Capítulo 4

La mujer moderna actual debe rebelarse contra la noción de que una dama está obligada a ocultar su inteligencia a los hombres. Debe, asimismo, dar la bienvenida al conocimiento y luchar por aprender algo nuevo cada día; disfrutar de su inteligencia y no mantenerla en el secreto. Solo un hombre estúpido desearía a una mujer estúpida.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Nathan estaba sentado a la mesa de caoba del comedor sintiéndose casi como el hijo pródigo. De hecho, se sentía exactamente como el experimento científico del hijo pródigo que moraba bajo un microscopio con cinco pares de pupilas fijas en él. Cada vez que miraba a alguien, descubría sobre él la mirada del comensal en cuestión. Y mientras tanto tenía que seguir atado como un ganso cebado en el formal atuendo que exigía la cena que tenía lugar en el comedor. En cuanto la comida tocara a su fin, pensaba arrancarse el agobiante pañuelo del cuello y echar al fuego de la chimenea el maldito cuello de la camisa. Aunque, naturalmente, primero tendría que soportar esa interminable e inoportuna cena.

Un lacayo le llenó la copa de vino y él tomó un agradecido sorbo, apenas conteniendo las ganas de beberse la copa entera en una sucesión de largos sorbos. Se atrevió a echar una mirada a su alrededor y notó aliviado que, por vez primera desde que había tomado asiento, había dejado de ser blanco de todas las miradas. Lady Delia, que estaba sentada a su derecha, se hallaba sumida en una animada discusión con su padre, que a su vez ocupaba la silla colocada a la derecha de la dama, a la cabecera de la mesa.

La mirada de Nathan se posó en el trío sentado delante de él: Colin, lady Victoria y Gordon Remming, quien había heredado su título desde la última vez que Nathan le había visto en el curso de aquella fatídica noche, tres años antes, y que se había convertido en el barón de Alwyck. La cabeza de resplandecientes cabellos dorados de Gordon estaba inclinada muy próxima a lady Victoria, como si la joven estuviera mostrando alguna perla de sabiduría que Gordon no soportara perderse. Lady Victoria, sentada entre Gordon y Colin, parecía estar disfrutando inmensamente, sonriendo, charlando y riendo. Sin duda gracias a que ambos hombres la colmaban de cumplidos y atenciones. Maldición, cualquiera diría que ninguno de los dos había visto en su vida a una mujer atractiva. Y todo eso por la mujer de la que supuestamente él debía cuidar. Bien, en cuanto hubiera cumplido con el compromiso adquirido con el padre de la muchacha, Colin y Gordon podían muy bien quedarse con ella.

La mirada de Nathan se fijó entonces en Gordon, y la culpa y el arrepentimiento que tanto se había empeñado en enterrar fueron catapultados a la superficie. A pesar de que el saludo que Gordon le había dispensado había sido reservado, cuando Nathan le había tendido la mano, Gordon había aceptado el gesto, sí bien tras una breve vacilación. Y aunque Nathan leyó con claridad la sospecha que aún asomaba a los ojos de su amigo, lo cierto es que no había esperado menos.

– He visto el corral que has construido -dijo su padre, desviando su atención del trío que seguía riéndose al otro lado de la mesa-. Una obra francamente impresionante.

– Gracias -respondió Nathan, sorprendido y complacido por el halago.

– Ni que decir tiene que no necesitarías ensuciarte las manos de ese modo si te pagaran adecuadamente por tus servicios.

Nathan se limitó a hacer caso omiso de la indirecta que acompañaba el cumplido de su padre.

– Me encanta trabajar con las manos. Me mantiene los dedos ágiles.

– No creo que aguanten ágiles mucho tiempo si te los aplastas con un martillo -dijo su padre-, o si una de esas bestias te muerde.

– ¿Un corral? -canturreó lady Delia con los ojos iluminados por la curiosidad-. ¿Bestias?

