Había un ligero e involuntario tono de advertencia en su voz, como si anunciase la llegada de un notorio alborotador, de un niño cascarrabias o de una mujer con muy mal genio.

Nos callamos y seguimos atentamente los leves crujidos del techo, producidos por decididos pasos que cruzaban la habitación que había sobre nuestras cabezas, bajaban uno a uno los peldaños de la desvencijada escalera y finalmente emergían en la sala en la forma de Emily Warshaw. Y, hablando de formas, tal como habría añadido Julius Henry Marx, [23] aquéllas no estaban nada mal. Mi esposa era una mujer delgada y fina, aunque de caderas prominentes, con un cabello siempre suave al tacto y un rostro que, según solía decir Crabtree, citando una frase que había leído, era todo cortantes aristas y dramáticos ángulos. Iba maquillada con pintalabios y sombra de ojos, y vestía unos tejanos negros, un jersey de cuello de cisne negro y una rebeca también negra. Cuando me vio ni se paró en seco, ni salió corriendo, ni sufrió un derrame cerebral, ni nada por el estilo. Tuvo sólo un momentáneo acceso de timidez, durante el cual desvió la mirada hacia James y le dedicó una amable sonrisa nada espontánea. Después se dirigió directamente hacia la silla vacía que había junto a la mía y, para mi sorpresa, tomó asiento.

– ¿Cómo estás? -preguntó, en voz tan baja que sólo yo pude oírla. Emily tenía una voz débil, en ocasiones incluso inaudible, pero al mismo tiempo profunda y masculina, propia de un hombre que en un local lleno de gente hablase por teléfono con su amante. En las raras ocasiones en que se dejaba arrastrar por la emoción, su voz subía de tono y se quebraba como la de un adolescente. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, con expresión tierna y sorprendentemente satisfecha, y después se volvió, con un ademán casi coqueto, como si fuésemos un par de extraños a los que la anfitriona hubiese decidido sentar juntos. Sospeché que, al menos por el momento, Deborah había sabido guardar mi secreto. Me tocarla a mi arruinar la velada.

– Me alegro de verte -le dije, con una voz que emergió de mi garganta con cierto temblor adolescente. Al volver a ver a Emily sentí un intenso deseo de besarla, o al menos de acariciarle la mano, pero estaba sentada con aire grave, con las manos cruzadas y la mirada baja; encerrada en sí misma, distante, absorta en sus pensamientos. Me llegaba el olor de los polvos de talco con los que se había frotado la nuca y el del champú aromatizado con clavo que utilizaba para lavarse su negro y brillante cabello. Sentí que un campo magnético de energía sexual invadía los quince centímetros que separaban su muslo izquierdo de mi muslo derecho-. Te presento a James Leer, un alumno de mis clases de escritura creativa.

Emily se apartó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos -que eran largos y estrechos, como un par de trazos inclinados; en Corea a los ojos como ésos los llaman ojales- y saludó a James con un gesto de la cabeza. Detestaba estrechar la mano.

– El cinéfilo -dijo-. He oído hablar de ti.

– También yo de usted -replicó James.

Por un momento pensé que Emily le preguntaría por Buster Keaton, que era uno de sus ídolos, pero no lo hizo. Se acomodó en la silla, con los hombros echados hacia adelante y la expresión que ponía cuando se moría por un cigarrillo. Durante varios segundos todo el mundo se quedó callado; la llegada de Emily a una fiesta o a una cena solía provocar, dado el profundo y absorbente magnetismo de su silencio, esas interrupciones en la conversación.

– Y Deb, ¿baja de una vez? -preguntó finalmente Irv.

– En un minuto -respondió Emily, y en su pequeña boca aparecieron una ligera sonrisa y una simulada mueca de desagrado-. Si es que baja.

– ¿Cuál es el problema?

Emily meneó la cabeza. Por un momento, pensé que no diría ni una palabra más.

– Siempre está alterada por una cosa o por otra -dijo, y se encogió de hombros.

Mientras hablaba, se escucharon nuevos crujidos procedentes del techo y después un sonoro y sincopado repiqueteo en la escalera, como si una bola de croquet y un pomelo estuviesen echando una carrera para ver quien llegaba antes abajo.

– Mirad eso -dijo Philly, impresionado, cuando Deborah hizo su aparición en la sala.

– ¿Te has puesto eso para el seder? -protestó Irv.

Deborah ignoró el comentario, se sentó junto a su hermano y esperó, con el mentón bien alto y un aire de infinita paciencia, a que todos nos percatásemos de que se había quitado el desafortunado vestido púrpura, las medias y los zapatos, y habla bajado a cenar descalza y ataviada sólo con un albornoz. Era, desde luego, un bonito albornoz, aunque -todos estuvimos de acuerdo en eso- algo pesado, de color chillón y con un motivo de espigas, como si la materia prima hubiese sido una manta pasada de moda comprada en una parada de mercadillo.

– Es de Alvin -nos informó, haciendo una exagerada mueca de dolor al pronunciar el nombre de su más reciente ex marido-. He pensado que, como esta noche no va a estar entre nosotros, al menos lo represente su albornoz.

– Es todo un detalle -dijo Philly.

– Hola a todos -saludó Marie, que había salido por fin de la cocina, con las mejillas hinchadas y su fina melena rubia suelta. Llevaba un plato de plata con un montoncito de matzohs, y otro más grande con un montón más voluminoso. Cuando rodeó la mesa se percató de que Emily y yo estábamos sentados el uno junto al otro en actitud aparentemente amistosa y de que su otra cuñada había optado por una sorprendente indumentaria, pero no dijo nada y se limitó a esbozar una sonrisa algo cansina dirigida a Irv. Dejó el plato grande de matzohs entre Emily y Deborah, y el más pequeño ante Irv. Mientras hacía esto último, le puso una mano sobre la mejilla y le dio un amable beso en la amplia frente. Después tomó asiento junto a él. Ya sólo quedaba vacía la silla situada frente a Irv.

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó éste en dirección a la cocina-. Vamos, Irene. James se está empezando a impacientar.

– No, de verdad -dijo James.

– ¡Ya voy, ya voy! -Irene hizo su aparición en la sala, con un aspecto todavía más aturdido que Marie, la cara roja y la frente brillante de sudor. Como en todas las ocasiones especiales, iba envuelta en uno de los muchos vestidos amplios que diseñaba y cosía ella misma inspirándose, según me parecía, en el caftán, el muumuu [24] y, probablemente, el vestuario de ciertos capítulos de Star Trek -. Estaba acabando de decorar el plato del seder. El que compramos en México el invierno pasado. -Cuando se disponía a colocar ante Irv el gran plato de loza pintada, junto a los de matzoh, se detuvo y se puso a escudriñarlo, meneando la cabeza. Era un bonito plato, decorado con hojas de parra, flores amarillas y líneas onduladas azul oscuro, y contenía los típicos manjares rituales-. He puesto moror, [25] perejil, charoses, [26] el hueso, el huevo…

¡Maldita sea, nunca recuerdo qué es lo que va en el sexto círculo!

– ¿Qué sexto círculo? -preguntó Irv con un tono que indicaba que el problema que había estado retrasando el seder no era sólo menor sino que, una vez estudiado a la luz de su impaciente análisis lógico, resultaría ser inexistente-. Rábano picante, perejil, charoses, el hueso de pierna, el huevo. Son cinco cosas.

– Compruébalo tú mismo -le dijo Irene, y le dejó el plato delante.

Irv contó, ayudándose de un dedo, los cinco alimentos colocados sobre cinco de los seis círculos marcados en el plato mientras murmuraba para sí la lista que acababa de recitar.

– Hueso, huevo y uh… ¡Oh! -Chasqueó los dedos-. ¡El matzoh! El sexto círculo es para el matzoh.

– ¡El matzoh! -Irene le golpeó en la sien con la palma de la mano-. El matzoh no puede ir ahí, Irv. Es absurdo. ¿Qué se supone que debo hacer, desmenuzarlo? Y mira eso, lee lo que pone aquí. -Señaló una palabra escrita en caracteres hebreos de color azul sobre el círculo vacío-. ¡Aquí no pone matzoh!

Emily se reclinó sobre mí y estiró el cuello para leer la inscripción. Su seno izquierdo rozó mi brazo. Estaba tan pegada a mí, que oía hasta el leve ruido que producían sus tejanos cuando se movía en la silla.

– Pone cazart -aventuró.

Chaz-art -propuso Irene-. Chazrat.

– ¿Chazrat? -dijo Irv con incredulidad-. ¿Cómo que chazrat? Mira, pone «matzoh». Esto debe de ser una mem, una «m» en hebreo. -Puso los ojos en blanco e hizo una mueca de disgusto-. ¡Esos mexicanos!

– No pone matzoh.

– Quizá es para el agua salada -sugirió Philly.

– Quizá sólo sea un simple cenicero -dijo Deborah.

– Quizá no sea un plato de seder -dije. Creí recordar vagamente que acabábamos enzarzados en aquella polémica cada año-. Quizá sea un plato para alguna otra fiesta similar.

– Creo que pone chazeret -dijo Marie sin levantar la voz.

– ¿Chazeret? -preguntamos todos al unísono.

Marie asintió.

– ¿Una hortaliza, quizá? -Lo dijo como si estuviese desempolvando unos pobres y fragmentarios conocimientos sobre cultura judía que cualquiera de nosotros sería capaz de rebatir. Pero me percaté de que sabía perfectamente de qué estaba hablando y no había tenido la menor duda desde el primer momento. Marie obraba con suma delicadeza para no poner en evidencia a los judíos de nacimiento o de adopción que había entre nosotros-. Creo que es una hortaliza amarga.

– Eso es el moror, querida -dijo Irene con condescendencia-. Hierbas amargas.

– Lo sé, pero creo que el chazeret también es algo amargo. Parecido al berro, me parece.

– Pon berros, Irene -dijo Irv de pronto, fiándose, como sabiamente solía hacer en tales casos, de la erudición de su nuera.

– ¿Berros? ¿Por qué tengo que poner berros?

– En lugar del chazeret. -Parecía irritado, como si su mujer fuese obtusa-. Hay a montones junto al lago.

– No pienso ir hasta el lago en plena noche para recoger berros entre el barro, Irving. Olvídalo.

– Podríamos poner endivias -sugirió Marie.

– ¿Qué os parece pimiento rojo? -dijo James, que parecía dispuesto a agitar aún más las embravecidas aguas de la disputa religiosa de los Warshaw.

– ¡Pimiento rojo! -gritó Irene.

– ¡Ya lo tengo! -dijo Emily con una sonrisita-. ¿Por qué no ponemos un poco de kimchee? [27] Todo el mundo se rió ante la propuesta, pero al final decidieron ir a buscar una porción de apestoso y endiabladamente rojo kimchee al recipiente herméticamente cerrado en que se guardaba en la nevera. Pensé que la velada empezaba muy bien. Entonces recordé que poco podía importarme, ya que no iba a formar parte de aquella familia mucho tiempo más y las noticias que había ido a comunicarle a Emily aniquilarían en un segundo todo lo que de prometedora tenía la fiesta y cualquier atisbo de felicidad familiar.

– ¿Empezamos? -propuso Irv-. James, ¿me puedes alcanzar los Haggadahs? [28] Señaló el aparador que había a nuestras espaldas y James alargó el brazo para coger una pila de pequeños opúsculos que Irv distribuyó. Eran los que siempre utilizaba, una edición barata de regalo, en la que predominaba el texto en inglés, y adornada por todas partes con el nombre de una desaparecida marca de café. Irv sacó sus gafas del estuche de plástico que llevaba en el bolsillo de la camisa, se aclaró la garganta y una vez más nos dispusimos a conmemorar el inicio del largo viaje a través de un pequeño desierto que emprendió una multitud ruidosa y turbulenta de antiguos esclavos. Irv empezó leyendo la breve plegaria inicial, que invocaba de forma bastante convencional, y más bien anticuada desde el punto de vista de la corrección política, al Todopoderoso, la familia, la amistad, el sentimiento de gratitud y el espíritu de libertad, justicia y democracia. James se volvió hacia mí, con expresión aterrada, y le mostré la peculiaridad de los libros judíos enseñándole que el Haggadah se abría por lo que él creía que era el final, pero que en realidad era la primera página. Después incliné la cabeza, escuché la lectura y, mirando por encima de mis gafas, eché un vistazo a los convocados en torno a la mesa. Todos leían con Irv, excepto Deborah, que ni siquiera miraba el Haggadah que tenía en las manos. Sostuvo mi mirada durante unos instantes, inexpresiva y sin perder la compostura, después miró a Emily y, finalmente, se concentró en su libro.

– Y ahora llenemos la primera copa de vino -dijo Irv al concluir la plegaria inicial-. En total son cuatro -le explicó a James.

– ¡Cuidado! -intervino Philly-. James ya se ha bebido cuatro cervezas.

– No tiene por qué beberse las cuatro copas -dijo Irene, con aire preocupado-. No tienes que bebértelas todas, James.

Me volví hacia James y le dije:

– Sí, será mejor que te lo tomes con calma.

– Ha hablado el señor Hombre Modélico -comentó Deborah.

Miró a James y le dijo-: Seguro que te mueres de ganas de seguir su ejemplo.

– ¡Deb! -intervino Emily con un tono de amable llamada al orden. Y mientras alzábamos las copas e Irv leía la bendición del vino, me sentí tan agradecido por la intervención de mi esposa en mi defensa, que casi se me saltaron las lágrimas. ¿Era posible que me hubiese perdonado? ¿Y yo iba a tirar por tierra aquel inmerecido perdón, aquella gracia que me concedía? El espeso vino dejó un regusto cálido y salado en mi garganta. Y vi que James se bebía la copa hasta la última gota.

– Muy bien -dijo Irv. Retiró hacia atrás su silla y se puso en pie-. Ahora voy a lavarme las manos.

– Yo también voy a lavármelas -dijo Marie.

Esto pareció irritar a Deborah.

– Normalmente es sólo papá quien se lava las manos, ¿no? -preguntó con simulada ingenuidad.

– Todo el mundo se puede lavar las manos -dijo Irv.

– Sí, podríamos hacerlo todos -propuso Marie, como si quisiese empezar un juego.

– ¿Por qué no ha de lavarse las manos? -le preguntó Irene a Deborah al tiempo que le hacía un gesto de recriminación con la mano.

– Quizá tú también deberías lavártelas -intervino Philly. Le guiñó un ojo y añadió-: Me parece que no te has limpiado bien el pastel de vaca.

– ¡Vete a la mierda! -replicó Deborah-. Detesto que me hagas guiños.

– Y yo, ¿puedo lavármelas? -preguntó James.

– Por supuesto que sí -respondió Irene, y contempló con una gran sonrisa cómo se levantaba y seguía a Irv y a Marie a la cocina. Oímos el chorro de agua repiqueteando contra la pica de acero inoxidable. Su sonrisa se apagó y dijo-: Realmente, eres un encanto, Deborah.

– Sí -añadió Philly-. ¿Cuál es tu problema?

Deborah me miró, y sentí que la sonrisa se me congelaba en los labios.

– Muy bien, estupendo -dijo Deborah levantándose de un salto de su silla. Por un momento, pensé que la cena iba a terminar antes de haber empezado-. Yo también me voy a lavar las jodidas manos.

Emily me miró y puso los ojos en blanco, como queriendo decir que su hermana sólo estaba montando uno de sus numeritos habituales. Asentí, y ese instante de intimidad, de callada risa cómplice, me sobrecogió. Cuando los entusiastas de la higiene regresaron tras sus abluciones, procedimos a mojar el perejil en el agua salada mientras leíamos por turnos las páginas de los libritos que relataban las esperanzas de los judíos, sus pesares y las antiguas costumbres del Oriente Próximo en materia de entrantes. Después Irv tomó el pedazo de matzoh de en medio, de los tres que había en el plato de plata, lo partió en dos y lo envolvió en una servilleta.

– ¡Ahora! -exclamó Irv volviéndose bruscamente hacia James, que seguía la operación embobado y pegó un bote del susto.

– ¿Ahora qué? -preguntó.

– Esto recibe el nombre de afikomen -le explicó Irv dándole un golpecito al pequeño bulto-. No se te ocurra robarlo ahora.

– No, por supuesto que no -dijo James con unos ojos como platos.

– Colega -le dije-, eso es precisamente lo que se supone que debes hacer. Tómatelo con calma. Lo escondes y entonces Irv tiene que rescatarlo.

– Y, por si te interesa, puede haber un poco de dinero para ti ahí dentro. -Irv colocó el pequeño bulto junto a su plato, lo desplazó unos centímetros hacia James y, con ironía, se aclaró la garganta-. ¡Ahora! -volvió a exclamar. Tomó de nuevo su Haggadah y todos pasamos la página. Entonces vi que en los ojos de James asomaba una mirada de pánico irracional. Había estado señalando aquellas líneas con un tembloroso pulgar todo el rato, y ahora había llegado el momento. Palideció y me miró en busca de ayuda. Le di una palmadita en la espalda y le dije:

– Adelante.

– No puedo leer esta parte porque está en hebreo.

– No pasa nada, ya lo sabemos.

– Tómate tu tiempo -dijo Irene-. Respira hondo.

Aspiró y espiró, y empezó a leer las líneas del extravagante interrogatorio compuesto de cuatro preguntas que en ocasiones anteriores se encargaba de recitar Philly de una tirada y en un hebreo cansino. Le preguntó a Irv por qué, aquella noche en que se conmemoraba una extraña variedad de peligros y milagros, se dedicaba a comer galletas, rábanos picantes y perejil, apoyado en un cojín de ganchillo naranja. Y los Warshaw, aparcadas sus trifulcas, sus ironías y sus constantes movimientos en las sillas, escucharon, inmóviles, cómo James abordaba cuidadosamente el pasaje, con su clara pero ya estropeada voz de niño de coro, como si su Haggadah fuese un manual de instrucciones y en aquella sala hubiese una complicada máquina que tratáramos de montar entre todos.

– Ha estado muy bien, James -le dijo Irene cuando terminó.

A James se le subieron los colores y le sonrió como un enamorado.

– ¿Señor Warshaw? -dijo con voz entrecortada por la emoción.

– No me llames señor, trátame de tú.

– Irv, ¿puedo…? No…

– ¿Qué, James? ¿Qué quieres?

– ¿Puedo coger un cojín para…, uh, para reclinarme?

– Dadle un cojín -dijo Irv.

Deborah se levantó y fue hasta uno de los dos sofás arrinconados, que estaban casi enterrados en cojines. En los almohadones y cojines esparcidos por toda la casa se podían descifrar, como en los estratos de una roca metamórfica, las sucesivas fases de la dedicación a los trabajos manuales de las hijas de los Warshaw: la era del punto de cruz, la del bordado, la del estampado manual, la del ganchillo. Trajo un cojín con la efigie de un Peter Frampton [29] de piel verde y rizos amarillo taxi, y se lo puso a James detrás de la espalda.

– Aquí tienes, guapo -le dijo al tiempo que le daba una palmadita en la mejilla, lo que provocó un nuevo acceso de rubor en el aludido.

Disciplinadamente, Irv se preparó para responder a las cuatro preguntas. Paseó la mirada por la mesa, a la que estaban sentados tres coreanos de nacimiento, un baptista renegado, un metodista descarriado y un católico de personalidad dudosa pero atormentada, levantó su Haggadah y, sin el menor asomo de ironía, empezó:

– En la época en que éramos esclavos en Egipto…

James, sentado muy tieso con la mirada fija en la gesticulante mano derecha de Irv, meneaba ligeramente la cabeza y escuchaba sus respuestas con esa fingida solemnidad con que los jóvenes borrachos intentan prestar atención a algo que no les interesa lo más mínimo. Finalizada esta parte, leímos por turnos los textos referidos a los cuatro hijos, los mal avenidos hermanos, uno de los cuales era farisaico, otro retrasado mental, otro gilipollas y el último infantil -intenten adivinar cuál me tocó-, que año tras año eran criticados y comparados unos con otros de un modo que suponía que había servido de útil ejemplo a los padres judíos durante siglos. Después llegó el turno del largo relato de la triste, operística y, en mi opinión, algo tópica historia del pueblo judío en Egipto, desde las milagrosas proezas de José hasta la matanza de los niños hebreos. Generalmente, era durante la narración de esta historia cuando me sumergía en cierta íntima celebración pascual. Me reclinaba en la silla, cerraba los ojos y me imaginaba a mí mismo solo y abandonado, a la deriva en una pequeña cesta de mimbre a merced de la corriente de un inmenso río de aguas turbias y bajo la sombra de susurrantes juncos. Egipto era la extensión de un cielo color lapislázuli que pasaba sobre mi cabeza, el gruñido de un cocodrilo, la risa de una princesa transportada por el viento mientras sus criadas jugueteaban en la orilla… Sentí una punzada en el costado izquierdo y abrí los ojos de golpe. Era James, que me había dado un codazo en las costillas.

– ¿Me toca leer? -pregunté.

– Si no te importa… -dijo Irv secamente. Parecía molesto. Paseé la mirada por la mesa y contemplé a mi mujer y a su familia. «Ya vuelve a ir colocado», pensaban todos, según se deducía de la expresión de sus rostros. Entonces del estómago de Irv surgió un largo e indignado gruñido de cocodrilo y todo el mundo se rió-. Será mejor que nos demos prisa.

Así que Irv nos guió rápidamente a través de las diez plagas de Egipto y la ingestión de diversos bocadillos de matzoh. Se sirvió y bendijo una segunda copa de vino y de nuevo James se bebió el contenido íntegro -a excepción de las diez gotas que vertió a la salud de los desgraciados egipcios- de un trago y soltó un grito sofocado, como un marinero feliz.

– ¡Tomad un huevo! -dijo Irving-. ¡Tomad un huevo!

Por fin había llegado la hora de comer. Mientras los demás nos pusimos a cascar los huevos duros, Irene, Marie y Emily empezaron a servir el primer plato. Era gefilte, una especie de albondiguillas de pescado hervido, pan rallado y huevo cocidas en caldo de pescado. Estaban amazacotadas, viscosas y frías. Desde luego, no era mi comida favorita. James realizó cautelosos experimentos con el tenedor y la punta de un dedo sobre la informe masa grisácea de su plato, sin hacer caso de las exhortaciones a hincarle el diente de Irv.

– Es lucio -le explicó Irv, como si fuese una información infalible para abrirle el apetito.

– ¿Lucio?

– Son peces que viven en el fondo de ríos y lagos -le explicó Philly-. Dios sabe lo que comen.

Disimuladamente, James camufló el gefilte que le quedaba bajo unos rábanos y apartó el plato. Vio llegar con sumo agrado el oloroso cuenco amarillo con la sopa de bolas de matzoh.

– ¿Qué simboliza todo esto? -preguntó James mientras hundía la cuchara en la sopa.

– ¿Qué? -dijo Irv.

– Esta sopa. El pescado -aclaró James-. Los huevos. ¿Por qué se supone que debemos comer tal cantidad de pequeñas bolas blancas?

– Es lo que comía Moisés -le explicó Philly.

– Es posible que se trate de algún símbolo relacionado con la fertilidad -matizó Irv.

– Que, en el caso de esta familia, es obvio que no funciona -dijo Deborah. Me miró y volvió la cabeza-. Al menos para algunos.

– Deb, por favor -dijo Emily, que interpretó, erróneamente, el comentario de su hermana como una referencia a nuestras fallidas tentativas de concebir un hijo, fracaso que, según me constaba, la familia Warshaw atribuía al efecto que sobre la calidad de mi esperma tenía mi prolongada adicción a la marihuana. «Si lo supierais», pensé, pero pronto se enterarían-. Te lo ruego, no…

– ¿No qué?

– Nada de todo esto simboliza nada, ¿vale? -dijo Philly señalando los platos y boles que Irene y Marie traían-. Todo esto no es más que…, bueno, ya sabes, comida. Una cena.

