– ¿Bajas?

– Five minutes -le respondo al vuelo.

Hoy me siento un pocoenglish.

– ¿Estoy bien así, mamá?

Me asomo guapa y tranquila a la cocina. Mi madre deja la aguja, el hilo y el calcetín que está remendando sobre la mesa. Luego me mira, me escruta de arriba abajo y esboza una sonrisa.

– Sí.

Todo parece ir sobre ruedas.

– ¿Están ya abajo?

– Sí.

– Vale, ve y no vuelvas tarde. Lleva el móvil encendido y cerca de ti, y a las once te quiero en casa.

Le doy un beso apresurado en la mejilla y salgo corriendo antes de que llegue mi padre. Con él resultaría más arduo. Salgo al rellano y, justo en ese momento, sale también nuestro vecino de enfrente. Oh, no, eso sí que no. ¿Y ahora qué hago? Es un tipo simpático. Se llama Marco, trabaja en la televisión y debe de tener unos cuarenta años. Tengo que arriesgarme. Abro la puerta del ascensor y a continuación lo miro sonriente.

– ¿Qué hace?, ¿baja a pie para mantenerse en forma o coge el ascensor?

Marco me mira repentinamente perplejo y arquea las cejas.

– ¿Por qué? ¿Te parece que he engordado?

A mí me parece que varios kilos, pero si se lo digo puede que se ofenda. Es duro en esos casos. Hay que ser diplomático y yo, por desgracia, no siempre lo soy. O bromista. Eso me sale mejor.

– ¿Qué prefiere?… ¿Una mentira o la cruda verdad?

– Entiendo. -Me sonríe, pero tengo la impresión de que se ha mosqueado un poco-. ¡Bajaré a pie!

– No… ¡Estaba bromeando!

Pero no le doy tiempo a cambiar de idea. Entro en el ascensor, cierro las puertas y pulso el botón de la planta baja. Espero a que descienda un piso y lo detengo. Tengo escasos minutos para cambiarme. Vamos, de prisa. Bajo la bolsa, saco la ropa que hay dentro y me desnudo a toda velocidad. Me cambio los zapatos, los pantalones y la camiseta por el top, la falda corta y las botas. Recojo las cosas que hay en el suelo, me pongo un poco de rímel, de colorete y deeyeliner y con eso considero que estoy lista. En ese momento oigo que alguien golpea la puerta de la planta baja y grita.

– ¡Ascensor! ¡Ascensor!

Otras voces.

– ¿Qué pasa? ¿Se ha bloqueado?

Meto también en la bolsa el maquillaje y a continuación pulso el botón de la B. Me parece estar viviendo una de esas películas de acción tipo Misión imposible, sólo que yo no soy Tom Cruise y, sobre todo…, no puedo cambiarme la cara como hace él. De modo que, cuando llego a la planta baja, se abre la puerta. Veo a Marco junto a la señora Volpini, la vecina del segundo piso.

– Pero ¿qué ha pasado?

– Eh… -Sonrío ingenua, tratando de parecer lo más joven e infantil que puedo-. No lo sé, se ha parado…

Pero Marco, que debe de tener buen ojo y una magnífica memoria, escruta antes el interior del ascensor para cerciorarse de que dentro no esté mi otro yo y, a continuación, cabecea.

– Ahora entiendo por qué había engordado de repente.

– Sí… -Sonrío mientras me encamino hacia el portón-. ¿Ha visto? ¡Le ha bastado hacer un poco de ejercicio para perder esos kilos de más!

Y escapo corriendo. Luego me detengo y me surge una sospecha. ¿Y si fuera como pienso? ¿Se habrá dado cuenta? Creo que sí. A una madre no se le escapa nunca nada, ni siquiera de lejos. Abro el móvil y llamo de inmediato a casa. Responde Ale.

– ¿Me pasas a mamá?

– ¿Dónde estás?

– Dile a mamá que se ponga.

No me responde. Baja el auricular y oigo cómo la llama mientras se aleja:

– Mamá, al teléfono…

Mantengo el móvil pegado a la oreja, me asomo un poco por el portón y la veo en el preciso momento en que desaparece de la ventana. ¡Sabía que estaría ahí! Era lo que esperaba, de modo que echo a correr hacia la verja. Mientras tanto, oigo su voz en mi móvil.

– Sí, ¿quién es?

– Soy yo.

– Caro, ¿qué pasa? ¿Dónde estás?

– Estoy ya en el coche con Alis.

– ¿Y por qué me llamas?

– Quería decirte algo. Te quiero muchísimo, mamá.

Siento que sonríe al otro lado de la línea, más dulce y más maternal que nunca y, por un instante, me siento culpable.

– ¡Yo también! Pero no vuelvas tarde.

– Por supuesto, mamá…

Y cuelgo. Ya más serena, olvido el sentimiento de culpa y me meto en el coche de Alis con una única certeza:

– Esta noche nos divertiremos a rabiar.

Alis parte como un rayo.

– ¡Claro! ¿Sabes quién viene?

Y empieza a soltar una retahíla interminable de nombres que apenas puedo recordar pasados unos minutos. Mientras habla, conduce a una velocidad increíble. Alis se ha convertido en un monstruo con su cochecito. Es genial, ha conseguido un Aixam de color marfil, ha tapizado el interior de rosa y en el capó ha hecho pintar dos grandes ojos rosas al estilo Hello Kitty. ¡E incluso ha instalado la conexión para su iPod! Así podemos escuchar nuestra música. Pongo en seguida una canción que me encanta:Stop! Dimentica, de Tiziano Ferro. Y bailo al ritmo de la música. Luego me asalta una duda.

– Eh, pero ¿cómo lo hiciste?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Cómo conseguiste que nos invitaran a Clod y a mí?

– Oh, fue muy fácil. Les dije que estabais organizando una fiesta increíble en el Supper, ¿conoces ese local todo blanco donde es tan difícil entrar?

– Pero si nosotras no estamos organizando nada…

– ¿Y ella qué sabe?

– ¿Y si lo descubre?

– ¡Pues le decís que habéis cambiado de idea! ¿O acaso uno no puede cambiar de idea?

– ¡Estás loca!

– Sí, como una cabra.

Y aparca con un viraje tan repentino que me lanza contra la puerta, ¡hasta el punto de que podría haber salido volando por la ventana si ésta no hubiese estado cerrada!

– ¡Eh, ya veo que has frenado!

Se echa a reír. Desenchufa el iPod y se lo mete en el bolsillo- Nos apeamos. Hay un montón de coches sin carnet: Chatenet, Aixam y Lieger. Los reconozco todos. Samantha, Simona. Elettra, Marina. Cuánto me gustaría tener uno. Dentro de poco cumpliré catorce años. Quién sabe si mis padres estarán pensando en regalármelo. Les he dado a entender de todas las formas posibles que me encantaría, ¡incluso me he quedado dormida varias veces con el catálogo de la Chatenet encima, abierto sobre la cara, como si fuese un periódico! No me importaría en absoluto que fuera usado, en caso de que quieran ahorrarse un poco de dinero. Mis padres trabajan mucho, y en casa no nadamos en la abundancia. Claro que yo tengo mi paga, voy a un buen colegio y no me puedo quejar. A mi hermana Ale le compraron la moto cuando tenía unos catorce años y medio. A Rusty James, a los quince, pero desde entonces no ha pedido nada más y se las ha arreglado solo inventándose mil trabajos, fiestas en locales o en bares, por ejemplo, para poder comprarse la moto que tiene ahora. Sin embargo, su sueño es tener un coche, siempre lo dice: «Me encantaría tener un viejo Mercedes Pagoda como el de Richard Gere enAmerican gigolo, me lo compraría azul celeste…»

Yo no he visto esa película, ¡pero si mi hermano dice eso es porque ese coche debe de ser precioso!

Observo con más detenimiento los microcoches de mis amigos. Hay uno nuevo, es azul oscuro metalizado con unos números claros en las puertas de diferentes tamaños. Parece una extraña secuencia: uno de esos complicados acertijos como los deEl código Da Vinci. Madre mía, a saber de quién será.

– ¡Buenas noches!- Alis saluda al señor que está en la puerta con una lista en la mano-. Serení y Bolla.

El tipo comprueba nuestros apellidos en la lista y luego se aparta risueño para dejarnos entrar. ¡Menuda casa! Es esplendida. La entrada está en la curva de Parioli, un lugar del que ya había oído hablar, pero en el que nunca había estado.

– ¡Habéis llegado!

Clod se asoma desde un árbol que hay detrás de la curva, donde se ha escondido.

– ¿Que estabas haciendo ahí?

– Adivina. Os estaba esperando.

– Pero si hay media clase ahí dentro, podrías haber entrado.

– Ohhh, qué pesada eres… Me daba vergüenza, venga, entremos juntas.

Y eso hacemos. Nada más doblar la esquina, aparece ante nuestros ojos la casa en todo su esplendor. Parece una de esas viejas casonas que se ven en las fotografías del campo, sólo que por lo general se encuentran en la Toscana o en Umbría o, en cualquier caso, fuera de Roma, ¡pero ésta está en pleno centro! Y, además, la música suena a todo volumen.

– ¡Finleyl

Bajo el porche hay un disc-jockey que mueve la cabeza al ritmo de la música. Se muerde el labio, lleva una gorra con la visera al revés y nos saluda alzando la barbilla en dirección a nosotras.

– ¡Vamos! -Pone otra canción haciendoscratching-. ¡Ahí va!

Alis se separa del grupo y se une a las chicas que bailan junto al borde de la piscina, se quita al vuelo los zapatos y se queda descalza. La música es increíble. El tipo ha entendido que nos gusta y alza el volumen. Loswoofer de los altavoces retumban hasta alcanzar las estrellas. Alis va vestida de una manera ideal. Ahora me doy cuenta. Lleva un vestido de flecos, blanco, con muchos cordoncitos que se mueven a la vez. Abre el bolso que ha dejado allí cerca y saca una cinta, se la coloca alrededor de la frente y agita la mano hacia el cielo haciendo círculos. «Yujuuu», parece una chica salvaje a caballo. Siempre sucede lo mismo, ella, que por lo general es un ejemplo de corrección, se vuelve loca apenas oye un poco de música. Salta entre los demás, bailando alrededor de ellos.

– ¿Qué hacemos? ¿Vamos?

Miro a Clod esperando su respuesta.

– No- ¡Me da vergüenza!

– ¿De qué? Venga, nos divertiremos, escucha qué música. -La aferró por un brazo y la arrastro-. ¡Vamos, ven!

Pero ella opone un poco de resistencia y eso me impide avanzar.

– ¡Eh! -Se ríe-. ¿Qué pasa? -le pregunto riéndome a mi vez.

– ¡Ya lo sabes!

¡Qué pesada es! En cualquier caso, en el fondo también quiere venir, aunque si se para, no hay manera de arrastrarla. Así que al final, de esa forma tan tonta, llegamos junto a Alis y empezamos a bailar, y veo que también están las otras chicas de la clase: Martina, Vittoria, Stefy, Giuli, y Lallo y los otros… Incluso los Ratas. Veo a Luca y a Fabio… Alguien me toca en el hombro.

– ¡Eh! ¡Pero si eres Caro!

Me vuelvo y esbozo una sonrisa. Es Matteo. ¡Matt! Sigo bailando delante de él y le respondo a voz en grito para hacerme oír por encima de la música.

– ¡¿A quién buscabas?!

– A ti… Pero no te había reconocido. Estás guapísima.

Enrojezco un poco, pero sigo bailando mientras lo miro a los ojos. Caramba, luna, ayúdame, dime que no se nota que estoy roja como un tomate. ¡Dímelo, te lo ruego! Y sigo bailando y lo miro a los ojos y sonrío, dando muestras de una gran torpeza. Pero ¿por qué ha de sucederme siempre lo mismo cuando lo veo y me hace un cumplido? Tengo la impresión de que ha entendido lo que me ocurre y que lo hace adrede. Por fin consigo responder algo más o menos coherente.

– Lo dices sólo porque voy más maquillada.

– De eso nada… No me había dado cuenta. ¡Ven!

Y esta vez es él el que me coge un brazo y el que tira de mí con tanta fuerza que casi me hace tropezar. Y corro detrás de él mientras Alis y Clod me ven escabullirme como arrastrada por una banda elástica.

– Eh, ¿adónde van? -Clod se acerca a Alis.

– Pero ¿es que no sabes que Matt, como ella lo llama, le gusta desde siempre?

Por suerte, no me da tiempo a oírlas, estoy ya lejos de ellas, más allá del jardín, del bufet, arrastrada por el entusiasmo de ese loco de Matt. Se da cuenta de que he visto lo que hay sobre la mesa.

– Venga, luego volvemos a comer algo, ¿vale?

Asiento con la cabeza, aunque en realidad me importa un comino. De manera que me arrastra al interior de la casa y atravesamos unos salones antiguos llenos de cuadros y de estatuas y de bustos de mármol apoyados sobre unas elegantes columnas. Parece que estemos en uno de esos museos que hemos visitado alguna vez con el colegio.

– Ven, quiero enseñarte algo…

Matt me sonríe. Me parece aún más guapo de como lo recordaba. Dios mío, ¿cómo era la historia? Ah, sí, cambió de colegio porque sus padres se mudaron de casa. Es alto, delgado, tiene el pelo castaño claro y los ojos marrones. Un cruce entre Colin Farrell, Brad Pitt y Zac Efron. En fin, supongo que habréis entendido a qué me refiero. Pues sí, está buenísimo. Por si eso no bastara, viste genial: unos vaqueros militares, unos zapatos North Sails, un suéter sin camisa debajo con el cuello de pico y coderas con doble costura de color ligeramente más oscuro que el del suéter, azul esmalte. Un sueño. Pero ¿para qué os lo cuento? «¡Pues no nos lo cuentes!», me responderían Alis y Clod. Menos mal que no pueden oír mis pensamientos… ¡Y menos mal que tampoco los puede oír él! Al menos, eso espero.

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Eh? -Veo que sonríe-. No, en nada. Nada… En lo grande que es esta casa.

Sigue sonriéndome. Tengo la impresión de que no me cree. ¿Cómo iba a creerme? Me ruborizo de nuevo. Y ya van dos.

– ¡Hemos llegado!

Entramos en una sala repleta de armaduras.

– Mira…

Está llena de fusiles antiguos, de arcabuces, de espadas, de lanzas, de yelmos y extrañas banderas. Matt me lleva de la mano por entre las viejas armas y los estandartes hasta llegar frente a un maniquí que luce un vestido increíble hecho con perlas y pequeñas piedras de mil colores, un cuerpo de rombos de plata y oro blanco, de hilos dorados que se entrelazan formando mágicos entramados. Me empuja con la mano hasta allí; luego me suelta, de modo que acabo detrás del maniquí.

– Eso es, párate ahí… -Matt saca del bolsillo un Nokia N95. Lo reconozco de lejos. Era mi segundo preferido-. Quieta… No te muevas. ¡Eso es, así, la cabeza bien alta!

Me quedo inmóvil detrás del maniquí, como si fuese yo la que llevara puesto ese vestido tan antiguo y precioso. Matt dirige el móvil hacia mí, me encuadra y a continuación saca una fotografía. Flash.

– Ya está -sonríe-. Eres mi princesa.

Caramba. El chico va fuerte. Pero antes de que me dé tiempo a pensar en otra cosa, me coge de nuevo la mano y casi me hace girar sobre mí misma. Corro detrás de él como puedo. Pasa por delante de otras dos armaduras más sencillas, luego se detiene al fondo de la habitación, me mira con aire malicioso y también un poco astuto.

– Chsss, por aquí. ¡Es un pasadizo secreto!

Y se mete en una chimenea, en un estrecho pasadizo que acaba en una escalera iluminada con unas pequeñas bombillas de luz tenue y vacilante, como si fuesen antorchas. Lo sigo mientras sube por la escalera de caracol de madera hasta llegar a una pequeña verja.

Rechina cuando la abrimos. Después salimos a la gran azotea de la casa, como si hubiésemos llegado allí procedentes de un pequeño desván. Se trata de una gran explanada bajo el cielo. En el extremo de la azotea hay cuatro agujas.

– ¡Debía de ser un auténtico castillo! Ven.

Matt me coge de nuevo la mano y yo, como no podía ser de otra forma, lo sigo. Y en la oscuridad de la noche llegamos al borde de la azotea, rodeado por una vieja barandilla blanca un poco desconchada. Matt se apoya en ella asomándose ligeramente hacia adelante.

– Mira, ahí abajo siguen bailando.

Yo también me asomo. Veo a Alis, que, en medio de los demás, se divierte en compañía de Clod, Simona y el resto de las chicas del colegio. Ahora están haciendo una especie de trenecito, la música asciende levemente amortiguada, desmenuzada por el viento, que aleja algunas notas.

– Vamos a ver lo que hay allí… -Se dirige hacia la barandilla que hay al otro lado. Lejos de todo y de todos. De ese ruido. Llegamos bajo unos grandes árboles de color verde oscuro, tan oscuros coma la noche que nos rodea, como la ciudad que parece tan remota. A lo lejos sólo se divisan las mil luces de las calles que conducen al centro-. Eso de ahí abajo es el Altar de la Patria.

Apuntó a lo lejos con la mano. Trato de seguir la dirección que señala su dedo hasta que lo encuentro. O, al menos, eso me parece. Después yo también le señalo algo.

– ¿Y eso que se ve al fondo, todo iluminado, qué es?

Matt me sonríe.

– A ver… -Casi apoya la mejilla en mi brazo y a continuación se inclina poco a poco intentando entender qué le estoy señalando, como si mi dedo fuese una mira telescópica-, ¿Te refieres a eso?

– Sí, sí, claro.

Siento su mejilla caliente en mi brazo. Después me agarra la mano y me atrae hacia sí. Me mira a los ojos.

– No lo sé, lo único que sé es que tienes las manos frías.

Eso ya me lo dijo alguien en otra ocasión. Dios mío, ¿quién fue? Ah, sí, Lorenzo. ¿Y yo qué le contesté? Algo tremendo…, manos frías, corazón caliente. Una respuesta terrible, en absoluto original. Sólo que después Lorenzo me besó. Sí, pero Matt es diferente. Me arriesgo.

– Eh, sí, un poco. Pero no tengo frío…

Me sonríe. Me coge la otra mano y sujeta las dos entre las suyas.

– Es verdad, la otra está un poco más caliente.

Me mira de nuevo a los ojos, de forma intensa, demasiado intensa. Desliza sus manos por mis brazos hasta llegar al codo, me atrae lentamente hacia él a la vez que él también se aproxima. No me lo puedo creer. Después de dos años. Dos años… Ya te digo… ¡Dos años! Me gustaría gritarlo. ¡Hace dos años que me gusta!

– ¡Matteo!

Una voz repentina. Nos volvemos los dos hacia la verja por la que hemos salido a la azotea. Junto a ella hay una chica acompañada de otras personas. Y en un instante tengo la impresión de que la magia se desvanece. Matt deja caer de inmediato mis brazos y se aparta de mí. Del fondo llega la chica que lo ha llamado junto con otras dos. -¿Dónde te habías metido? Matt parece un poco azorado. -Estaba aquí arriba… -Sí, ya lo sé. Te vi desde abajo. ¿Y ella? -También ella estaba aquí arriba.

Permanecemos unos segundos en silencio. Parecen interminables. Las otras dos chicas me escrutan. Matt recupera el habla. -Nos encontramos aquí… iba a mi clase antes de… Pero la tipa no lo escucha. -Soy su novia.

«Pues menuda suerte tienes», me gustaría decirle o, mejor, «Me importa un comino», o incluso «Pero ¿es que alguien te lo ha preguntado?». En cambio, lo único que consigo contestar es un estúpido «Ah, bueno…». Y antes de que todo se desmadre llega mi salvación. Ahí está, justo a sus espaldas. -¡Gibbo!

Lo acompañan Clod y Alis.

– ¿Ves como era ella? ¡Te lo dije! -Luego se dirige a mí-: ¡Te vimos desde abajo!

Pero bueno, ¿es que en lugar de bailar todos se dedicaban a mirar hacia arriba? Bah. Me alejo. -Carolina…

Me vuelvo por última vez hacia Matt.

– Lo que señalabas es San Pedro.

Me mira y esboza una sonrisa. Quizá también lo lamente un poco. Quizá. Me doy media vuelta y me marcho sin contestarle siquiera. Cojo a Gibbo del brazo. -¡Venga, vamos a bailar! -Pero si acabo de parar para descansar un poco. -No me negarás que ésta es preciosa… -¡Pero si desde aquí no se oye nada! -¡Vamos!

¡Y lo arrastro por la escalera sin dejarlo pronunciar ni una sola palabra! Alis y Clod nos dan alcance. Me vuelvo hacia ellas.

– Eh, ¿vosotras sabíais que Matt tenía novia?

Alis abre los brazos.

– Claro.

– ¿Y tú también?

Clod asiente con la cabeza.

– ¿Y quién no?

– ¡Yo! ¿Por qué no me lo dijisteis?

– Porque te fuiste corriendo cuando él te agarró…

– ¡Te raptó! -Clod me da una palmada en el hombro-. ¿Verdad?

– Pues sí… Un momento, ¿cómo es que vosotras lo sabíais?

Alis y Clod se miran por un instante y a continuación sueltan una carcajada.

– ¡Porque a nosotras tambiénnos mola desde siempre!

– Qué canallas… ¡Y no me dijisteis nada!

– Bueno, como siempre hablabas de él de una forma tan apasionada, no nos atrevíamos a decirte nada…

– Y, claro, como nos contaste la historia con Lore de este verano y luego la de Massi el otro día, pensamos: ¡ahora Matt ya puede ser nuestro!

– ¡Ni se os ocurra!

Y me abalanzo sobre ellas, bromeando, tratando de golpearlas. Gibbo, que está a mis espaldas, se queda estupefacto.

– ¡Eh! Pero ¿qué estáis haciendo? ¡Calma, que se va a hundir la escalera!

Alis y Clod se sueltan y bajan corriendo.

– Esto es la guerra… ¡Gana la que lo consiga!

Trato de perseguirlas, pero tropiezo y bajo rodando los tres últimos escalones. Al final, menos mal, logro frenar con las manos.

– Ay, ay… Ay.

Me miro la palma para ver si tengo alguna herida, pero no veo nada, estoy ilesa.

– Eh… -Gibbo llega junto a mí y me ayuda a levantarme-. ¿Se puede saber qué haces?

– Me he hecho daño. -Me froto la falda-. ¡Me he caído de culo! -Luego, preocupada por Ale, miro hacia atrás-, ¿Se ha roto la falda?

– Déjame ver.

Me hace dar media vuelta. Espero un poco. -¿Y bien?

Me vuelvo y veo que Gibbo está sonriendo.

– No, no, nada… Creo que todo está bien, ¡pero que muy bien!

– ¡Imbécil! ¡Venga, vamos a bailar!

Y echo a correr, ligeramente dolorida pero con unas ganas enormes de vivir, de bailar, de gritar, de soñar De enamorarme en tu cara, Matt, y de esa tipa, «su novia». Así que me precipito entre la gente y bailo como una loca -no es por nada, pero mejor que ellos-, y sigo el ritmo de maravilla y canto: «He esperado mucho tiempo algo que no existe, en lugar de contemplar cómo amanece…»

– Juradme una cosa…

Clod me mira sorprendida y arquea las cejas.

– ¿Ahora? ¿Se puede saber qué te pasa esta noche?

– ¡Sí, ahora! ¡Es importante: ahora y para siempre!

Alis es más dócil.

– Vale, dinos…

– A ver…

– Que nunca discutiremos por un hombre, que antes que traicionar nuestra amistad nos encerraremos en casa, jamás cometeremos una estupidez semejante, ninguna lágrima por nuestra culpa, confianza eterna, tranquilidad total, secretos sólo para los demás… -Luego las miro titubeante y abro los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba-, ¡Por favor, juradlo!

Un instante. Acto seguido, sonríen Y nos abrazamos y seguimos bailando como si fuésemos un único cuerpo, saltando aquí y allá, felices, al ritmo de la música. Y nos miramos a los ojos, cantando al unísono, a voz en grito. Y en ese momento me siento la persona más feliz del mundo. Y cierro los ojos y bailo, abrazada a mis mejores amigas, sin poder imaginar lo que un día sucederá.

– ¡Aquí está la tarta!

Alguien grita y todos se apiñan alrededor de una mesa. La tarta tiene un montón de velitas altas en el centro, de todos los colores, que forman el número catorce. Debajo puede leerse: «¡Felicidades, Michela!» La homenajeada se acerca, y todos se apartan para hacerle sitio y ella se detiene en el espacio libre que han dejado justo delante del pastel. A continuación esboza una sonrisa mientras nos mira a todos, los invitados, sus amigas, sus amigos, algunos familiares, varios camareros con los platos listos y los cubiertos más allá, y su madre, que tiene ya la cámara de fotos en la mano: que está muy emocionada y que la hace bailar un poco delante de ella mientras trata de encuadrar… «¡a esa magnífica hija!». A continuación, Michela mira a todo el mundo.

– ¿Puedo?

– ¡Venga! ¡Venga! -grita alguien.

Alguien saca el móvil y hace una fotografía para aparentar interés. Luego Michela inspira, sopla las velitas y consigue apagar las últimas después de recuperar el aliento y haber soplado una segunda vez, aunque fingiendo que era la primera.

