– ¿Sólo ha bebido cerveza? -le pregunté a Crabtree señalando con un gesto de la cabeza a James.

– Aquí sí -dijo Crabtree-. Aunque deduzco que vosotros dos habéis hecho una pequeña incursión en mi botiquín.

– Pero eso ha sido hace mucho rato -dije, y me llevé la mano al pie para apretarme el vendaje del tobillo-. No puede seguir bajo los efectos de eso.

– Pero en vuestra incursión os han pasado inadvertidos algunos frascos -dijo, y se palmeó un bolsillo de su americana verde-. Y James sentía curiosidad.

Se volvió para mirar al chaval, al que en ese momento se le entreabrió la boca y le empezó a caer un delgado hilillo de saliva de la comisura de los labios.

– Está completamente ido -dije.

Permanecimos sentados, contemplando el regular movimiento ascendente y descendente del pecho de James Leer bajo su camisa a cuadros. La estrecha y corta corbata estaba medio desanudada y le colgaba del cuello como una flor marchita. Crabtree le secó el hilillo de saliva con una servilleta, con suavidad, como si estuviese limpiándole la boca a un bebé.

– Ha escrito un libro -dijo Crabtree-. Me ha dicho que ha escrito una novela.

– Lo sé. Algo sobre un desfile. El desfile del amor.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Me he enterado esta noche. La lleva en su mochila.

– ¿Tiene talento?

– No -respondí-. Por el momento no.

– Me gustaría leerla -dijo Crabtree.

A James Leer le cayó sobre la frente un mechón de cabello engominado y Crabtree alargó la mano para apartárselo.

– ¡Vamos, Crabtree! -protesté-. ¡No hagas eso!

– ¿Que no haga qué?

– Es sólo un chaval -dije-. Es alumno mío, tío. Ni siquiera estoy seguro de que sea…

– Lo es -me interrumpió Crabtree-. No tengo la menor duda.

– No creo que lo sea -dije-. Me parece que la cosa es bastante más complicada. Quiero que lo dejes tranquilo.

– ¿En serio?

– En estos momentos está realmente jodido, Crabtree. -Bajé la voz y continué en un susurro-: Creo que planeaba suicidarse esta noche. O quizá no, no lo sé con certeza. En cualquier caso, está hecho un lío. Es un completo desastre. Y no creo que necesite que encima se le añada una buena dosis de confusión sexual a su cacao mental en este preciso momento.

– Al contrario -dijo Crabtree-. Puede ser la solución a todos sus problemas. Eh, Grady, ¿qué te pasa?

– Nada -dije-. ¿A qué te refieres?

– Me ha parecido que… no sé, que hacías una mueca de dolor.

– ¡Oh! -dije-. Es mi pie. Me está matando.

– ¿El pie? ¿Qué te pasa en el pie?

– Nada -respondí-. Es que… me he caído.

– Bueno, pareces alterado, ¿sabes?

Sus ojos habían perdido aquel brillo febril de conquistador, y, por primera vez en toda la noche, descubrí en ellos verdadera ternura. Nuestras sillas estaban pegadas, y apoyó su hombro contra el mío. Su mejilla todavía estaba impregnada del perfume de Tony. Apareció la camarera con mi copa de Dickel. Bebí un sorbo y sentí cómo el lento veneno se deslizaba hacia mi corazón.

– Me gusta cómo baila Hannah -comentó Crabtree, que seguía con la mirada a Hannah Green y Q.

La canción que sonaba en aquel momento era «Ride Your Pony», de Lee Dorsey. Uno de los muchos detalles que indicaban que el Hat era un superviviente de los antros de la época dorada de Pittsburgh era su gramola con teléfono. De hecho, no había gramola: era un teléfono, negro y pesado como una vieja plancha de vapor, que funcionaba con monedas, colocado sobre una columna en una esquina de la pista de baile. Y unido a él por medio de una cadenita mil veces rota y reparada habla un catálogo mecanografiado hacía un millón de años por algún obseso de los listados alfabéticos, muy sobado y pringado de grasa de la barbacoa, que incluía más de cinco mil canciones, agrupadas por géneros. El cliente elegía la canción, echaba las monedas y mantenía a gritos y bajo los efectos del alcohol una conversación con una vieja señora eslovena, oculta en algún lugar de Pittsburgh en un búnker subterráneo de vinilo negro. Unos minutos después se escuchaba la canción pedida. Según Sara, en el pasado había muchos bares que funcionaban con ese sistema, pero el Hat era uno de los pocos que seguían utilizándolo.