La cena consistía en pierna de cordero asada, con la piel crujiente, sazonada con romero y servida con patatas nuevas asadas en la cazuela con la grasa de la propia carne. Según se nos dijo, este plato, así como la sopa de bolas de matzoh y una enorme ensalada verde adornada con pimiento amarillo y cebolla roja, eran obra de Irene. Marie, por su parte, se había encargado de una cazuela de batatas guisadas con cebollas y ciruelas pasas, un plato de calabacín con salsa de tomate y eneldo, y los dos montones de sabrosos buñuelos de matzoh colocados uno a cada lado de la mesa, duros por fuera y jugosos por dentro, llamados bagelach. Sin embargo, por desgracia, la afirmación de Philly de que el menú no tenía nada de simbólico no era del todo cierta, porque incluía también la contribución de Emily, un kugel o púding de patata. Se había pasado toda la mañana preparándolo, según nos informó Irene en tono admonitorio. Cuando nos llevamos los primeros bocados a la boca, Emily frunció el ceño y nos miró muy tensa.

– ¡Mmm! -dije-. ¡Estupendo!

– ¡Delicioso! -comentó Irene.

Todos los demás se mostraron de acuerdo, aunque masticaban sin decidirse a tragar.

Finalmente, Emily probó un bocado. Se las arregló para mostrar una valerosa sonrisa. Después bajó la cabeza y se tapó la cara con las manos. Una de las cosas que más le desagradaba de sí misma era su ineptitud para la cocina. Era una cocinera impaciente, precipitada, descuidada y que se distraía fácilmente. La mayoría de sus intentos llegaban a la mesa crudos por dentro, con algunos ingredientes de menos y una disculpa de la mortificada chef. Creo que ella veía en eso una parábola de su vida: en su juventud soñaba con escribir apasionantes novelas y relatos, pero había acabado redactando eslóganes para la salchicha más grande del mundo. Y tenía la impresión de que se había olvidado de alguna cosa o de que había retirado algo del fuego demasiado pronto.

– Este sabor me recuerda algo -comentó Deborah, con cara de esfinge-. Algo que probé en la escuela. ¡Oh, ya sé! -Asintió-. Barro de modelar.

– ¡Te odio! -le dijo Emily a su hermana-. ¡Vete a la mierda!

– Perdón -se disculpó Deborah, y fijó la vista en el plato.

– Cariñito -le dije a Emily mientras alargaba el brazo para acariciarla por primera vez en toda la noche. Puse una mano sobre su mentón, le pasé la otra por el cabello y admiré por enésima vez los sorprendentes ángulos de su cara, que ahora mantenía inclinada, mirando hacia el suelo. Emily era una mujer reflexiva, apasionada y compleja, que sabía escuchar, mostraba un encantador sentido del absurdo y tenía un corazón leal, pero lo que de verdad hizo que me enamorase de ella era su rostro. No me importa lo que piensen de mí: la gente se casa por motivos más absurdos que éste. Pero como sucede con todas las caras hermosas, la de Emily te hacía creer que era mejor persona de lo que resultaba ser en realidad. Le permitía pasar por estoica cuando simplemente estaba petrificada, por misteriosa y reservada cuando en realidad lo que sucedía era que su inseguridad patológica le llevaba a comprar regalos para los demás cuando era ella quien celebraba su cumpleaños. Su conversación estaba sembrada de disculpas y lamentaciones, y, a pesar de su talento, era incapaz de encadenar veinticinco párrafos para construir un relato-. En mi opinión sabe muy bien, de verdad.

Tomó mi mano y me apretó los dedos en señal de gratitud.

– Gracias -dijo.

Deborah pareció ligeramente disgustada.

– ¡Vaya par! -exclamó meneando ia cabeza con aire cansino-. ¡Mierda, tío!

Evidentemente, su actitud obedecía a algo más que al mero despliegue de su talento natural para la grosería, pero sólo yo era consciente de ello. Con mis comentarios de antes sobre su vestido había herido sus sentimientos, y eso explicaba en parte su cabreo, sin duda, pero, por otro lado, era obvio que mi confesión acerca de Sara la había llenado de una irritación que todavía no sabía sobre quién descargar. Eso, unido a su sentimiento de lealtad fraternal, que, aunque se enredaba sobre sí mismo de modo tan complejo como una cinta de Moebius, era muy intenso, la había llevado a decir que el kugel de Emily sabía a barro de modelar.

– Bueno, Grady -dijo Irene en un decidido aunque imprudente intento de cambiar de tema-, ¿cómo va tu libro? Emily nos ha dicho que ibas a verte con tu editor este fin de semana.

– En efecto -confirmé.

– ¿Y se ha presentado? -preguntó Emily con voz jovial, levantando la cara y mostrando una esforzada sonrisa-. ¿Qué tal está Terry?

– En plena espiral de descontrol -respondí-. Como siempre.

– ¿Qué ha dicho del libro?

– Que le quiere echar un vistazo.

– ¿Y se lo vas a dejar? ¿Lo has terminado?

Dudé unos instantes y paseé la mirada por la mesa. Todo el mundo esperaba expectante mi respuesta. No los culpo por ello. Llevaba muchísimo tiempo asegurando de manera vaga y confiada que estaba a punto de terminarlo. Probablemente, el que lograse acabarlo supondría para ellos una sensación de alivio casi física. Debían de verme como un manirás absolutamente incompetente que llevaba varios años en el tejado de su casa tratando de retirar un viejo y nudoso tronco que, al ser partido por un rayo, había caído sobre ella, el cual en cada reunión, en cada discusión para tratar de asuntos familiares, en cada tentativa de sentarse juntos y planear el futuro, hacía acto de presencia con el lejano pero incesante gimoteo de su sierra.

– Ya lo tengo prácticamente acabado -dije, con una sonrisa que, al menos moralmente, era prima carnal de la desdentada, deshonesta y vagamente estúpida sonrisa del poco de fiar y borracho Everett Tripp-. Estará listo dentro de un par de semanas.

Hubo un breve silencio, como el que podría haber seguido al anuncio por parte de un hombre con cáncer terminal de que se había comprado una entrada para la final del campeonato nacional de béisbol, el próximo otoño.

Deborah dejó escapar una risa amarga y exclamó:

– ¡Oh, estupendo!

El tenedor de Emily tintineó contra su plato.

– Te ruego que pares de una vez, Deborah -dijo.

– ¿Que pare el qué, Em?

Emily empezó a decir algo, recordó la presencia de James, lo miró y se calló. Cogió el tenedor y le dio vueltas entre los dedos de su mano izquierda, una y otra vez, como si tratase de descubrir en él alguna marca. No iba con su carácter empezar una pelea durante la cena, y me sentí aliviado (aunque, en el fondo, decepcionado) cuando vi que se tranquilizaba. No quería ni pensar en qué sorprendentes revelaciones podía hacer Deborah si se sentía directamente retada. Pero cuando se calentaban los ánimos, siempre se podía contar con la sorprendente capacidad de autocontrol de Emily. Durante nuestros ocho años de vida en común tuvimos una única pelea: algo relacionado con kirsch y una fondue de queso. Lo que Emily odiaba por encima de todas las cosas era llamar la atención o montar escenas de cualquier clase; así había sobrevivido a su infancia como única niña judía con ojos achinados de Squirrel Hill.

– Te ruego que dejes en paz a Grady -dijo finalmente con una susurrante y oscura voz de Casanova, en un intento de darle un aire de broma al comentario-. Sólo por esta noche.

Deborah permaneció sentada, reflexionando.

– Estás loca, Em -dijo.

– ¡Deborah! -intervino Irv-. ¡Ya está bien!

– ¿Estoy loca? ¡Mírate al espejo!

– ¿Qué has dicho?

– ¡Que te mires al espejo! -repitió Emily. Agarró el tenedor con más fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y pensé que Deborah podía acabar recibiendo mucho más de lo que se imaginaba. De pronto recordé que la milagrosa noche de la fondue de queso Emily me había amenazado con un tenedor de postre-. Mírate: sentada ahí, con un albornoz. Y ni siquiera te has peinado.

– Deborah, Emily, ¡basta! -exclamó Irene tras dejar sobre la mesa su tenedor-. Dejad de pelearos inmediatamente. -Elevó las comisuras de los labios simulando una sonrisa y miró a James-. ¿Es que no os dais cuenta de la impresión que le estáis causando a nuestro invitado?

Emily obedeció. Con un gesto de alivio relajó la presión de su mano sobre el tenedor y desapareció la tensión de sus hombros. Me quedé amarga y absurdamente decepcionado al ver con cuánta docilidad obedecía.

– Lo siento -se disculpó. Sonrió a James-. Lo siento, James.

James asintió, pero parecía más perplejo que feliz por las disculpas. Bebió con avidez un largo trago del tinto de California que tomábamos con la cena, como si tuviera la garganta seca. Durante unos instantes, Deborah siguió acariciándose su despeinada melena negra. De pronto se levantó y se ciñó estrechamente el albornoz.

– ¡Tú siempre pidiendo perdón! -le espetó a Emily, con las mejillas temblándole de lástima y desprecio. Su silla, una de las ocho de elegante madera de abedul escandinavo, permaneció unos instantes en precario equilibrio sobre las patas traseras y después cayó al suelo con gran estruendo. Deborah se volvió con brusquedad, en un vano intento de atraparla, y el cinturón del albornoz golpeó su copa de vino y la volcó-. ¡Estoy harta de la pascua! -dijo, aunque el comentario era a todas luces superfluo. Volvió a abrir la boca, y cerré los ojos y me preparé para lo que pudiera decir.

Cuando oí cerrarse de golpe la puerta de la cocina, abrí los ojos y vi que Deborah había desaparecido. Marie tampoco estaba en la sala, pero al cabo de un momento volvió a entrar desde la cocina con un paño húmedo con el que limpió la mancha de color púrpura del mantel. Le pidió secamente a Philly que recogiera la silla, y éste se inclinó y la levantó. Irv, empleando su estrategia habitual ante lo que denominaba las crisis histéricas de Deborah, se concentró en su plato y se dedicó a atacar con determinación un grande y espeso pedazo de kugel. James estaba ocupado en la lectura de la etiqueta de la botella de vino, con una expresión preocupada, como si acabase de percatarse de que lo que había estado bebiendo desde el principio de la velada era vino y estuviese buscando en la etiqueta si ponía cuánto se podía beber. Miré a Emily, que clavaba los ojos en su madre, que, ante mi sorpresa, tenía los ojos fijos en mí. Me pregunté, presa del pánico durante unos instantes, si Deborah se habría ido de la lengua no con Emily, sino con su madre. Pero entonces caí en lo que estaba pensando Irene. El mismo optimismo que la impulsaba a creer que Emily y yo tal vez podíamos seguir juntos la llevaba a no perder las esperanzas de que el extraño comportamiento de Deborah estuviese motivado por elementos externos. Estaba pensando que Deborah se había colocado con la hierba que yo le había proporcionado.

– ¡Vaya con Deborah! -dije la mar de sonriente y meneando la cabeza con un gesto meticulosamente calculado. Oí un frufrú contra mi oreja y vi aparecer una brillante mancha azul sobre mi plato. Mi gorrito acababa de caer en la ensalada.

Emily se puso en pie.

– Vuelvo enseguida -dijo con determinación. Entró en la cocina y salió por la puerta trasera, y unos segundos después llegaron hasta nosotros los cambiantes tonos de las voces de ambas desde el anegado jardín. Seis personas permanecíamos sentadas a la mesa contemplando los pedazos de matzoh esparcidos sobre el mantel como páginas arrancadas de los libros de plegarias. Marie, Irene e Irv hicieron varios esforzados e inútiles intentos de iniciar y mantener una discusión acerca de un documental sobre unos judíos que pretendían reconstruir el Templo de Jerusalén, que habían visto la noche pasada en la cadena PBS. Era cuanto se podía hacer para seguir comiendo y vencer la exasperante tentación de tratar de escuchar la conversación del jardín. Yo, evidentemente, no lo logré. No oía claramente de qué hablaban las dos hermanas, pero lo cierto es que no lo necesitaba. Podía imaginarme el diálogo palabra por palabra.

-¿Y qué me dices de esa granja en Suecia en la que crían terneras especiales de piel roja? [30] -preguntó Marie.

– Me resulta difícil imaginarme que nuestros queridos amigos Ken y Janet Abramowitz de Teaneck puedan reunir cinco mil dólares para sacrificar su propia ternera roja en Jerusalén -comentó Irene.

– Creo que será mejor que recuperemos el dinero que dejamos en depósito -dijo Irv.

En ese momento Emily entró corriendo en la casa y atravesó con un inusual estruendo la cocina y la sala. Fue directa al armario del recibidor, tomó el largo abrigo de cuero con el cual se había marchado de Pittsburgh el día antes por la mañana y, después de detenerse un instante para lanzarme una desolada mirada con los ojos humedecidos por las lágrimas, volvió a salir. Durante unos veinte segundos nadie se movió y todas las miradas se concentraron sobre mí hasta que, con sigilosos pasos, reapareció Deborah mascando chicle con aire satisfecho.

– ¿Dónde está tu hermana? -preguntó Irv.

– Ha ido a dar una vuelta en coche -respondió Deborah con un ligero encogimiento de hombros.

– ¿Le pasa algo?

– No, está perfectamente.

Desde el exterior llegó el carraspeo del motor del viejo Bug de Emily y después el ruido de la gravilla al arrancar el coche. Pensé que ojalá no tuviese ningún percance, conduciendo en estado de shock, con aquellos faros de escasa potencia, por caminos rurales sin iluminación. De todas formas, sus escapadas en coche cuando se enfadaba no eran algo inusual. La sosegaba conducir por las carreteras de los alrededores de Kinship, hasta Barkeyville, Nectarine y la frontera con Ohio en Shanon.

Deborah paseó larga y lentamente la mirada por la mesa en la que había naufragado la cena que se había iniciado con tanta alegría.

– ¡Vaya mierda de celebración! -sentenció. Pasó por detrás de mí. Me llegó una vaharada acre procedente del bolsillo de su albornoz, y me percaté de que lo que mascaba no era chicle.

Posó una mano sobre el hombro de James y le dijo:

– Venga, chaval. Vamos a tomar algo que nos quite el gusto de tanto matzoh.


Una vez recogida la mesa, los que seguíamos al pie del cañón nos reunimos y afrontamos rápidamente el final de las plegarias. Deborah había desaparecido escaleras arriba -supuse que a esperar que los hongos hicieran su efecto-, y Emily no había regresado. Irv leyó precipitadamente la acción de gracias, murmurando fatigosamente los versículos en hebreo y deteniéndose una y otra vez para frotarse los ojos. Después llegó el momento de abrir la puerta al profeta Elias y, a petición de Irv, James se levantó de su silla y fue dando traspiés hasta la cocina para franquearle el paso al esperado fantasma, para quien se había preparado una copa de vino que le esperaba en el centro de la mesa. Yo sabía que años atrás la tradición familiar otorgaba a Sam Warshaw el privilegio de abrir la puerta mágica.

– No -dijo Irv con voz un poco ronca-. La puerta delantera.

James se volvió, miró a Irv, asintió lentamente y se dirigió hacia la puerta delantera. Tuvo que empujarla con el hombro para desbloquearla, y al abrirla los goznes produjeron un misterioso crujido, muy adecuado para el momento. Entró una corriente de aire frío que hizo temblar la llama de las velas. Miré a Irv, que escrutaba el vacío a su alrededor como si percibiese algún movimiento. Yo sabía que si Elias se presentaba para beberse su copa de vino, eso significaría que el Mesías estaba en camino y la noche sería como el día, y que las colinas saltarían como carneros y los padres se reunirían con sus hijos ahogados.

James volvió a sentarse pesadamente y nos dedicó una sonrisa ebria.

– Gracias, hijo -le dijo Irv.

– Eh, Irv -intervine, pensando que ya era hora de hacer la quinta pregunta, la que nunca se hacía-. ¿Cómo es que el bueno de Yahvé permitió que los judíos vagaran por el desierto de esa manera durante cuarenta años? ¿Cómo es que no…, bueno…, no les mostró el camino correcto? Hubiesen podido llegado a su destino en un mes.

– No estaban preparados para entrar en la Tierra Prometida -dijo Marie-. Hicieron falta cuarenta años para que dejasen de pensar como esclavos.

– Ésa podría ser una explicación -admitió Irv, que escrutaba a James con una mirada sombría y profunda-. O tal vez, simplemente, se extraviaron.

Cuando Irv pronunció la palabra «extraviaron», súbitamente James se inclinó hacia atrás en la silla, con otra copa de Manischewitz en la mano, y cerró los ojos. La copa se le escurrió de la mano y golpeó ruidosamente el canto de la mesa.

– ¡Joder! -exclamó Philly, impresionado-. ¡Se ha desmayado!

– James! -dijo Irene, que rodeó la mesa a toda velocidad hasta llegar junto a él-. ¡Despierta! -Su tono era severo, con esa frialdad y brusquedad propias de una madre que se teme lo peor. James parpadeó y le sonrió-. Vamos, cariño, sube y estírate en la cama.

Irene ayudó a James a levantarse y lo acompañó arriba, entre crujidos de los escalones. Justo antes de desaparecer de nuestro campo de visión, Irene se volvió y me miró con severidad. ¿Qué clase de profesor era? Evité su mirada. Marie se levantó y corrió hacia la cocina en busca de otro trapo húmedo.

Al cabo de diez minutos reapareció Irene, con una chaqueta negra de satén con cuello blanco de piel. Le iba pequeña.

– Mirad lo que me ha dado James -dijo-. La llevaba en su mochila. -Pasó la mano por el cuello de piel-. Es armiño.

– ¿Ya se encuentra mejor? -preguntó Philly.

Irene negó con la cabeza y dijo:

– Acabo de telefonear a su madre. -Me lanzó una mirada perpleja, como si no pudiera entender por qué le había contado aquella sarta de mentiras sobre el pobre chico que estaba arriba, estirado en la vieja cama de Sam Warshaw-. No estaban en casa, pero la criada me ha dado otro número al que podía llamar. Era de un club de campo, San no sé qué. Estaban en una fiesta. Llegarán en un par de horas.

– ¿En un par de horas? -dije tratando de conectar las palabras «madre» y «club de campo» con los datos que tenía sobre James Leer-. ¿Viniendo desde Carvel?

– ¿Qué es eso de Carvel? -preguntó Irene.

– El chico es de un pueblecito llamado Carvel, cerca de Scranton.

– Yo he llamado a un teléfono de Pittsburgh -dijo Irene-. Empezaba por 412.

– Un momento -terció Irv. Se levantó y sacó de la estantería que había debajo de la escalera un viejo ejemplar del Atlas de carreteras Rand McNally. Se humedeció la punta de los dedos y se aplastó un mechón de pelo revoltoso. Parecía feliz de haber reconducido el asunto hacia el siempre sensato terreno de los libros de referencia. Repasamos el índice tres veces, pero, por supuesto, allí no aparecía ningún lugar llamado Carvel.


Estaba sentado detrás del volante del Galaxie 500 de Happy Blackmore, contemplando el cielo. Me había liado un porro del tamaño de un pepinillo, de un pequeño frankfurt para canapé, de la picha de un spaniel, y me disponía a fumármelo apurándolo hasta la última calada. Intentaba localizar la séptima estrella de la constelación de las Pléyades, pensaba en Sara y trataba de no pensar en Hannah. El jardín estaba tan silencioso que oía los crujidos del esqueleto de la casa y los ronquidos de las vacas en el establo. Muy de tarde en tarde se oía pasar un coche por la carretera de Youngstown, un sonido de neumáticos y de motor breve como un suspiro. Las ventanas de la planta baja de la casa estaban a oscuras, pero en el piso de arriba las luces seguían encendidas en todas las habitaciones excepto la que ocupaba James Leer. Emily seguía sin volver, pero había llamado desde una cabina para decirle a su madre que no la esperáramos levantados. Pasé un par de horas ante el televisor con Philly, viendo a Edward G. Robinson paseándose en sandalias por la faraónica Menfis, [31] y después me dejé reclutar para una aburrida partida de scrabble con Irv e Irene. Finalmente todo el mundo optó por acostarse, hartos de esperar a que aparecieran los padres de James; ya llevaban casi dos horas de retraso.

No podía evitar pensar en cómo reaccionaría Hannah cuando se enterase de que James nos había tocado la fibra sensible y se había ganado nuestra simpatía con una falsa biografía. Ella lo conocía mucho mejor que yo, lo cual significaba, pensé, que en realidad no lo conocía en absoluto. Todavía me costaba borrar mi concepción de James Leer como un chico de clase trabajadora de un pueblo del noroeste de Pensilvania, dominado por la aflicción tras la muerte de su madre. Pero supuse que ésa debía de ser, simplemente, la situación del protagonista de su Desfile del amor. ¿Cuánto de lo que me había contado de sí mismo acabaría formando parte del perfil del personaje de su novela?

Miré hacia la ventana sin luz y pensé en la creencia común de que las personas que padecen insomnio agudo a menudo tienen cierta dificultad para discernir claramente entre los sueños y la vigilia, por experimentar en su vida real la extraña pesadez de las pesadillas. Quizá el mal de la medianoche producía esa misma sensación. Al cabo de cierto tiempo, uno era incapaz de distinguir entre el mundo de ficción y el real; se confundía a sí mismo con sus personajes, y los azarosos avatares de la propia vida se entretejían con las maquinaciones de una trama novelística. De ser así, pensé que James Leer era el caso más grave con el que me habla topado; pero entonces recordé a otro fabulador solitario, hundido en su mecedora, con la pistola en la mano, balanceándose lentamente, una y otra vez. Quizá también Albert Vetch había acabado creyéndose el protagonista de uno de sus propios relatos. Sus solitarios arqueólogos y bibliófilos de pueblo eran más proclives a acabar sus días pegándose un tiro que en las fauces babeantes de algún monstruo lleno de tentáculos que su irracional sed de conocimiento les hubiese llevado a liberar, devorados por esas sonrisas tan oscuras y vacías como la fría negrura del espacio interestelar.

El porro se me había apagado. Lo encendí de nuevo con el encendedor del coche. Ahora me daba cuenta de que, no obstante todas sus criaturas surgidas de la nada cósmica -con sus cuencas sin ojos y sus gigantescas y aterradoras fauces-, los relatos de August Van Zorn trataban en el fondo del horror al vacío: el vacío de un par de zapatillas de mujer abandonadas en el fondo de un armario, de un folio en blanco, de una botella de bourbon apurada hasta la última gota en el alféizar de una ventana a las cinco y media de la madrugada. Tal vez Albert Vetch, al igual que su personaje Eric Waldensee al enfrentarse a las habitaciones y los pasillos desiertos en La casa de la calle Polfax, apoyó una pistola contra su sien porque al final descubrió que había demasiados silbantes agujeros negros en su habitación del Hotel McClelland. Ése era el auténtico Doppelgänger del escritor, pensé, y no alguna especie de personificación de la perversidad que te vigilaba desde las sombras y se presentaba periódicamente vestida con tu ropa y llevando en el bolsillo las llaves de tu casa para destrozar tu vida. No, era más bien el prototípico protagonista -Roderick Usher, Eric Waldensee, Francis Macomber, Dick Diver [32]- de las obras de un escritor; al principio, los avatares de aquél reflejaban aspectos de la personalidad de éste, pero acababa por determinar el mismísimo curso de la vida de su creador.

Pensé en mis propios personajes, en aquel heterogéneo grupo de azorados y desacreditados románticos sin suerte: Danny Fixx, que al final de Tierras bajas se mete con su canoa en la oscuridad de una cueva en Nuevo México para esconder el cadáver de Big Dog Slaney; Winthrop Pease, el protagonista de La novia del pirómano, que sufre un ataque al corazón mientras cava un hoyo en el jardín trasero de su casa para enterrar los chamuscados restos del esmoquin que llevaba cuando prendió su último gran incendio, y Jack Haworth, el héroe de El mundo subterráneo, que se dedica a gobernar y engrandecer su pequeño imperio del sótano, con su tren en miniatura y sus pulcros y ordenados pueblecitos bautizados con los nombres de sus hijos y sus esposas, mientras en el pueblo que hay en la superficie, en la casa que hay sobre su cabeza, su familia y su propia vida se vienen abajo. No me había percatado antes, pero en mi obra había una permanente invocación a lo subterráneo (un tema clásico de la literatura de terror), un recurso al entierro y el ocultamiento en las profundidades de la tierra como leitmotiv. De hecho, tenía previsto un episodio similar en Chicos prodigiosos, en el que Lowell Wonder, después de dejarse seducir por Valerie Sweet, forzaba la entrada del refugio antiatómico de su antiguo instituto y permanecía escondido allí durante tres semanas. Cuando decidía salir -muerto de hambre, muy pálido y medio ciego-, se enteraba de que su padre, el viejo Culloden, había fallecido. Al parecer, mis personajes siempre trataban de huir de sus terribles errores de juicio refugiándose en cuevas, bodegas y sótanos, o de ocultarlos -de deshacerse de ellos- enterrándolos. «¡Claro, lo mejor es enterrarlo!», pensé. Respiré profundamente, me aseguré de que no había nadie rondando por allí y tiré la colilla de porro. Bajé del coche, fui hasta el maletero y lo abrí.

