenvuelvo el regalo y después leo la tarjeta, ¿os parece bien?

Por otro lado, no pueden sino estar de acuerdo, porque se trata de algo exclusivamente mío. Como de costumbre, Ale consigue ser insoportable,

– ¡Oh, basta ya, ábrelo de una vez, que tengo que salir!

«Pues vete ya -me gustaría decirle-. ¿Quién te lo impide?» Menudo coñazo… Pero no se lo digo, sobre todo por mi madre. Empiezo a abrir el paquete. Lo hago de prisa y al final lo cojo en la mano. Las dos alargan el cuello para ver mejor.

– ¿Qué es?

– Una gorra con mi nombre.

La miro perpleja. Es mona, rosa pálido, y blanda, con el velero detrás y «Caro» escrito en relieve delante.

– Pero ¿quién te la ha mandado?

– Ni idea.

En serio. No se me ocurre nada. No me viene a la mente ni un solo nombre. No me queda más remedio que abrir la tarjeta. «¡Hola! Me gustaría darte algunas clases de tenis, donde quieras, cuando quieras y con o sin esta gorra en la cabeza. Un maestro a la completa disposición de una alumna prometedora.» Y a continuación viene la firma: «Lele. P. D. Si por casualidad has fumado el narguile con cualquier otro, mí propuesta queda anulada… ¡Bromeo! P. P. D. ¿De verdad lo has fumado con otro?»

Me echo a reír. ¡Qué mona la despedida con la doble posdata!

– ¿Y bien? ¿Se puede saber quién es?

Ale está en ascuas. También mí madre arde en deseos de enterarse, pero se contiene y no dice nada.

– Un amigo, que quiere enseñarme a jugar al tenis.

Ale se marcha encogiéndose de hombros.

– Pues vaya, tanto jaleo para nada.

Mi madre se muestra más amable, al menos simula curiosidad.

– ¿Qué piensas hacer?

– Quiero empezar en seguida. ¡Así, en cuanto tenga un buen nivel, podré acribillar a pelotazos a Ale?

He llamado a Lele y le he dado las gracias por todo, tanto por la gorra como por las clases de tenis.

– Oh, pero debes tener paciencia, Lele… Mira que no soy en absoluto buena, ¿eh?

– Una paciencia inagotable. Después de haberte visto fumar con el narguile y toser de esa forma, no podemos sino tener éxito en todo lo demás.

Si bien no he entendido del todo lo que quería decir, me he reído por educación.

– Pues sí.

– Entonces, paso a recogerte el lunes que viene; jugaremos a las tres, es la mejor hora.

– Bien, perfecto.

Y nos despedimos así. Sólo hay un pequeño inconveniente: no tengo raqueta. Si he de ser sincera, los inconvenientes son más: no tengo pelotas y, por encima de todo, no tengo ropa para jugar al tenis, no tengo zapatillas, camiseta, muñequeras, calcetines, en fin, que no tengo nada de nada y, sobre todo…, ¡no tengo ni un euro! Pero tengo una madre… Una madre muy dulce que lo ha entendido todo sin que yo le dijese nada y que me ha dado una sorpresa preciosa. Me ha dejado un sobre con cien euros dentro y una nota a decir poco tierna: «Para tu lección de tenis. Para que todo vaya siempre como deseas. Basta con que no acribilles a Ale a pelotazos. Tu madre, que te quiere mucho.»

Me he tronchado con la frase «basta con que no acribilles a Ale a pelotazos». Pero después me he emocionado. Os lo juro, me han aparecido dos enormes lagrimones debajo de los ojos, y todavía no sé cómo han podido deslizarse hasta ahí. De manera que, al final, toda esa historia me ha entristecido un montón. En lugar de hacerme feliz, me ha hecho pensar en mi padre, que la trata siempre mal, que no sabe comprender hasta qué punto es dulce y afable, cuántas cosas hace y cuántas le gustaría hacer si pudiese… y, además, ahora se da también la circunstancia de que Rusty se ha marchado. Estoy segura de que ella, si bien no dice nada, sufre por eso. Las personas no siempre manifiestan lo que sienten. Mi madre aún menos. Tal vez porque le gustaría vernos siempre felices. En mi opinión, es ya un milagro que una de cada tres personas lo sea…- Y. además, la felicidad… Parece una palabra fácil y, en realidad, tengo la impresión de que es más bien difícil, quiero decir que todos hablan ella pero ninguno sabe verdaderamente qué es y, sobre todo, dónde puede encontrarse. He mirado un poco en internet y he entendido que, desde la Antigüedad, los griegos, los romanos, los filósofos, los eruditos, incluso los contemporáneos, han tratado de explicarla y de explicársela. Otros, muchos más, se han limitado a intentar alcanzarla. Ahora, en ciertos momentos, soy bastante feliz, y después de haber leído todo lo que han dicho, hecho y escrito sobre la felicidad, creo que en buena parte depende de nosotros mismos. Lo único que me parece absurdo es que mi madre diga a veces que no estudio.

Después de salir del colegio, subo al vuelo al microcoche de Clod.

– ¡Eres la única que puede ayudarme!

– ¿De qué se trata? ¿De otra misión imposible?

– Más o menos. He dicho en casa que volvería tarde. Vamos, manda un mensaje a tus padres…

– Está bien.

Se pone a escribir a toda velocidad en su LG rosa. Clod es genial. Es la amiga perfecta. No pregunta. Ejecuta. Se siente feliz de estar conmigo. ¡Aunque he de reconocer que también Alis es un poco así! Pero, para esta misión es mejor Clod. Alis querría hacerlo todo por su cuenta. Querría resolver ella sola mi problema y me haría sentir demasiado incómoda. Ahora ya ha pasado la historia del móvil y mamá se la ha creído. Esta vez resultaría imposible.

Clod cierra el teléfono.

– ¡Vale, hecho! -A continuación me sonríe-. ¿Y bien? ¿Adónde vamos?

– Dímelo tú. Tengo cien euros y debo vestirme de la cabeza a los pies para jugar al tenis.

– Perdona, pero cien euros… ¡como mínimo son dos Mac!

– Venga, Clod, hoy no…

Se inclina hacia mí y abre la puerta.

– Bueno, pues sal, así no puedo ayudarte.

– ¿Se puede saber por qué?

– Porque, si no como, no funciono.

– Está bien. -Cierro la puerta-. Ya no sabes qué inventarte, ¿eh? Venga, vamos.

Y, como no podía ser de otro modo, vamos a Mac.

– Es más fuerte que tú, ¿verdad?

– Es que hay un menú en oferta. Dos Mac, patatas fritas y Coca-Cola por sólo diez céntimos más que dos Mac a secas. No hay punto de comparación. Si quieres te doy un poco de Coca-Cola.

– Pues sí que… ¡Qué generosidad!

En cualquier caso, con ella el tema de la comida es una batalla perdida. Y como yo no quiero perder la mía, es decir, el partido, dado que se trata de tenis, la contento. Y le mango también alguna patata que otra.

– ¿Sabes? -me dice Clod poco después de haber empezado a comer-. El otro día le mandé un mensaje a Aldo.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué le escribiste?

– Nada, una cosa un poco así.

– ¿Así, cómo?

Veo que no tiene muchas ganas de hablar.

– Vamos a ver, empiezas a contármelo y al final no me cuentas nada.

– Vale. -Me sonríe-. Le escribí que me gustan sus imitaciones.

– ¡No! ¡No es verdad!

Me como otras dos patatas a toda velocidad. Me ha entrado hambre. ¿Cómo era? Ah, sí, una de las frases de la abuela Luci: «El que anda con lobos a aullar aprende.» O también: «Quien va con un cojo aprende a cojear.» Sólo que yo la cambiaría por «Quien va con Clod aprende a comer».

– ¿Se puede saber en qué estás pensando?

– En nada, en nada -me disculpo y vuelvo a dedicarle toda mi atención-. Quiero decir, no te creo, Clod. Le estás dando a Aldo falsas esperanzas, él se considera un gran imitador, está convencido de que al final saldrá en televisión, de que hará algún programa e incluso actuará en el teatro. ¿Por qué no le dices que te gusta y punto? -Me como otras dos patatas y veo que mi amiga me mira preocupada. Mastico mientras hablo-. Quizá así se olvide de esa historia de las imitaciones. -Cojo otra patata-. Después, si él quiere continuar de todas formas… -Otra patata-. En ese caso es que se trata de una verdadera pasión y es justo que sea así, ¡pero no será por tu culpa! En parte porque, seamos sinceras… ¡Aldo es un negado! -Y, después de esta apreciación, me como otra patata-. ¿Estás de acuerdo?

– Sí, sí, estoy de acuerdo…-Coge todas las patatas y las pone a su lado-. Sobre todo en el hecho de que eres una lagarta, me sueltas ese sermón, me distraes y, mientras tanto, ¡te comes todas las patatas!

– Pero ¡qué dices!

Escarbo entre sus manos para coger otra, sólo que ella es más rápida, se aparta y las tapa todas. Entonces pruebo por el otro lado, con la otra mano, pero ella las protege rodeándolas con los brazos. Y yo insisto, me cuelo e intento liberar las patatas prisioneras separándole las manos.

– No, venga, ¡no!

Y le tiro de un brazo y después de otro y le cojo una mano.

– No, socorro.

Mientras tanto, Clod trata de coger una con la derecha para comérsela.

– ¡Las hago desaparecer!

– No, dámelas.

Tiro de ella redoblando la fuerza. Clod opone resistencia.

– ¡No, te he dicho que no!

Entonces la suelto de golpe. Y ella retrocede y se cae del taburete. Las patatas saltan por los aires junto con el plato, la bandeja y los restos de Coca-Cola. Y Clod aterriza en el suelo en medio de las carcajadas de varios niños más pequeños que la señalan riéndose. Dos personas mayores se acercan de inmediato y la ayudan a levantarse.

– ¿Te has hecho daño?

Clod se pone en píe.

– No, no, estoy bien… -Se limpia la parte posterior de los pantalones y a continuación sonríe satisfecha-: ¡Menos mal que los Mac me los había comido ya;

La miro abriendo los brazos.

– ¿Ves? ¡Cuando uno no es generoso, siempre sale perdiendo!

Moraleja: «Éramos jóvenes, éramos arrogantes, éramos ridículos, éramos excesivos, éramos imprudentes, pero teníamos razón.» Abbie Hoffman. Caramba, es cierto, y de qué modo. En las citas famosas hallo las respuestas que a menudo no tengo. Me gustan. ¡Ésa la encontré el otro día en internet y todavía la recuerdo! Las anoto siempre en mi diario. ¡Y diría que ésa le va como anillo al dedo a lo que ha ocurrido, porque tiene razón!

– Ve despacio, despacio, gira aquí, debes poner el intermitente, Caro.

Estoy conduciendo su microcoche. Clod va sentada a mi lado e intenta enseñarme, por si un día tengo uno. Me encantaría.

– Eso es, ahora ve recto, por ahí, recto y después a la derecha. Sigue la flecha… -En realidad sólo me ha dejado conducir porque me ha obligado a comprarle otra ración de patatas y se las está comiendo con absoluta calma, sin posibles ataques por mi parte-. Eso es… -Se come una patata, se chupa el dedo y a continuación me indica un sitio-. Aparca ahí, que se puede.

Me meto en el sitio libre con una maniobra perfecta. ¡No sé cómo lo ha visto!

– ¡Piiiiiii!

Suena el claxon del coche que tenemos a nuestras espaldas…

– ¡El intermitente! -grita un viejo de, tirando por lo bajo, unos treinta y cinco años estresado por el tráfico y la vida.

Me asomo de inmediato por la ventanilla.

– ¡Lo he puesto!

– ¡De eso nada! ¡Tienes que ponerlo antes! -Y se aleja a toda velocidad dando por zanjada nuestra bonita disputa motorizada.

Clod me mira sacudiendo la cabeza. Yo extiendo el brazo.

– ¡A fin de cuentas, contigo la culpa es siempre mía!

Y le birlo la última patata a la vez que me apeo al vuelo del micro coche.

Poco después caminamos con la nariz alzada, asombradas por la grandeza del lugar.

– Eh, ¿cómo has descubierto este sitio? ¡Es fantástico!

– Mi madre me trajo aquí una vez. ¡Compramos una infinidad de regalos navideños para la familia sin salimos del presupuesto!

– ¡Genial!

Seguimos andando en silencio. Clod es hija única. Sólo tiene varios primos y primas por parte de padre y de madre, que, a su vez, tienen un montón de hermanos y hermanas, y todos han tenido, por lo visto, muchas ganas de procrear. En fin, que en las fiestas de guardar su casa parece un parque infantil. No falta de nada. Desde el niño recién nacido a los que han crecido ya, hasta el punto de que algunos incluso se acaban de casar. En pocas palabras, que todas las generaciones están representadas. Sólo falla el dinero. Pero como es un mal casi común, no existen las envidias que nacen de manera inevitable en todas las familias. Además, el padre de Clod se ocupa de varios pisos y edificios, en el sentido de que es administrador, y siempre dice que, si ganase un euro por cada discusión que se ve obligado a presenciar, se haría millonario. Pero no es así. La casa de Clod es sencilla. Está decorada de una forma muy divertida: no hay una cortina igual y todas las habitaciones están llenas de colores, de sillones extraños, cada uno fabricado a su manera, quizá porque su madre tiene una tienda algo rara en el centro, donde vende muebles de todo tipo. Pero Clod no se lamenta. Ha conseguido que le comprasen un coche de segunda mano y sus padres no la privan de nada. Además, se llevan bien, jamás los he oído discutir. A saber por qué Clod come tanto. Quizá sea simplemente porque le gusta, no sé…

– ¿Cómo se llama esta tienda?

– ¡Mas! Ven, vamos, la sección de deportes está en el segundo piso.

Subimos corriendo la escalera. Bueno, os juro que es un lugar increíble. Hay chándales colgados por todas partes, cientos de ellos, miles, ¡y todos a tres euros! Y camisetas de todas las marcas: Nike, Adidas, Tacchini, Puma, a dos euros con cincuenta.

– Mira ésta, ¿cómo me sienta?

Clod se ha colocado una contra el cuerpo, es mona, blanca, con los bordes de las mangas azules y rojos. Pero en mi opinión le queda muy corta. Mejor dicho, no le entra, si he de ser sincera.

– Es mona, pero ¿para qué la quieres?

– Bueno. -La deja de nuevo en el montón-. ¡Para hacer gimnasia!

Le he contado toda la historia de Lele. Ha dicho que le parece un encanto por haberme mandado ese paquete.

– Saltaba a la vista que le gustaste desde un principio.

– Bueno, Clod, si tú lo dices… Te propongo una cosa: si aprendo a jugar al tenis, después te enseñaré a ti.

– ¡Sí, sí, ya veremos! -Coge otra camiseta-'. ¿Y ésta? -Es azul claro con los bordes celestes y blancos. Le queda un poco ancha.

– Mejor. Me gusta más.

Mira el precio, cuatro euros. Le parece excesivo.

– Venga, cógela, ¡te la regalo yo!

La verdad es que después de pasar por Mac hemos bajado de cien a noventa y tres euros con cuarenta céntimos; si restamos la camiseta, me quedan un total de ochenta y nueve euros con cuarenta. Ahora que soy un «genio rebelde», al menos en esto no puedo equivocarme. ¡Desde luego. Clod! Mira tú por dónde, ha ido a elegir la más cara.

– ¿Y ésta te gusta? -Le enseño una blanca con unas rayas beis y azules delante.

Ella la mira ladeando la cabeza.

– No está mal, pero tengo la impresión de que no es de marca. ¿Qué lleva escrito ahí arriba, en el pecho?

– «IL.»

– Bah…, no lo he oído en mi vida.

Cojo la camiseta y miro bien la pequeña etiqueta que tiene detrás.

– Aquí dice «Fila».

– Sí, ¡pues desfila! Con ese nombre no cogerás ni una pelota.

– Pero ¡qué dices! Es una marca famosa. -Le señalo la pared donde están colgadas las fotografías de los mejores tenistas que la han llevado.

– Noooo, qué pasada… -Clod lee el nombre que figura en uno de los carteles, bajo la fotografía-, ¡Pero si hasta Dmitry Tursunov las ha llevado!

– ¿Y ése quién es?

– Y yo qué sé, el tipo de la foto. Si lo ponen ahí, será famoso, ¿no?

– ¡Qué idiota eres!

– Sí, pero tú cógela, ¡ya verás como así juegas como una profesional!

– ¿Y ésta? ¡Es SergioTacchini!

Y seguimos así, pescando en el interior de las grandes cestas metálicas rebosantes de camisetas de todo tipo, modernas o antiguas, en cualquier caso artículos nuevos, no de segunda mano, y a unos precios increíbles. En nuestra peculiar pesca nos acompañan las personas más variopintas. Mujeres grandes y gorilas, chicos delgados y menudos, un tipo de color, un asiático, un viejecito, una joven de treinta años, una de cuarenta y una pareja de veinte. A poca distancia se encuentran las falditas de tenis y, en otra cesta, los calcetines y más camisetas y unos estantes con una infinidad de zapatillas deportivas y cientos de raquetas, de entre quince y ciento cincuenta euros. Éstas, sin embargo, están sujetas entre sí con una pequeña cadena de hierro y si las quieres, tienes que llamar a un dependiente o a una dependienta, como esa chica que está ayudando a un anciano a encontrar un chándal Adidas que le vaya bien.

– Lo quiero negro con las rayas blancas. Sin más colores, sencillo, ¡como los que hacían antes! ¿Me entiende?

Y la dependienta sigue rebuscando en la cesta.

– ¿Así?

Saca uno. El anciano la mira y alza un poco las gafas para ver mejor.

– Pero es azul oscuro… ¿Qué pensaba? ¿Que no me iba a dar cuenta?

La dependienta lo deja caer nuevamente en la cesta.

– ¡No! Quería decir como este modelo…

– Sí, pero yo lo quiero negro… Negro.

El viejecito patea y sacude la cabeza como si en un instante hubiese perdido toda la sabiduría de sus años y hubiese regresado a la infancia.

Poco después, estamos fuera. Veamos, de abajo arriba: zapatillas de tenis, calcetines, falda con slip Adidas debajo, una camiseta Fila, un chándal Nike, una raqueta y dos muñequeras. No voy combinada, eso desde luego, pero llevo muchos colores y. sobre todo, el coste de la operación…

– ¿Sabes cuánto nos hemos gastado?

– ¿Cuánto?

– ¡Ochenta y uno con cincuenta!

Clod se frota las manos, exultante.

– ¡Genial! Hemos ahorrado. Nos ha sobrado incluso para dos chocolates calientes…

– Pero. Clod…

– ¡Hace frío!

– Sí, lo sé, pero podríamos hacer un poco de dieta, ¿no?

– ¡Precisamente, el frío te ayuda a quemar calorías!

Bueno, pues en menos que canta un gallo se quema en el auténtico sentido de la palabra. Mientras nos acercamos al Chatenet, vemos que un guardia le está poniendo una multa. Clod corre tratando de llegar a tiempo.

– ¡Eh, no, perdone! Pero si estamos aquí, mire, ¡acabamos de llegar!

– Lo sé, ¡también la multa llega ahora!

– ¡Se lo ruego, bajamos sólo un segundo, hemos vuelto en seguida!

– Pero ¿qué dices? He recorrido toda la fila y vuestro coche lleva aparcado aquí por lo menos media hora…

– Es que dentro había mucha gente… -Clod se da cuenta de que como excusa no basta-. Además, mi amiga no se decidía por nada. -Ve que sigue sin ser suficiente-. ¡Y por si fuera poco, la cola que había delante de la caja era interminable!

– Perdona -le responde el guardia- pero, dadas las innumerables dificultades, ¿no te habría convenido pagar el aparcamiento? Dos euros bastaban para dos horas, con eso lo resolvías todo. Te lo has buscado…

– ¿Y no puede resolverlo todo ahora? Por favor…,

– Lo siento, pero no puedo. La próxima vez, piénsalo antes de aparcar.

Le iría como anillo al dedo la frase que me dijo en una ocasión mi abuela Luci: «Pronto y bien rara vez juntos se ven.» Pero no se lo digo a Clod porque no quiero que se enfade aún más.

– Gracias, ¿eh? -Espera a que el guardia se aleje-. ¿Qué le costaba hacerme un favor?, son unos cabrones. A ellos qué más les da, a fin de cuentas.,. -Coge la multa y la abre-. Mira, ¡setenta y tres euros! A ver quién es el guapo que los tiene… ¡Cuando mi madre se entere, se pondrá hecha una furia!

– Lo siento, ha sido culpa mía.

– De eso nada, fui yo la que te dijo que aparcaras ahí. Además, ni siquiera se veían las rayas azules.

En realidad se veían, y mucho, sólo que no lo pensamos.

– Venga, la pagamos a escote…

– No…

– Sí, has venido hasta aquí por mí. Vamos, toma diez euros. Te debo veinticinco, mejor dicho, veintiséis con cincuenta céntimos, ¿de acuerdo?

Clod coge los diez euros.

De acuerdo, cuando puedas me das los otros veinticinco. Mientras tanto yo les daré buen uso a éstos…

– ¿Se los vas a dar a tu madre para pagar la multa?

– Cinco, sí; el resto pienso gastármelos en dos tazas de chocolate caliente con nata de Cióccolati ¿Te apetece? ¡Venga! ¡Yo invito!

Cuando regreso a casa, mi madre quiere ver cómo me sienta la ropa.

– Pero ¿no había un conjunto completo? Quiero decir, ¿una falda a juego con la camiseta?

Se sienta en la cama un poco perpleja.

– Pero, mamá, ahora se juega así al tenis, no todo ha de combinar. ¿No has visto a Nadal?

– No, ¿quién es?

– Sí, ese tío que gana siempre; es un cachas y, además, está como un tren. Bueno, pues él lleva unos pantalones anchos azules y se los pone muy bajos, con el tiro ahí abajo. -Meto la mano bajo las piernas-. ¡Vaya tío bueno!

Mi madre compone una expresión absurda, realmente divertida.

– ¿Y cómo lo hace para jugar al tenis sin tropezar?

– Pero, mamá, ¡son pantalones elásticos!

– Ah.

– Además, lleva siempre una camiseta sin mangas.

– ¿Qué quieres decir?

– Abierta por aquí, con las mangas cortadas.

– ¿Y está bueno?

– ¡Está cañón!

– Si tú lo dices… Venga, lávate las manos, que cenamos dentro de nada.

– Vale.

– Una última cosa… No se te ocurra traerme nunca a casa a un tipo como ese Nadal.

