A Ayelet


Que piensen lo que quieran, pero no pretendía ahogarme. Pretendía nadar hasta que me hundiera, que no es lo mismo.

JOSEPH CONRAD


El autor manifiesta su gratitud

a Mary Evans y Douglas Stumpf,

Tigris y Éufrates de este pequeño imperio.


El primer escritor auténtico al que conocí personalmente fue un cuentista que firmó todas sus obras con el seudónimo de August Van Zorn. Vivía en la habitación del último piso de la torre del Hotel McClelland, propiedad de mi abuela, y enseñaba literatura inglesa en Coxley, una modesta universidad en la otra orilla del insignificante río Pensilvania que divide en dos nuestra ciudad. Su verdadero nombre era Albert Vetch, y creo que era especialista en Blake; recuerdo que en su habitación, sobre el descolorido papel de pared aterciopelado, destacaba una reproducción enmarcada de una de las imágenes de Jehová del genial visionario inglés colgada encima de un perchero de madera que había pertenecido a mi padre. La mujer del señor Vetch estaba internada en un sanatorio cerca de Erie desde la muerte de sus dos hijos adolescentes en una explosión ocurrida en su jardín trasero varios años atrás, y siempre tuve la impresión de que él escribía, en parte, a fin de ganar el dinero necesario para mantenerla allí. Escribió cientos de relatos de terror, muchos de los cuales aparecieron en revistas de la época como Weird Tales, Strange Stories, Black Tower y otras por el estilo. Eran cuentos macabros, a la manera de Lovecraft, [1] ambientados en pequeñas y tranquilas ciudades de Pensilvania que, para su desgracia, habían sido fundadas en parajes donde los indios iroqueses practicaron sus torturas rituales o en tiempos remotos dejaron su huella dioses alienígenas sedientos de sangre. Pero estaban escritos con una prosa seca, concisa y, en ocasiones, casi humorística, cuyos ecos descubrí más tarde en las narraciones de John Collier. [2] Escribía de noche, con estilográfica, sentado en una mecedora de madera, con una pesada manta de lana a rayas sobre el regazo y una botella de bourbon encima de la mesa. Cuando estaba inspirado y escribía con fluidez, los chirridos del incesante vaivén de aquella mecedora llegaban hasta el último rincón del adormecido hotel mientras sometía a sus héroes a la horripilante suerte a que los condenaba su fascinación por lo monstruoso y lo inhumano.

Sin embargo, cuando, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mercado de las publicaciones de terror baratas empezó a declinar, los sobres blancos de papel verjurado con fabulosas direcciones de Nueva York dejaron de aparecer regularmente en la bandeja de porcelana irlandesa que había sobre el piano de mi abuela, y al final desaparecieron por completo. Sé que August Van Zorn trató de adaptarse a los nuevos tiempos: cambió la localización de sus relatos, optando por las urbanizaciones residenciales que rodean a las grandes ciudades, y potenció el humor, para tratar de vender, sin éxito, sus nuevas narraciones, más moderadas y con un toque de ironía, al Collier's y al Saturday Evening Post. Entonces, cuando yo tenía catorce años, una edad a la que podía empezar a apreciar el trabajo del hombre insignificante, afable y modesto que había vivido bajo el mismo techo que mi abuela y yo durante los últimos doce años, un lunes por la mañana Honoria Vetch se lanzó a la rápida corriente del riachuelo que pasaba junto al sanatorio, atravesaba la ciudad y desembocaba en las amarillentas aguas del Allegheny. Su cuerpo jamás fue encontrado. Al domingo siguiente, al volver de la iglesia, mi abuela me pidió que le subiese la comida al señor Vetch. En circunstancias normales se la hubiera llevado ella misma -siempre decía que era imposible que, estando juntos, el señor Vetch y yo resistiésemos la tentación de hacernos perder el tiempo mutuamente-, pero estaba enfadada con él porque de todos los ociosos domingos de su vida había elegido precisamente aquél para no acudir a la iglesia. Así que mi abuela quitó la corteza del pan de un par de emparedados de pollo y los colocó en una bandeja junto con un salero, un melocotón y una biblia, y subí por las escaleras hasta la habitación de nuestro huésped, al que hallé sentado en su mecedora, que todavía se balanceaba lentamente, con un pequeño agujero de rebordes ennegrecidos en la sien derecha. A pesar de su gusto por la literatura de casquería, y a diferencia de mi padre, que, según tengo entendido, dejó todo hecho un asco, Albert Vetch acabó sus días limpiamente, vertiendo una cantidad mínima de sangre.

Considero a Albert Vetch el primer escritor auténtico al que conocí no porque durante un tiempo lograse vender sus relatos a diversas revistas, sino porque fue el primero aquejado del mal de la medianoche, el primero que permanecía pegado a su mecedora y su fiel botella de bourbon, el primero con la mirada perdida en lontananza, marcada por el insomnio incluso a pleno día. De hecho, ahora que lo pienso, fue el primer escritor, auténtico o no, que se cruzó en mi camino, en una vida que, en conjunto, ha estado un tanto excesivamente cargada de encuentros con representantes de ese gremio quisquilloso y excéntrico. Instauró un modelo con arreglo al cual, en tanto que escritor, he vivido desde entonces. Tan sólo espero que la existencia que atribuyo al señor Vetch no sea fruto de mi invención.

La vida y los relatos de August Van Zorn me rondaban la cabeza aquel viernes, mientras me dirigía al aeropuerto para recoger a Terry Crabtree. Me resultaba imposible pensar en él sin recordar aquellos relatos fantásticos, ya que nuestra larga amistad había comenzado, por así decirlo, gracias a la oscura existencia de August Van Zorn, gracias al completo y miserable fracaso que había contribuido a destrozar el alma de un hombre a quien mi abuela solía comparar con un paraguas roto. E incluso, al cabo de veinte años, nuestra amistad había acabado pareciéndose a una de las pequeñas ciudades de los relatos de Van Zorn: era una estructura que había terminado por sustentarse, sin que hubiéramos sido conscientes de ello, sobre una delgadísima membrana de realidad bajo la cual yacía una enorme y adormecida Cosa con un amarillento ojo que empezaba a entreabrir y con el que nos observaba escrutadoramente. Tres meses atrás, Crabtree había sido invitado a participar en el festival literario de aquel año -yo me las arreglé para que así fuera-, y durante todo ese tiempo, a pesar de que dejó numerosos mensajes para mí, sólo hablé con él en una ocasión, durante cinco minutos, una tarde de febrero, cuando volví a casa, ya bastante entonado, de una fiesta en casa de la rectora, para ponerme una corbata y reunirme con mi mujer en otra fiesta que daba su jefe en el Shadyside. Mientras hablaba con Crabtree me fumaba un porro y agarraba el auricular como si fuese una correa de sujeción y yo estuviese en el centro de un interminablemente largo túnel aerodinámico en el que el viento silbara e hiciera que mi cabello revoloteara alrededor de mi rostro y mi corbata ondeara a mi espalda. A pesar de que tuve la vaga impresión de que mi viejo amigo me hablaba con un tono que combinaba la irritación y la reconvención, sus palabras pasaron volando junto a mí, como virutas para embalaje, y las saludé con la mano mientras se alejaban. Aquel viernes fue una de las pocas ocasiones desde que éramos amigos en que no me entusiasmaba la idea de volver a verlo; incluso diría que esa perspectiva más bien me horrorizaba.

Recuerdo que aquella tarde les dije a los alumnos de mi curso que se marchasen a casa más temprano, con el pretexto de la celebración del festival literario. Al salir del aula todos miraron al pobre James Leer. Recogí las fotocopias anotadas y subrayadas de su último y estrambótico relato, así como las críticas mecanografiadas de los demás alumnos, guardé todo en la cartera, me puse la chaqueta y, al volverme para salir, vi que el chico seguía sentado al fondo del aula, en el centro del círculo de sillas vacías. Sabía que habría debido decirle algo para consolarlo -sus compañeros habían sido tremendamente duros con él, y parecía deseoso de escuchar algún comentario mío-, pero tenía el tiempo justo para llegar al aeropuerto y me cabreaba que se comportara siempre de aquel modo para despertar compasión, así que me limité a decirle adiós y salí.

– Apague la luz, por favor -me pidió con voz mortecina y vacilante.

Era consciente de que no debía hacerlo, pero, aun así, lo hice; ahí tienen una buena razón para que dejara mandado que esculpieran en mi lápida sepulcral unas palabras pidiendo perdón, o una de ellas, tal vez, porque mi tumba va a necesitar todo un monumento con frases de arrepentimiento grabadas en los cuatro costados con letra pequeña y muy apretada. Dejé a James Leer allí, sentado a solas en la oscuridad, y me planté en el aeropuerto casi con treinta minutos de antelación respecto de la hora a que tenía prevista su llegada el vuelo de Crabtree, lo cual me permitió quedarme un rato sentado en el coche, en el aparcamiento del aeropuerto, filmándome un canuto y escuchando a Ahmad Jamal; [3] y no voy a pretender que no hubiese estado planeando esa idílica media hora desde el momento en que les dije a mis alumnos que se fueran. A lo largo de los años he ido renunciando a muchos vicios, entre ellos el whisky, el tabaco y las diversas drogas que te liberan de las leyes de Newton, pero la marihuana y yo hemos seguido siendo compañeros inseparables. Aquel día tenía una bolsita de cierre hermético con treinta gramos de fragante hierba procedente del condado de Humboldt, California, en la guantera del coche.

Crabtree bajó del avión con un pequeño maletín de lona y una bolsa portatrajes colgada del brazo; una persona alta y atractiva caminaba junto a él. Esa persona lucía una larga melena, negra y rizada, un imponente abrigo rojo encima de un vestido negro y zapatos, también negros, con tacón de aguja de diez centímetros, y se reía, evidentemente encantada, de algo que Crabtree le susurraba sin apenas mover los labios. La verdad es que, a primera vista, me pareció que dicha persona no era una mujer, aunque no acababa de estar seguro.

– ¡Tripp! -exclamó Crabtree mientras se acercaba tendiéndome la mano libre. Me dio un abrazo y yo lo apreté contra mí durante un par de segundos, tratando de determinar por la firmeza de su caja torácica si todavía me apreciaba-. Me alegro de verte. ¿Qué tal estás?

Lo solté y di un paso atrás. Llevaba dibujada en la cara su típica mueca de desdén, y su mirada era penetrante y severa, pero no parecía enojado conmigo. Con la edad había ido dejándose el pelo más largo, pero no para compensar una incipiente calvicie, como hacen algunos cuarentones coquetos, sino como manifestación de una vanidad más pura e incontestable: tenía una hermosa cabellera, espesa y castaña, que caía como un tupido cortinaje sobre sus hombros. Llevaba una gabardina de un discreto tono oliváceo y corte impecable sobre un elegante traje italiano en seda verdoso metálico, mocasines de cuero trenzado sin calcetines y unas gafas redondas, de escolar, que no le había visto nunca.

– Tienes un aspecto magnífico -dije.

– Grady Tripp, te presento a la señorita Antonia… ¡Ejem! La señorita Antonia…

– Sloviak -añadió la aludida, con una típica voz de mujer guapa-. Encantada de conocerle.

– Resulta que vive a dos pasos de mi casa, en Hudson -dijo Crabtree.

– ¡Hola! -saludé-. Es mi calle favorita en Nueva York. -Traté de estudiar discretamente la arquitectura del cuello de la señorita Sloviak, pero llevaba anudado un vistoso pañuelo estampado. Supuse que eso, hasta cierto punto, podía ser una pista-. ¿Traéis equipaje?

Crabtree se quedó el maletín de lona y me tendió la bolsa portatrajes, que resultó ser sorprendentemente ligera.

– ¿Esto es todo?

– Esto es todo -respondió-. ¿Podemos acompañar a la señorita Sloviak?

– No creo que haya inconveniente -dije con una ligera punzada de recelo, ya que empezaba a entrever la tarde que nos esperaba. Conocía demasiado bien la expresión de los ojos de Crabtree. Me estaba mirando como si fuese una criatura modelada por su cerebro y sus manos y estuviese a punto de pulsar el botón que haría que saliese corriendo espasmódicamente a campo traviesa, para llevar la desolación a las alquerías y despojar de su virginidad a las doncellas campesinas. Crabtree tenía muchas ideas de este estilo en el magín, y si caían en sus manos los medios para provocar algún lío, los utilizaría sin piedad aquella misma noche. Si la señorita Sloviak no era un travesti, sin duda Crabtree encontraría la manera de convertirla en uno-. ¿En qué hotel se aloja?

– Oh, vivo aquí -respondió la señorita Sloviak, y apareció en su rostro un rubor que le sentaba muy bien-. Bueno, mis padres viven aquí, en Bloomfield. Pero puede dejarme en el centro de la ciudad y tomaré un taxi desde allí.

– De acuerdo. De todos modos tenemos que ir al centro, Crabtree -dije, tratando de dejar claro que estaba allí por él y consideraba a la señorita Sloviak una invitada sólo temporal a nuestra fiesta particular-. Para recoger a Emily.

– ¿Dónde es esa cena a la que vamos?

– En Point Breeze.

– ¿Queda lejos de Bloomfield?

– No demasiado.

– Entonces, estupendo -dijo Crabtree, y, tomando a la señorita Sloviak del codo, se encaminó hacia la zona de recogida de equipajes moviendo con rapidez sus escuálidas piernas para acompasar su paso al de ella-. Vamos, Tripp -me llamó, volviendo la cabeza por encima del hombro.

El equipaje de su vuelo tardó un buen rato en salir, y la señorita Sloviak aprovechó el retraso para ir al lavabo; al de señoras, por supuesto. Crabtree y yo la esperamos, sonriéndonos mutuamente.

– Colocado como siempre, ¿eh? -dijo.

– ¡Cabroncete! -solté-. ¿Qué tal estás?

– En paro -respondió, con una expresión sumamente risueña.

Empecé a esbozar una sonrisa, pero algo, un estremecimiento del músculo de su mandíbula, me hizo comprender que no bromeaba.

– ¿Te han despedido? -pregunté.

– Todavía no -respondió-. Pero se ve venir. Me he pasado la semana haciendo llamadas telefónicas, y he comido con un par de personas. -Continuó moviendo las cejas y sonriendo, como si aquella desagradable perspectiva le divirtiese. Como Terry Crabtree poseía una notable capacidad de autodesprecio, hasta cierto punto así era, sin duda-. Pero no están haciendo cola, precisamente.

– Pero ¡por Dios!, Terry, ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

– Una reestructuración -respondió.

Hacía un par de meses, la editorial que publicaba mis libros, Bartizan, fue absorbida por Blicero Verlag, un enorme consorcio mediático alemán, y los rumores de que los nuevos propietarios iban a despedir a mucha gente sin ningún miramiento habían llegado incluso hasta el lejano Pittsburgh.

– Creo que no cuadro en el nuevo perfil empresarial.

– ¿Cuál es?

– Ser competente.

– ¿Adónde irás?

Meneó la cabeza y se encogió de hombros.

– Bueno, ¿qué te ha parecido? -me preguntó-. La señorita Sloviak, quiero decir. Iba sentada a mi lado. -En alguna parte sonó un timbrazo que indicaba que iba a dar comienzo el carrusel de maletas. Creo que ambos pegamos un salto-. ¿Sabes a cuántos aviones he subido con la esperanza de que mi billete me colocase junto a alguien como ella, sobre todo en mis viajes a Pittsburgh? ¿No crees que dice mucho en favor de esta ciudad que haya sido la cuna de alguien como ella?

– Es un travestí.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, como anonadado.

– ¿No es cierto?

– Creo que ésa es suya -dijo al tiempo que señalaba una enorme maleta rectangular de cuero de potro moteado cubierta con lo que parecía una funda de plástico para un almohadón de sofá, la cual empezaba a asomar entre las tiras de goma en la cinta transportadora de equipajes-. Supongo que eso debe de servir para que no se le ensucie.

– Terry, ¿qué va a ser de ti? -le pregunté. Sentía como si el timbrazo todavía me estuviese reverberando en el pecho. ¿Qué va a ser de mí?, pensé. ¿Qué va a ser de mi novela?-. ¿Cuántos años llevabas trabajando en Bartizan? ¿Diez?

– Sólo diez, si no cuentas los últimos cinco -respondió mientras se volvía hacia mí-, que es lo que supongo que haces.

Me miró con el aire tranquilo y la combinación de malicia y afecto que me eran tan familiares. Antes de que abriese la boca, ya sabía qué me iba a preguntar.

– ¿Qué tal va la novela? -dijo.

Alargué el brazo para coger la maleta de la señorita Sloviak antes de que pasase de largo ante nosotros.

– Muy bien -respondí.

Se refería a mi cuarta novela, o a lo que se suponía que iba a ser mi cuarta novela, Chicos prodigiosos, que le había prometido a Bartizan hacía más de cinco años. Mi tercera novela, El mundo subterráneo, había ganado un premio PEN y, con sus doce mil ejemplares, había vendido el doble que las dos anteriores juntas; como consecuencia de ello, Crabtree y sus jefes en Bartizan se habían sentido lo suficientemente optimistas acerca de mi inminente ascenso al status de, como mínimo, autor de culto para adelantarme una ridícula suma de dinero a cambio tan sólo de una fatua sonrisa del atónito autor, es decir, de mí, y de un título inventado sobre la marcha, fruto de una idea que se me habría ocurrido mientras meaba en el urinario de aluminio del lavabo de caballeros del estadio Three Rivers. Por suerte para mí, no tardé en dar con un argumento absolutamente soberbio para una novela -tres hermanos nacen, crecen y mueren en una pequeña ciudad embrujada de Pensilvania- y me puse a trabajar en él sin dilación; desde entonces habla estado puliéndolo con diligencia. No tenía problemas de motivación ni de inspiración, sino al contrario: ante la máquina de escribir siempre me he mostrado entusiasmado y competente, pues jamás he sufrido eso que llaman «terror a la página en blanco», algo en lo que nunca he creído, además.

El problema, a decir verdad, era precisamente que me ocurría todo lo contrario. Tenía demasiado material sobre el que escribir: demasiados edificios imponentes y miserables que construir, calles a las que dar un nombre y campanarios que hacer repicar; demasiados personajes que hacer emerger de la tierra como flores cuyos pétalos arrancaba de los complejos y frágiles órganos interiores; demasiados atroces secretos genéticos y crematísticos que desenterrar, enterrar de nuevo y volver a desenterrar; demasiados divorcios que conceder, herederos que desheredar, citas que concertar, cartas que desviar hacia manos malignas, inocentes criaturas que enviar a la muerte víctimas de fiebres reumáticas, mujeres a las que dejar insatisfechas y desesperadas, hombres a los que arrastrar hasta el adulterio y el robo, fuegos que encender en el corazón de viejas mansiones. La novela narraba la historia de una familia y para entonces constaba ya de dos mil seiscientas once páginas, cada una de ellas revisada y reescrita media docena de veces. Y a pesar de los años que llevaba en ello y de las ingentes cantidades de palabras utilizadas para plasmar los excéntricos devaneos de mis personajes, éstos todavía no habían llegado a su cénit. Me encontraba todavía lejos del final.

– Ya la he terminado -dije-. Bueno, prácticamente la he terminado. Ahora estoy…, ya sabes, dándole pequeños retoques.

– Estupendo. Esperaba poder echarle un vistazo en algún momento durante el fin de semana. ¡Oh, creo que allí viene otra! -Señaló una pequeña maleta con un estampado rojo a cuadros, también cubierta con un envoltorio de plástico, que avanzaba hacia nosotros en la cinta transportadora-. ¿Crees que será posible?

Recogí la segunda maleta -que era más bien un bolso con forma de achaparrada medialuna y goznes en los costados- y la deposité en el suelo junto a la primera.

– No lo sé -respondí-. Mira lo que le pasó a Joe Fahey.

– Sí, se hizo famoso -dijo Crabtree-. Con su cuarto libro.

John José Fahey, otro escritor auténtico al que conocí, sólo escribió cuatro novelas: Noticias tristes, Melancólico, Aplausos y despedidas y Ocho sólidos años luz de plomo. Joe y yo nos hicimos amigos durante el semestre que pasé como profesor invitado, hacía casi doce años, en una universidad de Tennessee, donde él coordinaba los cursos de escritura creativa. Cuando lo conocí, Joe era un escritor disciplinado, con un admirable talento para la digresión narrativa, que se vanagloriaba de haber heredado de su madre mexicana, y muy escasos hábitos malos o ingobernables. Era un tipo extremadamente cortés y a sus treinta y dos años tenía el cabello cano por completo. Tras el moderado éxito de su tercera novela, sus editores le dieron un adelanto de 125.000 dólares para estimularle a que les escribiese la cuarta. Su primera tentativa abortó casi de inmediato. Se lanzó bravamente a una segunda, a la que se dedicó durante un par de años hasta que llegó a la conclusión que era una pura mierda y lo dejó correr. La tercera fue rechazada por los editores antes incluso de que Joe la hubiese terminado, porque, según ellos, resultaba ya demasiado larga y no encajaba en su línea editorial.

Después de eso, John José Fahey cayó en picado y se convirtió en un fracasado irrecuperable. Acabó consiguiendo que lo echasen de aquella universidad de Tennessee, donde era profesor numerario, presentándose borracho en horas lectivas, dirigiéndose con imperdonable crueldad a los alumnos menos dotados de sus clases y, en una ocasión, blandiendo desde la tarima una pistola cargada ante sus pupilos con la finalidad de enseñarles a escribir sobre el miedo. También logró ahuyentar a su esposa, que lo abandonó de mala gana y se llevó consigo la mitad del fabuloso anticipo. Al cabo de algún tiempo, Joe regresó a su Nevada natal y vivió en una sucesión de moteles. Años más tarde, mientras esperaba para cambiar de avión en el aeropuerto de Reno, me topé con él. No iba a ninguna parte; simplemente, se había dejado caer por allí. Al principio, fingió que no me reconocía. Se había quedado sordo de un oído y tenía una actitud fría y distante. Sin embargo, después de unas copas, acabó confesándome que por fin, tras siete tentativas, había enviado a su editor lo que consideraba el aceptable manuscrito final de una novela. Le pregunté cómo se sentía con respecto a lo que había escrito.

– Es aceptable -respondió fríamente.

Quise saber si conseguir acabar el libro le había hecho sentirse muy feliz. Tuve que repetirle la pregunta un par de veces.

– Feliz como un jodido pez en el agua -sentenció.

Después de aquel encuentro, empecé a oír rumores. Oí que poco después Joe trató de reescribir la séptima versión, tentativa que abandonó cuando su editor, perdida ya la paciencia, le amenazó con emprender acciones legales. Oí que hubo que suprimir pasajes enteros, debido a su vaguedad, su falta de lógica y su tono excesivamente amargado. Oí toda clase de comentarios desfavorables. Al final, sin embargo, Ocho sólidos años luz de plomo resultó ser un libro francamente bueno y, gracias a la publicidad adicional que le dio la precoz y absurda muerte de Joe -no sé si recuerdan que lo atropelló una furgoneta blindada que transportaba la recaudación de un casino-, se vendió muy bien. Los editores recuperaron con creces su inversión, y todo el mundo coincidió en que era una lástima que Joe Fahey no viviese para poder disfrutar de su éxito, aunque nunca he estado seguro de que fuera así. Ocho sólidos años luz de plomo, por si no han leído la novela, es el espesor de la coraza de ese metal con la que uno debería revestirse para evitar verse afectado por los neutrinos. Me temo que hay jodidos bichitos de ésos por todas partes.

– Vale, de acuerdo, Crabtree -dije-. Te dejaré leer…, no sé, una docena de páginas, o algo así.

– ¿La docena que yo elija?

– De acuerdo, tú las eliges.