– Espera, espera, repítelo… He apretado antes de tiempo. -Su madre, faltaría más.

– Mamá, uf… -Michela piensa lo mismo que nosotros-. Venga, mamá, así no vale, si lo hago otra vez resultará falso…

Pero al ver a la madre tan disgustada alguien se saca al vuelo del bolsillo de los pantalones un encendedor, revelando a todos que ya fuma, pero brindando a esa madre una segunda y última oportunidad.

– ¡Ya está, encendidas, venga!

– Mamá, no te equivoques otra vez porque no vuelvo a soplar, ¿eh?

– Está bien.

– ¿Me has entendido? Mira que no volveré a hacerlo…

– ¡Sí, ya te he dicho que sí…, Michela! ¡Si no perdieras tanto tiempo discutiendo en lugar de soplar, a estas alturas lo habrías hecho ya!

Michela sopla de nuevo las velitas y su madre, por suerte, consigue por fin inmortalizar el momento. Luego Michela se dirige al disc- jockey. Salta a la vista que está loquita por él.

– Eh, Jimmy, ¿me pones la que tanto me gusta, por favor?

Por su parte, Jimmy no parece muy interesado por el producto Michela.

– ¿Cuál?

– Venga, esa que dice: Nananana…

Prueba a canturrear algo.

– Ah, ¿por qué no te presentas al concurso ese de televisión, «La Corrida»? Hay más posibilidades de que ganes ese programa que yo entienda de qué canción se trata.

– ¡Anda ya! -Michela sonríe como si nada, sin imponer su papel de homenajeada, y prueba de nuevo con la melodía-. Nananana… -Jimmy cabecea- ¡Me estás tomando el pelo! Has entendido de sobra cuál es, venga, ¡es la de los Negramaro!

– Ah…, ¡podrías haberlo dicho antes!

Así que Jimmy pone el disco, que, en efecto, no se parece en nada a la extraña cantilena de Michela. Casi como una señal, los camareros empiezan a repartir los platos con pedazos de tarta entre los chicos más hambrientos. Yo estoy al lado de Clod en el preciso momento en que llega el suyo. Y después el mío.

– Por favor, señorita, es para usted.

– Gracias.

Resulta cómico cuando la gente mayor que tú, hasta el punto de que podrías ser su hija o, como mucho, su hermana pequeña, te habla de usted.

Mmm…, qué bien huele. Chocolate negro, amargo en su punto justo. Corto un poco con la cuchara. Por dentro está tibia y va rellena de una crema, también de chocolate, que chorrea. Por el aroma que desprende debe de estar para chuparse los dedos. Pero es que, claro, ahora lo recuerdo, la han comprado en Cióccolati, el sitio en el que yo…, como no me habían invitado a la fiesta… Mientras me llevo la cucharilla a la boca, me viene a la mente. ¡Nooo! ¿Cómo es posible que no lo haya pensado antes?

– ¡Detente, Clod! -Ya ves. Me mira en el preciso momento en que se mete un trozo en la boca-. No te la comas…

A ésa no hay quien la pare… ¿Qué puede detener a alguien como Clod en uno de sus momentos favoritos? De hecho, se encoge de hombros como si dijese: «¿Y por qué debería hacerlo?», y se lo traga de golpe, un único bocado, enorme; lo mastica dos veces a toda velocidad y con una sonrisa mofletuda y complacida lo hace desaparecer del todo A continuación sacude ligeramente la cabeza y me sonríe.

– ¿Por qué no tenía que comérmela? Está deliciosa.

– ¿Ah, sí?… Pues porque está llena de guindilla.

Me mira y hace un ruidito con la boca, como si dijese: «¿Se puede saber de qué estás hablando?»

– ¿Te acuerdas? Te dije que de una forma u otra vendríamos a esta fiesta… ¡Quién podía imaginar que nos invitarían gracias a Alis!

Apenas concluyo la frase. Clod pone los ojos en blanco, abre la boca y emite una especie de alarido, pero como si se hubiese quedado sin aliento.

– ¡Ahhhh, quema! ¡Quema! ¡Es terrible!

Voy sin perder tiempo a por un vaso de agua y se lo llevo corriendo.

– Ten, ten, bebe… -Clod me lo arrebata de las manos y lo apura de un sorbo.

– No digas nada, por favor. -Me tiende el vaso vacío sacudiendo la cabeza-. Más, más… -Me precipito a buscar más agua, como si tuviese que apagar un incendio. La verdad es que le arde la garganta, como a todos los demás.

– ¡Socorro!

– ¡Ahhh!

– ¡Quema! Pero ¿qué es esto9 Quema muchísimo.

– ¡Nos quieren envenenar!

La madre de Michela, la fotógrafa desmañada, se acerca a la tarta, pasa el dedo por encima y a continuación la prueba como la mejor de las niñas caprichosas. Cuando comprende de qué se trata, tuerce de improviso la boca

– ¡Guindilla! -Y a continuación, pronuncia una afirmación aún más grave-: Mañana me van a oírlos de Cióccolati.

Sólo pienso en una cosa: los de Cióccolati., ¿comprenderán que he sido yo?

Clod me mira torciendo la boca.

– ¿Se puede saber cuánta has puesto?

– ¡Muchísima! Me sentó muy mal que fuésemos las únicas a las que no habían invitado a la fiesta.

– Ya-

Cabecea. Le doy un empujón.

– Mira que la mitad la eché por ti, eh.

Mientras tanto, los demás siguen gritando.

– Agua, ya no queda agua… ¿Podéis traer más?

Los camareros llegan, a toda prisa, uno detrás de otro, como si surgieran de la nada, transportando varias botellas de agua, unas más frescas que otras, se las pasan a los invitados, alguno bebe directamente de ellas, otros, más educados, la sirven en vasos a los sedientos y desesperados que parecen estar gritando «pica a rabiar». Y en medio de la cola que se organiza, para beber, entre la multitud que rodea las mesas y los camareros con las botellas, veo a Matt. Lleva de la mano a la tipa que, por todo nombre, me ha dicho que es «su novia». Tiene la lengua fuera y se da aire con la mano, como si esa especie de abanico improvisado pudiese servir para algo. ¡Bien! Me había olvidado por completo de ellos, es evidente que siempre hay una razón para dar un escarmiento. Y de esta forma se me ocurre una nueva máxima que debo escribir en la agenda: «La venganza nunca cae en saco roto.»

– Eh, ¿vienes conmigo?

Gibbo me coge de la mano. Por lo visto, ésta es la noche de los raptos.

– ¿Adónde?

– Afuera, es una sorpresa. Miro alrededor- Venga, que esta historia de la guindilla, en lugar de animar la fiesta, la ha convertido en un funeral. ¡Hasta el disc-jockey se ha quemado la garganta! Mira qué espanto de música… ¿Sabes cuánto tardará en volver a ser divertida? Al menos cuarenta minutos…, siempre y cuando se reanude, claro Me gustaría saber a quién se le habrá ocurrido echar guindilla en la tarta.,, A menos que sea un error del pastelero…

Me gustaría decírselo, pero quizá sea mejor que la historia no circule demasiado.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque ha sido genial.

¿Veis?, se lo podría haber dicho.

– ¿Y por qué ha sido genial?

– Porque me ha brindado la posibilidad de escaparme contigo.

Y me coge de la mano y tira de mí para que lo siga. En un abrir y cerrar de ojos estamos fuera de la casa.

– Párate aquí y cierra los ojos.

– ¿Por qué?

Lo miro preocupada, Él me sonríe y abre los brazos.

– ¡Te lo he dicho, es una sorpresa!

Reflexiono por un momento. Gibbo no es, desde luego, la clase de chico que me besará si cierro los ojos. E incluso en el caso de que lo fuese… Después de la desilusión de Matt, no estaría mal. Esta noche está guapo: lleva unos vaqueros ajustados con una vuelta alta, una sudadera Abercrombie azul oscuro y una gorra de cuadros celestes, blancos y azules. Pero qué digo, ¡está guapísimo! En cualquier caso, jamás lo haría o, al menos, no a traición. Cierro los ojos. Siento que se acerca, después me coge la mano. Me sobresalto por un instante.

– Ven, sígueme.

Permanezco con los ojos cerrados.

– Eh, no me hagas caer. ¡Y procura que no pise ningún «regalito»!

Gibbo se echa a reír.

– Jamás he visto una calle tan limpia. Tengo la impresión de que aquí limpian unos barrenderos especiales.

Aminora el paso.

– ¿Estás lista? Hemos llegado. ¡Abre los ojos!

Hasta ese momento los había mantenido cerrados de verdad, en primer lugar porque me gusta ser sincera, bueno, siempre que sea posible, claro está, y en segundo lugar porque me encantan las sorpresas. Y ésa es, a decir poco, una sorpresa fantástica, en fin, especial, ¡increíblemente especial! Una de esas sorpresas para las que no bastan las palabras.

– Entonces, ¿te gusta?

– ¡Te has comprado un microcoche! ¿Si me gusta, dices?

Lo rodeo devorándolo con los ojos. Es el que vimos al llegar. Claro, ¿de quién podían ser si no todos esos números? Además, es metalizado, azul oscuro con reflejos azul claro.

– ¿Pediste tú que lo hicieran así?

– ¡Por supuesto! ¿Te has fijado en las bandas blancas y celestes que parten de las ruedas delanteras y llegan hasta las de detrás?

– ¡Superguay!

– Y eso que aún no lo has visto por dentro.

Pulsa un botón y de inmediato destellan cuatro luces.

– ¡Si hasta tiene alarma!

– Claro, ¡con todo lo que le he metido, si me lo robaran sería como si desvalijasen una tienda de electrodomésticos!

– ¡Qué exagerado!

Pero, en efecto, cuando abre la puerta se encienden unas luces frías, azul claro, que iluminan el coche por debajo.

– Caramba, se parecen a las luces que salían en esa película…

– A todo gas… la vimos en tu casa y recuerdo que te gustaron mucho. Por eso las he puesto.

Esbozo una sonrisa. No me lo acabo de creer. Sea como sea, me gusta el mero hecho de que lo haya dicho. De modo que subo. Gibbo se sienta a mi lado.

– ¿Estás lista?

– ¡Por supuesto!

Gibbo arranca y partimos. ¡Sólo que pensaba que haríamos unos cuantos metros para probarlo y, en cambio, no se detiene!

– ¿Adónde vamos?

– A dar un paseo de ensueño.

– ¿Y Alis y Clod?

– Ya las verás mañana en el colegio.

Pues sí, tiene razón.

– A fin de cuentas, la fiesta se ha acabado ya, venga.

– Vale, pero detente un momento, tengo que recoger una cosa del coche de Alis.

Gibbo da media vuelta mientras yo le mando un mensaje. Un segundo después, ella sale por la verja.

– ¿Qué pasa? Me apeo al vuelo.

– Tengo que coger la bolsa que he dejado en tu coche.

– ¿Te marchas? ¡No me digas que Matt ha cambiado de opinión!

Gibbo baja en ese momento de su nuevo coche.

– Ah, Gibbo…

– Hola.

– Hola.

Alis abre el coche y me da la bolsa.

– Oh, por lo visto, después de lo de Lore, no hay quien te pare…

– Venga, vamos a dar una vuelta.

– Sí, sí, ahora resulta que se llama «vuelta».

– Estrena coche.

– ¡Cualquier excusa es buena!

– ¡Es cierto!

Gibbo se acerca.

– ¿Te gusta? Es mi nuevo Chatenet. ¿Quieres venir con nosotros? La miro y le sonrío como diciendo «¿Ves?». Y a continuación subo de nuevo con Gibbo, que arranca a toda velocidad. -Mira.

Pulsa un botón y se alza una pantalla. -¿También tiene televisión! -Claro, y mira aquí.

Pulsa otro botón y aparece el vídeo de Elisa. -¡No! ¿No me lo puedo creer! ¡La adoro! Es increíble, absurdo, genial, una casualidad del destino, ¡lo están emitiendo en MTV!

– ¡De eso nada! ¡Es el DVD! -Abre una bolsa y lo saca-. Toma, es para ti, ¡sabía que te encantaba!

– ¡Gracias! -lo aprieto contra el pecho-. Es lo más bonito que podrías haberme regalado.

Y bailo moviendo la cabeza al ritmo de la música mientras canturreo: «Cuántas cosas que no sabes de mí, cuántas cosas que no puedes saber…, cuántas cosos para llevarnos juntos a ese viaje…» Acto seguido, observo con más detenimiento el interior del coche. -Caramba, es genial.

Está tapizado con números de color azul oscuro con sombras y brillos. Tiene dos altavoces pequeños delante y unwoofer enorme detrás. Además de la tele delante.

– ¿Que tamaño tiene?

– Quince pulgadas, como la pantalla de un ordenador grande. Y he hecho poner cristales tintados al coche, ¡así puedes verla también de día!

Me mira rebosante de orgullo mientras sigue conduciendo.

– ¡Es ideal! ¡Me encanta!

Le sonrío, y Gibbo se siente feliz. Ojalá tuviese yo un coche como ése, incluso básico, sin todos esos accesorios, es decir, con todo lo que le ha puesto es como si se hubiese comprado dos. ¡La verdad es que podría regalarme uno! Gibbo parece leer mis pensamientos.

– Bueno, Caro, ¡ahora podré pasar a recogerte con el coche siempre que quieras! Incluso puedo acompañarte a casa.

– Pero si vivo a un paso del colegio.

– ¿Y eso qué tiene que ver? Paso a recogerte, te llevo a desayunar y después te acompaño al colegio.

– Ah, sí, me gusta la idea. En ese caso, ¿sabes adónde tienes que llevarme? A tomar un capuchino al Bar Due Pini.

– Por supuesto, nos lo tomaremos allí.

Luego Gibbo dobla una curva cerrada. Me aferró al asidero de la puerta y él se echa a reír, acelera, conduce como un rayo, con la música a todo volumen mientras el tubo de escape arma un buen escándalo. Luego me mira con aire astuto.

– Se nota que lo he cambiado por un Aston, así corre más,

– Se nota, se nota,…

Tenemos que subir más la música para entender la letra. Gibbo entra en el Trastevere, enfila una callejuela que hay a mano derecha. San Pancrazio. Gira a toda velocidad varias curvas y en menos que canta un gallo llegamos al Gianicolo.

– ¿Ves a donde te he traído? -Sí, es precioso…

Ahora el Chatenet azul metalizado avanza lentamente por la plaza. El tubo de escape ruge sin armar tanto estruendo. Gibbo aparca en un espacio libre, no muy lejos de un muro con vistas a la ciudad.

– ¿Bajamos? -le digo.

– Claro.

Echamos a andar, llegamos junto al muro y me apoyo en él; está congelado.

– Mira, Caro… Mira los coches que corren ahí abajo. ¿Los ves, con los faros encendidos? Bonito, ¿no?

– Sí, quizá sean todos microcoches, ¡pero ninguno es tan bonito como el tuyo!

– Eres un cielo.

– Te lo digo en serio.

Después nos quedamos en silencio, contemplando la zona de la ciudad que queda a nuestros pies.

– Hace frío, ¿eh?

– Un poco.

Me rodeo el cuerpo con los brazos.

– Es que aquí hay un montón de árboles. -Gibbo sonríe-. Sí, ésta es una zona verde, al menos en un setenta por ciento. ¿Sabes que son las plantas las que producen este frío porque oxigenan el aire cada cuatro minutos al sesenta por ciento? Por eso, en los sitios donde hay plantas hace más frío.

– Ah, no lo sabía. -En realidad creo que ni siquiera sé un uno por ciento de lo que sabe él-. Pero sí sé lo que me gustaría tomar ahora, Gibbo.

– ¿Qué?

– ¡Un chocolate!

– Vamos a ver si hay algún sitio abierto por aquí.

– Vamos… ¡Me encantaría! ¿Sabes el que me pirra? El de Cióccolati, es chocolate negro fondant. -Miro el reloj-, Pero a esta hora seguro que ya está cerrado.

Gibbo sonríe y camina con cierta chulería.

– ¿Y si te lo preparase yo directamente en el coche?

– Anda ya, el de Ciòccolati…

– Sí, precisamente el de Ciòccolati.

¿Y cómo piensas hacerlo? No me digas que es un coche mágico.

– Ni más ni menos. ¿Qué me dices?

– ¡Venga, enséñamelo!

Me dirijo hacia el microcoche. Él me detiene.

– ¡No, no le tengo!

– ¿Ves? ¿Lo sabía?

– ¿Ah, sí? ¿Estás segura?

– Al ciento por ciento, casi como de esa historia de los árboles, que al final resulta que si hace frío es por culpa suya…

Gibbo se ríe.

– En ese caso, apostemos…

– Vale, lo que quieras.

Gibbo arquea las cejas. Me preocupo.

– ¡Eh, sin exagerar!

– Decides tú, entonces.

– No, tú.

Reflexiona por un instante.

– Bien, en ese caso, si te preparo en el coche un chocolate caliente…

– Negro fondant como el de Cióccolati…

– Negro fondant como el de Cióccolati, tú…

Se queda pensativo por unos segundos, me escruta.

– ¿Yo?

– Tú me das un beso.

Me callo,

– ¿Un beso… beso?

– Claro, ¿acaso el chocolate no es chocolate chocolate? Permanezco en silencio. ¿Quiere un beso? Sonrío mientras le pienso.

– Pero si acabas de asegurar que no tengo chocolate en el coche… ¿qué más te da? No puedes perder.

Lo está haciendo adrede. Es un farol. O tal vez no.

– Gibbo, dado que sabes hacer todos esos cálculos, ¿qué probabilidades tengo?

– Bueno, teniendo en cuenta que no debe ser un chocolate cualquiera, sino un chocolate fondant tipo Cióccolati…

– Ah, claro, ¡eso es fundamental!

– En ese caso, yo tengo un treinta por ciento de posibilidades de ganar, y tú un setenta.

Abre los brazos. Lo miro por un instante a los ojos. Lo observo con detenimiento. Quiero comprobar si está mintiendo. Tiene el semblante tranquilo de alguien que no oculta nada.

– Bien. Acepto.

Subimos al coche. Gibbo sonríe y pulsa un botón, tac. No me lo puedo creer. Debajo del salpicadero se abre un pequeño cajón con un cazo, agua, una plancha eléctrica, un cable conectado al encendedor y… una infinidad de sobres diferentes de Cióccolati: ¡con leche, avellanas y chocolate fodant! Y no sólo eso, porque también los tiene con distintos porcentajes de cacao: setenta y cinco, ochenta y cinco y noventa por ciento.

– ¡Esto no vale!

– ¡Sí, claro, nunca vale cuando gana el otro!

¡Pero tú lo sabías!

– Y tú podrías haber dicho que no…

Gibbo abre en seguida la botella de agua, la vierte en el cazo y lo pone encima de la plancha. A continuación conecta el cable con el enchufe al encendedor y arranca el motor.

– No puedes decir que te he obligado.

– Eso es cierto…

Gibbo coge los sobrecitos.

– ¿Setenta y cinco, ochenta y cinco o noventa?

– Ochenta y cinco.

Echa el chocolate en el cazo y lo mezcla con una cucharilla. ¡Si hasta tiene una cucharilla! El chocolate está listo en un abrir y cerrar de ojos.

– Pero me hiciste creer que no tenías.

– No, eso sí que no. Me preguntaste si tenía un coche mágico, y yo te contesté que no, que no lo tenía. -Sirve el chocolate en dos tazas-. Y es cierto, -Me pasa la mía-. Mi coche no es mágico, sólo está bien preparado.

Miro la taza.

– Nooo, no me lo puedo creer. ¡Si tiene escrito mi nombre!

– Sí.

Esboza una sonrisa y bebe su chocolate. Y yo me bebo el mío, está delicioso.

– Mmmm, qué rico. Te ha salido realmente bien.

Guardamos silencio por un momento. Gibbo pone otro CD con una música preciosa. Creo que es Giovanni Allevi, me parece que he oído esa canción en un anuncio. Intento beberme lo más lentamente posible el chocolate, pero ya no me queda casi en el fondo.

Gibbo se da cuenta, me coge la taza de las manos y la vuelve a poner en el cajoncito. Acto seguido me pasa un pañuelo.

– Ten.

– Gracias… ¿¡Pero es que las tazas llevan los nombres de todas las chicas que suben en este coche!?

– No, sólo hay una taza. -Se aproxima a mí-, Y lleva tu nombre.

– ¿Sí?

Se acerca más.

– Sí.

Se acerca más aún. Sonrío.

– Se ha hecho tarde, debería volver a casa.

– Pero antes tienes que pagar la apuesta.

Me vuelvo y miro por la ventanilla. Cambio de idea, me vuelvo de nuevo, lo miro y sacudo la cabeza.

– ¡No me lo puedo creer! Pero Gibbo… si es que somos amigos desde siempre.

– No. Desde hace ochocientos veinticuatro días, desde que nos conocimos, y me gustas desde hace ochocientos veintitrés días.

Llegados a este punto, ya no hay nada que hacer.

– Pero podrías habérmelo dicho, ¿no?…

No me deja acabar. Me besa. Me resisto por mi instante, pero luego me abandono… Al fin y al cabo, he perdido, es justo pagar las apuestas y, además… sabe a chocolate, ¡está rico!

Nos separamos al cabo de un rato.

– Ya está. Ya he pagado la apuesta… -Simulo estar un poco enfadada- ¿Podemos irnos?

– Faltaría más.

Gibbo arranca el motor, dobla una curva y se dirige hacia mi casa. Dios mío, ¿qué pasará ahora que nos hemos besado? ¿Cambiará nuestra relación? Ya no seremos amigos.

Lo miro por el rabillo del ojo y veo que sonríe.

– ¿Qué te pasa? ¿En qué piensas?

Se vuelve hacía mí. Ahora parece realmente divertido.

– ¡Imagínate cuando se entere Filo!

– ¿Por qué? ¿Acaso piensas decírselo?

– No, no -se disculpa-. ¡Pero quizá llegue a saberlo!

– ¿Y cómo? Si ninguno de los dos dice nada, no veo que haya muchas posibilidades… -Lo escruto-. Eh, ¿no será que también has apostado algo con él?

– Pero ¿qué dices?

– Que has apostado que esta noche me besarías. Mira que si es eso te conviene decirlo cuanto antes porque, como lo descubra, no volveré a hablarte en la vida.

Gibbo suelta el volante, alza la mano izquierda y se lleva la derecha al pecho.

– Te juro que no es así.

– ¡Sujeta el volante!

– Vale, vale. -Vuelve a agarrarlo-. Pero ¿me crees?

Lo observo durante unos instantes, me mira fijamente intentando convencerme.

– Bien, te creo. A pesar de que antes me has engañado.

– Pero eso era distinto…

– ¿Por qué?

– ¡Porque quería besarte!

– Imbécil.

– Venga, estaba bromeando, no discutamos…

– Vale.

Exhala un suspiro. Yo también. Confiemos en que no se entere Filo. Una vez me pidió un beso y yo me negué alegando que no quena arruinar nuestra amistad.

Luego, de repente, siento curiosidad.

– Perdona, pero si en lugar del chocolate te hubiese pedido un capuchino, que, en cualquier caso, también me gusta mucho, no habría tenido que besarte.

Gibbo se queda perplejo.

– ¿Quieres saber la verdad?

– ¡Pues claro!

Abre de nuevo el cajoncito y lo hace girar sobre sí mismo. Detrás hay todos los cafés y descafeinados posibles.

– Vale, me rindo… -Me atuso el pelo-. ¡Llévame a casa, anda!

Por suerte, pone a Lenny Kravitz,I'll be waiting, y eso mejora un poco la cosa. «Él rompió tu corazón, te arrebató el alma, estás herida por dentro, sientes un vacío en tu interior, necesitas algo de tiempo, estar sola, entonces descubrirás lo que siempre has sabido: soy el único que te ama realmente, nena, he llamado a tu puerta una y otra vez.»

¿Y ahora? ¡¿Qué se supone que debo hacer ahora que nos hemos besado?! No, no me lo puedo creer, puede parecer absurdo, pero he de reconocer que ha sido bonito. Es que congeniamos mucho, nos divertimos un montón juntos, nos lo contamos todo… ¿Y si a partir de ahora las cosas no fuesen también entre nosotros? Quiero decir que me vería envuelta en un buen lío. Sobre todo… ¡porque él siempre me echa una mano en matemáticas!

– Ya está, hemos llegado.

– Aparca un poco más adelante.

Gibbo llega al final de la via Giuochi Istmici y a continuación se para.

– Tienes que hacerme un favor. Sonríe.

– Por supuesto, lo que quieras.

¡Sonríe demasiado! Socorro. Espero que no crea que ahora somos novios… Bueno, prefiero no pensar en eso.

– En ese caso, debes bajar y vigilar que no viene nadie, ¿vale?

– ¿Y tú?

– Yo me quedaré en el coche.

– ¿Haciendo qué?

Como no podía ser de otro modo, Gibbo no puede entenderlo.

– Una cosa.

– Pero ¿qué cosa?

Tiene razón. El coche es suyo y, de todas formas, después me verá bajar.

– Tengo que cambiarme. Salí de casa vestida de otra manera.