Me echo a reír. Sí, como si fuera tan fácil. Pero eso, naturalmente, no se lo digo.

Sale del dormitorio. Me miro al espejo. El conjunto me queda ideal…,vintage. Eso es, puedo llamarlo así, conjunto vintage. Me pongo la gorra con mi nombre. Luego la giro Me coloco la visera atrás. Así. Después pruebo a dar un golpe, pero sin raqueta, que de lo contrario seguro que rompo algo. Mi habitación es demasiado pequeña para un smash. Stock. Intento dar el golpe con determinación. Un bonito derecho, intachable. En ese momento, Ale pasa por delante de la puerta.

– ¡Vaya tela! ¿No te da vergüenza salir vestida así? ¿Ahora te ha dado por el sófbol?

– No, voy a jugar al tenis. -Y le cierro la puerta en las narices. ¡Creo que no voy a poder mantener la promesa que le hice a mi madre de no acribillarla a pelotazos!

La semana casi ha pasado volando. Tranquila, Ningún examen oral importante. La redacción de italiano ha ido superbién, bueno, pese a que el profe Leone me ha puesto al final de la hoja una nota entre paréntesis: «Procura no adquirir mucha seguridad, divagas demasiado» La última vez me escribió que había sido demasiado escueta, ¡Nada le parece bien! ¡Pues sí que…! Entre otras cosas, el título era especial: «¿En qué consiste la verdadera belleza?» ¿Eh? ¿Cómo puedes saber si eres guapa? ¿Con un bellómetro? Una pregunta estúpida que, aun así, todo el mundo se hace. ¿Quién decide si soy o no guapa? ¿Los chicos que me miran? Yo me tengo por mona…, pero ¿hasta qué punto? Los cumplidos de los padres no valen. No son objetivos. Todos los padres piensan que sus hijos son los más guapos del mundo. Sin ir más lejos, mi padre dice que soy demasiado normal. ¿Ves? Normal. Una chica del montón. ¡Pero yo soy yo! ¡Carolina! ¡Única! Uf. Pero ¿por qué no me siento así? Quizá, si fuese como Alis… Ella es increíble, genial. Se parece un poco a Angela Hayes, la deAmerican Beauty, esa película que Rusty James me hizo ver el año pasado en DVD. Sólo que tiene el pelo más oscuro. Entonces, ¿cómo puedo saber si soy guapa? ¿Por mis amigas? Alis dice que soy mona, pero que podría mejorar mi look. Clod, en cambio, asegura que me envidia porque tengo un bonito cuerpo, pero que de cara le gusto ya menos. Uf. Yo me veo a veces mona y otras como un adefesio. Sea como sea, en la redacción escribí varias cosas, las que se me ocurrieron. ¡No creo que se pueda hablar siempre de la misma forma sobre todos los temas! Algunos te interesan más y tienes más cosas que decir, otros, en cambio, los desarrollas y los comentas porque no te queda más remedio. Este tema, sin embargo, me ha gustado. A diferencia del que el profe Leone nos puso el año pasado, «La importancia de reciclar». Pero ¿es que se puede decir mucho sobre eso? Una vez que has comentado que el medio ambiente y la naturaleza están en peligro a causa de la contaminación, quizá puedes citar a Al Gore, después puedes mencionar los coches de hidrógeno y ya está, el tema queda agotado. Sería estupendo escribir una redacción que, cuando empieza a hartarte, puedas pasar a otro tema y entonces puedas decir otras cosas y luego, cuando ya no sabes qué decir, puedas pasar a otro tema. Igual que cuando se habla. En el fondo, el colegio sirve para que lleguemos preparados a la sociedad. Y digo yo, ¿cuando te invitan a alguna parte hablas siempre de lo mismo? La gente te consideraría un muermo y dejaría de invitarte. En fin, si un día llego a ser por casualidad, qué sé yo, ministro de Educación, cambiaré un montón de cosas. Por ejemplo, aboliré los exámenes durante las dos primeras horas del lunes. ¡Eso para empezar! Es obvio que uno puede acostarse tarde el domingo por la noche. A menudo es el único día de la semana en que te invitan a una fiesta, de manera que, a la mañana siguiente, uno debe recuperarse un poco, no pueden obligarle a hacer en seguida un examen, ya sea oral o escrito. O cuando, por ejemplo, un profe se equivoca al corregirte algo en un examen. Una vez sucedió en la hora de matemáticas, Raffaelli encontró una corrección que luego resultó ser errónea, en esos casos, perdonadme, al profe que se equivoca deberían infligirle un castigo constructivo como, pongamos por caso, ¡tener que responder a las preguntas de todos sus alumnos! ¿Por qué no? Ellos se inventan a menudo los castigos más inverosímiles. ¡Como aquella vez que armamos un poco de jaleo en clase y la profe de matemáticas nos exigió que escribiésemos una carta de disculpa! Teníamos que disculparnos por la manera en que nos habíamos comportado y «sugerir soluciones para que no volviese a ocurrir». ¿Cuándo se ha visto algo semejante? Una vez me propusieron que fuese la delegada de clase y yo me negué en redondo. Quiero decir, que me lo pidieron Alis, Clod y otras tres o cuatro amigas. Y ningún chico. Oh, a los chicos les importa un comino cómo se organizan y se deciden ciertas cosas.

Ellos están para armar barullo y punto. Ahora bien, cuando algo de lo que se ha decidido no les gusta, protestan. ¡Pero para entonces ya es demasiado tarde! De manera que siguen armando jaleo y ahí se acaba la cosa. En pocas palabras, para ellos cualquier excusa es buena. Sea como sea, ésa es otra historia. Pero a mí, la mera idea de tener que volver de vez en cuando al colegio por la tarde, fuera del horario de clases, para hacer de delegada, bueno, me espantaba…, ¡no estoy tan chalada! De modo que al final eligieron a Raffaelli, la única que, en mi opinión, quería ser delegada en serio y que, en cambio, simulaba que no le interesaba mucho el tema. Creo que tenía miedo de que no la eligiesen… En cualquier caso, el papel de delegada de clase le va como anillo a1 dedo. ¡En parte porque ella sí que está realmente loca! En fin, que regresé a casa radiante de felicidad.

Por la tarde tuvimos gimnasia artística sin la consabida imitación de Aldo. ¡Increíble! ¡Supuse que eso quería decir que había mejorado! Que había comprendido que aún le quedaba mucho por aprender, que debía practicar solo en casa, en su habitación, donde nadie lo ve. Pero no, lo que ocurrió fue algo mucho más simple: Aldo no vino porque se encontraba mal, eso es todo.

Clod le mandó un mensaje: «Lo siento.»

*Yo también», le respondió él.

¿Se iniciará hoy una posible historia? Quién sabe- Aún hay muy pocos elementos para poder manifestar una opinión. Lo que más nos hizo reír fue que en cierto momento Aldo le mandó una frase extraña, y ¿sabéis qué escribió al final?, pues «¡¿¡Adivina quién soy!?!».

¿Os dais cuenta? Una imitación por sms. Lo más absurdo, sin embargo, fue la respuesta de Clod: «¡Pippo Baudo!»

«¡Sí! ¡Eso significa que lo imito bien!»

Sí, pensándolo bien, quizá empiecen a salir juntos. Si eso no es amor…

Noche superserena. Mi padre no volvió a casa para cenar porque había quedado con sus colegas del trabajo. Ale fue al cine con dos de sus amigos, de modo que, por fin, pude disfrutar de una cena a solas con mi madre. Preparo las patatas fritas que tanto me gustan y carne a la siciliana, que es un trozo de carne empanada, pero que se asa en lugar de freírse, está riquísima, es mi carne preferida. El problema es que a Ale también le gusta, de manera que tenemos que compartirla y ella se come siempre los trozos más grandes.

– Mmm, está buenísima, mamá, deliciosa.

– Pero si la he hecho como siempre.

– ¡No, hoy está más buena!

Y doy un buen bocado y, curiosamente, no me dice nada, sino que me sonríe. La verdad es que si tuviese que elegir una amiga perfecta, no dudaría, la afortunada sería ella.

Algo más tarde nos encontramos delante de la televisión, seguimos solas, como si fuésemos dos amigas que comparten una salita. Las dos nos hemos acomodado en el sofá con las piernas recogidas hacia atrás, bajo los cojines. Mi madre es un encanto.

Estamos viendo «Amici», un programa que no le entusiasma, la verdad.

– A vosotras os gusta por el simple hecho de que las canciones son bonitas.

– No sólo por eso, mamá, ¡es que María, la presentadora, nos encanta!

– Cuando presenta «C'è posta per te», me gusta. Ahí sí, cuando ayuda a que se reencuentren personas que hace mucho tiempo que no se ven, cuando consigue que una pareja se reconcilie o que unos padres hagan las paces con sus hijos. Ahí sí me gusta María de Filippi.

Pues sí que, mamá, como si María fuera una persona diferente en ese caso.

Suena mi móvil. Lo miro.

– ¡Es Rusty James!

Mi madre se echa a reír.

– Pero ¿todavía lo llamas así?

– ¡Claro, el nombre es para siempre! -Abro el móvil y respondo al vuelo-: Hola, R.J., ¿cómo va eso?

– De maravilla.

– En ese caso, ¿cuándo puedo ir a verte?

– ¿Para acabar lo que no acabaste?

Me echo a reír. De hecho, fue una cosa absurda. El día en que recibió todo lo que había comprado en Ikea, me mandó un mensaje: ¿Han llegado las cosas, ¿Me ayudas?» «Ok», le respondí. De forma que pasó a recogerme por el colegio y fuimos a la barcaza. ¡No me vais a creer, pero los muebles de Ikea son absurdos! Te encuentras con unas hojas de instrucciones muy sencillas y con unos muebles que, en cambio, son complicadísimos, que se tienen que encastrar, con unos tornillos que apenas los giras se bloquean y otros que debes colocar de manera lo más precisa posible para fijar otro a fin de que no se mueva. En resumen, que sí lo consigues eres un fenómeno. Y yo, digamos que no llego a tanto. Después de montar una silla ya estaba agotada. Me dejé caer en el suelo.

– Vale, lo he entendido, venga -me dijo Rusty al verme, y me lanzó la cazadora-. Vamos, te acompañaré a casa…

¡Llegué, comí, me duché y después me fui en seguida a dormir! ¡Jamás me había sucedido algo así! Estaba exhausta. Si pienso que faltaban cinco sillas más, dos mesillas de noche, una cama, tres mesas, dos armarios y no recuerdo qué más… Bueno, podrían haberme ingresado en el hospital.

– En serio. Rusty, ¿cómo te va?

– Ya lo he montado todo. Si hubiese tenido que esperarte a ti… ¡a lo mejor para entonces ya habría quebrado Ikea! ¿Dónde estás?

– En casa, con mamá… – Acto seguido, la miro y le sonrío-. ¡Estamos solas!

– ¡Bien! ¡Pensaba invitarte si te encontraba en casa! Os espero el domingo a comer, ¿qué os parece?

Salto sobre el sofá, me pongo de pie y sigo saltando. Mi madre me mira. Debe de pensar que he perdido el juicio. Soy tan feliz.

– ¿Qué pasa?

– ¡Nos ha invitado! Es un sitio precioso, mamá, ¡superguay!

Le paso el teléfono.

– Hola, ¿cómo estás?

– Bien, mamá, todo bien… -oigo que dice Rusty por el altavoz, con la voz un poco áspera.

Veo que mi madre traga saliva. Esperemos que no se eche a llorar ahora. Dejo de saltar sobre el sofá.

– ¿Seguro? ¿No tienes ningún problema? ¿Necesitas algo?

– No. mamá, todo va sobre ruedas, en serio, y además acabo de decirle a Caro que el domingo que viene os invito a comer aquí, ¿te viene bien?

Mi madre está a punto de estallar en sollozos. Se tapa la nariz y la boca con la mano para contenerse. Quizá una emoción demasiado fuerte.

– ¿Mamá? ¿Sigues ahí?

Mi madre cierra los ojos. Inspira profundamente, más profundamente. Después vuelve a abrirlos.

– Sí, sí, estoy aquí.

– ¿Qué pasa? ¿Estás preocupada por lo que os prepararé para comer? ¡Todavía no lo he pensado!

– Qué tonto eres…

– En cualquier caso, será algo sencillo. No soy tan buen cocinero como tú. Apuesto a que Caro ha querido cenar la carne que tanto le gusta con patatas fritas.

Mi madre se echa a reír.

– Sí, lo has adivinado…

El mal momento parece haber pasado. Me mira y le sonrío.

– Bueno, ¿os espero entonces?

– Claro, seguro que iremos. ¿Puede venir también Ale, si no tiene otros planes?

Golpeo el sofá con los pies. Agito los puños. Pero ¿por qué? Oigo una risa al otro lado de la línea.

– Por supuesto, faltaría más. ¡Si a Caro no le importa…!

Mi madre me mira.

– Caro ha dicho que sí.

Tras mentir como una bellaca, mi madre cuelga el teléfono.

– No es cierto, no es cierto. ¡No estoy de acuerdo! ¡Yo no he dicho que sí!

– Venga, no te enfades; si no se lo dices a tu hermana, después te sentirás mal.

Me obliga a bajar del sofá, me hace caer sobre los cojines y a continuación lucha conmigo.

– ¡No, mamá! ¡No lo resisto! ¡No me hagas cosquillas! ¡No puedo más!

Pateo, muevo la cabeza a derecha e izquierda, intento desasirme.

– ¿Es cierto que quieres que venga Ale?

– Sí, sí, basta, basta, ¡estoy encantada de que venga! ¡Ay! ¡Basta!

Mi madre me suelta.

– ¡Así me gusta mi pequeñaja!

Vuelvo a acomodarme en el sofá.

– Está bien, que venga, pero si después de que se lo hayamos pedido no quiere venir por razones suyas, porque tiene otra cosa que hacer, ¡juro que la acribillo a pelotazos!

Mi madre se echa a reír.

– ¡No jures. Caro! -añade simplemente.

Siempre me he preguntado cómo conseguirán meter esos barquitos en miniatura en las botellas de cristal. Me recuerda a cuando intento que me entren en la cabeza las reglas de geometría, es algo similar. ¡Exceden las dimensiones de mi cabeza!

El abueloTom tiene tres botellas así en el salón, y cada vez que las miro me parece imposible.

– Abuelo, ya sé que me lo explicaste cuando era pequeña, ¡pero ya no me acuerdo!

– ¿De qué, Carolina?

– De cómo se consigue meterlos dentro, dado que son más grandes que el cuello de la botella.

Mi abuelo se vuelve y me ve junto al estante con un barco en la mano. Se arrellana en su gran silla negra, junto al escritorio. Se recuesta en el respaldo y sonríe.

– Sí que te lo he contado.

– Da igual, hazlo otra vez, quizá así entienda qué debo hacer en geometría…

– ¿Qué tiene que ver la geometría con esto?

– Luego te lo explico. ¡Venga, dime!

Y me siento en el suelo con las piernas cruzadas.

– De acuerdo… Pues bien, hace tiempo la gente tenía miedo de navegar en el mar porque por aquel entonces no era como hoy, los barcos eran menos seguros, se viajaba durante días sin saber lo que podía suceder. De forma que los marineros confiaban en la buena suerte y en la oración. Para que todo eso fuera más concreto, llevaban consigo amuletos, algo parecido a lo que haces tú con esa cosa de peluche cuando tienes un examen.

– ¿Te refieres al llavero del osito?

– Exactamente.

– ¡Hace años que no lo uso, abuelo!

– Muy bien, se ve que has crecido…

Me toma el pelo.

– ¡De eso nada! ¡Debe de haber perdido sus poderes!… ¡He suspendido los últimos exámenes!

Mi abuelo se echa a reír.

– Por lo visto, ya no creías lo bastante en él. En cambio, los marineros debían de creer mucho, hasta el punto de que pensaban que la estampa, el amuleto o el mechón de pelo podía protegerlos de las tormentas, de los motines o de los piratas. No obstante, el problema era conservar y salvaguardar esos objetos, sobre todo los que se estropeaban con mayor facilidad, en un lugar que los mantuviese al abrigo de la humedad. Porque no tenían cajas fuertes personales o herméticas. ¡La única solución eran las botellas! De manera que, poco a poco, el objeto que empezó a verse cada vez con mayor frecuencia en las botellas fue precisamente el símbolo de su vida: el barco. Para introducirlos en ellas hacían lo siguiente: metían por el cuello todo el modelo con las velas y los mástiles doblados después de haber atado a ellos unos largos hilos, de los que tiraban después para levantar el aparejo.

– ¡Ah!

– Y los usaban como amuletos, aunque también como mercancía de intercambio.

– Pero ¿tú has hecho alguno?

– ¡Sí, una de esas tres! La más alta.

– ¡Noooo! ¿Y cómo la hiciste?

– Primero se construye el barco fuera, después se desmonta y se reconstruye una vez dentro mediante los hilos.

– ¡Pero debe de hacer falta muchísimo tiempo!

– ¡Y paciencia! Como en la vida.

– ¿Hacemos uno, abuelo?

– Pero si acabas de decir que lleva mucho tiempo…, te aburrirías a los diez minutos, Caro. ¡Y ese hobby requiere constancia!

– Tienes razón, pero aun así me gustaría hacer algo contigo, ¡eres tan habilidoso! ¿Se te ocurre alguna otra cosa?

– Hoy hace viento, ¿verdad?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Qué te parece si le regalamos algo a la abuela?

– ¡Sí! ¿El qué?

– Te propongo que le hagamos un molinete para que lo ponga en una de las macetas de la terraza. Así, cada vez que gire pensará en ti. Le diremos que lo has hecho todo tú sola. Es más, ¡haremos más de uno! Una especie de parque eólico casero.

– Genial, ¡qué bonito! Pero ¿cómo se hacen?

– Es muy sencillo. Coge unas cartulinas de colores que están ahí, en ese mueble.

De inmediato hago lo que me dice. Abro la puerta y cojo una amarilla, una verde y una roja.

– Hay que cortarlas en pedazos de este tamaño…, haciendo unos cuadrados. -Me los enseña-. Caro, sin que tu abuela se dé cuenta, ve a la cocina a buscar unas pajitas. Están en el cajón que hay debajo de la mesita de mármol, junto a los cubiertos.

– ¡De acuerdo!

Me siento como cuando, siendo una niña, quería robar algo de la despensa y el corazón me latía a toda velocidad. Bien, la abuela está allí. Oigo ruidos. Está colocando algo en los armarios. Encuentro las pajitas. Cojo varias y vuelvo apresuradamente al estudio del abuelo.

– Ahora necesitamos pegamento, pinceles y un lápiz, pero lo tengo todo aquí.

– ¡Esto parece una papelería!

– Mira, se hace así…

El abuelo dobla el cuadrado por las diagonales.

– Ahora pinta los triángulos resultantes como prefieras.

Y me pongo a hacerlo, como si fuese una niña, mientras él sigue recortando el resto de las cartulinas.

Nada más acabar, el abuelo pega los extremos casi en el centro de los cuadrados y, a continuación, corta unos círculos y los pega encima de éstos para sujetarlos mejor. Acto seguido coge unos alfileres, unos de ésos con la cabeza grande, hace un agujero en el centro del molinete y clava uno. Introduce la pajita en el otro lado dejando un poco de espacio entre ésta y el molinete. Lo imito y monto tres molinetes más. Pasados unos minutos ya están listos, ¡Han quedado preciosos!

La abuela, que jamás nos molesta cuando estamos en el estudio, no se ha enterado de nada. El abuelo me guiña un ojo y luego abre la puerta.

– Cariño, ¿nos preparas un buen té? Carolina y yo lo necesitamos,…

Nos responde desde su dormitorio.

– Claro…

Así que, cargada con los molinetes, salgo sigilosamente a la terraza. Una vez allí, los coloco en las macetas de flores. Ya está. Son preciosos y, además, en seguida llega una ráfaga de viento que los hace girar.

Me escondo en un rincón y espero.

Pasados unos minutos la abuela sale con su taza de té verde en la mano.

– Pero ¿dónde estáis?

Mira alrededor. La espío desde detrás de las hojas del jazmín. Veo que cambia la expresión de su rostro.

– ¡Tom! ¡Tom!

Aparece el abuelo.

– ¡Dime!

– ¡Hay unos molinetes!…

– ¿Unos molinetes?

– Sí, aquí, ¿los has puesto tú?

– Yo no.

– Pero ¿dónde está Caro?

Y me buscan, el abuelo, mi cómplice, hace como si nada. Minutos después salgo de mi escondite de un salto.

– ¡Aquí estoy, abuela!

– Pero ¿qué hacías ahí?

– ¿Te gusta nuestro regalo?

– ¿Nuestro? -pregunta el abuelo-. ¡Pero si lo has hecho tú! -Acto seguido mira a la abuela Luci, quien sabe de sobra lo que ha ocurrido-. Es verdad, te lo juro… ¡Todo ha sido obra suya!

– No juréis…

Después se dan un beso fugaz y nos sentamos allí, en la terraza, a contemplar los molinetes que giran rápidamente en las macetas; cuando amaina el viento se detienen, pero en seguida sopla una nueva ráfaga y se ponen de nuevo en movimiento. Cuando giran a esa velocidad, los colores se mezclan convirtiéndose en uno solo. Es precioso, Bebo un poco de té. El abuelo y yo nos miramos orgullosos. Debo decir que en su casa se está realmente bien.

Finales de noviembre. Hoy en el colegio el tema es el amor. ¡Un amor lleno de sufrimiento! El profe de italiano nos ha hablado de Dino Campana y de Sibilla Aleramo. Dice que no le gusta que Campana se quede siempre fuera del programa, que es un autor que no se trata nunca y que es una pena. Y ha optado por empezar contándonos la historia de ambos. Yo en parte sabía de qué iba porque Rusty me hizo ver la película en DVD. Es bonita. Aunque también un poco triste. Cuántas cosas le escribió él a ella. Pero ¿por qué será que los amores imposibles hacen que seamos más creativos? Mientras el profe nos leía: «Encontramos unas rosas, eran sus rosas, eran mis rosas, a ese viaje lo llamábamos amor», todos estaban un poco distraídos, pero yo, curiosamente, tenía los cinco sentidos puestos en lo que decía. En mi opinión, en el pasado se hablaba del amor con más pasión. Usaban palabras distintas. ¿Qué debe de decir Massi del amor? ¡Esperemos que no esté diciéndole muchas cosas a otra! De eso nada, antes voy yo. Mejor dicho, ¡soy la única! Claro que tener a un hombre que te diga esas cosas debe de ser maravilloso… «Porque yo no podía olvidar las rosas, las buscábamos juntos…» Tampoco yo puedo olvidarme. Y, además, figuraos, nadie me ha regalado ninguna hasta la fecha.

