La mujer moderna actual no debería bajo ningún concepto desaprovechar la oportunidad de ver a un espécimen masculino superior, sobre todo si este se encuentra en cierto estado de desnudez. Si debe enfrentarse a semejante golpe de buena fortuna, no debería permitir que la modestia la llevara a malgastar tan venturoso giro de los acontecimientos. Debe, pues, disfrutar del momento, aprovechar la ocasión al máximo y prepararse para lo que pueda venir a continuación.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima.
Charles Brightmore.
Con el estómago encogido de incredulidad y de miedo, Victoria vio que Nathan entornaba los ojos. Esperó oírle gritar, aunque él se limitó a hablar con una calma silente y glacial.
– ¿Cómo dices?
Victoria tragó saliva.
– Tu nota. Se la ha comido. Tu cabra.
– Por favor, dime que es una broma de mal gusto.
– Es de mal gusto, sí. Pero también es verdad.
Nathan bajó la mirada, clavándola en la deshilacha mancha del dobladillo de color verde oscuro que Victoria seguía agarrando aún entre sus blancos nudillos.
– Te la habías cosido al dobladillo.
– Sí.
Nathan le atravesó los ojos con la mirada, fulminándola.
– Me hiciste creer que la tenías en la casa.
– Nunca dije eso. Lo que dije es que te la devolvería en cuanto llegáramos.
– ¿Y por qué no te limitaste a devolvérmela en la playa?
Conociendo tu mano con la aguja, no creo que hubiera sido demasiado difícil descoser un par de torpes puntadas.
Victoria dejó caer su estropeado dobladillo, se plantó las manos en la cintura y entrecerró los ojos para clavar en él la mirada.
– Si ciertas personas no tuvieran necesidad de ocultarme sus secretos ni de esconder cartas en mi equipaje, y si otros no se negaran a dejar que les ayudara…
– Si te refieres a tu padre y a mí…
– Por supuesto que me refiero a mi padre y a ti. Si no fuerais tan cabezotas, no me habría visto en la necesidad de coserme la nota al dobladillo. Donde, por cierto, estaba perfectamente a salvo, hasta que tu cabra se la ha comido.
– ¿Así que es culpa mía que la nota haya desaparecido?
Victoria alzó el mentón.
– En parte sí. Aunque estoy dispuesta a asumir parte de la culpa.
– Cuan increíblemente generoso de tu parte.
Antes de que Victoria pudiera responder a su sarcástica respuesta, lord Alwyck intervino.
– ¿Puede alguien explicarme de qué estáis hablando? ¿Qué nota?
Nathan lanzó a Victoria una mirada de advertencia, pero ella la pasó por alto y volvió su atención a lord Alwyck.
– Mi padre escondió una nota para el doctor Nathan en mi equipaje. Desgraciadamente para él, la encontré antes de que él pudiera rescatarla. Más desafortunadamente aún para el, su cabra acaba de comerse la nota del dobladillo de mi falda, donde yo la había escondido.
Lord Alwyck lanzó a Nathan una mirada penetrante.
– ¿Por qué te enviaba Wexhall una nota secreta? -Al ver que la única respuesta de Nathan era una mirada fija e inescrutable, lord Alwyck dijo despacio-: Tu regreso aquí… una nota de Wexhall… esto tiene algo que ver con las joyas. -Las palabras sonaron a acusación-. ¿Por qué no me lo habías dicho?
La mirada de Nathan no vaciló ni un ápice.
– Si Wexhall hubiera querido que lo supierais, os lo habría dicho. O quizá yo mismo os lo habría dicho, dependiendo de las instrucciones que me diera en la nota. Pero ahora que esta ha desaparecido, supongo que no lo sabremos. AI menos hasta que pueda ponerme en contacto con él para contarle lo ocurrido. -Volvió la mirada hacia Victoria-. Lo cual, huelga decir, supone un retraso de lo más inconveniente.
Lord Alwyck se dirigió a lord Sutton.
– ¿Estabas tú al corriente de esto, Colin?
Lord Sutton asintió.
– Sí. Tenía pensado contártelo durante el paseo a caballo de hoy. -Se volvió hacia Nathan-. Gordon estaba en todo su derecho de saberlo.
– Nunca he dicho lo contrario. Sin embargo, habría preferido disponer de toda la información contenida en la carta de Wexhall antes de decir nada a nadie.
– Al parecer, se te sigue dando bien guardar secretos -dijo lord Alwyck a Nathan. Aunque su voz sonó calma a Victoria le resultó evidente que estaba muy enojado-. No tenías ningún derecho a mantenerme al margen.
Nathan arqueó una ceja.
– ¿Y qué más te da a ti? No fue tu reputación la que se vio perjudicada.
– Quizá porque recibí un disparo durante la fracasada última misión. ¿O acaso ya lo has olvidado?