Me reí, pero me barruntaba qué doce páginas elegiría: las doce últimas. Lo cual iba a ser un serio problema, porque, como sabía que Crabtree iba a venir a la ciudad, durante el último mes me había dedicado a escribir cinco «capítulos finales» distintos, sometiendo a mis pobres personajes a medio perfilar a una amplia gama de desastres bíblicos, baños de sangre shakespearianos y pequeños accidentes domésticos, en un desesperado intento por conseguir hacer aterrizar antes de hora el gigantesco y veloz dirigible del cual era el desquiciado comandante. Por tanto, no existían «doce últimas páginas», sino sesenta, todas disparatadamente precipitadas, azarosas y violentas, el equivalente literario de la catástrofe ocurrida en el aeródromo de Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937, en la que ardió el Hindenburg. Le dirigí a Crabtree una sonrisa idiota y la mantuve hasta que se apiadó de mí y miró a otro lado.

– Recoge eso -me dijo.

Bajé los ojos hacia la cinta transportadora. Envuelta, como las dos maletas, en una gruesa funda de plástico fijada con cinta adhesiva, avanzaba hacia nosotros una extraña caja de cuero negro, del tamaño de un cubo de basura, cuya forma respondía a una caprichosa geometría, como si hubiese sido diseñada para transportar intacto el corazón de un elefante, con todas sus válvulas y ventrículos.

– Debe de ser una tuba -aventuré. Me mordisqueé la cara interior de la mejilla y miré a Crabtree con los ojos entrecerrados-. ¿No crees?

– Supongo que sí -dijo Crabtree-. También está envuelta en plástico.

La recogí de la cinta transportadora -resultó ser más pesada de lo que parecía-, la coloqué junto a las dos maletas y nos volvimos hacia donde estaba el lavabo de señoras, a la espera de que la señorita Sloviak se reuniese con nosotros. Pasados varios minutos sin que hiciera acto de presencia, decidimos alquilar un carrito. Le pedí un dólar a Crabtree y, tras un breve toma y daca con el distribuidor automático de carritos, cargamos en él las maletas y lo empujamos sobre la moqueta hacia el lavabo de señoras.

– ¿Señorita Sloviak? -la llamó Crabtree a la vez que golpeaba caballerosamente con los nudillos en la puerta de los servicios.

– Ahora mismo salgo -respondió ella.

– Probablemente, está volviendo a sujetar con velcro la cinta de plástico con que se echa el pito hacia abajo para que no se le note -comenté.

– ¡Tripp! -dijo Crabtree. Me miró a los ojos y aguantó la mirada tanto como le permitió el agitado estado de sus receptores de placer-. ¿De verdad que la tienes prácticamente terminada?

– Claro -respondí-. Por supuesto que sí, Crabtree. ¿Sigues dispuesto a ser mi editor?

– Claro -dijo. Dejó de mirarme y se volvió para contemplar el menguante desfile de maletas en la cinta transportadora-. Todo saldrá bien, ya lo verás.

En ese momento la señorita Sloviak salió del lavabo de señoras, con el peinado recompuesto, un toque de color en las mejillas, los párpados sombreados con un tono verde claro y oliendo a lo que reconocí como Cristalle, el perfume que usaban tanto mi mujer, Emily, como mi amante, Sara Gaskell. No resultó una sorpresa muy agradable, como pueden imaginarse. La señorita Sloviak echó un vistazo al equipaje en el carrito, miró a Crabtree y en sus labios pintados se dibujó una amplia y casi intolerablemente coqueta sonrisa que dejó al descubierto su dentadura.

– Dígame, señor Crabtree -dijo con una estimable imitación de Mae West-. ¿Eso que asoma ahí, en el carrito, es una tuba, o simplemente es que se alegra usted de verme?

Al mirar a Crabtree descubrí, para mi sorpresa, que se había puesto colorado como un tomate. Hacía mucho tiempo que no le veía reaccionar así.


Crabtree y yo nos conocimos en la universidad, un lugar en el que no esperaba conocer a nadie. Después de graduarme en el instituto, hice lo imposible por evitar ir a la universidad, especialmente a Coxley, que me había ofrecido una beca anual y una plaza de alero en el equipo titular. En esa época era, y sigo siéndolo, un tío alto -metro noventa- y fuerte; ahora estoy gordo, algo a lo que he tenido que resignarme. Pero aunque por aquel entonces me movía por el campo con la gracia de un cetáceo en pleno océano, como lucía unas gafas cuadrangulares de montura negra y los zapatos de charol, pantalones de sarga y discretos chalecos con cuello de pico que mi abuela me obligaba a llevar, hacían falta grandes dosis de imaginación y optimismo para creer que cuatro años de estudios gratuitos podrían convertirme en una estrella del fútbol americano. En cualquier caso, no tenía la menor intención de jugar para Coxley -ni para nadie-, así que un buen día de finales de junio de 1968 le dejé a mi pobre abuela una nota bastante pomposa y dije adiós a las sombrías colinas, pequeñas ciudades y casas con retorcidos pináculos del oeste de Pensilvania que tanto habían obsesionado a August Van Zorn. Y no volví a aparecer por allí hasta veinticinco años después.

Omitiré muchas de las cosas que siguieron a mi cobarde huida de casa. Diré, simplemente, que el año anterior había leído a Kerouac y me veía a mí mismo como una mezcla de proscrito, poeta y pionero, una especie de John C. Frémont [4] cargado con toda la sabiduría del zen, una buena dosis de anfetas y un bloc de papel pautado y tapas jaspeadas, de esos que valen cuatro cuartos, en el bolsillo trasero de los vaqueros. Creo que todavía me veo de esa manera, aunque no soy el más indicado para opinar sobre mí. En cualquier caso, seguí las pautas escrupulosamente: hice autoestop, viajé clandestinamente en los trenes de mercancías que cruzan el país, bailé con chicas de pequeñas ciudades de provincias en las fiestas locales, trabajé como jornalero, peón y camarero, vi desfilar ante mis ojos el áspero paisaje americano tumbado en un vagón de mercancías y bebiendo vino barato; y aunque no lo hiciera, muy bien podría haberlo hecho. Trabajé parte de un verano en un infernal parque de atracciones en la ciudad de Texarkana, interpretando al incordiante payaso que provoca a los transeúntes llamándolos pichacortas para que intenten hacerlo caer en un tanque de agua. Y me pegaron un tiro en la mano izquierda en un bar en las afueras de La Crosse, Wisconsin. Utilicé todo este material en mi primera novela, Tierras bajas, de 1976, que recibió buenas críticas y a veces, en momentos de desesperación, considero mi obra más honesta. Tras unos años sobrellevando una existencia triste y a menudo marginal, aterricé -una vez más siguiendo los cánones establecidos- en California, donde me enamoré de una chica que estudiaba filosofía en Berkeley. Me convenció para que no siguiera malgastando con una vida errabunda lo que llamaba, con una absoluta y entusiasta convicción que no he podido borrar de mi mente un solo instante y me ha causado más de un quebradero de cabeza, mi don. Ese conmovedor homenaje a mi talento me dejó atado a aquel lugar por un tiempo, el suficiente para llenar y enviar una solicitud de admisión en la Universidad de California. Estaba a punto de irme de la ciudad -solo- cuando llegó la carta con una respuesta afirmativa.

Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables -todo hay que decirlo- en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana. Yo, por mi parte, me sentaba en mi esquina, con mi incipiente barba y mis gafas redondas de montura metálica, y anotaba meticulosamente todo lo que decía el profesor.

Éste era otro auténtico escritor, un delgado y apuesto vaquero, descendiente de una antigua familia de rancheros del Gran Valle Central de California; era devoto de Faulkner y en su juventud había publicado una voluminosa y controvertida novela que fue llevada al cine con Robert Mitchum y Mercedes McCambridge como protagonistas. Era dado al epigrama, y yo llené un cuaderno entero, que posteriormente perdí, con sus gnómicas declaraciones, que cada noche me aprendía de memoria; una facultad que con el tiempo también acabé perdiendo. Juro, aunque no puedo aportar las pruebas pertinentes, que una de sus sentencias decía: «Al final de cada relato, el lector debe tener la sensación de que el viento ha barrido las nubes y ha aparecido por fin la luna.» Tenía maneras aristocráticas, lucía botas de piel de serpiente y conducía un Jaguar modelo E, pero tenía la dentadura hecha un desastre, llevaba la bragueta siempre abierta y su vida familiar era un bastante divulgado fárrago de procesos judiciales, lesiones fortuitas y estancias en clínicas privadas. Parecía, al igual que Albert Vetch, estar al mismo tiempo dotado de poderes paranormales y en Babia: era una de esas personas que de pronto son capaces de adivinar, con una exactitud que te deja pasmado, los más íntimos pesares de tu corazón y un instante después dan media vuelta y, mientras se despiden de ti agitando alegremente la mano, se parten la cara contra una puerta cristalera cerrada y necesitan veintidós puntos de sutura en la mejilla.

Fue siendo alumno de ese hombre cuando empecé a preguntarme si los literatos no sufren alguna variedad de desequilibrio mental, desequilibrio que, pensando en el trepidante balanceo nocturno de Albert Vetch, he denominado el mal de la medianoche. Este mal es un insomnio de origen emocional: el paciente se siente en todo momento -aunque escriba al amanecer o a media tarde- como si estuviese echado en un asfixiante dormitorio, con la ventana abierta de par en par, mirando un cielo lleno de estrellas y aviones y escuchando el golpeteo de un postigo, el paso de una ambulancia, el zumbido de una mosca atrapada en una botella vacía, mientras todo el vecindario duerme a pierna suelta. Ése es el motivo por el cual, en mi opinión, los escritores -al igual que quienes padecen insomnio- son tan propensos a sufrir accidentes, se sienten obsesivamente corroídos por el cáncer de la mala suerte y las oportunidades perdidas, tienen tanta predisposición a darle mil vueltas a todo y son incapaces de dejar de pensar en algo que les ronde por la cabeza por mucho que se les inste a ello.

Pero a estas conclusiones llegué mucho más tarde, después de largos años de verme afectado por el mal de la medianoche. Por aquel entonces me sentía, simplemente, intimidado por la fama de nuestro profesor, por sus botas de piel de serpiente y por mi convencimiento de que aquel hombre estaba en posesión de los más recónditos secretos del arte de contar historias. En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Crabtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trataba de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.

Tenía la sospecha de que Crabtree padecía el mal de la medianoche, pero ¿y yo?

Hasta ese momento siempre había estado convencido de mi talento, pero a medida que pasaban las semanas, y cala sobre nuestras espaldas todo el peso de las inexcusables doctrinas y pesadillas del oficio de escribir -aprender a reconocer qué estaba «en juego» en un relato, cuándo había que colocar la mística aura de la manifestación de su realidad esencial alrededor de la cabeza de un personaje, la importancia de lo que al profesor le gustaba denominar el «riesgo espiritual» para perfilar adecuadamente a los personajes-, el temor a que la obstinada displicencia de que hacía gala Crabtree tuviera como consecuencia que su trabajo eclipsara al mío hizo que me bloquease y me fuese imposible dar pie con bola. Durante la semana anterior a la entrega de mi relato, me pasé las noches en vela ante la máquina de escribir, bebiendo bourbon y tratando de desenmarañar el horrible lío simbólico en que había acabado por convertir una sencilla historia que me contó mi abuela acerca de un odioso gallo negro que mató a su perro cuando era niña.

A las seis en punto de la mañana del día de la entrega, abandoné y decidí dejarme llevar por mi subconsciente. Había pasado la última hora vagando mentalmente por las habitaciones en que había vivido mi abuela (un año antes telefoneé a casa desde una cabina en algún lugar perdido de Kansas y recibí la noticia de que la mujer que me había educado acababa de morir de neumonía aquella misma mañana), y de pronto, mientras el sabor de azúcar quemado del bourbon me llenaba la boca, para mi sorpresa, me vinieron a la memoria Albert Vetch y los cientos de relatos pasto del olvido en que había plasmado la amargura de su cósmico insomnio. Había uno de ellos -uno de los mejores-, titulado Hermana de las tinieblas, que recordaba bastante bien. Lo protagonizaba, cómo no, un arqueólogo aficionado que vivía con su hermana inválida y soltera en una vieja casa con torrecillas. Un día, rebuscando entre los restos de un emplazamiento funerario indio de la zona, encontró un extraño sarcófago que no era de origen indio, vacío y con la efigie medio borrada de una mujer con una siniestra sonrisa. Se lo llevó a casa en plena noche y se obsesionó con él. Mientras lo restauraba, se cortó una mano con una navaja y la sangre cayó sobre el sarcófago, que se recalentó súbitamente y emitió un extraño resplandor; la herida cicatrizó y él sintió una intensa sensación de bienestar. Después de un par de experimentos con indefensos animales domésticos a los que hirió y sometió a la misma cura, el protagonista convenció a su hermana para que se tumbara en el sarcófago a fin de sanar sus piernas paralizadas por la poliomielitis. Por razones inexplicables, al menos hasta donde yo podía recordar, la chica se transformó en la encarnación de Yshtaxta, un súcubo de una lejana galaxia que obligó al héroe a acostarse con él -en el género que practicaba Van Zorn se permitían algunas escenas subidas de tono, siempre y cuando se abordasen de manera eufemística y con toques grotescos-, el cual, una vez hubo absorbido toda la fuerza vital del desgraciado arqueólogo, se dispuso a hacer lo mismo con el resto de los hombres de la ciudad, o eso era, al menos, lo que siempre imaginé, con la vaga esperanza de que algún día, en las horas de mayor quietud de las noches pensilvanas, apareciese en mi ventana una mujer de tres metros, rodeada de un aura luminosa, con colmillos y ansias de inmortalidad.

Puse manos a la obra y reconstruí el relato lo mejor que pude. Reduje los elementos sobrenaturales y transformé el tema de la indescriptible Cosa venida del más allá en una extraña psicosis de mi protagonista, que habla en primera persona; magnifiqué el tema del incesto y le añadí un poco más de erotismo. Me pasé unas seis horas escribiendo febrilmente hasta terminar el relato. Una vez listo, tuve que salir corriendo para ir a clase, y llegué al aula con cinco minutos de retraso. El profesor estaba leyendo el relato de Crabtree en voz alta, su método predilecto para «sumergirnos» en la obra. No tardé en percatarme de que lo que estaba escuchando no era un refrito confuso y torpemente faulknerianizado de un oscuro cuento de terror de un escritor desconocido, sino el mismísimo Hermana de las tinieblas, con la transparente, magra y sosa prosa de August Van Zorn. La consternación que me produjo sentirme atrapado, a punto de ser puesto en evidencia y, sobre todo, superado en lo que consideraba mi ingenioso juego, sólo fue igualada por mi sorpresa al percatarme de que no era la única persona en la Tierra que había leído los relatos del pobre Albert Vetch. Pero fue en aquel momento, mortificado y presa de un pánico creciente a medida que el profesor iba pasando las páginas, cuando sentí el primer chispazo de la intensa, aunque no exenta de altibajos, amistad que me ha unido desde entonces a Terry Crabtree.

No abrí la boca durante el debate que siguió a la lectura del relato de Van Zorn; nadie pareció apreciarlo excesivamente -éramos demasiado serios para disfrutar de semejante catálogo de fantasmagóricas bufonadas, y demasiado jóvenes para captar el trasfondo de aflicción que emanaba de su estilo-, pero nadie se mojó y dio su sincera opinión. Yo era el que iba a pagar el pato. Le entregué mi relato al profesor, y éste empezó a leerlo, con su habitual tono plano y seco como las tierras de un rancho, monótono como un desierto. Jamás he sabido con certeza si fue debido a la tediosa manera de leer del profesor, a las laberínticas e indigestas frases sin signos de puntuación de mi pseudofaulkneriana prosa con las que tenía que lidiar o al rijoso final del cuento, absolutamente carente de misticismo y redactado en diez minutos tras cuarenta y seis horas sin dormir, pero lo cierto es que nadie se percató de que, en esencia, se trataba del mismo relato que había presentado Crabtree. Al terminar la lectura, el profesor me miró con una expresión a un tiempo triste y benevolente, como si estuviese viendo la magnífica carrera que me esperaba como vendedor de cables eléctricos. Los que habían sucumbido al sopor recuperaron la compostura y se inició un breve y poco animado debate, durante el cual el profesor concedió que mi prosa tenía un «innegable vigor». Diez minutos después bajaba por Bancroft Way de regreso a casa, azorado y decepcionado, pero sin dejarme vencer por el desaliento; a fin de cuentas, el relato no era del todo mío. Me sentía extrañamente halagado, casi entusiasmado, al pensar en el innegable vigor de mi prosa, en el torrente de historias capaces de estremecer al mundo que me venían a la cabeza pidiendo ser escritas y en el simple y feliz hecho de que mi falsificación había colado sin mayores problemas.

O casi. Al detenerme en la esquina de Dwight sentí una palmada en el hombro; me volví, y allí estaba Crabtree, con sus ojos brillantes y su bufanda roja de cachemir revoloteando agitada por el viento.

– August Van Zorn -dijo, y me tendió la mano.

– August Van Zorn -repetí, y nos dimos un apretón de manos-. ¡Es increíble!

– Carezco por completo de talento -admitió-. Y tú, ¿qué excusa tienes?

– La desesperación. ¿Has leído otros cuentos suyos?

– Un montón. Los devoradores de hombres, El caso de Edward Angell, La casa de la calle Polfax… Es estupendo. No puedo creer que hayas oído hablar de él.

– Oye -dije mientras pensaba para mis adentros que mi vinculación con Albert Vetch no se limitaba a haber oído hablar de él-, ¿te apetece tomar una cerveza?

– No bebo -respondió Crabtree-. Pero puedes invitarme a un café.

Me apetecía una cerveza, pero, desde luego, en las inmediaciones de la universidad era mucho más fácil conseguir un café, así que entramos en una cafetería, precisamente en una que había evitado durante las dos últimas semanas, ya que la frecuentaba la tierna y perspicaz estudiante de filosofía que me había rogado con suma dulzura que no siguiera malgastando mi clon. Un par de años después, se convirtió en mi esposa durante algún tiempo.

– Hay una mesa debajo de las escaleras, al fondo -dijo Crabtree-. Suelo sentarme allí. No me gusta que me vean.

– ¿Por qué?

– Prefiero seguir siendo un misterio para mis condiscípulos.

– Ya veo, pero entonces, ¿por qué hablas conmigo?

– Por Hermana de las tinieblas -respondió-. No me he dado cuenta hasta al cabo de varias páginas, ¿sabes? Ha sido con lo del ángulo de las entradas en la frente del protagonista, que «desequilibraba ligeramente el resto de su cara».

– Me habrá venido a la cabeza -admití-, porque lo he escrito sin consultar el original.

– Pues tienes una memoria enfermiza.

– Pero al menos tengo talento.

– Tal vez sí -dijo, y bizqueó para contemplar la llama de la cerilla que acababa de encender al tiempo que protegía con una mano el cigarrillo sin filtro que sostenía entre los labios. En aquella época fumaba Old Gold. Actualmente se ha pasado a otra marca, baja en alquitrán y de cajetilla azul claro; cigarrillos de mariquita, los llamo cuando quiero hacerle rabiar.

– Si no tienes talento, ¿cómo conseguiste que te admitieran en la asignatura? -le pregunté-. ¿No tuviste que presentar una muestra de tus textos?

– Antes sí que lo tenía -respondió mientras apagaba la cerilla sacudiendo despreocupadamente la mano-. Escribí un buen relato, uno solo. Pero eso no me preocupa. No pretendo convertirme en escritor. -Entonces se calló un momento, a la espera de que sus palabras hicieran mella. Me dio la impresión de que llevaba mucho tiempo esperando poder mantener aquella conversación. Me lo imaginé en su casa, lanzando sofisticados penachos de humo a su imagen en el espejo de su dormitorio, mientras se retocaba una y otra vez la bufanda de cachemir-. Me inscribí para aprender todo lo que pueda no sólo sobre la escritura, sino también sobre los escritores. -Se recostó en el asiento y empezó a desanudarse la bufanda-. Pretendo convertirme en el Max Perkins1 de nuestra generación.

Su expresión era seria y solemne, pero en su mirada seguía habiendo un ligero aire de mofa, como si me estuviese retando a admitir que no sabía quién era Maxwell Perkins. [5]

– ¿Ah, sí? -dije yo, decidido a responder a su pomposidad y arrogancia con idénticas armas. Había dedicado largas horas a impresionar a mi espejo con agudezas e intrépidas miradas de escritor. Tenía un jersey de pescador griego, y cuando me lo ponía me halagaba pensar que mi frente se parecía a la de Hemingway-. Bueno, pues yo pretendo ser el nuevo Bill Faulkner.

Sonrió y dijo:

– Pues te queda mucho más camino por recorrer que a mí.

– ¡Vete a la mierda! -repliqué, y le cogí un cigarrillo del bolsillo de la camisa.

Mientras nos bebíamos los cafés, le hablé de mí y de mi errabundeo de los últimos años, adornando el relato con impúdicas referencias a desmelenados aunque imprecisos escarceos sexuales. Noté que reaccionaba con cierta incomodidad cuando le hablaba de chicas y le pregunté si salía con alguna, pero ante su monosilábica respuesta, cambié rápidamente de tema. Le expliqué la historia de Albert Vetch, y al acabar, comprobé que le había emocionado.

– Entonces… -dijo con aire solemne. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un delgado libro encuadernado en cartoné con sobrecubierta de color ante. Me lo ofreció, sujetándolo con ambas manos como si se tratase de una taza llena hasta el borde- debes haber visto esto.

Era una antología, publicada por Arkham House, de los veinte mejores relatos de August Van Zorn.

Las abominaciones de Plunkettsburg y otros relatos -leí-. ¿Cuándo se ha publicado?

– Hace un par de años. Es una editorial especializada. No es fácil de encontrar.

Hojeé algunas de las páginas de bordes cortados a mano del libro que Albert Vetch no vivió lo suficiente para ver publicado. En las solapas había un texto laudatorio y una sorprendente fotografía del hombre sencillo, culto y miope que durante años, en su habitación de la torre del Hotel McClelland, había bregado con oscuros remordimientos, con la vacuidad de la existencia y con los estragos del mal de las noches pasadas en vela. Desde luego, nada de eso era evidente en la fotografía. En ella tenía un aspecto relajado y hasta parecía un hombre apuesto, con ese cabello ligeramente despeinado que parece el más idóneo para un especialista en Blake.

– Quédatelo -me ofreció Crabtree-, ya que lo conociste tan de cerca.

– Gracias, Crabtree -dije, lleno de nuevo de un súbito e irracional afecto hacia aquel individuo pequeño y delgaducho, con su bufanda, su torpeza y sus calculadas exhibiciones de arrogancia y desdén. Exhibiciones que, por supuesto, con el tiempo dejaron de ser premeditadas y se transformaron en una actitud inconsciente que no provocaba precisamente una admiración universal-. Tal vez algún día seas mi editor, ¿eh?

– Tal vez -dijo-. Desde luego, vas a necesitar uno.

Sonreímos y nos dimos la mano, y entonces la chica a la que había tratado de evitar se me acercó por la espalda y me tiró un jarro de agua con hielo por la cabeza, con lo que empapó no sólo mi persona sino también el libro de August Van Zorn, que quedó completamente destrozado; bueno, al menos así es como lo recuerdo.