El amor es una flor que nadie te ha regalado nunca y que siempre recordarás. ¡Yo también soy poetisa!

Después, una gran sorpresa: a la salida del colegio recibo un mensaje: «¿Recuerdas que hoy tenemos la primera clase? Las pelotas están en la pista y el maestro también, ¡sólo faltas tú! ¿Paso a recogerte? He reservado para las tres.»

Vuelvo a casa como un torbellino…, ¡aún más de prisa! Vuelvo a probarme todo lo que tengo, y ahí se produce el gran dilema: ¿pantalones cortos o faldita? Al final me decido por jugar con chándal. Me siento a la mesa. Mamá ha conseguido llegar a tiempo para prepararnos la comida, pero yo, como no podía ser de otro modo, ¡estoy hecha un manojo de nervios!

– ¿Qué pasa, Caro?, ¿no comes?

No me da tiempo a responderle. Ale lo hace por mí con la boca llena.

– ¡No! Hoy tiene sófbol.

Mi madre me mira estupefacta.

– Pero ¿no dijiste que ibas a jugar al tenis?

– Sí, es que mi hermana es imbécil… ¡Han llamado al timbre! ¡Voy yo!

Corro al interfono.

– Hola…, soy el maestro, ¿puede bajar mi alumna preferida?

– ¡Claro que sí! Voy en seguida… -Me precipito a mi dormitorio para coger la raqueta-. Me voy, mamá.

– ¡No vuelvas tarde!

– ¡No!

Ale deja de comer por un momento.

– ¡Que te vaya bien el sófbol!

– Simpática…

Llamo el ascensor, pero estoy demasiado inquieta. Salto en el sitio y, al final, la espera me resulta insoportable. El señor Marco, el vecino que trabaja en televisión, sale de su casa.

– He llamado el ascensor, suba usted. -Gracias.

– ¡De nada, esta vez la que está a dieta soy yo!

Bajo de un salto los últimos escalones y llego al rellano. Veo que cabecea. Sonrío y sigo bajando a toda prisa sin darle mucha importancia. Cruzo la verja.

– ¡Aquí estoy!

Lele se inclina en mi dirección y me abre la puerta. Subo al vuelo al Smart y cierro. Lele arranca mientras me pongo el cinturón.

– Oh, he de decirte que puede que sea tu alumna preferida, pero quizá sea también la peor…

– Puede, ¡pero seguro que eres mi preferida!

¿Por qué me dice eso? Es agradable, pero la forma en que lo ha dicho me resulta extraña… ¿Habrá querido decir algo? ¿O no? No lo he entendido. Lele me mira, y me sonríe.

– ¡Eres mi única alumna!

Resumen del tenis.

Veamos, ¿sabéis lo que es una jugadora de sófbol? ¿Esas chicas que esperan quietas la pelota y que después la golpean con una fuerza increíble, hasta el punto de mandarla fuera del campo? ¿Y que luego corren lentamente, de una base a otra, alzando los brazos, tranquilamente porque han lanzado la pelota lejísimos? Pues bien, ésa era yo. Sólo que si haces eso cuando juegas a sófbol eres una campeona, ¡pero si lo haces en el tenis eres una nulidad! ¡Maldita Ale! Tenía razón. Cada vez que recibía una pelota, la golpeaba y la mandaba al otro campo, pero no al del adversario, sino al contiguo. Es decir que, en lugar de jugar al tenis, jugaba a disculparme:

– Perdonad, me he equivocado.

– ¡Salta a la vista!

Dos chicos simpáticos, nuestros vecinos de pista. Lele, en cambio, seguía cogiendo las pelotas del cesto y tirándomelas siempre al mismo punto, a la misma velocidad y con el mismo ritmo. Una máquina de guerra…, paciente.

– Inclínate, mira la pelota, golpéala hacia adelante…, ¡muy bien!

– ¡Eh, maestro, no mientas a tu alumna!

Aún más simpáticos si cabe, nuestros vecinos. Pero bueno, al final fue una tarde divertida. Después de la lección nos sentamos en el bar a beber algo. Un buen Powerade, que te ayuda a reponerte, pese a que yo salvo para recoger pelotas a diestro y siniestro, tampoco había corrido tanto. Aunque sudé un poco, y eso es bueno. Además, con el chándal hice el ridículo de lo lindo. Nuestros vecinos de pista pasaron al final por nuestro lado.

– Avisadnos cuando volváis a jugar…, ¡así vendremos con el paraguas!

Lele se echó a reír y después se volvió hacia mí.

– ¡En fin, la próxima vez quizá reservemos la pista del fondo!

– Sí, mejor será…

Sonreí mientras apuraba mi Powerade. Muy educada. Muy mona. Muy tenista. Con una única idea en la cabeza: ¿de verdad será tan paciente ese Lele? Ríen. A esas alturas soy ya toda una jugadora de tenis, hasta un poco segura de sí misma. Decidí que la próxima vez me pondría el conjunto con la faldita… Y sonreí divertida al pensarlo. ¡Ignoraba todo lo que sucedería después!

Domingo.

– Venga, coge ésa, ¡que es mona!

– ¿Cuál?

– Ésa, la que tiene todas esas flores.

– Vale. -Bajo rápidamente del coche-. ¿Me da esa planta?

– ¿Ésta?

– Sí, gracias.

Mi madre me espera en el coche. Me vuelvo hacia ella.

– ¿Cojo también una tarjeta? Venga, así le escribimos algo bonito.

– De acuerdo.

El florista envuelve la planta con celofán y me la da.

– Veinte euros, por favor.

Le pago y subo de nuevo al coche.

– Entonces, ¿adónde voy?

– Todo recto, por el Lungotevere.

– Pero ¿está cerca?

– ¡Sí, mucho!

Mi madre sigue conduciendo tranquila.

– ¡Si tú lo dices!

– ¡Ya he estado allí! – «Hasta monté una silla», me gustaría añadir, pero me parece un poco restrictivo-. Incluso le eché una mano para montar los muebles.

– Ah…

Eso está mejor. Llevo la planta entre los pies; el aroma del aciano es muy fuerte, asciende y de vez en cuando me llega a la cara y me produce cierto picor en la nariz, y entonces me aparto a derecha e izquierda para no acabar entre las hojas. Aun así, me molesta menos que Ale, que, tal y como imaginaba, no ha podido venir.

– ¿Qué le escribimos, mamá?

– Y yo qué sé…, ¡tú eres la escritora!!Te pasas la vida garabateando en ese diario!

Me viene a la mente que ayer por la mañana Alis me dio a leer una frase preciosa que había encontrado en internet: «El amor es cuando la chica se pone perfume, el chico loción para después del afeitado y luego salen juntos para olfatearse el uno al otro. Martina, cinco años.» ¿Qué puedo decir?, verdaderamente genial. Necesitaría una idea tan divertida como ésta.

– Pues si que…, escribo en el diario para recordar lo que he hecho… ¡En todo caso, el escritor es él!

– ¡Esperemos que así sea! -Mi madre hace una extraña mueca. Está preocupada, pero prefiere dar por zanjada la cuestión-. ¿Sigo recto?

– Sí, todo recto, no queda mucho. Ya está, se me ha ocurrido algo, ¿estás lista?

Mi madre me mira risueña.

– Sí, claro. A ver, dime.

– «Para que todo lo que deseas pueda brotar»… -La miro con aire inquisitivo. ¡La verdad es que, más que para un escritor, parece una frase dedicada a un florista! Yo misma respondo a mi propuesta-: No, no, es una estupidez. -Sigo pensando. Veamos-: «Para tu nueva casa»… -¡No! En parte porque es una barcaza, aunque todavía no se lo he dicho a mi madre. Ya está, tengo otra frase-: «Para ti, con todo nuestro amor.»

Mamá parece muy contenta.

¡Esa me gusta!

La sopeso por un momento.

– Sí, pero parece de primera comunión.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Que entristece!

– ¿A qué te refieres?

– Que no es alegre. No sirve, no sirve.

Y sigo dándole vueltas a una serie de frases que, la verdad, no sé cómo se me ocurren. De repente suelto incluso un «Para un futuro celeste…», ¡porque las flores de la planta son, claro está, de ese color! Pero al final doy con algo que parece convencernos a las dos.

– ¡Gira, gira aquí!

Me he distraído y se lo he dicho en el último momento. Mi madre obedece de inmediato mis indicaciones, dobla una curva muy cerrada mientras desciende en dirección al Tíber. El coche patina un poco, parecemos dos locas.

– Pero si estamos yendo hacia el río.

– Eh… -me limito a decirle por toda respuesta.

Avanzamos unos cuantos metros más.

– ¡Ya está, hemos llegado!

Mi madre se queda boquiabierta.

– ¡Pero si es una barcaza!

– Bonita, ¿verdad? -Meto las manos entre las de mi madre, que están apoyadas en el volante, para tocar el claxon y me apeo a toda velocidad del coche con la planta.

– Rusty…, ¡hemos llegado, estamos aquí!

R. J. sale sonriente de la barcaza y cruza corriendo la pasarela.

– ¡Aquí están mis mujeres preferidas! -Y me coge en brazos y me hace dar vueltas inclinándose hacia el río mientras yo sostengo la planta entre las manos.

– ¡Socorro! -grito, pese a que cuando estoy entre sus brazos no tengo miedo.

Después me baja al suelo dejándome caer sobre las tablas de madera que hay al otro lado de la pasarela, y echa a correr en dirección a mi madre.

– Ven…, quiero enseñártelo todo.

– Pero ¿no es peligroso? ¿No hay ratas?

– ¡Qué ratas ni qué ocho cuartos! Mira lo que he hecho… -Y señala unos platos llenos de anchoas que están dispuestos en el suelo, a lo largo del camino-. Tengo gatos montando guardia… El único ratón que puede entrar aquí es Mickey Mouse, y en forma de cómic. Venid, venid que os lo enseñe. -Entra y nos muestra el interior de la barcaza-. Veamos, aquí está la cocina, éste es el salón, y aquí está el dormitorio.

Nosotras lo seguimos extasiadas. No me lo puedo creer, la ha transformado de arriba abajo, parece otro sitio. Cortinas azules, blancas y celestes y unas mesas de Ikea perfectamente montadas.

– Caro me ayudó a montar todos los muebles…

Mi madre me mira ufana.

– No es verdad, sólo hice unas cuantas cosas.

– No, de eso nada, hiciste mucho. De hecho, mira aquí.

Y nos lleva a una pequeña habitación clara con vistas al río, tiene un ventanal precioso y una mesa grande en la que ha colocado su ordenador, ese que tanto me gusta… ¡Entre otras cosas porque es mucho más rápido que el mío!

– Ésta es tu habitación, Caro. Cuando quieras puedes venir a estudiar. Dentro de nada tendré conexión ADSL, de manera que no te faltarán tus amigas Alis, Clod, y los otros de Messenger…

¡No! No me lo puedo creer, ¡si hasta ha colgado una fotografía de Johnny Depp! ¡Caramba, es una habitación fantástica! Entre otras cosas porque es mucho más grande que la mía. Pero eso no lo digo.

– ¿Puedo venir de vez en cuando a estudiar, mamá?

– Claro, basta con que estudies de verdad, tengo la impresión de que aquí sólo te distraerás.

Rusty me da un abrazo.

– De eso nada. Esto es muy tranquilo, no hay nadie que grite o haga ruido. Mucho más tranquilo que nuestra casa.

Mi madre y él se miran y permanecen en silencio durante unos instantes. Luego Rusty ve la planta, o quizá simula verla en ese preciso momento.

– ¡Eh, qué bonita! Pero ¿qué me habéis traído?… Un aciano. -Se acerca y coge la tarjeta-. «¡Para nuestro escritor, para que seas feliz!»

Rusty esboza una sonrisa. Cierra la tarjeta y se la mete en el bolsillo de la cazadora.

– Lo soy, ahora que estáis aquí lo soy. ¡Vamos a la mesa!

Ha sido una tarde maravillosa, os lo aseguro. Rusty James ha puesto la mesa en la sala, junto a la ventana más grande, que, en esos momentos, acariciaba el sol. Porque hoy, pese a que estamos en noviembre, lucía un sol fantástico.

Ensalada de arroz, antes entrantes variados, de esos que tanto me gustan, mozzarella pequeña, salchichas pequeñas y aceitunas, tomatitos aliñados, pimientos pequeños, de esos redondos que van rellenos de atún y alcaparras. En fin, como podéis ver, todo pequeño.

– Esta especialidad la he comprado pensando en vosotras: quesitos a las finas hierbas.

Ni mi madre ni yo sabíamos de qué estaba hablando, pero los hemos probado y nos han gustado. Es un queso blando, no muy graso, de sabor no muy fuerte, salpicado de hierbas por encima. Y luego un vino espumoso muy frío, helado. ¡Pum! Me gusta cuando los tapones saltan sin que nada los pueda retener. Rusty abre la botella apuntando a la ventana abierta, hacia el río. Y el tapón vuela muy lejos, y después…, ¡plof!, aterriza en medio del Tíber, se hunde en el agua y sube de nuevo rápidamente a la superficie. Lo contemplamos mientras se aleja así, libre, empujado por la corriente, rumbo a lo desconocido.

– Mamá, ¿puedo beber yo también un poco?

– Un día es un día…

– Sí, claro.

De forma que doy un sorbo y pruebo también la ensalada, que tiene una pinta estupenda.

– Pero ¿qué es esto?

Rusty sonríe.

– Hojas de espinacas.

– ¿Tan grandes?

– Sí, tan grandes.

Mi madre las corta con el cuchillo.

– Mmm, están ricas, veo que has echado también pera y queso parmesano. -Aparta algunas hojas y llega al fondo-, ¡Piñones y uvas pasas!

– Sí, y lo he aliñado con vinagre balsámico.

Vuelvo a probar prestando más atención.

– Por eso pica.

– ¡No pica!

– ¡A ti siempre te pica todo!

Nos echamos a reír. Y tengo la impresión de estar como en casa, aún más, en una nueva casa, más tranquila, eso sí. Es cierto, no se oye ningún ruido. Se está francamente bien. Y comemos en silencio. Rusty tiene un pequeño equipo de música en el salón, De improviso se levanta y pone un C'D, Coldplay,X & Y. Precioso. Lo he escuchado sólo una vez, pero en seguida me gustó. Quizá porque hay una canción con una frase que dice: «No tienes que estar solo. No tienes que estar… solo en casa,…»

A continuación se dirige a la cocina y reaparece al cabo de unos minutos con una pequeña tarta de chocolate, la que me gusta a rabiar. ¡Con una velita en el centro!

– Pero bueno, qué guay. ¿Qué fiesta es hoy?

– ¡La del feliz no cumpleaños!

Sabe que me encanta Alicia.

– Es una broma, la he comprado porque sois las primeras personas que invito aquí.

A saber si es verdad, pero me gusta pensar que es así. Los tres soplamos la velita, y después mi madre empieza a cortar la tarta. La divide perfectamente en tres trozos, y la verdad es que le salen idénticos, uno de esos raros casos en que uno quiere precisamente que no sobre ni falte ni un solo trozo.

Después Rusty prepara el café, pero sólo lo beben ellos. Salimos y nos echamos en las tumbonas a tomar el sol con los pies apoyados en la barandilla. Yo soy la que tengo la silla más cerca de ella, porque soy la más baja. Cierro los ojos y me siento sorprendentemente bien. Por supuesto, me gustaría que Massi estuviese en una tumbona aquí, a mi lado. Aunque quizá hoy su presencia estuviese de más. Rusty James nos mira satisfecho.

– Se está bien aquí, ¿eh?

Mi madre le estrecha la mano. -Sí…

Y, al menos en eso, estamos todos de acuerdo. De repente oímos un ruido extraño.

Chof…, chof…

Y, acto seguido, un jadeo. De improviso aparece por la curva, a escasos metros frente a nosotros, una canoa con dos chicos que reman juntos al mismo ritmo.

– ¡Holaaaa!

Los saludo con la mano y ellos, sin dejar de remar, me sonríen. Uno alza la barbilla de golpe, como si quisiese devolverme el saludo, y después desaparecen como han venido, a toda velocidad, siguiendo la corriente del Tíber.

Entonces me vuelvo a sentar, me tiendo al sol en la tumbona, apoyo la espalda y cierro los ojos. Sí. Se está de maravilla, y puedo asegurar que ha sido la tarde más bonita de todo el mes de noviembre.


Darío, el padre de Carolina

Soy el padre de Carolina. Me llamo Darío. Tengo cuarenta y ocho años, soy licenciado y trabajo en el policlínico. Si hay algo que no soporto son los discursos vanos, y que nadie se esfuerce de verdad por las cosas realmente útiles. Las prácticas. Las serias. Las que desde siempre han hecho avanzar el mundo. Te pasas la vida trabajando, luchas por esto y por lo otro y, en todo caso, poco por ti. Crees que has cumplido con tu deber, que te has sacrificado bastante, pero después las cuentas nunca cuadran y, empezando por tu propia familia, nadie te paga lo que te debe. Y sigues así hasta que un día mueres. La vida. Todo el mundo pide sin dar nada a cambio. Todo el mundo roba y les sale bien. Y, en cambio, tú, que intentas ser honesto, sales siempre malparado. Incluso en casa, donde jamás puedo estar en paz. Me gustaría volver y, al menos una vez, encontrarlo todo hecho, que las cosas fluyeran sin mayores obstáculos. Me gustaría ver a mi hijo Giovanni estudiando libros serios para aprobar los exámenes en lugar de perder el tiempo con esos sueños inútiles y el deseo absurdo de escribir. Porque no lo conseguirá. Los soñadores no tienen nada que hacer en este mundo. Basta con mirar alrededor. Con un diploma de medicina en el bolsillo, en cambio, al menos podría hacer algo. Por no hablar de lo que cuesta mantenerlo. Al menos se compraría una casa y así tendríamos un poco más de espacio en la nuestra. Porque nadie parece pensar nunca que aquí no estamos tan anchos. Y cuando uno cría a un hijo hasta los veinte años le gustaría que le diese alguna satisfacción, ¿no? Espero que Alessandra no me decepcione tanto. No va lo que se dice muy bien en sus estudios, pero creo que podrá obtener un diploma, y después podría trabajar como secretaria en un bufete de abogados o en un despacho comercial. Creo que encajaría. A fin de cuentas, a ella la universidad no le interesa. También me gustaría que se vistiese un poco mejor. Es guapa, eso sí, pero a veces resulta demasiado llamativa. Asegura que es la moda de hoy. A mí no me gusta y, sobre todo, detesto que la gente haga comentarios. Intento transmitirle esas ideas, pero no sirve de nada. Su madre le deja comprarse siempre lo que quiere. A Carolina no acabo de entenderla. Tengo la impresión de que, a medida que crece, se va pareciendo más y más a Giovanni. Y eso me preocupa. Cuando discuto con mi hijo, ella sale en su defensa, y también mi mujer. Y eso no se hace, quiero decir que los padres deberían tener una línea de conducta común, y no contradecirse el uno al otro delante de los hijos. Por eso crecen así. Me gustaría que Carolina pasase un poco más de tiempo en casa, sólo tiene catorce años. Después nos lamentamos de que las cosas van mal, y se oyen todas esas historias en televisión. Hace falta disciplina. Y a un padre que se pasa el día fuera de casa trabajando para llevar dinero a su familia le gustaría que su esposa fuese capaz de controlar un poco más las cosas, ¿no? De lo contrario, ¿para qué sirve todo? ¿Por qué se crean las familias? Y encima tengo que oír todos esos discursos inútiles de mis hijos. Tienen demasiados amigos acostumbrados a tener el plato en la mesa sin tener que hacer ningún esfuerzo. Sueños y amor, ¡ya me gustaría a mí! ¡Pero antes hace falta el dinero! Después puedes estar seguro de que realizarás tus sueños y de que encontrarás fácilmente el amor. No obstante, el dinero no se gana con trabajos modestos como el mío o el de mi esposa, y menos aún escribiendo libros. Porque, vamos a ver, ¿tanto les cuesta entender a mis hijos que si les digo que se esfuercen y que están en las nubes lo hago por su bien y no para hacerles sufrir? Sin embargo, da la impresión de que nadie lo entiende y siempre consiguen que, al final, me enfade y grite. Ahora bien, nadie me apoya, sólo Alessandra de vez en cuando, pero lo hace porque quiere que le dé permiso para hacer algo, sólo por eso. Me gustaría que mi esposa me apoyase un poco más. Nunca nos acostamos a la misma hora, ella se va a la cama antes, yo después, y cuando llego ella duerme ya. Ni siquiera sé si nos queremos o si, en cambio, seguimos juntos por inercia… Además, se ha abandonado un poco, ya no se cuida tanto. Quizá, si alguna noche la encontrase más arreglada, peinada y maquillada en lugar de con esa cara tan pálida y siempre con los mismos vestidos… En cualquier caso, creo que el amor de las parejas se acaba al cabo de un año como mucho. Luego, si las cosas van bien, se transforma en estima y afecto. El amor es cosa de las películas y de los libros.


Diciembre

Tres cosas que odio: cuando no mantengo una promesa, los problemas de geometría sólida y el pelo ingobernable.

Tres cosas que me gustan: las tarjetas de Navidad hechas a mano, los regalos que la noche del 24 se dejan en el buzón y el 31 de diciembre.

Tres comidas que me encantan: el arroz cantonés, el chocolate y las patatas fritas que hace mi madre.

Tres cosas que no pueden faltar en mi mochila: el iPod, el desodorante y la agenda.

Tres cosas que me gustan de mi habitación: los peluches, los almohadones de la cama y las innumerables fotografías que tengo sobre el escritorio.

Tres cosas que querría cambiar de mi habitación: el armario pequeño, la alfombra vieja con los círculos y la tabla de uno de los cajones rotos de la mesilla.

Diciembre ha sido un mes aún más increíble. Me ha hecho descubrir algo que jamás habría imaginado o, mejor dicho, de lo que había oído hablar y que, de alguna forma, había intentado comprender. Sólo que pensaba que era todo una exageración, es decir, me parecía imposible. El final de un amor.