Un silencio preñado de tensión colmó el aire. Victoria apretó los labios con firmeza para no soltar cualquier balbuceo nervioso con el que llenar el vacío. Un músculo se contrajo en la mandíbula de Nathan, y Victoria reparó en que tenía las manos apretadas.
– No, no lo he olvidado -dijo el doctor en un tono rotundo. Se volvió a mirar a Victoria, que a su vez se quedó in móvil al ver la expresión absolutamente sombría que delataban los ojos de Nathan. Una cortina pareció entonces caer sobre su expresión, dejando una completa inexpresividad allí donde segundos antes habían morado la tristeza, las penas y el dolor.
– Leíste la nota, la examinaste, ¿no es cierto? -le preguntó él secamente.
– Sí.
– Bien. Ahora vendrás conmigo a la casa y escribirás todo lo que seas capaz de recordar mientras yo escribo una carta a tu padre. Ahora. -Sin esperar una respuesta ni molestándose en dedicar una fugaz mirada a su hermano o a lord Alwyck, Nathan dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa.
Lord Alwyck balbuceó algo que incluía las palabras «grosero» y «autocrático» y luego dijo en voz alta:
– Al parecer, necesita usted compañía hasta la casa, lady Victoria. ¿Me concede el honor?
Victoria apartó a regañadientes la vista de la espalda en retirada de Nathan y reparó en que la ira seguía reflejándose en los ojos de lord Alwyck, al tiempo que lord Sutton miraba a su hermano con expresión turbada.
– Gracias, pero no deseo retrasar su paseo. Si me disculpan… -Se alejó apresuradamente antes de que alguno de los dos caballeros pudiera detenerla.
Caminando lo más deprisa que pudo sin llegar a echar a correr, Victoria intentó calmar sus confusas emociones antes de volver a enfrentarse a Nathan. Por una parte, se sentía espantosamente culpable de que sus actos hubieran llevado a la destrucción de la nota. Por la otra, la consumía una sensación de irritación contra Nathan por el modo dictatorial en que le había proferido sus órdenes. Dios del cielo, ese hombre la estaba besando hacía nada…
Atajó de inmediato ese pensamiento. No era el momento de recordar aquel beso. Un beso paralizador, glorioso y deslumbrante…
Basta. Más tarde. Pensaría en ello más tarde. En ese instante estaba molesta con él por las órdenes que había osado proferirle como si fuera un general y ella un simple soldado de infantería. Sin embargo, templando su fastidio estaba el profundo arrebato de compasión que le había llegado a lo más profundo de su ser cuando había sido testigo directo del destello de desolación que había asomado a los ojos de Nathan. La profundidad del crudo dolor que había visto en ellos la había sacudido, abrumándola con la necesidad de estrecharle entre sus brazos y ofrecerle consuelo de aquello que había sido el motivo de esa mirada. ¿Cómo se explicaba que deseara a la vez abrazarle y pegarle? El hombre agitaba sus emociones como nadie lo había hecho hasta entonces. Y Victoria estaba plenamente convencida de que la sensación no le gustaba lo más mínimo.
Al entrar a la casa por las grandes cristaleras que daban a la terraza, un lacayo salió a su encuentro.
– El doctor Nathan le pide, por favor, que se encuentre con él en la biblioteca, mi señora. -Se aclaró la garganta-. Tenía especial interés en que hiciera hincapié en la palabra «por favor».
Victoria no pudo evitar que sus labios esbozaran una sonrisa.
– Gracias.
– Ha dicho que sin duda desearía usted cambiarse antes, y que él mandaría que le sirvieran el almuerzo en su habitación.
Victoria no logró ocultar su sorpresa ante semejante muestra de consideración. Por supuesto que estaba decidida a cambiarse de ropa antes de reunirse con él, aunque un almuerzo en privado resultaba perfectamente bienvenido.
– Por favor, dígale al doctor Oliver que me reuniré con el en cuanto haya comido y esté presentable.
– Sí, mi señora.
Victoria se dirigió apresuradamente a su habitación Cuando se miró en el espejo de cuerpo entero, se le escapó un gemido. Dios del cielo, tenía el pelo como un nido de pájaros Aunque el descuidado aspecto de su peinado no la aturdió tanto como su rostro. Un fino velo rosado le teñía las mejilla, y el puente de la nariz, consecuencia de no haberse puesto el sombrero en un día tan soleado, cosa que sin duda se traduciría en unas cuantas pecas. Sus ojos se le antojaron inmensos y… brillantes. Y los labios…
Se acercó un poco más al espejo y con gesto vacilante se llevó hasta ellos las yemas de los dedos. Solo había un modo de describir su boca enrojecida e inflamada: una boca profusamente besada. Sus ojos se cerraron y, en el curso de un pálpito, los pensamientos que había intentado reprimir invadieron su mente. El modo vertiginoso en que él la había abrazado y la había acariciado, la estremecedora dureza del cuerpo de Nathan pegándose a ella, la deliciosa sensación de pasar las manos por aquel fuerte torso y la no menos fuerte espalda. A pesar de todo lo que había aprendido de la Guía femenina jamás había llegado a imaginar lo que había compartido con Nathan en la cueva. Él había dicho que sentía curiosidad por saber si una segunda vez podía resultar mejor que la primera. Victoria no creía posible que la magia a la que él la había introducido tres años antes pudiera verse superada. Pero así había sido. Y, Dios del cielo, cuánto había deseado que el no parara.