– Ah…

Ahora parece haberlo comprendido, se apea del coche y se aleja. Después se detiene y se queda de espaldas. Pero como no quiero sorpresas, bajo la ventanilla.

– Eh, ni se te ocurra volverte.

Gibbo se vuelve sonriendo.

– No, no, tranquila.

– ¡Pero si has girado la cabeza!

– Porque me has llamado.

– Bueno, pero que sea la última vez.

Empiezo a ponerme los pantalones bajo la falda.

– ¿Ni siquiera si me llamas?

– No, ni siquiera en ese caso. Y, de todas formas, no pienso llamarte.

Aun así, se vuelve de nuevo.

– ¿Segura? ¿Y si pasa algo?

– Venga…, ¡deja de mirar!

Gibbo me obedece. Ahora viene la parte más difícil. Preparo la camiseta, después echo un vistazo en su dirección y me quito el top. Gibbo no se mueve. Menos mal. Está quieto al final de la calle, de espaldas. Pero justo en ese momento… Toc, toc. Alguien golpea el cristal y me sobresalto.

– Caro, pero ¿qué estás haciendo?

Estoy medio desnuda con la cabeza a medias dentro de la camiseta. La saco sonriendo.

– ¡Nada!

Por suerte, es Rusty James. Me pongo a toda prisa los zapatos y me apeo.

– ¿Cómo que nada?

– Te he dicho que nada, me estaba cambiando. -Lo meto todo dentro de la bolsa-. Es que mamá no quería que saliese así, y por eso…

Gibbo se acerca al ver que estoy con alguien.

– Es Gustavo, ¡me ha acompañado a casa! -Naturalmente, no le cuento todo lo demás-. Te presento a mi hermano Giovanni.

– Hola.

Se saludan sin darse la mano.

– Bueno, me voy a casa, nos vemos mañana en el colegio.

– ¿A qué hora irás?

– Oh, a primera hora.

– Vale, adiós.

– Adiós…, Gibbo.

Sube al coche y se aleja a toda velocidad. El tubo de escape es una sinfonía absurda en medio de la noche.

– Veo que tiene un Aixam que pasa desapercibido…

– Es un Chatenet…

– Te estás volviendo tan puntillosa como papá. -R. J. me mira risueño-. Espero que no hayas salido de verdad a él porque, de lo contrario, jamás nos llevaremos bien. Nos iremos distanciando a medida que te vayas haciendo mayor…

Al oír eso me invade una tristeza incomprensible. ¿Sabéis cuando sientes algo sin un motivo aparente? Y eso que, hasta ese momento, me había divertido mucho. De modo que le doy un empujón.

– No lo digas ni en broma.

Y me coloco a su lado. Me apoyo en él, quizá así me abrace como sólo R. J. sabe hacerlo. Y, de hecho, lo hace y yo me siento protegida. Levanto un poco la cabeza y lo miro.

– No nos distanciaremos nunca, ¿verdad?

Rusty James sonríe.

– Como la luna y las estrellas…

Le devuelvo la sonrisa.

– Siempre en el cielo azul, ¡Como yo y tú!

Nos echamos a reír. No sé cómo nos lo inventamos, se nos ocurrió una noche de verano. Estábamos mirando el cielo en busca de alguna estrella fugaz y, al final, dado que no veíamos ninguna, nos inventamos esa poesía. Que luego yo incluí en una redacción y el profe Leone me la corrigió y yo le expliqué…, traté de aclarárselo, de hacerle comprender que «Yo y tú» era un error, sí, pero también una licencia poética para que rimase. En fin, que al final me puso un suficiente, a pesar de que, en mi opinión, esa redacción se merecía mucho más.

– Caro, ven, quiero decirte algo.

Nos sentamos en un banco de la via dell’Alpinismo, justo al lado del colegio, donde hay un pequeño parque para los perros. Me preocupo. Cuando R. J. hace eso es porque hay una gran novedad.

La última vez que nos sentamos juntos quiso contarme que había roto con su novia. Debbie, se llama, y es una tía enrollada y también muy guapa. R. J. siempre ha tenido novias guapas, pero ésta parecía que iba a durar más que las otras.

Debbie se reía mucho, estaba siempre contenta, me gastaba bromas y me decía que R. J. y yo éramos como dos gotas de agua.Y luego me sentaba sobre sus piernas y charlaba conmigo y me hacía carantoñas. Y una vez, cuando fue a ver a su padre, que vive en Nueva York, me trajo una camiseta Abercrombie superchula.

Echo de menos a Debbie, y no por esa camiseta, sólo que no puedo decírselo a R. J., si decidió romper con ella debía de tener sus motivos.

– Ven, ponte aquí, a mi lado.

Me siento tranquila. En el parque reina un extraño silencio y en algunas zonas está oscuro, pero cuando estoy con R. J. no tengo miedo.

– ¿Estás lista, Caro?

Asiento con la cabeza y él se mete una mano en la cazadora, saca un periódico y lo abre muy ufano.

– Aquí está.

Me indica un fragmento escrito en el que, al final, aparece el nombre de Giovanni Bolla.

– ¡Eres tú!

– Eh, sí, soy yo. Y éste es mi primer artículo. Mejor dicho, es un relato.

Empieza a leérmelo. Me gusta y lo escucho complacida. Es la historia de un chico que se escapa de casa a la edad de doce años, que coge una bicicleta del garaje después de haber discutido con su padre y se marcha. Y mientras lo escucho recuerdo que una vez me contó que él mismo había hecho una cosa parecida. El relato es divertido y está lleno de detalles, de pasión. Es ágil, no aburre, divierte y emociona, en fin, aunque quizá también me guste por el modo en que mi hermano lo lee. Y de vez en cuando me río porque ese personaje, Simone, es en ocasiones un poco torpe y realmente divertido. R. J. vuelve la página cuando acaba.

– ¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? Es mi primer relato.

– Es precioso… -Me gustaría añadir algo, pero sólo consigo decirle-: ¡Hace soñar!

– Bueno, eso no es poco.

– Es un poco autobiográfico, ¿verdad?

– Bueno, todos hemos reñido alguna vez con nuestro padre.

– Ah, claro.

Con el nuestro es realmente sencillo. Y entonces se me ocurre una pregunta de lo más absurda y mientras la hago me arrepiento, pero ya es demasiado tarde y no puedo echarme atrás.

– Pero ¿te han pagado?

R. J. no se enfada, al contrario, está feliz.

– ¡Por supuesto! No mucho, pero me han pagado. -Se mete el periódico en el bolsillo-. Piensa que es el primer dinero que gano escribiendo.

– Pues sí…

Se levanta del banco.

– Venga, Caro, vamos a casa, ya es casi medianoche y, además, ¡mamá se preocupa por ti!

Así que nos encaminamos hacia nuestro edificio. Lo hacemos en silencio y yo disfruto de ese momento. Luego me paro de golpe y. no sé por qué, se lo suelto.

– ¿Sigues viendo a Debbie?

R. J. me sonríe.

– Hablo con ella…

Pero no quiere decirme nada más.

– Me gustaba mucho. – No le digo lo de la camiseta y todo lo demás.

– Bueno, a mí también. ¡Por eso he vuelto a llamarla!

Y se echa a reír. Acto seguido, abre el portón y me deja pasar. -Venga, entra. -R. J., ¿me haces un favor?

– ¿Otro?

Siempre dice lo mismo. Luego se ríe de nuevo.

– Dime, Caro.

– ¿Me regalas tu primer relato? Lo quiero enmarcar.


Giovanni, el hermano de Carolina

Me llamo Giovanni. Rusty James, como me llama Carolina. Soy su hermano. Escribir es mi sueño. Meter el mundo en una página. Sentir el repiqueteo de las teclas del ordenador o, mejor aún, ver cómo se seca la tinta de una pluma estilográfica en un cuaderno conservado a duras penas con un poco de pegamento y una goma. Es mi pasión. El instante en que me siento más vivo es aquel en que releo una frase, un pasaje, mía idea que he detenido para siempre en el blanco del papel transformándolo a mi manera. Es difícil hacer comprender eso a los que piensan que la vida es tan sólo el armazón que en el pasado tenías por cierto, a quien ha dejado de emocionarse, prisionero de las innumerables dificultades de la vida. Como si las dificultades fueran únicamente un mal rollo cuando, en cambio, son ocasiones, posibilidades de demostrar que podemos conseguir lo que pretendemos. ¿Soy un idealista? ¿Un loco? ¿Un soñador? No lo sé. Tengo veinte años, miro alrededor y veo que la vida es dura. Sí, pero también esplendida. Conozco los problemas del mundo, no escondo la cabeza debajo del ala, es duro suscribir una hipoteca para comprar un tugurio, es difícil encontrar un trabajo que no te dé simplemente lo suficiente para sobrevivir, sino que, además, te permita expresarte y vivir de una manera digna. Y también soy consciente de las innumerables injusticias y violencias que nos rodean. No obstante, no he perdido la esperanza. Me conmuevo al contemplar un amanecer, daría lo que fuese por un amigo sin sentirme por ello pobre. Danzo con la vida, la invito a bailar, la abrazo sin excederme, la miro a los ojos y la respeto y la amo, al igual que adoro la mirada de una mujer enamorada. Eso es. Me gustaría estar en esa mirada, dentro, siempre, ser su sueño, hacer que se sienta preciosa y única como la gota de rocío que por la mañana ilumina de repente el pétalo de una violeta. Soy el polo opuesto de mi padre y eso me hace sentirme un poco mal. Me gustaría que me entendiese. Pero, como dice él, sólo tengo veinte años, de manera que, ¿qué puedo saber de la vida? Me viene a la mente Ligabue y su canción «cuando bailas sólo tienes dieciocho años y hay muchas cosas que no sabes, cuando sólo tienes dieciocho años quizá lo sabes ya todo y no deberías crecer nunca…». Es cierto, y quizá sea inevitable que seamos tan diferentes. En cambio, me siento en perfecta sintonía con ella, con Carolina. Mi Caro. Su entusiasmo, la sonrisa y la energía con la que lo vive todo la hacen auténticamente arrebatadora. Somos muy afines, nos entendemos sin necesidad de intercambiar muchas palabras. La quiero y espero que tenga una vida feliz. Se la merece de verdad. Ella confía en mí, cree en mí, me respeta y se hace respetar. Ella es leal con los demás, distinta y madura. Sabia. Sí, ¡Carolina es sabia, pese a que no lo sabe! Y es justo que sea así, es justo que conserve esa inocencia soñadora que no supone ser demasiado ingenuos o alelados, sino conservar sobre todo la capacidad de sorprenderse. Y además está mi madre, a la que adoro, porque siempre se sacrifica sin lamentarse jamás, con el único deseo de darnos lo que necesitamos, sobre todo amor. Me gustan sus manos, algo delgadas, la sonrisa que ilumina sus ojos cuando habla de nosotros o el olor de su piel cuando cocina. Olor a antiguo, a algo que me recuerda a mi infancia. Un olor bueno. A mi hermana Alessandra, en cambio, no consigo entenderla. Me gustaría que se abriese un poco más conmigo, porque la verdad es que no la conozco, jamás he hablado en serio con ella. Y además parece casi celosa de Caro y cada vez que, precisamente por temor a eso, trato de prestarle atención y darle importancia, tengo la impresión de que me rechaza. Se está endureciendo y no comprendo el motivo. Adoro a mis abuelos, las raíces de lo que yo soy, la sencilla franqueza de unos sabios que han visto el mundo y las cosas. Los adoro porque dentro de sesenta años me gustaría ser como ellos, seguir enamorado de la vida y, tal vez, de la mujer que la ha compartido y transformado conmigo. Una auténtica apuesta que debe jugarse con lealtad. Ahora quiero a una mujer, guapa, dulce y sincera. La quiero y espero que ese sentimiento no acabe, que me haga sentir siempre tan bien como ahora. Y, sin embargo, en ocasiones experimento un extraño miedo, tengo la impresión de que no tardará en finalizar o de que quizá ése no sea mi camino. No sé por qué. Sensaciones. Pero bueno, mientras tanto sigo adelante, entre otras cosas porque ella es verdaderamente guapa. Viva la vida.


Octubre

Wishlist

El último CD de Radiohead y de Finley.

Una cinta negra para el pelo, brillante, estilo años treinta.

Peinarme hacia atrás y no vomitar cuando me mire al espejo.

Comprar el cofrecito deHigh School Musical.

Ir a Pulp Fashion, en la via Monte Testaccio, para curiosear un poco entre elvintage de los años setenta.

¡Hacer rayos UVA! Papá me va a matar

En octubre no ha ocurrido nada especial. Es decir…, exceptuando la disputa con don Gianni, el cura que enseña religión en el colegio, la discusión con Gibbo sobre las consecuencias de nuestro beso, y el beso que le di a Filo para que ambos hiciesen las paces. Ah, sí, lo olvidaba, Rusty James se ha ido de casa. En fin, que, pensándolo bien, ha sido un mes bastante movidito, pero vayamos por partes.

– Buenos días, chicos.

Apenas ha cruzado la puerta cuando de repente salen cuatro alumnos, los que están exentos de su hora. La verdad es que no sé si eso es motivo o no de pecado, pero creo que es importante quedarse, no tirar la toalla. Aunque ello signifique discutir y pasarse de la raya, Pero nunca hay que abandonar. Me parece que es un poco como darse por vencido. Yo al menos me quedo. Y siempre he sido de la misma opinión. Hasta ese día.

Don Gianni los mira y acto seguido suspira.

– Pobres… No saben lo que hacen.

El comentario se lo podría haber ahorrado, porque si unos chicos se marchan de clase es porque tienen permiso para hacerlo, lo que quiere decir que lo han pedido en casa, que deben de haber hablado del tema con sus padres, o que quizá hayan sido éstos quienes se lo hayan sugerido. ¡O sea, que saben de sobra lo que hacen! En cualquier caso, se le podría pasar por alto porque es un latiguillo, una forma de hablar. Pero ese día añadió algo que nunca podré olvidar.

– Chicas, hoy por fin podemos hablar de un caso concreto que puede ayudarnos a entender las particularidades del amor…

Al oír eso cierro la agenda, hago a un lado el móvil, lo escondo bajo el estuche y despliego las antenas, ya que siento curiosidad por el tema.

– Una de vuestras compañeras me ha contado su experiencia y me gustaría ponérosla como ejemplo para explicaros ciertos comportamientos… Puedo, ¿verdad que sí, Paola Tondi?

Y Paola, Paoletta, como la llamamos nosotros, se encoge, casi se hunde en su silla. Acto seguido mira por unos instantes en derredor y al final vuelve a emerger como uno de esos submarinos de guerra que salen repentinamente del mar saltando fuera del agua para flotar después entre las olas.

– Claro, sí, claro… -responde con voz trémula.

¿Qué otra cosa podía decir, dadas las circunstancias? En fin, os juro que fue una sorpresa general. Es decir, que ninguna de nosotras se habría imaginado jamás que Paola Tondi, Paoletta, para entendernos, pudiese ser tomada como ejemplo para nuestras experiencias sexuales.

A ver si me explico. Es alta, mejor dicho, no lo es, es baja, mide un metro cuarenta, es bastante corpulenta, lleva ortodoncia, como no podía ser de otro modo, metálica y llamativa, tiene el pelo encrespado y abundante, la cara algo picada, la nariz aguileña y los ojos saltones. ¡Y por si fuera poco, encima huele mal! ¿Habéis entendido de qué clase de persona estamos hablando? ¡Me gustaría saber quién ha tenido el valor, quién ha sido el intrépido que se ha lanzado a una misión semejante!

Y don Gianni se aprovecha de eso. Paoletta, en un momento particular, en un día en que, quizá, necesitaba hablar con alguien y no sabía a quién dirigirse, se lo contó todo a don Gianni. ¿Y él qué hace ahora? Lo usa entrando en toda una serie de detalles para dar su lección. ¿Os dais cuenta?

– Chicas, tened muy presente lo que os voy a decir. El amor no tiene edad, e incluso una chica de trece o catorce años como Tondi puede verse enfrentada a la siguiente duda: ¿es quizá pronto para tener una relación?

Don Gianni nos mira tratando de leer nuestros semblantes. Ha alargado las manos hasta el borde del escritorio y se inclina hacia adelante, nos pasa revista como si se tratara de una ametralladora lista para disparar. Pero nosotras no nos inmutamos, simulamos que casi no existimos, seguimos escuchándolo con gesto imperturbable, que sólo expresa pureza, indiferencia e ingenuidad. Todas permanecemos en absoluto silencio, si bien alguna podría rendirse y replicar: «¡No, no es demasiado pronto!»

De hecho, creo que Lucia, Simona y Eleonora hace más de un año que salen con un chico. Pero, en cualquier caso, sería demasiado pronto. Y, en cualquier caso, por encima de todo, es asunto suyo. Y, en cualquier caso, no entiendo cómo se le puede haber ocurrido a Paola Tondi contarle algo semejante a don Gianni y, sobre todo, a saber qué le habrá contado, ¡qué será verdad y qué no!

– Bueno, Paola, debes ser un ejemplo para tus amigas, para todos tus compañeros… Debes ayudarlos a no tener dudas como, por desgracia, te sucedió a ti. Cuéntanos, estabas sola en casa porque tus padres se habían marchado a pasar el fin de semana fuera, ¿verdad?

Paola asiente con la cabeza.

– Y le dijiste a tu abuela que se iban a marchar mucho después, por la noche, porque querías tener la casa libre por la tarde, ¿no es así?

Paola vuelve a asentir con la cabeza.

– Y entonces llamaste al chico que te gusta desde hace algún tiempo, ¿me equivoco?

Paoletta repite el gesto afirmativo. Y el interrogatorio prosigue.

– Que es el hijo del dueño de la tienda de comestibles que hay debajo de tu casa…

Y continúa de ese modo. La situación se hace cada vez más embarazosa, porque don Gianni va entrando en detalles y también porque Paoletta no abre la boca, ni siquiera mueve ya la cabeza. Además, don Gianni sonríe de vez en cuando, y eso también me molesta. Es más, al final no puedo resistirlo y me pongo en pie de un salto.

– Perdone. ¿Se puede saber por qué sonríe? Mejor dicho, ¿de qué se ríe? Puede tratarse de una historia de amor, de una pasión, incluso de un error frente al Señor, claro…, pero usted, en lugar de comprenderla, de mostrarnos que nos entiende, da la impresión de que se divierte, ¿quiere decirme qué clase de educación es ésa?

– Bolla, no veo qué motivo tienes para intervenir. Estoy tratando de enseñaros cómo debéis comportaros en determinadas situaciones, y eso vale para todos, incluso para ti…, que quizá lo necesites.

– ¿Qué ha querido decir con esa última frase? ¿Después de todo lo que ha sucedido con ustedes, los curas, ahora va y me dice que soy yo la que tiene necesidad de algo? ¿De qué? De contárselo a usted, no, desde luego, en vista de cómo lo usa luego… Lo felicito, ¿no se da cuenta del aprieto en el que ha puesto a Paola Tondi después de lo que nos ha contado?

– Eso no es cierto.

– Sí que lo es.

– En ese caso, mejor se lo pregunto a ella. -Don Gianni se dirige a Paoletta con una sonrisita taimada-. Dime, Tondi, ¿estás en un aprieto?

– Espere un momento, así no vale, de ese modo la obliga a contestar lo que usted quiere, no lo que, quizá, piensa realmente. -Abandono mi pupitre y me planto delante de Paoletta impidiendo que don Gianni pueda verla-. ¿Estás en un aprieto? A mí me lo puedes decir.

– Eh, no, así no vale.

Don Gianni baja de la tarima, se coloca delante y seguimos así durante un rato.

– ¿Estás en un aprieto? Dímelo a mí.

– No, dímelo a mí, a mí puedes decírmelo…

– ¡No, te he dicho que me lo digas a mí.1

Hasta que al final Paoletta se harta y escapa llorando. Al ver la escena, los cuatro chicos que por lo general salen para no dar clase de religión vuelven a entrar a toda prisa.

– ¿Lo veis?, teníamos razón.

Y toda la clase empieza a armar un buen jaleo, gritando, dando puñetazos a los pupitres o tirando cosas.

– ¡Ooooolé!

Y todos se echan a reír y el tumulto va en aumento, hasta que al final llega el director. En fin, moraleja: a partir de la semana que viene yo tampoco asistiré a la clase de religión. Y eso que, en el fondo, me divertía un poco.

Estoy sola en el patio del colegio, es la hora del recreo. Alis y Clod están armando jaleo con el resto de nuestras amigas. No sé por qué me ha dado por vivir un momento de soledad voluntaria. No me preguntéis por qué, ya que no sabría qué responderos. Sea como sea, estoy completando una de miswishlists.

La canción que te gustaría haber escrito:

L'alba di domani, Tiromancino.

La que te gustaría que hubiesen escrito para ti:

Se é vero che ci sei, Biagio Antonacci.

La que te hace evocar tu infancia:

Parlami d'amore, Negramaro.

La de tus padres:

Almeno tu nell'universo, Mía Martini.

La de esa noche:

Qué hiciste, Jennifer López.

La que describe el momento más bonito de tu vida:

Girffriend, Avril Lavigne.

La que te gustaría tocar con tus amigos:

What Goes Around… Comes Around, Justin Timberlake.

La que le dedicarías a él:

How To Save a Life, The Fray.

La que escuchas cuando te cabreas:

Makes Me Wonder, Maroon 5.

La que empieza mejor:

Hump de Bump, Red Hot Chili Peppers.

– Eh, ¿se puede saber qué te pasa? ¿Por qué me evitas?

Gibbo se reúne conmigo en el patio.

– ¿Yo?

_Sí, tú, no te hagas la loca. Es así. ¿No estaba rico el chocolate?

Me mira y sonríe. Es siempre tan encantador y amable, y además me pasa los deberes. Sólo que hay un problema: me gusta para un beso, eso es todo. Pero ¿cómo puedo decírselo? En fin, lo intentaré.

– Verás, Gibbo,…, estoy muy mal…

– ¿Por qué? ¿Qué te ha pasado?

– Tengo miedo de perderte como amigo.

– ¿Y por qué deberías perderme? Al contrario, las cosas son más fáciles ahora.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, a fin de cuentas era una idea que me rondaba desde hacía tiempo por la cabeza, y si no hubiese ocurrido así, como un juego, como una apuesta, perdida, las posibilidades de que nuestra amistad se acabase habrían sido altísimas, más del setenta y siete por ciento. -Después me escruta, me sonríe y se acerca a mí como si pretendiese besarme de nuevo-. En cambio ahora, que por fin estamos juntos…

Y prueba a besarme, pero en cuanto me roza los labios yo giro la cabeza y me lo estampa en la mejilla.

– De eso se trata precisamente. -Me levanto-. Nosotros no estamos juntos. Y el riesgo es exactamente ése, que si continuamos así al final no tendremos ni una cosa ni otra… Nos distanciaremos.

Gibbo abre los brazos.

Pero ¿no has visto Cuando Harry encontró a Sally?

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Los protagonistas son muy amigos, tanto que incluso le buscan posibles parejas al otro, pero al final comprenden que los únicos que encajan son ni más ni menos que ellos mismos, él con ella y ella con él, no hay otras posibilidades.

Se acerca de nuevo para darme un beso, pero yo me vuelvo a toda prisa hacia el otro lado, de modo que me besa en la otra mejilla.

– Ya, pero te has olvidado de un pequeño detalle…

– ¿Cuál?

– Que se trata de una película, mientras que lo nuestro es la triste realidad.

Y me alejo así de él, dándole la espalda. Un poco melodramática, ¿no? He hecho una salida arrogante con una frase de efecto, pero al menos así reflexionará. Gibbo permanece donde está, al fondo del patio, y abre los brazos.

– Pero, perdona, ¿a qué triste realidad te refieres? ¡Creía que nos divertíamos mucho juntos!

Me hago la loca, entro y subo la escalera. Y casi parece una película de verdad.

Pero apenas un segundo después, Filo me agarra del brazo.

– Disculpa, ¿puedes venir un momento?

Me arrastra por el pasillo, algunos de los chicos que están apoyados en la pared se dan cuenta y nos miran algo sorprendidos.

– Ven, ven, entra aquí.

Abre la puerta del servicio de los profesores y me empuja dentro.

– ¡Ay, Filo, me estás haciendo daño en el brazo!

Me suelta.

– Quiero que me expliques lo que he oído, vamos, explícamelo.

Se planta delante de mí y me arrincona. Intento escabullirme por todos los medios, pero él tiene los brazos en alto, alrededor de mi cabeza y apoyados en la pared.

– ¿A qué te refieres?

No obstante, intuyo de qué está hablando. ¿Será posible que Alis y Clod no puedan tener la boca cerrada ni siquiera por una vez? ¡Son geniales! No, genial tu, que sigues contándoselo todo.

Pruebo a escapar, pero Filo me arrincona.

– ¿Y bien?

– ¿Y bien, qué?

– ¿Es verdad?

– ¡¿El qué?! -le grito a la cara.

– Que besaste a Gibbo.

– Sí…

– ¿Cómo que sí? -repite casi gritando.

– Es decir, no.

– Ah, entonces no…

Parece más tranquilo.

– O sea, sí y no.

– ¿Qué quieres decir?

– Te he dicho que sí y que no.

Me escabullo por debajo de él y consigo rodearlo, pero él me detiene de nuevo.