Pero antes os contaré lo del bien alto que me pusieron en italiano. He escuchado Parlo con te, de Giorgia. El silencio. Todo ese vacío que se produce a veces. Que cierto es. Cuántas palabras digo a la gente sin decírselas realmente. Será que estarnos en diciembre. Será que los días cortos me producen un poco de melancolía. Será que mañana tengo el examen de inglés y que debo acabar un trabajo de arte y no tengo ganas. Será, pero cuando escucho esa canción me parece la pura verdad. Es delicada, mía. Será que, como os decía, esta mañana me han devuelto el examen de italiano. Un bien alto. Jamás he entendido qué quiere decir ese «alto». ¿Muy bien? ¿Realmente bien? Ni idea. En cualquier caso, ya el título me había hecho sonreír y me había puesto de buen humor: «Descríbete a ti misma y a tus padres. Lo que no saben, lo que querrías decirles y lo que nunca tendrás el valor de decirles»

Una palabra. Es obvio que siempre hay que mentir un poco. Sea como sea, he aceptado el reto, si bien pienso que los profesores proponen esos títulos porque son peores que agentes de mi servicio secreto. En cualquier caso, al final escribí algunas cosas ocultando lo más grave.

Queridos papá y mamá, me llamo Carolina, aunque eso lo sabéis ya porque el nombre lo elegisteis vosotros. Mis amigos me llaman Caro. Para describirme diría que las cancionesFango de Jovanotti o Parlo con te de Giorgia me van como anillo al dedo. Dicen que soy mona. También lo decís vosotros, pero no me lo creo. Lo extraño es que cuando me miro al espejo y os miro a vosotros no encuentro que nos parezcamos tanto, pero la profe de ciencias, que es además la de matemáticas, asegura que es normal: lo atribuye a la genética. De mí cambiaría muchas cosas, como la estatura. Si bien no estoy del todo segura.

Leo muchos libros, incluso aquellos que no entiendo en seguida bien, porque quizá contienen temas difíciles. Aun así, lo intento. Son los libros que saco de la estantería de Giovanni, mi hermano, al que también llamamos Rusty James. Me encanta la música y me gustaría ser disc-jockey, pero me da vergüenza Tengo dos amigas íntimas, Alis y Clod, que, en realidad, se llaman Alice y Claudia, pero Alis y Clod me parece más bonito. Como sabéis, estoy en tercero de secundaria y voy…, bueno, depende, ni fenomenal ni de pena. «Tengo golpes de suerte» -como dice el profe Leone- que me procuran unos resultados inesperados en las notas» Tengo también miles de sueños, y todavía conservo el valor de realizarlos. Es decir, creo en ellos, pese a que también tengo miedo. Me gustaría que en casa comiésemos juntos y con la televisión apagada, pero eso nunca sucede. Me llevo bien con mis hermanos, excepto con mi hermana; mucho mejor con mi hermano. Me gustan los atardeceres porque significan que he pasado un día más, puede que incluso bueno. Me encanta el mar porque el agua es blanda y moldeable, se transforma en lo que tú quieres. El colegio también me gusta, a pesar de que siempre tengo muchos deberes y exámenes que hacer. Trato siempre de hacerlo lo mejor que puedo. Cuando me preguntan me avergüenzo un poco y me pongo toda roja, pero hablo mucho y al final siempre me las arreglo. La gente a veces no comprende que lo hago por timidez, pese a que no lo parece porque soy una charlatana. A ti, papá, me gustaría pedirte que escuchases un poco más a los demás, porque en ocasiones los demás también tienen razón, y que no te defiendas siempre, que la vida es bonita y debes disfrutarla. A ti, mamá, te digo que eres fantástica, muy dulce, y que sería bueno que hubiese muchas más personas como tú en este mundo. A mi hermana me gustaría pedirle que fuese un poco menos superficial, mientras que a mi hermano le digo que es un tío genial. Él es mi modelo, lo quiero con locura porque saca sus cosas adelante con mucho valor, y creo que llegará muy lejos Quizá sea la persona de la familia a la que más me parezco. Mientras que Ale es idéntica a mi padre… Y mi madre, pese a ser la que nos ha traído al mundo, se pasa la vida intentando mediar entre nosotros, es decir, tratando de evitar que riñamos. ¿Cuáles son las cosas que jamás tendré el valor de decir a mis padres? ¡Si las contase tendría la impresión de estar desviándome del tema! Mejor dicho, me parecería que no he tenido el coraje necesario para decírselas directamente a ellos. ¿No le parece justo como razonamiento, profe? Pues bien, en cualquier caso, tengo un carácter alegre, soy un poco torpe, pero, según dicen, eso forma parte de mi simpatía. Y, por encima de todo, soy muy franca, lo que a veces puede ser bueno y otras malo. En este caso, le confieso sin problemas que esta redacción me ha gustado.

¡Y después concluí con varias citas! ¡Tres columnas y media! ¡Además, la reflexión, sobre el valor de decirles algo en serio a mis padres y sobre el hecho de que me estaba desviando del tema, y la pregunta directa al profe contribuyeron a que sacase esa nota! En fin, que todo salió a pedir de boca y por eso soy feliz.

Pero la cosa que ha dado de verdad sentido a este mes de diciembre ha sido el final de un amor. Vayamos por partes.

He mejorado en tenis. Ésta es, sin lugar a dudas, una noticia importante. Ale ya no me toma el pelo, pese a que me ha visto salir de casa otras cuatro o cinco veces vestida, como decía al principio, de sófbol. Creo que ha comprendido que ahora puedo asestarle unos cuantos pelotazos. Hasta he estudiado ya la posición: ella llegará al cruce donde, por lo general, se para con la moto, y yo, que me encontraré a unos cinco metros, apuntaré perfectamente a su hombro o al casco, o, si todo sale como pretendo, a la mejilla. Sea como sea, le haré daño. Lo he pensado. O le hago untop spin o un slice. Salta a la vista que también he aprendido la terminología. Lele ha sido de verdad un maestro paciente. Incluso los vecinos de pista de la primera vez tuvieron que reconocerlo cuando me vieron jugar de nuevo.

– ¡Eh, cómo has mejorado! ¡Si incluso las mandas al otro lado de la red!

Bromas aparte, creo que notaron alguna mejoría. En serio, no lo digo para alardear. He mejorado.

Después del 7 de diciembre, nuestra relación dio un vuelco, y no sólo desde el punto de vista tenístico.

– Oye, ¿qué hacemos? ¿Quieres darte una ducha rápida y luego nos vamos a comer?

– Claro, por supuesto-

Subo y le pido permiso a mí madre. Extrañamente, logro convencerla. Bueno, en realidad he metido por medio a toda la clase: le he dicho que hemos organizado una especie de superfiesta en una pizzería para celebrar el cumpleaños de Giacomini.

Antes de salir anoto la mentira en el diario para no repetir otro día que esa misma persona celebra de nuevo su cumpleaños. Mi madre no tiene buena memoria, pero algunas cosas, no sé por qué, las intuye o las recuerda de verdad. O, lo que es más probable, se da cuenta de que le estoy mintiendo. Clod y yo pensamos una vez que no estaría de más que organizasen un «curso de mentiras». En nuestro colegio hay un curso de teatro por las tardes y, gracias a él, he visto mejorar a algunos chicos, actuar a final de año mejor que otras veces. A todos nos ayudaría hacer un curso para aprender a mentir. ¿Quién no se ve tarde o temprano en la necesidad de decir una mentira incluso para no hacer sufrir, para no dar un disgusto o, sencillamente, para evitar que una persona se entere de algo? ¡Y si no estás preparado te ruborizas en seguida, y eso me pone negra! Lo noto en seguida cuando me sucede, entiendo que quien me mira se está dando cuenta, ¡y entonces me ruborizo aún más! En pocas palabras, que es una trampa mortal…

Clod y yo pensamos que Alis sería una maestra perfecta. Consigue decir mentiras de una forma, pero de una forma… ¡única! Con una frialdad, una tranquilidad, una sonrisa… Bueno, me recuerda a Hilary Duff, y no porque ella diga muchas mentiras, Dios mío, la verdad es que no lo sé, sino porque actúa bien y me cae fenomenal, de manera que, equiparando a Alis con ella, me parece dar a mi amiga la importancia que se merece.

Todavía recuerdo un día en su casa. Estábamos bailando y saltando sobre su cama que, como no podía ser de otro modo, es superancha, ya que es la única que, con catorce años, tiene una de matrimonio. La televisión estaba encendida y escuchábamos la MTV a todo volumen, un vídeo de Finley,Questo sono io. ¡Y los imitábamos perfectamente! ¡Me encanta cuando hacemos eso las tres! Además, Alis, porque siempre tiene que ser ella, estaba fumando y quería que nosotras probáramos también, a lo que Clod y yo nos negábamos en redondo.

– Venga, probad.

– No.

– ¡Pero si es genial!

De improviso, se para.

– Chsss…, ¡silencio!

– ¿Qué pasa, Alis? ¿Qué ocurre?

– El ascensor…, debe de ser mi madre.

Abre la ventana y tira el cigarrillo, coge un chicle y lo mastica a toda velocidad. Se pasa la lengua por los labios y a continuación lo tira a la papelera. Justo a tiempo.

– ¿Alice? ¿Estás ahí, Alice?

– Sí, mamá, estoy en la habitación.

Llega su madre.

– Hola…, ah, veo que estás con tus amigas.

– Buenas tardes, señora.

Grazia, la madre de Alis, mira alrededor y aspira dos veces por la nariz olisqueando el aire.

– ¿Estabais fumando?

Alis la mira dejando caer los brazos.

– Sí, mamá-

La madre se queda sorprendida y Alis cambia de repente de expresión.

– ¡Era broma! Giorgio ha estado aquí y se encendió un cigarrillo…

– Pero…

– Le dije que tú no querías y, de hecho, abrí la ventana… Perdona, mamá.

Y se precipita sobre ella para abrazarla y le da un beso con sabor a menta.

– Vale, vale… No obstante, dile a ese tal Giorgio que fumar es malo… ¡Si empieza a vuestra edad…!

– Descuida, mamá, se lo diré.

La madre de Alis sale de la habitación con una gran sonrisa en los labios, dedicada exclusivamente a la inocencia de su hija. ¿Os dais cuenta? Es genial, incluso ha sido capaz de bromear sobre el hecho para hacerle creer que era posible, que hasta podía decírselo, pero que, en cambio, no era cierto. ¡Y, sin embargo, lo era! Y en cuanto su madre ha salido por la puerta, una vez pasado el peligro y la posibilidad de que pudiese volver a notar el olor a humo, ¿qué ha hecho Alis? ¡Ha vuelto a encender un cigarrillo! ¡Si no es la supercampeona de las mentiras, me pregunto quién será! Pero bueno, a mi manera yo también me las apañé el 7 de diciembre, o quizá mi madre quiso creerme. En todo caso, le dije que pasaba a recogerme Lele, un amigo del supuesto cumpleañero, Giacomini, que tenía quince años y medio. Afortunadamente, esa noche mi madre estaba sola en casa, y desde la ventana podía confundir el Smart de Lele con un Aixam.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes. Caro?

– No, nada, Lele…

– ¡No me creo que no sea nada!

– Vale… ¡Me río porque ya sé que esta noche me saltaré la dieta!

Lele me mira risueño.

– ¡Bien! Adoro a la gente que adora comer. Además, con todo el deporte que hemos hecho, tienes justificación de sobra.

Le sonrío. En realidad estaba pensando que tengo un pequeño problema con la edad. Debo imitar un poco a Alis. ¡A mi madre le he dicho que Lele tiene quince años y medio, y a Lele que yo tengo catorce y medio!

– Es cierto. -Vuelvo a sonreír-. ¡Mi hambre está de sobra justificada!

Piazza Cavour. Un restaurante chino que, por el aroma, parece exquisito. Nos sentamos y en un abrir y cerrar de ojos llega Paolo para preguntarnos lo que queremos comer. A ver…, ¿un chino que se llama Paolo? No puede ser…

– ¿Qué vas a tomar?

– Unos rollitos de primavera, arroz cantonés y pollo al limón.

– Yo tomaré lo mismo, sólo que el pollo lo prefiero con almendras. Ah…, y tráigame también agua sin gas… -Se dirige a mí-. ¿O la prefieres con gas?

– No, no, sin gas me parece bien.

– En ese caso, una botella de agua sin gas y una cerveza china.

Paolo hace ademán de marcharse y Lele le sonríe.

– Gracias.

Me encantan las personas que son amables con los camareros. Quiero decir, cuando vas a los sitios y pagas, ellos deben ser educados contigo, pero en cualquier caso es bonito demostrarles cierta consideración. En esto Alis es rara, por ejemplo. ¡Quiero decir que ella jamás da las gracias a nadie! Cuando va a esos sitios da la impresión de que tiene derecho a todo. Es extraño. En cambio, con nosotras siempre es amable, parece que siempre nos atribuye mucha importancia, nos hace sentir por encima de ella, e incluso de los demás. En fin…

El caso es que llegan los platos que hemos pedido y en seguida nos ponemos a comer y poco menos que dejamos de hablar, excepto para decir:

– Mmm…, ¡qué rico!

– ¿Puedo?

– Claro.

– El tuyo también está bueno…

Nos sonreímos. Los platos están deliciosos. Además, he de decir que Lele come muy bien. Dios mío, sé que puede parecer un pensamiento un poco extraño, pero el hecho de que la gente coma correctamente significa mucho para mí. Es decir, con la boca cerrada, masticando lentamente, bocados pequeños, sin prisas, charlando de vez en cuando. Porque hay personas con las que no es agradable compartir la mesa. ¿Nombres? Mi padre. Mi hermana Ale, que ha salido a él en todo, o eso creo, mientras que mi hermano y yo nos parecemos más a mi madre. Y también Clod, quien, sin embargo, y si bien come de forma particular, al final consigue hacerme reír. Aunque en eso no sé soy demasiado parcial.

Le cuento a Lele algunas cosas del colegio y de mis amigas.

– Hay varias chicas en clase que saben jugar al tenis, pero todas simulan que no tienen ni idea porque temen que Raffaelli, una tipa insoportable que, además, es un poco gafe, quiera jugar con ellas. ¿Y tú?

– ¿Yo, qué?

– ¿Cómo te encuentras en la universidad?

– Oh, bien, tranquilo. Estoy en primer curso. Estudio derecho romano. Perdone… -llama a Paolo, que se acerca de inmediato-. ¿Quieres algo más?

– Me apetecen esas bolitas…

– ¿El helado frito?

– Exacto.

– Vale, en ese caso, tráiganos tres bolas de helado frito y la cuenta, gracias.

Poco después nos comemos las bolitas mientras nos reímos; yo devoro la de chocolate, porque es la última y la más rica. Lele bebe una grapa con aroma de rosas y luego salimos del restaurante. Es de noche. Son las diez. Hace frío.

– ¿Vamos al Zodiaco?

– Sí, pero ¿qué hay allí?

– Deben de haber montado el pesebre…

Subimos por una calle llena de curvas. Conseguimos aparcar el Smart con facilidad. Varias personas, en su mayor parte adultos, están contemplando el nacimiento.

– ¿Has visto? Todavía falta el Niño Jesús.

– Lo pondrán el día de Navidad.

– Ah, claro.

Qué tonta. Nos alejamos en silencio. Caminamos por una pequeña avenida con vistas a la ciudad.

– Desde aquí arriba, Roma se ve preciosa de noche…

– Sí…

Lele se apoya en la valla.

– Tú también…

Acto seguido me toma a mano, juguetea con ella por unos instantes y a continuación me atrae hacia sí y me da un beso. Cierro los ojos y me pierdo en sus labios.

Sopla una brisa ligera, fresca, no muy fría. Y yo me dejo transportar por su beso, No sé qué pensar, es decir, me gusta, sí, tiene un buen sabor. No obstante… ¡Eso es! ¡Lo que ocurre es que no me lo esperaba, en serio!

Cuando dejamos de besarnos permanecemos un rato en silencio con las bocas muy juntas. Luego nos separamos y nos sonreímos. Lele exhala un hondo suspiro.

– Perdona.

– ¿Por qué?

– Bueno… he tirado con fuerza de ti y…

– No, no, me parece bien…

Se acerca de nuevo.

– Juegas muy bien al tenis.

Y me besa de nuevo. Esta vez lentamente, sin prisa, con dulzura, acariciándome el pelo. Vale. Todo va bien. ¡Pero podría haberse ahorrado esa frase! ¿Qué habrá querido decir? ¿Quería hacerme un regalo? Quiero decir, ¿que si no fuera buena no me habría besado? Puede que esté exagerando. Quizá le esté dando demasiadas vueltas. Pero es la primera vez que salimos al margen de las clases de tenis. En fin, ¡que no me esperaba que me besase esta noche! De hecho, más tarde, mientras volvemos a casa en coche, me siento extrañamente cohibida. Me refiero a esos extraños silencios que se van prolongando a medida que avanzas, que se van agrandando, y cuanto más piensas en ello menos palabras encuentras para romperlos. Al final, como sucede a menudo…

– Bueno, ¿qué dices?

– ¿Por qué no hacemos…?

Hablamos a la vez. Y al cabo de unos instantes, vuelve a suceder:

– No, quería decir…

– Eso es, decía…

Y al final te echas a reír y, de una manera u otra, te ves obligado a tomar una decisión.

– ¡Está bien, Caro, habla tú!

– No, quería decir, ¿crees que podré jugar un partido alguna vez? ¿Seré capaz de hacerlo?

– Oh, sí, claro… Estaba a punto de decirte precisamente eso, podríamos jugar de verdad algún día, es más competitivo, se corre más y se hace más deporte, vaya. ¡Así podrás comer lo que quieras después!

Me echo a reír, pero en mi fuero interno pienso: ¿qué habrá querido decir? ¿Que en realidad no he corrido bastante? ¿Que cuando juego es como si no jugase? En ese caso, ¿por qué ha dicho que soy buena? ¿Para besarme? Siempre igual… Bueno, ya hemos llegado a casa.

– Aquí estamos.

Lele se detiene unos metros más allá de la verja.

– Me alegro de que hayamos salido esta noche.

– Yo también…

Me mira en silencio. Yo agacho la cabeza y miro las llaves que acabo de sacar del bolsillo. Juego con ellas entre las manos. Ya. Por fin me las han dado, si bien creo que es sólo por esta noche. Lele apoya su mano sobre la mía. La miro. Después a él. No he entendido nada de esos discursos sobre el tenis, pero al menos estoy segura de una cosa y quiero decírselo.

– Me encantaría volver a verte, pero antes quiero decirte algo.

– ¿Qué?

– Tengo trece años y medio.

– Ah.

Lele levanta su mano de la mía. Luego se vuelve lentamente hacia la ventanilla. Me quedo callada por unos instantes, escrutándolo. Él mira afuera.

– Lo siento, Lele, no quería mentirte. Ni siquiera sé por qué te lo dije… Pero sigo siendo la misma. O te gusto o no. No creo que ese medio año de diferencia pueda convertirme en otra persona.

De nuevo el silencio. Después Lele se vuelve hacia mí y de improviso me sonríe.

– Tienes razón. No sé qué me ha pasado. ¿Jugamos el lunes?

– ¡Claro! ¡Un partido!

Y esta vez soy yo la que se inclina hacia él y lo besa. Pero en la mejilla. Después hago ademán de abrir la puerta. Lele me agarra un brazo y me atrae hacia sí. Me da un beso. En la boca. Un poco más largo que el de antes. No sé por qué, esta vez tengo la impresión de que se agita demasiado. Su lengua parece enloquecida. Me entran ganas de echarme a reír pero me contengo, y al final noto que me toca un pecho con la mano. ¡No! Lo hace muy de prisa, ¡lo aprieta como si fuese una pelota! ¡Vaya tela! Consigo desasirme de su abrazo y acto seguido, poco a poco, con dulzura…

– Debo marcharme… Hablamos mañana.

Me escabullo del Smart y me precipito hacia el portal sin volverme siquiera.

En el ascensor. El corazón me late a toda velocidad. Respiro profundamente. Más aún. Debo calmarme. Por otra parte…, mejor que Cenicienta…, son las once y media. Pero no estarán todos durmiendo. Giro la llave en la cerradura. Y…

– ¿Eres tú, Caro?

– Sí, mamá.

Se acerca a mí procedente del salón.

– ¿Y bien? ¿Cómo ha ido?

– Oh, de maravilla, hemos ido a comer una pizza aquí cerca.

– ¿Quién ha ido?

– Un grupo…

Noto que busca mi mirada.

– Un grupo, ¿eh?

– Sí, gente del colegio, no los conoces. -Hago ademán de encaminarme a mi dormitorio.

– ¿Caro?

– Sí, mamá, ¿qué pasa?

– ¿Me das un beso?…

Me acerco a ella y noto que, además de darme un beso, me olisquea. Quizá quiera comprobar si he fumado. Al menos en eso no hay problema. Veo que sonríe aliviada.

– Ah, una última cosa, Caro…

– ¿Sí?

– Las llaves.

Las saco del bolsillo de los pantalones y se las pongo en la mano. Estaba cantado. Mi madre sonríe.

– Ya verás como no tardarás en tenerlas, es sólo cuestión de tiempo. Y de confianza.

Me dirijo a mi habitación. Me desnudo. Y, de repente, me vienen a la mente una serie de pensamientos que no tienen nada que ver con lo sucedido. Quizá para disimular la emoción, para sumergirme por un momento en la normalidad. Mañana es la fiesta de la Inmaculada, ¡No hay colegio! ¡Puedo dormir hasta tarde! Sí, me gustaría…, pero mi madre nunca me deja. Me despierta a las nueve como muy tarde y me obliga a limpiar mi habitación. También Ale debería hacerlo, pero ella volverá más tarde, tendrá sueño, se levantará a mediodía, comerá, se duchará, se arreglará y volverá a salir. De manera que no tendrá tiempo de limpiar. Así lo remedia mamá… Mi madre. Que hoy debería haber bajado las luces, los adornos y el árbol artificial porque somos una familia ecológica. No veo la hora de que llegue el día 24 para ir a curiosear los paquetes por la noche. Sí, lo sigo haciendo, pese a que sé de sobra que Papá Noel no existe. Pero ¿por qué se me ocurren ahora estas cosas? Y de repente me doy cuenta, como si hubiese aparecido mi estrella personal: ¡Lele me ha besado! Enciendo el ordenador. Internet. Messenger. Si bien mi madre no quiere que me conecte a esas horas, no puedo remediarlo. Es más fuerte que yo.

«¿Estás ahí?»

Alis me responde al cabo de un segundo.

«Claro que estoy aquí, ¿dónde, si no? ¿Cómo ha ido?»