Las dos varillas del limpiaparabrisas jugaban a perseguirse sin fin mientras permanecíamos sentados dentro del coche en la calle Smithfield, fumando un canuto de la marihuana californiana, esperando a que mi tercera esposa, Emily, saliese del edificio Baxter, donde trabajaba como redactora de una agencia de publicidad. El principal cliente de Richards, Reed & Associates's era una marca muy conocida en la zona de salchichas polacas famosas por sus generosas dimensiones, lo cual convertía la redacción de los eslóganes publicitarios en un trabajo sencillo, pero delicado. Vi que la secretaria de Emily asomaba por la puerta giratoria y abría el paraguas, y tras ella aparecieron sus amigos Susan y Ben, y un individuo cuyo nombre había olvidado pero al que había visto disfrazado de salchicha en una fiesta navideña que celebraron los de la agencia un par de años atrás. A esa hora, montones de personas salían del edificio y se dispersaban por el grisáceo atardecer: dentistas, podólogos, gestores administrativos, el etíope de aspecto tristón que vendía flores marchitas en un pequeño quiosco del vestíbulo; todos alzaban la vista, se cubrían la cabeza con un periódico abierto y sonreían ante la perspectiva de darse una vuelta por el centro de la ciudad aquella lluviosa tarde de viernes. Pero pasaron quince minutos y Emily seguía sin aparecer, a pesar de que los viernes siempre me esperaba a la puerta cuando pasaba a recogerla, así que finalmente tuve que admitir lo que me había pasado el día entero intentando negar: Emily me había abandonado aquella mañana. Al despertarme, me encontré con una nota pegada a la cafetera, encima del mármol de la cocina, y descubrí que sus cajones y armarios roperos estaban vacíos.

– Crabtree -dije-. Me ha abandonado, tío.

– ¿Qué?

– Que me ha abandonado. Esta mañana. Ha dejado una nota. Ni siquiera sé si ha ido a trabajar. Creo que debe de haber ido a casa de sus padres. Está a punto de empezar la Pascua judía; mañana es la primera noche. -Me volví y miré a la señorita Sloviak, sentada en el asiento trasero al lado de Crabtree, ya que, en teoría, Emily debía sentarse delante conmigo. Y ahí detrás estaba también la tuba, que yo no sabía muy bien como había llegado hasta allí. Ni siquiera sabía si realmente era o no de la señorita Sloviak-, En total son ocho. Ocho noches.

– ¿Está de guasa, o qué? -le preguntó a Crabtree la señorita Sloviak, que durante el trayecto desde el aeropuerto parecía haberse retocado el maquillaje, pero con tal torpeza que todo él estaba desplazado unos tres centímetros hacia la izquierda de sus ojos y labios, de forma que su rostro parecía una foto movida y borrosa.

– ¿Por qué no nos has dicho nada, Tripp? Quiero decir que ¿por qué hemos venido hasta aquí?

– Supongo que yo… No lo sé. -Me volví hacia el parabrisas y escuché el murmullo de la lluvia sobre la capota del coche, un Galaxie del 66 verde, descapotable, que tenía desde hacía algo menos de un mes. No me quedó otro remedio que aceptarlo como reembolso de una considerable suma de dinero que en un imperdonable desliz había accedido a prestarle a Happy Blackmore, un viejo compañero de borracheras que colaboraba en la página deportiva del Post-Gazette y ahora estaba en algún lugar de los montes Blue Ridge de Maryland, en un centro de rehabilitación para perdedores impenitentes, representando el último acto de un espectacular colapso emocional y financiero. En cuanto a su Ford, era un coche viejo y elegante, con una imprevisible transmisión, un desastroso sistema eléctrico y aquel asiento trasero que parecía ofrecer unas posibilidades casi infinitas. A decir verdad, no quería saber lo que acababa de pasar ahí atrás.

– Pensaba que quizá, simplemente, eran imaginaciones mías -dije. Mi condición de consumidor habitual de marihuana durante años me había acostumbrado a que hasta los fenómenos más espantosos, vueltos a considerar con frialdad, resultaban ser meros retazos de mis fantasías paranoides, así que me había pasado el día entero tratando de autoconvencerme de que mi matrimonio no se había ido definitivamente a pique aquella mañana a las seis en punto, mientras roncaba con las piernas desparramadas por la zona recién abandonada de la cama-. Me refiero a que tenía la esperanza de que lo fuesen.

– ¿Se siente bien? -preguntó la señorita Sloviak.

– Estupendamente -respondí mientras intentaba averiguar cómo me sentía en realidad. Lamentaba haber empujado a Emily a abandonarme, no porque pensase que podía haber obrado de otra forma, sino porque ella, durante años, habla tratado de evitar por todos los medios una situación que, por motivos que jamás he llegado ni llegaré a comprender, le resultaba ofensiva moralmente. Sus padres, que se casaron en 1939, seguían juntos y eran muy felices. Sabía que para ella el divorcio era el primer refugio para los débiles de espíritu y el último para los inútiles sin posible redención. Me sentía como alguien que ha obligado a una persona honesta a mentir por él, o a una persona ahorradora a dejar una propina desmesurada. Sentía también que amaba a Emily, pero de la manera fragmentaria y confusa en que uno ama a la gente cuando va colocado. Cerré los ojos y recordé los movimientos de su falda mientras bailaba una noche en un bar del South Side, al ritmo de Barefootin' que sonaba en una gramola, el ángulo que formaba su cuello y el escote de su camisón cuando se inclinaba sobre el lavabo para lavarse la cara, el bocadillo de ensalada de atún que me ofreció una tarde ventosa mientras, sentados en una mesa de picnic en Lucía, California, tratábamos de atisbar el paso migratorio de las ballenas…, y sentí que amaba a Emily en la medida en que amaba todas esas cosas -de una manera que estaba más allá de la razón y con tal anhelo que sentía la necesidad de inclinar la cabeza-, pero era un amor que se parecía demasiado a la nostalgia. Incliné la cabeza.

– Grady, ¿qué ha sucedido? -quiso saber Crabtree, que se echó hacia adelante hasta apoyar el mentón sobre el respaldo de mi asiento. Sentí el roce de su melena en mi cuello. Me llegó el tenue olor a Cristalle que se le había pegado, y el doble recuerdo de Emily y Sara que reavivó en mí ese aroma me resultó tremendamente doloroso-. ¿Qué le has hecho?

– Le he roto el corazón -respondí-. Creo que descubrió mi lío con Sara.

– ¿Cómo?

– No lo sé -dije. Desde que, hacía ya varios días, almorzó en el Alí Babá con su hermana Deborah, que trabajaba de ayudante de investigación en el Departamento de Bellas Artes de la Universidad de Pittsburgh, le había notado cierto aire ausente. Deborah debía de haber oído algún cotilleo en la universidad y, como buena hermana, se lo había contado a Emily-. Supongo que no fuimos todo lo discretos que convenía.

– ¿Sara? -intervino la señorita Sloviak-. ¿La cena no es en su casa?

– Exacto -respondí-. Allí es.


Era básicamente una formalidad, una primera toma de contacto de los invitados al festival literario del fin de semana, destinada a hacer las oportunas presentaciones antes de que la cosa se pusiese en marcha y todo el mundo tuviera que ir corriendo de un lado para otro. Como se celebraba por la tarde, consistía en un bufé y los invitados tenían que mantener los platos en equilibrio sobre las rodillas; hacia las ocho menos cuarto, cuando tras la informal cena y gracias al alcohol la gente empezaba a confraternizar, llegaba el momento de dirigirse al auditorio del Thaw Hall para la conferencia del viernes por la noche, que daría uno de los dos invitados más ilustres de aquel año. Desde hacía ya once años, la universidad, bajo la batuta del marido de Sara Gaskell, Walter, director del Departamento de Inglés, cobraba a los aspirantes a escritor varios cientos de dólares a cambio del privilegio de recibir los sabios consejos de un panel formado por escritores más o menos conocidos, agentes literarios, editores y una variopinta fauna de personajes neoyorquinos dotados de una sorprendente afición al alcohol y a los chismorreos. Los conferenciantes se alojaban en los dormitorios de la universidad, vacíos durante las vacaciones de primavera, y eran guiados, como si de pasajeros de un crucero se tratara, a través de un apretado programa que incluía demostraciones varias de chispeante agudeza aplicada a la crítica literaria, charlas de autosuperación y lecciones sobre el blablablá del mundo editorial neoyorquino. De hecho, es lo mismo que se enseña en todo el país, y conste que no tengo nada en contra de ello, como tampoco lo tengo por lo que respecta a esa práctica consistente en llenar de americanos horribles una réplica flotante de Las Vegas y pasearlos por una docena de puertos turísticos visitados a una velocidad de treinta nudos. Por regla general, entre los invitados suelo encontrar a uno o dos amigos, y en una ocasión, hace muchos años, conocí a un chico de Moon Township que había escrito un relato tan extraordinariamente bueno que le había bastado para firmar un contrato con mi agente por una novela de la que todavía no había escrito ni una línea, novela que una vez terminada se publicó con gran éxito, se adaptó al cine y agotó varias ediciones; en esa época iba más o menos por la página trescientos de Chicos prodigiosos.

Como lo del festival literario era un invento de Walter Gaskell, la fiesta de apertura se celebraba siempre en su casa, un peculiar edificio de ladrillo, de estilo Tudor y con forma de sombrero de bruja, situado lejos de la calle en un frondoso paraje de Point Breeze, en un terreno que, según me comentó en una ocasión Sara, había sido propiedad de H. J. Heinz, el «rey del ketchup». A lo largo de la acera se veían restos de una vieja y maciza verja de hierro forjado, y en el jardín de los Gaskell, detrás del invernadero de Sara, asomaban un par de raíles oxidados, semienterrados entre la hierba, únicos vestigios de un trenecito con el que se había entretenido de niño algún heredero ya fallecido de Heinz. La casa resultaba demasiado grande para los Gaskell, que, al igual que Emily y yo, no tenían hijos. Y estaba repleta, desde el sótano hasta el desván, de objetos de la colección de recuerdos relacionados con el béisbol de Walter Gaskell, de modo que en las raras ocasiones en que me reunía allí con Sara a solas, nunca lo estábamos realmente: los amplios y oscuros espacios de la casa estaban llenos de la presencia de su marido y de los fantasmas de jugadores y magnates muertos. Walter Gaskell me caía simpático, y jamás logré echarme en su cama sin sentir que una áspera hebra de vergüenza atravesaba la iridiscente seda de mi deseo por su mujer.

En cualquier caso, no voy a pretender convencer a nadie de que nunca tuve intención de liarme con Sara Gaskell. Soy tan enamoradizo, y siento un desprecio tan absoluto por las consecuencias de mis actos, que desde el mismo momento en que empiezo una relación matrimonial me convierto, casi por definición, en adúltero. He pasado por tres matrimonios, y en todos ellos he sido, clara e incontrovertiblemente, el responsable de su disolución. Me propuse liarme con Sara Gaskell desde el mismo momento en que la vi por primera vez, liarme con sus delicados dedos, con el minucioso montaje de peinetas y pasadores gracias al cual su cabello rojizo no le llegaba hasta las caderas, con su conversación que fluía por innavegables recovecos entre orillas opuestas de ternura y mordaz ironía, con el humo de sus interminables cigarrillos. Solíamos vernos en un apartamento situado en East Oakland, propiedad de la universidad; Sara Gaskell era la rectora, y la conocí el día de mi llegada a la universidad. Lo nuestro había empezado hacía ya casi cinco años, sin otra evolución visible que la que va del nervioso forcejeo con la llave en una cerradura que no nos resulta familiar a la instalación en el apartamento de televisión por cable para pasar las tardes de los miércoles metidos en la cama, en ropa interior, viendo viejas películas. Ninguno de los dos tenía el más mínimo interés en dejar a su respectivo consorte, ni en hacer nada que pudiese quebrar el sosiego de lo que ya era un viejo amor, tranquilo y estable.

– ¿Es guapa? -susurró la señorita Sloviak mientras subíamos por los escalones enlosados de la entrada de la casa de los Gaskell. Me dio un golpecito en el estómago, con un gesto que imitaba a la perfección la actitud condescendiente, pero en el fondo amable, de una mujer despampanante para con un hombre de escaso atractivo.

Se suponía que debía responder algo así como: «Para mí, desde luego, lo es», pero, en lugar de eso, dije:

– No tanto como usted.

Lo cierto es que Sara tampoco era más guapa que Emily, y carecía de su porte elegante y su coquetería. Era una mujer grande -alta, tetuda y con un gran trasero- y, como les ocurre a muchas pelirrojas, su belleza variaba según las circunstancias y resultaba inclasificable. Tenía las mejillas y la frente repletas de pecas, y la nariz, si bien de perfil resultaba coqueta y respingona, vista frontalmente parecía bulbosa. A los doce años ya había alcanzado la estatura y la constitución corporal que la caracterizaban, y creo que a causa de ese trauma -y de las exigencias de su status profesional- su vestuario habitual consistía de manera prácticamente exclusiva en pantis, blusas blancas de algodón y nichos trajes sastre de tweed de una gama cromática que iba del marrón claro al oscuro. Llevaba su maravillosa cabellera aprisionada entre un auténtico andamiaje de horquillas; por todo maquillaje, un toque cobrizo en los labios, y aparte del anillo de bodas, el único ornamento que lucía habitualmente eran unas gafas de leer con cristales en forma de medialuna colgadas del cuello con un largo cordón. Desnudarla era una temeridad, una especie de acto vandálico, como abrir las jaulas de un 200 repleto de animales o hacer saltar por los aires una presa.

– Me alegro de verte -le susurré en la oreja en el momento en que se hizo a un lado para que Crabtree y la señorita Sloviak pudiesen pasar al recibidor forrado de madera de roble.

Tuve que susurrárselo en un tono bastante alto, porque el chucho, un husky que respondía al nombre de Doctor Dee, se lo pasaba en grande saludando cada una de mis apariciones en la casa, fueran cuales fuesen las circunstancias, con un pasmoso despliegue de salvajes ladridos. Doctor Dee había quedado ciego de cachorro a causa de una fiebre cerebral, y sus extraños ojos azules tenían una desconcertante tendencia a tropezarse contigo mientras su cabeza apuntaba en otra dirección y pensabas -en mi caso lo deseaba con todas mis fuerzas- que se había olvidado de ti. Sara siempre echaba la culpa de la hostil recepción con que me agasajaba a su cerebro debilitado por las fiebres -desde luego, era un perro realmente desquiciado, olfateador obsesivo y aficionado a coleccionar de manera compulsiva todo tipo de palos-, pero el chucho ya era de Walter antes de casarse con ella, lo cual sospecho que algo tendría que ver con sus sentimientos respecto a mi persona.

– ¡Calla, Dee! No le haga caso -le dijo Sara a la señorita Sloviak, cuya mano estrechó con un ligero destello de curiosidad científica en los ojos-. Terry, es un placer volver a verte. Vas muy elegante.

Sara era una experta en dar la bienvenida a los invitados y parecía encantada de vernos, pero su mirada resultaba ligeramente vaga y había cierta tensión en su tono de voz, por lo que me percaté de que algo la preocupaba. Al inclinarse para recibir un beso de Crabtree, dio un traspiés y perdió el equilibrio. La agarré por el codo para que no se cayese.

– ¡Ten cuidado! -le dije.

Uno de los grandes atractivos de la recepción inaugural del festival literario era, al menos para mí, la oportunidad que brindaba de contemplar a Sara Gaskell con zapatos de tacón y un vestido.

– Lo siento -dijo mientras se sonrojaba de arriba abajo, hasta la cara interna de sus pecosos brazos-. Son estos malditos zapatos. No sé cómo se las arregla la gente para dar un paso con los pies enfundados en estas cosas.

– Es cuestión de entrenamiento -sentenció la señorita Sloviak.

– Tengo que hablar contigo -le dije a Sara en voz baja-. Ahora.

– ¡Qué gracioso! -comentó, con su habitual tono de chanza. No me miró, pero le dedicó una sardónica sonrisa a Crabtree, pues sabía que estaba al corriente de lo nuestro-. Yo también tengo que hablar contigo.

– Creo que él tiene más necesidad -sugirió Crabtree, y le tendió su abrigo y el de la señorita Sloviak.

– Lo dudo -replicó Sara. El vestido (una pieza completamente amorfa de rayón negro con escote recto y mangas cortas de encaje) se le subía un poco por detrás y se le pegaba a los pantis, de manera que cuando cruzó con sonoros taconazos el recibidor, con los brazos y el cuello desnudos, haciendo equilibrios sobre los tobillos y con el pelo recogido con el relativo desaliño que reservaba para las grandes ocasiones, había una desmañada magnificencia en sus movimientos, una precipitación inconsciente, que me pareció encantadora. Sara ignoraba por completo qué aspecto tenía y qué efecto podía provocar en un hombre su cuerpo voluminoso y paquidérmico. En equilibrio sobre los modestos cinco centímetros de sus tacones, se desprendía de ella cierto aire de calculada osadía, como ocurre con esos rascacielos, poco corrientes, que se van ensanchando a medida que se alejan del suelo: sesenta y tres pisos acristalados sobre una punta de acero.

– Tripp, ¿qué le has hecho a este perro? -preguntó Crabtree-. Parece que apartar sus ojos de tu yugular es superior a sus fuerzas.

– Es ciego -le informé-. No puede ver mi yugular.

– Pero apuesto a que sabe perfectamente cómo dar con ella.

– Oh, vamos, ¡basta, Doctor Dee! -dijo Sara-. ¡Ya está bien!

La señorita Sloviak miró con inquietud al perro, que, situado entre Sara y yo, había adoptado su actitud favorita, inmóvil, mostrando la dentadura y lanzando unos ladridos de talante operístico.

– ¿Por qué le detesta tanto? -quiso saber la señorita Sloviak.

Me encogí de hombros y noté que me sonrojaba. No hay nada más embarazoso que haberse ganado la desaprobación de un animal perspicaz.

– Le debo algún dinero -respondí.

– Grady, cariño -dijo Sara mientras me tendía los abrigos-. ¿Puedes dejarlos encima de la cama de la habitación de invitados?

El tono de su voz dejaba entrever claramente que se trataba de una estratagema.

– No sé si sabré dar con ella -me disculpé, aunque me había revolcado con Sara sobre esa cama en más de una ocasión.

– Bueno, en ese caso te enseñaré el camino -dijo Sara, que por su tono parecía desconcertada.

– Creo que será lo mejor -dije.

– Entre tanto -dijo Crabtree-, nosotros nos pondremos cómodos. ¿Os parece bien? Bueno, viejo Doctor, ¿cómo va eso, perrito?

Se arrodilló para acariciar a Doctor Dee, aplastó su frente contra el atormentado semblante del perro y empezó a murmurarle cariñosamente secretos editoriales. Doctor Dee dejó de ladrar y se puso a olfatear la melena de Crabtree.

– Terry, ¿puedes buscar a mi marido y decirle que encierre a Doctor Dee en el lavadero hasta que acabe la fiesta? Gracias. No te preocupes, lo reconocerás en cuanto lo veas. Tiene los ojos iguales que los de Doctor Dee y es el hombre más apuesto de la sala. -Era cierto. Walter Gaskell era un prototípico habitante de Manhattan, alto, de cabello cano, cintura ajustada y hombros amplios, con unos ojos azules de los que emanaba esa mirada luminosa y vacía típica de los alcohólicos rehabilitados-. Un vestido precioso, señorita Sloviak -añadió Sara, que ya había empezado a subir por las escaleras.

– Es un tío -le dije a Sara mientras subía detrás de ella cargado con el montón de abrigos.


En el verano de 1958, en los periódicos de Pittsburgh apareció la noticia de que Joseph Tedesco, natural de Nápoles y ayudante de mantenimiento de las instalaciones deportivas de Forbes Field, había sido despedido por haber plantado un huerto ilegal en un declive de terreno desocupado situado junto al muro del estadio de béisbol. Era el tercer verano consecutivo que trabajaba allí; anteriormente había montado una serie de modestas empresas que siempre acababan fracasando, entre ellas un negocio casero de jardinería, un pomar y un semillero. Era un trabajador concienzudo, pero un gestor desastroso, y dos de sus negocios se fueron a pique por el caos que reinaba en los libros de contabilidad. Los restantes los perdió por su afición a la bebida. Un día, su bien cuidado pero demasiado exuberante huertecito -con sus tomates, calabacines y judías que se enroscaban alrededor de largos palos-, situado a unos ciento veinticinco metros de la base del bateador, fue descubierto con horror por un agente inmobiliario que estaba tratando de cerrar el trato para la venta de los terrenos del campo de béisbol a la Universidad de Pittsburgh. Al poco tiempo al señor Tedesco no le quedó otro remedio que pasarse el día sentado en la sala de estar de su casa, en Greenfield, con sus enormes calzoncillos por toda vestimenta, mientras sus antiguos compañeros se dedicaban a repintar con tiza las líneas semiborradas y a limpiar a fondo el campo. Entonces la injusticia de que había sido víctima saltó a los periódicos, lo que provocó airadas reacciones de la opinión pública y una protesta formal de los sindicatos. Y una semana después de que estallase el escándalo, el señor Tedesco había recuperado su trabajo, tras cumplir con su promesa de arrancar sus ilegales verduras y trasplantarlas al jardincito tamaño sello de correos de su casa de la avenida Neeb. Unas semanas más tarde, justo después del partido de las estrellas, en plena celebración del octavo cumpleaños del menor de sus hijos, la única niña, el señor Tedesco, que había bebido mucho, se atragantó con un trozo de carne mientras se reía a carcajadas de un chiste y murió, rodeado de su esposa, sus hijos, sus dos nietos y sus hileras de judías. Dominada por un extraño cariño póstumo, su hija lo recordaba como un hombre grandullón, gordo e incompetente; un mañoso hiperactivo, lleno de malos hábitos, que cometió una especie de suicidio por exceso de glotonería.

No sé hasta qué punto recuerdo bien la historia, pero me sirve para ilustrar lo difícil que me resulta explicar por qué una mujer tan sensata y tan amiga del orden como Sara Gaskell pudo malgastar siquiera una hora con un hombre como yo. Su madre, a la que había saludado en un par de ocasiones, era una dama polaca de aspecto robusto, tristona y reservada, que vestía ropa negra, lucía un bigote blanco y trabajaba en una lavandería. Para sacar adelante a su hija, huérfana de padre, tuvo que utilizar todas las armas a su disposición a fin de borrar el insustancial legado de fracaso y excesos de Joseph Tedesco y educar a la chica para que fuese siempre a lo seguro, aunque los éxitos conseguidos fueran modestos. Así que Sara dejó a un lado su temprano amor por la literatura, se puso a estudiar contabilidad y se diplomó en administración de empresas. Rechazó las propuestas matrimoniales de los dos primeros grandes amores de su vida para no comprometer su carrera, pero una vez convertida en rectora de nuestra universidad, a los treinta y cinco años, decidió que ya podía pensar en casarse.

Para tal fin eligió al jefe del Departamento de Inglés, que tenía todos sus asuntos en orden, una carrera sólida, hábitos hogareños y una colección de siete mil libros no simplemente colocados por orden alfabético, sino agrupados por épocas y países. En su condición de octava hija de una familia pobre de Greenfield, se sentía atraída por las refinadas maneras de Walter, su educación en Dartmouth, sus conocimientos acerca de la navegación a vela y el ático de sus padres en uno de los barrios más elegantes de Nueva York. A su madre le parecía un chico estupendo. Sara se dijo que era, literalmente, el mejor hombre con el que podía soñar. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de su madre, Sara seguía poseyendo una vena napolitana arrebatada y sentimental, lo cual, unido a cierto magnetismo que por lo visto descubrió que emanaba de mi persona, podría ayudar a comprender la buena gana con que ponía en peligro su estable existencia a cambio del dudoso placer de mi compañía.