– En mi opinión, muestra una fuerte influencia faraónica en los movimientos de los codos. Y tal vez un ligero toque de Snoopy en los pies.

– ¿Cuánto rato llevan ella y Q. contoneándose? -pregunté.

– Yo diría que demasiado para Q. -respondió Crabtree meneando la cabeza-. Míralo.

– Ya veo -dije-. ¡Pobre desgraciado!

Traté de ignorar el rijoso hormigueo que me subía por la medula espinal mientras contemplaba a Hannah Green bailando.

– ¡Eh! -dijo Crabtree-. ¡Mira a ese tipo!

Señaló hacia una mesa situada al borde de la pista de baile.

– ¿Quién? ¡Caramba! -Sonreí-. ¡Parece que lleve el pelo esculpido!

Era un hombre pequeño, de pómulos delicados, que lucía un peinado asombroso y radiante, un alto copete que se elevaba como una descomunal ola de pelo sobre su cabeza. Sabía que muchos estilos de peinado de otras épocas sobrevivían en ciertos ambientes marginales de Pittsburgh. El tipo vestía, además, un enrevesado traje de terciopelo, con ribetes e incrustaciones dorados y carmesíes, y fumaba un largo y fino cigarro. Sus manos eran muy grandes en comparación con el resto del cuerpo, y en el lado derecho de su cara se distinguían unas marcas de un rosa intenso, vestigio de una antigua herida.

– Es un boxeador -dije-. Un peso mosca.

– Es un jockey -me refutó Crabtree-. Se llama…, uh, Curtís Hardapple.

– Curtis no -dije.

– Entonces Vernon. Vernon Hardapple. Las cicatrices son de…, de los cascos de un caballo. Se cayó durante una carrera y el caballo lo pisoteó.

– Es adicto a los calmantes.

– Lleva una placa incrustada en la cabeza.

– Le tuvieron que amputar un dedo del pie por culpa de la diabetes.

– Ya no puede mear de pie.

– Vive con su madre.

– Correcto. Tenía un hermano pequeño que era… entrenador.

– Mozo de cuadra.

– Y se llamaba Claudell. Era retrasado mental. Y la madre culpa a Vernon de su muerte.

– Porque…, porque… porque Vernon le permitió… que se ocupase de un semental agresivo… que le aplastó la cabeza. O…

– Lo asesinaron -dijo una voz somnolienta- cuando un gángster llamado Freddie el Narizotas intentó cargarse a su caballo favorito. Se interpuso y recibió la bala.

Ambos nos volvimos hacia James Leer, que abrió un ojo inyectado en sangre para mirarnos.

– Vernon, ése de allí, estaba metido en el fregado -añadió James.

– ¡Es magnífico! -dijo Crabtree al cabo de unos segundos. Vimos cómo el ojo de James volvía a cerrarse.

– Ha oído lo que estábamos diciendo -comenté, perplejo.

Crabtree, que daba cuenta de su sexta o séptima botella de cerveza, no parecía demasiado sorprendido por eso. Bebí algunos sorbos más de mi veneno. Al cabo de unos minutos el silencio se hizo insoportable.

– ¡Pobre Vernon Hardapple! -dijo Crabtree meneando apesadumbrado la cabeza. Después sonrió y añadió-: Siempre resultan ser unos desgraciados.

– Todas las historias narran el fracaso de alguien -sentencié, citando al escritor vaquero de pelo cano en cuya clase nos habíamos conocido veinte años atrás.

– ¡Eh, profe! -dijo Hannah Green, que se dirigía hacia nosotros sobre sus puntiagudas botas rojas-. ¡Ven a bailar conmigo!


