Capítulo 3

La mujer moderna actual debería en primer lugar dar muestra de una actitud distante hacia el caballero al que desea atrapar. Los hombres disfrutan de la caza, del desafío que supone para ellos ganarse el favor de una dama. Si está interesado, ni una manada de caballos salvajes le impedirá perseguirla. Sin embargo, en cuanto esté firmemente atrapado, deja de ser necesario y deseable seguir mostrando la misma actitud distante.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Después de haber terminado por fin con el corral, Nathan presentó a su colección de animales su nuevo hogar temporal. Dio unas palmaditas de ánimo a la sólida redondez de Reginald y fue recompensado con una ristra de aspirados gruñidos. Petunia le golpeó con suavidad el muslo y Nathan le dio de comer un puñado de sus flores favoritas.

– Ni se te ocurra decírselo al jardinero -le advirtió, acariciando el pelo ocre de la cabra. Después de asegurarse de que sus amigos estaban cómodos, Nathan se puso la camisa y cruzó los parterres de césped que le separaban de Creston Manor. Tenía los brazos y los hombros doloridos y cansados, aunque era una sensación de la que disfrutaba, pues con ella impedía que su mente vagara por zonas que deseaba a toda costa evitar.

Mientras andaba bajo la larga y fresca sombra de Creston Manor dibujada por el sol menguante, oyó el inconfundible sonido de una voz femenina. A medida que se acercaba a la casa, pudo por fin distinguir con claridad las palabras.

– Las lluvias han dejado los caminos en un estado sencillamente espantoso.

Nathan se detuvo junto a la esquina de la casa. Apoyó la espalda contra la fachada de ladrillo y contuvo un gemido. A pesar de que habían pasado tres años desde que la había oído por primera vez, no había forma posible de confundir esa voz.

Lady Victoria había llegado.

El corazón de Nathan ejecutó un vuelco inusitadamente ridículo y sus cejas se unieron al instante en un profundo ceño. ¿Qué demonios le ocurría? Algo, sin duda. Quizá fuera la falta de sueño. Sí, eso debía de ser. Pues no había otra explicación para una reacción tan idiota. Cerró los ojos y golpeó la parte posterior de la cabeza contra la piedra de la pared dos veces… con suavidad, porque, por muy tentador que resultara caer inconsciente, no tenía ningún sentido prolongar lo inevitable. Cuanto antes descubriera lo que necesitaba saber sobre ella, antes podría enviarla de regreso a Londres.

Bajó la mirada y una sonrisa tiró de las comisuras de sus labios. Lady Victoria sin duda se desharía al verle con sus pantalones manchados, la camisa mojada y por fuera de los pantalones, y las botas gastadas. Se animó considerablemente. Eso la empujaría a marcharse de Cornwall lo antes posible. Nathan supuso que debía rodear la casa hasta la parte trasera del edificio y cambiarse de ropa, pero dado que Colin y su padre estaban de visita en el pueblo, el deber de dar la bienvenida a las invitadas recaía sobre sus hombros.

Se separó de la pared y volvió a la esquina con paso firme. Un coche bien equipado, de color negro lustroso y que lucía el blasón de la familia del barón de Wexhall, se había detenido en el camino curvo que daba acceso a la casa. Un par de sirvientas con aspecto desfallecido, que sin lugar a duda eran las criadas de las señoras, esperaban junto a un segundo carruaje que transportaba más equipaje. El exterior y las ruedas del coche, profusamente salpicados de barro, daban fe del espantoso estado del camino. Dos filas de caballos de idéntico gris esperaban pacientemente mientras Langston y la señora Henshaw, el mayordomo y el ama de llaves de Creston Manor, dirigían al servicio en las labores de descarga de los baúles. Mientras se aproximaba, Nathan estudió el grupo con atención.