Irguió la espalda y lanzó una mirada ceñuda a su reflejo.
– Ten cuidado con este hombre y no lo subestimes -susurró a la mujer de ojos dilatados que la miraba desde el otro lado. El plan consistía en volverse inolvidable para él… y no al contrario. Si Nathan y ella iban a darse otro beso, Victoria se aseguraría de que fuera bajo sus condiciones.
Una vez tomada esa decisión, optó por no llamar a Winifred, sabiendo como sabía que aquella boba de mirada escrutadora notaría al instante su estado agitado y sus labios inflamados por los besos. En vez de eso, simplemente se quitó el traje de montar, utilizó la jofaina para refrescarse y procedió a desenmarañarse el pelo. Después de peinarse los rebeldes rizos en un sencillo recogido griego, se puso su vestido de día de muselina celeste, su favorito. Acababa de introducir los pies en las chinelas a juego cuando llamaron a la puerta. En cuanto dio orden de pasar, una sonriente y joven criada entró en la habitación con una bandeja de plata que dejó sobre la mesa de cerezo situada junto a la cama. Un aroma tentador flotó desde las tapas que cubrían los platos y el estómago de Victoria rugió de anticipación.
– Huele fantásticamente.
– Es una de las especialidades de la cocinera, mi señora. Un jugoso y abundante estofado hecho con un surtido de mariscos de la zona. La cocinera lo ha preparado especialmente para el doctor Nathan porque es su plato favorito.
Teniendo en cuenta que Nathan se negaba en redondo a comerse a los animales que le regalaban como forma de pago, a Victoria no le sorprendió que su plato favorito fuera el pescado. En cuanto la criada se retiró, hundió la cuchara en la rica mezcla y extrajo un poco de caldo con una pequeña porción de desmenuzado pescado blanco. Tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco de puro éxtasis. Jamás había probado nada más delicioso. Dos blandos panecillos acompañaban el estofado y Victoria los empleó para dar cuenta de los restos del sabroso almuerzo. Sin duda el mar y el aire salado afectaban su apetito, pues no recordaba haber disfrutado tanto de una comida. Tanto era así, que miró el cuenco vacío y suspiró, desolada.
Dejando a un lado la servilleta de lino, se dirigió al vestíbulo, desde donde Langston la acompañó a la biblioteca.
Se quedó junto a la entrada y dejó vagar la mirada por la habitación perfectamente amueblada. El sol entraba a raudales por los enormes ventanales que ocupaban la mitad centra, de la pared posterior y el cristal reluciente estaba flanqueado por estanterías de madera oscura repletas de volúmenes forrados en cuero. Había un escritorio enorme, situado delante de las ventanas para aprovechar la luz natural. Otra pared tapizada de estanterías cubría los siete metros que separaban el suelo del techo, haciendo las delicias de Victoria y colmándola con la necesidad de explorar la maravillosa habitación. El alegre resplandor que ardía en la rejilla de una inmensa chimenea de mármol ocupaba la pared opuesta y bañaba la sala en un agradable calor. Una alfombra Axminster en tonos azules y marrones cubría el suelo y confortables grupos de sillas exageradamente mullidas se repartían por la habitación. El sofá de brocado colocado en ángulo delante de la chimenea invitaba a acurrucarse en él con un libro favorito. Victoria inspiró hondo y brevemente cerró los ojos ante las tan conocidas y queridas fragancias del cuero, pergamino viejo y cera de abeja. Cuando los abrió, se dio cuenta de que estaba sola. ¿Dónde estaba Nathan?
Cruzó la estancia hacia la chimenea, decidida a sentarse mientras esperaba. Al sortear el sofá, se detuvo en seco. R.B., el mastín de Nathan, estaba tumbado de costado sobre la alfombra junto al hogar. Su cuerpo ocupaba por completo la longitud de la chimenea al tiempo que su hocico no dejaba de emitir ronquidos caninos. ¿Qué había dicho Nathan que significaban las iniciales R.B.? ¿Rompe Botas? Regia Bestia le resultó más acertado dada la visión que tenía ante sus ojos. Jamás había visto a un perro de semejantes proporciones.