– ¿Qué quiere decir sí y no? Eso no puede ser. O lo besaste o no lo besaste. ¿Me lo explicas de una vez?

– Muy bien, pero déjame en paz, ¿eh? Tienes que soltarme, ¿estamos? Déjame un poco de espacio porque me estás agobiando, ¿vale?

– Vale.

Filo parece calmarse. Se aparta un poco, aunque sin dejar de vigilarme para que no escape.

– Está bien. -Lo miro a los ojos-. Te lo voy a contar.

Exhalo un largo suspiro.

– Lo besé.

Filo entorna los ojos.

– No. No me lo puedo creer. No es verdad. ¡Me estás contando una milonga!

– ¿Y por qué, perdona? Tú me lo has preguntado, ¿no?

– Pero ¿por qué lo besaste? Cuando yo te lo pedí me dijiste que no, que no era posible, ¡que éramos amigos! ¿Acaso no lo eres también de él?

– Sí, de hecho te he dicho que sí y que no.

– ¿O sea?

– Que lo besé, pero también le he dicho ya que no volveré a hacerlo.

Filo se queda perplejo por un instante. A continuación arquea las cejas.

– De acuerdo, pero dado que yo te lo pedí primero, deberías haberme besado a mí antes que a él.

– Lo entiendo, pero supongo que no era el momento. Después sucedieron algunas cosas, quizá yo haya cambiado.

– ¿Has cambiado?

– Sí, parezco la misma, pero he cambiado.

– Bien, en ese caso, dado que has cambiado, ahora debes besarme también a mí.

– Pero ¿qué dices? Ni lo sueñes.

Y, veloz como el rayo, consigo escabullirme y salir del servicio de los profesores. Pasado un segundo, Filo me da alcance y me agarra del antebrazo.

– ¡Venga, Caro, eso no vale!

– No me aprietes el brazo, Filo.

– Bien, pero así no vale. Yo iba primero. A mí también me debes un beso, de lo contrarío, no es justo. Luego todos volveremos a ser amigos como antes.

Y lo veo ahí, caprichoso e infantil, y quizá realmente dolido, y en el fondo también más guapo de lo habitual, con gesto enfurruñado y el pelo alborotado. Y con la tez morena. Filo es más alto que Gibbo, delgado, tiene el pelo largo y los labios carnosos, los ojos oscuros y alguna que otra peca en los pómulos, a modo de salpicaduras. Tiene mucho éxito con las chicas pero, no sé por qué, desde hace cosa de un año se ha obsesionado con nuestra historia. Me detengo y lo miro a los ojos. Él sonríe.

– ¿De acuerdo, Caro? Seamos honestos… Aclaremos las cosas. ¿Tengo razón o no?

– ¡Pero qué razón ni qué ocho cuartos! Un beso es un beso. Él me cortejó, me dio una sorpresa y me hizo reír. Se le ocurrió una bonita idea, no me encerró en un baño… ¡y no me forzó a dárselo!

– ¡Está bien! ¡Tienes razón! Una bonita idea, ¿eh? Vale. ¡Pues entonces yo también puedo encontrar una!

No me vuelvo, sigo caminando, risueña, pero él no puede verme.

Caramba, la de esfuerzos que tienen que hacer los chicos para conquistarnos… Aunque la verdad es que eso vale también para nosotras.

¿Cómo se hace para pillar a uno que te gusta? Es decir, exceptuando a los que les gustas ya un poco y te persiguen, ésa es otra historia y, además, no sé por qué, cuando descubres que les gustas a los que no te gustan a ti o a los que te han gustado hace tiempo, puf, se te pasa todo. No, en serio, es así. Yo, en cambio, me refiero a los que te gustan sólo a ti, o sea que ellos ni siquiera lo saben y tú quieres que se enteren sea como sea. Alis siempre, dice: «Hay que comportarse como una presa a punto de escabullirse.» ¡Primer teorema de Alis! Asegura que es la mejor táctica. En cambio, según Clod, eso sólo sirve para perder un montón de tiempo y para correr el riesgo de que luego al tipo se le pase. Hay que ser directos, decírselo de inmediato, sin pensarlo dos veces. ¡Primera ley de Clod! Alis dice que hay que controlarse para no ruborizarse cuando lo ves…, porque así él piensa que al principio nos gustaba pero que ahora ya no nos importa mucho. ¡Eso es perfecto porque, si por casualidad le gustamos, piensa que nos está perdiendo! Pues sí…, ¡como si el rubor fuese algo que se pudiese controlar! Alis defiende que no hay que prestarles mucha atención, y que deben vernos hablar también con otros chicos y luego debemos observar lo que hacen. Sea como sea, en realidad, mi problema es otro, ¡nos gustamos a rabiar y nos lo hemos dicho! Pero, ¿dónde estás, Masiiii? Por si fuera poco, a cuarta hora el profe de italiano nos entrega para hacer en casa una hoja con preguntas sobre un relato titulado¿Qué estás buscando en realidad? Cuando lo he visto he estado a punto de echarme a llorar. ¿Por casualidad no se estará refiriendo a mí?

La casa de los abuelos Luci y Tom. Es bonita. No es que sea particularmente grande o rica. Es cálida. Pero con ese calor especial que no emana de los radiadores, sino de una infinidad de menudencias. De los cuadros, de las fotografías que reflejan la vida de mi madre, su niñez y su adolescencia. Del cuidado que la abuela Luci pone en todas esas cosas.

– ¡Con más energía, Caro! ¡Si no, no sale bien!

Jamás he logrado que la masa de la pizza fermente como es debido. Siempre queda baja y blanda. ¡Pero no es sencillo prepararla!

Vierto la harina sobre la mesa de mármol, dejando un hueco en el centro para el resto de los ingredientes. A continuación desmenuzo la levadura y la disuelvo en un poco de agua tibia. Después echo sal y aceite. Pero, no sé por qué, siempre tengo la impresión de equivocarme con las cantidades o con el proceso. Y aquí viene lo bueno: «Hay que obtener una masa blanda», dice la abuela. ¡Y se necesita fuerza!

– Tienes que llegar a un punto en que la masa se despega de los dedos. Luego haces una bola y la pasas por harina, la cubres con un paño y la dejas fermentar sin que le dé el aire durante casi dos horas. O hasta que la masa doble su volumen.

¡Sólo que, si lo hago yo, eso nunca sucede! Por eso me rindo y dejo que lo haga siempre ella. Otra cosa que no consigo hacer bien, pero que me divierte preparar con ella cuando voy a ver a mis abuelos, es elrisotto con setas. Me pirra, y mi madre casi nunca lo hace, pese a que la abuela Luci le enseñó a cocinarlo.

Es bonito estar juntas en la cocina. Tengo un delantal con mi nombre y dos cucharones bordados a los lados por la abuela. Se puede hablar con calma de una infinidad de cosas mientras se cortan las verduras, se hace el sofrito, se elige la carne y se hacen todas las demás cosas. Cocinar juntos sirve, en cierta manera, para ser más amigos. Recuerdo la escena de la películaChocolat, cuando Vianne quiere marcharse del pueblo que no la acepta porque la considera peligrosa y diferente. De manera que, pese a las protestas de su hija, hace las maletas. Después baja la escalera, abre la puerta de la cocina y ve a todas esas personas que están preparando juntas un sinfín de delicias de chocolate. Unas personas que hasta unos días antes no se entendían, no se hablaban, y que ahora están ahí, unas al lado de otras, y parecen felices y unidas. Y el mérito es también suyo. De modo que, «cuando el viento inquieto del norte le habla a Vianne de los países que aún le quedan por visitar, de los amigos necesitados que todavía debe descubrir, de las batallas que todavía debe combatir…», ella cierra la ventana y se queda a vivir allí, con esas personas, que ahora son sus amigas. Me encanta esa película. La vi con la abuela Luci.

Mi madre y yo nunca tenemos tiempo de cocinar juntas. Sólo algunas veces los domingos, pero no prepara cosas especiales. Además, Ale se entromete siempre y nos toma el pelo o, peor aún, nos agobia, o papá empieza a decir que nos demos prisa, que no entiende para qué sirve perder tantas horas preparando cosas complicadas, cuando bastaría con cocinar unos espaguetis con mantequilla. En fin, que nunca nos dejan a solas del todo, y eso le quita la gracia. En casa de los abuelos, en cambio, es más divertido porque el abuelo Tom apenas da señales de vida, se asoma do vez en cuando a la puerta y, tras decir «¡Mis mujeres!», se marcha sin preguntarnos siquiera qué estamos haciendo porque prefiere que le demos una sorpresa.

Mientras la masa de la pizza fermenta -no gracias a mí, por descontado- y antes de preparar elrisotto, hablo con la abuela, que siempre tiene muchas cosas bonitas que contarme. Se empieza con un tema y nunca se sabe con cuál se puede acabar. Sin ir más lejos, hoy hemos hablado de belleza, de mujeres delgadas, de mujeres entradas en carnes, de ese tipo de cosas. La abuela me decía que en su época se consideraba una suerte tener unos cuantos kilos de más, porque a los hombres les gustaban las curvas.

– ¡También a los de hoy les gustan las curvas, abuela!

– Bah, yo no estaría tan segura. Están rodeados de todos esos alfeñiques a los que sólo les preocupan los gramos de más que puedan tener. Quiero decir que no se trata de estar o no delgada. Lo importante es que exista un equilibrio, que una se sienta bien.

– Sí, abuela, pero eso es más fácil de decir que de hacer. En el colegio, las chicas gordas no se gustan en absoluto, siempre se están lamentando. Más aún, al final acaban siendo antipáticas con las que, en su opinión, son monas, y las hacen a un lado. Es como si hubiese dos bandos: las guapas y las feas. Pero ¿quién ha decidido cómo deben ser unas y otras?

– Sí, pero tú, por ejemplo, tienes una amiga que no se preocupa por ese tipo de cosas, y muchos la consideran simpática.

– De acuerdo, pero Clod es un caso aparte. Ojalá todas fueran como ella. Ella tiene un carácter estupendo. Le gusta comer, y come. Le gusta un chico y no se retrae. Le gusta arreglarse y vestirse bien. Si alguien le toma el pelo, pasa olímpicamente. Es más, se lo toma a broma. Ayer, por ejemplo, en el recreo, uno de III-F que se pasa la vida dándonos la brasa le dijo: «Clod, estás tan gorda que cuando te duermes lo haces por etapas»…, y ella le contestó: «Qué original, a ver si alguna vez dices algo que se te haya ocurrido a ti, en lugar de imitar a los cómicos del programa "Zelig Circus" ¡Pero no se lo dijo enfadada ni nada!

– Muy bien, eso quiere decir que está segura de sí misma, y eso la hace resultar más atractiva a ojos de los demás. Porque la belleza no está en la talla o en una cara bonita- ¿Te he contado alguna vez lo que decía Audrey Hepburn?

– No.

La abuela se levanta y coge un libro del estante, uno de esos grandes y bonitos, llenos de fotografías de esa actriz. Vuelve a sentarse y lo hojea.

– Aquí está…, escucha. -La abuela empieza a leer con voz firme-: «Para tener unos labios atrayentes, pronuncia palabras afectuosas. Para tener una mirada cariñosa, busca el lado bueno de las personas. Para estar delgada, comparte tu comida con el hambriento. Para tener un pelo precioso, deja que un niño lo acaricie con sus dedos al menos una vez al día. Recuerda, si alguna vez necesitas una mano, la encostrarás al final de tus brazos. Cuando envejezcas descubrirás que tienes dos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás. La belleza de una mujer aumenta con el paso del tiempo. La belleza de una mujer no radica en la estética, la verdadera belleza de una mujer es el reflejo de su alma…» -Acto seguido cierra el libro, con una serenidad especial que yo adoro.

– Qué bonito…

– Intenta recordarla, Caro, porque es así. No se trata de kilos, sino de armonía. Venga, empecemos a hacer elrisotto… ¡Han pasado casi dos horas y no nos hemos dado cuenta!

Mientras extiendo la masa y la condimento, comienza a preparar elrisotto. Yo la ayudo. He puesto ya las setas deshidratadas a remojo en agua tibia, y el caldo vegetal está listo. La abuela coge la cacerola y echa un poco de aceite y de mantequilla.

– No enciendas todavía el fuego.

Sigo sus instrucciones al pie de la letra.

– ¿Cuánto tarda?

– Unos cuarenta y cinco minutos. Ahora coge la cebolla, mira, está allí, sobre la tabla, la he picado ya, y trocea las setas.

Pongo empeño en hacerlo bien.

– ¿Así?

– Sí, pon la cacerola al fuego y deshaz la mantequilla. Después añades la cebolla y las setas y lo sofríes todo. Echa un poco de sal.

– ¿Y si se quema?

– Basta estar un poco atenta, ¿no? Venga, que lo estás haciendo bien. Dentro de un momento añadiremos un poco del agua en la que han estado en remojo las setas. No la habrás tirado, ¿verdad?

– No, no.

– Ahora hay que echar el arroz para que se tueste.

– ¡Pero cruje!

– Debe hacerlo, déjalo unos minutos. Coge el vino blanco que está ahí, junto a la pila, en ese vaso, y échalo a la cacerola. Sube el fuego. Cuando se haya evaporado, lo apagaremos y lo dejaremos reposar durante diez minutos.

Eso es lo que más me gusta de la abuela Luci: que calcula el tiempo con gran precisión. Jamás se equivoca. Y, además, hace que todo parezca fácil y que me sienta una buena cocinera. Mientras tanto, ella ya ha metido en el horno la bandeja grande con la pizza. La ha dividido y aderezado de cuatro formas diferentes, margarita, setas, salchichas y tomate, sin mozzarella.

– Abuela, ¿cuándo aprendiste a cocinar?

– Cuando era una niña. Yo era la mayor y mis padres trabajaban juntos en una tienda de géneros de punto, de manera que a mí me tocaba dar de comer a mis hermanos. Aunque me ayudaba mí abuela, por suerte. Ella fue quien me enseñó. Ahora vuelve a encender el fuego, no muy fuerte. A partir de ahora iremos echando el caldo. Un cucharón cada vez. Y empezaremos a remover el arroz…, así haces ejercicio. Ah, y controla el punto de sal.

Pruebo, y la verdad es que parezco del oficio. La abuela me mira risueña mientras pone la mesa.

– ¡Bien! Sigue así. ¿Quieres que lo haga yo?

– No, abuela, ¡hoy cocino yo!

Se echa a reír y asiente con la cabeza. Sigue poniendo la mesa con afecto y placer, como hace siempre. En casa de los abuelos jamás falta un pequeño jarrón con llores en el centro.

La abuela siempre me hace sentirme importante. ¡Incluso me hace creer que sé cocinar! En realidad lo ha hecho todo ella, había preparado ya los ingredientes, de modo que yo me he limitado a echarle una mano.

Pasan unos minutos. No he dejado de añadir caldo y de remover el arroz. La abuela se acerca para probar.

– Mmmm, ¡muy bien! Ahora coge ese plato, ¿lo ves?, el que tiene el parmesano rallado y un poco de la mozzarella de la pizza. Eso es, apaga el fuego y añade el queso. -Lo hago-. Ahora cúbrelo con esto… -Y me da una tapa de cristal que se empaña con el vapor en cuanto la coloco sobre la cacerola-. ¡Hay que esperar cinco minutos!

– Mmmm… ¡Qué bien huele! Tengo un hambre…

– A la mesa -grita la abuela con todas sus fuerzas.

– ¡Voy! -responde el abuelo desde la habitación del fondo.

– Sí, pero a ver si es verdad… -vuelve a gritar la abuela mientras lleva los platos a la mesa-. Ven, coge eso, Caro… -La sigo con el pan-. A tu abuelo hay que llamarlo una hora antes, siempre está dibujando en su estudio; parece que el tiempo no pase para él,…

Disponemos las cosas sobre la mesa. Le sonrío.

– Se ve que le encanta…

– Sí, ¡pero luego no soporta que el arroz esté pasado, o frío! ¡No se puede estar en misa y repicando!

– Aquí estoy… Aquí estoy… ¿Ves como soy puntual?

Se sonríen y se dan un beso fugaz en los labios y yo, no sé por qué, me siento un poco cohibida y miro hacia otro lado. Luego nos sentamos a la mesa los tres, el abuelo da el primer bocado y pone cara de estupor.

– Pero si está delicioso… ¿Quién cocina así de bien?

– Ella… -respondemos al unísono la abuela y yo señalándonos.

Y soltamos una carcajada y seguimos así, disfrutando de todo lo que hemos preparado, que tiene un sabor distinto del de la comida que te sirven en el restaurante.

Cuando acabamos de comer, el abuelo se levanta. -Quietas ahí… No os mováis. La abuela Luci hace ademán de levantarse. -Mientras tanto prepararé el café.

– No, no, es sólo un instante… Vuelvo en seguida. -Y desaparece a toda prisa en el salón contiguo, del que vuelve a salir al cabo de unos segundos con su cámara de lotos en la mano-. Ya está, ya está, listo…

Coloca la cámara en un estante cercano, pulsa el disparador automático, corre hacia la abuela y nos abraza justo a tiempo. ¡Clic!

– ¡Aquí tenemos la foto de los tres con la barriga llena! -Nos abraza con fuerza-. Y ahora, Carolina, esto es para ti. Y puf…, saca un libro de detrás de la espalda. -¡Gracias, abuelo! Me mira orgulloso y radiante.

– Estoy seguro de que llegarás a ser una gran cocinera,… De modo que lo cojo, voy al salón y me echo en el gran sillón burdeos, que tiene incluso un escabel. Es comodísimo y, a fin de cuentas, la abuela no me quiere por en medio mientras friega los platos y recoge la cocina. Me ha regaladoKitchen, de Banana Yoshimoto. Lo abro.

Creo que la cocina es el lugar del mundo que más me gusta. En la cocina, no importa de quién ni cómo sea, o en cualquier sitio donde se haga comida, no sufro. Si es posible, prefiero que sea funcional y que esté muy usada. Con los trapos secos y limpios, y los azulejos blancos y brillantes.

Incluso las cocinas sucísimas me encantan.

Aunque haya restos de verduras esparcidos por el suelo y esté tan sucia que la suela de las zapatillas quede ennegrecida si la cocina es muy grande, me gusta. Si allí se yergue una nevera enorme, llena de comida como para pasar un invierno, me gusta apoyarme en su puerta plateada.

Cierro el libro y lo dejo sobre mis piernas. Desde el salón observo a la abuela mientras mete los platos en el lavavajillas después de haberlos enjuagado. Me gusta la cocina de mis abuelos porque la usan de verdad, la viven. Después llega el abuelo, se acerca a ella. Coge un vaso, lo llena de agua, a continuación dice algo y ambos se echan a reír. Ella se seca las manos en el delantal que lleva atado a la cintura y luego se atusa el pelo. Todavía tienen mucho que decirse. De manera que me sumerjo de nuevo en el libro que me ha regalado el abuelo. Eso es. Me gusta su cocina porque en ella hay amor.

12 de octubre. El profe nos ha hecho estudiar el descubrimiento de América porque es el aniversario de esa fecha. ¡Nos ha recordado que gracias a Cristóbal Colón hoy podemos comer chocolate! Y Clod, claro está, me ha hecho todo tipo de gestos desde su pupitre, desde una V de victoria con los dedos al trazado de una aureola sobre la cabeza con las manos. ¡San Cristóbal! ¡Sólo que después se lamenta porque le salen granos! Octubre es también el mes de las castañas. A veces mi madre, cuando tiene el turno de mañana y vuelve a casa a eso de las dos, sin importar lo pronto que pueda haberse levantado (¡a las seis, pobre!), se pone a hacer pan de castañas, que me gusta a rabiar. Siempre quito los piñones y me los como uno a uno antes de pasar al pan propiamente dicho. Sí, octubre es un bonito mes…, el mes del amarillo-naranja, de las primeras cazadoras que sacas del desván, y en el que esperas que llegue Halloween. Aunque también es el mes que precede a noviembre, que, en cambio, aborrezco.

En cualquier caso, me paso toda la tarde conectada al Messenger, hablando con Clod y Alis sobre Filo.

Clod no tiene ninguna duda; «Pero ¿por qué no lo besaste? Está como un tren y. además, es realmente simpático, ¡fue el primero que personalizó un microcoche! ¡Mucho antes que Gibbo!»

Alis, en cambio, opina justo lo contrario: «Así me gusta, que sufra, que luego se aprovechan. ¿Qué se ha creído? Se trata tan sólo de una competición entre chicos: si no hubieses besado a Gibbo, ¿crees que se habría interesado por ti?»

¡Ésa debe de ser la segunda ley de Alis! En fin, toda una serie de valoraciones que no van muy lejos. En parte porque yo, por mi lado, respondo al vuelo tratando de explicar mi postura a las dos: «¡Aparte de que hace un año ya me pidió que lo besara!»

«Sí, sí, de acuerdo -me responden Alis y Clod-, pero ahora ¿qué piensas hacer? ¿Que riñan?»

«¿Estáis locas? ¡Como si yo besase por caridad!»

«Vamos, pero si es genial…»

«No digo que no sea genial, el problema es que ahora yo sólo pienso en Massi.»

«Pero si has besado a Gibbo.»

«¡Y eso qué tiene que ver! Lo hice porque perdí la apuesta, era un juego. De no ser así, nunca lo habría besado. ¡Yo pienso en Massi:»

«¡A saber cuándo volverás a verlo! -me replica Clod- Lo tuyo es pura imaginación, ¡en mi opinión, te gusta precisamente porque no lo ves!»

Alis ataca con mayor firmeza: «¿Lo ves? Querías a Lorenzo y, en cuanto lo conseguiste…, pam, ahora te dedicas a buscar a otros.»

«Lo conseguiste.» Palabras mayores… Pero no me da tiempo a contestarle porque en ese momento entra mi madre.

– ¡Caro! pero ¿todavía tienes el ordenador encendido? Pero ¿cuándo piensas acostarte? Pero si mañana tienes colegio… Pero… ¡Vaya una retahíla de peros!

– Pero, mamá, estábamos comentando un tema de clase. -Apenas le dejo un instante de reposo-. ¡Pero ahora mismo lo apago porque la verdad es que es muy tarde!

Y me meto en la cama.

– ¿Te has lavado los dientes?

– Por supuesto, antes, justo después de cenar. Huele… -Y exhalo un largo suspiro.

Mi madre rompe a reír y agita la mano delante de la cara.

– Puf, es terrible,… ¡Todavía se nota el olor del brócoli que has comido esta noche!

– ¡Mamá…!

Simulo ofenderme y me tapo la cabeza con la sábana. Después, como no oigo nada, me vuelvo hacia ella y me doy cuenta de que está mirando fijamente la pared. Colgado de ella está el artículo de Rusty James que he hecho enmarcar a Salvatore, el hombre que está al final de la via della Farnesina.

Mi madre lo contempla suspirando. Me incorporo en la cama y la escruto.

– Bonito, ¿verdad? Me parece un relato precioso, habla de los sueños de juventud… ¿Sabes que fui la primera que lo vi? ¡Me lo dijo él!

– Sí, lo he leído varias veces. Es bueno.

Acto seguido, sale de la habitación. Ligeramente disgustada o preocupada, a saber. Claro que para nosotros Rusty James sólo puede ser bueno… Pero ¿lo será realmente? ¡Para mí lo es! Y con esta última convicción me duermo. Y no sé muy bien lo que sueño. El caso es que cuando me despierto siento que ese día será diferente. ¿Sabes esas sensaciones, esas sensaciones… que al final te hacen intuir que va a suceder algo de forma ineludible? De modo que te levantas de la cama, te arreglas, te despides al vuelo de todos, sales corriendo y miras alrededor… Sientes que estás llegando tarde a todo y, por suerte, te da tiempo a entrar en el colegio antes de que cierren la verja, y en clase la lección transcurre sin incidentes. Nada de preguntas o de discusiones ni con el cura ni con el resto de los profesores. Y, al final, cuando salgo del colegio… La sorpresa. Lo sabía, lo sabía, ¡lo sentía de verdad! Pegado a la verja hay un sobre donde puede leerse «Caro, III-B». Me acerco, lo cojo. Dentro hay una nota escrita con mayúsculas, una caligrafía que no reconozco: «Sígueme…, ¡el hilo de Caro!» Y hay una cucharilla con un hilo, uno de esos hilos blandos, extraños, como si fueran de goma, que, según creo, se utilizan para sujetar las plantas. De manera que me pongo a seguirlo y lo voy enrollando mientras camino. Y me parece ser la protagonista de un cuento, sólo que no consigo recordar bien cuál es, puesto que mi madre se confundía cuando me los contaba de niña.

Camino por el interior del pequeño parque que hay detrás del colegio y unos hombres me observan mientras voy enrollando ese extraño hilo… ¡de Caro! Unas niñas me señalan desde un columpio, divertidas al ver a esa extraña chica que pasa por delante de ellas en pos de un hilo larguísimo.

Al final llego a un rincón del pequeño parque, el hilo desaparece allí, detrás de un arbusto. Cierro los ojos antes de darme la vuelta. Es un sueño…, mejor dicho, es un milagro. Ahora me volveré y él estará ahí, Massi. Así que paso por encima del arbusto lentamente, con el hilo todavía en la mano, y detrás está él: Filo.