Una mujer que reconoció como lady Delia, hermana de lord Wexhall, estaba hablando con la señora Henshaw. Lady Delia, que vestía una chaquetilla azul marino encima de un vestido de muselina de color crema salpicado de las arrugas que había dejado en él el viaje, y con un tocado de encaje, parecía no haber cambiado nada en los últimos tres años, la última vez que ella y Nathan se habían visto. Veinte años antes, habría sido descrita como una bella mujer. En ese momento, y aunque la palabra todavía le hacía justicia, su madurez exigía un término más próximo a «hermosa».

Nathan siguió adelante, estirando el cuello, y vislumbró la parte posterior de un tocado amarfilado con volantes. Su dueña estaba casi oculta entre el tropel de criados que deambulaban por la escena. En ese preciso instante, lady Delia se apartó a un lado, dejando a la vista el perfil de lady Victoria. Nathan aminoró el paso y la estudió.

Con un vestido de muselina de un tono rosa pálido y una chaquetilla de color rosa fucsia, lady Victoria aparecía bañada en un refulgente y dorado halo de sol, como una delicada flor de primavera. Una enérgica brisa con olor a mar, cortesía de Mount's Bay, amenazaba con arrancarle el tocado. La joven se llevó una mano cubierta por un guante de encaje color crema para mantener en su sitio la ridícula bagatela, que supuestamente era la última moda francesa. A pesar de sus esfuerzos, varios rizos oscuros emergieron del tocado y, a merced de la brisa, le acariciaron la mejilla. A Nathan se le ocurrió la ridícula idea de compararla con un retrato de Gainsborough, capturada como estaba por la brisa y el sol y con los rasgos parcialmente ensombrecidos por el tocado y el brazo levantado. Lo único que le faltaba a lady Victoria para completar la imagen era un campo de flores silvestres. Y quizá también un cachorro retozando a sus pies. Justo en ese momento, ella se volvió y las miradas de ambos se cruzaron.

Nathan sintió vacilar sus pasos hasta detenerse por completo al tiempo que sentía como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, algo que ya había experimentado la primera vez que había posado la mirada en ella, tres años antes. La brisa pegaba el vestido de Victoria a su cuerpo hasta sugerir que la forma curva y femenina que se había encajado tan perfectamente en la suya sin duda seguiría haciéndolo. Un dorado rayo de sol la enmarcaba en un halo de resplandor que le daba todo el aspecto de un ángel, aunque Nathan recordaba vívidamente la maldad que había visto danzar en su sonrisa.

Un inconfundible brillo resplandeció en los ojos de Victoria, seguido por un destello de otra cosa que Nathan no logró a descifrar del todo pero que borró cualquier duda de que ella recordara el apasionado beso que ambos habían compartido. Luego sus rasgos quedaron desprovistos de toda expresión y sus ojos se colmaron de una fría indiferencia que ascendió por sus cejas. Indudablemente, Nathan no había dejado una impresión favorable en lady Victoria. Aunque no estaba seguro de si eso le resultaba más molesto que divertido o viceversa.

La mirada de la joven dio un rápido repaso a la ropa de Nathan. A continuación frunció los labios con firmeza y arqueó una ceja, dando muestras de una elocuencia que indicaba que el aspecto de él le resultaba casi tan atractivo como algo que bien pudiera haber arrancado del fondo de uno de sus delicados zapatos. Excelente. Llevaba allí menos de dos minutos y Nathan había conseguido alterarla. Odiaba ser el único en verse pillado desprevenido.

Contuvo una sonrisa y se adelantó hacia ella.

– Saludos, señoras -dijo al unirse al grupo-. Me complace ver que han llegado sin sufrir ningún contratiempo. ¿Han tenido un viaje agradable?

Lady Delia se llevó al ojo un adornado monóculo y le miró con atención.

– Es un placer volver a verle después de todos estos años, doctor Oliver.

– El placer es mío, lady Delia -dijo Nathan, ofreciéndole una sonrisa y una formal reverencia.

La mirada afilada de lady Delia no pasó por alto el aspecto descuidado de Nathan.