La luz del maletero llevaba años fundida, pero gracias a la luna llena era fácil distinguir lo que había en su interior. Me quedé parado un momento contemplando el cadáver y la funda de la tuba, amigablemente pegados uno al otro. Me dije que no era correcto dejar a Doctor Dee tirado allí dentro. Una de sus orejas colgaba retorcida formando un conmovedor ángulo con su cráneo, y el pobre animal empezaba a descomponerse. En el porche trasero de la casa, una a cada lado -las recordaba perfectamente- había dos palas, excedentes del ejército, recubiertas de una mohosa capa de mugre. Un par de veranos atrás, Irv y yo cavamos con ellas un agujero en el jardín delantero para colocar un largo poste de abedul que sostenía un refugio para pájaros. Era una magnífica pieza de artesanía, en forma de palacio ruso, con cúpulas bulbosas de diferentes colores, pero, por desgracia, la cola, basada en esmalte para uñas resistente a las inclemencias meteorológicas que Irv había inventado para pegar las piezas, se disolvió al llegar el invierno y la nieve quedó sembrada de multicolores pedazos de madera. Miré las lápidas desperdigadas entre la hierba bajo el castaño de Indias. Después volví a echarle un vistazo al cadáver de Doctor Dee. Sus dementes ojos sin vida parecían mirarme fijamente de nuevo. Me encogí de hombros.

– Enseguida te saco de ahí -dije, y cerré el maletero.

Di la vuelta a la casa hasta la parte trasera, encontré las palas justo donde recordaba que estaban y llevé una hasta el jardín delantero, arrastrándola por la hierba anegada. Las lápidas, iluminadas por la luna, proyectaban en el suelo sombras de contornos irregulares. Hundí la pala en la tierra y empecé a cavar en un espacio libre entre las tumbas de Earmuffs y Whiskers, un conejillo de Indias de larga pelambrera, si no recordaba mal. Mientras cavaba, debido al colocón y al miedo, me pareció oír voces indignadas procedentes del interior de mi cabeza o de algún rincón de la granja. Cada vez que sacaba una palada de tierra hacía ruido, y estaba convencido de que en cualquier momento saldría alguien de la casa y me preguntaría qué demonios estaba haciendo, y tendría que explicarle que me disponía a enterrar a otro perro en el jardín.

Al cabo de diez minutos mi carrera como personaje de uno de mis libros estaba acabada. No tenía fuerzas para seguir cavando. Me apoyé contra el castaño de Indias y traté de recuperar el aliento mientras contemplaba un hoyo que, según mis cálculos, era suficientemente profundo, todo lo más, para meter en él a un chihuahua grande. Mi jodido Doppelgänger no estaba para aquellos trotes, pensé. Suspiré, y mi suspiro tuvo su eco en la carretera comarcal. Me volví a tiempo de ver una larga y pálida estela de luz que topaba con la hilera de olmos. Un coche se acercaba a considerable velocidad a la casa, golpeando las ramas y traqueteando ruidosamente cada vez que encontraba un bache. Miré hacia la casa. En el antiguo dormitorio de Sam Warshaw se había encendido una luz y se veía una silueta en la ventana. James Leer contemplaba cómo se acercaba por el camino el coche de sus padres.

Era un modelo reciente de Mercedes. El motor hacía un ruido peculiar; se diría que utilizaba soda como carburante. A la luz de la luna parecía delicado, grisáceo y majestuoso como un sombrero de fieltro. Se detuvo detrás de mi coche y permaneció un minuto con el motor en marcha y los faros encendidos, como si sus ocupantes estuviesen pasando por unos momentos de duda, fuese ésta de orden geográfico o moral. Después el conductor hizo marcha atrás, giró bruscamente hacia la izquierda, dio media vuelta y dejó el coche orientado hacia la carretera antes de apagar el motor; supuse que era por si tenían que huir precipitadamente. Del lado del conductor emergió un largo zapato negro y puntiagudo, que emitía destellos a la luz de la luna de pascua. Estaba unido mediante un calcetín oscuro y varios centímetros de blancuzca pantorrilla a un hombre vestido con un traje de etiqueta y un fular blanco de esmoquin que en un primer momento tomé por un chal para las plegarias. No era tan alto como James, pero era de porte desgarbado y sus hombros parecían anudados el uno contra el otro por lo encorvado que iba. Me saludó alzando la pálida y sombría palma de la mano y después ayudó a salir a la mujer que lo acompañaba. También era alta y, además, gruesa, una mujerona envuelta en el blanco luminoso de la piel de algún animal muerto, que se tambaleaba por el camino de acceso a la casa sobre unos altísimos tacones. Se acercaron hacia mí, sonriendo como si hubiesen pasado a visitar a unos viejos amigos. Una de las manos del hombre reposaba sobre la cintura de la mujer en un gesto de bailarín de cha-cha-cha. Con sus trajes oscuros y sus estolas de un blanco radiante, parecían figurantes de un anuncio de una marca francesa de mostaza, o la pareja que se coloca encima de una tarta de bodas, o un par de elegantes fantasmas que murieron en el choque de dos limusinas mientras se dirigían a un baile de etiqueta.

– ¡Hola! Soy Fred Leer -me saludó el hombre cuando llegó a los escalones en los que yo los esperaba. Había dejado la pala clavada en la hierba del cementerio de mascotas, junto a la tumba inacabada, y me había dirigido a la escalera del porche como si fuese el lugar donde siempre se recibía a los visitantes. Así que allí estaba yo, Grady, el jovial posadero, sonriendo, con las manos detrás de la espalda-. Ella es mi mujer, Amanda.

– Grady Tripp. -Le tendí la mano y él me dio un largo y fuerte apretón. Era un apretón de vendedor, automatizado por la práctica-. El profesor de James. ¿Cómo están ustedes?

– Muy desconcertados -respondió la señora Leer. Me siguieron por el porche hasta la puerta principal, y esperaron con paciencia mientras manoseaba torpemente las llaves. Hacía años que no había tenido que vérmelas con una cerradura en aquella casa-. Les pedimos disculpas por el comportamiento de James.

– No es necesario -dije-. No ha hecho nada malo.

Entré en la sala, encendí la luz y descubrí que ambos tenían al menos quince años más que el magnate de cabellos plateados y la canosa ex animadora que había visto venir hacia mí a ritmo de foxtrot por el prado iluminado por la luna de mi imaginación. De acuerdo, iban vestidos como para el baile de gala de un crucero, pero sus mejillas estaban hechas un desastre, el blanco de sus ojos era de un tono más bien amarillento y ambos tenían la cabellera de un gris metálico, aunque él lucía un pelo crespo muy corto, al estilo marinero, y ella un peinado a lo garçon. Calculé que Fred andaría por los sesenta y cinco y Amanda tal vez fuera un par de años más joven. James debía de ser, por tanto, una incorporación de última hora al núcleo familiar.

– ¡Vaya! Es una casa encantadora -dijo Amanda Leer. Entró en la sala caminando con precaución. Sus tacones eran excesivamente altos para ella, teniendo en cuenta su talla y su edad. Los zapatos eran negros, de piel de becerro, con un lazo negro de cuero en la punta y aspecto de caros. El vestido, también negro, era de manga larga, con tres volantes, discreto, pero no exactamente de señora mayor. Se había hecho la manicura, llevaba los labios pintados y olía a Chanel Número 5-. ¡Oh, es una casa adorable!

– Sí, señor Grady, su hogar es una preciosidad -añadió su marido.

Eché un vistazo a la sala. Todo el mobiliario había vuelto al desorden habitual. No había ni una sola silla que guardase cierta simetría con otra, y apenas quedaba espacio para que una persona de mi corpulencia pudiera desplazarse desde las escaleras hasta la chimenea. De las paredes de nudosa madera de pino, en lugar de los grabados de cacerías de patos, paisajes idílicos o láminas amarillentas de catálogos antiguos de material agrícola que uno habría esperado encontrar, colgaba un revoltijo de reproducciones de Helen Frankenthaler [33] y Marc Chagall, vistas aéreas de Pittsburgh y Jerusalén, retratos de ceremonias de bar mitzvah y de graduación de las chicas Warshaw, un póster de Diane Arbus, [34] una fotografía enmarcada de Irv con varios fornidos y sonrientes miembros de la familia Mellon [35] en lo alto del campanil, y un par de lamentables imitaciones de Miró que Deborah había pintado en la escuela. Había también una escultura israelí, consistente en una maraña de alambre de espino, que ocupaba buena parte de una mesita baja. El tablero del scrabble seguía sobre la mesa de centro, abandonado a mitad de partida, y ofrecía, como si de la mesa de un espiritista se tratase, un enigmático mensaje formado por las palabras ÚVULA y JERINGA. En un par de vasos que alguien había dejado junto al televisor seguían derritiéndose varios cubitos de hielo.

– Es de mis suegros -les expliqué-. Sólo estoy de visita.

– Su suegra parecía tan amable y preocupada cuando he hablado con ella… -dijo Amanda Leer.

– Bueno, querían conocerles -les aseguré-. Pero estaban muy cansados. Hoy ha sido un día muy especial.

– Bueno, verá… -dijo Fred Leer-. La verdad es que nos hemos retrasado. -Se levantó la manga del elegante traje de etiqueta para consultar su reloj, que reconocí al instante. Era el Hamilton de oro, con una cara alargada de estilo modernista dibujada en la esfera, que James llevaba en ocasiones en clase y al que se ponía a dar cuerda ruidosamente cuando los demás alumnos criticaban sus escritos-. ¡Oh, Dios mío, nos hemos retrasado dos horas!

– No podíamos marcharnos precipitadamente -explicó Amanda-. Hoy es el cumpleaños de Fred y dábamos una fiesta en el club de golf. Llevábamos un año preparándola. Ha sido una fiesta encantadora.

– ¿Y qué club de golf es ése? ¿Dónde viven ustedes?

Pero ya me imaginaba dónde vivían. Eran una pareja de ricos cabrones.

– El Saint Andrew's -respondió Fred-. Vivimos en Sewickley Heights.

Así que aquellos místicos relámpagos que iluminaban los amenazadores cielos de los relatos de James Leer, aquel catolicismo eslavo basado en la culpa y el infierno, eran también puro camelo.

– Bueno -dijo Amanda Leer, de cuyos labios había desaparecido la sonrisa presbiteriana-, ¿dónde está James?

– Arriba -dije-. Duerme. No creo que se haya enterado de que están aquí. Voy a avisarle.

– ¡Oh, no! -dijo ella-. Iré yo.

– Bueno, tal vez sería mejor que yo me encargara de eso. -Por la agresividad de su tono se diría que pretendía sacar a James de la cama tirándole de la oreja y arrastrarlo por el mismo sistema escaleras abajo hasta el coche. Me pregunté si realmente había sido una buena idea avisar a sus padres. James no era un chiquillo. Los jóvenes de su edad tenían todo el derecho a emborracharse y caerse en redondo. Es más, me habría atrevido a decir que más que un derecho era casi una obligación-. En el piso de arriba hay un montón de puertas, y quizá despierte usted a la persona equivocada, ¡ja, ja, ja!

– Oh, es cierto, tiene usted razón, señor Grady -aceptó, y volvió a aparecer la sonrisa-. Esperaremos aquí.

– Siento causarle tantos problemas -dijo Fred, y meneó la cabeza-. Me gustaría saber qué demonios le pasa a nuestro James, se lo aseguro.

– Yo sé qué le pasa -intervino Amanda en tono sombrío, pero no especificó qué era-. ¡Vaya si lo sé!

– De una cosa no me cabe duda: le encanta el cine -dije para cambiar de conversación.

– No me tire de la lengua -refunfuñó Amanda.

– No lo haga -intervino el padre de James-, por favor.

Trató de darle al comentario un tono festivo, pero su voz dejaba entrever que se trataba de una amable súplica.

– Enseguida vuelvo -dije-. Y, por cierto, feliz cumpleaños.

– Gracias, señor Grady -dijo Fred.

James no estaba en la cama, sino en el rellano del piso de arriba, con el largo abrigo negro puesto. Me miró como si fuese el carcelero que iba a conducirlo a la horca.

– No quiero ir con ellos -me dijo.

– Escucha, James… -Hablaba en voz baja. Por debajo de todas las puertas se filtraba luz, y no quería que la multitud se arremolinara a nuestro alrededor. Conduje a James al lavabo y pasé el pestillo-. Bueno, James -le dije-. Escucha, colega, creo que debes irte a casa.

– ¡Pero si estoy perfectamente! -se quejó-. ¡Me lo paso la mar de bien!

– Yo diría que te lo pasas demasiado bien. Es evidente que no soy la compañía más adecuada para ti. ¿Me escuchas, James?

Evitaba mirarme. Le puse una mano en el hombro.

– James -dije. Sentí que estaba rompiendo alguna promesa trascendental que le había hecho en algún momento durante las últimas veinticuatro horas, pero me era imposible recordar de qué podía tratarse-. Últimamente, ¿sabes…?, últimamente me pasan cosas muy raras. Estoy… Estoy hecho un lío. Bueno, un poco confundido. Yo… Escucha: ya me siento suficientemente culpable, ¿vale?, para tener que sentirme todavía más culpable si te pasa algo malo. Vamos, hablo en serio. Vete a casa.

– Ésa no es mi casa -dijo fríamente.

– ¿Ah, no? -pregunté-. Entonces, ¿cuál es? ¿La de Carvel? -Retiré la mano de su hombro-. ¿O acaso vives en Sylvania?

Fijó la vista en sus desgastados zapatos de estilo inglés. Hasta nosotros llegaban los murmullos de los dos ancianos que esperaban en el piso de abajo.

– ¿Por qué me contaste todas esas historias, James? -pregunté.

– No lo sé -respondió-. Lo siento. De verdad. Por favor, no me obligues a irme con ellos.

– James, son tus padres.

– No, no lo son -dijo levantando la vista y abriendo unos ojos como platos-. Son mis abuelos. Mis padres están muertos.

– ¿Tus abuelos? -Bajé la tapa del retrete y me senté. El tobillo me palpitaba por el esfuerzo de cavar la tumba de Doctor Dee, y el vendaje de Irv se había deshecho al chapotear en el inundado jardín trasero-. No te creo.

– Te lo juro. Mi padre tenía un avión. Solíamos viajar en él a Quebec. Mi padre había nacido allí. De verdad. Teníamos una casa en los montes Laurentians. Un día que viajaban hacia allí sin mí, se estrellaron. ¡Te lo juro! ¡Salió en el periódico!

Lo miré. Lloraba, y en su pálido rostro se marcaba levemente el mapa de sus venas. Su tono era de absoluta sinceridad.

– Salió en el periódico -repetí, y me froté los ojos para tratar de despejarme y aclarar mis ideas.

– Era vicepresidente de la empresa Dravo. En serio, era amigo de Caliguiri y gente así. Mi madre pertenecía a la alta sociedad, ¿vale? Su apellido de soltera era Guggenheim.

– Sí que lo recuerdo -afirmé. En efecto, había salido en el periódico-. Hace cinco o seis años.

Asintió y dijo:

– El avión se estrelló en las afueras de Scranton.

No pude resistirlo y pregunté:

– ¿Cerca de Carvel?

James se encogió de hombros y pareció sentirse incómodo.

– Supongo que sí -dijo-. Por favor, no me obligues a irme con ellos, ¿de acuerdo? -Se había percatado de que dudaba-. Baja y diles que no has conseguido despertarme. Por favor. Así se irán. En realidad, no les importo en absoluto.

– James, les importas mucho -dije, aunque lo cierto es que parecían mucho más preocupados por la impresión que me habían causado que por el bienestar de su hijo. O de su nieto, si es que era cierto lo que me acababa de contar James.

– Me tratan como a un bicho raro -me aseguró-. ¡Me obligan a dormir en el sótano de mi propia casa! Es mi casa, profesor Tripp. Mis padres me la dejaron en herencia.

– Pero ¿por qué iban a decir que son tus padres si no lo son, James? No tiene pies ni cabeza.

– ¿Han dicho eso? -preguntó. Parecía realmente sorprendido.

Entorné los ojos, me mordí el labio y traté de reconstruir la conversación en la sala.

– Creo que sí -dije-. Pero, si he de serte sincero, no estoy del todo seguro.

– Será una nueva mentira. Joder, son tan retorcidos! No sé por qué le di a la señora Warshaw su número de teléfono. Debía de estar borracho. -Se puso a temblar, a pesar del calor casi sofocante que hacía en el lavabo-. Son tan fríos.

Me enderecé y escruté su pálido, desdibujado, apuesto y joven rostro, intentando creerle.

– Vamos, James -dije-. Ese hombre es tu padre, está clarísimo. Eres clavado a él.

Parpadeó y apartó la mirada. Al cabo de unos instantes respiró profundamente, tragó saliva y metió las manos en los bolsillos del desastrado abrigo. Me miró directamente a los ojos y, en tono ronco y tembloroso, me dijo:

– Eso tiene una explicación.

Pensé en ello un par de segundos.

– Sal de aquí -le ordené finalmente.

– Por eso me odia ella. Por eso me obliga a dormir en el sótano. -Bajó la voz hasta el susurro-. ¡En ese sótano húmedo y cubierto de salitre!

– En ese sótano húmedo y cubierto de salitre -repetí. De repente, me di cuenta de la descarada cita de Poe y comprendí que me engañaba de nuevo, por lo que añadí-: Entre ratas y barricas de amontillado.

– ¡Te lo juro! -dijo, pero se había excedido, y lo sabía. Apartó de nuevo la mirada. Las dos personas que esperaban abajo tenían que ser por fuerza sus padres; tal vez Amanda no me hubiese dicho que era la madre de James, pero sin duda sí se identificó como tal cuando habló por teléfono con Irene. Me puse en pie y meneé la cabeza.

– Ya basta, James -dije-. No quiero oír ni una palabra más.

Lo agarré por el codo y lo conduje fuera del lavabo. Se dejó arrastrar sin rechistar. Lo llevé hasta la sala y lo dejé a cargo de los Leer.

– ¡Mira qué facha tienes! -le dijo Amanda mientras bajábamos por las escaleras-. ¡Debería darte vergüenza!

– Vámonos de aquí -pidió James.

– ¿Qué has hecho, James? -Amanda lo repasó de arriba abajo, horrorizada-. Este abrigo lo había tirado a la basura.

– Lo recuperé -dijo, y se encogió de hombros.

Amanda se volvió hacia mí y, realmente preocupada por primera vez, preguntó:

– Supongo que no se presenta así en clase, ¿verdad, profesor Tripp?

– No, jamás -respondí-. Es la primera vez que lo veo con este abrigo.

– Vamos, Jimmy -intervino Fred, que agarró a James por el delgado brazo-. No molestemos más a esta buena gente. Buenas noches, señor Grady.

– Buenas noches. Encantado de haberlos conocido -dije-. Cuiden de él -añadí, e inmediatamente me arrepentí de haberlo dicho.

– No se preocupe por eso -dijo Amanda Leer-. Cuidaremos de él, se lo aseguro.

– ¡Suéltame! -protestó James, e intentó librarse de la mano del anciano, pero éste lo agarraba con humillante firmeza. Mientras lo arrastraban afuera, James se volvió y me miró, con la boca torcida en una mueca sarcástica y la mirada llena de reproches.

– Los hermanos Wonder -dijo.

Sus padres lo empujaron por el jardín y, como un par de secuestradores de una película policiaca de tres al cuarto, lo metieron sin contemplaciones en el asiento trasero de su precioso coche.


Después que James se marchó subí a la antigua habitación de Sam y me quedé un rato en la puerta. Por la ventana se filtraba la luz de la luna, que iluminaba la cama sin hacer, vacía, deslumbrantemente desnuda y fría. Me sentí como imantado por ella. Entré en el cuarto y encendí la luz. Varios años después del fallecimiento de Sam, su dormitorio de la casa de la avenida Inverness fue reconvertido en una especie de cuarto de costura y estudio para Irene, pero su habitación de la casa de campo no fue tocada, y tanto la decoración como el mobiliario eran los de un dormitorio juvenil pasado de moda. La colcha estaba adornada con el semiborrado dibujo de unos vaqueros a caballo tirando el lazo. Los libros colocados en el estante sobre el pequeño escritorio tenían títulos como El gran libro de la policía montada del Canadá, ¡Ensayo!, Historia de la Academia Naval y Lew Walker, cirujano del espacio. La cabecera de la cama, el armario y el ya mencionado escritorio eran del mismo estilo, de inspiración vagamente náutica, y estaban guarnecidos con cuerdas y falsas anillas de hierro. Todo estaba descolorido y raído, con manchas de moho y agujeros causados por la carcoma. Irene e Irv nunca habían pensado conscientemente en convertir la habitación en un santuario o un museo dedicado a su hijo -su único hijo biológico- muerto, pero lo cierto es que no habían tocado nada, y algunas de las viejas pertenencias de Sam de la casa de Pittsburgh -una caja hecha con un caparazón de tortuga, una estatuilla de Kali, un banderín del instituto Reisenstein- habían ido a parar, como huesecillos de dedos a un relicario, al dormitorio de Sam en Kinship.

Me senté en la pequeña cama y me dejé caer hacia atrás. Mientras intentaba levantar las piernas para estirarlas sobre el colchón, el tobillo sano se me enredó con algo semejante a una cuerda. Me reincorporé y vi que eran las correas de la mochila de James. Cuando descubrí que se la había dejado sentí una aguda punzada de culpabilidad. Pensé que no debiera haber permitido que aquel par de fantasmas lo secuestrasen y se lo llevasen en su fantasmagórico coche gris.

– Lo siento, James -dije.

Metí la mano en la mochila y saqué el manuscrito de El desfile del amor. Lo abrí y volví a estirarme, con la cabeza apoyada en la cabecera de la cama de Sam. A mi alrededor, la casa y sus ocupantes dormitaban. Estaba enclaustrado, aislado del mundo por el haz de luz de la lámpara de la mesilla de noche. Empecé a leer.

Comprobé que era una novela de época, ambientada a mediados de los años cuarenta. Comenzaba en una triste y sucia población industrial del árido interior de Pensilvania, surgida de lo más profundo de la imaginación de James. El protagonista, un chico de dieciocho años llamado John Eager, [36] vivía en una destartalada casa a orillas de un río apestoso con su padre, conductor de carretilla elevadora en la fábrica de maniquíes Seitz, y su abuelo paterno, un viejo cabrón llamado Hamilton Eager que aparecía por primera vez en la página 3 envenenando al perrito del chico. La madre de John Eager, una mujer enfermiza que era cocinera en la cantina de la fábrica de maniquíes, había fallecido la primavera anterior de neumonía; sus últimas palabras dirigidas a su hijo fueron: «Eres un chico apuesto.»

Tan apuesto era, que resultaba invisible, según se desprendía del párrafo siguiente:


Su rostro era como el de uno de los maniquíes para sombreros de la fábrica Seitz. La nariz, semejante a una aleta de tiburón. Los labios, rojos como una señal de stop. Los ojos, negros, con largas pestañas, y vidriosos como los de una cabeza de ciervo colgada en una pared. No había nada en su rostro que quedase grabado en la memoria de la gente que lo veía. Sólo la vaga impresión de que era apuesto. En las fotografías siempre aparecía como si hubiese movido la cabeza en el momento de tomarlas.