– ¡Nooo! -Suelto una carcajada-. ¡Estás loco!

Se ha puesto un delantal blanco y delante de él, colocados sobre una mesa baja de madera, hay varios vasitos de helado. Hasta se ha confeccionado un gorro con un folio de cuadros doblado varias veces, como esos que usan los vendedores de helados. ¡Al menos los que yo conozco! Tiene una varita en la mano y varias cucharillas de colores en el bolsillo de la camisa.

– Señoras y señores…, a continuación les contaré cuáles son los productos de la nueva heladería; ¡FIC! Pero no me malinterpreten: «FiloIce Cream.»

Hace lo que puede, ¡hasta hablar en inglés! Pasada la primera desilusión, la de no haber encontrado a Massi, ahora me estoy divirtiendo muchísimo, de manera que aplaudo como una niña.

– Sí, sí, veamos.

Me siento en la silla que ha llevado hasta allí junto con la mesa, y escucho asintiendo con la cabeza a las propuestas de ese extraño vendedor de helados.

– Entonces, si no recuerdo mal… aquí están, sus gustos preferidos son el chocolate blanco y el fondant, el helado de crema, el de sabayón, el de avellana, el de pistacho y, como no podía ser de otro modo, ¡el de castaña!

Se ha acordado de todos excepto de uno…

– ¡Y el de coco…!

¡También lo tiene! Es increíble. Filo me sonríe.

– ¿He acertado? ¡Siempre te he visto comer Bountys!

– Qué memoria, ¿dónde los has comprado?

– En Mondi.

– Mmmm, son mis preferidos. En ese caso, quiero un vasito…

Y empiezo a pedir un vasito detrás de otro, están deliciosos. Y los devoro encantada. El helado está tan rico que me olvido por completo de mis propósitos de hacer dieta. A fin de cuentas, peso cuarenta y nueve kilos, de modo que me la puedo saltar de vez en cuando.

Al final, Filo se sienta en el suelo, a mi lado, y empieza también a comer de buena gana. Ha pensado hasta en las servilletas de papel y en la nata. Bueno, ¿qué puedo decir? He de reconocer que ha sido una bonita sorpresa. Ahora, sin embargo, tendré que pagar un pequeño precio. Bueno, pequeño… Según se mire. De forma que, después de habernos dado esa agradable y dulce panzada, devolvemos la silla y la mesita al bar y nos encaminamos hacia casa.

– ¿Has visto? Han sido muy amables, ¿eh?

– Sí.

Permanezco un rato en silencio mientras caminamos. Al final decido que es mejor ir directamente al grano.

– Oye, Filo, ha sido una sorpresa estupenda, de verdad…

– Gracias. -Me escruta con curiosidad, a continuación arquea las cejas-. ¿Pero…?

Me vuelvo y le sonrío.

– ¿Pero?

– Si te he entendido bien, estabas a punto de decir algo que empezaba por «pero»…

Sonrío.

– Así es. Creo que es mejor que no nos besemos.

– Aunque no hayas dicho «pero» el resultado es el mismo. Disculpa, ¿no habías dicho que era necesaria una sorpresa? Pues bien, ya has tenido tu sorpresa, ¿no te ha gustado?

– Sí que me ha gustado.

– No hace falta que lo jures, ya lo he visto, no ha quedado ni un solo sabor, si incluso has rebañado la nata con el dedo.

– Sí, la verdad es que estaban deliciosos.

– Entonces, ¿qué pasa? Perdona, pero te pedí un beso antes que él, me dijiste que él te había organizado una sorpresa y ahora yo te he dado otra. Arreglado, ¿no?

– No, de arreglado nada. Las cosas deben suceder por casualidad, esto es demasiado…

– ¿Demasiado?

– ¡Estaba demasiado preparado!

– Puede…, ¡pero a ver quién se inventa otra cosa! Si te hubiera improvisado una sorpresa habría sido demasiado fácil, en cambio, te la organizo bien, con el hilo, tus sabores preferidos… ¡y entonces la consideras demasiado artificiosa!

– Pero ¿qué tiene que ver la sorpresa con esto? ¡Es la situación!

– ¡Pero si me lo dijiste tú!

– ¿A qué te refieres?

– ¡Que era necesaria una sorpresa! Y no puede suceder por casualidad porque, sin cierta preparación, ¿cómo puede haber una sorpresa? ¡Es imposible!

– De acuerdo, dejémoslo estar, renuncio.

– ¿Qué quiere decir «renuncio»? ¡De eso nada! ¡Te he dado una sorpresa! ¡Ahora quiero un beso!

– Chsss, no grites. Decía que renuncio a explicártelo. Ven.

Abro la verja y lo hago entrar. Nos dirigimos al portal y, por suerte, el portón está abierto. Entramos.

– Sígueme.

Abro otra puerta.

– Pero ¿adónde vamos?

– Chsss, pueden oírnos… Estamos en el sótano.

Cierro la puerta a mis espaldas. Quedamos envueltos por la penumbra. Sólo entran algunos rayos de luz por debajo de las puertas de hierro que conducen al garaje.

– Bonito sitio.

– Sí… -Miro alrededor-. Venga, démonos prisa.

Esta vez es él el que se lamenta.

– Pero así no puedo. Así es demasiado…

– Basta, ya me he hartado.

Le doy un beso. Pasados unos segundos, me separo de él.

– Artificioso… -dice Filo sonriendo en la penumbra.

– ¡Basta ya, tonto! Bueno, ahora estamos en paz, ¿no?

– De eso nada, éste no valía.

– ¿Por qué?

– Porque tengo que dártelo yo.

Ladea la cabeza. Otra vez. A continuación me sonríe. Es ideal. Tierno. Poco a poco se acerca a mí y me besa. Por fin. Como es debido. Mmm… Sabe a arándanos. ¡Qué ricos, los arándanos! Para él ha comprado todos los sabores de fruta. A mí me ha dejado el resto. Filo me besa con pasión, me abraza, me atrae hacia sí. Y justo en ese momento siento que se abre la otra puerta de hierro, la que está al otro lado, al final del sótano, la que da al garaje grande, donde mi hermano aparca la moto. ¿Mi hermano? Miro hacia la puerta que hay al fondo… ¡Es mi hermano! Cojo a Filo de la mano.

– ¡Ven, de prisa! -le digo en voz baja mientras corro hacia la puerta que da al portal.

La abro rápidamente y después la cierro a mis espaldas.

– ¡Vete, vete, de prisa!

Lo acompaño al portal

– ¡Esto no vale! ¿Y el beso?

– Ya te lo he dado, mejor dicho, ¡te he dado dos!

– Sí, pero no como yo quería.

Abro el portón y lo empujo afuera.

– ¡Sal, vamos!

Filo me sonríe.

– Pero yo lo quería… un poco más… ¡artificioso!

– ¡Venga ya, vete!

Y le cierro el portón y a continuación me dirijo hacia el ascensor en el preciso momento en que mi hermano abre la puerta del sótano.

– Hola.

– ¡Ah, hola!

Me hago la sorprendida tratando de no mirarlo a la cara. Veo que, en cambio, él me escruta.

– ¿Cómo te ha ido en el colegio?

– Bien.

Lo miro por un instante, está sonriendo. Desvío la mirada.

– Ah, de manera que el colegio ha ido bien… ¿Y cómo te ha ido hace un rato?

– ¿Eh? -Vuelvo a mirarlo. Veo que se está riendo.

– En el sótano…

– Ah, en el sótano… Pues nada, ¿sabes?, se me había perdido una cosa y… -Intento inventarme algo, pero no se me ocurre nada. De modo que me doy por vencida-. No… Bueno…, las cosas no estaban yendo, lo que se dice, a pedir de boca.

– ¿Ah, no?… ¿Sabes cómo habría acabado el asunto si llega a entrar papá?

Sacude la cabeza y entramos en el ascensor. Subimos al cuarto piso. ¿Sabéis esos silencios que se crean de vez en cuando, esos que cada vez se hacen más grandes y que, a medida que se hacen más grandes; menos sabes qué decir y no ves la hora de llegar? De hecho, en cuanto se abre la puerta me escabullo fuera del ascensor, llamo al timbre y apenas abren entro en casa como un rayo.

– ¡Hola, mama! Todo bien en el colegio. Suficiente en los deberes de historia…

Recorro el pasillo en un abrir y cerrar de ojos y entro en mi habitación, más para relajarme que para otra cosa. ¡Menuda tensión! Pongo el CD de Massi, me echo en la cama y apoyo las piernas en la pared. Mantengo la cabeza baja mientras escucho esa canción que tanto me gusta. Reflexiono y al final me siento un poco culpable. Quiero decir, me he enamorado de un chico al que no he besado y, en cambio, ¡he besado ya a tres de los que no estoy enamorada en lo más mínimo! Eso no puede ser. No, desde luego que no. Basta, no besaré a nadie más hasta que… Bueno, mejor no ponerse ninguna meta que luego no se pueda mantener. ¡Hasta que lo consiga! Eso es, mucho mejor así.

– ¡A la mesa! -mi madre me llama.

– ¡Voy!

Me levanto de la cama. Bien, gracias al nuevo programa de besuqueos, me siento mucho más relajada, e incluso me ha entrado un poco de hambre, no mucha, sin embargo, dado que me he zampado todos esos helados.

Tarde tranquila. He estudiado sola en casa hasta las cinco. Ale ha salido con su amiga, una tal Sofía. Se dedican exclusivamente a ir de tiendas. Ale tiene tanta ropa que ya no le cabe en el armario, y muchas cosas no se las pone jamás. Por eso, la otra noche ni siquiera se dio cuenta de que le había birlado una de sus faldas. Bueno, mejor así y, además, es asunto suyo, lo importante es que yo salgo ganando. Después ha pasado a recogerme la madre de Clod y hemos ido a hacer gimnasia.

Clod es alucinante para ciertas cosas. Quiero decir, las dos frecuentamos el gimnasio del CTI, en el Lungotevere, que a ella le pirra, sólo que le da vergüenza y por eso no hace muchos ejercicios. Aunque luego va muy bien en gimnasia artística. Está un poco rolliza, desde luego. Muy rolliza, de hecho. Pero tiene ritmo, pasión y determinación. Sólo una vez se quedó colgada en las paralelas.

Y esa vez Aldo estaba presente.

Aldo es un tipo realmente divertido, siempre está haciendo el payaso, ríe, bromea, hace un sinfín de imitaciones. Antes de empezar, nos dice: «¿Estáis listas? ¿Y ahora quién soy? ¿Eh? ¿Quién soy?», e imita una voz. Y Clod y yo nos miramos. Yo nunca reconozco a nadie y no se me ocurre ningún nombre, ni siquiera uno. Ella, en cambio, enumera a todos los personajes italianos del pasado y del presente, e incluso a los extranjeros, qué se yo, a Brad Pitt, a Harrison Ford o a Johnny Depp, lo que, por otra parte, es absurdo porque no hablan italiano, de manera que debería decir el nombre de los actores que los doblan.

En fin, que Clod quiere adivinarlos como sea. Yo desisto casi de inmediato porque es imposible descubrir de quién se trata, y me mosqueo. Ella, en cambio, prosigue con los nombres más impensables, incluso los más absurdos, algunos ni siquiera los he oído mencionar jamás. Creo que se los prepara adrede. Sea como sea, al final acaba exhausta. Yo he renunciado hace ya un rato, y Aldo nos mira divertido, primero a ella, después a mí, después de nuevo a ella y luego a mí.

– Os rendís, ¿eh? ¿Os rendís?

Miro a Clod y despejo cualquier posible duda.

– Sí, sí, nos rendimos.

– ¡Era Pippo Baudo!

– ¿Pippo Baudo?

– ¡Eh, sí!

Me doy media vuelta y me marcho. Clod, en cambio, se queda allí.

– Eres buenísimo, genial. Es cierto, era él… ¡Claro! Lo tenía en la punta de la lengua. ¡No me salía el nombre!

Luego viene a cambiarse a los vestuarios femeninos.

– ¡No me lo puedo creer! -le digo entonces-. ¿Cómo puedes ser tan falsa? ¡Esa voz podría haber sido de cualquiera excepto de Pippo Baudo! Estás harta de verlo en televisión, ¿cómo es posible que no lo reconozcas? ¡Yo lo imito mucho mejor!

– ¿Y qué?

Está molesta, se sienta en el banco y sólo se cambia los zapatos.

– ¿Qué quieres decir?

– Que si lo hago por darle coba, ¿a ti qué más te da?

– ¿A mí? ¡Nada! Sólo que quizá deberíamos ser honestas con nosotras mismas.

Clod se levanta y se pone la chaqueta del chándal.

– ¿Cómo es posible que no lo entiendas?

– La verdad es que no te entiendo, no.

– No es tan difícil… Al contrario, ¡me parece que para ti es muy fácil!

Y hace ademán de marcharse. Me acerco a ella, la cojo por los hombros y la obligo a volverse.

– Perdona, ¿qué has querido decir con eso? ¿A mí qué me importa si ése sabe imitar bien o no a la gente? Por mí, como si quiere presentarse a un concurso. ¿Qué querías decir con eso de que «para mí es muy fácil?»

– Fácil. Es fácil porqué…

Justo en ese momento entra Carla, la madre de Clod.

– ¿Estáis listas?

– Para ti es fácil… ¡porque ya has besado a tres!

Y sale corriendo dejándome sola con Carla, que me mira boquiabierta. Me hago la loca, me cambio la camiseta y me pongo el chándal.

– ¡Lista!

Acto seguido, cojo la bolsa y salgo con ella.

Os juro que el trayecto de vuelta a casa ha sido terrible. En primer lugar porque no podía hablar con mi amiga Clod, dado que su madre estaba delante, y en segundo lugar porque ella ya le había contado lo de los besos a la hora de comer. Quiero decir, ¿qué pensará de mí ahora esa señora? ¿Hablará con mi madre? ¿Saldré malparada de esta situación? ¿Le prohibirá a su hija que me vea porque no soy una buena compañía para ella? A saber. Os juro que ha sido peor que el peor de los dolores de cabeza. Y ese silencio en el coche. Un silencio que se podía cortar con un cuchillo. Y, además, toda una serie de pensamientos que no conseguía detener, un remolino, un huracán. Odio hacia Lorenzo, y luego hacia Gibbo y, sobre todo, hacia Filo. Y, además, un odio absurdo hacia mis amigas Alis y Clod, que lo sabían todo, ¡y luego un odio aún más absurdo hacia mí misma por habérselo contado! Y un odio especial hacia Carla, la madre de Clod, ¡que tuvo que entrar justo en ese momento! ¡Coño!

Me apeo del coche.

– Adiós…, y gracias.

Y entro apresuradamente en el portal sin añadir nada más. Subo corriendo la escalera. Quién sabe lo que dirán en el coche mientras regresan. ¡Imaginaos! Me pondrán verde.

Me abre Ale.

– Hola -le digo, y me encamino a mi habitación.

Me quito la chaqueta y me pongo de inmediato a escribir en el Messenger. Por suerte. Alis está conectada. Se lo cuento todo.

«Es normal que hayáis discutido. ¿No has pensado por qué precisamente ella te ha dicho que para ti es fácil?»

Insisto e intento que me lo explique, pero al final me dice que tengo que comprenderlo por mí misma. Así que me tumbo en la cama. Pongo el CD de Massi, estoy segura de que eso me ayudará. Y después de darle muchas vueltas me viene a la mente una respuesta. ¿Será la adecuada? Entro de inmediato en el Messenger y, por suerte, veo que está Clod.

«Perdona… No lo había pensado. Creo que ya lo he entendido… ¡Pero que sepas que tampoco ha sido fácil para mí! TQM…» No añadimos nada más. sólo nos prometemos que hablaremos en el colegio.

Así que al día siguiente vamos a charlar a un rincón durante el recreo.

– Clod… No es cierto que besaras a ese chico el verano pasado, ¿verdad?

Ella me mira un poco seria.

– ¿Por qué?

– Dime si lo he entendido o no.

– Mmm -asiente disgustada.

Le sonrío y me encojo de hombros.

– Sea como sea, no es tan importante. A mí me ocurrió por casualidad, no me lo esperaba. Sucedió con Lorenzo.

– ¡Sí, pero después con Gibbo y con Filo! ¡Y van tres!

– ¡Eso me importa un comino! A quien yo quiero besar es a Massi.

– ¡También!

– ¡Sólo a él! He besado a los que no quería besar, de manera que, en cierto modo, no vale.

Clod se echa a reír.

– ¡Eres increíble, tienes una capacidad extraordinaria para darles la vuelta a las cosas, como si de una tortilla se tratara! Mi madre siempre dice eso…

– ¡Eh! ¿Qué te dijo ayer, cuando nos despedimos?

– Te puso verde…

– ¿Qué quieres decir?

– Dijo que las personas no se comportan así. Pero yo te defendí, le dije: «Oye, mamá, ¿y tú qué sabes? No puedes hablar sin saber de qué va el asunto, no es justo. Además, es amiga mía.» Y ella me respondió: «Sí, ¡pero el hecho de que sea amiga tuya no quita que no pueda equivocarse!» Y yo le repliqué: «Pero es que no se ha equivocado…, se vio involucrada y punto.» Y ella: «Bueno, en ese caso espero que tú no te veas involucrada de ese modo.» «¡Pues yo, en cambio, sí lo espero!», volvía replicarle, y me apeé del coche.

La miro. Me ha defendido a pesar de que le molesta lo que he hecho porque ella no ha tenido aún la oportunidad de hacerlo. Me ha defendido delante de su madre. Es una gran prueba de amistad. Le sonrío.

– No te preocupes, Clod, sucederá cuando menos te lo esperes. No es tan importante.

Me mira. Sus ojos están velados de cierta tristeza.

– Lo entiendo, pero todas estáis ya muy adelantadas. Alis salió todo el año pasado con Giorgio, el de II-D. Incluso se besaban a la salida delante de todos. Ya sabes cómo es ella, lo hacía adrede, quizá importase un comino, ¡pero lo hacía! ¿Cuándo besaré yo a un chico?

Sonrío y abro los brazos.

– Pronto, ya lo verás, muy pronto… -Y le rodeo los hombros con un brazo, la estrecho y caminamos juntas-. Te doy un poco de mi desayuno, ¿quieres? Todavía no me lo he comido. Está muy rico: pan con aceite y Nutella,

Pero cuando lo abro me siento un poco mal. Oh, no…, mi madre lo ha cambiado. Ha echado salchichón, unas lonchas finísimas. ¡Menuda lata! ¡He dicho que me avise cuando cambie el relleno del bocadillo! Pero nada, ella es así.

– ¡Qué suerte tienes de que tu madre piense siempre en ti!

Y dicho eso, me quita el bocadillo de las manos y le da un buen mordisco. Cuando lo separa de la boca, veo que se ha comido más de la mitad. ¡Será caradura! Pero no digo nada y la sigo abrazando mientras acaba de comerse mi bocadillo. A continuación se vuelve, me mira y esboza una sonrisa.

– Sólo una cosa, Caro: ¡que no se te ocurra besar a Aldo!

La estrecho con más fuerza.

– No lo sé, guapa, la verdad es que tendré que pensarlo… Pero, perdona…, ¡queríais quitarme a Matt! Y, además, ¡vosotras mismas habéis dicho que somos amigas y que debemos compartirlo todo! ¿Me equivoco? ¡Y deja un poco de desayuno para mí!

Le quito el bocadillo y me marcho.

– Mira que eres…

– ¡Adióóósss!

Entro en clase antes de que le dé tiempo a alcanzarme.

Por la tarde no ocurre nada especial. Octubre,dolce far niente… ¿O era abril? No recuerdo. Además, llueve. ¿Para qué leches llueve? Pruebo a hacer un juego. Un paso, te encuentro. Dos pasos, no. Tres pasos, quizá mañana. Cuatro pasos, dentro de poco. Cinco pasos, no es para mí. Me invento un nuevo juego sobre las baldosas cuadradas de mi habitación. Doy un salto con los ojos cerrados. Si caigo con los dos pies en la misma baldosa, equivale a un paso y significa que encontraré a Massi. En cambio, si caigo sobre dos baldosas nunca volveré a verlo. Si, por casualidad, salto más lejos y piso tres, quizá lo vea mañana. Si en lugar de eso piso cuatro, me lo encontraré dentro de una semana, pero si piso cinco, es que me he equivocado en todo. Una vez mi abuela me dijo que existía el beso de la baldosa. ¿O era el baile? Sea como sea, me falta tanto el tipo al que besar como el tipo con el que bailar, que en mi caso son la misma persona: Massi. En fin, pruebo. Ya está… he saltado con las piernas un poco separadas. No me lo puedo creer. La misma baldosa. Massi… ¡Te encontraré! Y dado que hoy las cosas me están saliendo bien, decido hacer un test. He encontrado muchos en internet, con preguntas diferentes. Me gustan. ¡Si uno relee las respuestas pasado cierto tiempo, comprueba que no ha cambiado!

¿Qué hora es? Las 19.00.

¿Dónde estás? En mi habitación.

¿Qué estabas haciendo? Escuchaba a Tokio Hotel mientras veía el vídeo deBy Your Side en YouTube.

¿Estés de buen humor? Bastante, aunque estaba mejor esta mañana.

¿Qué hiciste ayer? Salí con Alis y Clod.

¿Crees que podrás contestar a las siguientes preguntas? Si no me secuestra el fantasma Huí Buh, sí.

¿Te gustan los pijamas dé Benetton? ¿En qué sentido? ¿Por qué precisamente ésos? ¿Te dan algo para que les hagas publicidad?

¿Te gusta el olor de las cerillas nada más apagarse? Sí.

¿Te gusta que te abracen las personas altas? Sí, me parecen un techo.

¿Haces promesas a menudo? Sólo las que puedo mantener.

¿Tienes confianza en este momento? Sí.

¿Has cambiado de opinión acerca de algo últimamente? ¡Si, acerca de los flechazos!

¿En qué lugar te alegras de no estar en este momento? En clase.

¿En qué sitio te gustaría estar? En una moto, con Massi.

¿Te gustaría llamarte Chantal? No necesariamente.

¿Qué imagen tienes en la alfombrilla del ratón? Un perro.

Mira a tu derecha, ¿qué ves? Los estantes con los libros y el taburete.

Mira a tu izquierda… La puerta.

¿Qué sueles hacer el sábado después de comer? Por la tarde salgo con Alis y Clod, después de cenar solo algunas veces, pero tengo que volver a las once y no alejarme mucho de casa.

¿Cuál es tu local preferido? El pequeño salón de té Ombre Rosse, en el Trastevere.

¿Te gusta beber? Agua, sí.

Si cambiases de look, ¿cuál elegirías? Probaría con el emo…, aunque no sé si me quedaría bien zapatillas convers o Vans, uñas negras, pelo liso con flequillo asimétrico. Creo que a Clod le sentaría mejor. En cualquier caso, he encontrado un sitio genial: www.starstyle.com para copiar el estilo de las estrellas. ¿Adivináis quién me lo ha dicho? ¡Alis!

Después de hacer el test, he salido y he vuelto a Feltrinelli, para ver si por casualidad Massi pasaba otra vez por allí, Mientras iba en el autobús he tratado de imaginarme su vida, lo que hace, quién es… Creo que… creo no, sé algunas cosas. Veamos: es romano, tiene unos dieciocho o diecinueve años, dado que se marchó con una bonita moto nueva y deportiva. Así que, además, debe de ser de buena familia. Tal vez incluso viva en el centro. ¡Oh, casi me caigo! El autobús se balancea mucho. El conductor va flechado… Me agarro a una asa que cuelga en lo alto intentando mantener el equilibrio. Miro afuera y me parece verlo por un instante. Lo adelantamos. No. ¡No es él! ¡Dios mío, tengo alucinaciones! Lo veo por todas partes, ¡pero ése es demasiado alto! Aunque… no está nada mal. No, no, va con una y, además… Massi es mucho mejor. De todas formas, no podría tener una historia con un chico que tiene novia. Hay tantos que ¿por qué debería ir a pillar a uno que ya está ocupado? Seguro que, cuando lo besase, notaría el sabor de la que lo ha besado antes. Sería algo así como besarla directamente a ella. ¡Puaj, qué asco! Y, sin embargo, es lo que se ve cada día en los periódicos y en televisión. Yo, cuando por fin bese a uno como Massi, no lo soltaré ni en sueños. ¿Quién lo dejaría escapar? En parte porque pienso que es realmente perfecto. Podría ser un gran deportista, me dijo que estudia, lo conocí en una librería, de modo que lee. En cualquier caso, no es un empollón, porque entiende de música. ¡Me regaló un CD de James Blunt! ¡Y además conocía a Amy Winehouse y a Eddie Vedder! Así que debe de ser lo más. Lo observé durante un rato en Feltrinelli y no se puso a jugar con esas estúpidas PlayStation ni hizo todas esas otras cosas propias de críos. Y de algunos adultos. También en eso mi hermano es distinto de los chicos que conozco. Bueno, aunque no es que conozca a tantos… Sea como sea, para mí Rusty James es el máximo, ¡mi novio debería ser como él! A mi hermano le gusta escribir, pintar, hacer fotografías, tiene una vena creativa, en fin, que es un soñador. Y, además su relato era precioso ¡Me encantó y, dado que lo han publicado, debe de haberle gustado también a algunas personas importantes! Nadie lo ha recomendado, de manera que lo que ha escrito es válido. A buen seguro ha impresionado el imaginario de alguien. O tal vez fue al periódico con el artículo y el director era una mujer. Sí, eso es, una mujer algo mayor que él. Eso también es extraño, pero todo puede suceder… El hecho de que una mujer se enamore de un tipo más joven que ella me resulta raro, quizá porque los de mi edad me parecen muy infantiles. ¡Si fuese mayor que mis compañeros de clase, les prestaría aún menos atención! ¡Bah! Además, los hombres siempre han tenido a mujeres más jóvenes a su lado. Bueno, la verdad es que no recuerdo con exactitud lo que ha ocurrido a lo largo de la historia. Adán y Eva, por ejemplo, fueron a buen seguro como digo yo, si bien por poco, probablemente, dado que ella salió de la costilla de él. Qué raros: vivían en un lugar fantástico, sin tráfico, tranquilo, verde, sin grafitis, contaminación ni colegio… Un paraíso, en pocas palabras, ¡y lo estropearon todo por comerse una manzana! Haber comido menos, ¿no? O, al menos, haber elegido otra fruta. Si te dicen que no la cojas, ¡no la cojas y punto! Que no hace falta hacer un gran esfuerzo para resistirse a una manzana. Y, por si fuera poco, ¿quién te lo ha dicho? ¡No un tipo cualquiera! ¡Te lo ha ordenado precisamente Él! ¿Y tú qué haces? ¡La coges como si nada! ¡Eso sí que es tener ganas de liarla!