Bailamos al ritmo de «Shake a Tail Feather», «Sex Machine» y algún tema cantado por la voz áspera de Joe Tex cuyo título no recuerdo. Bailé con Hannah hasta que la banda del local volvió a salir a escena. Mientras preparaban sus instrumentos, regresé a nuestra mesa y le pedí a Crabtree que me diese otra dosis de codeína y un par de pastillas de lo que fuera que tuviese a mano. Necesitaba algo para el tobillo y también para mi amor propio. Porque me había sentido ridículo meneándome como un picassiano minotauro herido persiguiendo obcecadamente a una angelical jovencita. Crabtree había conseguido reanimar a James Leer, al menos momentáneamente, y ambos estaban enfrascados con el viejo Q. en una, al parecer, intrincada discusión acerca de la función o significado de la cacatúa en Ciudadano Kane. Crabtree no era cinéfilo, ni mucho menos, pero tenía muy buena memoria para los argumentos y su retorcida imaginación hacía que encontrase muchos puntos de interés, o eso, al menos, era lo que quería que James Leer pensase, en la obra de Orson Welles, quien, por cierto, padecía, como yo, problemas de sobrepeso. Bajo la fría e ineludible mirada de Q., o de su Doppelgänger, Crabtree me ofreció un puñado de bolitas azuladas, pequeñas lunas rosadas, pececitos plateados y pentágonos blancos que parecían platos en miniatura.

– Joder, la palma de tu mano parece una bandeja de caramelos! -dije-. Voy a probar uno de estos blancos.

Me lo tragué con ayuda del contenido de un vaso que había sobre la mesa, delante de Crabtree; apestaba a diversos compuestos químicos y me pareció que podía ser tequila de mala calidad. Y acto seguido regresé a la pista y bailé durante una hora más al ritmo de lo que el canoso Carl Franklin llamaba el estilizado rythm & blues del mejor grupo de Pittsburgh, los Double Down, hasta que dejé de sentir el tobillo y perdí mayormente el sentido del ridículo. Hannah se subió las mangas y se desabrochó los dos botones superiores de su blusa de franela, dejando al descubierto el raído cuello de una camiseta de canalé y un medallón con filigranas que colgaba de una cadenita de plata.

Mientras bailaba, Hannah mantenía los ojos cerrados y describía solitarios círculos entrelazados, de modo que en ciertos momentos tenía la sensación de que no bailaba conmigo, sino que me utilizaba como fulcro, como eje sobre el que realizar sus particulares giros de tiovivo. Y con razón, pensé; desde luego, de estar en su pellejo, lo último que hubiese deseado es que alguien pudiera pensar que había elegido como pareja de baile a una elefantiásica máquina como yo, repleta de tubos aspiradores y engranajes, con una anodina esfera analógica por cara; a un tipo que parecía un viejo Galaxie 500 abollado y chupagasolina. Pero de repente abrió los ojos y me regaló una de sus amplias sonrisas de chica de Utah y me tendió las manos para que la hiciese girar unos instantes. Cuando nuestras miradas se encontraban, me sentía obligado a hablar, mayormente para expresar mis dudas sobre mis aptitudes como bailarín, y cuando los Double Down hicieron una nueva pausa, suspiré aliviado y me dispuse a volver a nuestra mesa. Pero ella me agarró de la muñeca, me arrastró hacia el mágico teléfono negro y eligió tres canciones.

– «Just My Imagination» -le pidió a la operadora, sin consultar el mugriento listado-. «When a Man Loves a Woman». Perfecto. Y «Get It While You Can».

– ¡Huy, huy! -dije-. ¡En qué lío me he metido!

– Calla -replicó Hannah, y me rodeó el cuello con los brazos.

– Mañana me voy a arrepentir de esto -comenté.

– Es encantador -dijo-. Todo el mundo debería relajarse bailando.

Varias parejas más se nos unieron en la pista y nos mezclamos entre ellas. Jamás había sido capaz de comprender con exactitud en qué consistía lo de bailar lento, así que, tal como llevaba haciendo desde mis años en el instituto, me limité a aplastarme contra Hannah, respirando inoportunamente contra su oreja y balanceándome de un pie a otro como alguien que espera un autobús. Sentía el sudor que se enfriaba sobre sus antebrazos y me llegaba un aroma a manzana de su cabello. En cierto momento, en mitad del tema de Percy Sledge, la combinación de sustancias que había ingerido a lo largo de la noche alcanzó un cierto equilibrio y durante unos instantes olvidé todo lo malo que me había sucedido a lo largo del día debido a mi necedad y mala conducta, y todas las buenas razones que tenía para dejar en paz a la pobre Hannah Green. Me sentía feliz. Planté un beso en el cabello pajizo y con aroma de manzana de Hannah. Sentía que algo empezaba a despertar bajo mis calzoncillos. Creo que lancé un suspiro, y que, a pesar del burbujeo y el ardor que fluían en esos momentos por los ventrículos de mi corazón, debió de sonar tremendamente triste.