Las primeras ciento cincuenta páginas del libro consistían en la ensoñación autobiográfica de John Eager mientras viajaba en autobús a Wilkes-Barre para comprar la pistola con la que en la página 163 le dispararía un tiro entre ceja y ceja a Hamilton Eager como venganza por el envenenamiento de su querido perro Warner Oland. Era una ensoñación perturbadora y poética, demasiado larga, pero con momentos muy convincentes relacionados con episodios de abusos sexuales, violación, incesto, cacería de ciervos, instintos pirómanos, la habitual marca de fábrica de James a base de torturado catolicismo en clave bufa, tentativas de suicidio y los momentos de éxtasis del joven protagonista en la primera fila del cine del pueblo, el Marquis. Al lector no podía sorprenderle que John Eager acabara convirtiéndose en un chico solitario que padecía una profunda falta de autoestima y contaba descomunales mentiras al primero que se le ponía a tiro.

Después de asesinar a su abuelo, John Eager hacía una aparición sorpresa en el baile de homenaje a los ex alumnos del instituto y le pegaba un tiro a un compañero de clase, un matón llamado Nelson McCool que se había pasado la vida aterrorizándolo de maneras tan diversas y crueles que el lector agradecía que finalmente recibiese su merecido. Tras cometer estos crímenes, con los dobladillos de los pantalones empapados de sangre, John Eager se arrodillaba para confesar sus pecados en la iglesia de San Juan Nepomuceno. Después se largaba en otro autobús que lo conducía, en bastantes menos páginas que en el trayecto anterior, a Los Angeles, donde trataba infructuosamente de entrar en el recinto de la Fox, recibía una paliza en el pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles y, en una escena a un tiempo tierna y siniestra, estaba a punto de ligar con un olvidado actor del cine mudo antes de decidir entregar su infeliz alma al océano Pacífico en la playa de Venice. En la penúltima escena, de camino a Venice en un autobús, se topaba con una chica rubia más bien patética llamada Norma Jean Mortensen, en quien reconocía a un alma gemela -una informe suma de anhelos, mentiras, falta de autoestima y sensación de vacuidad-, y su ajustado suéter barato, sus medias con carreras y su transparente ambición de convertirse en la mayor estrella del mundo ayudaban a John, por algún motivo que no acabé de entender, a reafirmarse en su decisión definitiva de tirarse al mar.

Leí todo el manuscrito -doscientas cincuenta páginas justas- de un tirón en algo menos de un par de horas. Al acabarlo no sabía muy bien qué pensar. La narración era dinámica y sólida, y, como la mayoría de buenas primeras novelas, mostraba esa convicción imperturbable, aunque errónea, de que todos los episodios chocantes y los comportamientos humanos extremos que aparecían en sus páginas provocarían en el lector sensaciones de asombro y horror totalmente nuevas. Se trataba de un ejercicio insolente, ridículo y apasionante a un tiempo, con un poso de genuina tristeza que impedía que la obra naufragase en las aguas revueltas del melodrama. Lo cierto es que James, por evolución personal, por simple aburrimiento o por haberse hartado de escuchar mis continuas críticas y las de sus condiscípulos, había dejado de lado sus estúpidos experimentos de sintaxis y puntuación, y la prosa resultante, aunque caprichosa y cuajada de símiles, resultaba convincente y uno tenía la sensación, al menos mientras duraba la frase o el párrafo que leía, de que los acontecimientos descritos habían sucedido de verdad.

Y, sin embargo, cuando acabé el manuscrito no pude evitar pensar que la mayor parte de lo narrado parecía totalmente falso. La apabullante acumulación de detalles de época, sin un solo anacronismo o dato erróneo, resultaba algo forzada y mecánica: había decenas de referencias a la moda, las orquestas de jazz y los grandes automóviles cromados, pero resultaba obvio que no era material de primera mano, sino que estaba tomado de viejas películas. Aparte de varias anécdotas de la infancia y primera adolescencia, y del extraño episodio con la vieja estrella de cine de cara empolvada y fular anudado al cuello, el grueso de El desfile del amor parecía escrito a base de cosas oídas, retazos y material de segunda mano. La gente hablaba, se divertía y reaccionaba ante los otros como en las películas. Las cosas que sucedían eran las que suelen suceder en las películas. Dejando al margen algunas reacciones emocionales, había muy pocos episodios en la novela que pareciesen provenir de la experiencia vital de su autor. Era una obra de ficción escrita por alguien que sólo conocía ficciones, una especie de La tempestad que hubiera sido escrita por la solitaria Miranda, [37] cuya idea del mundo procedía exclusivamente de la lectura de las novelas de la biblioteca de su padre.

Dejé el manuscrito en la mesilla de noche. Pensé que quizá no era la persona más indicada para juzgar con imparcialidad el trabajo de James Leer. Sabía que en el fondo sentía celos del chico: de su talento, a pesar de que yo también lo tenía, y de su juventud y energía, a pesar de que era absurdo por mi parte lamentarme de haberlas perdido; pero, por encima de todo, sentía celos de algo tan tonto como el hecho de que hubiese terminado su libro. A pesar de todos los defectos que quizá tuviera, podía sentirse orgulloso de haberlo conseguido. La reacción dinámica que se produce por la combinación de ostracismo e imaginación, así como los problemas de convivencia en una familia desestructurada, eran temas muy bien tratados, y la escena en el autobús con una todavía desconocida Marilyn, aunque no resultaba del todo convincente, estaba escrita con el entusiasmo de un auténtico fan y era una grata sorpresa. Y había otra escena anterior que no me había podido quitar de la cabeza durante la lectura y que todavía me inquietaba. Tomé de nuevo el manuscrito y lo abrí por la página 52, en la que el narrador rememoraba con suma crudeza el día de agosto de 1928 en que el viejo Ham Eager violó a la esposa de su recién casado hijo.


Así pues, el viejo la agarró por el cuello como si fuese una paloma. Le aplastó la cara contra el polvoriento y amarillento colchón de su cama. Ella no podía respirar. Él había estado recogiendo moras al borde de la carretera y todavía tenía los dedos manchados.


El narrador proseguía su relato en el mismo tono desapasionado y comentaba que nueve meses después nació John Eager. Al leer ese pasaje por primera vez se me erizó el vello de la nuca, y al releerlo ya no me sentí tan seguro de que hacía un rato James Leer me hubiese mentido, a pesar de que no ignoraba que los mentirosos más hábiles siguen haciéndolo a la perfección mucho tiempo después de haber sido descubiertos. No creía que Fred Leer fuese al mismo tiempo el padre y el abuelo de James, pero aun así no pude evitar una súbita punzada de culpabilidad en el pecho por haber permitido que aquel par de elegantes espectros se lo llevasen. Volví a dejar el manuscrito, me puse en pie y empecé a dar vueltas por la habitación, pensando en James Leer.

¿Por qué El desfile del amor? Como de costumbre, James parecía haber elegido ese título más por lo bien que sonaba que por la conexión que pudiese tener con la trama o los personajes de la historia. Había una especie de simpático guiño en la elección de títulos por parte de James, como si escribiendo libros titulados La diligencia o Avaricia esperase convertirse no en un simple escritor, sino en todo un estudio cinematográfico; quería construir, en el solar vacío que era su vida, una ciudad rebosante de figurinistas, ingenieros de sonido, guerreros griegos, bucaneros e indios kickapoo, una ciudad en la que pudiera ejercer de productor y director, guionista, foquista y maquillador, figurante destinado al estrellato y actriz principal en la cima de su carrera. He conocido a montones de cinéfilos en mi vida, desde gentes que soñaban con ser travestís e idolatraban los rostros de las grandes divas, hasta nostálgicos compulsivos que se metían en una película como quien se mete en una máquina del tiempo o en una botella de whisky y programa un viaje sin regreso. Y, en mayor o menor grado, esa obsesión estaba relacionada, como cualquier otra, con una sensación de vacío existencial. Pensé que en el caso de James lo que debía de fascinarle eran las cambiantes personalidades de los actores y actrices: las biografías oficiales de las oficinas de prensa; los seudónimos artísticos; los papeles que interpretaban, saltando continuamente de un personaje a otro. Y había influido sobremanera en él, según se desprendía de la lectura de su novela, la atmósfera de comunidad que emanaba de la vida en las pequeñas ciudades de provincias cuyas excelencias cantaban muchas de las películas del Hollywood de los años dorados.

Sin embargo, era lo bastante inteligente para percatarse de que esa atmósfera era una pura ilusión -cuya ambivalencia quedaba reflejada en El desfile del amor-, y lo bastante depresivo para que le fascinase el reverso del medallón hollywoodiense, representado por la aspirante a estrella que aparece en un rincón en la escena de la fiesta de Cautivos del mal y después se toma noventa y dos nembutales y se precipita al vacío desde la terraza de su casa, por la desolación del guionista incluido en la lista negra durante la caza de brujas, por la triste patología de la verdadera vida sexual de un mítico galán de la pantalla o por el trágico destino de Sal Mineo, Jayne Mansfield o Thelma Todd. Y me dije que el acto culminante de su particular pasión cinéfila había sido tatuarse el nombre de Frank Capra en una mano. A Capra siempre se le ha considerado un director sentimentaloide, pero el mundo que aparece en sus películas está lleno de sombras -recuerden que sólo la vida de un hombre separaba Bedford Falls de la chillona pesadilla de Pottersville-, en las que a menudo acecha el espectro de la ruina, el suicidio y la vergüenza. Apesadumbrado por el fallecimiento del director que había dotado de un aura romántica a la América de las pequeñas ciudades de provincias, James decidió grabarse su nombre en su propia carne con una aguja.

Me senté en la cama, crucé los brazos y al cabo de un momento me puse en pie de nuevo. Tomé del estante Lem Walker, cirujano del espacio y leí un pasaje en el que se relataba la ceremonia de graduación en la Academia de Medicina de Altair IV, mientras en el cielo estallaba una tormenta de positrones. Abrí los cajones del viejo escritorio de Sam y comprobé que no había nada, excepto un caramelo Pez y un centavo de 1964. Traté de borrar de mi mente la sensación de que, de todas las personas cuya confianza había traicionado a lo largo de mi vida, James Leer era probablemente la menos capaz de soportarlo.

– Muy bien -dije en voz alta mientras contemplaba con remordimiento la mochila de James al tiempo que deseaba con toda mi alma egoísta y marchita como una pasa tumbarme en la cama de Sam Warshaw, fumarme un canuto y leer el episodio de la epidemia de «fiebres cetusianas» entre los «pueblos de las colmenas» de Betelgeuse V de las aventuras de Lem Walker. Pero mi negro y mezquino corazón estaba prisionero en el asiento posterior de un Mercedes gris que había emprendido un largo y silencioso viaje de regreso a Pittsburgh-. Creo que eso es lo que debo hacer.

Cogí el manuscrito y la mochila y bajé por las escaleras. En el último peldaño perdí el equilibrio y me torcí el tobillo sano. Fui hasta la cocina dando saltos y descolgué el teléfono. Marqué el número de mi casa. Respondió Hannah. Le expliqué dónde estaba.

– Te echamos de menos -dijo ella casi gritando. Al fondo se oía a Wilson Pickett, los elefantes de Aníbal, un tiroteo, gritos de mujeres histéricas y unos ruidos que podían ser de una partida de dados.

– Crabtree anda por ahí, ¿verdad? -dije. Me resultaba difícil seguir hablando en voz baja.

– Ha montado una fiesta.

– ¡Dios mío! -suspiré-. Una idea genial. -Metí el manuscrito de James en la mochila y la cerré-. Por favor, asegúrate de que no se largue, ¿de acuerdo?

– Vale. ¡Escucha, Grady! -Hannah ya hablaba a gritos-. Escucha, tengo que decirte una cosa. Ha venido por aquí un policía. Esta noche, hace un rato. Un tal Popnik, o algo por el estilo.

– Pupcik. Le conozco. -Irene había dejado la chaqueta de satén negro colgada en el respaldo de una de las sillas de la cocina. La cogí y me la acerqué a la cara. El cuello de piel desprendía un ligero olor amargo, a vitamina B-. ¿Qué quería?

– No lo sé. Ha dicho que quería hablar contigo. Grady, ¿cuándo vas a volver a casa?

La puerta trasera se abrió y se cerró de un portazo. Un instante después apareció en la cocina Emily. Apestaba a tabaco y se le había corrido el maquillaje hasta convertirse en una máscara de Pierrot. Caminaba rígida y un poco ladeada, como un gato atemorizado. Cuando pasó junto a mí, rozándome, nuestras miradas se cruzaron, y, al contemplar los borrosos círculos negros en que se habían convertido sus ojos, me sentí como uno de los personajes de August Van Zorn en el preciso momento en que su desventurada existencia se enfrenta a su terrible final. No había absolutamente nada en aquellos ojos. Era una mirada vacía, un agujero en el tejido del mundo.

– ¡Lárgate! -dijo.

Recogí la mochila de James y me colgé la chaqueta robada sobre un hombro. Me acerqué el auricular a la boca y le dije a Hannah:

– Justamente ahora iba a salir hacia allí.


De pronto, mientras recorría el camino bordeado de olmos, noté que las ruedas del Galaxie pasaban sobre algo considerablemente voluminoso. Durante un horrible instante, al pisar el freno, el coche derrapó. Bajé y fui hasta la parte posterior del Galaxie, donde, iluminado por el resplandor sanguinolento de las luces traseras, descubrí en el suelo una especie de cable extendido formando un semicírculo, con una de las puntas completamente aplastada. Había atropellado a Grossman. En un primer momento me dejé llevar por el pánico y me metí de nuevo en el coche con la intención de no levantar el pie del acelerador hasta llegar a Wood Bufalo o Uranium City [38] y no volver a poner los pies en casa de los Warshaw en mi vida. Arranqué, pero después de recorrer apenas diez metros paré y volví atrás para recoger los sorprendentemente pesados restos mortales de Grossman. Pensé que nadie echaría de menos a aquel detestado e imprevisible miembro de la familia. Así que lo llevé hasta el coche, abrí el maletero y lo metí dentro, junto a la tuba y a Doctor Dee.


Lo único que recuerdo del viaje de regreso a Pittsburgh es el complicado proceso que supuso liar tres canutos con una sola mano y la intermitente compañía de un programa de homenaje a Lennie Tristano en una emisora de radio que resultó ser la WABI, la voz en FM de la vieja Universidad de Coxley, que arrastraba hacia mí una fantasmagórica corriente formada en el etéreo espacio de las ondas radiofónicas. Hacia las dos de la madrugada dejé la desierta carretera y continué en dirección a Squirrel Hill. Iba a casa, pero no tenía intención de quedarme más tiempo del necesario para hablar con Crabtree, suponiendo que estuviese en condiciones de escucharme. Había decidido hacer una cosa temeraria, absurda y estúpida, y en esa clase de empresas no había compañía más útil que la de Terry Crabtree.

De todas las casas de la adormecida calle, la mía era la única bien iluminada, emitía luz, como si de una pista de aterrizaje se tratase. Mientras recorría el camino de acceso llegaron hasta mí las jugosas risas de un saxofón y sentí vibrar los cristales de las ventanas al ritmo de un contrabajo. La casa estaba llena de escritores. En la sala había varios bailando descalzos y contemplando qué tal lo hacían los demás. En la cocina otro grupo mantenía una conversación que oscilaba peligrosamente entre amables mentiras y hediondas verdades, y utilizaban las latas de cerveza como ceniceros. En el suelo de la sala donde tenía el televisor había otra media docena, tendidos en actitud reverente alrededor de una bolsa de papel pequeño, de los que usan en las tiendas de ultramarinos, llena de marihuana de aspecto suculento y contemplando cómo Ghidrah destruía Tokio. [39] En el sofá que había detrás de ellos pude ver a dos de mis alumnos, adscritos a la escuela de los jóvenes airados y que se habían perforado los labios y llevaban botas militares con hebillas de metal, fundidos en un abrazo tan estrecho que hacía pensar en las obras de David Smith. [40] En las escaleras que conducían a mi dormitorio se habían sentado tres agentes neoyorquinos -mejor vestidos y menos borrachos que los escritores- para intercambiar exquisitas confidencias y practicar la desinformación. Y en el recibidor había tal cantidad de poetas de Pittsburgh, que si en aquel instante un meteorito hubiese atravesado el tejado de la casa, no habría quedado vivo en la ciudad ni un solo perpetrador de estrofas dedicadas a padres avejentados, trabajadores siderúrgicos impotentes y el convertidor de Bessemer como símbolo amoroso.

En mi estudio había sólo una escritora. Estaba sentada en mi sofá, con la puerta cerrada, y tenía las rodillas metidas debajo del suéter, de forma que la puntiaguda puntera de sus botas sobresalía bajo el dobladillo. Ladeaba la cabeza y leía con atención una hoja de un grueso manuscrito que tenía junto a ella sobre el sofá, mientras enroscaba un largo mechón de cabello rubio alrededor de un dedo y después lo soltaba para empezar de nuevo la operación.

– ¡Eh! -dije mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta detrás de mí. Eché un vistazo a mi escritorio. Sólo entonces me percaté de que al marcharme por la mañana había dejado el manuscrito de Chicos prodigiosos a la vista de cualquiera, incluido Crabtree.

– ¡Oh! -exclamó Hannah, que devolvió a la pila la hoja que estaba a punto de pasar y la tapó con ambas manos como si se tratase de un escrito suyo que no quisiera enseñarme-. ¡Grady! ¡Oh, Dios mío! ¡Me siento tan avergonzada! Espero que no te moleste. Estaba descansando y… -Arrugó la nariz al pensar en lo que había estado haciendo-. Soy una fisgona.

– No, no lo eres -dije-. De verdad que no me importa.

Reunió las lonchas dispersas del Gran Queso de Grady y las devolvió a su sitio, levantó el tocho, le dio unos golpecitos contra un cojín para igualarlo y lo dejó sobre uno de los brazos del sofá. Después se puso en pie, se me acercó y me abrazó.

– Me alegro mucho de verte -dijo-. Hemos estado intentando localizarte por todas partes. Empezábamos a estar preocupados.

– Estoy bien -le aseguré-. Sólo he tenido que vérmelas con un pequeño brote de «fiebres cetusianas».

– ¿Qué?

– Nada, olvídalo. -Señalé con un movimiento de la cabeza el manuscrito que se balanceaba al borde del sofá-. ¿Sabes si…, uh, si Crabtree lo ha visto?

– No, no lo sé -respondió Hannah-. Quiero decir que me parece que no. Estuvimos fuera todo el día, en el festival literario. Regresamos muy tarde. -Sonrió y añadió-: Y él ha estado muy ocupado todo el rato.

– Ya me lo supongo -dije tratando de soltarme de su abrazo, aunque de mala gana-. Bueno, ¿y dónde está nuestro bienamado Crabtree?

– ¡Quién sabe! Yo llevo un par de horas en el estudio. Ni siquiera sé si anda por aquí o… ¡Oh, no, no te vayas! -Redobló la fuerza de su abrazo-. ¡Quédate! ¿Adónde vas?

– Tengo que hablar con él -dije, aunque de pronto la perspectiva de volver al coche y conducir hasta Sewickley Heigths para cumplir la absurda misión que me había impuesto me pareció cualquier cosa menos apetecible. Podía quedarme allí con Hannah y olvidarme de Deborah y Emily, de Sara y el sonriente renacuajo que llevaba en el vientre, y, sobre todo, del pobre y patológico mentiroso de Jimmy Leer. Hannah no me soltaba; cerré los ojos e imaginé que la seguía escaleras abajo hasta su habitación, y que me echaba junto a ella sobre su colcha de satén, bajo el retrato de Georgia O'Keeffe obra de Stieglitz, y hundía mi mano en sus botas de vaquera y deslizaba los dedos por el húmedo y fino empeine de sus pies-. Tengo que…

Desde la sala llegaron los acordes de The Horse, y Hannah me cogió la mano.

– Vamos -dijo-. Te conviene bailar.

– No puedo. Mis tobillos.

– ¿Tus tobillos? Vamos.

– No puedo. -Me condujo hasta la puerta y la abrió, con lo que franqueó el paso a una animada ráfaga de notas de la sección de metales. Meneó un par de veces sus huesudas caderas de vaquera-. Escucha, Hannah, James se ha…, se ha metido en un pequeño lío esta noche. Necesito encontrar a Crabtree para que me ayude a solucionarlo.

– ¿Qué clase de lío? Déjame ir contigo.

– No, no te lo puedo explicar, pero no es nada grave. Escucha: Crabtree y yo nos encargaremos de echarle un cable a James, ¿vale? No tardaremos nada, lo traeremos aquí y entonces bailaré contigo. ¿De acuerdo? Te doy mi palabra.

– Le pegó un tiro al perro de la rectora, ¿no?

– ¿Qué? -dije, y cerré la puerta-. ¿A quién?

– Alguien se cargó a su perro anoche. Al chucho ciego. Al menos eso es lo que cree la policía. El perro ha desaparecido y han encontrado manchas de sangre en la alfombra. Y además he oído que el doctor Gaskell ha encontrado una bala incrustada en el suelo.

– ¡Dios mío! -exclamé-. ¡Es terrible!

– Según Crabtree, James sería muy capaz de hacer algo así.

– ¡Pero si ni siquiera conoce a James! -protesté.

– ¿Y quién lo conoce?

«Tú no, desde luego», pensé. Le apreté la mano y le dije:

– Volveré enseguida.

– ¿No puedo acompañarte?

– Es mejor que no.

– Practico el boxeo chino.

– Hannah…

– Bueno, vale -dijo. En Provo, su pueblo natal, Hannah tenía nueve hermanos mayores que ella, y estaba acostumbrada a que los chicos la dejaran de lado-. ¿Al menos puedo seguir leyendo Chicos prodigiosos hasta que vuelvas?

Todavía no me había hecho a la idea de que alguien había estado leyendo mi libro. Resultaba doloroso, pero estimulante.

– ¿Por qué no? -acepté-. De acuerdo.

Hannah deslizó un dedo entre mi barriga y la hebilla de mi cinturón, y me atrajo hacia si hasta que casi perdí el equilibrio.

– ¿Me lo puedo llevar a mi habitación para leerlo en la intimidad?

– No sé -dije, y retrocedí un paso. Se me ocurrió que siempre reculaba ante Hannah Green-. ¿Qué te ha parecido lo que has leído hasta ahora?

– Me encanta.

– ¿En serio? -La alabanza de Hannah, aunque escueta, me provocó un ímpetu inesperado y sentí que se me hacía un nudo en la garganta. Me di cuenta de hasta qué punto la redacción de Chicos prodigiosos se había convertido en una aventura solitaria en la que me sentía prisionero, perdido y ciego. Le había enseñado a Emily alguno de los primeros capítulos, y su único comentario fue: «Resulta terriblemente masculino.» No me tomé el comentario muy en serio, pero desde entonces había sido el único lector del libro, el profeta, fundador y único morador de mi utopía particular, materializada en una pequeña ciudad de Pensilvania-. Bueno, en ese caso, de acuerdo.

Hannah acercó su cara a la mía, hasta casi tocarnos. Tenía los labios cortados y se los había untado con un protector que olía a vainilla.

– Y, además, creo que me estoy enamorando de ti -dijo.

«¡Oh, qué demonios!», pensé. «Quizá sería mejor que me quedase.» -¿Está por aquí Tripp? -preguntó Crabtree desde el pasillo. Su voz sonaba tan lastimera, que sentí un súbito acceso de culpabilidad al oírle-. ¿Dónde está? ¿Tripp?

Me sobresalté y me aparté de Hannah.

– No dejes que vea el manuscrito, ¿de acuerdo? -le pedí-. Escóndelo hasta que nos marchemos. -Le di un beso en la mejilla y salí al pasillo-. Hasta luego.

– Ten cuidado -dijo, y se apartó un mechón de pelo que se le había pegado a la crema protectora en la comisura de los labios.

– Lo haré -le aseguré.

Ya que se estaba enamorando de mí, podía empezar a hacerle promesas que no pensaba cumplir.