Justo en ese instante, el hocico del animal se contrajo, como si hubiera percibido el olor de algo. Sus ojos se abrieron de golpe, y cielos, para un animal de ese tamaño, se movió con sorprendente rapidez, poniéndose en pie en cuestión de segundos sin dejar de mirarla fijamente… Victoria esperó que no estuviera viendo en ella a una sabrosa chuleta de cerdo.
– Buen chico -murmuró Victoria, dando un cauteloso paso atrás-. Eres un buen perro. Vuelve a dormirte.
Pero R.B. se acercó lentamente a ella. Victoria recordó haber oído en alguna lección recibida durante la infancia que no se debía echar a correr ante un perro porque con ello solo se conseguía que él echaran a correr detrás de ti, y, rezando para que Nathan se hubiera expresado correctamente al decir que se trataba de una bestia mansa, optó por quedarse totalmente inmóvil. R.B. se detuvo delante de ella. Después de olisquear detenidamente su vestido, se sentó sobre sus cuartos traseros y levantó una de sus enormes patas delanteras hacia ella.
Victoria parpadeó.
– ¿Así que quieres que nos demos la mano? Pero, ejem… ya nos han presentado.
Claramente eso a R.B. le traía sin cuidado, pues seguía con la pata levantada. Rezando para que aquel gesto no anunciara la intención del perro de arrancarle el brazo de un mordisco, Victoria tendió la mano vacilantemente y le tomó de la pata. En cuanto lo soltó, R.B. se levantó y le dio un pequeño empujón en la cadera con el hocico. Luego pegó su nariz fría y húmeda a la muñeca de Victoria y le lamió el anverso de la mano con una lengua más larga que su zapato.
Victoria acarició la cabeza del animal con gesto indeciso y luego le rascó detrás de las oscuras orejas. Con eso provocó un inmediato meneo de cola que amenazó con barrer el jarrón Stafford que había sobre una mesilla auxiliar.
– Ah, así que es esto lo que te gusta -murmuró Victoria, que continuó rascando mientras sorteaba al animal para sentarse en el sofá en un esfuerzo por conservar la integridad del jarrón.
R.B. la siguió y, en cuanto Victoria tomó asiento empezó a rascarle tras las orejas con ambas manos. Ella sentada y él erguido, estaban prácticamente a la misma altura. Victoria le rascó entonces vigorosamente y se rió al ser testigo de la entusiasta reacción del perro. La cola de R.B. iba de un lado al otro, la lengua le colgaba entre los dientes y un jadeo de pura felicidad rugía en su garganta.
– Vaya, vaya… así que lo de perro enorme y feroz es pura apariencia -exclamó entre risas, pasando a rascar el pelo duro y tosco del grueso cuello de R.B.-. En el fondo, no eres más que un dulce cachorrillo.
R.B. gruñó y soltó luego un gemido, como diciendo: «Por fin… ¡alguien que me entiende!».
Tan absorta estaba Victoria acariciando al perro que no se dio cuenta de que ya no estaba sola hasta que una voz cuya gravedad le resultó claramente familiar dijo:
– Ya veo que has hecho un nuevo amigo.
Victoria se volvió. Nathan estaba en la entrada de la biblioteca con un hombro despreocupadamente apoyado contra el marco de la puerta y cruzado de brazos. La miraba con esa expresión indescifrable tan habitual en él.
– ¿Me hablas a mí o al perro? -preguntó Victoria, sin dejar de acariciar a R.B. Sus palabras parecieron surgir ligeramente faltas de aliento… naturalmente, debido al ejercicio de sus caricias.
– A ti, aunque sin duda mi afirmación podría ser aplicable a cualquiera de los dos. -Se separó de la entrada empujándose contra el marco y caminó hacia Victoria-. Le gustas.
Victoria le lanzó una mirada picara.
– No sé de qué te sorprendes.
– Pues, de hecho, lo estoy.
– Vaya, gracias. No recuerdo haber oído un cumplido más encantador. Sinceramente.
– Pues pretendía serlo. R.B. suele ser más reservado con los desconocidos.
– ¿Quizá porque los desconocidos tienden a mostrarse reservados con él? Su tamaño resulta, cuando menos, intimidatorio, por si lo habías olvidado.
– Supongo que tienes razón. Espero que seas consciente de que, a partir de ahora, R.B. querrá que le rasques siempre que te vea. De hecho, apostaría a que podría estar así un par de semanas.
– ¿Un par de semanas? -Victoria sonrió-. ¿Y luego qué?
– Oh, luego se volvería muy desagradable y probablemente te abrumaría con húmedos lametones. -Nathan se detuvo junto al sofá y alargó la mano para acariciar el lomo de R.B.-. Te gusta tanta atención, ¿eh, chico?