Bah, mejor no pensar en eso. Entro en Feltrinelli. Esas librerías han cambiado mucho respecto a como eran antes. Ahora hay mucha música, un bar en el interior y varias pantallas planas que emiten vídeos continuamente. Un vigilante controla a todos los que salen y, no sé por qué, de vez en cuando se escucha un pitido. Pienso que, en realidad, él detiene a las personas al azar, imaginando que pueden haber robado algo por su cara o por el modo en que van vestidos.

– Perdone, señora…

El guarda jurado detiene a una mujer tan seria, tan seria, que si ésa ha robado algo yo soy atracadora de bancos.

– ¿Sí?

La mujer sonríe. ¡Debe de pensar que quiere ligar con ella!

– ¿Me permite?

El vigilante se acerca a su bolsa. La abre, coge el recibo que hay en el fondo, lo alza a la altura de los ojos y lo lee verificando lo que la señora lleva dentro.

– Gracias…

Todo parece estar en orden. La mujer no le contesta. Levanta la barbilla, yergue la cabeza y el cuerpo y se marcha con aire altanero. En el fondo deseaba que el vigilante lo intentara con ella. Después de contemplar esa divertida escena decido dar una vuelta. Paseo entre las estanterías. Nada. Ni rastro de Massi. Ahí nos vimos la primera vez. O, mejor dicho, ahí fue donde nuestras miradas se cruzaron… Cojo los auriculares y escucho el nuevo CD de James Blunt, el que me regaló. ¿Y si fuese una especie de rito mágico que lo hace aparecer en cada ocasión? Cierro los ojos mientras escucho la música. Sujeto los auriculares con las manos, cabeceo un poco. Te lo ruego, haz que aparezca. Y canturreo ligeramente mientras lo pienso. Nada. El sitio donde se me apareció la primera vez sigue vacío. Pero luego, noooo, no me lo puedo creer.

– Hola, Carolina. Pero ¿no tienes ya ese CD? ¿No es el que te regaló ese chico al que perdiste la pista?

Es Sandro, el dependiente de siempre. Me quito los cascos. ¿Será posible? ¿Atracción o calamidad? Me lo encuentro cada vez que paso por aquí… ¡Y siempre me pilla! Pero ¿es que en esta librería no hacen turnos?

– Oh, sí, lo tengo, pero quería volver a escuchar una canción… Me apetecía.

Sandro arquea las cejas; por lo visto, no acaba de creerme. Pero después decide cumplir con su cometido.

– ¡Pensaba que escucharías a los Tokio Hotel! ¿Sabes que ha salido ya el nuevo de Justin Timberlake? ¡Es genial! Les gusta mucho a las chicas de tu edad.

Lo miro. ¿Cuántos años cree que tengo? ¡Bah! La verdad es que no me importa mucho.

– Bueno, a mí no me gustan, prefiero a los Finley. De todas formas, he venido porque quiero comprar un libro.

– Ah, está bien, por fin has acabado el otro… ¿Te ha gustado Zoe Trope?

– Bastante.

Me acompaña mientras caminamos entre las diferentes secciones. La verdad es que durante este período no he leído otra cosa, en parte porque el colegio me ocupa mucho tiempo, pero en parte también porque, en mi opinión, no hay nada bastante bueno para leer, nada que te enganche nada más abrir el libro. Antes leíaPesadillas, que no están mal. Geronimo Stilton no me gustaba mucho, pero, en cambio, me divertí un montón con Harry Potter, sólo que no pasé del tercer libro.

– ¿Has leído a Moccia? -Sandro se interfiere en mis pensamientos como una granada de mano. -¡No!

Puede que sea la única de la clase que no lo ha hecho, pero es que me parece absurdo que alguien cuente unas historias como las suyas.

– ¿Por qué? ¡A las chicas de tu edad les encanta!

– ¡Precisamente por eso! No entiendo por qué habla sólo de chicos guapos, sin un solo grano, por si fuera poco forrados de dinero, que tienen coches maravillosos, van a todas las fiestas y viven en lugares fantásticos, ¡y que después se enamoran y acaban a tres metros sobre el cielo!

Me sonríe.

– Bueno, a la gente le gustan los ricos y los guapos, pero hay más, Carolina, no es exactamente como tú dices…

Pero bueno, ¿qué le pasa a ese tipo? ¿Será amigo de Moccia?

– Como quiera, pero eso es lo que yo pienso… Además, he visto la película con Scamarcio…

– ¿Y te gustó?

– El sí, la película, en fin…

Una chica guapa pasa por nuestro lado; debe de ser colega suya. También lleva la tarjetita colgada, se llama Chiara.

– Hola, Sandro, han llegado las nuevas Moleskine; si las buscas, las he puesto detrás de la primera caja.

– Bien.

Veo que Sandro se ruboriza. Después seguimos caminando. Se vuelve un instante a mirarla. Ella anda a buen paso, es alta, tiene las piernas largas y fuertes y el pelo castaño que se desliza hacía una falda negra, mientras que en la parte de arriba lleva un chaleco burdeos como el de él. Por lo visto, es una especie de uniforme.

– Es mona-

Sandro me mira.

– Pues sí…

– Es muy mona.

Me mira de nuevo, pero en esta ocasión no dice nada, es más, trata de cambiar de tema.

– ¿Sabes qué libro podría gustarte?Loca por las compras, de Sophie Kinsella. Según la autora, comprar desenfrenadamente es todo un arte.

– Alguien que me sugiere cómo derrochar el dinero me irrita ya de entrada.

Sandro suelta una carcajada.

– Sí. tienes razón, te entiendo.

Llegamos delante de las pilas de libros sobre los que hay un cartel que dice «Narrativa». Lo miro.

– ¿Usted lee mucho?

– Bastante, me gusta leer y, además, creo que para poder hacer bien nuestro trabajo debes saber de verdad lo que vendes, conocer las historias, qué quería decir un determinado escritor… No puedes limitarte a tener una idea somera del argumento de un libro leyendo simplemente la contracubierta, los fragmentos que encuentras cuando lo abres al azar o, aún peor, lo que dicen los periódicos o los críticos; o escuchando las vaguedades que quizá te haya contado un vendedor. Un libro es un momento especial en el que varios personajes cobran vida de repente; leyendo lo que piensan, lo que dicen, lo que sienten, lo que viven y sufren puedes entender si un escritor es bueno o no. Porque todas sus palabras forman parte de esos personajes a los que ha dado vida. Aunque sólo para el que los lee de verdad están realmente vivos.

Me mira y, al final, sonríe. Debe de tener unos treinta años.

– Caramba…, qué palabras tan bonitas. Quiero decir que los conceptos que ha citado son geniales… Tiene suerte.

– ¿Por qué dices eso?

– No lo digo yo. Lo dice siempre mi madre. Que tiene suerte el que disfruta con su trabajo.

Justo en ese momento vuelve a pasar su colega Chiara.

– Eh, ya veo que estáis a gusto, vosotros dos. No paráis de charlar. Qué bonito…

Acto seguido, se aleja. Sandro se queda extasiado, la mira y esboza una sonrisa. Ay… Preveo líos. O felicidad.

– Es usted doblemente afortunado.

Sandro me sonríe.

– Y tú eres muy lista. Toma… -Coge un libro de un estante-. Éste te lo regalo yo.

Vuelvo a casa muy contenta. Ahora Sandro me cae bien. Al principio pensaba que era uno de esos tipos raros a los que les gustan las niñas, y no porque yo sea muy pequeña, pero, en fin, si un tío de treinta años se obsesiona con una chica como yo, no debe de ser muy normal. En cualquier caso, yo nunca estaría con alguien de esa edad. Pero es un gran trabajador al que le gusta lo que hace y, al final, he comprendido que lo suyo es pura simpatía. Es más, se ha tomado muy en serio mi desesperado y vano intento de encontrar a Massi… Pero incluso llegué a pensar por un instante que él podía ser un joven de treinta años al que no le gustan las niñas como yo…, sino los hombres. No sé por qué se me ha ocurrido esa idea tan extraña. Quizá porque me parece raro que hoy en día la gente dedique su tiempo a los demás sin albergar segundas intenciones. Pero luego, después de ver cómo mira a Chiara, ya no tengo ninguna duda. No es sólo que le gusten las mujeres, ¡está perdidamente enamorado de esa chica! A saber si habrá hecho algo, yo qué sé, algún intento, aparte de babear detrás de ella como un estúpido. No hay nada peor que los demás nos vean embobados ante la belleza del amor, ¡Qué narices! En la vida no sucede a menudo. Yo lo sabía y, de hecho, cuando llegó Massi estaba más que preparada para poner todas mis cartas en juego. El destino, sin embargo, me puso la zancadilla. Ojalá no me hubiesen robado el móvil, quién se lo iba a imaginar. Basta, no quiero darle más vueltas.

Estoy en el autobús que me lleva de vuelta a casa. Hasta he encontrado un asiento libre. El libro que me ha regalado Sandro es, a decir poco, divertido. Piensas en algo, lo abres y encuentras la respuesta en la página. Es elLibro de los oráculos. Y es genial. Por lo general te haces una infinidad de preguntas a ti misma y nunca encuentras la respuesta y, sobre todo, te falta valor para preguntar a otra persona porque, sí supiesen lo que estás pensando, la mayoría de la gente se troncharía de risa. En cambio, tener en las manos un libro como ése es perfecto. Porque, sobre todo… ¡no puede reírse de ti! Bien, la primera pregunta me parece obvia, pero no me queda más remedio que hacerla. ¿Volveré a ver a Massi? Cierro los ojos. Apoyo las manos en el libro para transmitirle un poco de confianza y, sobre todo, para que sienta de verdad las ganas que tengo de volver a verlo… No, quiero que lo entienda bien. A continuación abro los ojos y también el libro, más o menos por la mitad. Y, por la frase que preside el centro de la página, parece haberme leído la mente: «No desesperes, sucederá pronto.»

¡Bien! Mejor dicho…, ¡genial! Es lo que quería oír. Gracias, libro. Tú sí que sabes escuchar mis oraciones. Bueno, otra pregunta, ¿no? Para ser un poco más precisos… ¿Qué quieres decir con eso? ¡Porque «pronto» puede significar días, semanas, o incluso meses y años! Y, en fin, me gustaría poder interpretar bien ese «pronto». De modo que pienso en ello, cierro los ojos, apoyo la mano en la cubierta para volver a transmitirle toda mi curiosidad y abro de nuevo el libro por la mitad. Esta vez, la respuesta me la tomo más en serio; «Hay que ser prácticos.»

¡Que me lo digan, a mí! ¡Yo sería en seguida práctica con Massi! Anda que no soy ordinaria. Pero, querido libro, ¿qué quieres decir? ¿Que tengo que seguir buscándolo, que debo esforzarme más? ¿O ser práctico quiere decir olvidarse de Massi y buscar a otro, más fácil? En fin, que me asaltan mil dudas. De manera que, cuando estoy a punto de retomar la lectura, entiendo que sólo tengo una certeza: ¡me he saltado mi parada! Toco de inmediato el timbre para la parada siguiente, ¡sólo que está lejísimos de casa!

– Perdone… -le digo al conductor-. ¿Puede dejarme aquí, por favor? Me he pasado mi parada. Se lo ruego.

Me responde sin mirarme siquiera.

– No podemos, es el reglamento…

– Gracias, ¿eh?

Se lo agradezco, pero en realidad pienso algo muy diferente. Vaya lata, resoplo y vuelvo a la puerta central. Claro que no pueden, ¿acaso no lo sé? ¡Por eso se lo he pedido con tanta amabilidad! Pero ¿qué clase de respuesta es ésa? Costaría tan poco ser un poco más afable con el prójimo. Nada, qué coñazo,…, tengo que esperar a la siguiente parada. Y, además, ¿no podrían ponerlas más cerca? Una mujer que ha oído la pregunta que le he hecho al conductor se inmiscuye en mis pensamientos.

– No pueden abrir cada vez que alguien se lo pide; de lo contrario, ¿para qué servirían las paradas?

Me mira como si me dijese «¿cómo es posible que no lo entiendas?». Me gustaría responderle: «Con respecto a las paradas, tal vez esté de acuerdo, pero ¿para qué sirven, en cambio, los plastas como usted? ¡Pero si ya lo sabía! A qué viene su comentario, ¿eh? ¿Acaso aporta algo?»

Sin embargo, en ese mismo instante, el autobús se detiene, me pego a las puertas y, en cuanto éstas se abren, salto apresuradamente y echo a correr como un rayo en dirección a casa.

Llamo al interfono.

– ¿Quién es?

– Yo.

Subo corriendo la escalera. Llamo a la puerta, me abre Ale.

– Hola. -Después recorro a toda prisa el pasillo-. Ya he vuelto, mamá,

Pero ¿qué pasa aquí? En la cocina no hay nadie. Las puertas de cristal del salón están cerradas. Ale pasa por mi lado.

– Están allí… Creo que tienen para un buen rato… Yo voy a comer.

Y se encamina hacia la cocina. Quizá me reúna con ella, pero primero quiero saber lo que está pasando. Soy demasiado curiosa. De modo que me acerco. Oigo la voz de mi madre.

– Pero tal vez cambie de idea.

Mi padre grita como de costumbre.

– Ya está, es por eso… ¡La culpa es tuya por defenderlo siempre!

Veo la escena a través de un resquicio. Están los dos y, entre ellos, mi hermano Rusty James.

– ¿Se puede saber por qué discutís? ¿Por qué gritas, papá? ¿Por qué te enfadas siempre con mamá? Ella no tiene la culpa. La decisión es mía. Tengo casi veinte años…, puedo tomar mis decisiones, ya sean más o menos acertadas, ¿no?

– ¡No! ¿De acuerdo? ¡No, porque son equivocadas! -Mi padre vuelve a alzar la voz-. Siempre son equivocadas… ¿Está claro? ¡Dejas la universidad! ¿Qué puede haber de bueno en eso?

– Que no me gusta estudiar medicina.

– Ah, claro, tú quieres pasión. Quieres ser escenógrafo.

– Guionista.

Mi hermano sacude la cabeza y se sienta en el brazo del sillón. Mi padre vuelve a la carga.

– Ah, claro… ¿Y todo el dinero que me he gastado para que pudieses estudiar, para que te licenciases en medicina, para ofrecerte un puesto el día de mañana? ¿Adónde ha ido a parar? Perdido, todo el dinero echado a perder. Pero ¿a ti qué más te da, verdad?

Mi hermano exhala un suspiro.

– Te lo devolveré, ¿de acuerdo? Te restituiré todo lo que te has gastado conmigo. Así saldaremos nuestras deudas.

Veo que papá se aparta de la mesa, se acerca a él, aferra su cazadora, tira de la manga y casi lo hace caer del sillón cuando lo sacude con rabia.

– Oye, no seas arrogante conmigo…

Rusty James casi se resbala. Vuelve a levantarse y se planta delante de él. Mi padre es más bajo, pero acaban de todas formas uno frente al otro y le agarra la pechera.

– ¿Lo has entendido, eh? ¿Lo has entendido? -grita cada vez más fuerte, con la boca desmesuradamente abierta, sujetándolo por el cuello de la cazadora y con su cara a un milímetro de la de Rusty. Sus gritos son cada vez más fuertes-, ¿Lo entiendes o no?

Espero que no suceda nada malo. Parece una de esas escenas de una película en que al final uno tiene un cuchillo o una pistola, o en que entra un tipo diciendo «manos arriba» y, de todas formas, dispara y al final siempre hay alguien que acaba muerto en el suelo. Pero eso pasa en las películas. Mientras que aquí… Papá y Rusty están cada vez más cerca, papá lo sujeta por el cuello de la cazadora. Rusty permanece inmóvil, duro, después empieza a empujarlo con el pecho para que retroceda. También mi padre empuja, sus pies resbalan en el parquet del salón, en la alfombra, que está muy desgastada. Mi padre da unos pasos hacia atrás, Rusty lo empuja y él se resiste en vano. Mi hermano sonríe. Mi padre alza una mano de la pechera, se la pone en la mejilla y Rusty James gira la cara hacia el otro lado como un caballo que patea, que escapa de su dueño, rebelde, rabioso, encabritado, falta poco para que se enzarcen.

– ¡Quietos, quietos! -Mi madre se interpone entre ellos. Antes de que sea demasiado tarde, antes de que acaben en los periódicos, antes de que ese estúpido juego se convierta en otra cosa-. ¡Quietos! -Menos mal…, si no, habría tenido que entrar yo en el salón… Bueno, seguramente lo habría hecho-. Basta…, no riñáis, no hagáis eso…

Rusty James se aparta. Respira profundamente. Jamás lo he visto así. También mi padre respira, pero lo hace entrecortadamente. Como si le faltase el aliento, como si se hubiese esforzado demasiado en ese extraño juego, se mire como se mire violento, de empujarse. Luego recupera el habla, se peina los cuatro pelos que se le han movido del sitio, y se sacude cuando empieza a hablar.

– Yo no le pago la comida y la cama para que luego no haga nada en esta vida -dice a continuación, casi jadeando-. Yo me levanto todas las mañanas al amanecer y voy a trabajar al hospital para abrirle camino, para que él pueda acabar la universidad y llegar a ser médico. ¿Y él, mientras tanto, qué hace? El muy arrogante escupe en el dinero que le he dado, en la comida, en nuestra casa…

– Yo jamás he escupido…

– ¡Lo estás haciendo ahora! ¡Deberías tener más respeto! ¡Deberías tener al menos el valor de reconocerlo! ¿Que no va contigo? En ese caso, no aceptes comer y vivir aquí para después hacer lo que te viene en gana… Deberías tener el valor de marcharte… -Mi padre lo mira sonriendo, casi desafiándolo. Después se deja caer sobre una de las viejas sillas del salón. Y sigue mirándolo y sonriendo, con una expresión socarrona, poco menos que desdeñosa, con malicia, como sólo mi padre puede hacerlo-. Claro…, qué tonto…, te falta valor…

Y entonces Rusty James hace algo inesperado. De repente se lleva la mano derecha atrás, al bolsillo de sus vaqueros. Dios mío, ahora sacará un cuchillo o, peor, una pistola, como decía antes. Pero no.

Extrae un sobre. Es una carta. Hago un esfuerzo por ver de qué se trata. En ella puede leerse «Para mamá». De hecho, se la da.

– Ten, es para ti – Y, mientras se la tiende, mira por última vez a mi padre-. ¿Lo ves? Sabía de antemano lo que ibas a decir. Eres muy previsible.

Y esta vez es él el que se ríe mientras se marcha. Sólo que su risa transmite tristeza, amargura, decepción, no auténtica alegría. Apenas me da tiempo a esconderme. Me precipito hacia la otra habitación mientras él sale a toda prisa, cruza el pasillo y se dirige a la puerta de entrada. Oigo el portazo. Después vuelvo de inmediato a mi sitio, al escondite desde el que he presenciado hasta ese momento toda la escena. Mi madre ha abierto el sobre, ha sacado la carta y la está desdoblando. Me acerco aún más a la puerta. Así está mejor. Mi madre empieza a leer con ojos temerosos, de arriba abajo, rápidamente, a derecha e izquierda, devorando las palabras como si estuviese buscando algo, algo que sabe de antemano. Y mi padre la mira, quizá molesto, entorna los ojos, en cierto modo denotado por el hecho de que Rusty James se lo haya imaginado todo. A continuación, da un manotazo a la mesa.

– ¡Digo yo que me la podrías leer!- Así quizá tenga la impresión de que pinto algo en esta casa, ¿eh?

Mi madre exhala un hondo suspiro y empieza a leer: «Mamá, no te enfades, pero si te he dado esta carta es porque las cosas han ido como pensaba. Creo que eres una persona estupenda…, que trabajas duramente todos los días, que te levantas a primera hora de la mañana…»

– ¡Claro, y yo me paso todo el día durmiendo a pierna suelta, no doy un palo al agua, yo no trabajo, ¿verdad?! -Mi madre se detiene un momento. Lo mira. Mi padre alza la mano en dirección a ella-. ¡Sí, sí, sigue, sigue!

Mi madre retoma la lectura: «Hace seis meses que llevo esta carta en el bolsillo. Esta noche la he reescrito porque sabía lo que sucedería cuando le dijese a papá que pensaba dejar la universidad y, por tanto, no iba a tener otra ocasión para dártela. Durante todos estos años he estado bien…» Mi madre se para, solloza. Después respira profundamente, varias veces, aún más profundamente, y a continuación sigue leyendo: «Pero creo que a los veinte años todavía debo intentar ser feliz. Cuando papá me matriculó en medicina traté por todos los medios de hacerle entender que eso no era lo que yo quería hacer en esta vida, pero él no me hizo caso. Ya sabes lo cabezota que es, cree que conoce a todas las eminencias de la medicina…»

– Por supuesto, y él, en cambio, conoce a los verdaderos sabihondos. Me gustaría saber qué piensa hacer si no estudia. ¿Cómo se las arreglará? ¿Cómo piensa comer? ¿Dónde vivirá? ¡Tendrá que volver aquí!

Mi madre lo mira entornando los ojos, de pronto su semblante se endurece; mi padre no sabe que si alguien le toca a Rusty James puede transformarse en una tigresa.

Después exhala un prolongado suspiro, aún más prolongado que el anterior, y se pone de nuevo a leer: «Sé de tus esfuerzos, de tu paciencia y de tu amor, y estoy seguro de que entenderás mi decisión de abandonar medicina y de hacer lo que verdaderamente me gusta: escribir. ¿Recuerdas cuando te leía las redacciones de italiano? Tú me dijiste una vez que te divertían, que te hacían reír y que, además, te conmovían. Pues bien, mamá. Me gustaría que comprendieses que, de alguna forma, tú has sido quien me ha dado el valor necesario para no ignorar mi pasión. No quiero que mi vida sea tan sólo una sucesión de días en los que sólo espero que el tiempo pase, sin una sonrisa, sin una emoción, sin la esperanza del éxito deseado. Puede que me caiga mientras lo intento, sí, pero para levantarme de nuevo después e intentar conseguirlo redoblando el esfuerzo. Tengo la posibilidad de vivir ese entusiasmo que tú te has visto obligada a sofocar de alguna manera. Quiero convertirme en escritor, escribir para el cine, para el teatro, o una novela; me gusta leer, estudiar y conocer los textos de los demás, cosa que jamás le ha interesado a papá. He intentado comunicarle mi deseo mil veces y en cada ocasión ha tenido algo mejor que hacer: mirar un partido, leer elCorriere dello Sport o ir a jugar a las cartas con sus amigos. No creo que mi decisión le importe mucho. Él es así, no puede aceptar que los demás tengamos, al menos, una pasión. Mamá, te agradezco cuanto me has dado y, sobre todo, el valor que has sabido transmitirme. Estoy convencido de que sólo de ti podía llegarme el deseo de aspirar a más, de seguir una vida distinta de la que otra persona, que no me ama, había decidido ya para mí.»

Mi padre está fuera de sí. Se levanta de un salto y le arranca la carta a mi madre de las manos.

– ¡Muy bien, muy bien! ¿Has visto? ¡Tú tienes la culpa de que tenga que oír todas estas gilipolleces a estas horas, después de un largo día de trabajo!

Y la rompe al menos en tres pedazos. -¡Nooo! ¡Quieto!

Mi madre se abalanza sobre él. Y forcejean. Y logra detenerlo antes de que la rompa por completo. Después caen al suelo algunos trozos de papel. Mi madre se inclina y empieza a recogerlos mientras mi padre sale del salón sacudiendo la cabeza. Me precipito de nuevo hacia mi escondite y lo veo pasar también a él en dirección a su dormitorio. Da un portazo. Es la señal. Vuelvo a salir y, lentamente, entro en el salón. Mi madre está de rodillas, sigue recogiendo los trozos de la carta. Cuando me ve me mira con una expresión de disgusto, sus ojos son tiernos y tristes, también brillan ligeramente, como si quisiera llorar pero estuviera conteniendo las lágrimas. Entonces me inclino a su lado y. poco a poco, la ayudo a recoger todos esos trozos de papel. Cuando en el suelo ya no queda nada, nos levantarnos, los colocamos sobre la mesa y empezamos a juntarlos, tratando de alisarlos porque algunos están muy arrugados.