La otra explicación factible era que mi amante era una adicta y yo producía su droga favorita. Sara leía cualquier libro que pusieses en sus manos -Jean Rhys, Jean Shepherd, Jean Genet- a un ritmo uniforme de sesenta y cinco páginas por hora, disciplinada e incansablemente, sin aparente placer. Leía antes de levantarse de la cama, sentada en el retrete o estirada en el asiento trasero del coche. Cuando iba al cine, llevaba un libro para leer antes de que empezase la película, y no era raro encontrársela de pie ante el microondas, con un tenedor en una mano y un libro en la otra, por ejemplo, releyendo At Lady Molly's, [6] por tercera vez (era una devoradora de sagas y series novelísticas) mientras calentaba un bol de sopa de fideos. Si no tenía nada más que leer, devoraba cuantos periódicos y revistas hubiese en casa -leer era para ella una especie de piromanía-, y si acababa con ellos se lanzaba sobre folletos de compañías aseguradoras, prospectos de hoteles, garantías de productos diversos, envíos publicitarios, cupones… En una ocasión vi cómo Sara, al terminar el libro de C. P. Snow que estaba leyendo en mitad de uno de los largos baños que tomaba para combatir el dolor de espalda, se lanzaba desesperadamente a examinar la etiqueta de un frasco de Listerine. Incluso había leído mi primer libro mucho antes de que nos conociéramos, y me complacía imaginar que fue mi primera lectora. Siempre he pensado que cada escritor tiene un lector ideal, y yo tenía la suerte de que al mío, además, le gustaba acostarse conmigo.

– Déjalos ahí -me dijo, con una entonación teatral al tiempo que señalaba con un gesto de guía turístico una pequeña habitación de paredes azul claro, suelo de parqué, un mirador y techo alto como el resto de las habitaciones de la casa. Entré con los abrigos; Sara me siguió y cerró la puerta. En la pared de la izquierda, al lado de un armario Imperio, colgaban un par de marcos oblongos que contenían programas de partidos de béisbol. Les había echado un vistazo en otra ocasión, y sabía que correspondían a los encuentros disputados por los Yankees de Nueva York durante la temporada 1949-50. La pared de enfrente estaba cubierta de fotografías del estadio de los Yankees, tomadas en diferentes épocas de su historia. Contra esa pared se apoyaba la cabecera con columnitas de una cama de la que pendían faldas de tela blanca con volantes. La cama estaba cubierta por una sábana blanca y lisa, sin mantas ni colcha. Hice que Sara se tumbase en ella, y los abrigos de Crabtree y la señorita Sloviak resbalaron y cayeron al suelo. Subí a la cama, me coloqué junto a Sara y contemplé la expresión inquieta de su rostro.

– ¡Hola! -dije.

– ¡Hola, muchachote!

Le levanté la falda y puse la palma de la mano sobre el nacimiento de su cadera izquierda, donde el elástico de los pantis se ceñía sobre su piel. Deslicé la mano bajo el elástico hasta acariciar por enésima vez el vello de su pubis; era un gesto automático, como el del tipo sin suerte que hunde la mano en el bolsillo buscando su patita de conejo. Sara posó sus labios en mi cuello, por debajo del lóbulo de la oreja. Sentí cómo trataba de relajar los músculos de su cuerpo apoyándose contra mí. Me desabrochó el botón superior de la camisa, deslizó la mano por mi pecho y me acarició el pezón izquierdo.

– Me pertenece -dijo.

– Por supuesto -admití-. Es todo tuyo.

Después guardamos silencio durante un minuto. La habitación de invitados estaba justo encima de la sala y se oían las fiorituras pianísticas de Oscar Peterson revoloteando a nuestros pies.

– ¿Y bien? -dije finalmente.

– Primero tú -respondió.

– De acuerdo. -Me quité las gafas, contemplé las motas de polvo en los cristales y me las volví a poner-. Esta mañana…

– Estoy embarazada.

– ¿Qué? ¿Estás segura?

– Hace nueve días que debería haber tenido la regla.

– Bueno, nueve días, eso no significa…

– Estoy segura -dijo-. Sé que estoy embarazada, Grady, porque a pesar de que el año pasado, al cumplir los cuarenta y cinco, abandoné toda esperanza de tener hijos, hace un par de semanas volví a acariciar esa idea. Quiero decir que me di cuenta de que la acariciaba. Supongo que recuerdas que incluso hablamos de ello.

– Lo recuerdo.

– Por lo tanto, está claro.

– ¿Y cómo te sientes?

– ¿Cómo te sientes tú?

Reflexioné unos instantes.

– Bueno, yo diría que es un complemento interesante a las noticias que tengo que darte -dije-. Emily me ha abandonado esta mañana. -Noté que se quedaba muy quieta, como tratando de oír pasos en el pasillo. Me callé y escuché un momento, hasta que me percaté de que, simplemente, estaba esperando a que continuase-. Creo que va en serio. Se ha ido a pasar el fin de semana a Kinship, pero me parece que no piensa volver a casa.

– ¡Oh! -dijo con flema, como si yo acabase de comentar un hecho moderadamente interesante sobre la fabricación del yeso-. En ese caso, supongo que lo que deberíamos hacer es divorciarnos de nuestros respectivos cónyuges, casarnos y tener el niño, ¿no?

– Muy sencillo -respondí.

Seguí tendido en la cama, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando los rostros melancólicos e iluminados por el sol de los jugadores de béisbol en las fotos que colgaban de la pared que teníamos detrás. Estaba tan pendiente de la respiración fatigada y desacompasada de Sara, que me resultaba imposible respirar con normalidad. Tenía el brazo izquierdo aprisionado bajo su cuerpo y empezaba a sentir el hormigueo de la falta de circulación sanguínea en las yemas de los dedos. Me fijé en la mirada triste y competente de Johnny Mize. Me pareció la clase de hombre que no dudaría en aconsejar a su amante que abortase, aun tratándose de su primer hijo y posiblemente del único que podría concebir.

– ¿La amiga de tu amigo Terry es realmente un tío? -preguntó Sara.

– Creo que sí -respondí-. Sobre todo conociendo a Crabtree.

– ¿Y él qué te ha comentado?

– Que quiere echarle un vistazo a mi libro.

– ¿Se lo vas a enseñar?

– No lo sé -dije. La mano ya se me había dormido por completo, y empezaba a sentir un hormigueo en el hombro izquierdo-. No sé lo que voy a hacer.

– Yo tampoco -aseguró Sara. De uno de sus ojos brotó una lágrima, que se deslizó por el caballete de su nariz. Se mordisqueó el labio y cerró los ojos. Estaba tan cerca de ella, que podía examinar el trazado de las venas de sus párpados.

– Sara, cariño -dije-, me estás aplastando. -Sacudí suavemente el brazo, tratando de liberarlo-. Estás echada encima de mi brazo.

No se movió; se limitó a abrir los ojos, ya secos, y me miró con severidad.

– Pues me parece que vas a tener que aguantarte -dijo.


Durante bastantes años fui aficionado a darle a la botella; cuando lo dejé, se me hizo evidente la triste realidad de las fiestas: un hombre sobrio en una fiesta se siente solitario como un periodista, implacable como un juez, amargado como un ángel que contemplara la tierra desde el cielo. Hay algo absolutamente desquiciado en asistir a una concurrida reunión de hombres y mujeres sin la ayuda de algún tipo de filtro o polvitos mágicos para difuminar la conciencia y obnubilar las facultades críticas. Con todo, no pretendo hacer un panegírico de la sobriedad. De todos los estados de conciencia asequibles al consumidor moderno, me parece el más sobrevalorado. Personalmente, no dejé de beber porque la bebida fuera un problema para mí, aunque supongo que habría podido llegar a serlo, sino porque el alcohol, por algún misterioso motivo, se había convertido en un veneno tal para mi organismo que una noche media botella de George Dickel hizo que se me parase el corazón durante casi veinte segundos (resultó que era alérgico a ese brebaje). Pero cuando, después de cinco discretos minutos, seguí los pasos de Sara y la reluciente perla de proteínas alojada en los más íntimos pliegues de su vientre para unirme a la fiesta inaugural del fin de semana, la perspectiva de moverme por la sala sobrio me pareció fuera de mi alcance, y por primera vez en varios meses estuve tentado de servirme un trago. Volvieron a presentarme a un individuo tímido y con pinta de duendecillo, cuya prosa figura entre las más admiradas del país, de cuya compañía ya había disfrutado en otras ocasiones. Pero aquella tarde me pareció un viejo bocazas, engreído y lúbrico, que flirteaba con jovencitas para conjurar su miedo a la muerte. Me encontré con una escritora cuyos relatos habían hecho palpitar mi corazón una y otra vez durante los últimos quince años, pero sólo me fijé en el ajado cuello y la mirada vacía de una mujer que había malgastado su vida. Saludé a estudiantes talentosos, jóvenes profesores rebosantes de ambiciones, colegas del departamento a los que tenía buenas razones para admirar y apreciar, y escuché sus risas falsas, sentí su oculta insatisfacción a causa de su aspecto físico, su status académico y su ropa, y olí el hedor a cerveza y whisky de su aliento. Eludí a Crabtree, para quien tenía la sensación de haberme convertido en un descomunal saldo negativo en el balance de su vida. Y en cuanto a la señorita Sloviak, aquel tío que se paseaba con un vestido y tacones de aguja… Era tan patético, que me daban repeluznos sólo de pensarlo. No me sentía en condiciones de conversar con nadie, así que me escabullí por la cocina y salí al porche trasero para fumarme un canuto.

Aunque ya no llovía, el aire todavía estaba muy cargado de humedad y por todo Point Breeze se seguía oyendo el repiqueteo de los canalones de desagüe. Alrededor de la iluminada casa de los Gaskell se extendía una luz brumosa. Veía los cristales del invernadero centelleando a lo lejos como si fuesen trozos de hierro mojado. Sara llevaba años obsesionada por lograr que sus forsitias brotasen temprano y podar sus crisantemos de invernadero para guiar su crecimiento, pero pensé que a las plantas podían complicárseles las cosas si ella decidía tener el niño y cuidar de él. Lo cual, desde luego, no parecía muy probable, ya que los rectores universitarios se cuentan entre las últimas personas de los Estados Unidos que deben cimentar sus carreras sobre materiales tan pasados de moda como la probidad, la discreción y la buena reputación. Gracias a un riguroso programa consistente en confiar en mi buena suerte y administrarme generosas dosis de THC, [7] hasta entonces me las había arreglado para no dejar preñada a ninguna mujer. Pero sabía que Sara y Walter llevaban años sin tener relaciones sexuales, así que el niño tenía que ser mío. De pronto me sentí perplejo y algo asustado al verme perdido, después de tanto tiempo, en las marfileñas colinas de abortilandia. Una operación tremendamente simple, decía la propaganda. Se limitan a insuflar un poco de aire. Sentía lástima por Sara y cierto remordimiento respecto a Walter, pero, por encima de todo, me embargaba una intensa decepción personal. Me había pasado toda la vida soñando con despertarme una mañana cualquiera en la ciudad destinada a ser mi hogar, en los brazos de la mujer a la que estaba destinado a amar, rodeado de amistosos vecinos y construyendo el cambiante pero esencialmente invariable paisaje de mi destino. Pero, por contra, a mis cuarenta y un años había dejado atrás docenas de casas, gastado montones de dinero en caprichos momentáneos y cosas que se habían esfumado, me había enamorado perdidamente de al menos diecisiete mujeres para después perder de repente todo interés por ellas, mi madre habla muerto siendo yo un niño y mi padre se había suicidado, y ahora, una vez más todo iba a cambiar con imprevisibles resultados. Y, sin embargo, nunca había logrado acostumbrarme a la vertiginosa transitoriedad de las cosas. La única parte de mi mundo que seguía adelante, inalterable y sólida, era Chicos prodigiosos. Empezó a rondarme por la cabeza, y no era la primera vez que me sucedía, la deprimente idea de que mi novela podía convertirse en una obra póstuma inacabada. Metí la mano en el bolsillo de mi camisa y cogí lo poco que quedaba del porro que Crabtree y yo nos fumamos en el coche mientras esperábamos que apareciese Emily.

Acababa de encender la aplastada colilla y estaba contemplando uno de los crípticos alineamientos de palos de Doctor Dee, cuando oí los chirridos producidos por un par de suelas de goma al caminar sobre la hierba húmeda. Levanté la vista y vi una silueta que salía de las sombras del porche a la luz y cruzaba el jardín en dirección al invernadero. Era un hombre, alto, vestido con un abrigo largo, con las manos en los bolsillos. Rodeó el invernadero y siguió caminando hasta llegar a los dos raíles que, brillando apenas en la oscuridad, atravesaban el jardín de los Gaskell de este a oeste y que en otros tiempos habían servido para transportar al entonces todavía niño y posterior magnate de la saga Heinz por toda la extensión de sus dominios en miniatura. Al ver a aquel hombre en el jardín me sobresalté, y por un instante sentí incluso miedo -a Sara y Walter les habían robado hacía un par de meses-, pero enseguida reconocí aquel abrigo largo, aquellas espaldas cargadas y aquel pelo echado hacia atrás, negro y brillante como los cristales del invernadero. Era mi alumno James Leer, que ahora estaba quieto entre ambos raíles, con la cara alzada hacia el cielo, como si estuviese aguardando el paso de una veloz locomotora fantasma que lo arrollase.

Me sorprendió su presencia allí. Por regla general, los estudiantes a los que se invitaba a la fiesta inaugural en casa de la rectora eran los que colaboraban en el festival, como mecanógrafos o telefonistas, grapando programas o ejerciendo de improvisados chóferes, y ése no era el caso de James. Claro que tratándose de un prometedor joven aspirante a escritor, uno siempre puede aplicar las normas con cierta laxitud para darle la oportunidad de codearse con auténticos escritores en su hábitat natural, y, sin duda, James Leer era muy prometedor, pero no era la clase de muchacho que indujese a nadie a aplicar las normas con laxitud para hacerle un favor. Traté de recordar si lo había invitado yo mientras él seguía inmóvil, mirando el cielo sin rastro de estrellas. De pronto sacó la mano derecha del bolsillo y distinguí en ella un brillo plateado, de cristal o metal, como el destello de un espejo.

– ¿James? -dije-. ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo?

Bajé del porche, con el canuto en la mano, y crucé el jardín hacia donde estaba.

– Es de mentira -dijo James Leer, y me mostró la palma de su mano, sobre la que descansaba una pequeña pistola plateada, un «modelo para señoras» con empuñadura nacarada, no más grande que una baraja de naipes-. ¡Hola, profesor Tripp!

– ¡Hola, James! -respondí-. Me preguntaba qué estabas haciendo.

– Es de mi madre -me explicó-. La ganó en un local de tragaperras en Baltimore, en una de esas máquinas con un gancho para coger obsequios. Fue cuando estudiaba en la escuela católica. La pistola disparaba unas bolitas de papel, pero ya no se encuentran en ninguna parte.

– ¿Y por qué la llevas encima? -le pregunté, y alargué el brazo para cogerla.

– No lo sé -respondió. Cerró el puño sobre la pistolita y se la guardó en el bolsillo del abrigo-. La encontré en un cajón en casa y empecé a llevarla encima. Supongo que para que me dé buena suerte.

Su abrigo constituía una seña de identidad inconfundible. Era una prenda impermeable comprada de saldo, con un forro de franela a cuadros, amplias solapas y aspecto de haber cumplido durante muchos años la misión de proteger de la lluvia las cargadas espaldas de una larga serie de casos perdidos, vagos y vagabundos. Desprendía un olor a estación de autobuses tan desolador que, con sólo acercarte a él, podías sentir que la mala suerte se te echaba encima.

– No estoy invitado. Lo digo por si se pregunta qué hago aquí -comentó. Se reacomodó con un gesto brusco la pequeña mochila que llevaba a la espalda y me miró a los ojos por primera vez. Era un muchacho bien parecido, de ojos grandes y oscuros que siempre parecían brillantes y humedecidos por las lágrimas, nariz recta, labios colorados y cutis limpio; pero había algo difuso e indeterminado en sus rasgos, como si todavía estuviese en pleno proceso de decidir qué rostro quería tener. Iluminado por la pálida luz proveniente de la casa parecía terriblemente joven-. La verdad es que me he colado. He venido con Hannah Green.

– No importa -dije. Hannah Green era la alumna más prometedora de todo el departamento. Tenía veinte años, era muy guapa y ya había publicado un par de cuentos en el Paris Review. Su estilo era sencillo y poético como la lluvia sobre una margarita; estaba particularmente dotada para las descripciones de campos vacíos y de caballos. Vivía en el sótano de mi casa por un alquiler de cien dólares al mes, y yo estaba perdidamente enamorado de ella-. Puedes decir que te he invitado yo. Es más, debería haberlo hecho.

– ¿Qué hace aquí fuera?

– Pues la verdad es que me iba a fumar un canuto. ¿Te apetece?

– No, gracias -respondió con cierta incomodidad. Se desabrochó el abrigo y vi que todavía llevaba el ceñido traje negro y la escuálida corbata que había lucido por la tarde durante el debate sobre su relato, con una camisa a cuadros de tonos pálidos-. No me gusta perder el control de mis emociones.

Al oírle decir eso se me ocurrió que acababa de hacer un perfecto diagnóstico del gran problema de su vida, pero no dije nada y di una larga calada al canuto. Era agradable estar al aire libre a oscuras, rodeado de hierba húmeda, sintiendo la llegada de la primavera y la inminencia de alguna catástrofe. Supuse que James no se sentía cómodo estando allí de pie junto a mí, pero sabía que se habría sentido mucho peor dentro, sentado en un sofá, con un canapé en la mano. James Leer era un alma furtiva y escurridiza. No encajaba en ningún sitio y estaba mucho mejor lejos de los demás.

– ¿Hannah y tú salís juntos? -le pregunté al cabo de un rato. Sabía que últimamente se habían visto y habían ido al cine juntos, al Playhouse y al Filmmakers'-. ¿Estáis enrollados?

– ¡No! -respondió sin vacilar. Estaba demasiado oscuro para comprobar si se había puesto colorado, pero lo que sí pude observar fue que había desviado la mirada-. Venimos de ver El hijo de la furia en el Playhouse. -Volvió a levantar la vista y se le animó la cara, tal como solía suceder cuando tenía la oportunidad de hablar de su tema preferido-. Con Tyrone Power y Frances Farmer.

– No la he visto.

– En mi opinión, Hannah se parece a Frances Farmer. Por eso quería que viese la película.

– Frances Farmer se volvió loca.

– Igual que Gene Tierney. También sale en la película.

– Parece interesante.

– No está mal. -Sonrió. Al hacerlo torcía la boca y mostraba toda la dentadura, lo cual le hacía parecer todavía más joven-. Creo que necesitaba animarme un poco.

– Supongo que sí -dije-. Hoy han sido muy duros.

Se encogió de hombros y volvió a desviar la mirada. Aquella tarde, al comentar el cuento de James, sólo uno de los alumnos dijo algo positivo sobre él: Hannah Green. Pero incluso su comentario se basaba en una magistral combinación de ambigüedad y tacto. En la medida en que era posible descifrar la trama del relato entre la maraña de frases fragmentarias y la insólita puntuación que caracterizaban el estilo de James Leer, éste narraba la historia de un chico víctima de abusos sexuales por parte de un sacerdote y al que, cuando empezaba a mostrar signos de desequilibrio emocional con un raro y destructivo comportamiento, su madre llevaba a confesarse con ese mismo sacerdote. El relato terminaba con el chico mirando a través de la rejilla del confesionario mientras su madre salía de la iglesia y desaparecía en el soleado exterior; las palabras finales eran: «Rayo. De luz.» Se titulaba, de forma incomprensible, Sangre y arena. Como los de todos sus cuentos, el título había sido tomado de una película de Hollywood; otros relatos suyos llevaban títulos como: Swing Time, La llama de Nueva Orleans, Avaricia o A todo gas. Todos ellos eran piezas opacas y fragmentarias, centradas en las trágicas fisuras que se producían en las relaciones entre niños y adultos. Ninguno de los títulos parecía tener la más mínima conexión con la historia que se narraba. Otro tema recurrente era su visión tremendamente negativa del catolicismo. Los restantes alumnos tenían serios problemas para sacar conclusiones sobre lo que escribía James Leer. Se daban cuenta de que sabía lo que se hacía y tenía un talento innato para llevarlo a cabo; pero los resultados eran tan incomprensibles y poco gratos para el lector, que solían producir irritación, como la que había aflorado aquella tarde en el aula.

– Les ha parecido detestable -dijo-. Creo que les ha indignado más que cualquiera de los otros.

– Lo sé -admití-. Siento haber permitido que las cosas se salieran de madre.

– No se preocupe por eso -respondió, y movió los hombros para reacomodar las correas de su mochila-. Supongo que a usted tampoco le ha gustado el cuento.

– Bueno, James, no, yo…

– No tiene importancia -dijo-. Lo escribí en sólo una hora.

– ¿Una hora? Pues tiene mérito. -A pesar de sus terribles defectos, era un denso e intenso ejercicio de escritura-. Me cuesta creerlo.

– Antes de redactarlos, los escribo mentalmente. Me cuesta conciliar el sueño, así que lo hago mientras estoy echado en la cama. -Suspiró y añadió-: Bueno, supongo que tiene que volver dentro. La conferencia debe de estar a punto de empezar.

Levanté la muñeca buscando alguna fuente de luz para consultar el reloj. Eran las ocho menos veinticinco.

– Tienes razón -admití-. Vamos.

– Es que… bueno… -dijo-. Creo que me voy a casa. Me parece que todavía estoy a tiempo de tomar el setenta y cuatro.

– ¡Oh, vamos, no digas tonterías! -protesté-. Entra a tomar una copa y después ven a la conferencia. Te va a gustar. Y, además, ¿has estado alguna vez en casa de la rectora? Es realmente bonita, James. Vamos, te presentaré a la gente.

Le mencioné los nombres de los dos escritores que aquel año eran los invitados de honor.

– Ya los conozco -dijo fríamente-. Y, por cierto, ¿qué son todos esos programas de partidos de béisbol?

– El doctor Gaskell los colecciona. Tiene una infinidad de recuer… ¡Oh!

De pronto, ante mis ojos el aire se llenó de lentejuelas y noté que mis rodillas entrechocaban. Para mantener el equilibrio me agarré al brazo de James, que me pareció ligero y delgado como un tubo de cartón.

– ¡Profesor! ¿Se encuentra bien?

– Estoy bien, James. Sólo un poco colocado.

– Esta tarde en clase, no tenía usted muy buen aspecto. A Hannah también se lo ha parecido.

– Últimamente no duermo bien -le expliqué. De hecho, durante todo el mes pasado había padecido súbitos brotes de vértigos y aturdimiento, que me sobrevenían en los momentos más impensados y me llenaban el cráneo de estrellitas, como si acabara de recibir un mazazo-. Ya se me pasará. Pero será mejor que vuelva a meter ahí dentro mi viejo y gordo cuerpo.

– Muy bien, de acuerdo -dijo, y liberó su brazo de la presión de mi mano-. Le veré el lunes.

– ¿No piensas ir a ninguno de los seminarios?

Negó con la cabeza y dijo:

– No creo. Tengo…, tengo muchos trabajos atrasados.

Se mordisqueó el labio, dio media vuelta y se marchó por el jardín en dirección a la casa, con las manos de nuevo metidas en los bolsillos. Imaginé que con la derecha asiría la lisa empuñadura nacarada de su pistola de juguete. Mientras se alejaba, la mochila golpeteaba contra su espalda y las suelas de sus zapatos rechinaban. No sé por qué, pero sentí lástima al verlo marcharse. Tenía la impresión de que era la única persona cuya compañía me habría resultado grata en aquel momento, precisamente porque era arisco y solitario y estaba desesperado, presa del desasosiego y el aturdimiento causado por los múltiples síntomas del mal de la medianoche. Porque, sin duda, lo padecía. Antes de doblar la esquina, James alzó la vista hacia las ventanas de la parte trasera de la casa y permaneció muy quieto, con la cara levantada e iluminada por las luces de la fiesta. Miraba a Hannah Green, que estaba junto a la ventana del comedor, dándonos la espalda. Su melena pajiza estaba despeinada y se desparramaba en todas direcciones. Explicaba alguna cosa gesticulando ostensiblemente con las manos. Todos los que la escuchaban se reían a carcajadas.