Se lo cuento todo con pelos y señales: lo de la mentira, el hecho de que él no le haya dado importancia y de que haya estrujado mi teta como si fuese una pelota de tenis. Cuando termino, Alis me escribe un montón de cosas, me tranquiliza y me hace comprender que la historia de Lele podría funcionar y que lo de la pelota se debe a que, en ocasiones, los chicos experimentan unos deseos repentinos que no consiguen dominar. Alis me gusta. Me dice justo lo que quiero oír, todo lo que me gustaría poder contarle a una persona como mi madre, sólo que me da demasiada vergüenza y, además, no sé cómo reaccionaría. En pocas palabras, que Alis es realmente perfecta en esto, digamos que es una especie de madre virtual más flexible que la auténtica. Como si respondiese mi llamada, mi madre abre la puerta en ese momento,

– ¡Caro! Pero ¿qué haces? ¿Todavía tienes el ordenador encendido! ¡Es tarde y tienes que dormir!

– Tienes razón, pero quería buscar una cosa sobre los exámenes de la semana que viene.

– ¿Ahora?

– Sí, de repente he tenido una duda y, si no la resolvía, sabía ya que no iba a poder conciliar el sueño.

Apago el ordenador. Salto sobre la cama y me meto al vuelo bajo el edredón y las sábanas. Mi madre se acerca y me arropa.

– ¿Todo arreglado ahora?

Asiento con la cabeza y, sabiendo qué pregunta vendrá a continuación, me anticipo. Abro la boca

– Me he lavado los dientes…, huele…

Y echo el aliento en su cara.

Mi madre se echa a reír, me abraza de nuevo y me empuja con dulzura la cabeza sobre la almohada. Después se encamina hacia la puerta.

– Mamá…

– Sí…, ya lo sé.

Y cuando sale me deja la puerta entornada. Quizá no sea virtual, pero también ella me entiende de maravilla. Y con una sonrisa, me tiro sobre la almohada y poco después me sumerjo en el mundo de los sueños.

Sí hay algo que me divierte y, al mismo tiempo, me preocupa un poco en diciembre es la proximidad de la Navidad. Me divierte mucho hacer regalos. Me preocupa que no tengo dinero. Si he de ser más precisa y sincera, me preocupa aún más no recibir los regalos que me gustaría. Bueno, todos saben que me encantaría tener un perro. Es decir, que se lo he dicho a todo el mundo, incluso al quiosquero y al del bar donde desayuno de vez en cuando, las pocas veces que llego al colegio con antelación. Algo a decir poco inusual, lo admito… No obstante, creo que este año les he confundido las ideas a todos cambiando de parecer con respecto al regalo. Hasta Franco, el pizzero de la calle del Farnesina, me lo hizo notar el otro día. Acababa de comprarme un buen trozo de pizza con salchichas y patatas por encima, ¡una supercomida completa! Él es el inventor de esa pizza. ¡Yo la llamo pizza Bola! Con eso quiero decir que antes incluso de que te la hayas acabado ya te has hinchado como una bola. En cualquier caso, le comuniqué mi nuevo deseo en materia de regalos, dado que mi madre va a menudo a comprar pizza a su local cuando se le hace tarde, y yo me dije: se lo cuento también a él y así, cuando mi madre pase por aquí, quizá se lo suelte. Franco me miró asombrado.

– Pero, Caro, ¿no querías un perro? ¿Ahora quieres un microcoche? ¡No hay quien te entienda!

– ¿Por qué? A mí no me parece tan difícil de entender…

Y me marché mientras me comía un pedazo de superpizza Bola. ¡Microcoche y perro, las dos cosas! ¿No es posible? ¿Quién lo ha dicho? Sea como sea, todavía me gustaría que me regalasen un perro quizá porque cuando sea mayor tendré tantas cosas que hacer que ya no me quedará tiempo. Bueno, al menos eso creo. Prefiero no pensarlo. En cualquier caso, si me lo regalan, lo aceptaré. Y si me regalan el coche, también. El otro día buscaba una nueva cita para escribir en el diario, porque he constatado que si las uso con comedimiento al profe Leo le gusta, y encontré ésta: «La libertad no consiste en elegir entre el blanco y el negro, sino en sustraerse a esa obligada disyuntiva.» Lo dijo un tal Adorno, y yo estoy absolutamente de acuerdo con él. Así que entre el perro y el microcoche…, ¡me quedo con los dos!

Otro regalo que me encantaría es… ¡Massi! Tú y yo. Unidos para siempre a pesar de que no lo sabes. Más allá del tiempo. Cómplices perfectos. Diferentes porque, de lo contrario, ¿dónde está la gracia? ¿Te das cuenta? ¿Me ves? He visto un vídeo precioso de los Rooney, Tell Me Soon: ¡en él aparece una niña en un dormitorio todo rosa, el grupo entra y le canta una canción! Luego llegan todas las amigas de la protagonista. A mí nunca me suceden esas cosas, ¿ch? Y, por si fuera poco, el cantante está cañón, ¡En mi colegio no hay nadie así! Filo se parece un poco a él, ¡pero mejor no se lo digo o, de lo contrario, montará un concierto con un grupo de versiones y luego me pedirá otro beso con la excusa de que sería como besar al cantante de verdad!

He de decir que este año lo estoy haciendo mejor. He sacado unas fotografías con el móvil a las personas que más quiero y las he descargado en el ordenador. En cuanto acabe de organizar el blog que Gibbo me ha «regalado» abriéndolo en Splinder, las colgaré todas, quizá tiposlide, porque es precioso ver cómo se deslizan en fila. Tal vez incluso les añada algún efecto especial… Mientras tanto, trabajo. Quiero hacer unas tarjetas de Navidad muy coloridas, con muchas fotografías y frases de autores famosos abajo. He encontrado algunas increíbles. Por ejemplo, para el profe Leone: «Enseñar es aprender dos veces, de Joseph Joubert. Nada mal, ¿no? Y también una para la profe Boi, la de matemáticas. Fotografía y frase. Como una que he encontrado en internet: «Sin duda alguna, es posible enseñar a un pavo a subir a un árbol. Ahora bien, ¿no sería mejor contratar directamente a una ardilla?» ¡Al parecer, procede de un manual de técnicas de selección y gestión de personal! Con la de matemáticas no puedo meter la pata, dado que es la materia en que voy peor. Una cartulina roja. He sacado una fotografía donde, por suerte, ha salido realmente bien, y no era fácil porque es un poco rolliza, pero lo peor es que tiene cara de luna llena rodeada por una cabellera abundante y encrespada, recuerdo remoto de sus antiguos rizos. Como frase he pensado la siguiente: «Se debe enseñar a los hombres -en la medida de lo posible, a todos los hombres- que el saber no se adquiere en los libros, sino observando el cielo y la tierra», Comenio. No sé si suena bien, pero a mí me parece bastante positiva. Creo que cuando la reciba podría cerrar los ojos de vez en cuando ante mis carencias, y pensar que no saco lo suficiente de los libros porque aprendo directamente de la vida. O, en el caso de las matemáticas… ¡de Gibbo!

A quien no me quedará más remedio que regalar algo es a mi familia y a Gibbo, a Filo, a Clod y a Alis. Por ejemplo, a mis amigas me gustaría hacerles un regalo personalizado. Las dos tienen ya coche, de manera que me gustaría… ¡llenarles el depósito! Pues sí, dado que la gasolina cuesta una pasta, quizá compre dos bonos en la gasolinera y se los regale. ¡Uno a Alis y otro a Clod! A Clod, que acaba de mandarme un sms a decir poco estúpido: «¿Sabes quién es el patrón de la Navidad? San Turrón», quizá le regale también una recopilación de mensajes más decentes. Ah, me olvidaba de Lele. Claro que me encantaría poder hacerle también un regalo a Massi, pero ¿por qué no me hace él uno precioso y así da señales de vida? Al respecto me viene a la mente una frase de Heráclito: «Quien no espera lo inesperado no lo descubrirá.» La elegí para la tarjeta con la fotografía de la profe de inglés.

Tampoco en esta materia me luzco, que digamos, ¡pero gracias a eso quizá suceda de verdad lo «inesperado»! Me ha gustado tanto que al final la he pegado en el escritorio. Y el hecho de que se esté acercando la Navidad me hace pensar que podría producirse un milagro. En serio. Me parece posible volver a ver a Massi. Con esa esperanza en el corazón, regreso a Feltrinelli. Pero nada, ni rastro de él No hay nada que hacer. Como la noche de las estrellas fugaces en la playa. Cuando ves una debes tener listo el deseo y no dudar ni un instante. ¡Puede que no vuelva a pasar ninguna en mucho tiempo! Ya me ha ocurrido algunas veces. ¡Pasaba la estrella y a mí no me daba tiempo a expresar el deseo porque tenía demasiados en la cabeza y me sentía confundida! En el fondo es como decía Hugo: «El alma está llena estrellas fugaces.» ¿Querrá decir que dentro de nosotros tenemos ya las estrellas y que no es necesario mirar al cielo? A saber.

Quiero apostar sobre los regalos. ¿Qué me regalarán? ¿Otro CD de Finley o de Giovanni Allevi? ¿Un neceser, que, a buen seguro, usará después mi hermana? ¿Un libro? ¿Una bufanda y unos guantes de mi madre? ¿Una memoria USB para el ordenador? ¿Un abono para el cine de Rusty James? ¿O tal vez el cofrecito de «Smallville»? Lo que más me gustaría es encontrar una tarjeta de felicitación en el buzón de correos, introducida personalmente… y firmada por cierta persona. Mientras tanto, aquí, en Feltrinelli, me doy la vuelta de siempre y…

– ¡Buenos días, Carolina!

– Hola.

Bueno, por lo menos Sandro se acuerda de mi nombre. Aunque también es verdad que lo he agotado con la historia de Massi.

– ¡Tengo un libro para ti, ven!

Lo sigo entre las estanterías.

– Aquí tienes…A tres metros sobre el cielo, ¿qué te parece?

– ¡Bah, no lo sé. Una amiga mía lo ha leído y le ha gustado mucho…, ¡pero al final lo dejan!

– Entiendo…, sólo que después, en el segundo libro, tituladoTengo ganas de ti, se comprende que uno no puede quedarse anclado en las historias que ha vivido…

Lo miro. Arqueo las cejas. ¿Se estará refiriendo a mí? ¡Quizá! Pero yo con Massi no he vivido nada. Nuestra relación ni se ha terminado ni ha salido mal. Ni siquiera ha empezado. Estoy segura.

– No, gracias… En estos momentos sólo quiero reírme un poco.

– Bien, en ese caso, éste es muy divertido…El diario de Bridget Jones. Es la historia de una chica de treinta años cuyas amigas o se han casado ya o tienen a alguien, un novio, vaya, y ella, en cambio, es la única que sigue soltera. ¡Te partes de la risa!

Pero bueno, ¿a qué viene eso? Quizá sea una forma de exorcizar la mala suerte de semejante eventualidad. Aún faltan dieciséis años y dos meses para que yo cumpla los treinta. ¡Espero que no me vaya como a ésa! O tal vez sea mejor saber ya lo que puede ocurrir…, ¡para evitarlo!

– Vale, me lo llevo. Pero en realidad he venido a buscar unos regalos para mis dos amigas. Y para mis dos amigos…

La verdad es que ni siquiera sé si a Lele le gusta leer, no lo conozco lo suficiente.

– Bien, cuéntame un poco cómo son ellos y así veré qué puedo encontrar.

Y empiezo a hablarle de Clod, de Alis, de Gibbo y de Filo. He de decir que como grupo no está nada mal. Cada uno de ellos tiene su carácter, sus peculiaridades, pero son muy enrollados. Y, no sé por qué, me siento el nexo de unión de todos ellos. Además, es cierto que cuando estás con un desconocido te resulta más fácil decirle la verdad sobre tus amigos, quiero decir que no finges y no los pones por las nubes porque no tienes miedo de que los juzguen y después te digan, por ejemplo, «pero ¿por qué sales con ella?», como, en cambio, diría mi madre si se lo contase todo sobre Alis. O «¿qué hace Gibbo?». Al final, no sé cómo, le hablo también largo y tendido de Rusty James, o eso me parece, porque no hay quien me haga callar. Y Sandro se ríe al oírlo que le cuento.

– ¡Veo que estás perdidamente enamorada de tu hermano!

– ¡Oh, sí! No sé lo que daría por encontrar a un chico como él…, aunque quizá no exista otro igual. -Me gustaría añadir «Massi», pero no quiero que me considere una plasta, de forma que me contengo-. Y, además, tengo una hermana, Ale. Ella, en cambio, no ha leído un libro en su vida.

– ¡No me lo puedo creer!

– Como lo oyes. Sólo ve «Gran hermano» y alguna que otra vez «La isla»…, ¡eso es todo!

Sandro sonríe.

– Eres demasiado destructiva, no te creo… ¿Por qué le tienes ojeriza a tu hermana?

– Es ella la que me odia a mí.

Sandro suelta una carcajada.

– Entiendo. Necesitáis un buen regalo… Un buen libro que os ayude a hacer las paces.

– No, lo que pasa es que somos muy diferentes. A mí me parece bien todo lo que hace, ¡pero ella, en cambio, me toma siempre el pelo y no deja de criticarme!

En ese momento pasa Chiara, la dependienta por la que Sandro se derrite. Se ve a la legua que le gusta por el modo en que la mira. Esta vez lleva el pelo suelto.

– Eh, veo que ya sois pareja… ¡Estoy empezando a sentir celos!

Y se aleja riéndose con una sonrisa preciosa en los labios. Es una persona alegre, lo digo en serio, exuda felicidad por todos sus poros. Aunque quizá no sea verdad, tal vez tenga una vida corriente y no sea especialmente afortunada, yo qué sé, y hasta puede que tenga muchos problemas. Lo que importa, sin embargo, es que muestra a los demás su mejor lado: la sonrisa. Quizá sea ésa su manera de reaccionar a las cosas. Eso creo. O, al menos, es lo que me parece percibir cuando pasa por nuestro lado, la veo hablar o en compañía de los demás. Y supongo que no se debe al mero hecho de que sea una dependienta, una mujer que debe mostrarse amable en su trabajo. Algunas cosas se tienen o no se tienen y, al final, bueno, supongo que se notan. Parece buena y generosa. Y puede que demasiado perfecta para llevarse bien con Sandro. Aunque, en el fondo, ¿yo qué sé? En cualquier caso, no se lo digo. Se ha alejado ya. En lugar de eso me ha venido a la mente otra cosa.

– Pero ¿por qué no se lo has dicho?

Sandro me mira sorprendido.

– ¿A qué te refieres?

– Yo qué sé, cuando ha hecho ese comentario, podrías haberle respondido algo así como: «¡Si estás celosa, la pareja podríamos formarla tú y yo!»

Sandro se ruboriza. Lo entiendo, y me pregunto si no habría sido mejor no decirle nada, desentenderse como hace la mayoría de la gente, pero así al menos se espabila. Además, es bonito interesarse sinceramente por los demás. A mí me gusta. No lo hago por ser cotilla., al contrario, quiero que los demás sean felices, y creo que si pretendes que lo sean ellos… ¡al final tú también lo eres! Lo decía Ligabue: «Creo a ese tipo que va diciendo por ahí que el amor genera amor…»

De manera que insisto.

– Las mujeres apreciamos que nos digan ciertas cosas, ¿sabes?… Puede que incluso le resultes simpático…, pero si no te lanzas nunca lo sabrás.

– ¿Entonces?

– Entonces también tenemos que encontrar un libro para ti. ¡Es imprescindible que te declares!

Sandro sacude la cabeza y se echa a reír.

– Vamos a buscar los libros para tus amigos, venga…

De manera que, media hora después, salgo de la librería con noventa y nueve euros menos y un montón de regalos más. En concreto: Reencuentro. de Ulhman, para mi hermana Ale, a ver si así nos reencontramos de verdad… Después Rebeldes, para Rusty James, dado que lo llamamos así a raíz de esa película que él cita siempre pero que nunca ve porque no la tiene. Para Gibbo, una funda de tela para el móvil en la que figura escrito «Genio rebelde» y un cuaderno de matemáticas con test. Para Filo, una entrada de teatro para ver el musical Notte prima degli esami. Para Clod, el DVD de Chocolat y una cajita de tartufos de chocolate de Alba. Para Alis. el DVD de El diablo viste de Prada. Para Lele, en cambio, no he encontrado nada. Quiero decir que no he encontrado nada que acabase de convencerme. Por otra parte, apenas nos conocemos y no nos hemos visto tanto, exceptuando los partidos de tenis y la noche del Zodiaco. ¡Esa única noche! Pienso que los regalos no se deben hacer al azar, y que tampoco hay que elegir lo que nos gustaría recibir a nosotros.

A Lele, no sé, me gustaría regalarle una sudadera, sí, una bonita sudadera de color azul claro. ¡Mejor aún! Se me ha ocurrido una idea superguay. ¡Quiero comprobar si logro hacerlo!

Deambulo un poco por el centro y encuentro un regalo para mis padres, es mono, creo que les servirá y, además, cuesta poco. Lo compro y sigo paseando. Es curioso, en diciembre las calles cambian por completo de aspecto. Veo todas esas estrellitas luminosas colgadas en lo alto, y los dibujos de Papá Noel, y el algodón en rama que simula la nieve en los escaparates de todas las tiendas. Chicos y chicas que caminan risueños, algunos cogidos de la mano, otros más apresurados de lo habitual, persiguiendo a saber qué extraño pensamiento. Dos amigas, algo mayores que yo y también que Alis y Clod, caminan abrazadas. Una de ellas lleva metida la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros de su compañera. Entones, con la de delante coge algo del bolso de su amiga, creo que una nota, y echa a correr, la otra se precipita detrás ella.

– ¡Párate, venga! ¡No quiero que la leas, vamos!

Y desaparecen así, en medio de la multitud que sigue fluyendo tranquila, lenta como un río humano, absorta en sus pensamientos, en sus pesares y en sus alegrías.

Bueno… Ya está bien de ideas extravagantes. Parezco Carolina la filósofa… Cuánto me gustaría ser, en cambio, Carolina la enamorada. Llego a la parada del autobús y me detengo a esperarlo. Miro alrededor. A mis espaldas hay un escaparate lleno de vestidos, de caminas a ciento setenta euros, de suéteres a doscientos ochenta y de cazadoras a trescientos setenta. Pero bueno, ¿quién podrá permitirse esas cosas? Quiero decir, ¿a qué se dedicarán los padres de una chica que se vista con ropa semejante?

Aunque, pensándolo bien. Alis lleva prendas aún más caras. ¿Y qué hacen sus padres? ¡Están separados! No acabo de entender si el hecho de separarse te hace rico o es el hecho de ser rico el que te lleva a separarte. Tengo que preguntárselo a Alis. Pero antes, quizá deba buscar la manera de planteárselo.

Aquí llega el autobús. Pasa por delante de mí. Retrocedo un poco porque va muy pegado a la acera. Caramba,…, no me lo puedo creer. Cuando se detiene y se abren las puertas veo que se apean los dos chicos que me robaron el móvil ¡Son ellos! Estoy segura. Uno de los dos lleva puesta la misma cazadora horrorosa. Lo recuerdo como si fuera ayer. Me empujó varias veces antes de bajar y sólo vi esa espantosa cazadora de color verde claro, igual que su pelo, que su cara, o que su estúpida risotada de asqueroso ladrón… rumano. Y no lo digo porque sea racista. Joder, por supuesto que no lo soy. Por mí podría ser incluso de Parioli. Respeto a todo el mundo, pera ante todo quiero que me respeten a mí, y también mis cosas. Sea cual sea su nacionalidad. También odio a los chulos de las familias ricas italianas que nos mangan cosas en el colegio. Odio a los canallas, a los que abusan de los demás, poco importa de dónde vengan o cómo se llamen o se vistan. Odio a los que no respetan la vida y la serenidad ajenas. Odio a los que, en lugar de pedir lo que no es suyo, lo roban. Y te dejan así indefenso, impotente, aturdido y triste. Y querrías ser uno de esos superhéroes dotados de armas secretas y de poderes mágicos a los que les basta con mirar al tipo para, ¡zas!, hacerlo desaparecer.

El autobús ha cerrado las puertas y se ha alejado. Pero yo no he subido. Camino detrás de ellos con el paquete en cuyo interior está el plato de Navidad que les he comprado a mis padres y una bolsa con los regatos de mis amigos.

Pero ¿qué voy a decirles? Bah, ya inventaré algo. Debo ser amable, tengo que procurar que se sientan a sus anchas. ¿Os dais cuenta? ¡Qué absurdo! Debo hacer que se sienta a sus anchas una persona que me ha robado el móvil. Y, por si fuera poco, con el número de Massi dentro.

A medida que los sigo voy pensando. Y a medida que pienso me voy poniendo más y más nerviosa. A medida que me pongo nervosa siento deseos de ser más fuerte, más robusta, y de saber zurrar de lo lindo. O, sencillamente, de que Rusty James esté aquí conmigo. Oh, entonces sí que recibirían

una buena tunda. En realidad tampoco son tan grandes. Son dos tipos corrientes y molientes. Pero son dos… y, un pequeño detalle, se han dado cuenta de que los estoy siguiendo.

– Oye. ¿la has tomado con nosotros?

– Esto…, sí… Quiero decir, no…, mejor dicho, sí.

– A ver si te aclaras, ¿sí o no?

¡Qué rumanos ni qué niño muerto! Con ese acento, esos dos son de Roma, y de lo peorcito. Bueno, al menos así nos entenderemos mejor.

– Pues es que creo que hace algún tiempo perdí mi móvil. Un Nokia 6500 Slide como… -Se me ocurre la brillante idea de sacar del bolsillo el nuevo que me regaló Alis. Pero ¿y si luego me quitan también éste?-. Como ese que sale en los anuncios…

– No sé a cuál te refieres, ¿y qué? -dice uno de los dos, el más grande y, según parece, el más canalla. Por lo visto, no sabe de qué estoy hablando.

– Bueno, no importa… En fin, que lo perdí en el autobús, en el mismo autobús en el que viajabais vosotros.

– ¿Nosotros?

– Sí, estabais hablando, y yo os vi y he pensado que tal vez os disteis cuenta y lo recogisteis…

Me miran.

– Sí, en fin, que bajé y se me cayó, y vosotros lo recogisteis y teníais intención de devolvérmelo, sólo que el autobús cerró las puertas y arrancó de repente… y vosotros no pudisteis…

Ahora parecen más bien perplejos.

– ¿Nos estás tomando el pelo? ¿Te estás cachondeando de nosotros?