– Es como hacer un puzle -comento sin saber por qué. Y me gustaría no haberlo dicho, pero, por suerte, ella sonríe. Luego, cuando por fin damos con la manera de encajar todas las frases, pese a que están despedazadas, y éstas recuperan su sentido, mi madre se aleja, va al armario, el de la vitrina, en el que se guarda la vajilla antigua, ésa que sólo usamos durante las fiestas. Abre un cajón, saca la cinta adhesiva, la lleva a la mesa, la hace correr hasta sacar una tira larga y a continuación la corta con los dientes porque el portarrollos está roto. Coge el primer trozo y lo pega sobre el papel para fijar todas esas palabras desgarradas mientras yo sujeto la página con ambas manos. Y en silencio acopla el primer trozo de papel. A continuación coge otra banda de celo, tira de ella, la corta con los dientes y la pone sobre otro trozo de papel desgarrado, esta vez de arriba abajo. Me mira y me sonríe llena de dolor. Apoya su mano sobre las mías, alisa el folio y empuja el celo que acaba de colocar para que sujete mejor el papel. Y seguimos realizando esta operación en silencio durante un rato.

Al final mi madre levanta de la mesa con delicadeza el folio restaurado. Lo sujeta con ambas manos. Parece un pergamino recién hallado en una excavación con las instrucciones para encontrar un tesoro. Mi madre sonríe. Su tesoro. Nuestro tesoro. Rusty James…, que ha desaparecido por el momento.

– Eh, ¿se puede saber qué estáis haciendo? ¿No venís a cenar? -Ale se asoma a la puerta. Sigue masticando-. Oh. ¡Yo ya he terminado! Me he hartado de esperar… ¡Me voy a mi habitación!

Mi madre no dice nada. Yo sólo pienso en una cosa: ¿no se podría haber ido ella en lugar de Rusty?

Al final vamos a la cocina y cenamos, mi madre y yo. Me sirve un plato de espaguetis con tomate que está para chuparse los dedos, pese a que debería hacer un poco de dieta. Aunque, bien mirado, sólo he aumentado medio kilo después de haber perdido dos, así que todavía puedo permitírmelo, de modo que decido saborearlo sin mayor problema.

– Mmmm, ¡esta pasta está deliciosa! Un poco picante, pero me gusta…

Mi madre esboza una sonrisa. ¡Ha echado guindilla! Y comemos sonriendo y charlando de nuestras cosas. Para distraerla, decido contarle la historia de Massi.

– ¿Sabes, mamá? He conocido a un chico…

Pero veo que, de improviso, cambia de expresión. No sé por qué me parece que el tema no le interesa mucho… ¡Al contrario, le preocupa! De manera que cambio de inmediato de tercio.

– Al principio me gustaba, pero después de hablar un poco con él, se me pasó. ¿Es normal? ¿Alguna vez me gustará alguien de verdad?

Veo que esta última pregunta, falsa, la distrae de verdad.

– Oh, claro, no te preocupes por eso, todo lleva su tiempo…

Y seguimos así, y yo la escucho mientras la ayudo a levantar la mesa. Metemos los platos sucios en la pila, a la izquierda, y ella habla sin cesar, me cuenta cosas de cuando era una niña como yo…, del primer chico que conoció. Y de vez en cuando le hago también alguna pregunta.

– ¿Era guapo?

Mi madre sonríe. Y yo dejo de sentirme culpable por Massi, sí, le he dicho que no me gustaba, pero para tranquilizarla, que si luego un día lo conoce no tiene por qué saber que era la persona de la que le he hablado y, quizá, sigue gustándome. Me pela una manzana, me la como con ella y luego me voy a la cama no sin antes haber oído el consabido ruego.

– Caro, los dientes.

– Por supuesto…

Luego me meto en la cama. Pero los oigo discutir. A mis padres. Gritan, riñen, hasta dan portazos, y arman un buen escándalo. De manera que enciendo el iPod. Desde mi habitación se puede ver la de mi hermano. La puerta sigue abierta. Rusty James no ha regresado. Lo sabía, está resistiendo. Él es así. No creo que vuelva. Por un instante, me gustaría llamarlo y decirle algo, y hacerle sentir que, en cualquier caso, lamento lo que ha ocurrido, que es mi hermano y que lo añoro. Sólo que hay momentos en los que es necesario resistir el deseo de hacer una llamada, porque quizá uno está enfadado y necesita estar solo, no hablar con nadie, ni siquiera con las personas que te quieren. Pero, al menos, al libro de los oráculos puedo preguntarle lo que quiero saber con todas mis fuerzas. Lo coloco sobre mi barriga. Tengo los auriculares del iPod en los oídos. Lo he puesto en modorandom, de forma que las canciones suenan al azar. Me encanta sorprenderme con la música que se va sucediendo, acabas escuchando temas que no te esperas porque no los has elegido tú, pero, tal vez, incluso eso tenga un significado… Acto seguido apoyo la mano sobre la cubierta del libro. La acaricio y expreso con toda claridad mi pregunta: ¿volverá pronto Rusty? Lo abro pasados unos segundos. Lo levanto sobre mi barriga para poder leer bien: «Hay cosas que es preferible que sucedan.» Cuando leo esta frase, me siento morir. No me lo puedo creer. No es posible. No. No volverá. Y casi me entran ganas de echarme a llorar. Por si fuera poco, justo en ese momento oigo a Ligabue en el iPod: «Ésta es mi vida…, siempre pago yo…, jamás me han pagado a mí…» Y las lágrimas resbalan por mis mejillas y de repente me siento sola, sin esa seguridad que sólo él sabía darme: mi hermano. Y sigo llorando. Me gustaría poder contarle a alguien todas las cosas que en ese momento me pasan por la cabeza, pero no sé a quién dirigirme, o quizá me gustaría que ahora entrasen de improviso en mi dormitorio mi padre y mi hermano y me dijesen; «Perdona, Caro, ¡no llores! Era una broma.» Pero no es así. Y eso que entonces no sabía cuántas cosas tenían que cambiar aún.


Silvia, la madre de Carolina

Soy la madre de Carolina. Me Llamo Silvia. Tengo cuarenta y un años, no me licencie en la universidad, hice el bachillerato de letras y no me ha servido para nada. Trabajo en una tintorería. Mi sueño es ver felices a mis hijos. De verdad. A todos. Satisfechos y capaces de valerse por sí solos. Por ese motivo me levanto por la mañana y regreso cansada a casa después de muchas horas. Pero no me pesa. Son mis hijos y los quiero muchísimo. Son tan diferentes, tan frágiles. Giovanni y Carolina se llevan muy bien, sé que se echarán siempre una mano y eso me tranquiliza. Alessandra tiene sus manías estéticas y algunas debilidades que, en ocasiones, hacen que se comporte de manera distinta de como es en realidad. Porque Ale es buena, lo sé. Giovanni es guapísimo, y bueno también. En la universidad no mucho, porque hasta ahora ha hecho muy pocos exámenes y sé, lo siento, que ése no es su camino, que lo sigue contra su voluntad para contentarnos, sobre todo a su padre. Hablo de la escritura, de cómo consigue conmoverme cuando cuenta algo. También Carolina lo dice siempre. Ella cree en él. Cómo me gustaría que Rusty James, como lo llama Carolina, consiguiese lo que pretende. Se lo merece de verdad. Pero me asusta que se lleve una decepción. Su padre no lo apoya, y lo mismo harán otras personas que piensan que el del escritor no es un auténtico oficio, sino una pasión que no te da de comer. Se dice que sólo publican los que tienen enchufe y él, por descontado, carece de uno. Por desgracia, no tenemos conocidos importantes que puedan ayudarlo. En ese campo, no. Darío, mi marido, ha dedicado todo su tiempo y atenciones a los «barones», los médicos que deambulan con sus batas por los pasillos del lugar donde trabaja. Espero que Rusty James tenga la fuerza suficiente para enfrentarse a todas las negativas que recibirá, y que no se detenga nunca a pesar de ellas. Me gustaría estar segura de que he conseguido transmitirles, sobre todo, eso: que nuestra vida es nuestra y que nadie nos regala nada, que somos nosotras los que la construimos en función de nuestros verdaderos deseos. Sólo que hay que tener mucha fe porque, de otra forma, ocurre justo lo contrario: nuestros miedos toman la delantera, somos nosotros mismos quienes lo echamos todo a rodar, y culpamos de ello a los demás. Mi vida es sencilla y puede que, a ojos de los demás, parezca modesta y sin satisfacciones. No es así. Vivo como sé vivir y de la manera que me permite, pese a los muchos sacrificios, sacar adelante a mi familia, una familia que he deseado ardientemente tal y como es. Y luego está Carolina, mi Caro, que al final es la que mejor me entiende. De vez en cuando me dice que me quiere y que no podría quererme más aunque yo ganase mucho dinero o tuviese un trabajo «chic». Asegura que soy una buena madre, honesta y auténtica,y eso me enorgullece.

El amor. Me habría gustado que fuese como el que viven mis padres, pero el mío es un sentimiento realmente raro. No siento envidia, quiero a mi marido, pero sé que, quizá con el tiempo, se ha extraviado un poco en sus frustraciones. En el fondo es un hombre bueno y todavía recuerdo los innumerables proyectos e ideas que tenía cuando era joven, cuando quería comerse el mundo y regalarme el «bienestar». Quizá nunca haya entendido -porque tal vez yo no he conseguido hacérselo sentir- que mi «bienestar» sería que estuviese un poco más sereno, no verlo estallar y gritar como hace a veces. No obstante, sé que es sólo su manera de demostrar amor, de pedir comprensión. ¿Qué sueño? Que mis hijos me den motivos de orgullo, y sólo pueden hacerlo de una forma: siendo auténticamente felices, valientes, fuertes, y confiando en la vida. Conscientes en todo momento de que el hecho de estar vivos es, en verdad, un regalo maravilloso, que los demás, todos, incluso los que parecen diferentes o distantes, tienen algo bueno en el fondo, basta con darles un poco de confianza. Que no importa el dinero que uno tenga, porque cuando los auténticos valores están bien enraizados en nuestro interior, constituyen una riqueza inagotable. Siempre he tratado de vivir así. Y así soy feliz.


Noviembre

Cuando tenga ochenta años me gustaría poder decir que:

– He pasado un fin de semana en Alaska,

– He aprendido a bailar la danza del vientre.

– He besado a más de cinco chicos y, por último, a Massi.

– Me he comprado un vestido largo de color blanco.

– He tenido una tostadora de pan con sistema de expulsión automático.

– Me he comprado una de esas enormes neveras americanas.

– ¡Me he tomado un café con el cantante de Finley!

Hoy he acompañado a mi madre al cementerio. Cada vez que voy, Clod y Alis tienen que consolarme después. Quizá con un helado y un paseo. Me entristece de una forma… Mi madre se dedica a colocar las flores que le compra al florista del quiosco de enfrente. Yo nunca sé qué decir. Todas esas personas recordando su dolor. Es algo que no acabo de entender porque, por suerte, todavía no he perdido a nadie. Mis abuelos, Lucí y Tom, aún viven, y las personas que más quiero siguen a mi lado. Quizá por eso me siento inquieta allí. Lo sé, podría no ir, pero mi madre me lo pide siempre, me dice que le haga compañía, ya que, de lo contrarío, tendría que ir sola. Mi padre jamás va al cementerio. Mucho menos Ale. Antes la acompañaba Rusty James, pero ahora me lo ha pedido a mí y, además, siento tener que dejarla sola. Allí están varios de sus tíos. La ayudo a coger la escalera, le tiendo las llores, cojo agua y se la paso. Y ella se pone a arreglarlo todo. Mientras la espero, doy una vuelta y leo las inscripciones y las oraciones de las lápidas más antiguas. Hay algunas muy breves y suenan un poco extrañas. También observo esas fotografías completamente descoloridas en las que apenas se pueden reconocer los rasgos de las caras. Y esos nombres que ya casi no se usan, unos nombres tan remotos como esas vidas… Luego mi madre me llama y nos marchamos. Así, igual que hemos llegado.

Noviembre ha sido un mes extraño, un mes de tránsito, uno de esos que no olvidaré fácilmente en mi vida. Por primera vez me he sentido…, digamos…, mujer. Gracias a mi hermano. Era un viernes. Los viernes resulta un poco extraño estar en el colegio. Quizá porque se siente la proximidad del sábado y del domingo, y por eso el jaleo suele ser mayor.

– ¡Venga, no le hagas eso! ¡Le vas a dar un susto de muerte?

Pero Cudini hace oídos sordos. Menudo tipo. Es delgado a más no poder y alto como una jirafa. Lleva siempre unas sudaderas preciosas, dice que se las regala su tío de América, uno que viaja constantemente por trabajo. La de hoy es increíble, militar, azul mezclado con gris y verde, traída directamente de Los Ángeles. El tío de Cudini compra de todo en el extranjero y lo lleva a Italia: películas para la televisión, objetos para las boutiques, cuadros para los amigos, vestidos para las chicas, camisetas y vaqueros para las tiendas de tejanos, y cerveza para los bares. Y, además de todos los regalos que le hace, tiene siempre un billete de avión a punto para su sobrino. A Cudini le gustan las sudaderas y, por encima de todo, le gusta gastarle esa broma a la profe Fioravanti, la de tecnología. Lo llama «el caetemuerto». ¡Cuelga la capucha de la sudadera en la percha de clase y después se deja caer a peso ‹muerto», como dice él! Y cuando llega la profe Fioravanti, bueno, pues se organiza una buena.

– ¡Aquí está, aquí está, ya viene!

Alis entra corriendo en clase. Se divierte como una loca vigilando a ver si se acerca alguien.

– ¡Venga, vamos, sentaos ya!

Volvemos a nuestros pupitres y cuando la profe Fioravanti entra parecemos una clase modélica. Se detiene justo detrás de Cudini, que está colgado de la percha.

– ¿Qué pasa? ¿Cómo es que estáis tan callados? ¿Qué ha pasado? ¿Debo preocuparme?…

Antes de que le dé tiempo a acabar, Cudini empieza a patear, a moverse, a forcejear gritando «¡Ah! ¡Ah!». Chilla como un loco, como un cuervo golpeado, como un ave rapaz, que se aleja volando en un valle cualquiera, mientras agita los brazos y las piernas colgado por la capucha de la sudadera, y sacude con fuerza la percha contra la pared.

– Ah, ah…

La profe Fioravanti se sobresalta.

– ¡Socorro, ¿qué ocurre?! -Se lleva la mano al corazón-. ¡Qué susto? Pero ¿qué es esto?

Y entonces ve esa especie de murciélago humano pegado a la pared que grita y se debate haciendo ruido.

– Ah, ah, ah… -brama Cudini.

Entonces la profe Fioravanti coge su carpeta y lo golpea varias veces en la espalda, con fuerza, intentando aplacar a ese extraño animal. Víctima de todos esos golpes en la espalda, Cudini al final se tambalea, no consigue mantenerse en pie y pierde el apoyo. Se queda colgado de la percha sólo por la sudadera y, al final, se suelta. La sudadera se estira, la capucha resiste, lo sujeta todavía un poco…, pero luego Cudini se precipita hacia adelante arrastrando el perchero de madera consigo, arrancando las sujeciones, y cae al suelo con gran estruendo.

– ¡Ay!

Cudini rueda por el suelo y la percha se le viene encima. Todos nos echamos a reír, organizamos una buena algarabía, algún que otro chalado se sube al pupitre, todos gritan, arman jaleo, e imitan las voces de extraños animales.

– ¡Hia, hia!

– ¡Glu, glu!

– ¡Roar, roar!

– ¡Sgrumf, sgrumf!

La profe Fioravanti sigue pegando con su carpeta a Cudini incluso ahora que está en el suelo, con el perchero encima.

– Toma, toma, toma

– ¡Ay, ay, profe! ¡Que soy yo!

Por fin consigue quitarse el perchero de encima y se retira la capucha de felpa, dejando la cara a la vista.

– ¡Cudini! ¿Eres tú? ¡Pensaba que se trataba de un ladrón!

Él se levanta dolorido.

– Ay, ay… Me han gastado una broma, mis compañeros me colgaron ahí…

– ¿Cómo es posible que siempre te gasten la misma broma a ti? ¿Y que tú caigas una y otra vez? ¡Y pensar que no te tenía por un idiota!…

Llegados a ese punto, Cudini no puede añadir nada más. Ha recibido la nota que se merecía, y ha tenido que pasarse la tarde ayudando a enyesar la pared y a colocar de nuevo el perchero en su sitio. Y, lo peor de todo, ha debido presentar la cuenta del albañil a sus padres. Por lo visto, su padre no ha empleado la carpeta de la Fioravantí para zurrarlo, sino que lo ha hecho directamente con los pies. En cualquier caso, Bettini, el amigo de toda la vida de Cudini, ha grabado la broma del «caetemuerto» con su móvil usando el zoom. Y luego lo ha colgado en www.scuolazoo.com

. ¡Y según parece ha entrado en la lista de los mejores! El caso es que jamás nos habíamos reído tanto como hoy. Pero lo que más me ha sorprendido es lo que ha sucedido a la salida.

– ¡Hola, Gibbo! Hola, Filo.

– Eh, Clod, ¿hablamos luego?

– Claro, ¿qué piensas hacer?

– Alis pensaba ir a dar una vuelta por el centro.

Y justo en ese momento, piiii, piiii, oigo el claxon. Y no puedo por menos que reconocerlo. ¡Es mi hermano! Hacía una semana que no lo veía ni hablaba con él. Y lo sentía. Es decir, en un principio pensé que volvería a casa en seguida después de la pelea con mi padre, o quizá pasados uno o dos días. En cambio, ha resistido fuera una semana, no sé dónde ha dormido, ¡y además ha ido a recoger sus cosas! ¡Rusty James es genial! Quiero decir que, por un lado, lo he echado de menos, pero por otro me gustan las personas que son consecuentes con lo que dicen.

– ¿Qué haces?

Me sonríe subido a su moto, una preciosa Triumph azul con el tubo de escape plateado, cromado y un sillín largo de piel negra.

– ¿Vienes conmigo? -Me ofrece un segundo casco-. Tengo una sorpresa para ti.

Esboza una sonrisa increíble. No puedo remediarlo. Rusty James me gusta muchísimo. Siempre está moreno, tiene la tez oscura y les dientes muy blancos, que hacen que su piel resalte aún más. Puede que porque siempre va por ahí con la moto. O porque, como dice mi madre, «El sol besa a los guapos». Bah, no sé. Sea como sea, corro hacia él, le quito el casco y me lo pongo a toda velocidad. A continuación me agarro a él y monto al vuelo, apoyo los pies sobre el estribo y, voila, paso la otra pierna al otro lado, como si montase a caballo. Me abrazo con fuerza a su cintura. Y Alis y Clod, y también las otras chicas me miran. Rusty gusta a rabiar…, ¡más incluso! Todas querrían tener un hermano así, o un amigo o un novio, en fin, de una manera o de otra, todas querrían estar ahora en mi lugar… ¡Pero la afortunada soy yo!

– ¡Adióóósss!

Consigo saludarlas liberando el brazo derecho en su dirección. Pero es un instante. Rusty ha puesto primera y la moto se precipita hacia adelante. Apenas me da tiempo de volver a abrazarlo y ya estamos volando en medio del tráfico. El viento en el pelo, Me miro en el espejito que hay delante. Tengo los ojos entornados y las puntas de mi pelo, con mechas de un rubio claro, sobresalen del casco. Encuentro las gafas Ray-Ban dentro de mi bolsa. Me las pongo con una sola mano, lentamente, la patilla tropieza al principio con el pelo, después detrás de la oreja, pero al final consigo colocármela. Ahora el viento me molesta menos y puedo ver bien la calle. Lungotevere. Dirección centro. Nos estamos alejando del colegio, de casa…

– Eh, pero ¿adónde vamos? -grito para que me oiga.

– ¿Qué?

– ¿Adónde vamos?

Rusty James sonríe. Lo veo por el retrovisor, nuestras miradas se cruzan.

– ¡Ya te he dicho que es una sorpresa!

Y acelera un poco más y yo lo abrazo con más fuerza, y de esa manera escapamos, lejos de todo y de todos, perdidos en el viento.

Un poco más tarde, Rusty James frena, reduce las marchas y se desvía hacia la izquierda. Baja siguiendo el curso del río. Se levanta sobre los estribos para saltar un último y pequeño escalón. Lo imito para evitar el golpe del sillín en las nalgas. Sonríe al verme.

– ¡Eso es!

A continuación saltamos los dos, volvemos a sentarnos y él acelera de nuevo, reduce las marchas, acelera, dando gas, avanza a lo largo de una pista para bicicletas, del río, que ahora está más cerca.

– Ya está. -Frena poco después-. Hemos llegado…

Apaga el motor en marcha y avanza los últimos metros en medio del silencio del campo que nos rodea. Sólo algunas gaviotas en lo alto interrumpen con sus graznidos el tranquilo fluir del Tíber.

Rusty James pone el caballete y luego me ayuda a bajar.

– ¿Estás lista? Aquí está…

Y me enseña la preciosa barcaza que tenemos delante.

– A partir de hoy, cuando me busques, puedes encontrarme aquí.

– Caramba…, ¿de verdad es tuya? ¿La has comprado?

– ¡Eh! Pero ¿por quién me has tomado? Sube, venga.

Me deja pasar.

– No. no, primero tú.

– Está bien.

De modo que sube primero a la pasarela que une la barcaza con la orilla.

– Quizá un día la compre, a saber. Por el momento la he alquilado, e incluso he conseguido que me hagan un buen precio.

No se lo pregunto. Ya he sido lo bastante tonta como para pensar que podría habérsela comprado. Sin embargo, él se encarga de satisfacer mi curiosidad.

– Me la han dejado por tan sólo cuatrocientos euros al mes.

«¡Sólo!», pienso. Es la cantidad que yo consigo ahorrar en todo un año. Pero que diga eso significa que es un precio fantástico y que debo mostrarme entusiasta.

– Bueno…, me parece bien.

– ¿Bien? Es magnífica. Veamos, ésta es la sala.

Y me enseña una habitación grande con una mesa en el centro y unos sillones viejos abandonados en un rincón. Todo se ve muy viejo y cochambroso, pero no quiero que él note que pienso eso.

– Es muy grande…

– Sí, es un poco antigua, hacía mucho que estaba deshabitada. Ven, ésta es la cocina.

Entramos en una habitación blanca, muy luminosa. Tiene una cristalera en lo alto y al fondo una escalera que conduce a la cubierta superior. En el centro hay unos hornillos grandes, de hierro, y no están oxidados.

– ¿Ves? -Abre una puerta-. Aquí va la bombona de gas.

– ¡Como en la playa!

Lo decimos al unísono y nos echamos a reír. Y luego yo lo miro por un instante en silencio. Entonces Rusty James extiende la mano derecha.

– Sí, ya sé lo que estás pensando, venga, hagámoslo…

De manera que los dos aproximamos nuestra mano derecha, acto seguido entrelazamos los meñiques, sonreímos y hacemos ese extraño columpio con los dedos unidos.

– Uno, dos y tres… ¡Floc!

Y los soltamos.

– ¡Bien! -Mi hermano rompe a reír-. ¡Así se cumplirá lo que hemos deseado!

Y, claro está, no le digo cuál es mi deseo, si no, no se hará realidad, y tampoco os lo digo a vosotros. Aunque os lo podéis imaginar, ¿no?

– Ven, éste es el dormitorio… -Abre una puerta que está al fondo- Con baño… ¿Qué te parece?

Separo los brazos del cuerpo y me encojo de hombros.

– Bueno, la verdad es que no sé qué decirte. Es… es… preciosa, -y a continuación me dirijo de nuevo a la sala-. Es enorme, ¡tienes muchísimo espacio!

– Sí, aquí quiero poner una mesa para mí. Aquí dos cuadros, aquí un pequeño armario… -Rusty deambula por la sala, señalándome cada rincón-. Aquí unas cortinas blancas, aquí más oscuras, aquí una lámpara de pie, aquí el mueble para la televisión. Aquí un sofá grande para verla y aquí una mesa baja donde meteré algunas cosas…

Lo sigo, me gusta, parece tener las ideas claras sobre cómo debe disponer las cosas, los colores y las luces.

– En este lado, por donde sale el sol, quiero poner unas cortinas azul celeste, y aquí fuera unas flores. -Se detiene. Parece serenarse-. Necesitaré un poco de tiempo para encontrar todas esas cosas, además de, naturalmente, un poco de dinero.

Me mira y me inspira ternura. Por primera vez lo veo más pequeño de lo que en realidad es. Pero esa impresión dura apenas un instante.

– Pero eso no será ningún problema… Tengo algo de dinero ahorrado, sigo escribiendo y proponiendo por ahí mis cosas, antes o después me saldrá algo. De los sofás, los muebles y las mesas es mejor no hablar ahora -, ¡cuestan una fortuna!