– Al parecer ha sido usted víctima de alguna clase de catástrofe.

– En absoluto. Esto no es más que el resultado de un proyecto junto a los establos que ha resultado ser un trabajo sucio. En este momento volvía a casa a fin de ponerme presentable para su llegada, aunque me temo que ya es demasiado tarde.

– ¿Junto a los establos? -Los ojos de lady Delia se abrieron de par en par-. ¿Estaba allí hace un cuarto de hora? ¿Utilizando un martillo?

– Así es. De haber sabido que su llegada era tan inminente…

– Bobadas, querido joven. No nos habríamos perdonado que hubiera abandonado su proyecto por nosotras. -Lady Delia le dedicó una sonrisa deslumbrante y añadió-: Me pregunto si recuerda a mi sobrina, lady Victoria…

– Por supuesto que recuerdo a lady Victoria. Me enorgullezco de no olvidar jamás un rostro. -Ni un beso apasionado, pensó. Se volvió hacia ella y se encontró siendo el blanco de la sosa mirada de lady Victoria. Desde luego no era esa la cálida bienvenida que él había recibido la última vez que se habían visto. Probablemente, después de cierta reflexión, la joven le habría relegado a la categoría de rufián por haberle robado aquel beso y lamentaba no haberle abofeteado. Bien, perfecto. Eso abreviaría aún más sus interacciones.

Nathan saludó a lady Victoria con una formal reverencia y volvió a erguirse cuan alto era. Recordaba que ella era ligeramente más alta que la media, aunque bien era cierto que la coronilla de la joven apenas le llegaba al hombro. Ahora que estaba más cerca de ella, pudo apreciar su cutis perfecto, tan solo matizado por un favorecedor tono rosado. Lo cierto es que se la veía muy sonrojada. Probablemente a causa del excesivo calor reinante en el interior del carruaje. Sorprendentemente, y a pesar de lo que, como él bien sabía, debía de haber sido un arduo viaje, Victoria no mostraba el menor indicio de cansancio. No, se la veía fresca y preciosa. Remilgada, dotada de una fría elegancia y convertida en una verdadera dama. Aun así, a Nathan no le cupo la menor duda de que la muchacha no tardaría en caer en alguna depresión como la mayoría de las señoras de su rango y acabaría por recostarse en todas y cada una de las tumbonas de Creston Manor a la primera ocasión.

La mirada de Nathan estudió con atención los ojos de Victoria, reparando en su vivida tonalidad azul, que resultaba aún más destacable por la media luna trazada por las pestañas oscuras que los coronaban. La última vez que los había visto, esos ojos estaban semicerrados y velados de pura excitación. Y luego estaba esa boca… tan lujuriosa y carnosa. Aunque todo en el comportamiento y en el atuendo de Victoria resultaba perfectamente remilgado, nada había de remilgado en sus labios. Nathan recordó al instante el delicioso sabor de esos labios, y cuan aterciopelados los había sentido bajo los suyos. En los últimos tres años, la joven se había transformado en una preciosidad mayúscula. Pero Nathan ya no percibía ese brillo travieso en sus ojos, esa juguetona curva en sus labios, y distraídamente se preguntó cuál podía ser la causa de semejante cambio. A buen seguro habría decidido acertadamente que besar a desconocidos en la galería no era una buena idea. Aunque poco le importaba a él. No, en absoluto. Victoria ya le había dejado fuera de combate en una ocasión… no pensaba darle la oportunidad de repetirlo. Prefería mil veces a una mujer sencilla, afectuosa y dulce que una de esas bellezas engreídas y frías de invernadero.

– ¿Cómo está, lady Victoria?

Ella alzó la cabeza y, aun a pesar de la diferencia de altura entre ambos, se las ingenió para lanzarle una mirada despectiva, como si fuera una princesa y él el más humilde de sus servidores.