Al cabo de unos instantes, James Leer desvió la mirada y se marchó. Su cabeza fue absorbida por la sombra que proyectaba la casa.

– ¡Espera un momento, James! -dije-, ¡No te vayas todavía!

Se volvió y su rostro emergió de la sombra. Me acerqué a él balanceando la colilla del porro.

– Entra un minuto -le propuse, con un susurro que sonó tan siniestro y poco amistoso que me sentí avergonzado-. En el piso de arriba hay algo que creo que deberías ver.


Cuando volvimos a la cocina, la fiesta estaba tocando a su fin. Walter Gaskell ya había conducido al auditorio a un amplio grupo de invitados, entre ellos al pequeño elfo con jersey de cuello de cisne que esa noche iba a darnos una conferencia titulada «El escritor como Doppelgänger». [8] Sara, ayudada por una chica con un delantal gris, estaba muy atareada vaciando cuencos en el cubo de basura de la cocina, cubriendo con plástico platos con galletas y volviendo a poner los tapones de corcho en botellas de vino semivacías. Como el grifo del fregadero estaba abierto, no nos oyeron pasar hacia la sala, donde una brigada de estudiantes se dedicaba a recoger platos de cartón y ceniceros rebosantes de colillas. Yo seguía sintiéndome muy colocado, ligero y etéreo como un fantasma, y ya no tenía tan claro como hacía un rato qué me había impulsado a arrastrar a hurtadillas a James Leer hasta el dormitorio de los Gaskell para enseñarle lo que pendía de una percha plateada en el armario de Walter Gaskell.

– Grady -dijo al verme una de las estudiantes, llamada Carrie McWhirty. Había sido una de las detractoras más crueles de James Leer aquella tarde, y eso que como escritora era pésima. Sin embargo, despertaba en mí cierta ternura y lástima, porque estaba trabajando en una novela titulada Liza y los hombres pantera desde que tenía nueve años; casi la mitad de su vida, más tiempo del que yo llevaba dedicado a Chicos prodigiosos-. Hannah te estaba buscando. Hola, James.

– ¡Hola! -saludó James, sin demasiado entusiasmo.

– ¿Hannah? -pregunté. La sola idea de que me hubiese estado buscando provocó que me invadiera una confusa sensación de pánico o placer-. ¿Adónde ha ido?

– Estoy aquí, Grady -dijo Hannah desde el recibidor, asomando la cabeza en la sala-. Me preguntaba dónde os habíais metido.

– Uh, estábamos en el jardín -aclaré-. Teníamos que hablar de algunas cosas.

– No lo pongo en duda -dijo Hannah, que estaba leyendo la caligrafía rosácea escrita en el blanco de mis ojos por la marihuana.

Llevaba una camisa de franela a cuadros, de hombre, embutida con descuido en unos Levi's muy holgados, y las ajadas botas de vaquero rojas sin las que no la había visto nunca, ni siquiera cuando deambulaba por casa en albornoz, pantalones de chándal o pantaloncitos deportivos. En los momentos ociosos me gustaba evocar la imagen de sus pies desnudos, largos e inteligentes, relucientes, con un poco de vello finísimo y las uñas pintadas del mismo rojo que el del cuero de las botas. Más allá de la despeinada melena pajiza y cierta rotundidad de la mandíbula -Hannah era oriunda de Provo, Utah, y tenía el rostro amplio y testarudo de las chicas del Oeste-, resultaba difícil encontrarle algún parecido con Frances Farmer; pero Hannah Green también era muy guapa, y además lo sabía, así que diría que ponía todo su empeño en no permitir que eso la jodiese. Tal vez fuese esa lucha contra el destino lo que hacía pensar a James Leer que habría cierta semejanza entre ellas.

– No, en serio -añadió Hannah-. James, ¿quieres que te acompañe a casa? Ya me marcho. Pensaba acompañar también a tus amigos, Grady. A Terry y su amiga. Por cierto, ¿quién es…? Eh, Grady, ¿qué te pasa? Pareces hecho polvo.

Me cogió del brazo -era de esas personas a las que les encanta tocar a la gente- y di un paso atrás. Siempre me escabullía de Hannah Green -aplastándome contra la pared cuando nos cruzábamos por un pasillo vacío, o escondiéndome detrás de un periódico cuando nos encontrábamos a solas en la cocina-, con una sorprendente e incomprensible tenacidad que me resultaba difícil explicarme. Supongo que sentía cierto alivio por el hecho de que mi relación con la joven Hannah Green siguiese siendo un desastre en perspectiva y no, como sería lo normal a aquellas alturas, un desastre consumado.

– Estoy bien -dije-. Creo que estoy incubando una gripe o algo por el estilo. ¿Dónde se han metido esos dos?

– Están arriba. Han ido a buscar los abrigos.

– Estupendo. -Los llamé, pero entonces recordé que le había prometido a James Leer enseñarle una pieza de la colección de Walter. James estaba apoyado contra el quicio de la puerta de la calle, con la mirada perdida en la neblina iluminada por las luces de los automóviles, y su mano derecha jugueteaba dentro del bolsillo del abrigo-. Eh…, Hannah, ¿puedes llevarlos tú? Yo acompañaré a James; todavía tenemos que… uh, hacer una cosa.

– Desde luego -aceptó Hannah-. Lo que pasa es que tus amigos han subido a buscar los abrigos hace ya como diez minutos.

– Aquí estamos -anunció Crabtree, que bajaba por las escaleras detrás de la señorita Sloviak, a la que llevaba cogida de la mano. Descendía tanteando los escalones, y la ayuda de Crabtree no parecía ser una mera galantería. Los tobillos le temblaban sobre los zapatos negros de tacón alto, y pensé que no debía de resultar nada fácil ser un travestí borracho. En el traje verde metálico de Crabtree no se vislumbraba ni una sola arruga, y su rostro mostraba el rictus inexpresivo y autosuficiente habitual en él cuando suponía que estaba provocando un escándalo. Pero, en cuanto vio a James Leer, puso los ojos en blanco y soltó la mano de la señorita Sloviak. Ésta bajó, sin pretenderlo, los últimos tres peldaños de un golpe, se abalanzó sobre mí y me rodeó con sus largos y suaves brazos al tiempo que me envolvía el perturbador aroma de Cristalle, ahora mezclado con un olor rancio y picante.

– Lo siento -se disculpó con una sonrisa trágica.

– ¡Hola! -saludó Crabtree, y le tendió la mano a James Leer.

– James -intervine yo-, éste es mi mejor y más viejo amigo, Terry Crabtree, y ésta su amiga, la señorita Sloviak. También es mi editor. Seguro que te he hablado de James, ¿verdad, Terry?

– ¿Tú crees? -dijo Crabtree, sin soltar la mano de James-. Estoy convencido de que, de ser así, lo recordaría.

– ¡Oh, vamos, Terry! -intervino Hannah Green, que cogió a Crabtree del codo como si lo conociese de toda la vida-. Es James Leer, el chico del que te he hablado. Pregúntale algo sobre George Sanders, lo sabe todo de él.

– ¿Que me pregunte sobre qué? -dijo James, que consiguió por fin liberar su pálida mano de la de Crabtree. Le temblaba un poco la voz, y me pregunté si también había visto los destellos de conquistador enloquecido que vislumbraba yo en los ojos de Crabtree, quien lo contemplaba con una mirada salvajemente atormentada por la duda-. Salía en El hijo de la furia.

– Terry me ha explicado que George Sanders se suicidó, James, pero no recordaba cómo. Le he dicho que tú lo sabrías.

– Con pastillas -aclaró James Leer-. En 1972.

– ¡Magnífico! ¡Sabe hasta la fecha! -Crabtree le alcanzó a la señorita Sloviak su abrigo-. Toma -le dijo.

– ¡Oh, James es asombroso! -aseguró Hannah-. ¿Verdad que sí, James? No, en serio, prestad atención. -Se volvió hacia James Leer y lo contempló con la admiración de una hermana pequeña que lo creyese capaz de realizar ilimitadas y sorprendentes hazañas. El deseo de complacerla del aludido se evidenciaba en la tensión de todos los músculos de su rostro-. James, ¿quién más se suicidó? Qué otras estrellas de cine, quiero decir.

– ¿Quieres que te las cite todas? Son demasiadas.

– Bueno, pues sólo algunas de las más importantes.

No se mostró agobiado, ni levantó los ojos al cielo, ni se rascó pensativo la barbilla. Simplemente, abrió la boca y empezó a enumerarlas contando con los dedos.

– Pier Angeli, en 1971 o 1972, también con pastillas. Charles Boyer, en 1978, otra vez pastillas. Charles Butterworth, en 1946, creo. Con un coche. Supuestamente fue un accidente, pero bueno… -Ladeó la cabeza con pesar-. Estaba perturbado. -Había un rastro de ironía en su tono, pero tuve la sensación de que iba dirigido a nosotros. Era evidente que se tomaba sus suicidios hollywoodienses y la petición de Hannah absolutamente en serio-. Dorothy Dandridge, se tragó un frasco de pastillas en…, creo que en 1965. Albert Dekker, en 1968; se ahorcó. Dejó una nota póstuma escrita con lápiz de labios sobre su vientre. Ya sé que resulta extraño. Alan Ladd, en 1964, pastillas de nuevo. Carole Landis, más pastillas; no recuerdo la fecha. George Reeves, que interpretó a Supermán en televisión, se pegó un tiro. Jean Seberg, pastillas, por supuesto, en 1979. Everett Sloane, que por cierto, era extraordinario, pastillas. Margaret Sullavan, pastillas. Lupe Vélez, un montón de pastillas. Gig Young, le pegó un tiro a su esposa y después se voló los sesos en 1978. Quedan más, pero no sé si los conoceréis. ¿Ross Alexander? ¿Clara Blandick? ¿Maggie McNamara? ¿Gia Scala?

– Yo no he oído hablar de la mitad de ellos -reconoció Hannah.

– Los has citado alfabéticamente -observó Crabtree.

James se encogió de hombros y dijo:

– Bueno, así es como funciona mi cerebro.

– No te creo -terció Hannah-. Diría que tu cerebro funciona de una manera mucho más caprichosa. Venga, tenemos que irnos.

Al dirigirse hacia la puerta, Crabtree volvió a estrecharle la mano a James. Y no era difícil percatarse de que la señorita Sloviak se sentía ofendida. Era evidente que no estaba tan borracha como para haber olvidado lo que fuese que ella y Crabtree habían hecho en la habitación de arriba o para no considerar que eso le daba derecho a disfrutar de su atención al menos durante el resto de la velada. Rechazó que Crabtree la tomara del brazo y prefirió la compañía de Hannah Green, que le preguntó:

– ¿Qué perfume usas? Me resulta familiar.

– ¿Por qué no te vienes con nosotros después de la conferencia? -le propuso Crabtree a James Leer-. Podemos ir a ese sitio en Hill al que siempre logro que Tripp me lleve.

A James se le enrojecieron las orejas.

– Oh, yo no…, no…

Crabtree me dirigió una mirada suplicante y dijo:

– Quizá tu profesor pueda convencerte.

Me encogí de hombros y Terry Crabtree se marchó. Al cabo de unos instantes, la señorita Sloviak reapareció en el quicio de la puerta, con sus labios perfectamente pintados de color cereza y su larga cabellera negra, que lanzaba brillantes destellos azulados como si fuera el cañón de un revólver. Miró a James Leer con aire de reproche y dijo:

– ¿No te olvidaste de nadie, tío listo?


El día que se casó con Joe DiMaggio, el 14 de enero de 1954 -una semana después de que yo cumpliese tres años-, Marilyn llevaba, encima de un sencillo traje marrón, una chaqueta corta de satén negro con cuello de armiño. Después de su muerte, la chaqueta se convirtió en un artículo más del desordenado inventario de vestidos de cóctel, estolas de piel de zorro y medias negras con incrustaciones de perlas que dejó tras de sí. Los albaceas testamentarios le asignaron la chaqueta a una amiga de Marilyn. Ésta, que no reparó en que era la que la estrella había lucido aquella feliz tarde en San Francisco años atrás, se la solía poner para sus maratonianos y etílicos almuerzos de cada miércoles en Musso & Frank. A principios de los setenta, cuando la vieja amiga -una actriz de películas de serie B cuyo nombre ya nadie, excepto James Leer y los de su especie, recordaba- falleció, la chaqueta de cuello de armiño, a la que para entonces ya le faltaba uno de los botones de cristal y tenía los codos gastados, fue vendida, junto con el resto de las escasas posesiones de la difunta, en una subasta pública en Hollywood Este. Un perspicaz fan de Marilyn Monroe la reconoció y la adquirió. De este modo, la prenda entró en el reino de los objetos fetiche y empezó una tortuosa peregrinación por los relicarios de diversos adoradores de Marilyn hasta que escapó de las manos de sus sectarios y aterrizó en las de un tipo de Riverside, Nueva York, que poseía -entre otras cosas- diecinueve bates de Joe DiMaggio y siete de sus pasadores de corbata de diamantes, el cual, a su vez, después de ciertos reveses financieros, le vendió la errante chaqueta a Walter Gaskell, que la guardó, colgada de una percha de acero inoxidable, en un compartimiento especial, a prueba de humedad, del armario de su dormitorio, con un prudencial medio metro de separación de cualquier otro objeto que pudiese rozarla.

– ¿De veras lo es? -preguntó James Leer, con el tono de tímida admiración que había supuesto que mostraría cuando le dije que iba a enseñarle aquel ridículo tesoro.

James estaba de pie a mi lado, en el silencioso dormitorio de los Gaskell, sobre una alfombra con una marca en forma de abanico producida por el continuo abrir y cerrar de la pesada puerta ignífuga del armario durante las periódicas visitas de Walter para contemplar sus tesoros; visitas que realizaba vestido con la camiseta a rayas de los Yankees mientras las lágrimas se deslizaban por sus enjutas y cinceladas mejillas al recordar con nostalgia su infancia en Sutton Place. En cinco años de relaciones adúlteras no había llegado a descubrir los motivos del rencor que Sara Gaskell sentía hacia su marido, pero, sin duda, éste era vasto y profundo, así que me contaba hasta el último secreto de su media naranja. Walter tenía el armario siempre cerrado, pero yo conocía la combinación.

– Por supuesto que sí -le aseguré a James-. Vamos, tócala si quieres.

Me miró, dubitativo, y se volvió hacia el armario, cuyo interior estaba revestido de corcho. A cada lado de la chaqueta de raso, colgados de perchas especiales, había cinco ajados jerséis a rayas, todos con el número 3 en la espalda y manchas de sudor en la zona de las axilas.

– ¿Seguro que puedo hacerlo? ¿Seguro que no nos dirán nada por subir aquí?

– ¡Claro que no! -respondí, aunque miré hacia la puerta por encima del hombro por quinta vez desde que entramos en la habitación. Había encendido la lámpara del techo y dejado la puerta abierta de par en par, a fin de que quedase claro que no estaba haciendo nada a escondidas y que tenía pleno derecho a estar allí con él. Con todo, el más mínimo ruido o rumor procedente del piso de abajo me ponía al borde de la taquicardia-. Pero habla en voz baja, ¿de acuerdo?

James acercó dos indecisos dedos y tocó el amarilleado cuello con suma delicadeza, como si temiese que al hacerlo pudiera convertirse en polvo.

– ¡Qué suave es! -exclamó. Tenía una expresión arrobada en los ojos y la boca entreabierta. Estábamos tan cerca el uno del otro, que me llegaba el olor de la brillantina pasada de moda con la que mantenía su cabello repeinado hacia atrás. Despedía un fuerte aroma a lilas que, combinado con el olor a estación de autobuses de su abrigo y las vaharadas de naftalina procedentes del armario, me llevó a preguntarme si no me sentiría mejor después de una buena vomitona-. ¿Cuánto pagó por ella?

– No lo sé -respondí, aunque había oído hablar de una cifra astronómica. La relación DiMaggio-Monroe era una de las grandes obsesiones de Walter y el tema de su obra magna, su Chicos prodigiosos particular, una impenetrable «lectura crítica», de setecientas páginas, todavía inédita, sobre el matrimonio de Joe y Marilyn, y su «función» en lo que a Walter, cuando estaba de buen humor, le gustaba denominar «la mitopoética norteamericana». Pretendía, por lo que yo había logrado entender, que esa breve y desgraciada historia de celos, cariño, ilusiones sin fundamento y mala suerte era una prototípica historia americana cimentada en hipérboles y desengaños, «la boda como espectacular antiacontecimiento», una alegoría del Marido como Ser Brutal y Carente de Sensibilidad y una prueba concluyente de lo que él llamaba, en un pasaje memorable, «la tendencia norteamericana a concebir todo matrimonio como un cruce entre la exogamia impuesta por el tabú y una fusión empresarial»-. A Sara nunca le dice lo que paga por esas cosas.

Esto pareció interesarle mucho a James. Inmediatamente, lamenté haberlo dicho.

– Usted y la rectora son muy buenos amigos, ¿verdad?

– Sí, bastante buenos -respondí-. También soy amigo del doctor Gaskell.

– Ya lo supongo. Si conoce la combinación de la cerradura de su armario y a él no le importa que…, bueno, que suba a su dormitorio…

– Exacto -dije, y le miré de hito en hito para descubrir si se cachondeaba. De pronto, en el piso de abajo se cerró de golpe una puerta; ambos nos sobresaltamos, nos miramos y sonreímos. Me pregunté si mi sonrisa parecía tan falsa e intranquila como la suya.

– Es muy ligera -comentó, y se volvió hacia el armario, levantó con tres dedos la manga izquierda de la chaqueta de satén y la dejó caer-. No parece real. Es como un disfraz.

– Quizá todo lo que se pone una estrella de cine parece un disfraz.

– ¡Oh, eso es realmente profundo! -dijo James, tomándome el pelo por primera vez desde que nos conocíamos. O, al menos, eso creí-. Debería ir colocado más a menudo, profesor Tripp.

– Si pretende usted cachondearse de mí, señor Leer, creo que debería tutearme -dije solemnemente.

Sólo trataba de seguirle la broma, pero se lo tomó completamente en serio. Se ruborizó y clavó los ojos en el fantasmal abanico de la alfombra.

– Gracias -dijo. Pareció sentir la necesidad de alejarse de mí y del armario, y dio un paso atrás. Por suerte, estaba a cierta distancia, y eso me libró de que su cabello se me metiera en la boca. Paseó la mirada por el dormitorio; contempló el techo, alto y con molduras, la vieja cómoda de estilo Biedermeier, el alto armario de roble con un gran espejo en la puerta, el cual había perdido una parte considerable de su azogue, las gruesas almohadas y el edredón de lino sobre la cama, todo blanco, suave y frío como si estuviese cubierto de nieve-. Una bonita casa. Deben de estar forrados para tener todo esto.

En otra época, el abuelo de Walter Gaskell había sido dueño de la práctica totalidad del condado de Manatee, en Florida, además de diez periódicos y de un caballo de carreras campeón en Preakness, [9] pero me abstuve de contárselo a James.

– En efecto, tienen un patrimonio considerable -le aclaré-. Y tu familia, ¿es acomodada?

– ¿La mía? -dijo-. ¡Qué va! Mi padre trabajaba en una fábrica de maniquíes. En serio. Seitz Plastics. Hacían maniquíes para grandes almacenes, bustos para exhibir sombreros y esas piernas tan sensuales para exponer medias. Ahora ya está jubilado. Se dedica a criar truchas en el jardín de casa. No, la verdad es que somos realmente pobres. Mi madre era cocinera antes de morir. También trabajaba a veces en una tienda de regalos.

– ¿Dónde vivíais? -pregunté, sorprendido, porque, a pesar de aquel abrigo que olía a fracaso y de sus trajes de saldo, su rostro y sus maneras eran de chico rico, y en ocasiones aparecía en clase con un reloj Hamilton de oro con correa de piel de cocodrilo-. Creo que no has mencionado nunca de dónde eres.

Negó con la cabeza y dijo:

– De un pueblo de mala muerte, cerca de Scranton. Seguro que no has oído hablar de él. Se llama Carvel.

– No, no he oído hablar de él -admití, aunque me resultaba vagamente familiar.

– Es un agujero infecto -se lamentó-, un sitio asqueroso. Allí todo el mundo me odia.

– ¡Pero eso es estupendo! -exclamé, maravillado por la ingenuidad de sus palabras y añorando aquella época ya lejana en la que también yo estaba convencido de que mi alma fugitiva había atraído sobre mí todos los grandes temores y mezquinos odios de mis vecinos de la pequeña ciudad junto al río. ¡Qué encantador había resultado, por aquel entonces, ser la bête noire de otros, y no sólo de mí!-. Es una excusa magnífica para escribir sobre ellos.

– La verdad -dijo-, es que ya lo he hecho. -Se recolocó la sucia mochila de lona que colgaba de su hombro e inclinó la cabeza hacia ese lado. Era una de esas mochilas excedentes de la brigada paracaidista israelí, con la insignia alada de color rojo en la solapa, que se habían puesto de moda entre mis alumnos hacía unos cinco años-. Acabo de terminar una novela que más o menos trata de eso.

– ¡Una novela! -exclamé-. ¡Maldita sea, James, eres increíble! ¡liste trimestre ya has escrito cinco relatos! ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla, una semana?

– Cuatro meses -respondió-. La empecé en casa, en las vacaciones de Navidad. Se titula El desfile del amor. En el libro la ciudad se llama Sylvania, como en la película.

– ¿Qué película?

El desfile del amor.

– Claro, era de suponer. Deberías dejármela leer.

Negó con la cabeza.

– No, te parecerá horrible. No es buena. Apesta, profe… Tripp. Me moriría de vergüenza.

– De acuerdo -acepté. De hecho, la perspectiva de avanzar arrastrándome a través de cientos de páginas de la prosa semejante a un lecho de cristales rotos característica de James no me entusiasmaba precisamente, así que me alegré de que me permitiera incumplir de modo airoso mi inconsciente ofrecimiento de leer su libro-. Te creo, apesta -dije la mar de sonriente, pero al instante observé que su mirada se alteraba, por lo que dejé de sonreír-. ¡Eh, James, eh, no lo he dicho en serio, colega! ¡Era una broma!

Pero James Leer rompió a llorar. Se sentó en la cama de los Gaskell y dejó que la mochila se deslizase hasta el suelo. Lloraba en silencio, tapándose la cara. Una lágrima cayó sobre su vieja corbata de rayón y dejó una marca circular irregular. Me acerqué a él. Según el reloj de la mesilla de noche, eran las siete cincuenta y tres. De abajo llegaba el repiqueteo de los tacones de Sara mientras iba de un lado para otro apagando las luces, recogía su bolso y se daba los últimos retoques ante el espejo del recibidor. Después se oyó el chirrido de los goznes de la puerta, un portazo y el ruido del cerrojo. James y yo nos quedamos solos en casa de los Gaskell. Me senté junto a él.

– Me gustaría echarle un vistazo a tu novela -dije-. En serio, James.

– No se trata de eso, profesor Tripp -respondió con un hilo de voz. Se restregó los ojos con el dorso de la mano y se sorbió un moco que le asomaba por la nariz-. Lo siento.

– ¿Qué te pasa, colega? Eh, ya sé que hoy la clase ha sido tremendamente dura contigo; la culpa es mía, yo…

– No -me interrumpió-. No se trata de eso.

– Bueno, entonces ¿de qué se trata?