– Bueno, pero está ese sitio, ¿cómo se llama?, lo anuncian siempre en los carteles de la autopista, ¡donde todo es muy barato! Ah, sí, Ikea. ¡El único problema es que tienes que montarlo tú todo!

– ¿Sabes que me has dado una idea buenísima, Caro? Espera, voy a hacer una llamada…

Saca el móvil del bolsillo y pulsa varias tedas. No me lo puedo creer. ¿Rusty James tiene también el número de Ikea?

– Mamá… -Me mira risueño-. Hola, estoy aquí con Caro. Quería decirte que volverá más tarde… Sí, quizá coma conmigo, ¿vale? No, no, en McDonald's, no, ¡te lo prometo! ¿Eh? ¿Que cuándo nos vemos…? -Me mira y guiña un ojo-. Pronto, muy pronto… Tengo que enseñarte una cosa… Eh, sí, ¡en cuanto esté lista, nos vemos! Está bien, sí, te llamaré pronto. Adiós, mamá. -Cuelga-, ¿Has visto? ¡Hecho! Júrame que no le dirás nada. Quiero darle una sorpresa e invitarla cuando todo esté arreglado.

– ¡Te lo juro!

– Bien, en ese caso, vamos.

– ¿Adónde?

– ¿Cómo que adónde? Has tenido una idea magnifica… ¡a Ikea!

No tardamos en llegar, y os prometo que jamás me he divertido tanto en mi vida. Veamos, en primer lugar comimos y, de alguna manera, fue como viajar a Suecia. Quiero decir, en realidad, no he viajado nunca allí, pero el restaurante es una especie de autoservicio en que los nombres de la comida son suecos, y también los platos y todo el diseño. Exceptuando los empleados de la caja, que deben de ser de Tufello o de esa zona, dado que hablan un dialecto romano que, quitando algún amigo camillero de papá del policlínico, jamás había oído. En cualquier caso, cogimos una porción de salmón delicioso con unas patatas al horno riquísimas y, después, un extraño pan negro, también sueco, con la miga tan compacta que hace que pienses que no engorda demasiado, cosa que en el fondo me consuela, ¡Ha sido estupendo! ¡Ikea es una auténtica ciudad! Llena de muebles de todas clases, dormitorios para grandes y pequeños, cristaleras, ventanas y cortinas, salones, todo ya montado para que puedas hacerte una idea. Y también platos, vasos, lámparas, toallas y velas. En pocas palabras, ¡que encuentras todo lo que buscas! Dimos una vuelta acompañados de un dependiente, un tal Severo -vaya nombre, ¿eh?-, que además era de todo menos severo, al contrario… Rusty James y yo simulábamos ser una pareja y yo podía decidir siempre, como a veces sucede en realidad entre ellas. Al final es siempre la mujer la que elige, sobre todo si se trata de cosas para la casa. Y el hombre…, bueno, ¡el hombre paga!

– ¿Ves, Rusty?, me gustaría comprar esas cortinas, con esa mesilla de noche y esa alfombra para el dormitorio, y también esa mesa, y eso…, y eso otro…

Y Rusty se echa a reír y asiente y me deja elegirlo todo. Sólo me hace reflexionar a veces.

– ¿No sería mejor que lo comprásemos un poco más claro? La cocina es blanca, ¿recuerdas?

– Sí, es cierto, tienes razón.

Severo sigue mirando los códigos de todos los objetos que elegimos. Al final compramos una infinidad de cosas.

– Ya está, eso es todo, ¿no?

Severo le pasa la hoja a Rusty, que comprueba la lista.

– Sí, todo en orden.

Después se encaminan juntos hacia la caja. Severo le explica que, si paga un poco más, en un par de días le llevan las cosas a la barcaza y, si paga una cantidad suplementaria, también se lo montan.

– No, de eso ya me ocuparé yo, pero no estaría mal que me lo llevaran con una furgoneta hasta allí.

De manera que Rusty James firma y nos dirigimos contentos hacia la salida.

– Esperad, esperad…

Severo corre a nuestras espaldas.

– Olvidabais esto… -Y nos entrega una fotocopia con todo lo que hemos elegido y, además, un catálogo de Ikea-. Si os dais cuenta de que os falta algo, podéis buscarlo aquí…

Y nos da también el catálogo. Acto seguido, se queda allí de pie, delante de nosotros, y esboza una sonrisa.

– ¿Puedo deciros algo? -Ni siquiera espera a que le respondamos que sí-. Sois una pareja encantadora. Jamás he visto a ninguna otra que se llevara tan bien.

Y nos dedica una sonrisa de satisfacción. ¡Vaya tipo, ese Severo! No le pega nada el nombre, yo lo habría llamado Dulce o Simpático o Alegre o también, eso es, ¡Sereno' ¡Severo, desde luego que no!

Rusty James me abraza y le sonríe.

– El mérito de que nos llevemos tan bien es todo suyo -dice.

Y estrecha su abrazo y se aleja conmigo como si de verdad fuese su novia. Y en ese momento os juro que me siento como si tuviese, al menos, quince o dieciséis años, en fin, que me siento una mujer. Pero, sobre todo, la mujer más feliz del mundo.

Simple Plan,When I'm gone. La escucho en el iPod y pienso en cómo sería si yo, de repente, me marchase también. No, no me refiero a morir, sino a marcharme, como ha hecho Rusty James. Pero irme a vivir, por ejemplo, a Londres. Y dejarlos a todos en casa. Sólo escribiría a mi madre y a mi hermano. En cualquier caso, salvo eso, que no deja de ser un sueño, en el mundo real esta mañana Cudini ha tratado de batir su propio récord para volver a situarse en la clasificación de los mejores de www.scuolazoo.com. Creo que le corroe que un tal Ricciardi de un colegio de Talenti lo supere. Nos ha enseñado la fotografía que aparece en la página durante la clase de inglés, en el aula de idiomas equipada con ordenadores, que, en realidad, deberían servir para otras cosas, pero bueno, al fin y al cabo así también se aprende, ¿no?

– Mira…, mira…, ¡¿cómo puede ir en primer lugar alguien con esa cara?) Ese Ricciardi me está ganando. ¿Os dais cuenta?

El tal Ricciardi, que a mí me parece que no está nada mal, es guapo de cara, pero, sobre todo, ¡la broma que le gastó a su profe es genial! ¡Entró vestido de cura con zapatos de plataforma, bendijo a la clase y a continuación salió inclinándose por la puerta sin caerse!

– Bueno, es divertido.

– ¡Sí, pero el tal Ricciardi es de la Roma!

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Bueno, en mi opinión, tiene mucho que ver.

Como si esa competición tuviese fronteras, como si no valiera lodo. Quiero decir que Cudini está cabreado a más no poder, porque la cosa no le convence en absoluto.

– Bueno, yo lo veo así. Sea como sea, se me ha ocurrido una idea. Ven aquí, Bettoni. -Los dos se ponen a charlar en un rincón. Y Cudini se lo cuenta todo al oído, apartándose de vez en cuando-. ¿Me has entendido? -Se aproxima de nuevo a Bettoni-. Genial, ¿no crees?

Bettoni se ríe a carcajadas.

– Muy bien, genial… Seguro que ganarás a ese capullo de Ricciardi.

En fin, que ahora todo el mundo le tiene ojeriza al chico. Si al menos hubiese una razón. ¡Bah!

Solidaridad Farnesina. La llamaré así, con el nombre de nuestro colegio.

Volvemos al aula porque ya falta poco para la clase de italiano. Charlamos todos como de costumbre mientras esperamos al profe, excepto Bettoni, que en ese momento trata de ajustar lo mejor posible su móvil, como si se hubiese pasado la vida dedicado al cine en cuerpo y alma.

– ¿Cómo lo quieres?, ¿con el zoom o en panorámica?

Cudini lo mira perplejo.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¡Como te parezca! Es suficiente con que no te equivoques, con que lo grabes bien. ¿Sólo puedo hacerlo una vez, luego todos se habrán dado cuenta y entonces ya no valdrá!

Lo más absurdo es que hoy en día se puede hacer de todo con esos teléfonos. Antes sólo servían para llamar. Ahora son iPod, videocámaras, ordenadores con acceso a internet y a saber cuántas otras cosas que yo, desde luego, desconozco. Por eso cuestan un riñón. ¡Y también por eso me birlaron el mío! ¡Que, además, en ese caso, valía más aún por el número de Massi! Pero prefiero no pensar en ello. Justo en ese momento llega el profe Leone.

– Buenos días, chicos. ¡Vamos, cada uno a su sitio!

El profe se dirige hacia su mesa y se sienta. Coloca la bolsa sobre ella, la abre y saca su agenda de clase.

– Veamos, hoy toca examen oral, tal como quedamos el último día.

Coge la lista y comprueba los nombres que ha marcado. Cudini mira a Bettoni y le hace un gesto con la cabeza como si quisiese decirle: «¿Todo en orden?» «¡Todo en orden, estoy grabando!» Bettoni hace el consabido gesto con el pulgar. «Tranquilo, tranquilo, todo bien.»

Porque en Bettoni se puede confiar, según dice él. En cambio, a mí Cudini me parece extremadamente tenso.

El profe Leone sigue la lista con el índice.

– Veamos, el primero al que quiero preguntar es… es… ¡Cudini!

El profe alza la cabeza hacia él. Cudini mira por un instante a Bettoni, que ya está grabando al profe con el móvil y asiente con la cabeza. Luego Bettoni desvía repentinamente el aparato hacia Cudini, que traga saliva y empieza a hablar.

– Profe, hoy no me preguntará, ¿y sabe por qué? ¡Porque pienso salir huyendo!

Y, tras decir esto, toma impulso, salta sobre el pupitre de Raffaelli, la más empollona de la clase, y se arroja por la ventana.

– ¡Aaaahhhh!

A continuación, ¡bum!, se oye un golpe increíble. El profe Leone, todos nosotros y también Bettoni nos precipitamos hacia la ventana. Cudini está en medio del patio, tumbado en el suelo, con una pierna torcida.

– ¡Dios mío, está loco! ¡Se ha roto la pierna! ¡Se ha hecho daño! -grita el profe Leone.

Bettoni sigue filmando con el móvil. Yo sacudo la cabeza.

– ¡Oh, Cudini está como una cabra! ¡Ha saltado desde el segundo piso! Quizá pensaba que iba todavía a II-B, cuando nuestra aula estaba en el primer piso…

Bettoni cierra el móvil.

– Bueno, basta, ¡Basta de grabaciones! Qué primero o segundo piso ni qué ocho cuartos. ¡Cudini pensaba que debajo de la ventana había una terraza!

Bettoni mira a Raffaelli, que limpia su pupitre en el punto donde Cudini ha apoyado los pies antes de saltar.

– Siempre he dicho que esa tía trae mala suerte.

De manera que se han llevado a Cudini al hospital. Conclusión: le han enyesado la pierna y deberá llevar la escayola durante un mes. El profe Leone, para protegerlo del lío que se habría organizado con la dirección, ha dicho que, mientras bromeaba, había resbalado, y que, aún así, le había puesto una nota por mal comportamiento. Pero lo más importante es que el vídeo, donde aparece también el golpetazo final perfectamente grabado por Bettoni, ahora encabeza clasificación de www.scuolazoo.com, ¡va en primera posición! Por encima de Ricciardi, el «romanista», como él lo llama.

– ¡Fabuloso!

Se ha hecho filmar también en el hospital para que figurara en el vídeo.

– Quiero que todos vean que no es un montaje, como hacen muchos… ¡Lo mío ha sido de verdad!

Cudini está realmente chiflado. En cualquier caso, todos hemos ido a verlo por turnos.

– ¡Eh, no dejéis que venga Raffaelli! ¡Si no, seguro que acabo rompiéndome también la otra pierna!

– Venga, no digas eso. Es terrible que tenga esa fama de gafe…

– Gafe, ¿eh? ¡Por si acaso, tú no dejes que venga! No le diremos nada a nadie, ¿de acuerdo?

Cudini sonríe y abre la caja de bombones que le ha llevado Alis, ¡secundado, como no podía ser de otro modo, por Clod! ¡Es incorregible1 ¡Y, a su manera, Cudini también! Pero ahora me cae bien. No sé si porque se ha hecho daño. Quizá porque con la historia de la escayola se ha visto obligado a tranquilizarse un poco. Antes estaba siempre alborotando. Filo suele decir que está poseído por el demonio, que antes de invitarlo a casa hay que llamar a un exorcista. Sea como sea, el día del hospital estaba de buen humor, amable, casi educado.

– ¿Me pones algo bonito en la escayola? Esmérate, Caro…, que lo tuyo me interesa… ¡Quiero decir que, si lo haces tú, seguro que quedará precioso! Dibujas genial.

La verdad es que me lo habían dicho ya Silvia Capriolo y Paoletta Tondi, que, además, dibujan realmente bien, es decir, que comprenden las perspectivas, las dimensiones, las sombras y los claroscuros. Digamos que yo me las arreglo mejor con los cómics. Y, de hecho…

– Eh, ¿me lo vas a hacer así?

– Oh. Cudini, me he traído adrede los rotuladores de casa. ¡No seas plasta!

Y así, en un abrir y cerrar de ojos, me concentro en la escayola. Y celeste y azul oscuro, y luego naranja para el pico y el contorno en negro, ¡e incluso le pinto unos zapatos! Al final, después de casi media hora, cuando me incorporo, Cudini está en ascuas.

– Venga, apártate, que quiero verlo… -Es demasiado curioso-. Joder…

Se queda boquiabierto.

– ¿Te gusta?

– ¡Me encanta!

Lo contempla satisfecho. Y vuelvo a aproximarme a él con el rotulador negro.

– Eh, ¿qué haces? Me lo vas a estropear, no hagas nada más, que te ha quedado perfecto.

– ¡Pero quiero firmarlo!

Y escribo «Caro» mientras Cudini me sonríe.

– Eh, Caro, me encanta el aguilucho que me has dibujado. Es blanquiazul, como mi corazón, como el cielo y como las bragas de la chica de mis sueños…

– ¡Anda ya!

En ese preciso momento entra la madre de Cudini.

– Francesco, ¿cómo estás? ¿Cómo va la pierna? -Y empieza a besarlo en la mejilla-. ¡Hijo mío, no sabes cuán preocupada estoy por ti! No duermo por las noches -añade sin dejar de besuquearlo.

– Vamos, mamá, que hay gente.

Alis, Clod y yo nos miramos risueñas.

– No se preocupe, señora – dice Alis, que tiene siempre la palabra justa.

Pero Cudini se revuelve en la cama.

– Sí, pero la pierna es mía. Te has sentado encima, mamá.

– Perdona, perdona. Mira lo que te he traído. Ha venido también la tía, con Giorgia y Michele.

Y entra una señora que sería muy elegante si no fuese porque se ha pasado con el perfume y lleva un abrigo de pieles exagerado, voluminoso… En mi vida he visto nada parecido; ni siquiera en los documentales he visto un animal así. Por si fuera poco, va toda maquillada y luce unos pendientes y un collar enormes, hasta el punto de que, como tropiece y se caiga, a ver quién es el guapo que la levanta.

– Francesco…, pero ¿qué has hecho?

Y también la tía, digna hermana de su madre, se abalanza sobre Cudini y lo cubre de besos.

– ¡Ay, tía!

– No será para tanto…

– ¿Cómo que no?… Te has abalanzado sobre la escayola con ese bolso.

– Ah, disculpa.

– Sí, claro…

A continuación, Cudini saluda a sus primos.

– Hola, Giorgía, ¿cómo estás?

– ¡Cómo estás tú!

La chica sonríe. Es más moderada que la madre-tía huracán de fuerza cuatro, un poco tímida y muy mona, maquillada apenas, el pelo liso y castaño claro, unos vaqueros y una camiseta naranja. El hermano, en cambio, va vestido con un chándal. Lleva un bonito Adidas negro y una bolsa en bandolera con dos raquetas dentro.

– Eh, tío, pareces Nadal -Cudini lo señala riéndose.

Michele esboza una sonrisa.

– En todo caso, Federer. Mi estilo de juego es más parecido, y no soy tan macarra.

– Sí, sí, ¡pero siempre gana Nadal!

– En tierra batida, sí.

Michele parece completamente distinto de Cudini. Es más bajo, tiene el pelo un poco pelirrojo y corto. Es perfecto, delgado sin exagerar, en pocas palabras, robusto. Es agradable y parece educado. Por eso es el polo opuesto de Cudini. Clod se limpia los dedos todavía impregnados de chocolate y tiene una de sus salidas.

– Así que juegas al tenis…

Cudini no la deja escapar.

– No, si te parece, con esas raquetas hace de barrendero… Eh, ¡cuando quieres eres muy graciosa!… -Luego Cudini simula ponerse triste-. Lástima que no te des cuenta…

Alis y Giorgia se ríen. Michele intenta no ponerla en un aprieto.

– Estoy disputando un torneo aquí cerca. Tengo que irme dentro de poco… Y, además, de vez en cuando doy clases de tenis por las tardes para ganar algo de dinero.

Lo miro. Nuestros ojos se encuentran y él me sonríe. Es un encanto. Y eso de que de clases de tenis para sacarse un poco de dinero me parece fantástico. Un poco como Rusty James. En fin, que tampoco Michele quiere ser una carga para sus padres, si bien no creo que para ellos sea un problema, a diferencia de los nuestros.

– ¿Cuestan mucho las clases? -Decido intervenir en la conversación.

– Oh…, no mucho; además, siempre trato de llegar a un acuerdo. El tenis es demasiado bonito como para no probarlo por lo menos una vez en la vida.

Le sonrío.

– Creo que me gustaría probar…

Michele adopta un aire profesional.

– ¿Sabes jugar?

– Nunca he jugado, aunque quizá se me dé bien. Soy buena en deporte.

Clod asiente para demostrar que no miento. Alis compone una expresión altanera. No sé por qué a veces tiene celos de lo que me sucede. Perdona, pero tú también podrías decir algo, ¿no? Estamos aquí todos sin decir nada…

Clod se repone y decide intervenir.

– Yo probé una vez… No me fue tan mal.

Cudini tampoco pasa esta por alto.

– Sí, es muy buena en gimnasia. ¡Cuando jugamos a baloncesto la usamos como pelota!

Y estalla en carcajadas, solo. Como de costumbre, tiene que estropearlo todo. Menos mal que justo en ese momento entran dos enfermeras.

– Perdonen, ahora deben salir de la habitación… Tenemos que asear a los pacientes antes de que los médicos pasen paca examinarlos. Gracias.

Una de las dos es rubia, algo rellenita pero muy mona, quizá se haya pasado un poco con el maquillaje, pero tiene un pecho que mi hermana no consigue ni siquiera con lospush up. De hecho, Cudini apoya los codos en la cama y se desliza un poco hacia atrás con el culo, como si pretendiese parecer más presentable, suponiendo que eso sea posible. Y, por primera vez, parece mostrarse de acuerdo con una solicitud oficial.

– Sí, sí, tenéis que salir…

Su madre y su tía vuelven a besuquearlo, esta vez de manera más apresurada y, al final, salimos todos al pasillo del hospital.

– Adiós…

Michele y Giorgia se despiden de nosotros.

Michele hace ademán de decir algo, pero después cambia de opinión y se marcha. También la madre de Cudini se despide.

– Adiós, chicas, gracias por haber venido.

Y también la tía.

– Sí, habéis sido muy amables.

Después las tres nos quedamos un rato en el pasillo, charlando.

– Oh…, pero ¿es que aquí no hay una máquina para comprar chocolate o algún refresco?

– Clod, te has comido todos los bombones de Cudini…

– En efecto, por eso mismo ahora no tengo hambre, sino sed. Pero ¿es posible que no haya ni siquiera un surtidor, nada?

– Si, sí, ya veo que tienes sed.

– Tengo sed, de verdad, me estoy deshidratando… y, además, ya sabéis que beber ayuda a adelgazar, disuelve la grasa.

– Sí, pero no lo que tú quieres beber-, ¡chocolate!

– Madre mía, mira que eres estricta…

En ese momento pasa un médico.

– Perdone. -Clod se acerca a él-. ¿Sabe si hay algún surtidor, uno de ésos con el chorro hacia arriba…, en fin, para beber un poco de agua? -Y nos mira, mejor dicho, para ser más precisa, me mira a mí, como diciendo «¿Has visto?… ¿Qué te creías?».

– Sí, hay uno enfrente de los servicios, al fondo.

De manera que Clod, Alis y yo nos dirigimos al final del pasillo. Quizá debido al hecho de que por fin ha aplacado su sed, Clod parece despabilarse.

– La verdad es que el primo de Cudini no está nada mal.

– Por lo menos, es educado… -corrobora Alis-. Además de mono.

Yo también estoy de acuerdo con ellas. Además, veía que me miraba y. ya se sabe, cuando te das cuenta de que le interesas a alguien, automáticamente empieza a gustarte un poco… o, al menos, en mi caso es así.

Clod se echa a reír.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué te ríes? ¿En qué estás pensando?

Clod se acerca al surtidor de agua.

– En que está como un tren… con esa ropa deportiva…

Alis arquea las cejas y la mira.

– Bueno, como decía antes Cudini, tú eres la pelota de baloncesto, ¡a mí, en cambio, me gustaría ser su pelota de tenis!

Clod abre el grifo y empieza a beber.

– Eh, te estásacudinando.

Clod deja de beber y me mira. Todavía tiene los labios mojados y el semblante de una niña curiosa.

– ¿Qué quieres decir, Caro?

– ¡Que Alis se está volviendo un poco garrula!

– Sí, claro, y ahora nos dirás que a ti Michele no te ha gustado.

– Pues no -digo serena, sin más.

– Pero te miraba…

– Escuchad, ¿qué hacemos? -Clod se entromete en nuestra discusión- ¿Por qué no vamos a…?

– No, yo tengo que estudiar…

– Yo también y, además, mañana tenemos el examen de matemáticas.

– A segunda hora… Qué pocas ganas de hincar los codos.

– ¿A primera hora qué hay?

– Religión…

– Pues ya está… arreglado, eso te dará oportunidad de rezar para que te salga bien.

Y salimos así del hospital, riendo divertidas. Claro que, si uno lo piensa un poco, no deberíamos hacerlo, dado que las personas que acuden allí lo hacen porque tienen algún problema. Pero el hecho de que Cudini esté bien a nosotras sólo nos produce alegría, y el hospital, a fin de cuentas, es un sitio parecido al colegio… en el sentido de que, si no te toca a ti, ¡es genial! Pero cuando cruzamos la verja y llegamos junto a los coches de Clod y de Alis, donde me gustaría que también estuviese el mío, nos encontramos con él, con Michele. Está de pie con la bolsa de las raquetas de tenis al hombro y parece cohibido. Alis y Clod se miran. Clod sonríe.

– Me está esperando. -Alis es siempre terrible en esos casos.

– ¡Sí, claro! Está esperando a Caro…

– ¿Estás segura?

Al ciento por ciento.

Yo no digo nada. A veces conviene mantenerse al margen de ciertas discusiones. Pero, al final, con la intención de ser un poco amable con Clod, intervengo.

– ¿Por qué dices eso?

No obstante, a medida que nos vamos aproximando a él, resulta cada vez más evidente. Michele se dirige directamente a mí. Alis arquea las cejas y mira a Clod.

– ¿Has visto? ¿Qué esperabas?

Clod, que no sabe cómo responderle, intenta salir bien parada.

– Hablaba por hablar…, estaba bromeando.

Llegados a ese punto, Michele ya está casi delante de mí. Clod y Alis me dedican la mejor de sus sonrisas, como si fuésemos superamigas, porque lo somos, por supuesto que sí, aunque en cierta manera nos estamos jugando la amistad por él.

– Nosotras nos vamos, Caro…

– Sí, nos vemos mañana en el colegio.

Michele las saluda alzando la cabeza y espera a que se marchen.

– ¿Tú también tienes un microcoche?

Vaya rollo, empezamos bien, acaba de meter el dedo en la llaga.

– No.

– Ah, en ese caso, ¿puedo llevarte a algún sitio?

– Claro, por supuesto.

Michele echa a andar.

– ¿No tenías un torneo?

Me sonríe.

– Sí, pero no tenía nada que hacer contra Grazzini. Seguro que habría perdido. Es el más fuerte. De manera que es mejor que no vaya, así puedo mantener la ilusión de que, quizá, le habría ganado

Sonrío.

– Eso es cierto, pero tarde o temprano tendrás que enfrentarte a ese Grazzini.

– Tarde o temprano. ¡Mejor que sea tarde!

Y, riéndose, me abre la puerta de un Smart Cabrio que es una auténtica chulada. Es el último modelo, el Double Two. Lo rodea y mete la bolsa con las raquetas detrás. Caramba, por dentro es también bonito, tiene los asientos de piel, el salpicadero negro, radio con CD y una pantalla plana para DVD. Precioso. Es un coche de adultos. ¡De manera que él lo es! Dios mío, no había pensado en eso… Michele entra en el Smart y me sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa, aunque ligeramente intimidada. Madre mía, ¿cuántos años tendrá? Por eso es tan perfecto, el torneo, el coche, su manera de hablar, las respuestas que ha dado para que Clod se sintiera cómoda… Basta, no lo resisto más. Será mejor que se lo pregunte cuanto antes.

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