– Doctor Oliver… -La mirada de Victoria volvió a recorrer su sucio atuendo y arrugó la nariz, sin duda percibiendo el ofensivo olor de Reginald y de Petunia. Cuando las miradas de ambos volvieron a cruzarse, ella añadió-: Sigue usted exactamente tal como le recuerdo.

Aunque Nathan debería haberse sentido insultado ante la insinuación lanzada por ella que apuntaba a que la última vez que se habían visto él estaba sucio, desaliñado y olía como un demonio, se sintió sorprendentemente divertido por el comentario.

– Me honra que se acuerde usted de mí, señora mía. Nuestro encuentro fue… breve.

Ella masculló algo que sonó sospechosamente a «no lo suficientemente breve» y luego dijo:

– Esperaba que serían su hermano o su padre quienes nos recibieran.

– Ninguno de los dos está en casa en este momento, aunque regresarán a cenar esta noche. Mientras tanto, Langston y la señora Henshaw lo tienen todo preparado para su visita.

– Excelente. Ni que decir tiene que estamos ansiosas de poder instalarnos y refrescarnos un poco después del viaje.

– Naturalmente. -Aunque, a juzgar por el aspecto de absoluta frescura que percibió en ella, Nathan no fue capaz siquiera de imaginar qué necesidad tenía Victoria de refrescarse. Extendió el brazo hacia la casa-. Síganme, se lo ruego.

Victoria se sujetó con la mano la falda del vestido, echó a andar tras el doctor Oliver y dejó escapar un suspiro de alivio al no tener que seguir obligada a mirar esos intrigantes ojos salpicados de pequeñas motas doradas que veían demasiado, que sabían demasiado; a no tener que ver esa deliciosa boca que con tanto detalle la había iniciado en las maravillas del arte de besar. Diantre, estaba extremadamente acalorada y sin duda le faltaba el aliento, y, por mucho que se empeñara en querer culpar de ello a la fatiga provocada por el viaje, lo más extenuante que había hecho había sido permanecer sentada y su conciencia no le permitía dar vida a una mentira tan flagrante.

No. El doctor Oliver era sin duda la fuente de su incomodidad, y bien era cierto que no lograba recordar haber vivido una situación más vejatoria que esa. ¿Qué demonios le ocurría? Ese hombre tenía un aspecto espantoso. Sucio. Desaliñado. Era la completa antítesis de la imagen del caballero. Y olía como si hubiera pasado el día limpiando los establos y sometido a una ardua labor. Sin la camisa…

La mirada de Victoria se posó en la espalda ancha del doctor y al instante notó cómo una oleada de calor le ascendía desde el pecho. Sabía por fin lo que ocultaba su camisa sucia y arrugada, o al menos lo que había podido ver desde la distancia. Ojalá esa distancia no hubiera sido tan enorme…

Puso fin a tan perturbadora cavilación antes de que pudiera echar raíz y colmarle la cabeza de imágenes que no deseaba… imaginar. Al parecer, desde que había leído la Guía femenina (cosa que había hecho en media docena de ocasiones) sus cavilaciones habían ido decantándose cada vez más hacia cosas de esa índole. Aunque, naturalmente, esa era la misión del libro: animar a las mujeres a cambiar el modo en que se veían a sí mismas y también a los hombres. Animar a la mujer moderna actual a tomar las riendas de su destino y no permitir que este quedara determinado exclusivamente en función de su sexo. Victoria se había tomado las enseñanzas del libro muy a pecho. Y hasta la fecha estaba merecidamente orgullosa de su actuación. Había logrado impedir que sus labios enloquecieran atacando a los demás de forma indiscriminada, aunque eso había requerido esfuerzo, pues tenía cierta tendencia a balbucear cuando se ponía nerviosa, y, maldición, ese hombre la ponía realmente nerviosa.