– Jamás se me ocurriría hacer eso… Sólo quería deciros una cosa…, ¿por casualidad no tendréis todavía la tarjetita, en fin, mi SIM?…

Uno de ellos arquea las cejas. El otro lo imita. Y, ahora, ¿cómo salgo de ésta? No sé qué hacer. Qué más decir. Podría renunciar a alguno de los regalos y ofrecérselo como rescate pero ¿qué narices les importará a esosChocolat o, peor aún, Reencuentro? Piensan que me estoy choteando de ellos, de manera que juego la carta de la conmiseración.

– Tenía el número de un amigo… Lo quería mucho. Ha desaparecido, no lo encuentro. Quizá haya muerto. Estaba tan mal… Quería hablar con él al menos por Navidad… Si no lo llamo, ¿qué pensará? Y su número estaba en esa SIM, ¡sólo ahí! No necesito el móvil, sólo la tarjeta.,. Mi SIM…

Me miran por última vez.

– Vámonos, venga ya.

Y se vuelven y se marchan sin dignarse siquiera darme una respuesta, la que sea. Mejor así. Creo que me he librado de una buena… Ufff- Massi…, ahora no podrás decir que no he intentado lo imposible.

Al volver a casa he escondido los regalos en mi armario.

Me he dado una ducha rápida, he cenado algo ligero, no he discutido con Ale y me he ido a dormir. ¿Sabéis cuando estás destrozada, tan destrozada que no ves la hora de pillar la cama? Lamento que Rusty James no esté. Él habría venido a contarme algo o a leerme uno de sus cuentos. Es extraño cuánto se puede echar de menos a una persona en un lugar en el que uno está acostumbrado a que estén todos, cómo cambia ese sitio de repente. O, al menos, yo lo siento así. Y después de notar esa extraña sensación empiezo a adormecerme, completamente exhausta. Sin embargo, antes de dormirme del todo pasa por mi mente una idea que me hace sonreír. Todo me parece maravilloso. Estoy en mi microcoche, es verano y Massi está a mi lado y, como no podía ser de otro modo, escuchamos a James Blunt. Él ha sacado los pies por la ventanilla, los mueve al ritmo de la música, bromea y me deja conducir. Yo llevo puestas mis gafas favoritas y sacudo también la cabeza al ritmo de la música… El mar está a nuestra derecha. Es Sabaudia, el paseo marítimo que tanto me gusta y adonde he ido algunas veces con mis padres. Hay un pinar y, pegadas a él, numerosas dunas de arena barridas por el viento, Y yo estoy ahí con Massi. Nos apeamos del coche. Estamos en la playa, con las olas del mar y unas cometas que vuelan libres en el cielo, y él me ha cogido la mano y yo soy feliz.

Me gustaría que ese sueño se hiciese realidad. Y después de este último pensamiento, me duermo de verdad.

Cuánto disfruto con las asambleas del instituto que dirigen los representantes de clase, ésas tan absurdas en las que, por ejemplo, se decide qué películas de interés para los jóvenes se deberán presentar el próximo año en la sala de proyecciones. Todavía me gustan más cuando se celebran durante las dos últimas horas de la mañana del viernes. Uno puede elegir entre quedarse o salir antes con la autorización de sus padres. Y mi madre me la ha firmado, porque le he dicho que, a fin de cuentas, no servía para nada y que prefería volver a casa a estudiar para el examen del lunes. ¡De manera que aquí estoy, a las once y media! Claro que si de verdad quiero ser puntillosa preferiría que la hubiesen convocado para las dos primeras horas, así podría haber dormido un poco más, pero no se puede tener todo.

El viernes por la mañana la casa está vacía a estas horas. Mi madre está siempre trabajando, mi padre en el policlínico o en el bar con sus amigos durante la pausa que suele hacer en ese momento, y Ale se ha ido a clase. Me gusta estar en casa cuando no hay nadie. Es silenciosa y puedo hacer lo que quiero. Por ejemplo, adoro ir al dormitorio de mis padres y probarme algún vestido de mi madre, un suéter o una falda. No sé por qué. Quizá para sentirla más cercana. Quizá para ponerme algo distinto. Y no porque mi madre siga la moda, al contrario. Ale tiene más cosas, obviamente, pero sus vestidos me espantan. El gusto de Ale es bastante horroroso: si pudiera se pondría ropa llamativa y ajustada incluso para ir al cuarto de baño. Mi madre tiene cosas más sencillas, sin muchos colores, casi todas iguales. Pero son suyas, e incluso cuando era pequeña me las probaba a escondidas; estaba ridícula, porque me quedaban enormes. Abro el armario y veo que en lo alto hay una camiseta que nunca me he puesto. Debe de ser nueva. Ayer era día de mercado y quizá se la compró allí. La verdad es que mi madre apenas pisa las tiendas. Dice que en el mercado se encuentran las mismas cosas a menos precio, y que además no hay dependientas, por lo que también te ahorras sus falsos cumplidos. La gente del mercado es directa y genuina, puedes probarte la ropa sin que nadie te atosigue. La camiseta es mona, blanca, con rayitas azules, con los bordes festoneados en rojo, un poco al estilo marinero que se lleva este año. Debe de sentarle bien. Puede que alguna vez se la coja para salir. Seguro que ni se entera. Pues mira, aprovechando que no está, casi que me la pruebo. Pero cuando estoy a punto de quitarme la camiseta, oigo que llaman.

«Riiiing.»

El timbre.

«Riiiing.»

De nuevo. Uf, tendré que dejarlo para otra vez.

Me acerco al interfono. ¿Quién podrá ser a esta hora? Tal vez mi madre, que sabe que estoy en casa. Quizá quería darme una sorpresa pero se ha olvidado las llaves. Me parece extraño. Y también que sea mi padre. Ale, por su parte, jamás vuelve antes de las dos. A lo mejor es el cartero. Llega siempre hacia mediodía, según mi madre. Levanto el auricular.

– ¿Sí?

– Hola.

En un primer momento no reconozco la voz.

– ¿Quién eres?

– Debbie.

– ¡Debbie! ¡Hola! ¡Ahora mismo te abro!

Pulso el botón para abrir el portón y espero. ¿Debbie? Hace una infinidad de tiempo que no la veo. ¡Demasiado! Y lo lamento porque es muy enrollada. A saber qué querrá. A estas horas, además. Abro la puerta de entrada y oigo que sube el ascensor. Se detiene. Debbie sale de él y ve que la estoy esperando.

– Hola, Caro, así que eras tú la del interfono. Pensaba que no estabas en casa. Creía que era tu madre.

– ¡Debbie! Ven, entra. No, hoy hemos salido antes. Mamá está trabajando… -Me sigue y cierro la puerta-. Pasa, pasa. ¿Quieres tomar algo?

– No. gracias. -Me parece que está un poco rara. Mira alrededor-, ¿Estás sola?

– Sí, todos están fuera. Volverán dentro de poco.

No acabo de entender a qué ha venido.

– Bueno, Debbie, ¿cómo estás? ¿Qué me cuentas?

– Bueno, todo va bastante bien.

– ¿Trabajas todavía, en esa tienda?

– Sí, en la de ropa. Estoy bien, además, trabajo sólo a media jornada, y gracias a eso puedo seguir algunas clases en la facultad por la mañana. ¿Y tú? ¿Qué me cuentas?

– Pues en el colegio va como siempre. ¡Este año tengo el examen, y estoy siempre con mis amigas Alis y Clod!

– ¿Y con tus padres, todo bien?

– Bueno, si, como de costumbre- Me riñen porque piensan que salgo demasiado, Ale me estresa como si fuese una vieja chocha de cien años, y R. J. sigue siendo R. J. ¡Pero eso ya lo sabes!

Le sonrío con complicidad. Se produce un extraño silencio. Quiero mucho a Debbie, es simpática, inteligente, y siempre me ha tratado como si fuese una hermana. ¿Además, es la novia de Rusty James y él siempre las elige bien! Sólo que hoy tengo la impresión de que algo no encaja. No parece la Debbie de siempre.

– Oye, Caro…

– ¡Dime!

Coge su bolso y lo abre. Lo reconozco. Rusty me lo enseñó cuando se lo compró, antes de regalárselo. Es uno de esos grandes y cuadrados, planos, que se llevan en bandolera. Está buscando algo.

– ¿Podrías hacerme un favor?

– ¡Claro!

Saca un sobre de color celeste, uno de esos que se fabrican con capas de papel superpuestas y que parecen de tela bordada, es precioso, Está cerrado, pero sin sello.

– ¿Podrías dárselo a Giovanni luego, cuando vuelva?

Hay preguntas que te dejan estupefacta. No entiendes si la idiota eres tú porque no las pillas, o en realidad es que no tienen ningún sentido. Por si las moscas, prefiero estar callada. ¿Cómo que después, cuando vuelva?, pienso. Giovanni no vuelve. Pero bueno, ¿es que Debbie no lo sabe? Eso es imposible. No sé qué contestarle. ¿Qué quiere decir? ¿Qué está ocurriendo?

– Pero ¿acaso no puedes dárselo tú?

Debbie permanece callada. Se mira los pies. El abuelo Tom asegura que las personas que se miran los pies son las que tienen ganas de huir. Caramba, entonces-…, ¿querrá huir Debbie? ¿Por qué? Me gustaría entender algo.

– Es fin de semana, supongo que habréis quedado esta tarde, cuando salgas de la tienda, ¿no? Además, seguro que tú ves a Rusty con más frecuencia que yo.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Cómo que a qué me refiero? Desde que se marchó de casa ya no lo veo todos los días. Quiero decir que voy a la barcaza, tengo incluso una habitación allí, pero no voy con mucha frecuencia.,.

Debbie levanta de pronto la mirada. Me escruta.

– Pero ¿por qué? ¿Es que ya no vive aquí? ¿Qué barcaza?

Ahora sí que ya no entiendo nada. ¿Será que no estoy hablando con Debbie, con la simpática Debbie, la fantástica novia de mi hermano?

– ¡La barcaza, la del Tíber!

Debbie me parece como una niña perdida en la confusión de un parque de atracciones que no encuentra a sus padres. No es posible que no sepa nada. Se ve que me he saltado algún que otro capítulo fundamental. Voy directa al grano.

– Perdona, Debbie, pero ¿desde cuándo no ves a mi hermano?

– Hace tiempo…

– ¿Mucho o poco tiempo?

Debbie me mira y veo que sus ojos se empañan. Me doy cuenta de que quizá no me he perdido tantos capítulos, pero sí el más importante. Deben de haber roto. Me sonríe, un poco cohibida.

– No sabía que ya no vivía aquí…

Y lo dice con el tono del que acaba de recibir una bofetada de las fuertes, de esas que no te esperas y que en un primer momento casi parece que no te ha dolido. Pero, por descontado, te deja sin palabras. Y la verdad es que no sé qué hacer, qué decir o cómo salir de la situación, pero por suerte me salvo porque veo que Debbie está mirando su reloj.

– Perdona, Caro, es tarde y tengo que marcharme. -Y vuelve a mostrarse sonriente y ligera como siempre. Se encamina hacia la puerta de entrada poco menos que saltando- ¿Me harás el favor de darle esa carta cuando lo veas?

– Sí, sí -le digo mientras la acompaño hasta la puerta.

En caso de que esté mal, lo disimula muy bien. Abre la puerta y llama el ascensor, que llega de inmediato. Debía de estar en el piso de abajo.

– Adiós, y gracias. -Esboza una sonrisa preciosa, a continuación entra en el ascensor, pulsa un botón y desaparece.

Vuelvo a entrar en casa. Me siento en el sofá. Miro el sobre que he dejado encima de la mesita de cristal en cuanto Debbie se ha levantado. Pero ¿qué habrá pasado entre esos dos? Ahora mismo llamo a Rusty y le pido que me lo explique. Uf. Por una vez que una pareja bonita funciona… ¿Será una cuestión de cuernos? ¿Él? ¿Ella? Nooo, no me lo puedo creer, no es posible. Como sea eso, Rusty me va a oír. Y en caso de que haya sido Debbie, bueno, pues será ella la que me oiga. Estoy tentada de coger el móvil, pero luego cambio de opinión. Algunas cosas no pueden hablarse por teléfono. Le escribo un sms: «¡Hola! ¿Cuándo podemos vemos para charlar un poco? Además tengo que darte una cosa», y lo envío.

Miro el sobre una vez más. No está cerrado. Quizá la respuesta esté ahí dentro. Bastaría un segundo. A fin de cuentas, nadie se dará cuenta. Lo cojo y le doy vueltas en las manos. No quiero que esos dos rompan. Pero si lo abro y leo la carta, ¿qué resuelvo? Por otra parte, sólo ellos dos saben lo que pueden hacer… Sí, pero a mí también me gustaría saberlo. ¡Es que siempre he sido muy fan de ellos! Además, dado que debo hacer de cartera, tengo derecho a algún tipo de retribución, ¿no?

Abro poco a poco el triángulo de papel azul. Saco el folio que hay en el interior, doblado en dos. Lo despliego.

– «Amor, perdóname…»

Oigo que gira una llave en la cerradura de la puerta. Ale entra en tromba. Vuelvo a meter la carta en el sobre y la escondo a toda velocidad bajo un cojín.

– Hola… ¿Qué haces en casa? ¿Has puesto a hervir el agua para la pasta?

– No.

– ¿Y a qué esperas?

– A ti.

– Anda ya…

Y se encamina hacia su dormitorio.

Cojo de nuevo la carta, la guardo en un escondite mejor. Quizá la lea después, con más calma. O tal vez no. Puede que sea justo que esas palabras queden entre ellos sin más. Y tras tomar esa última decisión, me dirijo a mi cuarto.

En el colegio no hay nada que hacer, a medida que se acerca la Navidad empieza a sentirse una extraña adrenalina. Además de que el último día celebraremos la fiesta del árbol. ¡Prácticamente todos llevan regalos, que después se sortean! Es muy divertido, sólo que los chicos suelen regalar cosas absurdas, a veces asquerosas. Lo hacen adrede porque les encanta ser transgresores, aguar la fiesta de Navidad.

A Cudini le han quitado ya la escayola. Ha desafiado al profe Leone a jugar con el balón de fútbol. Le ha dicho que, si la toca mejor que él, no debe preguntarle en clase durante todo el mes de enero, concederle una especie de bono por un mes. El profe ha aceptado el desafío.

– Entonces, ¿preparados?… ¡Ya! Uno, dos, tres-

Cuento con el resto de mis compañeros, pero, como no podía ser de otra forma, todos están en contra del profesor.

– Catorce, quince…

Sin embargo, lo hace muy bien. Pelotea tranquilo y sigue adelante.

– Veintidós, veintitrés…

– ¡¡¡Fiuuuuu!!!

Algunos silban, otros golpean los pupitres. ¡Un barullo de padre y muy señor mío! Los demás tratan de distraerlo como pueden, ¡pero él no ceja!

– Treinta y cinco, treinta y seis… -Hace un esfuerzo increíble para seguir-. ¡Treinta y siete! ¡Eeeh…, eehhhh! No lo consigue, no lo consigue…

– Ooooh…

¡Se le ha caído! Todos golpean los pupitres, como en una especie de ola.

– Chsss, chicos, ¡no hagáis tanto ruido, que si entra el director nos la cargamos!… ¿Cómo voy a explicarle este certamen?

– ¿Eh?

– Certamen…, competición. Cudini, competición. «Certamen» quiere decir competición.

– ¡Ah, profe, pero es que a ver quién es el guapo que lo entiende a usted, habla como los aristócratas! Nos confunde las ideas, joder.

Mis compañeros… Unos auténticos lords ingleses, como podéis ver.

– ¡Venga, ahora le toca a ti!

Cudini coge el balón y empieza a darle patadas.

– Uno, dos, tres…

Y yo cuento. No obstante, Cudini salta con dificultad. Todavía tiene las piernas un poco débiles y se apoya en la que se rompió.

– Diez, once, doce…

Cudini lanza lejos la pelota, trata de alcanzarla saltando con una sola pierna, consigue dar un golpe, «trece», y, tratando de dar otro más, resbala y cae al suelo.

– ¡Ay! -Se lleva de inmediato la mano izquierda al codo-, ¡Ay, qué daño! Menudo golpe me he dado.

– Enséñamelo. -El profe Leone se arrodilla en seguida a su lado y le examina el brazo-. No es nada… ¡Menos mal! ¡Sólo te faltaba romperte ahora el codo.

– ¡Pero me arde a rabiar, profe! ¡Veo las estrellas!

– ¡Es verdad! Te has dado un golpe en un punto neurálgico. De ahí parte un nervio que…

En fin, que inicia una explicación que, más que un profesor de italiano, lo hace parecer un profe de medicina. Lo más increíble es que Cudini al final vuelve a levantarse en el preciso momento en que aparece Bettoni, su amigo del alma.

– Mira esto. -Le pone delante el móvil y le muestra la grabación-. Diez, once, doce… -¡Y pum! El vuelo de Cudini.

– ¡Ay, qué daño!

Cudini se echa a reír cuando se ve.

– ¡Menuda leche! Pero… guay, te tronchas. Dámela, que la cuelgo en seguida en YouTube.

– Por eso precisamente te la he enseñado…, con esto obtendrás una buena clasificación. ¡Entrarás disparado entre los mejores!

Y se ríen como locos mientras se alejan cogidos del brazo orgullosos del vuelo y de la posible entrada en la clasificación.

– En cualquier caso, Cudini, he ganado yo, así que prepárate porque mañana mismo te preguntaré en clase.

– ¡De acuerdo, profe…, revancha!

Tarde tranquila. He ido a comer a casa de los abuelos.

Me han contado cómo se conocieron. En una fiesta. Las fiestas de entonces eran distintas de las de ahora, Eran más abiertas y, por lo que me han dicho, todo el mundo era amigo de verdad. Hoy quizá ya no sea así. Siempre tengo la impresión de que hay muchas envidias.

En un momento dado, mi abuelo le ha cogido una mano a mi abuela y se la ha besado con amor. Ella ha cerrado los ojos, daba la impresión de que estaba sufriendo por algo. Luego los ha vuelto a abrir, ha exhalado un suspiro y ha sonreído, como si intentase recuperar un poco de serenidad. Yo no sabía muy bien qué hacer, de manera que me he servido un poco de agua simulando que tenía sed.

Al cabo de un rato, después del postre, mientras mi abuela recogía, me he puesto a curiosear en su librería. He cogido un libro y he empezado a hojearlo.

– Jamie, de veras te amo.

– Lo sé -dijo-. Lo sé, mi amor. Déjame decirte mientras duermes cuánto te amo. No puedo expresarte lo mucho que te amo mientras estás despierta; sólo las mismas palabras, una y otra vez. Mientras duermes entre mis brazos, puedo decirte cosas que sonarían estúpidas estando despierta, pero en tus sueños sabrás la verdad.

EsAtrapada en el tiempo, de Diana Gabaldon. Pues bien, a mí también me gustaría poder dedicarle algún día a Massi unas palabras como ésas. Sí, a él. Porque si después de habernos visto sólo una vez sigue dominando mis pensamientos de esta forma, si todo cuanto siento y pienso y las cosas divertidas que me suceden, en fin, que si lo mejor que me ocurre en la vida se lo dedico a él, bueno, tiene que ser a la fuerza una persona especial. ¿O acaso yo soy una soñadora empedernida?

Bueno, prefiero pensar que es mérito suyo y no culpa mía. Sea como sea, al volver a casa me encuentro a Gibbo abajo, con su nuevo microcoche, claro está.

– ¿Qué haces aquí?

– ¡Hola, Caro! Estaba buscando conductor para mi coche, ¿te apetece?

Gibbo es realmente genial.

Llamo a casa por el interfono y les digo que me voy a dar una vuelta. Naturalmente, Ale no me responde después de haberme escuchado, como suele tener por costumbre. Vuelvo a llamar.

– Pero ¿me has entendido?

– Sí.

– En ese caso, dilo, ¿no? Avisa a mamá para que no se preocupe, dile que no tengo batería en el móvil.

Y vuelve a colgar.

Y yo vuelvo a llamar.

– ¿Has entendido que tengo el móvil descargado?

– Sí, te he dicho que sí.

– No, ¡has dicho que sí a lo primero!

– Está bien, lo he entendido.

– ¿El qué?

– Que tienes el móvil descargado.

Gibbo me llama.

– ¡Venga, Caro!

Al final me subo al coche y partimos.

– Pero ¿siempre estáis con lo mismo?

·-Siempre. ¡Mi hermana es un coñazo! ¿Adónde tengo que ir?

– ¡Todo recto! Ahí, al fondo, dobla a la derecha.

Llego al otro extremo de la calle a toda velocidad y giro a la derecha como un rayo. Gibbo se sujeta para no caerse sobre mí. Yo inclino el cuerpo a medida que tomo la curva, después coloco de nuevo el volante en el centro y equilibro otra vez el coche.

– ¡Eh! ¿Te dejo que lo conduzcas, no que lo destroces! Hum, esto no va bien…

Gibbo me mira

– ¿El qué?

– Has aprendido a conducir muy bien.

– ¿Y qué?

– Te prefería antes. Eras más insegura. ¿Sabes que la seguridad representa el sesenta y cinco por ciento de las causas de un error?

Gibbo. Lo miro. Es muy divertido. No tiene remedio. Es así. Le encantaráEl libro de los test.

– Está bien, tienes razón -Le sonrío, y a partir de ese momento conduzco más tranquila.

Algo más tarde.

– Ya está, para aquí.

– Pero ¿dónde estamos?

– No te preocupes.

Saca de la mochila su pequeño ordenador. A continuación se apea del vehículo y me indica con un ademán que lo siga.

– ¡No me lo puedo creer!

Me paro estupefacta al oír todos esos ruidos.

– ¡Pero si es una perrera!

– Sí, ven.

Me coge de mano.

– ¡Buenos días, Alfredo-

Un señor de apariencia simpática con un poblado bigote blanco y una barriga muy pronunciada nos sale al encuentro.

– ¡Buenos días! ¿Quién es tu amiga?

– Se llama Carolina.

– Encantado. -Me tiende una mano rolliza donde la mía se pierde con facilidad.

– Hola.

– Bueno, sentíos como en casa; a fin de cuentas, tú ya conoces el camino, ¿no, Gustavo?

– Sí, sí, gracias.

Gustavo. Me resulta extraño que lo llamen por su nombre de pila. Para mí ha sido Gibbo a secas desde siempre. Alfredo desaparece al fondo de un callejón, en el interior de una extraña casucha. Muerta de la curiosidad, me cuelgo del brazo de Gibbo y lo acribillo a preguntas.

– Eh, ¿cómo es que lo conoces? ¿Cómo has encontrado este sitio? ¿Vienes a menudo? ¿Por qué? ¿Quieres adoptar un perro?