– He releído El pirómano -me dijo, supongo que para animarme-. Es realmente magnífica.

Se refería a mi segunda novela, La novia del pirómano, una desoladora historia de amor y locura que escribí en la última época de mi permanencia en el condenado búnker de mi segundo matrimonio, con una meteoróloga de San Francisco a la que llamaré simplemente Eva B. Era una novela breve, cuya gestación resultó tortuosa y de la cual yo mismo no tenía muy buena opinión, a pesar de que contenía una interesante descripción del incendio de una casa en la que varias parejas estaban metiéndose mano y una espléndida escena amatoria de un par de páginas en la que el lector se sentía como si penetrara en el recto de la protagonista.

– ¡Es tan jodidamente trágica, y, al mismo tiempo, tan hermosa, Grady! Me encanta cómo escribes. Es una prosa muy natural, sencillísima. Me da la impresión de que es como si todas tus frases existieran desde siempre, suspendidas en el más allá estilístico, o donde sea, esperando a que las fueras a recoger.

– Gracias por el cumplido -dije.

– Y me encanta la dedicatoria, Grady.

– Me alegro.

– Pero no soy la dulce muchachita inocente por la que me tomas.

– Espero que eso no sea cierto -dije, y en ese momento desvié la mirada hacia los ahumados baldosines de la pared y vi el reflejo de una especie de yeti gordo, cojeante, con gafas y ojeras, de cabello lacio, envejecido, cargado de espaldas y de movimientos torpes, que estrujaba entre sus brazos a una desvalida y angelical muchacha de tal manera que era imposible saber si ella le ayudaba a mantenerse en pie o si, por el contrario, él la tenía prisionera. Dejé de bailar y me aparté de Hannah Green, y en ese momento Janis Joplin dejó de urgimos a no volver la espalda al amor cuando finalizó el último de los temas que había pedido Hannah. Permanecimos en la pista mirándonos, solos tras la súbita desaparición de las restantes parejas, y, de pronto, cuando en mi organismo se rompió el equilibrio de las pastillas y el whisky, me sentí irremediablemente hecho polvo.

– Bueno, ¿qué vas a hacer? -me preguntó Hannah al tiempo que me daba una palmadita en el estómago.

Mi respuesta, un murmullo apenas audible, hizo referencia a bailar con ella toda la noche.

– Con respecto a Emily -dijo en un tono que traslucía cierta impaciencia-. Yo… me temo que no estará en casa cuando vuelvas.

– Supongo que no -admití-. Trata de disimular tu alegría.

– Lo siento -dijo a modo de disculpa, y se ruborizó.

– La verdad es que no lo sé. ¿Qué debo hacer?

– Tengo una idea -dijo Hannah. Se metió la mano en el bolsillo de los tejanos, rebuscó unos instantes y me puso en la palma de la mano tres cálidas monedas de veinticinco centavos.

Fui hasta el teléfono, eché las monedas y descolgué el receptor.

– Vas a tener que ayudarme -dije.

– ¿Quién habla? -preguntó la voz de la centenaria señora rutena de cabellos color lavanda, gafas de culo de botella y suéter de angora que atendía las peticiones de una menguante población de borrachos y corazones rotos desde su recóndita guarida en el corazón de Pittsburgh-. No te entiendo.

– Decía que necesito escuchar algo que me salve la vida -le dije mientras retorcía sin parar el cable del teléfono.

– Esto es una gramola, cariño -respondió la mujer con voz tranquila y un tanto ausente, como si donde fuera que estuviese tuviera el televisor encendido con el volumen bajo o un ejemplar de Cosmopolitan abierto sobre su viejo regazo-. No estás hablando por una línea de teléfono ordinaria.