– No lo sé -respondió con un suspiro-. Quizá es sólo que estoy deprimido. -Levantó la cara y miró con sus enrojecidos ojos el armario-. Quizá ha sido al ver esa chaqueta que fue de Marilyn. Supongo que resulta…, no sé, muy triste, verla ahí, colgada.

– Sí que resulta triste -admití.

Desde la calle llegó el borboteo del motor del coche de Sara al encenderse. La compra de ese coche era una de las escasas demostraciones de tener verdadera clase que había realizado: era un Citroën DS23 descapotable de color rojo, con el que le gustaba pasearse por el campus llevando en la cabeza un pañuelo con un estampado de lunares rojo y blanco.

– Esas cosas me hacen sufrir -me confesó-. Ver cosas que pertenecieron a una persona y ahora cuelgan de una percha, guardadas en un armario.

– Sé a qué te refieres.

Me imaginé una hilera de vestidos en un armario del piso superior de una casa de ladrillo rojo manchada de hollín en Carvel, Pensilvania.

Seguimos sentados durante un rato, el uno junto al otro, en aquella cama que parecía cubierta de blanca y gélida nieve, contemplando el pedazo de satén negro que colgaba del armario de Walter Gaskell y escuchando el susurro de los neumáticos del coche de Sara mientras avanzaba por el camino de grava alejándose de la casa. En un instante llegaría a la calle, giraría y se preguntaría por qué el Galaxy de Happy Balckmore seguía aparcado oscuro y vacío junto al bordillo.

– Mi esposa me ha abandonado esta mañana -comenté, tanto para mí mismo como para James Leer.

– Lo sé -respondió éste-. Me lo ha contado Hannah.

– ¿Hannah lo sabía? -Ahora fui yo quien se cubrió el rostro con las manos-. Supongo que vio la nota.

– Seguramente sí -dijo James-. Me pareció que eso la alegraba, si quieres que te sea sincero.

– ¿Qué?

– No…, me refiero a que Hannah hizo un par de comentarios que, bueno… Siempre he tenido la impresión de… bueno, no sé cómo decirlo… de que ella y tu mujer no congeniaban. Es más, diría que tu mujer detestaba a Hannah.

– Creo que tienes razón -admití, y recordé el rechinante silencio que, como un glaciar, se había cernido sobre mi matrimonio después de que le propuse a Hannah alquilar nuestro sótano-. Me temo que no me he enterado ni de la mitad de lo que sucedía en mi propia casa.

– Es probable -intervino James, y añadió, con cierto retintín-: ¿Sabías que Hannah Green está loca por ti?

– No, no lo sabía -respondí, y me dejé caer de espaldas sobre la cama. Resultaba tan reconfortante permanecer echado, con los ojos cerrados, que temí adormecerme. Me reincorporé con demasiada brusquedad y tuve la sensación de ver estrellitas centelleantes ante mis ojos. No sabía qué decir: «¿Me alegra oírlo?» «¿Peor para ella?» -Al menos, eso es lo que creo -matizó James-. Eh, ¿sabes de quién más me he olvidado? De Peg Entwistle. Aunque la verdad es que nunca fue una gran estrella. Sólo actuó en una película, Trece mujeres, de 1932, y además en un papel secundario. Fue el único que interpretó en toda su vida.

– ¿Y?

– Y se lanzó al vacío desde lo alto del famoso cartel de «Hollywoodland». Eso es lo que se decía entonces, no sé si lo recuerdas. Creo que saltó desde la segunda «d».

– Es una buena anécdota. -La nube de estrellitas se había disipado, pero no conseguía librarme de una espesa neblina azulada que había empezado a formarse dentro de mi cabeza, y el olor a lilas de la brillantina de James me resultaba insoportable. Tuve la sensación de que si no me levantaba inmediatamente y empezaba a moverme, me desmayaría, o vomitaría, o haría ambas cosas a la vez. Sentía una tremenda debilidad en brazos y piernas, y traté de recordar cuánto tiempo llevaba sin comer nada. Últimamente me saltaba muchas comidas, lo cual es una mala señal en una persona de mi corpulencia-. Será mejor que nos las piremos, James -propuse, pues sentía un moderado pánico, y agarré su delgado brazo de espantapájaros-. ¡Larguémonos de aquí!

Sin reparar en que había dejado la puerta del armario abierta de par en par, me puse en pie y abandoné precipitadamente el dormitorio. Apagué la luz y dejé a James Leer solo y a oscuras por segunda vez aquel día. Al salir al pasillo, oí un ruido sordo que me erizó los pelos del cogote. Era Doctor Dee. Sara había abierto la puerta del lavadero, donde lo tenía encerrado, y ahora el animal estaba allí plantado, tendido en el suelo, con las patas estiradas y mostrando la amarillenta dentadura entre sus oscuras fauces. Sus escalofriantes ojos miraban fijamente el espacio vacío que me rodeaba, hacia alguna lejana montaña ártica.

– ¿Adivinas a quién acabo de encontrarme, James? -dije-. ¡Hola, Doctor Dee! ¡Hola, viejo cabrón!

Me aplasté contra la pared que tenía a mi derecha e intenté dejarlo atrás, pero se me acercó. Presa del pánico, perdí el equilibrio, tropecé con él y, sin querer, le propiné una contundente patada en las costillas. Al instante, sentí una punzada de dolor en un pie, en alguna parte cerca del tobillo, y caí de bruces al suelo. Doctor Dee se levantó de un salto y se me acercó con un amenazador gruñido.

– ¡Apártate! -le ordené.

Estaba asustado, pero no tanto como para no pensar que morir despedazado por un perro ciego y loco tenía algo de místico, que podía funcionar muy bien en el capítulo de Chicos prodigiosos en el que tenía pensado que Curtis Wonder, [10] el mayor de los tres hermanos que protagonizaban la novela, encontrase el destino que merecía por su desmesurado orgullo y sus espeluznantes fechorías. Alcé el puño, tal como habría hecho Curtis, y traté de arrearle un puñetazo a Doctor Dee, igual que si se tratara de una persona, pero atrapó mi puño entre sus fauces y lo aprisionó.

De pronto, se oyó un fuerte estrépito, como el de una piedra al chocar contra el parabrisas de un coche. Doctor Dee lanzó un gruñido, puso la cola tiesa, como si fuera un signo de admiración, y la meneó varias veces, y se desplomó sobre mis piernas. Levanté la vista, con los oídos todavía zumbándome, y vi a James Leer junto a la puerta, semioculto en la sombra, con la pequeña pistola de empuñadura nacarada en la mano. Con un gesto brusco, saqué las piernas de debajo de Doctor Dee y éste cayó al suelo con un ruido sordo. Me bajé el calcetín. Tenía cuatro pequeñas heridas de un rojo intenso, dos a cada lado del tendón de Aquiles.

– ¿No me dijiste que era de juguete?

– ¿Está muerto? -respondió James-. ¿Te ha hecho daño?

– No, no mucho. -Me subí el calcetín y me puse de rodillas.

Con precaución, pasé la mano por la cabeza de Doctor Dee y coloqué la palma delante de su húmedo hocico. No respiraba-. Está muerto -dije, y me reincorporé lentamente. Sentí las primeras punzadas de dolor en el tobillo-. Joder, James, te has cargado al perro de la rectora!

– No tenía alternativa, ¿no crees? -dijo, apesadumbrado.

– ¿No podías haberte limitado a quitármelo de encima?

– ¡No! ¡Te estaba mordiendo! Yo no… Me ha parecido que…

– Vale, tranquilo -dije, y le di una palmada en el hombro-. No es el momento de tener una crisis nerviosa.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Pues supongo que buscar a Sara y explicarle lo sucedido -propuse. Ardía en deseos de beberme un buen vaso de bourbon que me nublase un poco el juicio-. Pero primero voy a limpiar todo esto. No, primero me vas a dar tu pistola de juguete.

Le tendí la mano con la palma hacia arriba y, obedientemente, me entregó el arma. Estaba caliente y era más pesada de lo que aparentaba.

– Gracias -dije.

La guardé en el bolsillo de mi chaqueta y James me acompañó hasta el cuarto de baño. Me desinfecté la herida con agua oxigenada y me puse un par de tiritas. Me subí el calcetín, me bajé la pernera del pantalón y volvimos al pasillo, donde el viejo chucho yacía muerto.

– Creo que no deberíamos dejarlo aquí.

James no respondió. Estaba tan ensimismado meditando las consecuencias de lo que acababa de hacer, que supongo que era incapaz de decir ni pío en aquel momento.

– No te preocupes -dije-. Le diré que disparé yo. Que fue en defensa propia. Tranquilo.

Me arrodillé junto a Doctor Dee y sostuve su pesada cabeza entre mis brazos. La mancha de sangre junto a la oreja derecha estaba pasando del rojo oscuro al púrpura, y allí el pelo olía a chamuscado. James también se arrodilló y agarró al perro por las patas traseras, con una expresión aturdida, casi dulce, en su terso rostro.

– Al recibir el impacto, salió un poco de humo del orificio de la herida -comentó.

– ¡Diantre! -exclamé-. ¡Ojalá lo hubiese visto!

Cargamos a Doctor Dee escaleras abajo y después por el interminable camino de acceso a la casa hasta la calle, donde estaba aparcado mi coche. Lo metimos en el asiento trasero, junto a la tuba.


Cuando llegamos al auditorio donde se daba la conferencia, los dos aparcamientos principales estaban llenos, así que tuvimos que aparcar en una de las tranquilas calles residenciales de la otra punta del campus, bajo una hilera de hayas, junto al camino de acceso a la casa de algún feliz profesor. Apagué el motor y permanecimos unos instantes sentados, escuchando el repiqueteo de las gotas de lluvia que, como si fuesen hayucos desprendidos de los árboles que teníamos encima, caían sobre la capota de lona del Galaxie.

– Es un sonido agradable -comentó James Leer-. Parece que estemos en una tienda de campaña.

– ¡Qué cuesta arriba se me hace tenérselo que decir! -exclamé, al tiempo que sentía un súbito anhelo de estar echado boca arriba en una pequeña tienda de campaña, tratando de distinguir Orion a través de la mosquitera.

– No tienes por qué. Es una estupidez decirle que fuiste tú. A fin de cuentas, es mentira. -Tiraba de las hebras que pendían del deshilachado dobladillo de su largo abrigo negro-. Si quieres que te sea sincero, no me importa lo que esa mujer me haga. Probablemente, debería echarme a patadas.

– James -dije, meneando la cabeza-. La culpa ha sido mía. En primer lugar, no debería haberte hecho subir al dormitorio a hurtadillas.

– Pero -me interrumpió, con aire confundido- sabías la combinación.

– Es cierto -respondí-. Reflexiona sobre eso un par de minutos. -Consulté mi reloj-. Bueno, no puede ser, porque se nos hace tarde. -Así la manilla y me apoyé contra la portezuela-. Venga, ayúdame a meterlo en el maletero.

– ¿En el maletero?

– Sí, claro, colega. Seguramente tendré que llevar en el coche a varias personas a la fiesta en el Hi-Hat después de la conferencia. Y con el asiento trasero ocupado por una tuba y un perro muerto no creo que hubiese mucho sitio para los pasajeros.

Bajé del coche e incliné mi asiento hacia adelante. Tenía los dedos fríos, y al pasar los brazos por debajo del cadáver de Doctor Dee para sacarlo noté que todavía estaba tibio. Lo levanté sin acuclillarme, para poder hacer más fuerza, y sentí una punzada en el nacimiento de la espalda. Me llegó un avinagrado olor a sangre. Entretanto, James salió del coche y vino a ayudarme a meter en el maletero, junto al equipaje de la señorita Sloviak, al viejo chucho, que ya empezaba a estar rígido. Empujamos el cadáver lo más al fondo posible, bajo el respaldo del asiento trasero, hasta que se oyó un ruido como el de un lápiz al partirse en dos, y retiramos las manos bruscamente.

– ¡Puaj! -exclamó James mientras se restregaba las manos contra los faldones del abrigo. La prenda lucía todo tipo de manchas que documentaban su relación con la miseria, el mal tiempo y el infortunio, pero me pregunté si hasta entonces habría sido utilizada en alguna ocasión para quitarse de las manos el tufo a perro muerto. Supuse que no era del todo imposible.

– Y ahora la tuba -dije.

– Es un maletero enorme -comentó James mientras metíamos el viejo estuche de cuero, que parecía el oscuro corazón de algún leviatán-. Caben sin demasiados problemas una tuba, tres maletas, un perro muerto y una funda para trajes.

– Eso es lo que decía la publicidad -dije, y cogí la funda para trajes de Crabtree. Palpé los bolsillos de la funda y abrí la cremallera del más grande. Para mi sorpresa, resultó estar vacío. Revisé los otros, y también estaban vacíos. Desplegué la funda encima de las maletas y abrí la cremallera. Había un par de camisas blancas, un par de corbatas de cachemir y dos trajes, que emitían ligeros destellos a la luz de las farolas.

– Son idénticos -dijo James tras levantar el traje de encima y echar un vistazo al otro.

– ¿El qué?

– Los trajes. Son iguales que el que lleva puesto.

Tenía razón: ambos trajes eran cruzados, con solapas en punta y de la misma seda de tono metálico. Aunque era difícil discernir su color exacto, parecía evidente que era idéntico al del que llevaba puesto. Me vino a la mente el armario de Supermán en el Polo Norte, con su hilera de brillantes trajes colgando de perchas de vibranio.

– Resulta extraño -dije, y pensé que, hasta cierto punto, era patético. También Supermán me había parecido siempre patético allá arriba, en su solitaria fortaleza.

– Supongo que no le gusta tener que preocuparse por lo que va a ponerse -comentó James.

– Supongo que no le gusta tener que recordar que hay que preocuparse. -Cerré la cremallera y volví a meter la funda en el maletero-. Vamos, Crabtree, estoy seguro de que llevas alguna rosilla para colocarte.

Saqué el maletín de lona; pesaba tan poco que al levantarlo casi se me cae.

– ¿Y de quién es la tuba? -preguntó James.

– De la señorita Sloviak -respondí mientras hundía la mano en el maletín, temiendo que estuviese completamente vacío. Para mi alivio, encontré tres calzoncillos enrollados formando pequeñas bolas que rodaban de un lado a otro como canicas. Al palpar una de las bolas de ropa, me topé con algo duro en su interior-. Bueno, de hecho, no. No sé de quién es.

– ¿Puedo preguntarte una cosa sobre ella? -dijo James.

– Es un travestí -le aclaré mientras desenvolvía lo que resultó ser un botellín de Jack Daniel's de esos que dan en los aviones-. Eh, ¿qué te parece esto?

– No me gusta el whisky -dijo James-. Oh, vaya, entonces…, tu amigo Crabtree… ¿es… gay?

– A mí tampoco me gusta el whisky -dije, y le tendí el botellín-. Ábrelo. La mayor parte del tiempo, sí. Un poco de paciencia, James; voy a hacer otra inmersión en busca de restos del naufragio. -Volví a hundir la mano en el maletín y pesqué otro calzoncillo enrollado-. Pero hay momentos en que no. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué tenemos aquí?

Dentro de la segunda bola de ropa interior había un frasquito de pastillas.

– Sin etiqueta -dije mientras lo examinaba.

– ¿Qué crees que son?

– Parece mi vieja amiga la señora Codeína. Ideal para mi tobillo -comenté, y agité el frasco hasta que cayeron sobre la palma de mi mano un par de gruesas pastillas blancas, marcadas con un minúsculo número 3-. Tómate una.

– No, gracias -respondió James-. No la necesito.

– Oh, muy bien -dije-. Por eso estabas en el jardín de los Gaskell tratando de decidir si suicidarte o no, ¿verdad, colega?

No respondió. Una ráfaga de viento agitó las ramas de los árboles y nos cayó en la cara el agua de la lluvia acumulada en ellas. La campana del campanil Mellon tocó el cuarto de hora y me trajo a la memoria a Emily, cuyo padre, Irving Warshaw, en su juventud, a finales de los años cuarenta, participó como obrero metalúrgico en la fundición del acero de la campana. Para ello se empleó un método experimental, posteriormente abandonado a la vista de los resultados, y, como consecuencia, su tañido resultaba desafinado y algo lúgubre; oírlo siempre me hacía pensar en el viejo Irv, para quien yo había sido una inagotable fuente de desengaños.

– Siento haber dicho eso, James. -Tomé el botellín de sus manos y desenrosqué el tapón. Me puse una de las pastillas de codeína en la boca, como si de una chocolatina M & M se tratase, y la hice bajar con un trago de Jack Daniel's. El bourbon sabía a filete de oso, a barro y a madera de roble. Era un sabor tan delicioso, que bebí otro trago-. Hacía cuatro años que no lo probaba.

– Dame una -pidió James, que se mordisqueaba el labio con furia y turbación, movido por el infantil deseo de conseguir comportarse como un hombre. Le ofrecí una pastilla y el oscuro botellín. Sabía que era una irresponsabilidad, pero no me lo pensé dos veces. Me dije que difícilmente le haría sentirse peor de lo que se sentía, y supongo que también me dije que, en realidad, me traía sin cuidado. Se metió la pastilla en la boca y, sin la menor precaución, bebió un generoso trago de bourbon y al medio segundo lo escupió todo.

– Tómatelo con calma -le dije. Despegué la empapada pastilla de la solapa de mi chaqueta y se la devolví-. Toma. Inténtalo otra vez.

En esta ocasión logró tragársela y frunció el ceño.

– Sabe a betún -se quejó, y alargó el brazo para coger de nuevo el botellín-. Un traguito más.

– Ya no queda -le dije, y agité el botellín para que lo viese con sus propios ojos-. Aquí no cabe casi nada.

– ¿Por qué no echas un vistazo al otro calzoncillo enrollado?

– Buena idea. -En efecto, en el último calzoncillo había otro botellín de bourbon-. ¡Vaya! Me temo que vamos a tener que confiscarlo.

– Me temo que sí -dijo James, sonriente.

Corrimos hacia el auditorio, chapoteando en los charcos y pasándonos el botellín. Esquivamos a un grupo de chicas, que nos lanzaron una mirada asesina, y cuando entramos en el vestíbulo, dorado y de paredes altas, James Leer parecía muy excitado. Tenía las mejillas enrojecidas y los ojos humedecidos por el viento que le había dado en la cara. Mientras yo, doblado en dos ante las puertas cerradas de la sala de conferencias, intentaba recuperar el aliento, sentí su firme mano sobre mi espalda.

– ¿Corría de una manera cómica? -le pregunté.

– Un poco. ¿Te duele el tobillo?

– Sí -admití al tiempo que asentía con la cabeza-, pero se me pasará enseguida. Y tú, ¿cómo te sientes?

– Muy bien -dijo. Se secó la nariz con el dorso de la mano y vi que trataba de no sonreír-. Creo que me alegro de no haberme suicidado esta noche.

Me reincorporé, le di una palmada en el hombro y con la otra mano abrí la puerta.

– Bueno, ¿qué más puedes pedir? -le dije.


El Thaw Hall, el auditorio de la universidad, había servido de ensayo preliminar a los arquitectos que posteriormente construyeron la sala de conciertos llamada Mezquita de Siria. El exterior estaba adornado con esfinges, escarabajos y otros motivos egipcios, y tanto el vestíbulo como el auditorio propiamente dicho eran un amasijo de arcos apuntados, delgadas columnas y arabescos. Las butacas y los palcos rodeaban el escenario formando una especie de óvalo, al igual que en la desaparecida y añorada sala de conciertos, sólo que aquí había menos asientos y el escenario era más pequeño que en la Mezquita. En total habría unos quinientos en el patio de butacas y otros cincuenta en los palcos. Eran de terciopelo rojo sangre y estaban todos ocupados. Cuando entramos en la sala, el chirrido de los goznes de la puerta provocó que las quinientas cabezas se volviesen al unísono hacia nosotros. En la parte posterior del auditorio habían colocado varias sillas plegables; James y yo tomamos una cada uno y nos sentamos.

No nos habíamos perdido gran cosa. Según me explicaron después, nuestro viejo novelista con pinta de elfo había empezado su conferencia leyendo un largo pasaje de El confidente secreto, y no tardé en coger el hilo de su argumentación: a lo largo de su trayectoria como escritor, él -ya saben a quién me refiero, así que lo llamaremos simplemente Q.- se había convertido en su propio Doppelgänger, una sombra maligna que moraba en los espejos, bajo los listones de madera del parqué y tras las cortinas de su propia existencia, rondaba a todas las amistades de Q. y se hacía presente en cualquier contacto de éste con el mundo que lo rodeaba. Un ser insensible a la tragedia, indiferente a los sentimientos de los demás y alejado de cualquier empresa humana, a excepción de la vigilancia y la recopilación de información. Su confidente secreto, explicó Q., sólo actuaba muy de tarde en tarde, y subyugaba a su poco dispuesto amo, por llamarlo de alguna manera, ocupando el lugar de su doble el tiempo suficiente para decir algo imprudente o reprensible y asegurarse de este modo de que la desgracia humana, objeto de constante vigilancia por parte del otro Q. y tema de sus relatos, continuara teniendo una presencia respetable en su vida. Evidentemente, de otro modo no tendría asuntos sobre los que escribir.

– Le echo toda la culpa -declaró el pulcro hombrecillo a la, al parecer, encantada audiencia-, absolutamente toda, del espantoso desastre en que se ha convertido mi vida.

Me pareció que Q. estaba hablando de la naturaleza del mal de la medianoche, cuyos primeros síntomas eran una simple sensación de alejamiento de los demás, cierta incapacidad de «adaptación», que no es, ni mucho menos, exclusiva de los escritores, y una sensación de envidia e infranqueable distancia como las que sentirla cualquier insomne en un mundo de durmientes. Pero muy pronto quien padecía el mal de la medianoche empezaba a anhelar esa sensación de aislamiento, a cultivarla e incluso a recrearse en ella. La víctima se iba aislando más y más hasta que un aciago día se despertaba y descubría que se había convertido en el principal objeto de su propia mirada hostil.

Había muchas cosas en el discurso de Q. con las que estaba de acuerdo, pero no tardé en percatarme de que cada vez me costaba más concentrarme en sus palabras. Gracias a la codeína, el mordisco de Doctor Dee en el tobillo me provocaba sólo una leve punzada de dolor, pero al mismo tiempo todos mis sentidos se habían alterado. Sentía la maquinaria de mi corazón bombeando en el pecho y calambres en el estómago. Cinco tragos de Jack Daniel's y la considerable dosis de oxígeno aportada por la carrera a través del campus habían bastado para que me sintiese completamente borracho, y todo lo que brillaba a mi alrededor -los focos del escenario, los candelabros dorados de las paredes, la cabellera rubia de Hannah Green siete filas delante de mí, la enorme araña de cristal que colgaba sobre la audiencia sostenida por una delgadísima cadena- parecía envuelto, como farolas en la niebla, en un pálido y oscilante halo. Pero en cuanto lograba enfocar la mirada, el halo se desvanecía. Me llegó un olor malsano y que en cierto modo invitaba a la nostalgia, un olor a polvo, a seda y a trastos viejos maltratados por el tiempo: apolillados vestidos de baile, viejas ropas de bebé, la descolorida bandera con cuarenta y ocho estrellas que mi abuela guardaba en un baúl debajo de las escaleras traseras e izaba en el porche del Hotel McClelland cada Cuatro de Julio. Me hundí en la silla y crucé las manos sobre el estómago. El ardor que allí me provocaba la codeína me reconfortaba y me ponía melancólico. En aquel momento no me preocupaba el minúsculo cigoto que debía de estar describiendo órbitas como un satélite por la estrellada bóveda del útero de Sara, ni mi matrimonio a punto de desmoronarse, ni el descarrilamiento de la carrera de Crabtree, ni el animal muerto que se estaba quedando rígido en el maletero de mi coche, y todavía me preocupaba menos Chicos prodigiosos. Contemplé a Hannah Green, que asentía con la cabeza, se recogía un mechón de cabello por detrás de la oreja y, con un gesto que me era familiar, levantaba la rodilla hasta tocarse la frente, hundía las manos en una bota y se subía el calcetín con un brusco tirón. Pasé diez maravillosos minutos con la mente totalmente en blanco.