Encontré a Crabtree en el recibidor. Estaba solo, contemplando a los que en la sala trataban de bailar al ritmo de The Horse. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra asía una botella de agua con gas. Parecía que durante mi ausencia hubiese estado tratando de borrar su reputación de Crabtree el Espíritu Burlón, de artista del desmadre, manteniéndose pegado a la pared, solo en medio de su propia fiesta, con aspecto sobrio, aislado y aburrido. Llevaba uno de sus trajes cruzados de tono metálico, de un azul muy pálido, casi imperceptible, como el del resplandor que emite un televisor en blanco y negro. Sus ojos carecían de brillo tras los cristales de sus gafas redondas, y tenía las mejillas hinchadas y enrojecidas. Al verlo allí, mirando a los que bailaban, me recordó al James Leer de la noche anterior, un chico sin amigos, corroído por la envidia, merodeando por el jardín de los Gaskell, con la mirada fija en una ventana iluminada.

Cuando Crabtree me vio, su rostro recuperó su habitual gesto sosegado, me saludó con un gesto de la cabeza y se volvió de nuevo hacia la sala.

– Helo aquí -dijo, como si mi abrupta aparición le hubiese dejado totalmente indiferente, como si unos segundos antes no hubiese estado recorriendo la casa como un alma en pena, gritando mi nombre-. ¿Dónde estabas?

– Fui a Kinship.

– Eso he oído.

– ¿Qué tal estás?

– Agonizante -dijo, y puso los ojos en blanco-. Lo del festival literario es, sin ninguna duda, el asunto más soporífero en el que me has metido en tu vida, Tripp.

– Lo siento -me disculpé.

– Mira a esta gente -dijo, meneando la cabeza.

– Son escritores. Por regla general, los poetas suelen ser bailarines medianamente buenos. Pero este año vamos cortos de poetas.

– Éstos son narradores.

– La mayoría de ellos. -Me encogí de hombros varias veces-. Nos encanta hacer este gesto de Snoopy con los hombros.

– Y, además, todos son heteros en esta movida. ¿No hay ninguna locaza en Pittsburgh?

– Claro que sí -le dije-. Voy a llamarlas.

– Y, encima, esta mañana te largas con mi botiquín.

– ¿Las pastillas? ¿Estaban en el coche?

– Ajá. Al menos, eso espero. Creo que están en tu maletero. Se te debieron caer anoche mientras revolvías en mis maletas.

– Lo siento -me disculpé-. En serio. Escucha, colega, salgamos.

Se cruzó de brazos y puso cara de ofendido.

– No quiero marcharme.

– No vamos a marcharnos.

Me miró fijamente, apartó la vista y dijo:

– Ya vas colocado.

– Lo sé.

– Tienes una pinta horrible, Tripp.

– Lo sé, lo sé, Crabtree. Vamos, te necesito, tío. Necesito que me acompañes.

– ¿Que te acompañe adónde?

– Colega -le dije, y, sin proponérmelo, imité los gestos de Hannah conmigo. Deslicé un dedo por detrás de la hebilla de su cinturón, le di un tirón brusco para atraerlo hacia mí y hacia la puerta. Crabtree se clavó sobre sus talones y no dio ni un paso-. ¿No vas a acompañarme si te lo pido? ¿Tengo que decirte adónde vamos?

– No, no tienes por qué hacerlo. -Sacó mi mano de su cinturón, me volvió la palma hacia arriba, la miró y me la devolvió, como si rechazase un regalo. Estaba tan aburrido, que hasta había olvidado que pretendía parecer malhumorado-. Esta mañana no me has dicho adónde ibas.

– Lo sé, lo sé, de acuerdo, soy un gilipollas. -No le culpaba por estar enojado conmigo. Le había invitado al festival literario con la promesa de que sería una oportunidad para vernos después de meses, o quizá años, sin encontrarnos, y yo desaparecía y lo abandonaba a su suerte, condenándolo a asistir a seminarios soporíferos y conferencias de una banalidad sobrehumana. Y por la noche tenía que organizar su propia fiesta con una pandilla de mamones que, encima, eran todos heteros-. Lo siento, de verdad.

– Bueno, ¿qué tal te ha ido por allí?

– Estupendo. Horrible.

– ¿Emily sigue decidida a dejarte?

– Creo que sí. -Meneé la cabeza-. Para serte sincero, ha sido un completo desastre. James…

– ¿Mi James? -Crabtree se despertó de golpe y se tocó el pecho con la punta de los dedos para recalcar el posesivo-. ¿Ha ido contigo? ¿Está aquí?

– No, y por eso te necesito, colega. -Bajé el tono de voz y acerqué la boca a su oreja-. Lo han…

– ¿Arrestado? -gritó Crabtree.

– ¡Chist! No, lo han secuestrado.

– ¿Secuestrado? ¿Quién?

Dejé pasar unos segundos para que mi respuesta resultase más impactante y dije:

– Sus padres.

El padre de Crabtree era predicador pentecostal en el condado de Hogscrotum, Misuri, y su madre, editora jefe de una revista para entusiastas de las máquinas de tricotar. «Mi madre puede hacerte cualquier cosa» era una de las frases favoritas de Crabtree. «A mí me hizo maricón.» Crabtree había caído en las garras de Satán desde su temprana adolescencia y no veía a sus progenitores desde hacía años.

– ¿Sus padres?

A sus oídos eso debía de sonar como el más horripilante de los destinos.

– ¿Sabes que lleva el nombre de Frank Capra grabado en el dorso de la mano?

– Espera, voy por mi abrigo -dijo Crabtree.

Tomando impulso desde la pared en la que estaba apoyado, se lanzó como un nadador hacia la cocina, cogió su abrigo de estilo militar, que colgaba del respaldo de una silla, y echó un trago de una botella medio vacía de Jim Beam que estaba sobre la mesa. Después encendió un cigarrillo y se ajustó el cinturón del abrigo. Se guardó la botella de Jim Beam en el bolsillo izquierdo y al pasar junto a la nevera se detuvo un momento para llenar el otro bolsillo con un par de botellines de licor de malta Mickey. Cuando volvió al recibidor sonreía y estaba completamente despierto.

– ¡Vamos a comprar una pistola! -exclamó alegremente.

Salimos y fuimos hasta el coche. Estaba a punto de meterme en él cuando Crabtree gritó:

– ¡Eh!

Estaba junto al maletero, dando golpecitos con los dedos de una mano.

– ¿Qué? -pregunté, aunque ya sabía lo que quería-. ¡Oh! -Caminé lentamente hasta la parte posterior del coche-. Creía que habías dicho que no las querías.

– Mentía.

– Lo suponía.

– Abre el maletero.

– ¿Y si esperamos…?

– Ábrelo.

– Hablo en serio, Crab, yo…

– Ahora.

Lo abrí.

– ¡Dios bendito! -exclamó Crabtree-. ¡Tú eres el que se ha cargado al perro!

– No, espera un momento, Crab…

– ¡Puaj! -A aquellas alturas el hedor era indescriptible, una mezcla de los olores típicos de un coche viejo y los de la sangre y la descomposición de un cadáver. Era un hedor dulzón como el de la basura y acre como el de la gasolina, mezclado con un pestazo como el que desprenderían miles de neumáticos cubiertos de cagadas de murciélago al quemarse-. ¿Y esto qué es? -Se apartó del coche, estiró el cuello y metió la cabeza en el maletero, moviéndola en todas direcciones como si fuese una cámara colocada en el extremo de una pértiga. De repente, la sacó con un movimiento brusco y enfocó sobre mí su asombrado objetivo-. ¿Es una serpiente? -preguntó.

– Es un trozo de serpiente -le expliqué, y empecé a cerrar el portaequipajes-. Vamos. Te lo contaré por el camino.

– No tan rápido. -Me agarró por la muñeca-. Quiero mis medicinas. -Tras un breve forcejeo, me apartó y volvió a abrirlo-. Por mí, como si tienes un casuario muerto ahí dentro. -Con sumo cuidado metió la mano hasta el fondo del maletero y, frunciendo la nariz, empezó a palpar-, ¡Puaj!


Llegamos a Sewickley Heights hacia las tres de la madrugada y circulamos con la capota bajada por calles sinuosas y oscuras. Las aceras estaban bordeadas por enormes sicomoros y altos setos que ocultaban las mansiones que había detrás. Crabtree tenía en las manos un plano de Pittsburgh y sus alrededores, y sostenía entre los labios una notificación de retraso en la devolución de un libro de la biblioteca de la universidad, enviada por correo hacía un par de semanas a James Selwyn Leer, Baxter Drive, 262. Los Leer, tal como pudimos comprobar en la cabina telefónica de una gasolinera Shell, no figuraban en el listín; pero Crabtree, como hombre de recursos que era, inspeccionó la mochila de James y encontró la notificación entre las páginas de la biografía de Errol Flynn. Ahora la mochila descansaba sobre su regazo.

¿Y la dirección que figura en el manuscrito? -preguntó Crabtree, que ladeó el plano para aprovechar la débil luz de la guantera-. Harrington 5225.

– Es la casa de su tía. Está en Mount Lebanon.

– Lo he mirado en el índice y el nombre de esa calle no está.

– ¡Qué extraño!

Mientras conducía hacia la zona residencial de las afueras de Pittsburgh, había puesto a Crabtree en antecedentes de lo que nos había sucedido a James Leer y a mí desde el momento en que le quité al chico su pequeña pistola la noche anterior, así como todas las verdades y mentiras que había descubierto acerca de él. Pero me salté la parte que concernía a la chaqueta de Marilyn Monroe. Me dije que, a fin de cuentas, la tenía perfectamente doblada en el asiento trasero, así que lo único que debía hacer era dejarla ahí hasta mañana y devolverla cuando acompañara a James a casa de los Gaskell para aclararlo todo. Pero lo cierto era que me incomodaba hablar de eso con Crabtree. No tenía ninguna gana de intentar explicarle qué hacíamos James y yo en el dormitorio de los Gaskell. Así que le dije que fue un estúpido accidente el que James le pegara un tiro a Doctor Dee. Mientras le hablaba de James y su libro, Crabtree parecía cada vez más convencido no sólo de que el chaval llegaría a convertirse en un excelente escritor -durante el trayecto le echó un rápido vistazo profesional al manuscrito de El desfile del amor a la luz de la lamparilla de la guantera-, sino, además, de que él, Terry Crabtree, Agente del Caos, era un cambio de agujas hacia el que el tren de James Leer se precipitaba inexorablemente. También le hice un breve resumen de mis penosas andanzas con Emily y los Warshaw, pero no pareció interesarse demasiado por mis problemas, o, al menos, eso era lo que quería que creyese. Todavía estaba enojado conmigo por haberlo dejado solo por la mañana. En cuanto a Chicos prodigiosos, no hizo ningún comentario, y me daba miedo preguntarle al respecto. Si se lo había mirado y no tenía nada que decirme, su silencio resultaba bastante significativo.

– La calle Baxter es la siguiente -dijo levantando la vista del plano.

Opté por girar a la izquierda. La numeración empezaba en el 230 e iba hacia arriba. Apagué los faros, y cuando nos aproximábamos al 262 paré el motor. Gracias al impulso que llevaba, el coche se deslizó hasta el camino de acceso a la mansión de los Leer. La entrada estaba bordeada por columnas coronadas por piñas de piedra. A ambos lados se extendía una verja de hierro con unas puntas de lanza de aspecto horrible, que se extendía unos treinta metros hacia ambos lados y después se perdía en la oscuridad. Nos apeamos del coche y cerramos con sumo cuidado las puertas. Después nos adentramos con paso inseguro en el camino de acceso a la casa de los Leer, un largo y serpenteante río de la mejor gravilla, con piedrecitas que parecían hematites y ópalos tallados, y que describía una serie de perezosos meandros a través de los treinta metros de césped que nos separaban del amplio porche de la casa. Éste tenía que ser amplio por fuerza pues rodeaba por completo la mansión de los Leer, un excéntrico edificio de piedra con cubierta de tejamaniles y adornado con marquesinas, entramados y ventanas abuhardilladas que asomaban en todas direcciones, a lo que habría que añadir una amplia colección de aleros. La puerta principal y buena parte de la fachada estaban iluminadas por focos ocultos entre los setos.

– ¡Dios mío, Crabtree! -dije en voz baja-. Esta casa tiene cincuenta o sesenta ventanas. ¿Cómo vamos a dar con el dormitorio de James?

– Lo tienen confinado y encadenado en el sótano, ¿recuerdas? Sólo tenemos que encontrar la puerta de la bodega.

– Si es que James no mentía -comenté-. Si es que no es mentira todo lo que ha contado.

– Si todo lo que ha contado fuese mentira -reflexionó Crabtree-, ¿cómo habríamos llegado hasta aquí?

– Buena pregunta -admití.

Recorrimos el camino en dirección a la casa y cuando ya estábamos cerca, vislumbré una larga y estrecha franja de luz que se filtraba a través de los árboles de la izquierda. En alguna parte del piso superior, en un extremo de la casa, había una lámpara encendida.

– Sus padres todavía están despiertos -dije señalando la luz.

– Deben de estar afilándose los dientes -comentó Crabtree, que a causa de la genuina simpatía y el creciente deseo que sentía por James Leer se sentía inclinado a decir tonterías; era algo habitual en él-. Vamos.

Lo seguí. Rodeamos la casa y llegamos al jardín trasero. Parecía saber adónde se dirigía. La gravilla crujía ruidosamente bajo nuestros pies, y traté de caminar con el sigilo de los indios, apoyando sólo la punta y el talón de uno y otro pie alternativamente, pero me resultaba doloroso, así que al final opté por recorrer el trecho sembrado de gravilla lo más deprisa que pude.

No se veía ninguna puerta de una posible bodega, ni había señales de que hubiera una bodega, pero en los cimientos de cemento visto de la parte trasera de la casa había una especie de piso bajo con una puerta acristalada y una ventana a cada lado. Las ventanas estaban tapadas con visillos punteados, que filtraban el brillo de la luz proveniente del interior. Al otro lado de la puerta una dulce y melancólica voz femenina cantaba:


¿Por qué estar triste,

aunque él me haya abandonado?

¿Por qué llorar, suspirar y preguntarse el porqué?

¿Y preguntarse el porqué?


– Es Doris Day -dijo Crabtree.

Sonreí, y asintió.

– Aquí está James Leer -dijimos al unísono.

Golpeé con los nudillos en la puerta de vidrio y después de varios segundos James abrió. Vestía un pijama rojo que le iba corto de mangas y de piernas, le sobraba en los fondillos y tenía agujeros y manchas de tinta por todas partes. Estaba despeinado, le brillaban los ojos y no dio muestras de sorprenderse de vernos. De hecho, al principio ni siquiera pareció reconocernos. Se rascó la nuca con la punta de un lápiz y parpadeó.

– ¡Hola! -nos saludó, meneando la cabeza como para acabar de despertarse de un sueño-. ¿Qué hacéis aquí?

– Hemos venido a rescatarte -le dijo Crabtree-. Vístete.

– Teniendo en cuenta el pijama que llevas, no entiendo por qué te reías de mi albornoz -añadí.

Entramos en la habitación, que yo había imaginado como una celda de castigo: bombillas desnudas, un camastro de hierro en una esquina con una colcha andrajosa y paredes sin otro recubrimiento que una fina capa de pintura blanca. En cambio, nos encontramos con una vieja bodega bastante bien arreglada y tan amplia como la propia casa, de la que emanaba un agradable olor subterráneo de barro, libros de segunda mano y mantas enmohecidas. El bajo techo estaba sostenido por imponentes vigas de roble y el suelo había sido pintado en la época en que estaba de moda que los aposentos de la servidumbre pareciesen cubiertos por una alfombra persa roja. La pintura de la falsa alfombra había saltado en su mayor parte, dejando al descubierto el gris original, pero en las esquinas y los bordes todavía quedaban vistosos fragmentos de motivos geométricos de color sangre. La habitación estaba iluminada por una docena de candelabros eléctricos, algunos de ellos tan altos como James; un bosquecillo de árboles negros de hierro forjado con adornos dorados, conectados a un par de enchufes de la pared por medio de un manojo de cables. Las paredes, que eran de mampostería, de un gris muy subido, estaban cubiertas de libros amontonados formando escaleras de caracol, arcos hundidos y puntiagudas torres gaudinianas, y sobre los capiteles de esa ciudad de papel colgaba una colección de fotografías, pósters y otros fetiches cinematográficos reunidos por el entusiasta James. A la derecha de la puerta, bajo un enorme y barroco dosel de terciopelo negro abombado y lleno de agujeros, estaba la cama de James, como un galeón hundido. Junto a la gran cama había una mesilla de noche con la parte superior de mármol rosa encajada en un fino reborde dorado, sobre la que había un paquete de Kleenex, un vaso de zumo vacío y un tarro de vaselina para usos masturbatorios. La cama todavía estaba sin deshacer, y James había doblado cuidadosamente la ropa vieja que yo le había prestado y la había colocado no menos cuidadosamente a los pies. Del abrigo negro no había ni rastro.

– Me gusta cómo te lo has decorado -comentó Crabtree, rodeando uno de los árboles de hierro forjado, mientras echaba un vistazo al lugar. Algunas de las bombillas de los candelabros eran de las que simulan el parpadeo de una llamita-. ¿Cuándo se muda aquí el capitán Nemo?

James se sonrojó, no sé si por la pregunta o por la proximidad de Crabtree. Parecía un poco asustado por su presencia, una actitud realmente juiciosa.

– Son todo cosas de mi abuela -explicó James, que dio un paso atrás para apartarse de Crabtree-. Se iba a deshacer de ellas.

– ¿Tu abuela? -pregunté-. ¿La mujer a la que he conocido esta noche?

James no respondió.

– Eh, Tripp me lo ha contado todo sobre tus padres, tus abuelos y demás, y yo te creo, ¿vale? -le aseguró Crabtree, que por supuesto no era sincero pero, como siempre, lograba resultar convincente-. Por eso hemos venido. -Echó un vistazo al escritorio de James, un primoroso buró con tiradores dorados y una silla giratoria de roble a juego, situado junto al televisor. Sobre el escritorio había una vieja Underwood con una hoja de papel en el carro en la que se veía un párrafo interrumpido en mitad de una frase. Al lado de la máquina de escribir había un montón de hojas pulcramente apiladas; en la mitad inferior de la de encima se vislumbraba la mancha de un texto mecanografiado a un espacio-. ¿Qué estabas escribiendo?

A James la pregunta pareció cogerle por sorpresa. Se abalanzó sobre el escritorio, cogió el manuscrito y lo guardó en uno de los cajones.

– Es otra narración -dijo, y cerró bruscamente el cajón-, pero es una mierda.

– Déjamela ver -le pidió Crabtree, indicándole con la mano que se la trajese-. Quiero leerla.

– ¿Qué? ¿Ahora? -James consultó el reloj eléctrico que colgaba de la pared junto a la que estaba su cama. Había reemplazado la esfera original por una fotografía en blanco y negro de un mofletudo actor cinematográfico de mirada enloquecida y disparatados bigotes cuya cara me resultaba familiar; era un secundario de los años treinta-. Es muy tarde.

– No es muy tarde, tío, es pronto -le contradijo Crabtree, que le dirigió una mirada a la que yo mismo había sucumbido muchas veces cuando a las tantas de la madrugada mi amigo decidía que todavía quedaban varias horas de diversión-. Además, Grady me ha dicho que no querías quedarte aquí.

– No, no quería -dijo James, que sucumbió a su vez-. No quiero.

– Pues entonces no veo dónde está el problema.

James sonrió y dijo:

– No hay ningún problema. Dadme un minuto para vestirme.

– Un momento -intervine. Ambos se volvieron para mirarme-. Yo no lo veo nada claro.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Crabtree.

– James, debo decirte que tengo la sensación de que una vez más te has estado quedando conmigo.

– ¿Por qué? -Parecía nervioso-. ¿Ahora qué he hecho?

– Por lo que me explicaste, parecía que en cuanto llegarais a casa te iban a echar a un pozo repleto de alimañas -le espeté-. Y resulta que vives en un jodido palacio, colega.

James inclinó la cabeza y fijó la mirada en sus manos.

– James -intervino Crabtree-, ¿le dijiste a Grady que tus padres…?

– Son mis abuelos. -Levantó la vista y me lanzó una mirada desafiante-. De verdad.

– No lo pongo en duda. -Crabtree sonrió levemente-. ¿Le dijiste que al llegar a casa tus abuelos te echarían a un pozo repleto de alimañas?

– No, creo que no.

– Bueno. -Crabtree me dio un amigable puñetazo en el brazo, como diciendo: «¿Lo ves?»-. Ve a vestirte.

– De acuerdo. -Fue hasta la cama y recogió rápidamente la ropa que le había prestado por la mañana-. ¿Puedo…? ¿Puedo volver a ponérmela, profesor Tripp? -preguntó.

Lo miré y me encogí de hombros.

– Joder, si no hay otro remedio! -dije.

Se arredró y comprobé que lo había ofendido. Asintió lentamente y se quedó de pie durante un minuto, jugueteando nervioso con el cuello de mi camisa de franela. Después se volvió y se alejó arrastrando un poco los pies. Desapareció tras una de las dos puertas que había al fondo de la habitación. Al cabo de un instante olmos el aleteo del ventilador del cuarto de baño.

– ¡Qué modesto es! -comentó Crabtree con admiración, no sabría decir si auténtica o burlona.

– Ajá.

– Oh, vamos, Tripp. ¿Por qué estás tan cabreado con él?

– No lo sé -respondí-. En realidad, no creo estar cabreado con él. Es sólo toda esa mierda sobre que sus padres no son sus padres, ¿sabes? Quiero decir que ¿a qué viene todo ese rollo? -Meneé la cabeza-. Supongo que lo único que quiero es saber de una vez por todas cuál es la verdadera historia de este capullo.

– La verdad -dijo Crabtree. Se acercó a una pila de libros y tomó los tres de encima. Eran volúmenes de tapa dura, de un tono oscuro y sin adornos-. Eso siempre ha sido importantísimo para ti, ya lo sé.

Estiré el brazo derecho hacia él con el puño cerrado.

– Elige un dedo -le dije.

– Creo que deberías tomártelo con más calma con respecto a ese chico.

– ¿Sí? ¿Y por qué?

– Porque ayer te largaste y lo dejaste a oscuras sentado en el aula.

Bajé el puño y exclamé:

– ¡Oh!

No se me ocurrió una respuesta mejor. Contemplé con más detenimiento la colección de fetiches cinematográficos de James y descubrí que la decisión de grabarse el nombre del director fallecido en el dorso de la mano no habla sido un mero capricho de adolescente. El chico era un fanático de Capra. En la pared contra la que estaba colocado el escritorio se acumulaban en diversos estantes pilas de vídeos en cuyas carátulas se leían títulos como El secreto de vivir, Horizontes perdidos, etcétera, y montones de guiones encuadernados en plástico negro con algunos de los mismos títulos escritos en mayúsculas en los lomos. Y por encima de los estantes estaban colgados los carteles de quince o dieciséis películas de Capra -algunas me resultaban familiares, otras ostentaban títulos desconocidos para mí, como Dirigible o La locura del dólar-, además de docenas de fotografías de plató, la mayoría de las cuales me pareció que procedían de ¡Qué bello es vivir! y Juan Nadie. Esa pared era, por decirlo de algún modo, la capital del reino de la devoción cinematográfica de James, desde la cual su imperio se había ido extendiendo hacia arriba, por las gruesas vigas del techo, y hacia los lados, por las restantes paredes de la habitación, en las que se habían formado prósperas colonias consagradas a algunas de las grandes estrellas que trabajaron a las órdenes de Capra: Jimmy Stewart, Gary Cooper y Barbara Stanwyck, de las que había fotos enmarcadas, pósters y programas de mano de muchas de sus películas, tanto obras maestras como olvidados filmes menores, desde Annie Oakley a Ziegfeld Girl. En las esquinas más alejadas el imperio de la obsesión de James parecía desintegrarse en una vaga zona fronteriza de culto hollywoodiense, en la que se habían establecido unos pocos puestos avanzados en los que asomaban Henry Fonda, Grace Kelly o James Mason.