– Desde que me instalé en Little Longstone, he ido acumulando una pequeña colección de animales -explicó Nathan. La conversación que tenía lugar en el otro extremo de la mesa cesó y de nuevo Nathan volvió a sentir el peso de todas las miradas. Sobre todo fue especialmente consciente de la de unos vividos ojos azules.

– ¿Gatos y perros? -preguntó lady Delia.

– Más bien cerdos y gallinas, aunque tengo también un perro…

– Del tamaño de un poni -interrumpió Colin.

– Y un gato…

– Un cachorro al que ya hemos tenido que rescatar de un árbol -añadió Colin-. Por no mencionar una vaca, una oveja y un par de patos. No estoy seguro de cuántas ocas hay, y tiene también una incorregible cabra aficionada a comer botones. La mayoría de ellos tienen nombres de flores. Son ruidosos, malolientes, y sienten especial predilección por perseguir a la gente por el jardín… cuando no se dedican a comerse nuestros botones o a mutilar los parterres de flores… y Nathan los adora como si fueran sus propios hijos.

– Gracias por tu edificante descripción… tío Colin.

Colin negó con la cabeza.

– Me niego a ser el tío de esa cabra atroz.

– Petunia te tiene mucho cariño.

Colin saludó el comentario con una mirada glacial.

– Se me comió un botón. Y también mi correspondencia personal.

– Eso es solo porque te quiere -dijo Nathan muy seño-. Y no te he oído quejarte esta mañana cuando te has dado un buen festín a base de los huevos cortesía de Narciso, Tulipán y Ginebra.

Colin arqueó una ceja.

– ¿Ginebra? ¿Debo suponer que tienes también un gallo llamado Lancelot?

– No, pero me parece una excelente sugerencia que pienso seguir en cuanto vuelva a Little Longstone y así aumentar mi rebaño. Tres gallinas producirán una media de dos huevos diarios. Eso significa que para obtener seis huevos al día, necesitaría…

– Dieciocho gallinas -dijo lady Victoria. Todos se volvieron a mirarla pero ella, que pareció totalmente ajena a sus miradas de sorpresa, siguió con los ojos fijos en Nathan-. Deben de gustarle mucho los huevos, doctor Oliver.

¿Era sarcasmo lo que adornaba su voz? Nathan le devolvió una mirada igualmente firme.

– Lo cierto es que sí, aunque ni siquiera yo podría soñar con consumir la cantidad de huevos que produciría en un año.

Lady Victoria parpadeó dos veces y dijo:

– Cuatro mil trescientos ochenta.

Todos se rieron entre dientes ante el ingenio del que había hecho gala Victoria lanzando una cifra al azar… todos salvo tía Delia, quien, como Nathan no tardó en ver por el rabillo del ojo, asentía con gesto aprobador. Hizo un rápido cálculo y cuál fue su sorpresa cuando se dio cuenta de que lady Victoria había acertado en su cálculo.

– Al ritmo en que Nathan colecciona animales, lo más probable es que reúna todas esas gallinas antes de que termine el año -dijo Colin, negando con la cabeza.

– ¿Y para qué podría usted querer tantos huevos, doctor Oliver? -preguntó lady Victoria.

– Sin duda, para tirarlos desde la ventana a inocentes transeúntes -intervino secamente Colin-. Yo mismo fui víctima suya en un par de ocasiones cuando éramos unos chiquillos.

– Qué excelente noticia -dijo Gordon, sonriente.

– Todavía…

– Vaya… -Gordon chasqueó los dedos-. La noticia no resulta tan excelente. Díganos, pues, ¿quién es el afortunado caballero con el que no está usted comprometida… todavía?

– Lord Branripple o lord Dravensby.

La ceja de Nathan se arqueó.

– Dios mío. ¿Branripple y Dravensby? Pero ¿siguen vivos?

Lady Victoria le lanzó una mirada asesina.

– Debe de referirse usted a sus padres, pues creo que lord Branripple es de hecho un año menor que usted, doctor Oliver. Y lord Dravensby solo unos años mayor.

– Ah. De modo que ambos le han expresado su interés por usted, ¿me equivoco?