– Ya lo sé -dije con un tono nada convincente-. Es sólo que no sé qué canción pedir.

Miré a Hannah y traté de sonreírle como lo haría alguien que sonriera de un modo competente y razonable, alguien que no estuviera preocupado porque intuyera que estaba a punto de sentirse fatal, así como a punto de caerse en redondo y a punto de herir a otra chica, en un nuevo episodio de su prolongada carrera de hombre insensible y despreocupado. A juzgar por la expresión consternada de su rostro, pensé que había fracasado miserablemente en mi intentona, pero entonces vi que Q. había abandonado la mesa y se estaba abriendo camino por el concurridísimo local hacia Hannah como un poseso, con un aire de inexorable determinación conseguido, me pareció, gracias a la ingesta de alcohol, el auténtico confidente secreto del escritor, el fantasma que convivía en sus polvorientas y desnudas moradas con Albert Vetch y tantas otras víctimas del mal de la medianoche. En cualquier caso, mientras se acercaba a Hannah para pedirle el próximo baile, ella le dio la espalda bruscamente y se dirigió hacia mí, cabizbaja y sonrojada hasta el cogote por su maleducada huida.

– Un momento -le rogué a la vieja de la gramola, y tapé con la mano el auricular-. Baila con él, Hannah. -Intenté otra de mis poco convincentes sonrisas-. Es un escritor famoso. -Me llevé el auricular al oído y pregunté-: ¿Sigues ahí?

– ¿Adónde iba a ir? -respondió la mujer-. Ya te lo he dicho, cariño, no soy una interlocutora cualquiera. Este es mi trabajo.

– Pero no me apetece bailar con él, Grady. -Deslizó su brazo bajo el mío y alzó la vista para mirarme a través de su desparramado flequillo, con unos ojos tan abiertos y un aire de desesperación tal que me alarmó. Siempre había visto comportarse a Hannah como una tranquila y optimista chica mormona, eternamente educada, capaz de aceptar estoicamente castigos divinos, desgracias y hasta las más delirantes noticias sobre el destino del cosmos-. Quiero seguir bailando contigo.

– Por favor, compórtate.

Vi cómo Q. se volvía y regresaba con seguro paso de borracho a la mesa de la esquina, a la que llegó en el preciso momento en que las cabezas de James Leer y Crabtree emergían a la luz rosácea de un foco después de un apasionado beso. James estaba obnubilado y su boca formaba una «o» perfecta.

– Lo siento -dije por el teléfono-, pero tengo que colgar.

– De acuerdo, de acuerdo -respondió la mujer. Suspiró lacónicamente y repiqueteó en los auriculares de su casco con sus uñas de veinte centímetros de largo y pintadas de un rosa tropical-. ¿Qué te parecería Sukiyaki?

– Perfecto -respondí-. ¿Por qué no eliges tú misma otras dos, a tu gusto?

Colgué, le di a Hannah un torpe abrazo y le pedí perdón unas cuarenta y siete veces, hasta que ni ella ni yo supimos a ciencia cierta el motivo de tantas disculpas y me dijo que sí, que me perdonaba. Entonces me dirigí apresuradamente hacia la mesa de la esquina y posé mis fríos dedos en la febril nuca de James.

– Dentro de diez segundos -les comuniqué, mientras ayudaba a James a ponerse en pie- la pista de baile va a estar de bote en bote.


Hannah dijo que nunca había estado allí, pero tenía entendido que James Leer vivía en la buhardilla de la casa de su tía Rachel, en Mount Lebanon. Como ninguno de los presentes se sentía con ánimos de hacer el trayecto hasta South Hills a las dos de la madrugada, metí a James en el destartalado coche de Hannah y los envié a dormir a mi casa. Yo acompañaría a Crabtree y a Q. Pensé que eso sería lo más seguro para todos.

Cuando estaba a punto de cerrar la portezuela de James, éste empezó a moverse en su asiento y frunció el ceño.

– Tiene una pesadilla -dije.

Todos lo contemplamos durante unos instantes.

– Apuesto a que las pesadillas de James son realmente terroríficas -comentó Hannah-. Como las malas películas.

– Con música de xilófono en la banda sonora -sugerí-. Y un montón de policías mexicanos.