Después, abriéndome camino entre los candelabros y las pilas de libros y vídeos, me acerqué al enorme y negro barco naufragado que era su cama y comprobé que la pared posterior estaba cubierta por unas cuarenta fotografías en papel satinado de actores de cine cuyo nexo de unión entre ellos o relación con Frank Capra no fui capaz de dilucidar. Ahí estaban Charles Boyer, una exquisita mujer que me pareció que podía ser Margaret Sullavan, y, de nuevo, el rostro sonriente, mofletudo y bigotudo del personaje del reloj de James. Al igual que el de este individuo, los rostros de muchos de los actores de las fotografías me resultaban familiares, pero no podía identificarlos con precisión; algunos otros, en cambio, me eran completamente desconocidos. El centro estaba reservado a varias fotografías muy famosas de Marilyn Monroe -tumbada desnuda sobre terciopelo rojo, leyendo el Ulises, luchando contra la corriente de aire de la rejilla del metro que le levanta la falda-, y mientras las contemplaba creí descubrir cuál era el eje vertebrador de las fotos que colgaban de aquella pared. Deduje que se trataba de un imperio rival que se disponía a conquistar las paredes de la habitación de James: el advenedizo reino de los suicidas de Hollywood. Supuse que la chaqueta de satén habría pasado a formar parte de él.

– ¿Herman Bing se suicidó? -le pregunté a Crabtree, y señalé al tipo de los bigotes tiesos-. ¿Reconocerías a Herman Bing si vieras su fotografía?

– Mira esto -dijo Crabtree, haciendo caso omiso de mi pregunta. Y tomó varios libros con cada mano para mostrármelos-. Todos estos volúmenes son de bibliotecas públicas.

– ¿Y?

– Y deberían haber sido devueltos -me miró y enarcó las cejas en un gesto de complicidad- hace un par de años. Éste hace tres. -Tomó otro libro y le echó un vistazo al pequeño papel pegado en la solapa. Lanzó un silbido-. Este hace cinco. -Tomó otro-. Éste ni siquiera tiene anotada la fecha del préstamo.

– ¿Crees que los ha robado?

Crabtree se puso a revolver los libros, derrumbando torres y hundiendo bóvedas.

– Todos son de bibliotecas -aseguró mientras, acuclillado y dando pasos hacia atrás como un cangrejo, echaba un vistazo a los libros de la parte baja de la pared-. Todos, sin excepción.

– Ya estoy listo -dijo James, que reapareció con mis tejanos, que le iban enormes, y subiéndose las largas mangas de mi camisa de franela.

– Me da la impresión de que le van a caer a usted unas multas de campeonato, señor Leer -dijo Crabtree señalando los libros.

– ¡Oh! ¡Ah! Yo…, uh, bueno, yo nunca… -balbució James.

– Tranquilo -dijo Crabtree. Cerró bruscamente uno de los libros robados y me lo tendió-. Toma. -Se enderezó y cogió a James del brazo-. Larguémonos.

– Uh, hay un pequeño problema -dijo James, que se liberó de la mano de Crabtree-. La vieja baja aquí más o menos cada media hora para vigilarme, lo juro. -Echó un vistazo a las manecillas sobre el rostro de Herman Bing-. Probablemente vendrá dentro de unos cinco minutos.

– La vieja -repitió Crabtree, y me guiñó un ojo-. ¿Y por qué te vigila? ¿Qué teme que hagas?

– No lo sé -respondió James, sonrojándose-. Supongo que escaparme.

Miré a James y recordé su aparición en el jardín de los Gaskell con aquel oscilante brillo plateado en su mano. Después eché un vistazo al lomo del libro que Crabtree me había dado y descubrí con asombro que era un ejemplar reencuadernado de Las abominaciones de Plunkettsburg, de August Van Zorn, propiedad de la Biblioteca Pública de Sewickley. Según constaba en la etiqueta de control, había sido dejado en préstamo en tres ocasiones, la más reciente en septiembre de 1974. Cerré los ojos y traté de apartar de mi mente aquella prueba de la inutilidad del arte de Albert Vetch, de la inutilidad de cualquier manifestación del arte, del esfuerzo humano, de la vida humana en general. Sentí un súbito acceso de náuseas y el ya familiar zumbido que me perforaba el cráneo. Me pasé la mano por delante de la cara, como si tratase de ahuyentar una nube de avispas. Comprendí que podía escribir diez mil páginas más de brillante prosa y no por ello dejar de ser un minotauro ciego dando traspiés sin ton ni son, un ex chico prodigioso fracasado, adicto a la marihuana, con problemas de obesidad y un perro muerto en el maletero del coche.

– Necesitamos un señuelo -dijo Crabtree-, eso es lo que necesitamos. Hay que meter algo que haga bulto en tu cama para que parezca que estás durmiendo.

– Claro, un par de buenos jamones, por ejemplo -propuso James-. Utilizaron ese truco en La isla de los corsarios.

– No -dije, y abrí los ojos-. Un par de jamones no. -Ambos se quedaron mirándome-. ¿No tienes alguna lona o algo parecido por aquí? O una manta de reserva. Algo resistente.

James reflexionó unos instantes y con un movimiento brusco de la cabeza señaló las puertas al fondo de la habitación.

– Allí. La puerta de la izquierda. En el armario hay varias mantas. ¿Qué pretendes hacer?

– Voy a vaciar mi maletero -respondí.

Fui hasta la puerta contigua a la del lavabo, la abrí y entré en un cuarto oscuro que olía menos a rancio y a humedad que el aposento de James. Encendí la luz y descubrí que se trataba de una especie de informal sala de juegos, con paredes forradas de madera de abeto sin barnizar y una alfombra beréber. Había un bar y un viejo televisor Philco, al fondo, y, justo en el centro, una mesa de billar. En el bar no había nada, el televisor estaba desenchufado y ni rastro de tacos de billar. El armario que había mencionado James estaba junto a la puerta. Lo abrí y en uno de los estantes bajos encontré una pila de andrajosas colchas y mantas. Ninguna de ellas parecía suficientemente grande para lo que tenía pensado hacer, pero había una manta a rayas como la que Albert Vetch solía ponerse sobre el regazo para combatir los gélidos vientos que soplaban desde el vacío cósmico. Me la eché sobre un hombro y volví a la habitación de James. Él y Crabtree estaban sentados en la cama. La mano de Crabtree había desaparecido bajo la camisa de James -mi camisa- y se movía sobre el pecho del chico con un arrobamiento sosegado y metódico. James miraba hacia abajo y contemplaba a través de la abertura del cuello cómo Crabtree le metía mano. Cuando entré en la habitación, James me miró y me sonrió con una expresión soñolienta y vulnerable, como la de alguien sorprendido sin sus inseparables gafas.

– Estoy listo -dije en voz baja.

– Ajá -dijo Crabtree-. Nosotros también.


Abrí el maletero muy lentamente, para evitar que chirriase. La luz de la luna iluminó a Doctor Dee, Grossman y la tuba huérfana, cada uno durmiendo su particular sueño. Envolví a Doctor Dee con la manta, plegué las puntas bajo su pelvis y pecho, levanté el rígido cadáver y me lo coloqué sobre los brazos. Parecía que pesaba menos que la noche anterior, como si la materia de su cuerpo se fuese evaporando en forma de pestilentes gases.

– Tú serás la siguiente -le prometí a Grossman. En cuanto a la tuba, todavía no tenía decidido qué hacer con ella.

– ¿Te parece bien que te esperemos aquí? -preguntó Crabtree a través de la ventanilla abierta mientras yo rodeaba el coche. Oí el leve golpeteo de las píldoras en el frasquito que tenía en la mano.

– Lo prefiero -dije.

Miré a James, que estaba en el asiento trasero junto a Crabtree. Tenía los ojos vidriosos y la sonrisa petrificada de alguien que trata de sobrellevar un moderado malestar intestinal. Me di cuenta de que hacía un serio esfuerzo por no dejarse arrastrar por el pánico.

– Y tú, James, ¿estás de acuerdo con el plan? -le pregunté, e hice un gesto con la cabeza que abarcaba el cadáver de Doctor Dee que sostenía entre los brazos, el amplio y sombrío asiento trasero del coche, la mansión de los Leer, la luz de la luna, el desastre que se avecinaba.

Asintió y me advirtió:

– Si oyes un ruido raro, como de un ascensor, sal corriendo.

– ¿De qué es el ruido?

– De un ascensor.

– Vuelvo enseguida -dije.

Cargué con Doctor Dee por el camino de gravilla y rodeé la parte trasera de la casa hasta la habitación de James. Necesitaba una mano libre para girar el pomo, así que apoyé el cadáver del chucho contra la puerta, abrí y entré. Aguantando todo el peso de Doctor Dee con un solo brazo, retiré la colcha de la cama de James y tiré al perro sobre el colchón. Los muelles resonaron como campanas. Volví a colocar la colcha hasta cubrir la cabeza de Doctor Dee y dejé que asomase un mechón de pelo negro. Me daba cuenta de que era algo pueril, pero resultaba tan convincente, que no pude menos que sonreír.

Cuando volví a entrar en la sala de billar para dejar la manta, reparé en otro conjunto de fotografías colgadas en la pared, encima del televisor. Éstas, sin embargo, no eran de ninguna película. Eran viejas fotos de familia, la más reciente de las cuales mostraba a un inconfundible James de cinco años, con un disfraz de cowboy rojo y negro y blandiendo con gesto serio un par de revólveres cromados. En otra aparecía un hombre apuesto que me resultó completamente desconocido con un James bebé en brazos; al fondo los vagones de un tren atravesaban un paisaje invernal. En otra se veía a James con una minúscula pajarita roja sentado sobre el regazo de una Amanda Leer mucho más joven. El resto de las fotografías eran típicos retratos de estudio de la Europa y la América de antes de la guerra, con hombres engominados, mofletudos bebés con vestidos de volantes y mujeres de tonos sepia con ondulantes bucles. Probablemente no me habría fijado en ellas de no ser porque una era la copia exacta de una fotografía que colgaba de la pared del amplio recibidor de mi casa, en el que Emily había enmarcado y colgado su museo histórico personal.

En la fotografía aparecían nueve varones de semblante serio, entre la juventud y la mediana edad, ataviados con trajes negros y sentados en sillas de respaldo recto tras una lustrosa pancarta de terciopelo. Sabía que el hombre que ocupaba el centro del grupo, un individuo pequeño, pulcro y con un aire ligeramente enojado, era Isidore Warshaw, el abuelo de Emily, que había sido propietario de una confitería en Hill, no lejos de donde modernamente se erigía el Hit-Hat de Carl Franklin. CLUB SIONISTA DE PITTSBURGH, se leía en la pancarta, formando un arco sobre una estrella de David. Había una segunda inscripción, bordada bajo la estrella en brillantes carácteres hebreos. Me sorprendió tanto encontrar esa fotografía en casa de otra persona, que tardé un minuto en darme cuenta de que no era la que tenía en la mía, sino una copia idéntica. Reparé entonces en el tipo alto y delgado sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la fotografía, que miraba hacia su derecha mientras todos los demás tenían la vista fija en la cámara; siempre había estado allí, así que debía haberlo visto miles de veces antes, sin fijarme en él. Era delgado, apuesto, de cabello oscuro, pero sus facciones parecían borrosas, distorsionadas, como si hubiese movido la cabeza en el instante en que el obturador de la cámara se abría y cerraba.

Oí un ruido, una especie de gemido semihumano, débil y afligido, como la llamada de un faro entre la niebla. Durante un extraño instante me pareció escuchar el sonido de mi propia voz, pero comprobé que el sonido provenía de las profundidades de la casa y hacía vibrar las vigas, el techo y el cristal de las fotografías enmarcadas que colgaban de la pared. Era el ascensor. Amanda Leer bajaba, tal vez para cerciorarse de que su hijo no había seguido los pasos de George Sanders y Herman Bing hacia la definitiva disolución.

Apagué la luz y me dirigí cojeando a la habitación de James. Cuando estaba a punto de apagar también la luz de esa habitación y largarme de la casa embrujada de los Leer, mi mirada se posó sobre la vieja Underwood manual que había en el escritorio, cuya negra masa estaba decorada, como un coche mortuorio pasado de moda, con una tira de hojas de acanto. Me acerqué y abrí el cajón en el que James había guardado lo que estaba escribiendo cuando llegamos. Consistía en diez u once versiones de un primer párrafo, cada una de las cuales tenía una frase más que la anterior. Todas estaban repletas de subrayados y retoques señalados con flechas. En la hoja de encima se leía algo semejante a esto:


ÁNGEL


Cuando fueron a celebrar la comida de pascua con la familia de él, ella llevaba gafas de sol y su famoso cabello rubio recogido en un pañuelo con un estampado de cerezas. En el taxi, camino del apartamento de los padres de él, se pelearon, pero hicieron las paces en el ascensor. El matrimonio de ella había fracasado, y el de él estaba a punto de hacerlo. Ella no estaba muy segura de que aquél fuese el mejor momento para conocer a la familia de él, y sabía que él tampoco lo tenía muy claro. Se hablan desafiado mutuamente a dar aquel paso, como niños que apuestan a ver quién es capaz de caminar por la barandilla de un puente. En la vida de ella, las cosas buenas a menudo acababan resultando ilusorias, y nunca sabía si a sus pies había una profunda corriente de agua o tan sólo una tela pintada de azul.

Él le explicó que en una noche como aquélla, en Egipto, hacía tres mil años, el Ángel de la Muerte había visitado las casas de los judíos. Y que en otra noche como aquélla, hacía diez años, su hermano se había suicidado, y le advirtió que en la mesa de la cocina habría una vela encendida en su memoria. Ella nunca había pensado en la muerte bajo la forma de un ángel, y la idea la fascinó. Sería un ángel con aspecto de obrero, con un delantal de cuero, las mangas subidas y los tendones y músculos marcados en los antebrazos. Seis años después, justo antes de suicidarse, recordaría


El lamento del ascensor se había agudizado hasta convertirse en un mecánico chirrido herrumbroso, como el sonido de una vieja bomba de agua, y se hacía más fuerte a cada segundo que pasaba. La casa se estremecía, suspiraba y bombeaba como un corazón. No disponía de mucho tiempo. Dejé el manuscrito donde lo había encontrado, cerré el cajón y me dirigí hacia la puerta. Cuando pasé junto a la cama, me fijé en el vaso vacío de la mesilla de noche, en el que ya había reparado antes, y descubrí que tenía pegada una etiqueta naranja con el precio, 79 centavos. ¡James había robado de la cocina de los Warshaw el vaso que había contenido la vela en memoria de Sam! Me acerqué a la mesilla y lo cogí. Descubrí que durante sus veinticuatro horas de vida una polilla había caído sobre la vela conmemorativa del yahrzeit y se había ahogado en la piscina de cera. Metí un dedo, saqué el cadáver de la polilla errante y lo deposité sobre la palma de mi mano. Era una polilla pequeña, anodina, de un color como de polvo, con las alas destrozadas.

– ¡Pobre bicho! -dije.

El ascensor aterrizó como un martillazo. Se escuchó el crujido de la caja y un chirrido de goznes. Me metí la polilla en el bolsillo de la camisa, apagué la luz y salí corriendo a la profunda, silenciosa y episcopaliana oscuridad, solemne y dulzona como la noche en un campo de golf.

Una vez alcanzada la seguridad del coche, encendí el motor y nos alejamos de la entrada y de su discreto par de piñas.

– James -dije cuando ya habíamos recorrido la mitad de la manzana y ganábamos velocidad. Miré por el retrovisor, casi esperando ver una fantasmagórica silueta en camisón gesticulando indignada junto a la verja de la mansión de los Leer. Pero no había nada, excepto la luz de la luna, los oscuros setos y un lejano y negro punto de fuga-. ¿Eres judío?

– Más o menos -respondió. Iba en el asiento trasero, con su mochila sobre el regazo y aspecto de estar totalmente despierto-. Quiero decir que si, pero mis abuelos… Digamos que… no sé… Creo que abjuraron.

– Siempre había creído que… Como el catolicismo ocupa un lugar tan importante en tus relatos…

– No, simplemente, me gustan los rollos católicos por lo retorcidos que pueden llegar a ser.

– Y esta noche estaba convencido de que eras episcopaliano. O al menos presbiteriano.

– De hecho, vamos a la iglesia presbiteriana -dijo James-. Bueno, ellos van. Por navidades. Mira, recuerdo que una vez fuimos a un restaurante de Mount Lebanon y pedí un cream soda. [41] Se pusieron a chillarme, diciendo que era demasiado judío. Al parecer, tomar un cream soda es lo único que he hecho que puede considerarse propio de un judío.

– Pues te libraste por los pelos -dijo Crabtree con solemnidad-. Antes de que te hubieras dado cuenta, te habrían atado las filacterias.

– Entonces, ¿qué opinas de la pascua? -le pregunté a James-. ¿Y del seder de los Warshaw?

– Fue interesante -respondió-. Y fueron muy amables.

– ¿Y estar con ellos te hizo sentirte judío? -quise saber, pues se me había ocurrido que tal vez fuese ésa la razón de que robase la vela extinguida de la cocina de los Warshaw.

– Pues no, la verdad. -Se puso cómodo, echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo estrellado a través del semitransparente dosel que formaban las ramas de los árboles-. Me hizo sentir que no era nada.

Añadió algo más, pero, como tenía la cabeza echada hacia atrás, la voz le salía ahogada de la laringe y el viento que pasaba por encima del coche se llevaba sus palabras.

– No he oído la última frase -le dije.

– He dicho: «Que no soy nada» -repitió.


Al llegar a mi casa nos encontramos la puerta abierta de par en par y todas las luces encendidas. De la sala llegaba la música del estéreo con el volumen bajo.

– ¿Hola? -llamé.

Entré en la sala. La alfombra estaba sembrada de patatas chips aplastadas y había casetes y fundas de discos esparcidas por todos lados. Un gigantesco cenicero con forma de mapa de Texas que alguien había dejado en precario equilibrio en el brazo de una mecedora había caído sobre el cojín del asiento y las colillas y la ceniza estaban desparramadas sobre la tela clara a rayas. Entré en el comedor, pasé a la cocina y eché un vistazo en el lavadero, en busca de supervivientes, mientras iba recogiendo latas de cerveza vacías y apagaba las luces a medida que salía de cada habitación.

– No hay nadie -dije al volver al recibidor, donde había dejado a Crabtree y James; pero también ellos se habían volatilizado. Fui en su busca por el pasillo, a ver si convencía a alguno de los dos para fumarse un canuto conmigo y después buscar en la programación televisiva nocturna algún buen publirreportaje o una película de Hércules. Pero no había dado ni dos pasos cuando oí que la puerta de la habitación que ocupaba Crabtree se cerraba suavemente.

– ¿Crabtree? -susurré, asustado.

Hubo una pausa y, al cabo de un momento, asomó la cabeza al pasillo.

– ¿Sí? -dijo. Parecía un poco exasperado. Lo había pillado en el preciso instante en que se metía la servilleta por el cuello de la camisa y se relamía los incisivos-. ¿Qué pasa, Tripp?

Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta. No sabía qué decirle. Quería pedirle que pasáramos la noche en vela juntos, como en los viejos tiempos, sentados frente a frente, con un pack de nueve latas de Old Milwaukes, despotricando contra nuestros enemigos, fumando puros, especulando durante horas sobre el significado de cierta enigmática pregunta en la letra de «Any Major Dude». Quería decirle que no podía afrontar una noche más en mi cama sin nadie a mi lado. Quería preguntarle si había algo en mi vida que fuese auténtico, coherente y que tuviera visos de seguir existiendo incólume al día siguiente.

– Toma -le dije. Y de uno de los bolsillos de mi chaqueta saqué el fabuloso condón Lov-O-Pus que había comprado por la mañana en el supermercado Giant Eagle camino de Kinship. Se lo lancé y él lo atrapó con una mano-. Úsalo, por precaución.

– Gracias -dijo, y empezó a cerrar la puerta.

– ¡Crabtree!

Volvió a asomar la cabeza al pasillo.

– Y yo ¿qué hago?

Se encogió de hombros y me dijo:

– ¿Por qué no aprovechas para acabar tu libro? -Había en sus ojos un desagradable e inequívoco brillo, así que comprendí que había echado un vistazo al manuscrito de Chicos prodigiosos; no cabía la menor duda-. ¿No estás a punto de terminarlo?

– Sí, a punto.

– Pues venga -dijo-. ¿Por qué no le dedicas unas buenas horas y lo dejas listo de una vez?

Volvió a meterse en la habitación y cerró la puerta sin contemplaciones.

Fui de nuevo a la cocina, aplasté la oreja contra la puerta del sótano y escuché durante unos minutos, pero no oí otra cosa que la lenta y profunda respiración de la vieja casa. Sentía la fría madera contra la mejilla. El tobillo me palpitaba, y me percaté de que hacía un buen rato que había empezado a dolerme, pero no le di importancia hasta que el dolor resultó insoportable; me dije que tenía que coger el coche y llegarme al hospital de Shadyside para que le echasen un vistazo, pero en vez de eso me dirigí al caótico amasijo de botellas y vasos de cristal y plástico que había sobre la mesa de la cocina y me administré una elevada dosis de anestesia en forma de bourbon de Kentucky. Y me llevé un vaso de reserva a mi estudio. El manuscrito había desaparecido de su lugar habitual sobre el escritorio, y por un instante fui presa del pánico, hasta que recordé que Hannah se lo había llevado a su habitación para leerlo.

– ¡Eh!

Me volví. Había alguien sentado en mi sofá, mirando la televisión con el volumen apagado. Era uno de mis antiguos alumnos, el que había dejado de asistir a mis clases después de llegar a la conclusión de que no era más que un imitador barato de Faulkner sin nada relevante que enseñar. Estaba repantigado con una botella de cerveza entre las rodillas, que asomaban de sus tejanos rotos. Me sonreía como si fuésemos viejos amigos y llevase la noche entera esperando a que apareciese. Sobre su regazo reposaba un ejemplar abierto de El mundo subterráneo, pero no parecía prestarle especial atención. De hecho, me dio la impresión de que lo tenía colocado al revés.

– ¿Cómo estás? -saludé-. Tu nombre es Jim, ¿verdad?

– Jeff -me corrigió.

– Bienvenido -le dije con burlona solemnidad, para que se percatase de que, en mi opinión, era un caradura y no tenía ningún derecho a estar allí-. ¿Qué estás mirando?

– Las noticias -respondió-. Las noticias de Bulgaria.

La pantalla tenía el color muy subido, y la imagen se veía borrosa, rayada y punteada por la ionosfera. El presentador llevaba una americana deportiva color amarillo taxi y un peinado que parecía un grueso gorro de marta. Según la fecha que aparecía en una esquina de la pantalla, la emisión era de hacía varios días, pero pensé que daba igual, ya que se trataba de noticias de Bulgaria y no había sonido. Me senté y miré el programa con Jeff durante unos cinco minutos.

– Bueno -dije finalmente, y me puse en pie-. Buenas noches.

Ciao -respondió Jeff sin molestarse en mirarme.

Bajé a la habitación de Hannah. Tenía las luces encendidas y estaba echada en la cama, rodeada de páginas desparramadas del manuscrito de Chicos prodigiosos. Se había quedado dormida. Llevaba un camisón blanco con encajes en la parte superior. Tenía los pies desnudos. Eran pies gruesos y amplios, vulgares, con largos dedos en forma de garfio. Me senté al borde de la cama y dejé caer la cabeza. Entonces vi la pequeña polilla que llevaba en el bolsillo. La cogí y estuve contemplándola un rato.

– ¿Qué tienes en la mano? -me preguntó Hannah.

Me sobresalté. Me miraba con los ojos entornados, todavía medio dormida. Abrí la mano y le mostré la polilla, embalsamada en una fina capa blanquecina de cera.

– Una polilla.

– Me he quedado dormida -dijo, con la voz pastosa por el sueño-. Estaba leyendo.

– Y te gusta, ¿no? -dije. No hubo respuesta-. ¿Hasta dónde has llegado?