Pero, de pronto, James Leer empezó a reírse a carcajadas de algún chiste privado que había emergido de las profundidades de su cerebro. La gente se volvió y le clavó recriminadoras miradas. Se tapó la boca, agachó la cabeza y levantó la vista para mirarme, rojo como las mismísimas botas de Hannah Green. Me encogí de hombros. Las personas que se habían girado volvieron a mirar hacia el escenario; todas excepto una. Terry Crabtree, que estaba sentado a tres butacas de Hannah, separado de ella por la señorita Sloviak y Walter Gaskell, siguió contemplando a James Leer durante un par de segundos. Después me miró, me guiñó un ojo y en su rostro circunspecto apareció una mueca juguetona con la que pretendía decir algo así como: «¿Qué hacéis vosotros dos ahí atrás?», y yo, sin realmente pretenderlo, le respondí frunciendo el ceño en un gesto irritado que significaba algo parecido a: «Déjanos en paz.» Crabtree se quedó perplejo y se volvió rápidamente.

Los efectos calmantes de la codeína se disipan muy pronto, así que, de repente, tras las absurdas risotadas de James Leer, me di cuenta, sorprendido, de que estaba repasando una escena particularmente complicada de la novela por enésima vez, igual que un mono desquiciado pasa sin cesar los dedos por las barras de su jaula. Era una escena que sucedía justo antes de los cinco malogrados finales que había probado el mes pasado, en la cual Johnny Wonder, el menor de los tres gloriosos hermanos predestinados a la perdición, le compra un Rambler American de 1955 a un personaje secundario llamado Bubby Zrzavy, un veterano que participó en los experimentos con LSD del ejército americano. Llevaba semanas tratando de conseguir que de esa compra emanase la poderosa música del gran órgano del destino, pues era un momento crucial del libro: en ese coche, reconstruido durante diez años a partir del chasis por el desequilibrado Bubby Z. siguiendo las nociones de mecánica automovilística de sus venáticas neuronas, Johnny Wonder cruzaría el país de costa a costa y al regresar a casa de este viaje iniciático llevaría consigo a Valerie Sweet, una chica de Palos Verdes que arrastraría a la familia Wonder a la ruina. Uno de los motivos de que hubiera escrito tantas páginas antes de llegar a Valerie Sweet era que me enfrentaba a tremendas dificultades para lograr conducir la historia hacia un final porque estaba colado por ella. Tenía la sensación de que me había pasado la vida escribiendo con la única finalidad de llegar a la página en la que asomaban por primera vez sus cursis gafas de sol de montura rosa. Cuando mi cerebro de mico enjaulado volvió de nuevo sobre el irresoluble problema de cómo salir del lío novelístico en el que yo mismo me había metido, y que arrastraba desde hacía siete años, se me ocurrió que tal vez debería prescindir de ese personaje, y, de pronto, noté algo raro, como si se hubiera producido un repentino bajón del fluido eléctrico en el auditorio. Un deslumbrante estallido de electricidad estática me pasó como un aguacero ante los ojos, sentí olor a sangre en las fosas nasales y una oleada de acidez me empezó a subir desde el estómago.

– Tengo que ir al lavabo -le susurré a James Leer al oído-. Voy a vomitar.

Me puse en pie, empujé la puerta y salí al vestíbulo. Allí sólo había un par de chavales -uno de los cuales me sonaba vagamente- apoyados contra las puertas de la entrada, que mantenían abiertas con el peso de sus cuerpos, mientras fumaban y expelían el humo cansinamente hacia el exterior. Los saludé con un gesto de la cabeza y me precipité hacia el lavabo de caballeros caminando lo más deprisa posible, pero procurando que no se dieran cuenta de que estaba a punto de vomitar y no quería hacerlo sobre la moqueta. Ni el chispazo de electricidad estática ni la sangre en la nariz ni las náuseas eran síntomas nuevos para mí. Durante los últimos meses aparecían en los momentos más inesperados, junto con una concomitante sensación de extraño júbilo, de ingravidez, como si atravesase el trémulo reflejo del sol que cubre como una red la superficie del agua de una piscina. Me volví para echar un vistazo a los chavales junto a la puerta y por la barbita de chivo de uno de ellos recordé que había sido alumno mío; era un chico con pinta de pasmado y dotado de un moderado talento que escribía paranoicas historias de jazz y drogas al estilo de Hunter S. Thompson, [11] y que el curso pasado apareció por mi despacho una tarde para hacerme saber, con toda la crudeza propia de un alma inocente, que, en su opinión, era una tomadura de pelo que la universidad le cobrase por inscribirse en una clase de escritura creativa impartida por un don nadie pseudofaulkneriano como yo. De pronto el pasillo que conducía a los lavabos pareció abalanzarse sobre mí y me sentí tan febril que tuve que apoyar la mejilla contra la pared, que estaba fría, muy fría…

Cuando volví en mí, estaba estirado boca arriba, con la cabeza apoyada sobre algo, y Sara Gaskell, arrodillada junto a mí, me pasaba la mano con suavidad por la frente. La almohada que había improvisado era mullida por fuera, pero su interior resultaba duro como una piedra.

– ¿Grady? -dijo con tono indiferente, como si tan sólo pretendiese atraer mi atención sobre un interesante artículo en el periódico-. ¿Todavía estás ahí?

– ¡Hola! -respondí-. Creo que sí.

– ¿Qué te ha pasado, chavalote? -Recorrió mi rostro con la mirada y se humedeció los labios con la lengua. Descubrí que, a pesar de lo aséptico de su tono de voz, le había dado un buen susto-. ¿Ha sido otro de esos vértigos?

– Supongo, no lo sé. -Tu perro está muerto, pensé, pero no se lo dije-. Ya me siento mejor.

– ¿Quieres que te acompañe al hospital?

– No hace falta -dije-. ¿Ha acabado la conferencia?

– Aún no. Vi que salías y… pensé… -Se frotó las manos como si tuviera frío-. Grady…

Antes de que Sara pudiese acabar de decirme aquello que parecía costarle tanto expresar, me incorporé y le di un beso. Tenía los labios cortados y embadurnados de pintalabios. Nuestras dentaduras entrechocaron. Sus dedos, que jugueteaban alrededor de mi nuca, estaban fríos como la lluvia. Al cabo de unos instantes nos separamos y la miré directamente a la cara, pecosa, pálida e impregnada de ese aire de decepción que a menudo adorna los complicados rasgos faciales de las pelirrojas. Nos besamos de nuevo y sentí un escalofrío cuando las yemas de sus dedos resbalaron sobre mi nuca como gotas de lluvia. Deslicé mis manos bajo su vestido.

– Grady… -Rechazó mi abrazo, retrocedió y se estremeció.

Respiró hondo. Noté que se reafirmaba en alguna resolución que había tomado previamente y que no parecía dispuesta a dejar que la besase de nuevo-. Sé que éste no es el mejor momento para hablar del tema que debemos tratar, cariño, pero…

– Tengo que contarte algo -la interrumpí-. Algo desagradable.

– Levántate -dijo, con su tono más rectoral, como reacción inmediata a la nota de temor que había traslucido mi voz-. Soy demasiado vieja para revolcarme por los suelos.

Se puso en pie, un poco insegura sobre sus tacones altos, se ajustó el vestido y me tendió la mano. Dejé que tirara de mí para levantarme. Su alianza refulgió con un frío chispazo contra la palma de mi mano.

Una vez en pie, Sara me soltó y echó un vistazo al pasillo, por encima de mi hombro. No había moros en la costa. Volvió a mirarme, tratando de resultar inexpresiva, como si yo fuese el administrador de la universidad y hubiese ido a comentarle alguna mala noticia de carácter financiero.

– ¿De qué se trata? No, espera un momento. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolso que llevaba en los grandes acontecimientos sociales. Era un ostentoso bolso plateado sembrado de pedrería en el que cabía poco más que veinte cigarrillos y un lápiz de labios; un regalo que le hizo su padre a su madre cincuenta años atrás y que no casaba con la personalidad de ninguna de las dos. El bolso que utilizaba habitualmente era muy distinto, una especie de caja de herramientas de cuero con cierre de latón, lleno de hojas de cálculo, libros de texto y un rebosante llavero que, por sus puntiagudas protuberancias y su peso, recordaba una maza-. Ya sé lo que me vas a decir.

– No, no lo sabes -le aseguré. Justo antes de que encendiese el cigarrillo me pareció sentir una ligera vaharada de marihuana. Supuse que procedería de los chicos del vestíbulo. Lo cierto es que olía jodidamente bien-. Sara…

– Amas a Emily -dijo, con la mirada fija en la firme llama de la cerilla-. Lo sé. La necesitas.

– No creo que pueda hacer nada a ese respecto -reflexioné-. Ha sido ella quien me ha dejado.

– Volverá. -Dejó que la llama fuese quemando la cerilla hasta llegar a sus dedos-. ¡Uf! Por esto he decidido… no tener el bebé.

– No tenerlo -dije, y advertí que ahora clavaba en mí su fría mirada burocrática, esperando ver mi cara de alivio.

– No puedo. No es posible. -Se pasó la mano por el cabello y su alianza brilló un instante, lo que dio la impresión de que era su propia melena rojiza la que emitía destellos-. ¿No opinas lo mismo?

– Sí, creo que no hay otra opción -dije, y le cogí la mano-. Sé lo difícil que resulta… para ti… hacer este sacrificio.

– No, no lo sabes. -Apartó mi mano-. Eres un cabrón por decirlo. Y un cabrón por decir…

– ¿Qué, cariño? -le pregunté al ver que enmudecía-. ¿Un cabrón por decir qué?

– Por decir que la única opción es que no tenga el bebé. -Apartó la mirada y al cabo de un instante volvió a fijar sus ojos en mí-. Porque hay otra opción, Grady. O, al menos, debería haberla. -Del vestíbulo llegó el chirrido de goznes de puertas abriéndose y un estallido de murmullos-. Debe de haber terminado -dijo, y consultó su reloj. Soltó una bocanada de humo para ocultar su rostro y se enjugó una lágrima que pendía de la pestaña de su ojo izquierdo-. Será mejor que nos marchemos. -Sorbió por la nariz-. No olvides tu chaqueta.

Se agachó a recoger mi vieja chaqueta de pana, que me había quitado para colocarla a modo de almohada a fin de que apoyara la cabeza. Al levantarla, de uno de los bolsillos cayó algo que golpeó con estruendo el suelo y se quedó allí brillando ostentosamente.

– ¿De quién es esta pistola? -preguntó Sara.

– Es de juguete -respondí, y me agaché para recogerla antes de que lo hiciese ella. Estuve a punto de guardármela rápidamente en el bolsillo, pero no quería que Sara pensase que trataba de ocultarle algo, así que la sostuve en la palma de la mano, para que pudiese echarle un vistazo-. Es un recuerdo de Baltimore.

Sara alargó el brazo para cogerla; traté de cerrar la mano, pero fui demasiado lento.

– Es bonita. -Pasó la yema del índice por la empuñadura nacarada, la sopesó y deslizó un dedo por el gatillo. Aproximó la boca del cañón a su nariz, la olfateó y dijo-: ¡Uf, huele a pólvora!

– Es munición de fogueo -le expliqué, y traté de arrebatársela.

Sara me apuntó al pecho. No sabía cuántas balas podría haber en el cargador, pero no tenía motivos para pensar que estuviese vacío.

– ¡Pam! -bromeó Sara.

– Me has dado -dije. Me abalancé sobre ella y la atrapé con un abrazo de gorila.

– Te quiero, Grady -dijo al cabo de unos instantes.

– Yo también a ti, tonta -añadí mientras le quitaba la pistola torciéndole la delgada muñeca.

– ¡Oh! -exclamó una voz detrás de nosotros-. Lo siento. Yo sólo…

Era la señorita Sloviak, que hacía equilibrios sobre sus tacones con una mano en la cadera. Parecía sonrojada, pero era porque llevaba colorete en las mejillas, no porque se hubiera ruborizado por sentirse incómoda.

– No pasa nada -dijo Sara-. ¿Qué sucede, querida?

– Se trata de tu amigo, Terry Crabtree -explicó la señorita Sloviak, que me miró con severidad. Respiró hondo y se pasó los dedos por sus negros rizos, una y otra vez, con movimientos rápidos, de una forma que se me antojó muy masculina-. Quisiera que me acompañases a casa, si no te importa.

– Por supuesto que no -dije, y me dirigí hacia ella-. Nos veremos después, Sara, en el Hat.

– Os acompaño hasta el coche -dijo Sara.

– Es una caminata -le advertí-. Lo tengo aparcado en la calle Clive.

– Me apetece tomar el fresco.

Nos dirigimos al vestíbulo. No había ni un alma, tan sólo un dulce olorcillo a marihuana en el aire.

– Necesitaré una de mis maletas -dijo la señorita Sloviak cuando salíamos del edificio-. De las que están en el maletero.

– ¿Ah, sí? -dije, y miré a Sara como si tal cosa-. De acuerdo.

Se oyó un portazo a nuestras espaldas y escuché una risita débil y nerviosa, como de alguien que en una montaña rusa trata de mantener la calma en los instantes previos al descenso en picado. James Leer emergió del auditorio con el brazo derecho sobre los hombros de Crabtree y el izquierdo sobre los del chaval de la barbita de chivo que se había pasado por mi despacho para decirme a la cara que era un fraude. Cada uno aguantaba a James por una axila, como si fuera a caerse en redondo en cualquier momento, y le iban susurrando los tópicos de rigor para darle ánimos y tranquilizarlo. Aunque tenía aspecto de estar un poco mareado, parecía capaz de caminar sin perder el equilibrio, y me pregunté si no estaría pasándoselo bomba con el numerito del paseo.

– ¡Qué portazo más terrible! -gimoteó. Contempló con evidente asombro cómo sus pies, embutidos en los zapatos negros de estilo inglés, avanzaban paso a paso por la moqueta-. ¡Joder!

Mientras los dos porteadores llevaban su carga hacia el lavabo de caballeros, Crabtree me vio por casualidad. Alzó las cejas y me guiñó un ojo. A pesar de que eran sólo las nueve, para entonces ya habla dado una vuelta completa en el carrusel farmacológico en el que se había montado para afrontar aquella juerga, había robado una tuba y ofendido a un travestí; y ahora sus amiguetes, con deleite y aplomo, se disponían a echar la primera papilla. Evidentemente, iba a ser una noche del más puro estilo Crabtree.

– ¡Que embarazoso es todo esto! ¡Tíos, habéis tenido que sacarme a rastras! -vociferó James.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté cuando pasaron junto a nosotros con James a cuestas.

– No le pasa nada -respondió Crabtree, que puso los ojos en blanco-. Sólo está narrando el acontecimiento.

– Nos dirigimos a los lavabos -dijo James-. Pero quizá no lleguemos a tiempo.

– ¡Pobre James! -dije, y contemplé cómo giraban por el pasillo.

– No sé qué le habéis dado -dijo la señorita Sloviak-, pero, desde luego, llevaba un colocón.

Sara meneó la cabeza y, tras atizarme un buen puñetazo en el hombro, me recriminó:

– ¿Cómo se te ocurre dejar a James Leer en manos de Terry Crabtree? Espérame aquí.

Se marchó tras ellos y me quedé junto a la señorita Sloviak, incómodo y en silencio, durante medio minuto, contemplando cómo daba indignadas caladas a un cigarrillo negro y expelía el humo en largos chorros azulados.

– Siento todo esto.

– ¿De veras?

– Durante el festival literario suelen pasar estas cosas.

– Entonces no me extraña que no haya oído hablar de este festival en mi vida.

En el auditorio resonó una modesta oleada de aplausos. Después se abrieron las puertas y se desparramaron por el vestíbulo unas quinientas personas. Todos hablaban de Q. y su pícaro doble, el cual, al parecer, había concluido la conferencia con un comentario no precisamente amable sobre el nivel literario de Pittsburgh, que comparó con los de Luxemburgo y Chad. Saludé con la mano a un par de ofendidos colegas y con un mesurado movimiento de la cabeza a Franconia Epps, una pudiente dama de Fox Chapel, de cierta edad, que llevaba seis años acudiendo al festival literario con la esperanza de encontrar editor para una novela titulada Flores negras que anualmente, cual Penélope, armaba y desarmaba, siguiendo los contradictorios antojos e indicaciones de una docena de editores moderadamente interesados por el libro en cuestión. Pero en cada nueva versión se las arreglaba para mantener un sorprendente aunque por desgracia nada estimulante número de escenas en las que intervenían pudientes damas de Fox Chapel de cierta edad y un amplio muestrario de artilugios de cuero, consoladores y dóciles caballos de polo con nombres como Goliath y Big Jacques. La señorita Sloviak y yo estábamos rodeados por una horda de jóvenes literatos que hablaban todos a la vez, se golpeaban con los programas enrollados y sacaban cigarrillos. Algunos eran alumnos míos, y estaban a punto de meternos en su conversación -no le quitaban ojo a la señorita Sloviak- cuando de pronto, como si hubieran recibido una descarga eléctrica, se apartaron para dejar paso a Sara Gaskell.

– ¡Hola, señora rectora!

– ¡Hola, doctora Gaskell!

– Caballeros -les respondió Sara a modo de frío saludo, y después sus ojos verdes me lanzaron la misma mirada profesional y vagamente condescendiente de antes. Se había quitado los inestables zapatos de tacón y el bolso plateado había desaparecido-. Se encuentra mal, pero creo que se repondrá -me informó, con aire de estar disgustada con todo en general y conmigo en particular-. Aunque no será gracias al imbécil de tu amigo.

– Me alegra oírlo.

– Vamos, acompaña a Antonia a casa. Yo velaré por el señor Leer.

– De acuerdo. -Me apoyé contra la puerta, que al abrirse dejó entrar una ráfaga de fresco aire de abril-. Sara -añadí, bajando la voz hasta casi tan sólo mover los labios-, no he podido comentarte…

– Después -me interrumpió, y me dio una patada con su descalzo pie derecho para que me marchase de una vez-. Ya me lo explicarás más tarde.

– No me quedará otro remedio -le comenté a la señorita Sloviak cuando nos apresurábamos bajo la lluvia hacia el frondoso extremo del campus en el que había aparcado el coche. El aire era cálido y olía a lilas, y mientras corríamos no pude menos que pensar que el repiqueteo de los tacones de la señorita Sloviak parecía el símbolo de una romántica fuga. Cuando llegamos al coche, fuimos directamente al maletero. Lo abrí, y al ver su contenido pareció que los ojos iban a salírsele de las órbitas.

– He tenido un pequeño contratiempo -le expliqué-. Ya sé que es un espectáculo horrible.

– Escuche -dijo la señorita Sloviak mientras sacaba su maleta de cuero de debajo de la tiesa cola de Doctor Dee-. Lo único que… ¡puaj…! Lo único que quiero es regresar a casa y no volver a verle el pelo a ningún escritor en mi vida, ¿de acuerdo?

– Sé cómo se siente -dije mientras contemplábamos entristecidos el cadáver de Doctor Dee.

– ¡Pobre bicho! -comentó la señorita Sloviak al cabo de unos instantes. Apoyó la maleta en el borde del maletero, le quitó el envoltorio de plástico y la abrió-. Pero sus ojos me dan escalofríos.

– Sara todavía no lo sabe -admití-. No se lo he podido explicar.

– Bueno, por mí no se preocupe -dijo la señorita Sloviak mientras se quitaba los largos bucles negros y los guardaba en la maleta echándoles una última mirada con pesar, como un violinista que por la noche guarda su instrumento-. No voy a decir ni pío.


Según se contaba, mamaba con tal avidez del pecho de mi madre que le produje un absceso en la delicada piel del pezón izquierdo. Mi abuela, que en aquella época era menos comprensiva de lo que sería después, desaprobaba con dureza que mi madre se hubiese casado a los diecisiete años y consiguió inculcarle la idea de que no estaba preparada para la maternidad; la incapacidad de su pecho para resistir el ardoroso envite de mis labios infantiles sumió a mi madre en la amargura. No acudió al médico con la prontitud con que hubiera debido hacerlo, y cuando mi padre la encontró desvanecida sobre el teclado del piano del hotel y la llevó al hospital del condado, ya se le había extendido por la sangre una infección estafilocócica. Murió el 18 de febrero de 1951, cinco semanas después del parto, y, por tanto, no me acuerdo de ella. Sí recuerdo, en cambio, algunas cosas de mi padre, George Tripp, llamado Pequeño George para distinguirlo de mi abuelo paterno, su tocayo, de quien por lo visto he heredado la complexión y los apetitos.

El Pequeño George se ganó una triste fama en la zona del estado donde vivíamos cuando mató a un joven que, entre otros potenciales logros, parecía llamado a convertirse en el primer judío licenciado por la Universidad de Coxley en sus ochenta años de historia. Mi padre era policía. Mató al prometedor muchacho -hijo del propietario de los almacenes Glucksbringer de la calle Pickman, prácticamente enfrente del Hotel McClelland- creyendo, sin demasiado fundamento, como se demostró después, actuar en defensa propia frente a un asaltante armado. Mi padre regresó de Corea sin una tercera parte de su pierna derecha y carente también, diría yo, de otras extremidades fundamentales de su armazón espiritual; después de su mortal error de juicio y subsiguiente suicidio se especuló mucho sobre su idoneidad para ser agente de la ley. Cuando lo llamaron a filas tenía fama de chiflado, y regresó a casa en medio de rumores que hablaban de desmoronamiento psíquico. Pero, como todas las ciudades pequeñas, la nuestra poseía una casi infinita capacidad de perdón ante cualquier flaqueza personal de sus ciudadanos, y como el Viejo George había sido el jefe de la policía local durante cuarenta años, hasta que sufrió un fatal aneurisma mientras jugaba una partida de póquer en la trastienda de la Alibi Tavern, a mi padre se le permitió ir armado con un 38 y recorrer las calles a medianoche, a pesar de padecer el suplicio de la aparición de susurrantes sombras en su visión periférica.

Todavía no había cumplido cuatro años cuando se suicidó, y la mayor parte de los recuerdos que guardo de él son fragmentarios y azarosos. Recuerdo el vello rojizo de su venosa muñeca, atrapado entre los eslabones de la cadena de su reloj; uno de sus paquetes de Pall Mall, rojo como un ranúnculo, arrugado sobre el alféizar de la ventana de su dormitorio; el repiqueteo de una bola de golf al entrar en una taza de té cuando ensayaba golpes cortos en el amplio recibidor del hotel. Y recuerdo una ocasión en que lo oí volver del trabajo. Como ya he explicado, tenía el turno de noche, de ocho a cuatro, y regresaba a casa en la oscuridad de la madrugada. Todos los días mi padre desaparecía tras la puerta de su dormitorio cuando apenas empezaba a despertarme y reaparecía en el momento en que estaba a punto de acostarme; sus invisibles llegadas y partidas me resultaban tan llenas de misterio como una nevada o la visión de mi propia sangre. Una noche, sin embargo, estaba despierto y pude oír la risita de la campana plateada que había encima de la puerta del hotel, los leves crujidos de la escalera de servicio, la airada tos de mi padre. Y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el quicio de la puerta de su dormitorio, contemplando cómo el Pequeño George se desvestía. Antes pretendía -y así solía explicárselo a mis amantes- que esos recuerdos correspondían a la noche en que mi padre se autoliquidó. Pero lo cierto es que llevaba dos semanas suspendido de servicio, con derecho a paga, cuando hundió en su boca el azulado cañón de su pistola reglamentaria. Así que no sé a qué noche corresponden exactamente esos recuerdos, ni por qué me quedaron grabados en lugar de cualesquiera otros. Tal vez sean de la noche en que mi padre mató a David Glucksbringer. Tal vez uno nunca olvida la visión de su propio padre desnudándose.