James levantó una mano y, sin abrir los ojos, se palpó el hombro derecho; después hizo lo mismo con el izquierdo, como si pensara que estaba en su cama y había perdido la almohada.

– Mi mochila -dijo, y abrió los ojos.

– Su bolsa -dijo Hannah-. Ya sabes, esa andrajosa cosa verde.

La mano de James recorrió como una araña su regazo, el asiento y el espacio entre sus largas piernas y, finalmente, asió la manija de la portezuela y trató de salir del coche.

– No te muevas de aquí, pequeño James -le dije, y lo metí de nuevo en el coche.

Agité la mano para llamar la atención de Crabtree, ocupado en aquel momento en apoyar el cuerpo medio inerte de Q. contra mi coche, y le dije que iba a buscar la mochila de James. Crabtree ni se molestó en levantar la vista. Sin embargo, antes de percatarme de que no me hacía caso, ya le había lanzado mecánicamente las llaves. Tintinearon al golpear contra su hombro izquierdo y cayeron en un charco a sus pies. Cuando se disponía a agacharse para recogerlas, sin dejar por ello de aguantar a Q. con una mano, me lanzó una airada mirada a través del aparcamiento.

– Lo siento -me disculpé.

Mientras volvía cojeando al Hat y me dirigía hacia el rincón donde habíamos estado sentados, el tipo al que bautizamos como Vernon Hardapple intentó, sin excesivo éxito, interponer su cuerpo entre la mesa y yo. Me lanzó una vaharada de aliento agrio y cálido. Su gigantesca ola capilar se había desintegrado hasta convertirse en una especie de temblequeante borla que sobresalía alrededor de su cabeza. Y estaba dispuesto a emprenderla a tortas conmigo.

– ¿Qué estabas mirando? -me preguntó. Tenía una voz áspera y arrastraba las palabras. Al estar tan cerca de él, pude comprobar que las cicatrices que adornaban su cara habían sido producidas con un objeto mellado y no muy afilado-. ¿Acaso tengo monos en la cara?

– No era a ti a quien miraba -dije sonriendo.

– ¿De quién es tu coche?

– ¿A qué te refieres?

– El Ford Galaxie 500 verde esmeralda de 1966 que hay ahí fuera, con matrícula YAW 332. ¿Es tuyo?

Le respondí afirmativamente.

– ¡Y un carajo! -dijo a la vez que me golpeaba sin mucha violencia en el pecho-. ¡Es mío, jodido hijo de puta!

– Lo tengo desde hace años.

– ¡Y un carajo!

Acercó todavía más su cara a la mía.

– Era de mi madre -dije. Por lo general, no me lo pienso dos veces a la hora de enzarzarme en una discusión estúpida con un tipo cabreado y potencialmente peligroso en un tugurio. Sin embargo, en aquella ocasión tenía prisa por llevar a James a casa sano y salvo y acostarlo, así que opté por irme-. Discúlpame.

Me cortó el paso.

– ¿Qué cojones mirabais, cabronazos?

– Admirábamos tu peinado -dije.

Alargó el brazo hacia mi pecho, como para darme un empujón. Reculé involuntariamente y perdió el equilibrio. Al intentar recuperarlo, cayó hacia un lado y quedó repantigado en una butaca que tenía detrás y que, por lo visto, le resultó tan confortable que pareció no tener intención de levantarse.

– Siento lo de tu hermano, Vernon -dije, y seguí mi camino.

Todavía no habían limpiado nuestra mesa. Al acercarme, vi que debajo había algo, pero no la mochila de James, sino lo que durante un terrible instante me pareció el cadáver mutilado de un pájaro sobre la moqueta naranja. Resultó ser mi cartera. Las tarjetas de crédito y varias de las tarjetas de visita que Sara me había regalado por mi último cumpleaños estaban esparcidas por el suelo alrededor de la mesa. Las recogí y las guardé en la gruesa cartera negra de cabritilla que los padres de Emily me hablan traído de un viaje por Italia, la cual era muy amplia, para que cupieran en ella los billetes europeos. Me la metí en el bolsillo de la chaqueta, sin preocuparme por comprobar si estaba todo el dinero, como si hubiese dejado mi elegante cartera florentina tirada allí a propósito, seguro de que se hallaba completamente a salvo. En cualquier caso, no sabía a ciencia cierta cuánto dinero llevaba encima. Me dirigí a la puerta lleno de una egoísta satisfacción y felicitándome, como siempre hacía en aquellas ocasiones, porque mi destino no fuera convertirme en un fracasado alcoholizado. Di unas palmaditas al reconfortante bulto que formaba la cartera en mi pecho.