R.B. soltó un ladrido.
– Eso quiere decir que sí -tradujo Nathan. Su mirada se deslizó sobre Victoria y un calor que nada tenía que ver con las enérgicas caricias que prodigaba al perro le ascendió desde el pecho-. Veo que te has cambiado de ropa. Y que te has peinado.
– Me ha parecido lo más aconsejable. De lo contrario, quizá R.B. habría estado tentado de enterrarme en el jardín. Tal como estaba, creo que el penoso estado de mis cabellos por poco le cuesta cinco años de vida a tu lacayo.
– En absoluto. Todo el mundo tiene ese aspecto después de un día ventoso en la playa.
Victoria decidió no comentar que a él el viento no parecía haberle afectado en absoluto. Al contrario, tenía un aspecto absolutamente masculino y devastadoramente atractivo. Como un alto pirata de tosca belleza, con el pelo revuelto por el aire del mar. Victoria reparó en que también él se había cambiado de ropa y que lucía una camisa limpia de lino y unos pantalones de color azul marino. Una vez más, Nathan había renunciado al pañuelo, y la mirada de Victoria fue a fijarse en su poderoso y bronceado cuello. El atuendo de Nathan estaba totalmente pasado de moda… Sin duda, en algunos círculos se lo calificaría de escandaloso. Aun así, Victoria no podía negar que le encantaba sobremanera ese tentador atisbo de su piel.
– Por cierto, tu pelo no me parecía espantoso.
La voz de Nathan la sacó abruptamente de la ensimismada contemplación de su cuello, y su mirada voló en ascendente para verle estudiando su pelo. Una oleada de calor la sobrecogió y una risa temblorosa se abrió paso entre sus labios.
– Tienes razón. Horripilante quizá sea una descripción más adecuada.
Nathan negó con la cabeza.
– No. No es esa la palabra que yo emplearía.
Victoria inspiró exageradamente.
– De acuerdo, me doy por vencida. ¿Cuál es la palabra que utilizarías?
La mirada de Nathan se encontró con la de ella.
– Exquisito.
Esa simple palabra, pronunciada con suavidad, la aturdió. Antes incluso de que pudiera pensar en una respuesta, Nathan dio a R.B. una firme caricia última y se puso en pie.
A continuación, dirigiéndose a grandes zancadas al escritorio, dijo:
– Te he preparado papel vitela, una pluma y tinta.
– Gra… gracias -respondió Victoria, manteniendo su atención en el perro mientras intentaba recuperar el aplomo que Nathan había logrado arrebatarle de un plumazo-. Y gracias también por el almuerzo que has ordenado que me sirvieran en mi habitación.
– ¿Te ha gustado el estofado?
– Estaba delicioso. Lo he engullido con vergonzoso deleite.
– No tienes por qué sentirte avergonzada conmigo, Victoria. Nunca.
Ante esas palabras pronunciadas con voz ronca la mirada de ella se elevó de pronto hasta que los ojos de ambos se encontraron.
– El mar y la brisa marina tienden a abrir el apetito -dijo él-. Personalmente, admiro a las mujeres que no temen satisfacer su apetito.
De pronto, Victoria ya no estaba tan segura de que estuvieran hablando de comida. Y, sin duda, en dos días de plazo podría ocurrírsele alguna respuesta ingeniosa. En ese momento, sin embargo, su mente se mantuvo tercamente en blanco.
– Supongo que es demasiado pedir que recuerdes todo lo que puedas del contenido de la carta, ¿verdad?
«¿Carta?» Victoria parpadeó y volvió en sí, aclarándose la garganta.
– De hecho, y dado que la estudié detalladamente, me creo capaz de reproducirla con bastante exactitud.
– Excelente. ¿Empezamos pues?
– Por supuesto.
Después de rascar por última vez a su nuevo amigo, Victoria se levantó y cruzó la biblioteca hacia el escritorio. No pudo evitar una sonrisa al ver a R.B. trotar tras sus talones.
– Nunca había visto un escritorio tan grande -dijo, pasando los dedos por la suave superficie de nogal y los accesorios de bronce pulido que adornaban el borde del mueble-. De hecho, parecen dos escritorios unidos por delante.
– Eso es, precisamente. Se llama escritorio asociado y está pensado para que dos personas trabajen mirándose. Es muy práctico para mi padre cuando repasa las cuentas con su secretario.
Nathan retiró una silla de cuero marrón. Victoria se sentó y murmuró un «gracias» mientras él le empujaba la silla hacia el escritorio, siendo en todo momento consciente de la proximidad del médico. Con una mano de Nathan en el respaldo de la silla y la otra en el brazo de cuero, Victoria se sintió rodeada por él. Volvió la cabeza con la clara intención de indicar que estaba cómodamente instalada y se encontró mirando directamente a la parte delantera de los pantalones de Nathan, que estaban a menos de medio metro de ella.