Me veo espiando a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, con la mejilla aplastada contra la fría moldura de roble, contemplando cómo aquel tipo grandote con uniforme azul que vivía en nuestro hotel, con su gorra como una enorme corona, sus amplias charreteras, su pesada placa dorada, las balas en su cinturón y una gruesa pistola negra, se transformaba en otra persona. Se quitó la gorra y la dejó boca arriba sobre la cómoda. Algunos finos mechones de cabello empapado en sudor que se le habían pegado a la gorra quedaron tiesos y se mecían como algas sobre su cabeza. Despreocupadamente llenó un vasito de whisky y se lo bebió de un trago mientras con la mano libre se desabrochaba y se quitaba la camisa de uniforme. Se sentó en la cama para desatarse los cordones de los zapatos negros como ataúdes, que después lanzó a un rincón. Cuando volvió a ponerse en pie, parecía más bajo, más débil y muy fatigado. Se quitó los pantalones, dejando a la vista la prótesis de color naranja claro con su simulacro de discretos dedos y su complejo sistema de arneses de cuero. Creo que después fue hasta la ventana de la habitación y se quedó allí un rato, contemplando la desértica topografía del hielo sobre el cristal, la calle vacía, los maniquíes con vestidos de primavera en el escaparate iluminado de los almacenes Glucksbringer. Se quitó la camiseta sin mangas, después los calzoncillos, y volvió a sentarse en la cama para desabrocharse el extraño artilugio que le servía de pie. Ya no le quedaba nada más que quitarse. Estaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo ante el acto de despojamiento que acababa de presenciar; era como si se me hubiese permitido contemplar al tullido, calvo y adiposo gnomo oculto tras su descaradamente falsa apariencia cotidiana, escondido en el interior del torpe gólem al que me había acostumbrado a llamar papá.

Iba pensando en todo esto mientras acompañaba a la señorita Sloviak a su casa en Bloomfield, circulando en dirección este por el bulevar Baum, y se transformaba en hombre. Sacó un tarro de crema y un frasco de acetona de uñas de un bolsillo con cremallera de la pequeña maleta que había colocado entre los dos asientos y los dejó en la guantera, que previamente había abierto. Se desmaquilló con una sucesión de bolas de algodón y se quitó el esmalte rosa pálido de las uñas. Metió las manos bajo el vestido y se quitó las medias, que dejaron al descubierto sus depiladas piernas. Sacó unos tejanos de la maleta, los desdobló y, no sin cierta dificultad, se los puso bajo la falda de su vestido negro, que acto seguido se quitó por la cabeza. Quedó a la vista un sujetador de licra negra, acolchado, con una cinta perlada entre ambas cazoletas y un ingenioso par de pequeñas protuberancias para simular unos erectos pezones muy femeninos. Debajo, el pecho era pequeño, pero musculado, y lampiño. Se puso un jersey a rayas, calcetines blancos con unos caballitos y un par de deportivas blancas. Guardó primero la crema y la acetona y después el vestido negro, los zapatos de tacón y la ligera maraña en que se habían convertido las medias. Sentí tener que prestar atención a la carretera, porque su numerito resultaba impresionante. Había reflotado su yo masculino con la precisión y rapidez con que los asesinos profesionales de las películas montan las piezas de su rifle.

– Me llamo Tony -dijo el ex señorita Sloviak cuando giramos por la avenida Liberty-. Al llegar a casa me quito el disfraz.

– Encantado -dije.

– No pareces sorprendido.

– Últimamente mi capacidad de sorpresa es lenta de reflejos -le expliqué.

– ¿Ya sabías que era un travestí?

Medité un rato la respuesta adecuada. Pensé qué debía decirle para no ofenderlo, después de las múltiples decepciones que había causado últimamente a tantas personas.

– No -dije finalmente-. Te había tomado por una hermosa mujer, Tony.

Sonrió y dijo:

– Ya estamos llegando, es la próxima, la calle Mathilda. Gira a la izquierda. Y vuelve a girar en la calle Juniper.

Nos detuvimos frente a una pequeña casa de ladrillo visto de dos plantas, semiadosada. Había una luz encendida en la buhardilla y una estatua de la Virgen en el jardín, protegida por una especie de caparazón blanco en cuyo interior estaban pintadas todas las estrellas de la bóveda celeste.

– Me gustaría tener una igual en mi jardín -dije-. Lo único que tenemos es una trampa para escarabajos japonesa.

– Lo que la cubre es una bañera -me explicó Tony-. La mitad que no se ve está enterrada en el suelo.

– Es fantástico -dije. En la buhardilla una sombra descorrió la cortina y se aplastó contra el cristal-. Bueno…

– Bueno…

– Pues aquí te dejo, Tony.

– De acuerdo, Grady. -Me tendió la mano y nos las estrechamos-. Adiós. Gracias por acompañarme.

– No hay de qué -respondí-. Eh…, uh… Tony, lo siento si…, si las cosas no… han ido del todo bien esta noche.

– No importa -dijo-. Para empezar no debí hacerme ilusiones. Tu amigo Crabtree, simplemente, busca…, no sé, la novedad, o algo así. Parece que le gusta coleccionar… digamos bichos raros. ¿Me permites? -Giró el espejo retrovisor hacia sí para asegurarse de que no tenía restos de maquillaje en la cara, de que no quedaba rastro de la señorita Sloviak. Al igual que muchos travestís, resultaba bastante más agraciado como mujer; como hombre tenía la nariz muy pronunciada y los ojos demasiado juntos. Durante unos instantes contempló con perplejidad la falta de atractivo de su rostro; después se pasó los dedos por el cortísimo cabello. No tendría más de veintiún años-. Me suelo meter muy a menudo en este tipo de malos rollos.

– Está escribiendo su nombre en el agua -dije.

– ¿Perdón?

Era una expresión semipesarosa -tomada del epitafio de John Keats- que Crabtree utilizaba para expresar su propia incapacidad, que compartía con muchísima gente, para plasmar sobre el papel el talento literario que poseía. Según él, algunos se limitaban a contar mentiras, y otros urdían tramas a partir de los problemas y líos de sus vidas. Ése había sido siempre el género elegido por Crabtree: meterse en algún lío atractivo intelectualmente y tratar después de resolverlo sin dejar huella alguna ni nada que mostrase sus esfuerzos, sino tan sólo una reputación de temerario y un pequeño informe en los archivos de los departamentos de policía de Berkeley y Nueva York.

– Es lo que siempre ha hecho, ¿sabes? -le dije-. Pero ahora… -Agarré el volante y lo hice girar de un lado a otro-. Me parece que se ha desmadrado más de lo habitual en él.

– ¿Porque su carrera está arruinada, quieres decir?

– ¡Dios mío! -exclamé. Así el volante con fuerza, como si estuviésemos a punto de derrapar en una carretera helada, y pisé el freno, aunque seguíamos parados-. ¿Eso te ha dicho?

– Me ha dicho que no ha tenido ni un solo éxito en los diez últimos años y que en Nueva York todo el mundo opina que es un fracasado -me explicó Tony. Volvió a girar el retrovisor hacia mí, y mientras lo movía vislumbré el reflejo de mi rostro hinchado y falto de sueño-. Después de eso era difícil no sentir lástima por él.

– Pero se ha portado bien contigo, ¿no?

– Ha hecho lo que ha podido. -Tony puso una mano sobre la manga de mi chaqueta. Las uñas, ya limpias de esmalte, seguían resultando extravagantes y desagradables-. Estoy seguro de que tu libro es tan bueno que no perderá su trabajo.

Guardé silencio.

– ¿No es así?

– Por supuesto -dije-. Es una joya.

– Seguro que sí -añadió-. Tengo que irme, ¿vale? -Asentí-. ¿Estás bien?

Se oyó una puerta abriéndose y cerrándose, y nos volvimos hacia la casa. Alguien había encendido la luz del porche, que brillaba con una aureola amarillenta bajo la lluvia, y vi a un hombre bajito y canoso que nos miraba desde el último escalón con una mano en la frente para que el resplandor no lo deslumbrase.

– Es mi padre -dijo Tony-. ¡Hola!

Un bicho salió disparado escaleras abajo, pasó junto a la estatua de la Virgen y unos instantes después oímos un ruido de patas arañando la puerta del pasajero y por la ventanilla asomó una blanca y amplia sonrisa.

– ¡Sombra! -Tony Sloviak abrió la portezuela y dejó entrar a un orondo caniche, negro como el carbón, que parecía encantado de ver de nuevo a su amo-. ¡Hola, chiquilla! -La perra se alzó para colocar primero sus patas delanteras y después las traseras sobre el regazo de Tony, y acto seguido procedió a lametearle parsimoniosamente la cara con su rosada lengua. Tony movía la cabeza de un lado a otro, riendo y tratando de quitarse al animalito de encima-. Es mi perra -aclaró.

– Ya lo he supuesto.

– Oh, vaya -dijo-. ¿Quién es mi chica? Si, tú. ¿Quién es…? ¡Eh, Sombra!

La perra saltó de su regazo y salió del coche. De pronto giró hacia la derecha y un instante después oímos su susurrante lamento canino desde la parte trasera del coche.

– Ha dado con Doctor Dee -suspiré.

– ¡Grady! -exclamó Tony llevándose la mano a la boca-. ¡El resto de mi equipaje! ¡Vamos a tener que abrir el maletero!

– De acuerdo -dije, y paré el motor-. Mantén a tu perra alejada.

Bajamos del coche y fuimos hasta la parte trasera, vigilados por las atentas miradas de Sombra y del delgado anciano del porche. Abrí el maletero.

– ¡Quieta, Sombra! -ordenó Tony, que agarró a la perra por el cuello con una mano a modo de collarín para impedirle llevar a cabo la que parecía ser su intención: saltar al maletero y darle el último adiós a Doctor Dee-. Eh, Grady, ¿por qué…? ¿De qué ha muerto el pobre husky?

– Le pegó un tiro James Leer -le expliqué mientras sacaba su maleta a cuadros y la dejaba en el suelo-. Fue un malentendido.

– Ese chico está realmente mal -opinó Tony-. Y ahora que tu amigo Crabtree se ha cruzado en su camino, va a estar mucho peor.

Saqué la bolsa portatrajes de Crabtree y cerré el maletero.

– No estoy seguro de que eso sea posible -dije, pero no era cierto. En el fondo pensaba que James Leer todavía podía levantar cabeza, aunque, desde luego, no gracias a la ayuda de Terry Crabtree; claro que, si bien podía levantar cabeza, también podía ir a peor.

– Pero entonces, ¿ese chico va armado? -preguntó Tony.

– Más o menos -respondí. Sostuve la bolsa con la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo de mi chaqueta y saqué la inmaculada pistolita-. Llevaba esto. De hecho, para serte sincero, hace unas horas lo sorprendí apuntándose a la sien con ella.

– ¿Puedo echarle un vistazo? -Tony extendió la mano-. Por absurdo que parezca, todos mis hermanos coleccionan pistolas. -Se la di. Sombra contempló con cierto interés cómo nos la pasábamos, pensando, como hacen siempre los perros, que tal vez fuera algo comestible-. Empuñadura nacarada. Del veintidós. Creo que este modelo es de un solo disparo.

Eché un vistazo al porche, pero el anciano parecía haber decidido no esperar más a su imprevisible hijo y había entrado después de apagar la luz exterior. También el resto de las luces de la casa estaban apagadas. Ahora entendía por qué la señorita Sloviak no parecía precisamente impaciente por regresar a su hogar. Tony levantó la vista de la pistola que tenía en la mano y meneó la cabeza.

– Es un símbolo.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, es la clase de pistola que… no sé, pongamos Bette Davis, llevaría en el bolso. -Sonrió-. Apuesto a que ese chico sería mucho más feliz si pudiese ser Bette Davis pegándose un tiro en la sien en lugar de un chaval de labios gruesos con un apestoso abrigo viejo.

Tony cerró la mano sobre la pistola, parpadeó un par de veces con sus largas pestañas y cerró los ojos. Se llevó la pistola a los labios con delicadeza. Aunque ahora sabía que no estaba cargada, al verlo me asusté. Fue en ese momento cuando mi viejo y herrumbroso cerebro se percató de que aquella misma tarde James Leer, uno de mis estudiantes, había intentado realmente suicidarse.

– Será mejor que me marche -dije-. Creo que debo rescatar a James Leer.

Tony bajó la pistola y me la ofreció. Le aparté la mano.

– Quédatela. Va con tu estilo.

– Gracias. -Contempló la fachada oscura y con las contraventanas cerradas de la casa y frunció el ceño-. Tal vez la necesite.

– ¡Oh! -dije mientras buscaba las llaves del coche en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que hacía sólo un momento las tenía en la mano.

– Eh, ¿sabes, Grady?, yo que tú me iría a casa -me aconsejó Tony mientras me metía en el coche-. Me parece que a quien tienes que rescatar es a ti.

– No es mala idea. -Cerré los ojos. Me imaginé deteniendo el coche en el camino de acceso a mi casa cubierta de hiedra en la calle Denniston, colgando la chaqueta en la pilastra al pie de la barandilla, dejándome caer sobre el fragante revoltijo de mantas y sábanas de la cama siempre sin hacer. Entonces recordé que nada ni nadie me esperaba en casa. Abrí los ojos de mala gana y asentí con la cabeza mirando a Tony. Empecé a subir el cristal de la ventanilla, pero me detuve-. ¡Oh, mierda, colega! -recordé de pronto-. Nos hemos olvidado de la jodida tuba.

– Quédatela -dijo. Alargó el brazo y me dio tres suaves cachetes en la mejilla, como quien palmea a un bebé-. Va con tu estilo.

– Muchas gracias -dije, y cerré la ventanilla. Mientras me apartaba del bordillo y enfilaba la calle Juniper, contemplé por el retrovisor a Tony Sloviak, que subía con sus maletas por la larga escalera del porche de la casa de su padre, después de cruzarse con la protectora Virgen, seguido de cerca por su pequeña perra negra, que se dedicaba a mordisquearle los tobillos cada vez que daba un paso.


Crabtree y yo descubrimos el Hi-Hat durante una de sus primeras visitas a Pittsburgh, entre mi segundo y tercer matrimonio. Fue la última época gloriosa de nuestra amistad, de nuestros días heroicos, antes de que las estrellas desaparecieran de ciertos firmamentos, cuando en los bosques, los descampados junto a las vías del tren y las esquinas sombrías del mundo todavía se escondían indios, locos poéticos y mujeres ingeniosas con ojos de reina de tarot. Entonces yo todavía era un ser monstruoso, un yeti, un engendro de los pantanos, el King Kong de desbordantes pectorales de la novela norteamericana. Llevaba el pelo largo y la balanza me adjudicaba unos poco estéticos pero llevaderos 105 kilos. No me privaba de nada, con la indisciplina propia de un chaval joven. Arrastraba mi enorme figura por los bares como un bailarín cubano con un cuchillo en la bota y un hibisco en la cinta del panamá.

El Hi-Hat de Carl Franklin, o el Hat, como lo llamábamos los habituales, estaba en la zona de Hill, en un edificio destartalado de la avenida Centre, encajonado entre el escaparate tapado con maderas de un mayorista de pescado judío y una empresa de material médico en cuyos mugrientos escaparates se exhibía desde tiempos inmemoriales una familia de diminutos torsos que llevaban unas réplicas exactas a escala de bragueros. En la parte que daba a la avenida tan sólo había una escalera de incendios y una placa oxidada en la que se leía FRANKLIN'S en letras entrelazadas. Para entrar había que meterse en un callejón que daba a un pequeño aparcamiento, donde te topabas con un tipo enorme llamado Clement, cuya misión era echarte un vistazo, hacer una rápida valoración de tu personalidad y darte una palmadita en la espalda si decidía que podías pasar. Cuando te lo encontrabas por primera vez no resultaba una persona muy agradable, impresión que no mejoraba con el tiempo. El propietario, Carl Franklin, era del barrio -había crecido en la calle Conkling, a pocas manzanas de allí- y había sido batería en orquestas y pequeños grupos en los años cincuenta y sesenta, incluyendo una de las últimas formaciones de Duke Ellington. Después regresó a casa y montó el Hi-Hat como club de jazz, con la intención de atraer a una clientela elegante. En el local había un maravilloso Steinway de cola y una preciosa barra acristalada, y las paredes todavía estaban llenas de fotografías de Billy Eckstine, Ben Webster, Erroll Garner, Sarah Vaughan…, pero hacía tiempo que el club se había transformado en un ruidoso garito de rythm & blues, con focos rosados, olor a laca de pelo, cerveza derramada y salsa barbacoa, y una clientela en la que predominaba una no muy sociable multitud de hombres negros de mediana edad con sus ligues, de variada procedencia étnica pero unánimemente poco amigables.

Recuerdo que llevaba unos tres meses arrastrando la desolación de mi nueva vida como profesor de literatura en Pittsburgh, sin amigos, sumido en el aburrimiento y viviendo solo en un minúsculo apartamento justo encima de un café ucraniano en el South Side, cuando hizo su aparición Crabtree, ataviado con un abrigo de policía, de cuero y largo hasta las rodillas. Traía un poco de ácido y los seis mil quinientos dólares de la indemnización pagada por una revista de moda masculina que había decidido despedir al coordinador de las páginas literarias y prescindir de una vez por todas de esa nada rentable sección. Me alegré muchísimo de verlo. Inmediatamente salimos a explorar los bares de mi nueva ciudad -Danny's, Jimmy Post's y La Rueda ya no existen- y aterrizamos en el Hat un sábado por la noche en que a los Blue Roosters, la banda del local en aquella época, se les unió en el escenario Rufus Thomas. No estábamos simplemente borrachos, sino colocadísimos, y por tanto nuestra primera impresión sobre el recibimiento deparado por el Hat y sobre lo bien que nos lo pasamos no era del todo fiable; estábamos convencidos de que todo el mundo nos quería, y recuerdo que nos pareció que Rufus cantaba la versión francesa de la letra de «My Way» con la melodía de «Walkin' the Dog». En cierto momento de la velada, además, a uno de los clientes le dieron una brutal paliza en el callejón y entró de nuevo en el local tambaleándose y con una oreja medio arrancada colgando. Crabtree y yo, que nos habíamos atizado cuatro raciones de costillas a la barbacoa, nos pasamos una interminable media hora expulsándolas por turnos en el lavabo de caballeros. Desde entonces, habíamos vuelto por allí cada vez que Crabtree venía a la ciudad.

Eran aproximadamente las diez y media cuando entré en el Hat después de someterme a la radiográfica mirada de Clement. Me alegré de haberle dado a Tony Sloviak la pistolita; según se decía, si intentabas entrar en el Hat con un arma, aunque la llevases oculta en lo más recóndito de tu anatomía, Clement se las arreglaría para localizarla y quitártela. La banda del local estaba en una pausa entre actuaciones y en la gramola sonaba Jimmie Rodgers. Me quedé quieto unos instantes sobre la moqueta de la sala, de tonalidades entre la aspirina infantil y el naranja, tratando de orientarme. Hacía un par de años que no ponía los pies allí y todo parecía más deteriorado. El suelo de madera asomaba bajo la moqueta, plagada de agujeros de quemaduras de cigarrillos y manchas sobre cuyo origen preferí no especular. En la pared de baldosines reflectantes había varios huecos, como si de una deteriorada dentadura se tratase. Alguien había pintarrajeado el enorme mural situado detrás del escenario en el que aparecía el dueño del local tocando una enorme batería. Ahora de las baquetas colgaban unos testículos peludos y el rostro del propietario lucía un bigotito daliniano. El suelo de la pista de baile estaba sembrado de marcas de tacones. Eché un vistazo a mi alrededor, con la esperanza de localizar alguna mesa ocupada por escritores y asistentes al festival literario envueltos en una humareda rosácea, pero tan sólo vislumbré a la habitual clientela del Hat, que me contemplaba con expresiones de mofa o moderado disgusto. Sin duda, debía de tener cara de idiota.

En la pista de baile había un puñado de parejas bailando al ritmo cansino y sin matices de «Baby What You Want Me to Do», y prácticamente en el centro, rodeados de gente, estaban Hannah Green y Q., el tipo obsesionado con su fantasmagórico doble. Hannah bailaba sin demasiada gracia pero poniendo mucho entusiasmo, y era capaz de admirables proezas meneando la pelvis; en cuanto al viejo Q., lo mejor que podía decirse de él era que no hacía el menor esfuerzo por aferrarse a alguna caduca noción de dignidad. Sé que es un comentario poco caritativo, pero parecía estar menos preocupado por sus propios movimientos que por el lento bamboleo de los pechos de Hannah Green. La saludé con la mano, ella me sonrió, y, cuando miré a mi alrededor y me encogí exageradamente de hombros, señaló una mesa en una esquina alejada, apartada de los bailarines, el escenario y el resto de clientes. En la mesa estaban sentados Crabtree y James Leer, detrás de una larga hilera de botellines de cerveza. James Leer estaba repantigado en su silla, con la cabeza apoyada contra la pared y los ojos cerrados. Parecía dormido. En cuanto a Crabtree, miraba fijamente más allá de la gente que bailaba, con una expresión de felicidad reconcentrada. Tenía un brazo separado de su cuerpo y extendido con delicadeza, como si fuese a elegir un bombón de una bandeja. Su mano, sin embargo, estaba oculta bajo la mesa, en dirección al regazo de James Leer. Lancé lo que debió de ser una mirada absolutamente aterrada a Hannah, que abrió la boca con los dientes apretados y entornó los ojos, en un gesto similar al que se hace cuando pasa una ambulancia con la sirena a todo trapo.

De camino hacia la mesa, paré a una camarera y le pedí que me trajese una copa de George Dickel. Cuando llegué hasta ellos, las dos manos de Crabtree estaban a la vista y James Leer se había reincorporado mínimamente, la mar de ruborizado. Su amplia e impecable frente, que me había hecho suponer que era un chaval de buena familia, parecía febril, y los ojos le brillaban con lo que podía ser euforia o miedo.

– ¿Cómo te sientes, James? -le pregunté.

– Estoy borracho -respondió; parecía sincero-. Lo siento, profesor Tripp.

Me senté junto a Crabtree, encantado de poder dar un respiro a mis pies. El dolor de mi tobillo iba en aumento.

– No importa, James -dije con la misma sonrisa tranquilizadora que ya le había dirigido en dos ocasiones aquel mismo día: la primera cuando su relato fue criticado sin piedad en la clase de escritura creativa, y la segunda cuando lo conduje al dormitorio de los Gaskell y le aseguré que nadie nos diría nada por estar allí-. No te preocupes.

– Seguro que no -intervino Crabtree. Me ofreció su botella de cerveza, medio vacía. La cogí y bebí un largo trago-. Pensaba que te habíamos perdido, Tripp.

– ¿Dónde están los demás? -pregunté, y dejé la botella delante de él con un gesto ampuloso, como si acabase de hacer algún juego de manos alcohólico-. ¿Sólo habéis venido vosotros cuatro?

– No ha aparecido nadie más -comentó Crabtree-. Sara y… ¿cómo se llama?, Walter dijeron que primero pasarían por casa y después se reunirían con nosotros aquí. Pero me parece que han decidido quedarse en casa, acurrucados en el sofá con el perro.

Lancé una mirada a James, esperando ver en su rostro alguna expresión de culpabilidad, por leve que fuese, pero estaba demasiado abstraído. Incluso dudé de que recordara lo que había hecho. Empezó a pestañear de nuevo, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared.

Загрузка...