– Mira -le dije a Vernon al pasar junto a la butaca, de la que no se había movido-. Sólo tienes que espabilarte para tener la misma suerte que yo.

Después salí del Hat. Mi coche y el de Hannah estaban uno junto al otro con el motor encendido en el centro del casi vacío aparcamiento, despidiendo humo por el tubo de escape y con las ventanillas empañadas. En los asientos delanteros de mi coche había dos siluetas, la más menuda, la del asiento del pasajero, ligeramente inclinada hacia la derecha. No sé por qué, pero el hecho es que me molestó que Crabtree se hubiese sentado tras el volante del Galaxie de Happy Blackmore. Me acerqué al coche de Hannah y golpeé con los nudillos en la ventanilla. La bajó y su radiante rostro y las trágicas notas de un acordeón llenaron el aire. Hannah Green era una entusiasta del tango.

– Ni rastro de la mochila -le dije-. Se la debe de haber dejado en el auditorio.

– ¿Seguro? -preguntó-. Quizá se la ha llevado alguien.

– No. Nadie se la ha llevado.

– ¿Cómo lo sabes?

Me encogí de hombros y me incliné para echarle un vistazo a James. Estaba apoyado contra Hannah y su cabeza descansaba con envidiable comodidad sobre el hombro de la joven.

– ¿Está bien? -pregunté.

– Creo que sí. -Hannah le arregló con un gesto automático el cabello que le caía sobre la oreja-. Lo llevaré a casa y lo pondré a dormir en el sofá. -Agachó la cabeza y me lanzó una mirada suplicante-. El de tu estudio, ¿de acuerdo?

– ¿El de mi estudio?

– Sí, ya sabes que es el más cómodo para echar una siesta, Grady.

Durante el último invierno, mientras yo leía los ejercicios de mis alumnos o ponía al día mi correspondencia, Hannah se había quedado dormida muchas veces en mi viejo sofá mientras estudiaba, con las botas sobre uno de los brazos y la cara semioculta bajo algún libro abierto de sociología.

– En su estado, no creo que note la diferencia, Hannah -dije-. Podríamos acomodarlo en el garaje, junto a las palas para quitar la nieve, y ni se enteraría.

– ¡Grady!

– De acuerdo. En mi estudio.

Colgué un par de dedos del borde del cristal de la ventanilla. Ella acercó su mano y me los acarició.

– Te veré en casa -dije.

Fui hasta el morro del Galaxie y esperé a que Crabtree bajase del coche. Se abrió la portezuela. Crabtree me miró, con el rostro absolutamente inexpresivo.

– No deberías conducir -dijo.

– ¿Y tú sí? -pregunté-. Vamos, métete detrás.

Siguió obsequiándome con su gélida mirada durante un rato y, finalmente, se encogió de hombros, bajó del coche y se metió detrás. Me deslicé junto a Q. y arranqué. Mientras seguía a Hannah por el accidentado callejón, vislumbré una vacilante sombra por el rabillo del ojo. Un instante después los faros del coche iluminaron una silueta que nos hacía señas con los brazos. Frené. Los brazos proyectaban entre la lluvia unas sombras de casi diez metros.

– ¡Dios mío! -exclamó Q. con un susurro ahogado-. ¡Es él!

– ¿Qué quiere? -preguntó Crabtree. Se trataba del gilipollas de Vernon Hardapple, pero Q. parecía ver a un ser completamente diferente.

– Nada -dije-. He tenido un pequeño altercado con ese tipo cuando he vuelto al Hat.

– Esquívalo, Grady.

– De acuerdo -dije.

– ¡Oh, Dios mío! -volvió a exclamar Q., y se apretó la cabeza con las manos, como para evitar desmayarse.

– ¡Grady, esquívalo!