«Oh, Dios.» Clavó en ellos los ojos, transpuesta, al tiempo que su ávida mirada quedaba fascinada por las musculosas piernas y por su…
«Oh, Dios, Dios, Dios…»
El calor la invadió como si hubiera prendido fuego en su vestido, y su imaginación se desató, totalmente descontrolada. A pesar de que la Guía había descrito detalladamente lo que esos pantalones cubrían, Victoria no alcanzaba a dibujarlo del todo en su mente. Y ahí, literalmente delante de sus ojos, estaba lo que a todas luces se adivinaba como un perfecto ejemplo. Cuánto lamentó que aquellos malditos pantalones le frustraran el espectáculo…
– ¿Estás preparada, Victoria?
Ella alzó bruscamente el mentón y se encontró con Nathan que la observaba con una mirada especulativa, una mirada con la que él delataba ser plenamente consciente de que ella había estado comiéndose con los ojos su… lo que cubrían sus pantalones. Más calor, esta vez fruto de la vergüenza, se le agolpó en el rostro.
– ¿Preparada? -repitió ella, horrorizada al percibir el débil chillido al que había quedado reducido su voz.
– Para reproducir mi nota… a menos que haya alguna otra actividad a la que prefieras dedicarte.
Aunque su tono de voz era la personificación misma de la inocencia, sus ojos brillaban de tal modo que provocaron en ella un abrasador sonrojo que la cubrió hasta las suelas de los zapatos.
– Reproducir. Nota. Eso es. -Tomó la pluma como si se tratara de una cuerda de salvamento lanzada a una víctima que se estuviera ahogando y agachó la cabeza sobre el papel vitela.
Nathan dejó escapar un sonido que sonó sospechosamente parecido a una carcajada disfrazada de tos y ella apretó con firmeza los labios a fin de controlar la oleada de balbuceos nerviosos que se le acumularon en la garganta. Dios del cielo, aquello jamás funcionaría. ¿Qué diantre le ocurría? Se sentía como si se estuviera tambaleando sobre una cornisa resbaladiza, a punto de perder el equilibrio y caer al vacío. Jamás se había sentido tan falta de aplomo. Dado que no tenía el menor problema a la hora de hablar con otros caballeros, sin duda su inusual comportamiento era culpa de él. Bien, cuanto antes completara la labor que tenía ante ella, antes podría alejarse de la inquietante compañía de Nathan.
No obstante, en cuanto la idea cruzó su mente, Victoria se dio cuenta de que la mera posibilidad de separarse de su compañía no la tranquilizaba en lo más mínimo. Más bien la dejaba… desolada. Dios del cielo, había perdido el juicio. No se atrevió a dar voz a esas preocupaciones por temor a ser confinada a un manicomio.
Atisbando desde debajo de sus pestañas, vio a Nathan sentado en una silla de cuero idéntica a la suya en el lado opuesto del escritorio. Les separaban apenas un metro y medio de lustroso nogal, sin duda salvaguarda suficiente, y aun así ella seguía dolorosamente consciente de que solo tenía que estirar un poco el brazo para tocarle las manos.
Sus manos… Para una mujer que hasta entonces nunca había reparado especialmente en las manos de un hombre, se vio de pronto fascinada por las de Nathan. Grandes y de largos dedos, parecían capaces, firmes y fuertes. Victoria imaginó que debían de ser las manos perfectas para un médico. El sol les había bronceado la piel y a la vez había aclarado la fina capa de vello que las cubría, tiñéndola de un dorado leonado. Aunque no pudiera verle las palmas, sabía que mostraban las durezas propias de la labor física, cosa que no debería haberle resultado atractiva, aunque la verdad fuera bien distinta. A pesar de su tamaño y de su fuerza, Victoria sabía que las manos de Nathan podían ser tiernas… mágicamente tiernas, como bien lo había demostrado al pasarle lentamente los dedos por el pelo. Al rozarle los labios con las yemas. Y, aun así, podían también ser exigentes… excitantemente exigentes, como lo había demostrado cuando la había sujetado firmemente contra él, explorando sus curvas y…
Dios del cielo, la mente de Victoria había vuelto a enloquecer. Volviendo de nuevo a concentrar su atención en el marfileño papel vitela en blanco, sumergió la punta de la pluma en el pequeño receptáculo de tinta añil y se obligó a con centrarse en la carta que con tanto detalle había estudiado la noche anterior. El saludo se dibujó en su cabeza: «A mi gran amigo Nathan»… Y se puso entonces manos a la obra. Hizo alguna pausa ocasionalmente, cerrando los ojos para invocar la imagen de la carta cuando alguna palabra se empeñaba en eludirla. No tardó en darse cuenta de que Nathan frotaba su pluma contra su propio papel vitela.