– Ambos se han dirigido a mi padre al respecto, sí.

– Bien, por muy dignos que puedan ser ambos caballeros, puesto que no está usted prometida -dijo Gordon- debería considerar que hay aquí mismo, en Cornwall, nobles perfectamente elegibles.

Nathan apenas logró reprimir las ganas de poner los ojos en blanco. Maldición, Gordon podría muy bien haber dicho: «Hay nobles perfectamente elegibles aquí mismo, en Cornwall; aquí mismo, en esta habitación, sentados a su lado». Un favorecedor acaloramiento tiñó de color las mejillas de lady Victoria, y Nathan decidió que sabía precisamente cómo se sentía un gato cuando se le acariciaba de forma equivocada. Justo después de que le hubieran metido en una bañera llena de agua.

– Sí -añadió Colin, con un inconfundible destello en la mirada-, hay aquí mismo, en Cornwall, hombres perfectamente elegibles.

Diantre. Sin duda tanto Gordon como Colin debían de haber caído presas del hechizo que lady Victoria había pergeñado. Menudos idiotas… Aunque sin duda no le resultaría difícil endosarles a lady Victoria. Lo cierto es que la idea debería haberle complacido inmensamente. En cambio, al pensarlo se vio embargado por una inquietante sensación parecida a un calambre. De pronto se dio cuenta por segunda vez en lo que iba de día de que un hombre debía tener cuidado con lo que deseaba porque sus deseos podían cumplirse.

Cogió su copa, centró toda su atención en el suave clarete y apartó con firmeza a un lado la imagen inexplicablemente irritante de Colin y de Gordon pugnando por la atención de lady Victoria. La invitada estaba en posesión de una información que él necesitaba. Había llegado el momento de recuperarla y determinar así qué era exactamente aquello con lo que lidiaba… obviando, claro está, a la irritante flor de invernadero que estaba supuestamente en peligro.


Cuando la cena tocó a su fin, los presentes pasaron al salón para jugar a las cartas y disfrutar de los licores. Tras asegurarse de que todos estaban confortablemente instalados y ocupados, Nathan alegó una jaqueca y se retiró. Cierto es que le dolía la cabeza después de haber visto a Gordon y a Colin disputarse el favor de lady Victoria… y de haber sido testigo de la coqueta respuesta que la joven había dispensado a ambos. Avanzó por el pasillo profusamente alfombrado, pasó por delante de su habitación y la rebasó apresuradamente. Cuando estuvo delante del dormitorio de lady Victoria, pegó la oreja a la puerta. Satisfecho al comprobar el silencio que certificaba que la criada de la joven no estaba en el interior, entró oh la habitación. Tras cerrar la puerta silenciosamente, apoyó la espalda contra el panel de roble y dejó vagar la mirada por la estancia. La señora Henshaw había dado a lady Victoria la habitación azul de invitados que siempre había sido la favorita de Nathan, pues el color le recordaba el mar, sobre todo durante el verano, cuando el pálido aguamarina de los bajíos junto a la playa adquiría una tonalidad casi añil junto al horizonte.

A pesar de haber llegado a la casa hacía solo unas horas, lady Victoria había ya dado clara prueba de su presencia en la espaciosa estancia. Una media docena de libros estaban amontonados sobre la mesita de noche. Había un ornamentado joyero encima del tocador de caoba junto a un lustroso cepillo de plata y un delicado vial de cristal, sin duda lleno de perfume. Nathan inspiró hondo ante el recuerdo de la fragancia de la joven, un aroma tentador y esquivo que impregnaba todavía el aire y bastó para invocar una vivida imagen de ella en su mente. Rosas. Lady Victoria olía a rosas, aunque el suyo era el más sutil y delicado de los aromas, como si en vez de aplicarse el perfume se hubiera limitado a frotar los aterciopelados pétalos de la flor sobre su suave piel.