Pero se le habían vuelto a cerrar los ojos. Consulté su despertador. Eran las cuatro treinta y dos de la madrugada. Recogí las hojas del manuscrito, las reuní y las dejé sobre la mesilla de noche. La ropa de cama se le había retorcido y enmarañado, así que la desplegué con una sacudida y dejé que cayera sobre ella como un paracaídas. Le tapé los pies, le di un beso en la mejilla y le deseé buenas noches. Después apagué la luz y subí a mi estudio. Jeff también se había quedado dormido, descalzo y estirado en el sofá. Apagué el televisor, me senté ante mi escritorio y me puse a trabajar.

A las nueve de la mañana, cuando yo seguía tecleando y Jeff durmiendo, vino el agente de policía para llevarse a James Leer.


Un pálido y sonrosado Terry Crabtree estaba sentado en el lecho, apoyado en un par de almohadas de pluma y un cojín, entre un caótico montón de ropa de cama, desnudo excepto por unos calzoncillos a rayas azules, con las piernas flexionadas. Su vello era mucho más rubio de lo que recordaba, y la luz matinal del domingo, que entraba por la ventana que tenía detrás, formaba una leve aureola dorada alrededor de sus muslos, sus pantorrillas y el dorso de sus manos. Sostenía el manuscrito de El desfile del amor con una mano, apoyado en equilibro sobre las rodillas, y con la otra acariciaba el cabello de su compañero de lecho. Era lo único visible de James Leer cuando entré en el dormitorio; el resto tan sólo se podía intuir entre el montón de mantas y sábanas retorcidas de las que emergía su pelo junto a la almohada, igual que el negro mechón de Doctor Dee que había quedado a la vista. Alrededor de la cama, por el suelo, había camisas y pantalones tirados de cualquier manera. Había cierto aroma otoñal en el ambiente que me recordó el olor de unos guantes de trabajo de cuero, del vestuario del instituto a final de curso, del interior de una vieja tienda de campaña. Me quedé en la puerta, con una mano en el pomo. Crabtree me miró y sonrió. Era una sonrisa amable, sin asomo de ironía. No le había visto sonreír así desde hacía años. Lamenté tener que borrársela.

– ¿Está despierto? -pregunté, aliviado por no haberlos interrumpido en plena exploración mutua de las respectivas superficies lunares o enfrascados en alguna otra de las actividades lúdicas favoritas de Crabtree, lo que hubiese obligado a James a recibir al agente Pupcik disfrazado de búho y subido al techo-. Tiene una visita.

Crabtree enarcó una ceja y estudió mi rostro, tratando de leer en él la identidad de la visita de James. Tras unos segundos de inútiles esfuerzos, se estiró sobre la cama y abrió el capullo en el que estaba envuelto James, dejando a la vista su cabeza, su vellosa nuca y parte de su pálida y suave espalda. James Leer yacía enroscado como un niño, con la cara vuelta hacia la ventana y completamente inmóvil. Crabtree frunció los labios, me miró y meneó la cabeza. James estaba profundamente dormido. La sonrisa de Crabtree era indulgente y casi dulce. Pensé que parecía enamorado. Era una idea demasiado turbadora para darle vueltas mucho rato, así que la borré de mi mente. Siempre había confiado, no sin cierta reconfortante satisfacción, en la inmutabilidad del sincero y despiadado desdén con que Terry Crabtree trataba todo amor romántico.

– Supongo que el pobre está agotado -comentó Crabtree, y volvió a tapar a James.

– Pues lo siento -dije-, pero tendrá que levantarse.

– ¿Por qué? -preguntó Crabtree-. ¿Quién lo espera? ¿El viejo Fred? -Sonrió e hizo un amplio gesto con el brazo que comprendía todos los olores y el desorden de la habitación-. Dile que pase.

– Un agente de policía -le aclaré.

Crabtree abrió la boca y la cerró. Ante tan inesperada situación, no supo qué decir. Dejó el manuscrito de El desfile del amor en la mesilla de noche que tenía al lado, acercó sus labios a la oreja de James y le susurró algo al oído, tan bajo que no lo entendí. Tras unos instantes, James dejó escapar un leve gimoteo y levantó la cabeza; su cabello engominado salía disparado en todas direcciones. Giró el cuello hasta dar conmigo, bizqueando, todavía no despierto del todo.

– Hola, Grady -dijo.

– Buenos días, James.

– ¿Un policía?

– Pues sí.

Tardó unos instantes en reaccionar, después se volvió y se puso boca arriba. Se reincorporó y se apoyó sobre un codo, guiñando un ojo y después el otro y haciendo movimientos circulares con la mandíbula, como si estuviese probando el funcionamiento de los mecanismos de un cuerpo recién estrenado. Las mantas resbalaron de sus hombros, dejando a la vista su desnudez hasta la cintura. La piel de su vientre había quedado sembrada de arrugas durante el sueño. Y en sus hombros se veían las huellas de los labios y dientes de Crabtree.

– ¿Qué quiere?

– Bueno, creo que quiere hacerte unas preguntas sobre lo que pasó el viernes por la noche en casa de la rectora.

James no dijo nada. Se quedó recostado, sin moverse, con la sien izquierda tiernamente apoyada contra el bíceps del brazo derecho de Crabtree.

– ¿Sabes que roncas? -le dijo a Crabtree.

– Eso me han dicho -respondió éste, y le dio un cariñoso golpecito con el hombro-. Vamos, Jimmy -añadió-. Dile a ese poli lo que te he dicho que digas.

James asintió lentamente y contempló con nostalgia el profundo socavón, que ya empezaba a enfriarse, en el centro de su almohada. Después abrió completamente los ojos y me miró.

– De acuerdo -dijo. Hizo un decidido gesto de asentimiento con la cabeza, sacó las piernas del colchón, se puso en pie y fue con el culo al aire hasta el pie de la cama, donde dio con sus calzoncillos. Se vistió con decisión y rapidez. Mientras se ponía la camisa, descubrió el archipiélago de marcas de incisivos en su hombro. Pasó la mano por encima con delicadeza y miró a Crabtree con una sonrisa turbia y medio agradecida. Me pareció que no estaba particularmente angustiado o aturdido al despertarse tras compartir el lecho por primera vez con un amante de su mismo sexo. Mientras se abotonaba mi vieja camisa de franela no le quitó ojo a Crabtree, al que no contemplaba con sensiblería sino con determinación y cierto asombro, como si estuviese estudiando su cuerpo, memorizando la geometría de sus rodillas y codos.

– Bueno, ¿y qué le has dicho que diga? -le pregunté a Crabtree.

– Oh, que siente muchísimo haberse cargado al perro de la rectora y que está dispuesto a hacer lo que sea para reparar el daño causado.

James asintió y se inclinó para recoger sus calcetines.

– Me temo que no será tan sencillo -dije.

James se reincorporó.

– Los zapatos los dejé en el pasillo -dijo.

– No creo que vayas a necesitarlos -dijo Crabtree-. Ese tipo no te va a arrestar.

Se oyeron un crujido del parquet y un tintineo metálico procedentes del recibidor. Los tres nos miramos.

– ¿Señor Tripp? -llamó el agente Pupcik-. ¿Todo en orden por ahí?

– Sí -respondí-, ahora mismo salimos. -Puse una mano sobre el hombro de James y lo conduje hacia la puerta-. Vamos, Jimmy.

Mientras salíamos del dormitorio, James se volvió hacia Crabtree y señaló con un movimiento de la cabeza el manuscrito que reposaba sobre la mesilla de noche.

– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó.

Crabtree alzó el mentón, echando la cabeza hacia atrás hasta que el cabello le rozó los hombros, y miró a James con los ojos entrecerrados. Se me ocurrió la idea de que un editor era una especie de Oppenheimer [42] en versión artística, y necesitaba gruesas gafas protectoras para contemplar el tremendo resplandor producido por la vanidad de los escritores.

– No está mal -dijo, con un tono no precisamente neutro-. No está nada mal.

James sonrió y agachó la cabeza con infantil deleite. Después recogió sus zapatos, pasó ante mí rozándome, bajó dando brincos hasta el recibidor y se dirigió al porche, donde yo había dejado al agente Pupcik esperando.

Crabtree se reacomodó en la cama y volvió a abrir los ojos de par en par.

– Quiero publicarlo -aseguró al tiempo que cogía el manuscrito y dándole una manotada-. Espero que me dejen hacerlo. Estoy convencido de que así será, porque es realmente brillante.

– Estupendo -dije, no sin sentir una leve punzada de celos-. Sólo hace falta un poco más de ayuda de tu parte y del agente Pupcik para que acabe convertido en el nuevo Jean Genet. Hace mucho tiempo que nadie escribe un buen libro en la cárcel.

Arrugó la nariz y comentó:

– No creo que matar al perro de alguien sea un crimen tan terrible, Tripp. ¿No se considera un mero acto de gamberrismo?

– ¿No te ha dicho nada de la chaqueta, Crabtree?

Negó con la cabeza, y su expresión cambió y se hizo ligeramente vaga; había conseguido alarmarlo. Y ésa era otra constatación inquietante.

– Míralo de esta manera -le dije-: no tendrás ninguna dificultad para hacerle publicidad.


James y el policía estaban de pie en el porche, el uno junto al otro, y miraban hacia el interior de la casa a través de la puerta abierta como un par de repartidores de periódicos que hubieran ido a cobrar. Me tranquilizó comprobar que las esposas seguían colgadas del cinturón del agente Pupcik.

– Lo siento mucho, señor Tripp -dijo el policía-, pero tengo que llevarme a James al campus. El doctor Gaskell quiere hablar con él.

Asentí, miré a James, me encogí de hombros y levanté las palmas de las manos, entregándolo una vez más a la custodia y juicio de otras personas. Pero en aquella ocasión no había en sus ojos la concomitante mirada de reproche. Se limitó a sonreír y siguió a su captor por las escaleras del porche a paso ligero.

– Espera un momento, James -dije, y cogí de la mesilla de madera que había junto a la puerta las llaves del coche. Ambos se detuvieron y se volvieron. Alcé y agité las llaves y señalé con la cabeza la esquina de la casa en la que había aparcado el Galaxie-. Hay algo que sería mejor que te llevases, ¿no crees?

– ¡Oh, sí! -respondió James, y se sonrojó ligeramente. Era obvio que se sentía rebosante de cariño, satisfecho sexualmente, extraño y terso y delicado como el pétalo apenas abierto de una flor. Era difícil que algo le afectase. Supuse que se habla olvidado por completo de la chaqueta y le traía sin cuidado el terrible destino que pudiera aguardarle en el despacho de su jefe de departamento. Se limitaba a dejar que las cosas sucediesen y a esperar el siguiente acontecimiento-. Me parece que ayer la vi en el asiento trasero.

– ¿Qué? -preguntó el agente Pupcik.

– La chaqueta de Walter -dije-, del doctor Gaskell. Uh, bueno, él es su propietario. Fue un malentendido. Yo tuve la culpa. Le dije a James que le enseñaría una cosa en el piso de arriba y él no comprendió que no era mía y… -Me detuve, porque comprobé que la mirada del agente Pupcik empezaba a nublarse. A un policía ninguna explicación le parece lo bastante concisa o sincera-. En cualquier caso, a James le gustaría devolverla.

– ¡Oh! -dijo el agente Pupcik-. Entonces, ése es el problema, ¿no? -Asintió, con pinta de estar encantado consigo mismo por haberlo entendido-. Lo ha llevado usted al taller. -Levantó el pulgar por encima del hombro, señalando el camino de acceso-. Le repateaba verlo con esa horrible abolladura en el capó, ¿no?

– ¿Qué? -pregunté-. No entiendo… ¡Dios mío!

Bajé las escaleras del porche y miré hacia el camino de acceso, detrás del parterre. No había nada, excepto una espesa y negra mancha de aceite sobre el cemento.

– ¡Oh, mierda! -dije.

– ¿Qué sucede? -preguntó el agente Pupcik.

– ¿Grady? -dijo James.

– No pasa nada, James -dije, tratando de ganar tiempo y de recordar dónde podía haber dejado el coche la noche pasada. Había vuelto a casa caminando después de la conferencia en el campus, sí y… No, eso fue dos noches atrás-. Trata de explicarle lo mejor que puedas al doctor Gaskell lo ocurrido. Yo iré con la chaqueta en cuanto la recupere.

– Bueno, pero ¿dónde está? -preguntó el agente Pupcik.

– ¿Dónde está el qué? ¡Oh, en el mecánico! Sí, exacto. ¡Mierda! Deberla haberla sacado antes de dejárselo.

– ¿Quiere que le acerque hasta allí con mi coche?

– Sí, por supuesto. Uh, bueno, no -rectifiqué a tiempo-. No hace falta. Todavía no estoy listo para salir de casa. -Con un gesto que esperé que resultase gracioso, di un tirón al faldón del albornoz de la señora Knopflmacher-. Tengo que vestirme. Crabtree…, mi editor, Terry Crabtree…, me acompañará. Ve, James, nos reuniremos contigo.

James asintió. Ahora parecía menos seguro del cariz que podía tomar aquel asunto. El agente Pupcik lo cogió del codo con aire profesional y lo condujo hasta el coche patrulla. Los acompañé hasta el final del camino de acceso, con las manos congeladas metidas en los bolsillos adornados con un motivo de geranios de mi enorme albornoz afelpado. Mientras se metían, cada uno por un lado, en el coche, ambos me miraron con casi idéntica expresión de recelo.

Antes de arrancar, el agente Pupcik bajó su ventanilla. Sostenía unas gafas de sol de aviador en una mano, pero no parecía muy decidido a ponérselas.

– Bueno, a ver si he comprendido las cosas -dijo-. Ha dicho usted que tiene algo que pertenece al doctor Gaskell, o que al menos sabe dónde encontrarlo, ¿es así?

– Exacto. Está a buen recaudo.

– Y en cuanto lo recupere del interior de su coche, que está en el mecánico, se lo llevará al doctor Gaskell.

– Eso es.

Asintió lentamente, echó una última mirada furtiva al albornoz de la señora Knopflmacher y se puso las gafas de sol. Subió la ventanilla y se alejó con James en el asiento del acompañante. Los despedí moviendo la mano sin demasiado entusiasmo. Y mientras seguía saludando a la calle ya vacía, como una reina loca presidiendo el desfile de la flota, apareció Crabtree a mis espaldas.

– ¿Adónde se lo lleva? -preguntó. Se habla puesto una de mis viejas camisetas, que le cubría los calzoncillos, y unas sandalias que años atrás me llevé de su armario. De hecho, recordé que también la camiseta había sido suya; era de propaganda y se la había regalado un antiguo amante, farmacéutico de profesión; decía en letras azul lavanda que Ativan mejoraba tu estado vital. Me pregunté si me reclamaría todo lo que me había llevado de su casa-. ¿Qué es eso de la chaqueta? ¿Qué hizo con ella?

– Creo que ya te lo expliqué -le dije-. Es una chaqueta de satén negra, con el cuello de piel. La llevaba Marilyn Monroe el día que se casó con Joe DiMaggio.

– ¡Ah, sí! -recordó Crabtree. Cruzó los brazos sobre su pecho. Era una mañana ventosa y fría, que amenazaba lluvia-. Siempre he deseado verla.

– Llevé a James al dormitorio de los Gaskell para enseñársela. Y supongo que le apenó verla allí, tan sola.

– ¿Y?

– Y mientras yo estaba en el pasillo, ya sabes, luchando con Doctor Dee… se la metió en la mochila.

– Muy propio de él -dijo Crabtree. El acerado centelleo de la ironía volvía a estar presente en su tono-. Pero ¿y qué? No veo dónde está el problema.

– ¿No?

– Puede devolverla.

– Ajá. Muy agudo, Crabs.

Me miró de soslayo, tratando de descubrir por qué mi tono parecía indicar que le estaba tomando el pelo.

– Bueno, ¿dónde está? -preguntó.

– En el asiento trasero del coche.

Crabtree volvió la cabeza y echó un vistazo al camino de acceso por encima del hombro.

– Ya veo -dijo al cabo de unos instantes-. ¿Y dónde lo dejamos anoche? La verdad es que no lo recuerdo.

– Estoy casi seguro de que lo dejamos exactamente donde estás mirando.

– ¿Eh? ¡Mierda, Tripp, lo han robado!

– No exactamente -dije-. Creo más bien que ha sido recuperado por su propietario.

– ¿Su propietario? ¿Qué quieres decir? Si no oí mal, me dijiste que el jodido coche era el pago de una deuda de Happy Blackmore, que te debía dinero.

– Lo era -dije-. Porque, en efecto, me debía dinero. El problema es que me temo que el coche no debía de ser exactamente suyo. No sé si me explico. Nunca me trajo ningún papel. Todavía no he podido hacer el cambio de nombre. -Sentí que me ruborizaba-. Cada vez que le pedía la documentación, me decía que la tenía en su archivo.

– ¿En su archivo? -preguntó Crabtree, en cuyos ojos había aparecido una mirada burlona-. ¿El de Happy Blackmore?

– Lo sé -admití-. Ya sé que parece el colmo de la gilipollez.

Años atrás, Crabtree le pagó a Happy un adelanto de varios miles de dólares para que escribiera como negro la autobiografía de un jugador de béisbol, una estrella en alza que jugaba en el equipo de Pittsburgh y hacía unas carreras de las que se recuerdan durante años. El bueno de Happy se pasó meses enfrascado en lo que llamaba, con tono solemne, investigaciones preliminares, antes de entregar un bosquejo tan pobre y lleno de inexactitudes que Crabtree y sus jefes decidieron rescindir el contrato inmediatamente. Poco después, el gran bateador objeto del libro murió en un accidente automovilístico en la carretera de Mount Nebo, y en el famoso archivo de Happy no quedaron más que retazos dispersos de la vida de un fantasma.

– Quizá encontremos el coche por aquí cerca -dije esperanzado.

– Seguro. Quizá por error lo aparcaste en el camino de acceso de alguna otra casa.

– ¡Sería capaz de haberlo hecho! -dije-. Ja, ja, ja!

– ¡Ja, ja, ja! -coreó Crabtree-. ¡Yo también!

Entramos en casa, nos pusimos los pantalones y los zapatos y dimos la vuelta a la manzana para ver si encontrábamos el Galaxie. La mañana era fría y poco propicia, y me deprimía comprobar que tras el paréntesis de sol del día anterior habían vuelto las habituales nubes, bajas y amenazantes, que filtraban la luz solar y proyectaban un resplandor tan intenso que hacía daño a los ojos. Mientras caminábamos, le relaté a Crabtree mi rifirrafe con Vernon Hardapple en el Hi-Hat.

– ¿Cómo dio contigo?

– No lo sé. Tal vez Happy… ¡Oh!

Ya habíamos dado la vuelta completa a la manzana y nos acercábamos al camino de acceso a mi casa cuando reparé en un pedazo de cartulina arrugada cuyo color blanco destacaba entre el verde del césped. Me agaché para recogerlo, lo sacudí para que cayera el rocío y se lo tendí a Crabtree.

– Creo que esa noche debí de perder un montón de éstas -dije-, porque se me cayó la cartera.

– «Grady Tripp, novelista» -leyó Crabtree en la sucia tarjeta de presentación, en la que encima de mi dirección y número de teléfono aparecía esta dudosa frase.

– Me las regaló Sara por mi último cumpleaños -le expliqué, haciendo esfuerzos por no ruborizarme-. Creo que intentaba animarme.

– ¡Qué tierna! -comentó Crabtree, y se guardó la tarjeta en el bolsillo de la camiseta-. Bueno, entonces está claro que Vernon se ha llevado su coche.

– Sin duda.

– ¿Qué hacemos?

– Sí, ¿qué hacemos?

– Tendremos que dar con él y con el coche, y conseguir que nos devuelva la chaqueta. -Asintió, dándose ánimos-. Yo me encargaré de hablar con él, soy capaz de enfrentarme a cualquiera.

– Lo sé, Terry, pero…

– Debemos hacerlo, Tripp. -Su expresión era ahora sorprendentemente grave-. Yo… no quiero…, no permitiré que… le pase nada malo a James. -Me miró con cierta timidez e inmediatamente me dio un puñetazo en un brazo-. ¿Qué coño estás mirando? ¡Vete al carajo!

– Nada -dije.

– Ese chico me gusta.

– Sí, supongo que a mí también -dije. Empezamos a subir por el camino de acceso a la casa-. Voy a preguntarle a Hannah si podemos tomar prestado su coche.

– Yo diría que esa chica dejarla que tomases prestado hasta su páncreas -comentó Crabtree.

Me miró de hito en hito. Era la primera vez que lo hacía en toda la mañana, y pensé que no parecía interesarle demasiado lo que veía. El viento soplaba ahora con más intensidad y empecé a temblar. De pronto, se me ocurrió que cuando Crabtree me observaba con aquella frialdad y aquel distanciamiento, en realidad no me veía a mí, a su viejo amigo, al que los hados habían concedido el acceso a las más estrafalarias promesas de la vida y todas las oportunidades de alcanzar la gloria: tan sólo veía al porrata que había escrito una novela monstruosa de dos mil páginas, hinchada, deslavazada y que nunca acababa de convertirse en una realidad tangible; una mistificación que a él le había costado decenas de miles de dólares y probablemente su carrera.

– ¿Eh? -recordó que tenía que preguntarme algo-. ¿Qué hay entre vosotros dos?

– Nada -respondí-. He puesto todo mi empeño en dejarla en paz.

– Sorprendente -sentenció Crabtree.

La puerta de casa estaba abierta, y oí las melancólicas notas de un acordeón procedentes del interior. Hannah se había levantado y estaba preparando el desayuno; de la cocina llegaba un estruendo de cacharros. De pronto me inquietó la idea de verla cara a cara, y me pregunté por qué. Al cabo de un instante me di cuenta de que lo que temía no era ver a Hannah, sino saber su opinión sobre Chicos prodigiosos. Tenía la premonición de que iba a ocurrir un desastre; mi libro llegaba por fin a los lectores, pero no como yo había imaginado, como una gran locomotora aerodinámica, con las luces centelleando, banderines tricolores y las ruedas de acero lanzando chispas. No, lo hacía por accidente, en el momento menos adecuado, como una pequeña camioneta sin frenos a la que han quitado las zapatas que la mantenían fija en el garaje y se desliza marcha atrás colina abajo.

– Crabtree -dije, y tiré de él para que se detuviera en el umbral-. Ni siquiera sabemos cuál es el verdadero nombre de Vernon. Lo de Vernon Hardapple… nos lo inventamos nosotros.

– ¡Oh, es cierto! -Crabtree pareció aturdirse. Vi que trataba de reunir todos los datos que poseíamos sobre el tipo de la cabellera tiesa como la cresta de un gallo y la horrible cicatriz purpúrea en pleno rostro-. ¿Sabes? -dijo al cabo de un rato-, si lo piensas bien, podría decirse que ese tipo es producto de nuestra imaginación.

– Sí, no me extraña que se cabrease con nosotros -dije.


Hannah Green y el inevitable Jeff estaban cascando huevos en un cuenco y sacando lonchas de bacon de un paquete de plástico. Del sótano subía una melancólica música argentina, y al entrar en la cocina nos encontramos a Jeff explicándole con aire doctoral a la escéptica Hannah que los orígenes del tango se encontraban en las peleas a navajazos provocadas por el amor homosexual latente, una teoría que, sin duda, había tomado de Jorge Luis Borges. Pensé que el tal Jeff era un personaje no exento de interés: demostraba ciertas aptitudes tratando de seducir a una chica mediante un plagio de Borges.

– Es decir, fíjate en cómo bailan… Es sodomía pura -le explicaba, desplegando todos sus encantos.

– Apártate -le dijo Hannah mientras sacaba del cuenco varios trozos de cáscara de huevo.

– Hablo en serio.

– Jeff -dijo Crabtree meneando la cabeza con aire tristón-. Jeff, tenemos que hablar.

– ¡Oh, hola! -dijo Hannah, y levantó la vista. Me saludó agitando la mano con gesto desmañado y extrañamente formal. Llevaba un largo camisón púrpura que le cubría las gastadas botas rojas. Su dedo índice estaba coronado por un elegante sombrero de cáscara de huevo. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, y cuando hablaba su voz dejaba adivinar que había dormido estupendamente: sonaba fuerte y un poco apremiante, como la de alguien al que por fin le ha bajado la fiebre-. ¿Os apetecen unos huevos?