Nathan dejó de escribir su carta al padre de Victoria para reflexionar sobre la siguiente frase. Sin embargo, cualquier palabra que pudiera habérsele ocurrido se desvaneció de su mente en cuanto dirigió la mirada hacia Victoria que, sentada al otro extremo del escritorio, tenía los ojos cerrados y fruncía el ceño. La mirada de Nathan quedó prendida en el modo en que ella se pellizcaba el labio inferior entre los dientes, y al instante recordó el hechizante contacto de esa boca carnosa la suya. Cuando la lengua de Victoria asomó para humedecerse los labios, él se sorprendió imitando el gesto, rememorando vívidamente el lujurioso sabor de ella y lamentando profundamente que aquel maldito escritorio les separara. Aun así, solo tenía que estirar el brazo para tocarle las manos, y de pronto se encontró rechinando los dientes en un esfuerzo por no hacerlo.
¿Cuándo se había sentido tan atraído por las manos de una mujer? La verdad era que nunca. Sin duda la obsesión que las de Victoria despertaban en él rozaba lo ridículo. Eran las manos blancas y delicadas de una aristócrata consentida. Pero esa piel pálida, esos finos dedos, le fascinaban, y no tuvo que buscar mucho para dar con la razón. Se debía a que sabía muy bien lo tiernas que podían ser esas manos, cuan dolorosamente temblorosas cuando ella le había tocado con gesto vacilante. Y cuan increíble era la sensación que esas manos habían provocado en él al acariciarle la piel. Y el olor a rosas que desprendían. Y cuan impacientes podían llegar a mostrarse de puro deseo, cerrándose sobre su pelo cuando Victoria volvía a pedirle que la besara.
Victoria volvió a su escritura y Nathan se sintió incapaz de hacer nada salvo mirarla, irracionalmente fascinado por la visión de esos dedos aferrados a la pluma. Cuando sus ojos vagaron por la mano de ella, reparó en una fina cicatriz apenas insinuada junto a la muñeca. Sin poder contenerse, estiró el brazo y acarició con la yema del dedo la diminuta señal. Victoria se quedó inmóvil y levantó bruscamente la cabeza. Los ojos de ambos se encontraron y una sombra rosada tiñó las mejillas de la joven. Nathan decidió que el tono de aquel rubor era de lo más apropiado para la piel de Victoria, pues ella olía exactamente a esa flor.
Volvió a recorrer la cicatriz con el dedo.
– ¿Cómo te la hiciste?
La mirada de Victoria descendió hasta el lugar donde el dedo de Nathan la acariciaba y también él bajó los ojos. La mano pálida, fina y suave de la joven contrastaba crudamente con la piel más tosca y oscura de él. Demonios, el hecho de verse tocándola le excitó hasta el extremo de tener que cambiar de posición en la silla.
– Me corté -murmuró Victoria con voz ronca.
– ¿Cómo? ¿Cuándo? -preguntó él, acariciándola despacio.
– Tenía… tenía doce años -respondió ella, y Nathan decidió entonces que le encantaba el modo suspirado de su respuesta-. Estaba cavando en el barro y desenterré una piedra afilada que me cortó la mano.
– ¿Cavando en el barro? ¿Así que te gusta la jardinería?
– Sí, pero no estaba plantando nada cuando me hice esta herida.
– ¿Qué estabas haciendo? ¿Buscando un tesoro enterrado?
– No. Estaba haciendo un pastel de barro.
Nathan apartó la mirada de las manos de ambos para mirarla a los ojos.
– ¿Un pastel de barro?
– Sí.
– ¿Por pastel de barro debo entender un pastel hecho de barro?
– Difícilmente podría ser un pastel de manzana y miel.
– ¿Y qué podía saber la hija de un barón sobre pasteles de barro?
Victoria levantó el mentón.
– De hecho, mucho, puesto que solía hacerlos con frecuencia. El barro de los jardines inferiores de Wexhall Manor era muy superior al de los jardines superiores. Sin embargo, la tierra que estaba junto al estanque era la mejor.
Nathan meneó la cabeza.
– No puedo imaginarte jugando en el barro y… ensuciándote. ¿Por qué lo hacías?
Victoria vaciló un instante.
– Me encantaban los pasteles que preparaba nuestra cocinera y quería aprender a hornearlos -dijo-. Pero mamá me prohibió entrar en las cocinas. Así que no me quedaba otro remedio que fingir.
– ¿No te permitían entrar en las cocinas pero sí jugar con el barro?