La mirada del doctor Oliver quedó fascinada al reparar en los enseres femeninos que tenía ante sí y, como sumido en un trance, cruzó la alfombra Axminster hacia el tocador. Incapaz de reprimirse, levantó con sumo cuidado el cepillo y despacio, muy despacio, pasó la yema del pulgar por las púas.

Varios largos oscuros cabellos de Victoria seguían enredados entre las ásperas púas, y Nathan fijó en ellos la mirada, recordando al instante la sensación de tener esos lustrosos bucles deslizándose entre sus dedos mientras su boca exploraba la de ella.

Tras volver a dejar el cepillo en su sitio, levantó despacio el vial de cristal. En cuanto retiró el tapón, la delicada esencia de lady Victoria le colmó los sentidos. Un gemido trepó por su garganta y cerró con fuerza los ojos, aunque resultó una débil defensa contra el intenso recuerdo que le embargó: volvió a deslizar sus labios sobre la suave piel satinada de Victoria, aspirando ese sutil aroma únicamente detectable cuando la distancia que les separaba era de apenas unos centímetros. Desde aquella noche vivida tres años atrás, cada vez que olía a rosas pensaba de inmediato en ella. Cada maldita y condenada vez. Para su mayor fastidio, no tardó en descubrir que aparentemente Inglaterra entera estaba infestada de rosas.

Cuando volvió a aspirar una vez más el aroma del vial, no logró reprimir el gemido. Lujuriosas curvas pegándose a él… los frágiles dedos de lady Victoria deslizándose entre sus cabellos hasta la nuca… su sabor delicioso y seductor contra su lengua…

Tras mascullar una obscenidad a la que en raras ocasiones permitía salir de sus labios, Nathan abrió de pronto los ojos y volvió a colocar el tapón en el vial. Dejó el frasco encima del tocador como si se hubiera quemado con él y rápidamente utilizó su pañuelo para desprenderse de cualquier vestigio de fragancia que pudiera haber quedado impregnada en él como lo estaban el recuerdo de ella y de su beso.

Lanzó una mirada ceñuda al ofensivo vial y, tras volver a guardarse el pañuelo, regresó resueltamente hacia el armario dispuesto a empezar a buscar la nota que, por lo que lord Wexhall le había escrito, debía de estar oculta en el equipaje de lady Victoria. Aunque reparó en los dos baúles dispuestos en un rincón, no cambió de rumbo. Wexhall había indicado en la carta codificada que utilizaría la maleta de lady Victoria para ocultar su nota.

Al pasar junto a la mesita de noche, Nathan se detuvo a mirar los libros, incapaz de resistirse a la tentación de descubrir la clase de material de lectura que prefería lady Victoria. Cogió los dos ejemplares que estaban encima del montón y leyó por encima los títulos. Carta a las mujeres de Inglaterra sobre la injusticia de la subordinación mental, de Mary Robinson, y Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Arqueó las cejas. Aparte de las extenuantes novelas de la señora Radcliffe, poco era lo que había esperado encontrar. Al parecer, lady Victoria albergaba ciertas tendencias intelectualoides. Cogió los tres libros restantes y vio, sonriendo para sus adentros, que dos de ellos eran en efecto novelas de la señora Radcliffe, y que el tercero era La fierecilla domada de Shakespeare. Arrugó los labios. Qué propio.

Dejó los libros en su sitio, intrigado a pesar de todo por los eclécticos gustos de lady Victoria en cuanto a su material de lectura. Había supuesto que la joven no era capaz de pensar en nada más profundo que en el vestido que se pondría para su siguiente compromiso social. Apartando la idea de su cabeza, cruzó la estancia hacia el armario.