Alzó la barbilla e irguió los hombros. Era una mujer moderna. Y, como tal, aunaría su fortaleza, no olvidaría en ningún momento con quién estaba lidiando, y pondría su plan en acción. No era la misma chiquilla inocente que el doctor Oliver había conocido hacía tres años. Su voz interior la advirtió de que, para su desgracia, él seguía siendo el mismo hombre devastadoramente atractivo que ella había conocido. Pero Victoria podía resistirse con facilidad a sus encantos. Sabía muy bien la clase de rufián que era. Y muy pronto le haría saber que no era una mujer con la que podía jugar a su antojo. La consoló el hecho de que se presentaba a la batalla bien armada con su Guía femenina y con un plan infalible.

El sendero de grava crujió bajo sus zapatos, arrancándola de sus cavilaciones. Apartó bruscamente la mirada de la espalda del doctor Oliver para abarcar con ella la majestuosidad de Creston Manor, y no pudo negar el sorprendido placer que experimentó ante la magnificencia de la casa. Dos impresionantes escaleras de piedra ascendían en graciosa curva, perfilándose como dos brazos en actitud de bienvenida, prestos a abrazar a todo aquel que se aproximara a la imponente doble puerta de roble. Las ventanas resplandecían, reflejando la dorada luz del sol, y las vetustas y altísimas columnas de ladrillo concedían a la estructura una atmósfera del encanto del viejo mundo que encandiló el sentido de la proporción de Victoria.

Posó la mano sobre la negra y brillante barandilla de hierro forjado y siguió escalera arriba tras los pasos del doctor Oliver. Alzó la mirada y se encontró mirándole la espalda. Había que estar ciega (y ella tenía una vista excepcionalmente aguda) para no percatarse del modo en que los pantalones se adaptaban a sus musculosas piernas. En cómo esos músculos se flexionaban con cada escalón. En la firmeza de sus caderas. En la anchura de la espalda. La fascinante forma de su… trasero.

Qué terriblemente exasperante resultaba que Nathan tuviera un aspecto tan maravilloso por detrás como por delante. Cuan increíblemente irritante que, a pesar de lo sucio que estaba, del sudor y de oler como si hubiera estado retozando el día entero en un granero sucio, Victoria tuviera que agarrarse con fuerza a la barandilla para dominar el abrumador deseo de estirar la mano y tocarle.

Y cuan absolutamente turbador y frustrante que el corazón le hubiera dado un vuelco en el pecho en cuanto había visto a Nathan. Exactamente como le había ocurrido tres años atrás, la primera vez que sus ojos habían reparado en él. Diantre. ¿Qué demonios le ocurría? Sin duda el largo viaje le había mermado el juicio, pues simplemente el descuidado aspecto del doctor Oliver era ya prueba fehaciente de que seguía siendo tan poco caballero como el día en que se habían visto por vez primera. Bien, en cuanto se hubiera dado un baño, se hubiera cambiado de ropa y hubiera disfrutado de una comida caliente y de una buena noche de descanso en una cama decente volvería a recuperar el juicio.

Aun así, era innegable que el doctor Oliver seguía siendo demoníacamente atractivo. Quizá aún más. Por fortuna, Victoria sabía la clase de grosero que era y eso le impediría perder la cabeza. Sin embargo, durante los breves segundos en que ambos se habían estudiado, había notado que había en él algo distinto… algo en sus ojos en lo que no había reparado hasta entonces. Sombras… de dolor, quizá. O de secretos. De haberse tratado de otra persona, Victoria se habría compadecido de él. Bien era cierto que una fisura de compasión a punto había estado de colarse en su corazón antes de que la aplastara como a una cucaracha. Si el doctor tenía heridas, sin duda las merecía. Y, en cuanto a los secretos… bien, no había de qué preocuparse. También ella tenía los suyos.