– No. A mamá le habría dado un vahído si se hubiera enterado. De hecho, el día que me hice el corte que me dejó esta cicatriz, se enteró. Después de que me vendaran adecuadamente, mamá me dio un interminable sermón sobre el correcto decoro que corresponde a las jóvenes damas… parte del cual es que nunca, nunca, preparan pasteles de barro.
– ¿Y volviste a hacer alguno?
Los labios de Victoria se contrajeron y una sombra traviesa afloró en sus ojos.
– Hum… No estoy segura de que me convenga responder a esa pregunta.
– ¿Por qué?
– Porque quizá te escandalice. Además, odiaría echar por tierra la elevada opinión que tienes de mí como la joven y delicada flor de invernadero e hija de barón que jamás se dignaría a ensuciarse las manos con el barro.
– Después de las cosas que he visto en mi profesión, te aseguro que ya nada puede escandalizarme. Y puesto que ya has logrado imprimir algunos cambios en el concepto que tengo de ti, en nada te perjudicará imprimir uno más.
– Muy bien. Sí. Preparé más pasteles de barro. Muchos más. Mamá nunca se enteró, y esas horas en las que fingí ser la mejor pastelera de toda Inglaterra fueron las más felices de mi infancia.
La imagen de Victoria preparando sus delicias culinarias de barro se dibujó en la mente de Nathan, provocando una cálida sensación a la que no supo dar nombre.
– ¿Y aprendiste a preparar un pastel de verdad?
Victoria soltó una risilla.
– No. No era más que un estúpido anhelo de infancia.
Nathan la observó con atención durante unos segundos.
– Justo cuando creo haber adivinado la clase de persona que eres -dijo-, descubro algo nuevo sobre ti, como por ejemplo tu afición a los pasteles de barro, que… -Hizo una pausa y pensó: «Me encanta. Me hechiza y me seduce. Me intriga y me fascina». Pero solo dijo-: Me sorprende.
– Lo mismo podría decir yo de ti… salvo por los pasteles de barro, naturalmente. A menos que también a ti te gustaran.
– Me temo que no. Y no es que no disfrutara ensuciándome en cuanto tenía ocasión, pero al criarme junto al mar, lo mío fueron siempre los castillos de arena.
El interés asomó a los ojos de Victoria.
– ¿Castillos de arena? ¿La clase de castillos en los que vivirían las princesas?
– Santo Dios, no. La clase de castillo en la que moraban los valientes guerreros mientras se preparaban para la batalla. -Miró al techo con un gesto de exagerada exasperación masculina-. Princesas… Que el cielo nos asista.
– Bueno, pues si yo construyera un castillo de arena -dijo Victoria con un altanero sorbido-, sería para una princesa.
Nathan no pudo reprimir una sonrisa.
– No me sorprende, teniendo en cuenta lo niña que en ocasiones llegas a ser.
– Supongo que eso es algo que no puedo evitar, pues, a pesar de que tu gran poder de observación parece no haber reparado en ello, soy una niña. -Meneó la cabeza y chasqueó la lengua-. Para ser un espía, resultas sorprendentemente poco observador.
Victoria bajó la mirada y Nathan fijó la suya en las manos de ella. Su dedo seguía acariciando suavemente la leve cicatriz. En ese instante no había nada que deseara más que levantar la mano de Victoria y acercar esa pequeña marca a sus labios. Algo realmente extraño le ocurrió a la zona alrededor de su corazón, una débil sensación que le llevó a pensar que quizá las amarras que lo sujetaban en el interior del pecho se hubieran desplazado. Maldición, naturalmente que se había dado cuenta de que Victoria era una niña. En el preciso instante en que, tres años antes, había puesto sus ojos en ella. Pero había pasado el tiempo y ella había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Una hermosa y deseable mujer. Y todas y cada una de las terminaciones nerviosas y células de su cuerpo eran dolorosa y estridentemente conscientes de ello.
Victoria se aclaró la garganta y retiró suavemente su mano de la de Nathan para sumergir la punta de la pluma en la tinta.
– Dices que deseas que te escriba una réplica de tu carta, doctor Oliver, y aun así no haces sino distraer mi atención. Será mejor que vuelva a la tarea que me ocupa. -Inclinó la cabeza sobre el papel vitela.
¿Que él la había distraído? Demonios, pero si era ella la única fuente de distracción.
– Nathan -dijo él entonces con un leve tono de irritación en la voz.
Ella alzó la mirada, aunque solo levantó los ojos.
– ¿Cómo dices?
– Me has llamado doctor Oliver. Prefiero que me llames simplemente Nathan.
Ella asintió.
– Muy bien. ¿Y ahora puedo volver a la tarea que me has impuesto?
Sí -respondió él, presa de un inexplicable fastidio.
Victoria se aplicó a su tarea escrita, y Nathan se obligó a hacer lo propio y a fingir que no sabía que ella estaba lo bastante cerca para que pudiera tocarla.