Negué con la cabeza y señalé con un dedo la puerta del sótano.

– ¿Puedo hablar contigo un momento, Hannah? -le pedí.

– ¿Eras tú el que roncaba, colega? -oí que Jeff le preguntaba a Crabtree mientras bajábamos las escaleras del sótano-. Parecías un jodido terremoto.

– ¿Qué sucede? -preguntó Hannah con aire preocupado.

Le conté que la policía se había llevado a James y que, aunque rescatarlo seria muy sencillo, para ello necesitaba tomar prestado su coche. Le expliqué la súbita desaparición de mi viejo automóvil con una vaga pero convenientemente ominosa referencia a Happy Blackmore. No, dije, meneando la cabeza con idéntica actitud vaga y ominosa, pero llena de serenidad, sería mejor que no nos acompañase. Era mejor que ella y Jeff fuesen al festival literario y en una hora, sin mayores problemas, James, Crabtree y yo nos uniríamos a ellos. Eso fue todo lo que le dije -era cuanto creía que necesitaba decirle-, pero, para mi sorpresa, no me dijo que cogiera las llaves del coche. Se cruzó de brazos, dio unos pasos hacia atrás y se sentó pesadamente en su cama. El manuscrito de Chicos prodigiosos estaba apilado sobre la mesilla de noche, inmaculado y pulcramente ordenado. Hannah lo contempló durante largos segundos y después volvió la cara para mirarme. Se mordisqueó el labio inferior.

– Grady -dijo. Respiró hondo y, sin precipitarse, me preguntó-: ¿No estarás, por casualidad, colocado?

No lo estaba, y así se lo juré. Mi reivindicación de mi inocencia me sonó completamente inverosímil. Y pude comprobar que ella tampoco me creía. Como suele suceder en estos casos, cuanto más le juraba que no estaba colocado, más falso sonaba.

– Vale, vale, tranquilo -dijo por fin-. En realidad, no es asunto mío. Ni siquiera debería haber…, quiero decir que normalmente…

Me sorprendió lo alterada que parecía.

– ¿Qué, Hannah? ¿Qué me quieres decir?

– A veces pienso que fumas demasiada mierda de ésa.

– Tal vez sí -acepté-. Sí, tienes razón. Pero ¿por qué? Me refiero a por qué me comentas esto ahora.

– No… No he querido…

Estiró el brazo para coger el manuscrito de Chicos prodigiosos. Con el peso se le torció la muñeca, y lo dejó caer sobre su regazo; al golpear contra sus rodillas resonó como si fuese una sandía. Echó un vistazo a la primera página, a aquellas frases iniciales que había reescrito al menos doscientas veces. Meneó la cabeza y pareció a punto de decir algo, pero cerró la boca de nuevo.

– Di lo que tengas que decir, Hannah. Adelante.

– Empieza muy bien, Grady. Espléndidamente. Las primeras doscientas páginas me han encantado. Bueno, ya te lo comenté anoche.

– Sí, me lo comentaste -dije, con el corazón en un puño.

– Pero después… No sé.

– ¿No sabes qué?

– Bueno, después empieza a… Sigue habiendo partes muy buenas, formidables, pero al cabo de un rato empieza a… No sé… Queda todo desperdigado.

– ¿Desperdigado?

– Bueno, desperdigado no es la palabra: colapsado por un exceso de material. Por ejemplo, el pasaje de las ruinas indias. Primero relatas la llegada de los indios, la construcción de las edificaciones, la muerte de los indios, el desmoronamiento al cabo de cientos de años de lo que construyeron y la desaparición de las ruinas al quedar cubiertas de tierra; después, en los años cincuenta, un científico lo encuentra y lo desentierra, y al cabo de un tiempo se suicida… La historia sigue y sigue durante unas cuarenta páginas y, no sé… -Se calló un momento, parpadeó y reflexionó sobre lo novedoso que resultaba criticar algo escrito por su profesor-. Realmente, muchos fragmentos de la novela no parecen tener nada que ver con tus personajes. La prosa es realmente buena, espléndida, pero… Esa historia sobre el cementerio de la ciudad, con todas las lápidas, las inscripciones y los huesos y cadáveres enterrados debajo. Y el pasaje sobre las diversas armas de fuego guardadas en la vitrina de la vieja casa de los protagonistas. Y las genealogías de sus caballos. Y…

Se dio cuenta de que estaba soltando una letanía y se calló.

– Grady -añadió, con un tono que sonaba algo más que ligeramente horrorizado-, hay en el libro capítulos enteros de treinta o cuarenta páginas en los que no interviene ni un solo personaje.

– Lo sé. -Lo sabía, pero nunca me lo habla planteado de aquella manera. De pronto me percaté de que había en Chicos prodigiosos montones de detalles en los que hasta entonces no me había parado a pensar. A cierto nivel crucial, ¡qué extraño resultaba!, no sabía de qué trataba en realidad la novela ni tenía la más remota idea de qué impresión podía producir en un lector. Incliné la cabeza-. ¡Dios mío!

– De verdad que lo siento, Grady. Pero no he podido evitar preguntarme…

– ¿Qué?

– Cómo sería el libro… si tú no… Si no estuvieses siempre colocado cuando escribes.

Fingí indignarme.

– No sería ni la mitad de bueno -le aseguré, y me pareció que sonaba más falso que nunca-. De eso estoy convencido.

Hannah asintió, pero evitó mi mirada y se le enrojecieron las puntas de las orejas. Sentía vergüenza ajena.

– Espera a terminar de leerlo -le dije-. Ya verás cómo cambias de opinión.

De nuevo optó por no responder, pero en esta ocasión tuvo fuerzas para sostener mi mirada, y su expresión era la de una mujer que, tras descubrir en el último momento que su prometido es un impostor y todo lo que ha dicho acerca de sí mismo es falso, ha deshecho las maletas, ha devuelto su billete y ahora debe decirle lisa y llanamente que no piensa irse con él. Había en su rostro lástima, resentimiento y la seriedad de una muchacha de Utah que decía: «¡Basta!» Fuese la que fuese la página hasta la que había llegado en su lectura de la noche anterior y aquella mañana, era obvio que la mera idea de acabar el libro le resultaba excesivamente penosa para contemplarla siquiera.

– Bueno -dije, y aparté la mirada. Me aclaré la garganta. Ahora era yo quien me sentía incómodo-, ¿nos dejas el coche?

– Por supuesto -respondió, con una generosidad cruel que acompañó con un gesto como de rechazo con la mano-. Las llaves están sobre la cómoda.

– Gracias.

– No hay de qué. Cuidad de James.

– Lo haremos. -Me volví-. Tenlo por seguro.

– Grady -me llamó.

Volví la vista atrás. Me tendió el manuscrito como si me devolviese un anillo de compromiso. Lo cogí, así como las llaves, y desaparecí escaleras arriba.

Así que Crabtree y yo emprendimos nuestra peregrinación final al Hi-Hat, la capital provincial del imperio de nuestra amistad a lo largo de su prolongado declive. Era el único lugar en el que pensamos que podíamos dar con la Sombra, aquel implacable trasgo de cabellos tiesos que nos inventamos y perdimos de vista el viernes por la noche. Debido a su insistencia, Crabtree conducía, y lo hacía demasiado deprisa. Manejaba el viejo y traqueteante Renault de Hannah a la francesa, cambiando continuamente de marcha como si entre el coche y él hubiera una relación de caballo a jinete. En sus manos, en sus ojos y en la inclinación de sus delgados hombros se percibía una fría y expectante agitación bajo cuyos efectos hacía años que no le veía. Por el momento, al menos, parecía haber logrado sacar su propia balsa del banco de niebla del fracaso y otros malos hábitos por el estilo, entre cuya bruma habíamos flotado los dos durante largo tiempo. Advertí que mientras conducía, tamborileando sobre el salpicadero y fumándose un Kool, iba considerando mentalmente todos los imprevistos, percances y consecuencias que pudiera acarrear nuestra expedición, y reflexionaba sobre las posibles opciones y estrategias alternativas. En otras circunstancias me hubiese sentido muy satisfecho de verlo tan apasionadamente enfrascado en el análisis de las posibilidades narrativas de nuestro problema. Era como en los viejos tiempos: estaba escribiendo su nombre en el agua. Pero cada vez que nos deteníamos en un semáforo en rojo me miraba, y la expresión de su rostro era de incomprensión, de incredulidad, con un punto de lástima, como si no fuese más que un autoestopista empapado al que hubiera recogido en medio de una tormenta en una carretera entre Zilchburg y Palookaville: un don nadie que no sabía muy bien adónde iba y que desprendía un tufillo a lana húmeda. Tenía el presentimiento de que, si nuestra empresa fracasaba, yo no tendría un papel relevante en su siguiente tentativa de rescatar a James Leer.

Me dediqué a ver pasar las imperturbables casas de ladrillo de Pittsburgh. Me sentía perplejo e inútil tras las críticas de Hannah, aunque, a pesar de todo, esperaba recuperar la bolsita de marihuana que había dejado en la guantera del Galaxie. Ya habíamos recorrido la mitad del camino hasta el distrito de Hill cuando me percaté de que todavía tenía en mis manos el manuscrito de Chicos prodigiosos, con la primera página arrugada entre los dedos. No me extraña que le resultase tan patético a Crabtree con aquella pinta de viejo ilusionista en plena decadencia que guarda sus pañuelos apolillados, sus mugrientas cartas de tarot y las notas de alabanza enviadas por zares y condesas en una pequeña maleta de cartón que lleva sobre el regazo. No había subido al coche con el manuscrito a propósito, sino por puro despiste, y me pareció que probablemente había sido un tremendo error. Pero lo cierto era que tampoco había tenido la clara intención de dejarlo, y aunque me sentía avergonzado, resultaba, como siempre, reconfortante sentir sobre mis muslos aquel montón de papel que pesaba como una sandía. Ni Crabtree ni yo dijimos una palabra.

Los escaparates de la avenida Centre estaban enrejados y cerrados con candados; en las maltrechas aceras no había ni un alma, excepto un grupo de chicas, vestidas con elegantes vestidos almidonados rosas y amarillos, y varias mujeres con sombreros de ala ancha que bajaban por las escaleras de la iglesia metodista episcopaliana africana que ocupaba la esquina del bloque en el que estaba el Hi-Hat. Crabtree metió el coche en el aparcamiento del club, en el que el viernes por la noche nuestra escurridiza Sombra se había puesto a torear al Galaxie. Estaba desierto; tan sólo se veían vasos de plástico, resguardos de apuestas perdidas, trozos de periódico con ofertas de empleo, una redecilla para el cabello y revoloteantes papeles encerados manchados de salsa barbacoa, que giraban en círculo arrastrados por la fuerte brisa. Las negras puertas de acero del club estaban cerradas a cal y canto, y la ventana de la cocina tenía la persiana ondulada bajada. El lugar parecía abandonado, como suele ser habitual en los clubes nocturnos durante el día; todo desconectado, sin pizca de magia, como un kiosko de helados cerrado en un paseo desierto en pleno invierno.

– ¡Oh, vaya! -exclamé.

– Ni vaya ni nada -dijo Crabtree. Dio marcha atrás, giró el volante y puso la primera-. Vamos a… ¡Eh!

Miré y vi que en la otra punta del callejón, donde desembocaba en otra calle, había un deportivo rojo mal aparcado que bloqueaba el paso, como si su conductor tuviese demasiada prisa para preocuparse en estacionarlo de forma que no molestase. Era uno de esos nuevos modelos japoneses de líneas angulosas que tienen un inquietante parecido con el cráneo de una rata.

– ¿Crees que es de Carl Franklin? -preguntó Crabtree.

– ¿Qué te parece si me acerco a echar un vistazo? -propuse.

– Es una idea.

Asentí. Dejé el manuscrito sobre el asiento y bajé del coche. Crabtree lo miró y por un momento pensé que lo iba a coger. Pero no lo tocó. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su paquete de cigarrillos.

– Adelante -dijo, y apretó el encendedor del salpicadero-. No andamos sobrados de tiempo.

Me acerqué a las puertas del club y llamé golpeando con la mano. En un parterre oblongo lleno de barro junto a las puertas vi una servilleta de cóctel manchada de lápiz de labios agitada por el viento. Años atrás allí había habido un seto, superviviente de los días de gloria del Hi-Hat, del que en verano brotaban unas flores blancas del tamaño de gardenias, pero resultaba una diana demasiado atractiva para el club de tiro local, así que ya no había más que barro. Reconocí el lápiz de labios de la servilleta, era Rosa Salvaje. Pasó un minuto. Eché un vistazo al coche, rezando porque Crabtree estuviese leyendo el manuscrito. No, no era así. Estaba sentado, expeliendo el humo del cigarrillo, con las manos sobre el volante, el ceño fruncido y escrutándome, atento a cualquier signo indicativo de que yo estuviese a punto de perder los nervios. Volví a llamar, esta vez más fuerte. Esperé, volví la cabeza para mirar a Crabtree y me encogí de hombros. Golpeó varias veces con el índice en su muñeca, en un gesto de impaciencia, y empecé a caminar de regreso al coche. En ese momento oí el rumor de un cerrojo abriéndose y un chirrido de goznes, y, detrás del parabrisas del coche de Hannah, Crabtree abrió los ojos de par en par. Me volví y ante mí apareció un pecho desnudo, lampiño, sudoroso, rebosante de músculos y de un bonito color como de hígado crudo. Clement, el portero, no sólo iba sin camisa, sino que llevaba los tejanos desabrochados, bajo los que asomaban algunos centímetros de sus calzoncillos de seda rojos. No parecía precisamente encantado de verme.

– ¡Hola, Clement! -saludé-. Siento molestarte.

– Ajá. -A sus espaldas, el interior del club estaba oscuro, pero llegaba a mis oídos la lenta exhalación de un saxo y los irresistibles argumentos carnales de Marvin Gaye. Clement cruzó sus sesenta centímetros de bíceps sobre el pecho. A su alrededor flotaba un olor a coño, que escapaba de la bragueta abierta, un olor a comino, a cerdo salado, a serrín todavía caliente-. Pues lo has hecho.

– Lo siento, de verdad que lo siento. Sabes quién soy, ¿verdad? -Me llevé una mano al corazón, que bombeaba enloquecido-. Me llamo Tripp. Solía venir aquí a menudo.

– Tu cara me suena.

– Estupendo, vale. Bueno, escucha, yo…, uh, mi amigo y yo estamos buscando a una persona. Un tipo bajito. Con el pelo tieso. Negro. Con una cicatriz enorme que hace que parezca que tenga una segunda boca aquí.

Me pasé los dedos por la mejilla para indicárselo. Durante un instante Clement entrecerró los ojos y después se relajó.

– ¿Ah, sí? -dijo. Se llevó los dedos de la mano izquierda a la nariz y se los olió distraídamente. Estaba claro que eso era todo lo que iba a decir por el momento.

– ¿Lo conoces? -le pregunté.

– Me temo que no.

– ¿En serio? Apuesto a que frecuenta el local. Es un tipo bajito, parece un jockey.

«Y se llama Vernon», estuve a punto de añadir.

Clement dio un paso atrás y, con una teatral mueca de profundo pesar, empezó a cerrar la puerta.

– El club está cerrado, tío -dijo.

– ¡Espera! -Puse ambas manos sobre la puerta. Lo hice sin pensar y el gesto era puramente simbólico, pero enseguida me encontré tirando con todas mis fuerzas. No quería que me cerrase la puerta en las narices-. ¡Eh, colega…!

Clement sonrió, mostrando un diente de oro, y soltó la puerta. Salí despedido hacia atrás y me agarré al pomo como un windsurfista a la barra metálica de la vela antes de perder el equilibrio y caer de culo sobre el polvoriento parterre. El estruendo del impacto fue impresionante, pero carente de toda dignidad. Clement se acercó a mí y se quedó mirándome, con las manos en la cintura. Respiraba concienzudamente, como un corredor preocupado por mantener el ritmo. Supuse que disponía de un par de segundos para decir algo que estuviese a la altura de las circunstancias. Le ofrecí todo el dinero que llevaba en la cartera y también el que pudiese llevar Crabtree. Rechazó la oferta. El diente de oro brilló ante mí. Clement era de esos hombres que sólo sonríen cuando están enfadados. Le hice una segunda oferta y en esta ocasión me tendió la mano para ayudarme a ponerme en pie. Eché un vistazo al parterre en el que había dejado grabado mi sello personal y avancé cojeando hacia el coche mientras me despegaba los tejanos del culo.

Crabtree había bajado la ventanilla. Tenía las cejas enarcadas y mostraba su inconfundible sonrisa, pero algo en la expresión de sus ojos dejaba entrever que la situación no le divertía en absoluto.

– Bueno -dije, y me apoyé contra la portezuela.

– ¿Bueno qué?

Tragué saliva y evité su mirada. Me limpié el polvo de los dedos restregándolos contra el pantalón. Y le dije qué le había prometido a Clement a cambio del verdadero nombre de nuestro amigo Sombra.

– De ninguna manera -dijo, pero sin dudarlo ni un segundo metió la mano en el bolsillo de su americana de lino y depositó en la palma de mi mano el frasquito de plástico con píldoras-. Así que lo conoce, ¿eh? ¿Quién es?

– Eso es lo que estoy a punto de averiguar.

– Peterson Walker -me informó Clement mientras se guardaba el frasquito en el bolsillo trasero de los tejanos-. Lo llaman El Guisante. Era boxeador.

Era de esperar; buena parte de las indeseables amistades de Happy Blackmore eran especialistas en hinchar ojos y entusiastas del boxeo de la zona norte de Ohio.

– Peso mosca -conjeturé.

Se encogió de hombros y dijo:

– Más bien peso pulga. Trabaja en una tienda de material deportivo. No recuerdo el nombre. Está por el centro de la ciudad, en la Segunda o Tercera Avenida. Es un nombre que empieza con K.

– ¿Está abierta los domingos?

– Tío, ¿de qué vas? ¿Tengo pinta de ser una sucursal de las jodidas Páginas Amarillas?

– Perdón -dije, y me volví para marcharme-. Muchas gracias.

– No vas a conseguir que te devuelva el coche -me aseguró Clement, con un tono súbitamente amistoso. Me detuve y me volví hacia él-. Pero puedes ir a que te pegue un tiro. -Era una posibilidad que en abstracto parecía divertirle-. El Guisante llevaba meses buscando ese coche, tío. Decía que era de su hermano y demás.

– ¿Qué le pasó a su hermano?

– Lo tirotearon. -Ladeó su enorme cabeza y se rascó ociosamente el cuello-. Un par de tipos de Morgantown. Era por algo relacionado con un caballo. Oí que en realidad al que buscaban era a Guisante Walker.

– Ah, sí -dije-. Ya lo había oído. -Noté que a Clement le costaba creerme-. Entonces supongo que el tal Guisante llevará una pistola, ¿no?

– En efecto. Una alemana enorme del nueve.

– Supongo que es una de esas cosas que no se te pasan por alto -dije, considerando su reputación como maestro de la confiscación-. ¿Es habitual que la gente venga por aquí con esa clase de armas?

– Uno no se topa cada día con un peso mosca con una pipa -reflexionó Clement, con aires de sabio, mientras cerraba las negras puertas de acero.

– Sorprendente -dijo Crabtree cuando me metí de nuevo en el coche y le conté lo que acababa de oír. Sonrió ampliamente-. La historia que inventamos no iba tan desencaminada.

– No, sólo que nos equivocamos de deporte.

– Es agradable comprobar que seguimos teniendo buena traza.

– Sí, es agradable -dije.

Enfilamos la avenida Centre y nos dirigimos hacia el centro de la ciudad. A diferencia de Crabtree, que parecía haber encontrado en las últimas doce horas una cura para su melancolía, yo me sentía pegajoso, sucio y cansado, y estaba tan ansioso por fumarme un canuto que desde allí podía oler el aroma de menta quemada de la bolsita que había dejado en la guantera del Galaxie.

– ¿Qué? -preguntó Crabtree.

– Sí, ¿qué?

– Has suspirado.

– ¿Sí? -dije-. No me pasa nada. Sólo estaba pensando en que me gustaría tener buena traza para otras cosas.

– ¿Por ejemplo?

Levanté el manuscrito que llevaba sobre el regazo.

– Por ejemplo, para escribir novelas -dije-. Ja, ja, ja!

Crabtree asintió y esbozó una sonrisa para mostrar que había captado el chiste. Nos acercamos a un semáforo en rojo y empezó a reducir velocidad. Se puso verde y aceleró. Seguimos avanzando en el pequeño coche de Hannah, que olía a moqueta vieja y tierra húmeda, sin decidirnos a hablar de Chicos prodigiosos.

– ¿Realmente es tan mala? -pregunté al fin.

– ¡Oh, no! Hay en ella muestras de gran talento, Tripp -me aseguró Crabtree en tono conciliador-. Hay un montón de cosas admirables.

– ¡Mierda! -dije-. ¡Oh, Dios mío!

– Escucha, Tripp…

– Por favor, Terry, ahórrame el típico discursito de editor, ¿de acuerdo? -Incliné la cabeza hasta que las cejas tocaron el salpicadero. Permanecí así unos instantes, mirando hacia abajo, suspendido como un puente sobre las aguas turbias del serpenteante río de mi novela-. Limítate a decirme lo que piensas. Sé honesto.

– Tripp… -empezó, pero se detuvo para dar con frases amables y argumentaciones diplomáticas.

– No -dije, y levanté la cabeza con un movimiento tan brusco que por unos instantes me faltó irrigación sanguínea en el cerebro y aparecieron ante mis ojos lucecitas parpadeantes. Temí que me viniera una nueva crisis, así que me puse a hablar deprisa para ahogar el zumbido de la sangre circulando por mis venas-. Escucha, he cambiado de opinión, olvídalo. No me digas lo que piensas. Quiero decir que ya estoy harto de este juego. ¡Harto! Admito que no la he terminado, ¿vale? ¿De acuerdo? ¡Mierda!, es evidente. No la he terminado, ni mucho menos. Llevo siete años trabajando en esa maldita novela, y me parece que tengo para otros siete. ¿Vale? Pero voy a terminarla.

– Seguro que sí. Por supuesto.

– Y quizá sea verdad que tiene ciertos problemas. Es algo errática, de acuerdo. Pero es una gran novela. Y eso es lo que cuenta. Lo sé. Es lo único que tengo claro.

Habíamos llegado al centro de la ciudad; ante nosotros apareció la enorme y siniestra mole de la cárcel del condado de Richardson. Es un edificio célebre, y sin duda merece serlo. Con sus torres y torrecillas, y sus torreones rematados por lo que parecían sombreros de verdugo, y con aquellas aberturas en la piedra que recordaban cuencas vacías en un rostro sombrío, siempre me había parecido un castillo encantado lleno de prisioneros y enanos, en el que se horneaba a los niños para convertirlos en galletas y se asaba vivos a hermosos ejemplares de pájaros cantores ensartados en largos espetones. Esa parte de la ciudad estaba incluso más desierta que la zona de Hill; no se veía ni un alma aquella ventosa mañana de domingo, y en las calles apenas había coches aparcados. Parecía fácil dar con un Galaxie verde mosca.

– No has sido honesto conmigo -dije.

– Acabas de decirme que no querías oír mi opinión.

– Y no quiero.

– Entonces, asunto zanjado.

– Bueno, dímela de todos modos.

– Es una novela caótica. -Hablaba con un tono de voz suave, vagamente apesadumbrado-. Resulta confusa. Hay demasiados personajes. El estilo cambia cada cincuenta páginas. Y has metido todo ese rollo a lo García Márquez, lo del bebé fosforescente, el cerdo vidente y demás. En mi opinión, todo eso no acaba de funcionar bien, y…

– ¿Cuántas páginas has leído?

– Las suficientes.

– Tienes que continuar -le dije-. Tienes que seguir leyendo. -Era un razonamiento que llevaba años haciéndome a mí mismo, al severo e infatigable editor que llevaba en lo más profundo de mis entrañas-. Es un libro del estilo de Ada o el ardor, ya sabes, o de El arco iris de gravedad. Te va enseñando cómo leerlo a medida que lo lees. O de… Kravnik.

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