Levantó la mirada y de nuevo se deleitó con la panorámica que le ofrecía la espalda del doctor Oliver. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, flexión, flexión… Cielos, ¿cuántos escalones había? Logró apartar la mirada de aquel trasero exageradamente fascinante y se dio cuenta, aliviada, que solo quedaban cinco escalones. Cuando llegó a lo alto de la escalera, el doctor Oliver se volvió y se detuvo a esperar a tía Delia, que ejecutaba su ascenso a paso más lento. Victoria también se detuvo. Se notó desconcertada al verse de pie a menos de un metro de él. Y el hecho de percibirse desconcertada no hizo sino aumentar su irritación. ¿Cómo podía ser que, a pesar del aspecto desaliñado de Nathan, no pudiera apartar los ojos de él? Sin duda, de haber sido ella la que hubiera estado sucia y con la ropa arrugada, y de haber olido como si acabara de revolcarse en un granero, nadie se habría atrevido jamás a calificarla de atractiva.

– ¿Está usted bien, lady Victoria? -preguntó el doctor-. La noto sofocada.

Victoria le regaló una de esas miradas distantes y frías que tan diligentemente había estado practicando para la ocasión en el espejo de cuerpo entero de su cuarto.

– Estoy perfectamente, doctor Oliver.

– Espero que no se haya fatigado demasiado subiendo la escalera. -La comisura de los labios del doctor experimentó una ligera sacudida, y Victoria se dio cuenta de que se estaba burlando de ella. Obviamente, la consideraba poco más que una simple flor de invernadero. El muy arrogante…

– Por supuesto que no. Estoy en perfecta forma. De hecho, me atrevería a decir que podría subir esta escalera sin perder el aliento. -Contuvo la premura por taparse la boca con la mano. Maldición, su intención había sido limitarse a responder con un simple «por supuesto que no».

El doctor arqueó una ceja oscura y pareció realmente divertido.

– Una gesta que ansío presenciar, mi señora.

– Hablaba metafóricamente, doctor Oliver. Puesto que soy incapaz de imaginar una situación que me obligara a correr a ningún sitio, y menos aún escaleras arriba, me temo que no será usted testigo de ello.

– Quizá tendría que correr si se viera perseguida.

– ¿Por quién? ¿Por el mismísimo diablo?

– Quizá. O puede que por un ardiente admirador.

Victoria rió. Y no dudó en aplaudir mentalmente el despreocupado sonido de su risa.

– Ninguno de mis admiradores se comportaría de un modo tan indigno y tan poco caballeresco. Sin embargo, incluso si, por alguna extraña razón, así lo hicieran, estoy convencida de que correría más que ellos, pues soy muy ágil y rápida en la carrera.

– ¿Y si no lo deseara?

– ¿Si no deseara qué?

– ¿Correr más que él?

– Bien, en ese caso supongo que dejaría que…

– ¿La atrapara?

Victoria guardó silencio ante la intensa expresión que colmó los ojos del doctor, expresión que nada tenía que ver con el tono alegre y despreocupado que empleaba al hablar. Pegó con firmeza los labios para contener el torrente de palabras nerviosas que se le arremolinaron en la garganta y notó cómo la mirada de Nathan se posaba en su boca. Una oleada de calor serpenteó en su interior y tuvo que tragar saliva para recuperar la voz.

– Que me atrapara, quizá -concedió, agradecida de poder responder con voz firme-. Que me capturara, jamás.

– Vaya. Eso casi suena a desafío.

Sintió que la recorría una sensación. «Atorméntale con un desafío…» ¡Excelente! El primer paso de su plan estaba ya en marcha y apenas acababa de llegar. A ese ritmo, conseguiría su objetivo en un tiempo récord. Quizá incluso podría estar de regreso en Londres antes de que finalizara la temporada.

Alzando apenas la barbilla, dijo:

– Tómeselo usted como prefiera, doctor Oliver.

Fuera cual fuese la posible respuesta de doctor, quedó silenciada por la llegada de tía Delia.

– Por aquí, señoras -murmuró Nathan, conduciéndolas lucia la puerta.

Aunque usted, doctor Oliver, puede guiarme al interior de la casa, pensó, dé por seguro que soy yo quien tiene intención de guiarle a una divertida cacería. Luego desapareceré alegremente, como lo hizo usted hace ahora tres años, se dijo.

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