Asió con firmeza las manillas de bronce del armario y abrió las puertas de roble de un tirón. Al instante, sus sentidos quedaron atrapados por la delicada esencia a rosas que desprendía el vestuario de Victoria. Apretó los dientes, se dijo con voz firme que detestaba las rosas y se arrodilló. Apartó a un lado el colorido surtido de vestidos. En el rincón posterior izquierdo vislumbró una maleta. Tiró de la bolsa de viaje con paneles laterales de suave piel y la abrió sin dilación, escudriñando el borde superior. Al instante vio el punto en que unas torpes puntadas habían reparado el relleno y sus cejas se unieron en un ceño inmediato. Wexhall debía de estar perdiendo facultades, a la vista del trabajo tan chapucero que había dejado tras él. Sin molestarse en actuar con cuidado, pues un desgarrón siempre podía explicarse con facilidad, Nathan arrancó el rellano de satén marrón y metió la mano por la abertura. El detallado examen del hueco abierto en el cuero de la maleta resultó del todo infructuoso.

Maldición, ¿dónde estaba la maldita nota? Volvió a palpar el hueco, pero no encontró nada. Sacó la mano, frustrado, y la introdujo en el interior de la maleta. Sus dedos encontraron lo que, a juzgar por el tacto, debía de ser un libro, y rápidamente lo sacó de la maleta. Inclinando el delgado volumen hacia la luz que proyectaba el fuego que ardía en la chimenea, leyó el título: Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, de Charles Brightmore.

Sus cejas volvieron a arquearse. Incluso viviendo en la pequeña y recluida aldea de Little Longstone, estaba al corriente del escándalo que ese explícito tratado sobre el comportamiento femenino estaba provocando. Le resultó fascinante descubrir un libro como aquel oculto en el equipaje de lady Victoria. Fascinante y excitante.

Hojeó el ejemplar para asegurarse de que la nota de lord Wexhall no estuviera insertada entre sus páginas, y no le sorprendió descubrir que no era así. Volvió a hojear el libro y se detuvo cuando su mirada tropezó con la expresión «hacer el amor». Abrió el libro por la página y leyó con atención el párrafo.


La mujer moderna actual ha de ser consciente de que hacer el amor no es algo que deban disfrutar solo los hombres y que las mujeres simplemente hayan de soportar. Debe ser una participante activa. Decirle a su compañero cuáles son sus deseos. Lo que le gusta. No dudar de que él estará encantado de complacerla. Y no temer tocarle… sobre todo del modo en que a ella le gustaría que la tocaran. Y el mejor modo de determinar cómo nos gusta que nos toquen es tocarnos para descubrir lo que nos resulta placentero. De obrar así, la mujer moderna actual sin duda diría a su caballero lo que había aprendido. O mejor aún, se lo mostraría.


Una oleada de calor devoró a Nathan, y, antes de poder controlar su desbocada imaginación, su mente se colmó de una fantasía erótica en la que aparecía Victoria desnuda, de pie delante de un espejo y acariciando despacio su esbelto cuerpo. Sin dejar de observar su reflejo en el cristal del espejo, él se acercaba a ella por detrás, deslizaba las manos por su cintura y ascendía hasta cerrarlas sobre la plenitud de sus senos. Victoria entornaba los párpados y posaba las manos sobre las de él. Apoyándose entonces contra Nathan, susurraba: «Deja que te muestre lo que me gusta…».

Maldición. Por mucho que sacudió la cabeza para deshacerse del hechizo de semejante espejismo, sus efectos no desaparecieron. Le dolía el cuerpo entero y sentía como si alguien hubiera prendido fuego a sus pantalones. Con una exclamación de fastidio, se arrancó el pañuelo, que parecía estar estrangulándole. Sin embargo, eso no era más que una ligera incomodidad en comparación con el estrangulamiento que tenía lugar en sus pantalones. Volvió a meter el libro en la maleta, negándose a admitir que Victoria hubiera leído semejantes palabras. Negándose a preguntarse qué efecto habrían tenido sobre ella. No importaba. Lo único que importaba era encontrar la condenada nota de Wexhall… y, puesto que no estaba en esa maleta, debía de haber alguna otra maleta. De nuevo apartó a un lado los metros de tela que conformaban los vestidos de la joven y buscó en los rincones más recónditos del armario. Tenía que estar ahí…

– No veo el momento de que me explique qué hace usted registrando mi equipaje, doctor Oliver.

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