– ¡Eh, eh! ¡Calma! Veamos, lo conozco porque mi primo se llevó un perro de aquí, sólo he venido una vez con él hasta la fecha. Y ahora me gustaría regalarle un perro a otra prima mía que lo desea con todas sus fuerzas y que nos está volviendo locos. Mira. -Saca un sobre del bolsillo-. Aquí llevo el dinero que me han dado mis padres para hacer una donación a la perrera. Son geniales, ¿no te parece?

– Sí.

Bajo la mirada un poco decepcionada.

– ¿Qué pasa, Caro? ¿Qué te sucede?

– Bah, no sé. Siempre he querido tener un perro… y ahora, venir aquí y ver todos éstos, tan bonitos… y además prisioneros…, y sólo poder elegir uno… y, por si fuera poco…, ¡para tu prima!

– Bueno, si te sirve de consuelo, mi prima es muy simpática y agradable. ¡No obstante, la primera persona con la que quise salir cuando me regalaron el coche fuiste tú! Además…

– ¿Además, qué?

– ¡A ella no la he besado!

– Imbécil. -Le doy un golpe en el hombro.

– ¡Ay! Mira que abro las jaulas y azuzo a todos esos perros para que se te echen encima, ¿eh?

– Sí, y te morderán a ti. A mí me dejarán en paz, entenderán en seguida que te importan un comino, ¡que eres un miserable oportunista!

– Vamos, échame una mano y sujeta esto.

Me pasa un cable. Acto seguido, coge el móvil y lo conecta al ordenador.

– ¿Qué haces?

– Así podemos fotografiar a los que nos parezcan más monos y después lo pensaré con calma.

– ¡De manera que sólo querías que viniera porque no podías hacerlo solo!

– De eso nada, es que tú entiendes de perros… Así me dices cuál te gusta más y te parece más sano.

– Todos son muy bonitos y están sanos.

– Precisamente. Bueno, sea como sea, debemos elegir uno- ¿Me echas una mano?

– Vale… -Resoplo-. ¡Machísta!

– ¡¿A qué viene eso ahora?! -Gibbo se echa a reír de nuevo y me saca la primera fotografía justo a mí, que aparezco directamente en su ordenador.

– ¡Eh, que yo no soy un perro!

– Era sólo para probar. Venga, vamos.

Nos aproximamos a las jaulas. Pero qué monos son, tienen unos hocicos muy graciosos, y son tan tiernos… Ladean la cabeza y nos observan, algunos ni siquiera ladran. En mi opinión, han entendido que su vida futura depende en parte de nuestra decisión. Yo me los llevaría todos.

– ¿Y éste? -Señalo uno-. ¿Y ése? ¿Y ese otro?

– ¡Eres una indecisa!

– ¡En lo tocante a perros, sí! -Me encojo de hombros y Gibbo sacude la cabeza mientras me sigue.

La verdad es que me gustan todos. Se han familiarizado ya un poco con nosotros. Me salen al encuentro corriendo, me ladran y apenas tiendo la mano empiezan a mover la cola. Quieren que los acaricie.

– Necesitan amor.

– Como el setenta por ciento de las personas.

– ¡Gibbo!

Seguimos sacando fotografías. Les ponemos nombres incluso. ¡Y Gibbo escribe hasta el tipo de raza y las particularidades de cada uno! No sé cómo lo ha hecho, pero podemos acceder a internet con el móvil y el ordenador para ver qué clase de pobre bastardo -en el sentido de perro abandonado, quiero decir- tenemos delante. Al final tomo una decisión. ¿El perro que recibirá la afortunada de su prima se llamaráJoey'. ¡Lo he bautizado yo!

– Eh, ¿cómo se llama tu prima?

– Gioia.

– ¡Perfecto! ¿Te das cuenta de cómo ocurren a veces las cosas?

Tampoco lo que sucede al volver a casa ocurre por casualidad

– Adiós.

– Gracias por echarme una mano, Caro. Yo no habría sabido cuál elegir…

– Oh, no tiene importancia, me he divertido un montón. Oye, ¿puedes mandarme por e-mail las fotografías del otro?

– ¿De cuál?

– Del cocker.

– ¿Por qué? ¿Te gustaba más que ése?

– No, ¡mi preferido esJoey! Pero si un día pudiese quedarme con Lilly…, bueno, me encantaría. ¡Así, al menos tengo una fotografía! ¡Te pediría la de Joey, pero luego me pondría triste al pensar que lo tiene tu prima!

Gibbo se ríe.

– Vale, venga, nos vemos mañana en el colegio.

Antes de que me dé tiempo a entrar en el portal, una mano sale de detrás de un arbusto y me agarra al vuelo.

– ¡¿Dónde has estado?!

– ¡Caramba, vaya susto! Lele…, ¿qué haces aquí?

– Te llamé, pero tenías el móvil apagado.

– Sí, está sin batería.

– Enséñamelo.

– Pero Lele… -Es extraño. Absurdo. Parece otra persona. Me da miedo-. ¿De verdad quieres verlo? Te estoy diciendo la verdad. ¿Qué razón podría tener para mentirte?

Y en ese preciso momento pienso… Yo… yo no debería justificarme. Además, ¿de qué? ¿Y con él? ¿Por qué? Sea como sea, meto la mano en el bolsillo y saco mi Nokia. Poco me falta para dárselo. De repente su expresión cambia. Se relaja. Se tranquiliza.

– No, perdona. Tienes razón. Es que por un momento… -Y no añade nada más, se queda callado-. Tenía miedo de que te hubiese ocurrido algo.

No es cierto. El motivo de su preocupación es otro. Temía por él, temía que yo hubiese salido con otra persona.

– ¿Vamos a cenar juntos esta noche?

Le sonrío.

– No puedo.

– Venga, me gustaría hacer las paces contigo.

– Pero si ni siquiera hemos reñido. Es demasiado tarde para avisar a mis padres, no me dejarán.

– Invéntate algo.

En realidad podría decir que voy a casa de Alis. A veces cenamos allí, como la otra noche, cuando decidimos preparar una de esas pizzas precocinadas. La cocinera no estaba y la madre de Alis había salido para acudir a una fiesta. De manera que en la casa sólo estaban los perros y, como no podía ser de otro modo, la pareja de criados filipinos, que por lo general no suelen darnos la lata. ¡Clod organizó un lío! Quería aderezar las pizzas, que eran unas simples Margaritas congeladas, con jamón de York, alcaparras y anchoas. Después encontró también en la nevera calabacines y beicon. En resumen, ¡que le echó de todo y acabó siendo una pizza demasiado pesada! ¡Pero cómo nos reímos! ¡De haber tenido a mano castañas, seguro que Clod le habría añadido también algunas! Mis padres me dejan escaparme a casa de Alis si se lo advierto, al menos., con dos días de antelación, y siempre y cuando Clod pase a recogerme y me lleve de vuelta a casa a las once. Ahora sería difícil inventarse algo y, sinceramente, no sé… Tal vez sea por lo que acaba de suceder, el caso es que no tengo muchas ganas.

– Lele, mis padres me reñirían…

Él se queda en silencio por unos segundos. Agacha la cabeza. Después se convence de lo que le he dicho y vuelve a levantarla risueño.

– Vale. ¿Y qué me dices de mañana, te apetece jugar?

– ¿Por qué no?, ¡te reto a un partido!

Le doy un beso en la mejilla, pero cuando me separo veo que se enfurruña, como si le hubiese molestado. Tiene dieciocho años y parece más infantil que yo. Me mira.

– ¿Por qué te despides así de mí? -me pregunta.

Me acerco y lo beso fugazmente en los labios, pero él no me da tiempo a separarme porque me abraza y me da un beso más largo. ¡Y profundo! ¡Desde luego! Justo aquí, junto al portón. Está chiflado. No me suelta. Me abandono. Sigue besándome. Con la lengua, y no se lo impido. Y me resulta extraño recibir aquí fuera, con el frío que hace, un beso tan… cálido. Por suerte, Rusty James ya no vive aquí. Parece el título de una película. Si me pillase, me mataría. Pero ¿cómo es posible que no deje de pensar en todas esas cosas mientras beso a Lele? ¿Qué es lo que se supone que debe pensar uno mientras besa? Tengo que preguntárselo a Alis. A Clod, por descontado, no. ¡O mejor aún, a mi hermana Ale! En cualquier caso, sigue besándome. ¿Y si viniese alguien?

– Esto, eh…

Ojalá no lo hubiese dicho. Al oír esas palabras, Lele y yo nos separamos. Ya está. Justo lo que no debía suceder. La señora Marinelli. Segundo piso. Una de las vecinas más cotillas del edificio. Mi madre no se cansa de repetir que esa mujer siempre tiene algo que decir sobre todo y sobre todos.

– Su hijo aparca mal la moto. Su hija tira los cigarrillos delante del portón…

– Pero si usted no sabe maniobrar, ¿qué podemos hacer nosotros? -le responde mi madre-. Además…, se equivoca usted, ¡mi hija Alessandra no fuma!

Y ahora, ¿qué le dirá? «Su hija Carolina nos impide entrar en el edificio mientras se besa delante del portal.»

Qué mala suerte. La señora Marinelli saca las llaves y me sonríe de una manera extraña, forzada.

– Perdonad, ¿eh?, tengo que entrar.

– Disculpe…

Me hago a un lado. Lele aprovecha la ocasión para despedirse.

– Adiós, a lo mejor te llamo después.

También él parece ligeramente cohibido, así que desaparece de repente demostrando una habilidad que superaría la de más de un mago. La señora Marinelli tarda un poco en encontrar la llave del portón y, cuando por fin lo logra, oigo una voz a mis espaldas.

¡Dejad abierto!

Mi madre. ¡No me lo puedo creer! ¿Qué es esto?¡The Ring! ¡No, peor aún, Saw 1, 2,3 y 4 juntas! Una superpelícula de terror.

Mi madre llega exultante, parece un poco cansada, pero va cargada con dos bolsas de la compra.

– ¡Hola, Caro!

– ¡Espera, mamá, te echo una mano!

Corro hacia ella y le cojo una de las bolsas.

– No cojas ésa.

– ¡Pero si pesan lo mismo!

– Sí, pero en ésa llevo los huevos.

La consabida confianza en mí. ¿Y si hubiese llegado un poco antes? ¡Más que romper los huevos, habríamos hecho una buena tortilla! Miro a mi madre y le sonrío. Ella me devuelve la sonrisa. A continuación alza los ojos al cielo como si dijese: «Teníamos que encontramos justamente a la señora Marinelli.» Mejor evitarla, es una auténtica plasta. ¡Pues sí, a mi me lo vas a decir!… Arqueo las cejas como si quisiese darle a entender «Ya lo creo…». Pero en realidad ha sido gracias a su «Esto, eh…» que Lele y yo nos hemos separado, así que, ¡en el fondo le debemos un favor! ¡De no haber sido por ella, el «esto, eh…» lo habría dicho mi madre! ¡Socorro!

Y ahora, ¿qué hago? Las tres estamos delante del ascensor. ¿Subo por la escalera como siempre y las dejo solas? En ese caso, ¿de qué hablarán? La señora Marinelli lo está deseando, faltaría más… Hablará, se lo contará todo, nuestro secreto… Tengo que evitar que se queden solas. En cuanto llega el ascensor y se abren las puertas, me precipito dentro. Mi madre me mira sorprendida.

– ¿No subes a pie?

– No, no. Voy con vosotras. -Le sonrío-, Así te ayudo a llevar la compra.

La señora Marinelli me mira como si pensase: «Sí, claro, ¿seguro que sólo vienes por eso?»

De modo que iniciamos nuestro viaje en ascensor. Las tres permanecemos calladas con una expresión que lo dice todo.

La señora Marinelli arquea las cejas, desaprobándome aguda y maliciosa, y a continuación me mira con una sonrisa interrogativa que parece querer decir: «Se lo contarás a. tu madre, ¿verdad?»

Y yo le devuelvo la mirada con semblante de arrepentimiento como si le respondiese: «Claro, claro, he cometido un error, pero se lo diré todo…»

Ella parece asentir con la cabeza y esboza una sonrisa más tranquila que da a entender: «Ya sabes que, si no se lo dices tú, tarde o temprano se lo diré yo.»

Y yo sonrío imperturbable como si le respondiese: «Sí, lo sé, quizá también ése sea el motivo de que haya decidido contárselo todo.»

El ascensor se para en el piso de la señora Marinelli y ella sale.

– Adiós -dice, y acto seguido me sonríe de forma extraña-. Buenas noches -añade, como si en realidad quisiese decir: «Buena charla.»

Mi madre pulsa el botón de nuestro piso. Apenas se cierran las puertas, me mira.

– ¿Se puede saber qué le pasaba a la señora Marinelli?

– ¡No sé…, yo qué voy a saber!

– Parecía muy extraña y además te miraba con una cara…

Es inevitable, a mi madre no se le escapa nada.

– Bueno, sí… -Quizá sea mejor coger el toro por los cuernos-. ¿Sabes, mamá? ¿Recuerdas a Lele, ese chico con el que juego al tenis de vez en cuando?

– Sí, dime.

La curiosidad de mi madre se acrecienta, parece también un poco preocupada. El ascensor llega a nuestro piso y yo me apresuro a salir de él.

– Oh, mamá, ya sabes…, lo de siempre.

Mi madre corre detrás de mí, se planta delante de la puerta y deja la compra en el suelo.

– No. No sé en absoluto de qué me hablas. -Ahora parece muy inquieta-. ¿Qué es «lo de siempre»?

– Lo que puede suceder entre un chico y una chica…

Mi madre me mira y casi pone los ojos en blanco. Es demasiado aprensiva. De manera que decido contárselo todo.

– ¡Quería que le diese un beso y yo le dije que no!

– ¡Ah!

Exhala un suspiro de alivio a medias.

– Eso es todo, te lo he contado todo.

Bueno, la verdad es que se lo he dicho casi todo, ¿no? Es decir, en un primer momento no quería darle ese beso. Eso es, digamos que le he contado esa parte de la historia… Pues bien, lo sabía, no ha sido suficiente. Al final hemos hablado durante toda la noche. Dado que mi padre había dicho que volvería tarde y que Ale había salido, nos hemos quedado solas. Mi madre me ha dicho algo precioso: «¡Por fin! ¡Como dos verdaderas amigas, tú y yo, nosotras dos solas!»

A una amiga puedes contárselo todo. Pero ¿a una madre? Bastaría ponerla al corriente de la mitad de las cosas que saben Alis y Clod para que no me dejase salir en una semana. ¿Qué digo?, ¡un mes! ¡Puede que incluso dos! De manera que me he visto obligada a hablarle un poco de Lorenzo, aunque no mucho, un poco de Lele, pero no lo suficiente, prácticamente nada de Gibbo y de Filo, y en absoluto de Massi. Y al final nos hemos dado un fuerte beso, mi madre ha exhalado un hondo suspiro y ambas nos hemos ido a dormir como dos amigas felices y serenas. Qué sencilla es la vida, ¿no?

Fiesta en el colegio. Árbol de Navidad. Es el día del curso que más me gusta. Es un poco antes de Navidad, en lugar de estudiar desenvolvemos los regalos, con un poco de suerte, incluso recibes algo bonito. Lo más divertido es que todos tratan de averiguar cuál es el paquete de Alis, porque ella es la que compra las mejores cosas y, sobre todo, las más caras. El año pasado regaló una cámara de fotos digital Canon. Lo peor fue que Raffaelli, la famosa empollona que nos cae tan mal a todos, fue la afortunada que pilló su paquete. Cuando lo abrió se emocionó, se llevó las manos a la boca, tan excitada que apenas podía creérselo. Y, como no podía ser de otra forma, Cudini tuvo que hacer una de sus aportaciones.

– ¡Ojo con fotografiarte a ti misma porque podría fundirse la cámara!

Y todos nos echamos a reír. A excepción de Alis, que torció la boca revelando quién era el autor del regalo, aunque, a decir verdad, ésa era una cuestión que quedaba fuera de toda duda. ¿Quién sino ella podía permitirse un regalo así? Es difícil engañar a los demás. Todo el mundo debe llevar un regalo. Los paquetes se numeran del uno al veinticinco, de forma que haya uno para cada alumno de la clase. Cada uno pesca un papelito en el que figura el número correspondiente al regalo que le toca de un cuenco que tiene el profe Leone y que, evidentemente, no suelta ni que lo maten. El problema es que los chicos siempre llevan unos regalos birriosos: una manzana a medio comer, una entrada para un concierto que ya se ha celebrado o, peor aún, unos calcetines sucios y malolientes. Este año se han lucido especialmente.

– Venga, enséñanos lo que te ha tocado.

– ¡Caramba, qué mona, es una bufanda!

– ¡Y a mí una gorra!

– ¿Y a ti?

– ¡No! ¡La bandera de la Roma! Pienso quemarla, soy del Lazio.

– Ni se te ocurra, o el que te prenderá fuego a ti seré yo.

– ¿Qué es esto? Qué chulo… ¡Una pelotita! Pero tiene una forma extraña.

Le ha tocado precisamente a Raffaelli. Y todos Los chicos se parten de risa. Ella insiste y no hace sino empeorar las cosas.

– ¿Por qué os reís?

Cudini no deja escapar la ocasión.

– ¡Porque no te enteras, coño!

Nuevas carcajadas.

– ¡Es un condón!

Cudini, naturalmente, lo había llenado de agua. Jamás se ha llegado a saber si el paquete lo preparó él o no. Sólo que lo amonestaron, que su amigo Bettoni lo grabó con el móvil y que volvió a quedar clasificado en www.scuolazuo.com

La tarde siguiente fui a repartir los regalos. Clod me acompañó con su coche. Fue realmente divertido; me sentía como un extraño cartero. Lo mejor fue que ninguno de mis amigos estaba en casa. No hay nada que me parezca más embarazoso que ver cómo alguien abre un paquete delante de mí porque, si no le gusta, se nota en seguida. El gesto que se queda de repente suspendido… Hay personas que no consiguen disimular. De manera que entraba, dejaba el regalo en la portería con una tarjeta y partía rumbo a una nueva entrega.

La única a la que no pude por menos que entregarle el regalo personalmente fue a Clod. Y, claro, lo hice cuando estaba en el coche con ella.

– Ten…, ¡este último es para ti!

– ¡Qué guay! ¡Es ideal!

– Clod, pero si todavía no lo has abierto.

– Sí, lo sé, ¡pero ya sé que me va a encantar! Yo también tengo algo para ti. -Abre la guantera del coche y me entrega un paquete no muy pesado-. Lo abrimos juntas, Caro, ¿te apetece?

¿Cómo negarme? De modo que empezamos a desenvolver dentro del coche nuestros respectivos regalos. Yo me demoro un instante y Clod se da cuenta.

– ¿Te gusta? Es un recopilatorio.

– Sí, mucho.

Lo giro entre las manos y a continuación lo abro. Es un CD con varias canciones. Lo ha grabado ella misma. En la carátula están los títulos y un dibujo muy mono.

– ¡Pero si está tambiénRise your hand ¡Me encanta!

A saber si habrá visto mi gesto suspendido, si se habrá dado cuenta. Quiero decir que, no sé por qué, me esperaba más de ella. Clod es muy buena con el ordenador, pero, sin embargo, se trata de un CD hecho en serie. O sea, ¡que se lo ha grabado a todos, no sólo a mí! Es como esa gente que manda los mismos mensajes de felicitación a todos sus amigos. ¡Los odio! Bueno, este año Clod se ha gastado mucho dinero, pero ¿por qué ahorra justamente conmigo? En mi opinión, es en el preciso momento en que estás a punto de comprar un regalo cuando de verdad te das cuenta de lo mucho que quieres a una persona. ¡Cuanto más la quieres, menos ahorras! ¡Sea como sea, tengo miedo de no haber sabido fingir!

– ¿Qué pasa? ¿No te ha gustado?

– ¿Bromeas? Es que no veo nada de Elisa… Algo del estiloUn senso di te.

– Oh, ¿sabes que pensé que te gustaría? ¡El problema es que la bajé tarde y ya no cabía!

– No importa, ¡es precioso de todos modos!

Clod vuelve a sonreír ufana y acaba de desenvolver el suyo.

– ¡Nooo! ¡Es genial! ¡Chocolat, me encanta! He querido verla muchas veces y jamás he conseguido ir al cine. Mi madre asegura que se engorda viendo esta película.

Suelto una carcajada.

– ¿Y esto qué es? -Lee la tarjeta-: «En lugar de las palomitas, para saborear bien la película.» -Acaba de abrirlo-. ¡Bombones! ¡Mmm, qué ricos! -Gira la caja entre las manos-. Chocolate negro fondant, setenta por ciento de cacao. ¡¡¡¡Deben de ser una bomba!!!! ¡Esta noche los devoraré mientras la veo! ¡Gracias!

Y me abraza y me besa. Es tan blandita y huele tan bien…, me refiero a Clod. que parece un peluche viviente. Le devuelvo contenta el abrazo pensando que me gustaría sentir el mismo entusiasmo por su CD. Pero, aun a mi pesar, no lo logro. ¿Qué puedo hacer? Bueno, al menos no soy una hipócrita.

– Gracias…, tu CD también me ha gustado mucho. -Antes de acabar de formular un pensamiento ya me estoy contradiciendo a mí misma.

En cualquier caso, he de decir que los regalos que he recibido en los días sucesivos de Gibbo, de Filo, e incluso de Alis, algo increíble, tampoco han sido nada del otro mundo. Parece ser que a todos les ha dado por apretarse el cinturón. Por ejemplo. Gibbo me ha regalado un pequeño álbum fotográfico con una vieja foto de nosotros en clase, durante el primer año. Una fotografía triste a más no poder, para más inri. Filo me ha obsequiado con un pasador para el pelo, y Alis con una pequeña bolsa con cremallera que, la verdad, no sé para qué me podrá servir. Me ha sentado mal, en serio, tremendamente mal, y no sé hasta qué punto he sabido disimularlo. Creo que se han dado cuenta. En parte porque, cuando he abierto el regalo de Alis, que era sobre el que más expectativas tenía, debo de haber puesto una cara increíble, y me ha dado la impresión de que Filo, Gibbo y Clod, que estaban presentes, se reían incluso de mí. Después, todos han recuperado la compostura.

– ¿Qué pasa? ¿No te gusta?

– No, no, es muy mona…

Y así, todo ha vuelto a la normalidad. Sin embargo, no sé cómo, notaba que me miraban de una manera extraña. Debo de haber puesto una cara de absoluta decepción, porque se han percatado con mucha facilidad. No obstante, la verdad es que se trataba de otra cosa: se reían por otra razón.

Nochebuena. Estamos todos sentados a la mesa. Han venido también Rusty James, los abuelos Luci y Tom y mi abuela paterna, Virginia. Además están mis padres, y Ale. Estamos cenando de maravilla. Mi madre ha preparado unos platos fantásticos: pasta al horno, gambas y pescados de todo tipo, y una lubina grande aderezada con una mayonesa que está para chuparse los dedos. La ha hecho mi madre, con sal y mucho limón, y lo que cuenta es que no la ha comprado. En fin, ¿sabes cuando comes tanto que mientras lo haces piensas ya en el ejercicio que te tocará hacer para perder los kilos que te estás echando encima? Pues bien, peor aún. De repente, llaman a la puerta. Mi madre parece muy sorprendida.

– ¿Quién será?

– ¿Qué hora es?

– Es casi medianoche.

Ale, como de costumbre, genio y figura hasta la sepultura:

– Entonces será Papá Noel.

Rusty James esboza una sonrisa.

– Yo no espero a nadie.

Intervengo divertida:

– Yo tampoco. -Sin saber hasta qué punto me estoy equivocando.

Mi padre va a abrir y pasado un segundo los veo entrar en nuestro pequeño salón. Están todos: Gibbo, Filo, Clod y Alis. Y, de repente, Gibbo se hace a un lado y él aparece tambaleándose ligeramente.

– ¡No me lo puedo creer!

Me levanto de la silla con un grito.

– Joey'.

Me acerco a mis amigos corriendo y abrazo al pequeño perro, regordete y asustado.

– ¡Chiquitín! -Lo aprieto contra mi pecho y le revuelvo el pelo de la cabeza resoplando, abrazándolo aún más fuerte-, ¿Qué ha pasado? ¿Se ha escapado de casa de tu prima y ha venido a la mía? ¡Ha querido venir justamente aquí! -Lo aparto un poco para mirarlo-. ¡Pero si es que no se puede ser más mono!

Mis amigos sonríen al comprobar el enorme entusiasmo que siento, esta vez de verdad. Y luego me lo dicen todos al unísono:

– ¡Feliz Navidad, Caro!

De repente lo entiendo.

– ¿De verdad? ¡No me lo puedo creer!

Gibbo lo acaricia.

– Qué prima ni qué ocho cuartos, si ni siquiera tengo apenas relación con ella… Lo compramos para ti. Feliz Navidad, Caro.

– Sí, feliz Navidad.

– Felicidades a nuestra Caro. -Filo me abraza, y después Clod y, al final, Alis se acerca a mí. Me sonríe, se encoge ligeramente de hombros, parece un poco cohibida, pero después me abraza con todas sus fuerzas y me susurra al oído-: De parte de todos nosotros, te queremos mucho.

Y casi me echo a llorar. Me arrodillo junto aJoey. Es mi sueño, es justo lo que deseaba. Por fin estás aquí, Joey. Y él, como si entendiese cuánto tiempo lo he deseado, apoya su patita sobre mi rodilla. Y casi me avergüenzo de la emoción que siento. Lo sabía, las lágrimas empiezan a deslizarse por mis mejillas… Mi madre se da cuenta y, como de costumbre, corre en mi ayuda.

– Chicos, ¿queréis algo? No sé, puedo ofreceros una Coca-Cola, o algo de comer. Hay galletas…

– No, no, gracias, señora, tengo que volver a casa.

– Yo también.

– Y yo, mis padres me están esperando abajo para ir a misa.

Y del mismo modo que han aparecido, guapos y risueños, mis amigos se marchan por la escalera, corriendo, empujándose de vez en cuando, armando un poco de jaleo. Gibbo me hace una última advertencia.

– Trátalo bien, te lo ruego. Necesitará una semana más o menos para adaptarse a tu casa. Y al principio los perros, para ubicarse, se mean en todas las esquinas!

Y él también escapa por la escalera. Pues sí. Mi casa es tan pequeña que se acostumbrará en seguida. Son encantadores.

La abuela Luci y el abuelo Tom me miran mientras sigo estrechando aJoey entre mis brazos. Ale también se acerca y Jo acaricia.

– Hay que reconocer que es precioso- Pero ¿lo elegiste tú?

– Gibbo me lo hizo elegir en la perrera fingiendo que era para su prima. ¡Y yo me lo tragué!

Mi padre dice entonces la cosa más terrible que se le podría haber ocurrido.

– Bueno, sea como sea, yo no quiero aquí dentro a ese bastardo.

– ¿Cómo que no, papá? Es mi regalo.

– Sí, pero acabas de decir que lo han sacado de la perrera. Podría estar enfermo.

Mi madre interviene.

– Lo llevaremos a un veterinario, le pondremos las vacunas que haga falta.

– Aun así, aquí ya estamos como sardinas en lata, sólo nos faltaba un perro.

Me entran ganas de echarme a llorar, pero no quiero que me vean, de manera que huyo a mi habitación conJoey. Y desde allí los oigo discutir. Alguno lo hace a voz en grito. Oigo a mis padres, también a Rusty James, todos hablan pero no entiendo lo que dicen. De repente me siento sola, de una manera muy extraña. Abrazo a Joey y mi sentimiento es entonces de felicidad, sólo que a la vez apenas puedo contener el llanto. Me gustaría ser ya mucho mayor y tener una casa para mí sola, lejos de aquí, donde poder hacer lo que me viniese en gana, invitar a mis amigos y poder quedarme con Joey. Jamás invitaría a mi padre. Jamás. Lo odio- ¿Cómo se puede ser tan malvado? Me quedo dormida mientras pienso en eso.

Cuando me despierto a la mañana siguiente estoy en pijama. Mi madre debió de ponérmelo. Yo no me acuerdo de nada. Sin perder un segundo me pongo a buscar desesperadamente por la habitación y por suerte él está ahí, en un rincón, dentro de una pequeña cesta, encima de una manta celeste que, según recuerdo, yo también usaba cuando era niña.Joey duerme todavía o, mejor dicho, dormita, porque ha abierto un ojo y me ha mirado.

He hablado con mi madre. Mi padre es muy estricto. Ha dicho que no quiere ver aJoey por casa cuando vuelva.

– ¿Tengo que devolverlo a la perrera, mamá? ¡Pero si es un regalo de mis amigos! Incluso hicieron una donación por él.

Mi madre sonríe mientras friega los platos.

– Quizá haya una solución. Rusty James me ha dicho que lo llames, que él se lo quedará. ¿Te parece bien?

No, no me parece bien. En cualquier caso, es mejor que nada, pero no se lo digo. Permanezco en silencio y me voy a mi habitación.

Hoy es el primer y el último día deJoey en casa y quiero pasarlo a solas con él.

Por la tarde. He estado en casa de R. J. Ha comprado una caseta fantástica, y encima de ella ha escrito el nombre deJoey con unas letras de madera rojas con los bordes azules. Ha puesto una manta dentro y un cuento fuera. Ha comprado varios paquetes de galletas para perros. En fin, que ha pensado en todo. O, al menos, en casi todo. Aun así, yo no quiero abandonar a Joey.

– Pero, Caro, podrás venir cuando quieras, él siempre estará aquí conmigo. Aquí tiene más espacio, puede pasear cuando quiera ahí fuera, en el prado; en casa se habría sentido agobiado. Tienes que convencerte de que aquí estará mucho mejor…

– Puede, pero ya lo echo de menos.

Rusty me sonríe, coge el móvil y pulsa una tecla.

– Hola, mamá, ¿puede quedarse Caro a cenar conmigo? -dice en cuanto le responde mi madre. Pausa-. Sí, claro…, yo la acompañaré… Vale… Sí… No… No llegaremos tarde…

Después cuelga y sonríe. En ocasiones, Rusty tiene la capacidad de hacer que las cosas parezcan muy sencillas. Se arrodilla y acaricia aJoey, le revuelve el pelo y a éste parece divertirle. Ya está, lo sabía, se han hecho amigos en un abrir y cerrar de ojos. Me siento un poco celosa. Pese a ello, quizá R. J. sea la persona más adecuada para hablar. Lo intentaré, venga.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

R. J. deja de acariciar aJoey y me mira.

– Dime…

– Si te dijesen que una chica ha besado a cuatro chicos sin que, en realidad, le importase mucho ninguno, ¿tú qué pensarías de ella?

– ¿Cuántos años tiene?

– Bueno, es un poco mayor que yo, unos quince.

R. J. esboza una sonrisa. Creo que se lo huele.

– Bueno, digamos que es una chica… un poco fácil.

– ¿En serio? ¿De verdad piensas eso? ¿Y sí te dijese que lo hizo como si se tratase de un juego…?

– Con ciertas cosas no se juega.

Me quedo pensativa por un momento.

– Ya. -Me callo, y a continuación le pregunto-: Pero ¿tú te enamorarías de una chica así?

– Espero que no, pero por desgracia son precisamente las chicas como ésa las que luego te hacen perder la cabeza… ¡Venga, vamos, Joey! -Echa a correr y cruza la pasarela-. Venga, Joey, ven.

Joey lo sigue por el muelle ladrando, corriendo y saltando detrás de él, dando vueltas a su alrededor. R. J. tiene razón. Creo que ya no besaré a nadie más excepto a Massi, siempre y cuando lo encuentre, claro está. Luego los miro. Parecen dos amigos perfectos. Y a mí me gustaría sentirme feliz por eso, el problema es que ya añoro a Joey. ¿Por qué no se puede ser feliz cuando uno es pequeño? ¿Acaso hace falta ser adulto para poder realizar todos tus sueños? ¿Es por eso por lo que incluso mis amigas tienen tanta prisa por crecer? Al final me doy cuenta de que no soy capaz de encontrar ninguna respuesta a todas esas preguntas. De manera que también echo a correr detrás de ellos. Parecemos tres idiotas, pero, por un instante, me siento inmensamente feliz.

– Venga, ven aquí,Joey

Corro, río y salto conJoey, nos hacemos fiestas y corremos también con Rusty, y yo me siento tan libre que hasta he dejado de pensar. Quizá los adultos se sientan precisamente así.

Tengo que empezar a hacer los deberes. Comienzo con italiano: comentario sobre la película que vimos antes de las vacaciones.Persépolis. Nunca sobre High School Musical, ¿eh? Mientras tanto, escucho La distanza de Syria, y se la dedico a Joey… Luego me toca comentar el soneto Alla sera, de Poscolone , como lo llama Gibbo. ¡Yujuuuu! ¡Qué marcha!…

Al final, todo se arregla, sólo que a veces no consigues entender por qué algunas cosas no encajan de ninguna manera. Quiero decir, la historia de Lele sigue siendo un misterio para mí. Después de aquellos besos y del ridículo que hicimos con la señora Marinelli delante del portón, no volvimos a vernos. Y no porque sucediera algo o porque estuviéramos tratando de evitar algún tipo de aclaración. Simplemente porque sus padres son de Belluno y el día de Nochebuena se marcharon todos allí, la familia al completo. Cuando volvió, el 28, me trajo dos regalos preciosos.

– Ten, Caro, ábrelo.

De manera que desenvuelvo sin vacilar el paquete naranja con el lazo de un tono más claro y una bonita estrella de Navidad en lo alto.

– No…, ¡es ideal! -Un vestido para jugar a tenis, le doy vueltas en la mano. Es de la marca Nike, blanco, con rayas azul cielo muy claro en los costados. Me lo apoyo contra el cuerpo-. ¡Es precioso! Y, además, creo que has acertado con la talla.

Miro la etiqueta. ¡Caramba! Ha olvidado quitar el precio y ha pagado una pasta. Pero eso no se lo digo. Sólo tengo una duda, y ésa sí que no logro callármela.

– Pero ¿por qué un vestido para jugar a tenis? ¿No te gusta el que tengo?

Parece algo avergonzado.

– No -balbucea-, es decir, sí, no…

– Bueno, ¿sí o no?

– Me gusta, pero éste es para cuando haga menos frío.

Opto por creerlo, sólo que el asunto me mosquea un poco. No me parece tan importante tener ropa de marca. Quiero decir que, en eso, me enorgullezco de ser distinta de Alis, que puede permitírselo todo y, de hecho, tiene de todo. Pero tampoco me siento como Clod quien, en cambio, no puede permitirse nada y fuerza a sus padres a hacer mil sacrificios para poder tener cosas caras. A mí me gusta ser yo misma y punto. ¡Quizá inventarme las cosas! Pero, eso sí, no ser una carga para mi madre. Aunque luego sea ella la primera que me compra siempre lo que quiero. De pronto me encuentro con otro regalo en las manos.

– ¿Y esto?

– Éste lo compré nada más hablar contigo por teléfono…

Sonríe. Parece contento de haber tenido esa idea. Es un paquete pequeño y no consigo adivinar de qué se trata. De manera que lo abro para quitarme de encima la curiosidad. Es una caja negra con una extraña asa, debajo lleva un lazo pequeño y, al final de éste, una anilla.

– ¿Qué es?

– Mira… -Le da la vuelta. Debajo puede leerse«Joey» con letras amarillas-. Es una correa especial, una de esas extensibles. Puedes sujetar al perro y dejarlo ir donde quiera y luego, apretando este botón, lo obligas a acercarse tirando de él.

– ¡Ah, sí, es fantástica! Es verdad, una vez vi una como ésta en el parque.

Finjo que el regalo me entusiasma. En realidad, no es así, odio las correas. Ale, que, de hecho, no entiende en absoluto cómo soy yo, también me ha regalado una. Sin embargo, Lele está contento y vuelve a esbozar una sonrisa. Nada, él tampoco me conoce. Alis, Clod, Filo y Gibbo habrían entendido en seguida que estoy mintiendo. Después noto que Lele me sonríe de manera, extraña. Al principio no acabo de comprenderlo. Luego… ¡Claro! Quiere su regalo.

– Ah, yo también te he comprado algo… -Le doy el paquete que llevo en la mochila-. Pero es sólo un detalle, ¿eh? – le advierto por si acaso.

– También los míos eran simples detalles.

Lo desenvuelve. Me gustaría aclarar: «¡Detalle en el sentido de que no he podido gastar tanto dinero como tú!» En realidad le he comprado otra cosa, sólo que al final., no sé por qué, no he sido capaz de dársela. Era una sudadera azul claro con mi fotografía estampada en el pecho. Tuve la idea, encontré el establecimiento donde las hacen, pero cuando ya estaba todo listo, incluso mi nombre, «Caro», bordado encima, bueno, pues me eche atrás. No sé por qué, o quizá sí…

– ¡Gracias, Caro! ¡Es precioso! -Abre un libro sobre los tenistas más famosos del mundo, de John McEnroe a Nadal, Al volver la última página, la encuentra-. Es genial.

Se trata de una fotografía que le saqué mientras él jugaba un partido. La imprimí y la recorté. Debajo escribí: «El verdadero campeón eres tú.»

– ¡Gracias, Caro!

Se acerca a mí, me abraza y me da un beso. Y yo me abandono entre sus brazos. Estoy desesperada. Sigo besándolo con los ojos cenados. No veo la hora de escapar, me doy cuenta. Quizá el verdadero campeón sea realmente él, pero en el tenis. En mi corazón, desde luego, no. ¡Me siento fatal y doy gracias por no haberle regalado la sudadera! Cuando estuvo lista me lo imaginé con ella puesta y lo comprendí todo: Lele me importa un comino. Y ahora viene el gran dilema: ¿cómo se lo digo? En nuestro colegio, historias como ésta, o sea, que empiezan y acaban en un abrir y cerrar de ojos, las hay a montones. Algunas no pasan del «¿Salimos juntos?». Otras se desarrollan más a la antigua: «¿Qué dices?, ¿somos novios?» Y luego las chicas van a clase y aseguran que están con éste o con aquél. ¡Sólo que, al final, muchos de esos «enamorados» ni siquiera se han besado nunca! Y los pocos que resisten y llegan a ser una verdadera pareja que se besa y todas esas cosas duran como mucho una o dos semanas. Por otro lado, buena parte de ellos han roto con un sms…Quiero decir que ni siquiera se lo han dicho por teléfono! Sms del tipo: «Hola, te dejo.» Qué triste, Yo no puedo hacerle algo así a Lele. No. Para mí es también una cuestión de orgullo, de dignidad, de valor… ¡Aunque he de reconocer que con un sms sería mucho más fácil! Uno de esos largos, incluso bien escritos, donde explicas con pelos y señales por qué las cosas no funcionan o donde dices que tal vez sea prematuro, que el asunto está cobrando demasiada importancia, que tienes miedo de sufrir por amor… Sólo que a estas alturas no será fácil encontrar una solución.

Ese día: 29 de diciembre.

– ¿Qué haces, Caro?

– Oh, nada, puede que más tarde vaya a ver aJoey.

– ¿Por el momento te quedas en casa?

– Sí.

– ¿Y con quién estás?

– No hay nadie, Ale no tardará en volver.

– Bien… ¡Hasta luego!

Qué llamada tan extraña. Pero no le doy más vueltas. Pasado un segundo, suena el interfono. Voy a contestar.

– ¿Quién es?

– ¡Sorpresa! ¡Soy yo!

– ¡Lele!

– Te he llamado mientras venía hacia acá. ¿Puedo subir?

– No, yo bajo.

– Venga…

– Mi madre no quiere que nadie suba cuando estoy sola en casa.

Lo oigo resoplar.

– Vale.

– Venga, bajo en un segundo.

Me apresuro en ir al cuarto de baño y me miro al espejo. Estoy hecha un asco. De manera que me pongo un poco de rímel, cojo el que tiene Ale en su neceser, una raya deeyeliner para resaltar el contorno de los ojos, operación que completo pasándome un lápiz azul por debajo de ellos. Ya está. Vuelvo a mirarme. He mejorado un poco. Luego me echo a reír. Vamos a ver, quiero dejarlo y me estoy maquillando para él, menuda contradicción. Pero no, ¿eso que tiene que ver?, así conservará un buen recuerdo de mí. Sí, pero ¿para qué? Quizá nunca vuelva a verlo- Con todas estas dudas en la cabeza, cojo las llaves, cierro la puerta de entrada, y me precipito escaleras abajo.

Me repito la frase para no equivocarme. Una vez, dos, tres. De nuevo. Vuelvo a repetirla. Varias veces más. Lo veo. Me aproximo a él, decidida, segura, con determinación. Cuando de pronto me doy cuenta de que tiene un paquete en las manos para mí. Me sonríe antes de dármelo.

– Ten, te he traído una cosa paraJoey, una tontería.

Demasiado tarde. Ahora ya no puedo echarme atrás, sería como soltar el embrague de un Ferrari en lapole position, apretar el gatillo de un fusil cargado de perdigones, encender la mecha de uno de esos cohetes de Nochevieja. De manera que, en lugar de darle las gracias, se lo suelto de golpe.

– Lo siento, pero creo que es mejor que no volvamos a vernos. Somos demasiado diferentes…

Lo he conseguido. ¡Se lo he dicho! ¡Se lo he dicho todo! No me lo puedo creer. ¡Y sin vacilar! ¡De corrido! Lele se queda paralizado con el paquete en las manos, boquiabierto e incapaz de articular palabra. Poco después consigue cerrar la boca y decir algo que, incluso él, comprende que carece por completo de sentido.

– Pero ¿cómo?… ¿Así, sin más?

Casi me echo a reír. No sé qué hacer. Me gustaría decirle: «¿Y cómo, si no?» Pero me parece espantoso. Al final opto por otra frase que quizá, en el fondo, pueda considerarse dulce.

– Es mejor que te lo haya dicho en seguida… Me gustaría que siguiésemos siendo amigos.

Pero qué dulce ni qué ocho cuartos. Menuda cara ha puesto Lele. ¡Creo que ésa ha sido la frase menos adecuada que podría haberle dicho! ¡Sólo que no se me ocurría otra! Lele deja el paquete en el muro que hay a su lado y se sienta en él. Acto seguido, me contesta.

– Pero ¿por qué? Tenía la impresión de que hacíamos una buena pareja, de que nos divertíamos juntos, de que nos llevábamos bien. Nos gusta jugar al tenis juntos. -Se interrumpe y de repente se torna lúcido, serio, atento, como si lo hubiese entendido todo y no supiera explicarse cómo es posible que no lo haya comprendido antes.

– No debería haberme marchado de vacaciones, ¿verdad? ¿Es eso?

Qué absurdo. Quiero decir que no creo que cuando a uno lo dejan, lo que, por otra parte, nunca me ha sucedido hasta ahora, deba existir a la fuerza una razón práctica. ¡Lo que no funciona es un conjunto de cosas! Si alguien rompe contigo por el mero hecho de que te marchas con tus padres por unos días en Navidad, en fin, eso significa que no te has perdido gran cosa. A continuación Lele entorna los ojos como si de improviso hubiese intuido otros posibles motivos, mucho más relevantes, lo que en realidad le estoy ocultando.

– Dime la verdad, ¡estás saliendo con otro!

Y yo le contesto con la frase más inapropiada que podría haber dicho:

– Por desgracia, no.

O tal vez sea la más sincera. Lele pierde el control.

– Pero bueno…, pero yo…

Y empieza a soltarme un sermón que acaba produciéndome dolor de cabeza.

– Basta, Lele. Lo he pensado mucho y es así.

– Vale. -Baja del muro. Parece derrotado-. Toma. Esto es para ti de todas formas.

– Quizá sea mejor que te lo quedes, dado que ya no salimos juntos.

No debería habérselo dicho, porque pasa de nuevo al ataque,

– Pero ¿estás segura? ¿Lo has pensado bien?

– No sabes cuánto… No he dormido en toda la noche.

En realidad, cuando vi tan claro el error que hubiera sido regalarle la dichosa sudadera, tomé la decisión de inmediato, pero es mejor que parezca algo muy meditado y doloroso, porque de lo contrario volverá a la carga.

– Vale. Si dices que lo has pensado bien… En cualquier caso, te ruego que aceptes esto. Sólo sirve paraJoey.

Siendo así, acepto el regalo.

– Únicamente te pido una última cosa, Caro.

– ¿De qué se trata?

– Un último beso.

Dios mío, tengo la impresión de haber oído ya esa frase. ¡Ah, no, eso es! Es el título de una película, Pero ¿a qué viene pedirme ahora un último beso? ¿Qué quiere decir? De eso nada, ni hablar, yo ya no siento nada por él, no puedo. Sólo que, como de costumbre, mi boca va por su cuenta y riesgo. Aún peor.

– Está bien, pero no muy largo, ¿eh?

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