– ¡De acuerdo! -Traté de pasar junto a él, pero el callejón era demasiado estrecho. Le bastó dar un solo paso para plantarse de nuevo delante del coche-. ¡Mierda, tío, no tengo espacio suficiente!

– ¡Mirad esa cicatriz que tiene en la mejilla! -dijo Q., que se había rehecho-. ¡Parece una segunda boca!

– ¡Pues entonces recula, idiota! -gritó Crabtree.

– ¡De acuerdo! -dije, y di marcha atrás.

Metí el coche de nuevo en el aparcamiento del Hit-Hat, giré y, sin hacer caso de la señal de dirección prohibida, traté de salir por el otro lado. Pero Vernon apareció de nuevo, con una extraña sonrisa, como de felicidad. Volví a pisar el freno.

– ¡Mierda! -exclamé.

Empezó a balancearse sobre los talones al tiempo que movía los brazos rítmicamente hacia adelante y hacia atrás. Musitó algo, como si dijera «A la una, a las dos», y se lanzó sobre el capó del coche. Aterrizó de culo, con un ruido sorprendentemente suave, y se deslizó con rapidez hasta la rejilla del radiador con las piernas abiertas, como un niño que bajara por la barandilla de una escalera. Consiguió caer de pie, se volvió, se inclinó de tal forma que casi no logró reincorporarse y mostró otra enigmática sonrisa a través del parabrisas, dirigida directamente a mí. Y acto seguido desapareció.

– ¿Quién era ese tipo? -preguntó Q. con una extraña mueca, mezcla de terror y placer, que no era la primera vez que veía en su rostro-. ¿Qué ha sucedido?

– Alguien acaba de subirse al capó del coche -le expliqué, como si se tratase de un servicio con el que el Hat obsequiaba a sus mejores clientes.

– ¿Le ha pasado algo al coche?

Me alcé un poco inclinándome sobre el volante y traté de echarle un vistazo al capó. Pero el callejón estaba muy mal iluminado y no pude ver gran cosa.

– Creo que no -dije-. Están hechos a prueba de bomba.

– Salgamos de aquí antes de que regrese con sus amigos -sugirió Crabtree.

Enfilé el callejón, salí a la desierta avenida y tomé el bulevar Baum. De nuevo se me ocurrió la idea de que una vez más había escapado del peligro por los pelos porque así estaba escrito que sucediese.

– Crabtree, después de dejar a Q. tendremos que pasar un momento por el auditorio.

– Vale -dijo. Ahora que había pasado el peligro, volvía a su mutismo.

– Creo que James se ha dejado allí su mochila.

– Estupendo.

– ¿Recuerdas haberla visto cuando… uh…, cuando lo has acompañado al salir del auditorio?

Lo miré por el retrovisor y no me gustó lo que vi. Estaba cómodamente sentado, con las manos detrás de la cabeza, contemplando los escaparates a oscuras y las gasolineras desiertas que desfilaban ante la ventanilla con expresión de silencioso regocijo, como si fuese el hombre más feliz del mundo y todo lo que veía a su alrededor no hiciese sino incrementar el nivel y riqueza de matices de su felicidad. Realmente, estaba al borde de ponerse a chillar de alegría.

– ¿Crabtree?

– ¿Tripp?

– ¿Sí, Crabtree?

– Hazme el favor de irte a tomar por el culo.

– Eso haré -dije.

– Éste es el camino de regreso a la universidad, ¿no? -preguntó Q. cuando pasamos junto al Electric Banana.

– En efecto -dije, impresionado de que fuese capaz de reconocerlo en la oscuridad y borracho, después de haber pasado por allí una sola vez.

– Bueno, no sé si… Es que no me alojo en la universidad, Grady.

– ¿No?

– No, me alojo en casa de los Gaskell.

– ¿En serio? -Por unos instantes la suela de mi zapato dejó de pisar el pedal del acelerador; el coche siguió avanzando varios cientos de metros con el impulso que llevaba y después fue perdiendo velocidad hasta casi detenerse-. Bueno, por aquí también vamos bien para llegar a su casa -dije, después de recuperarme de la impresión.

Volví a pisar el acelerador y enfilamos Point Breeze.

– Me pregunto qué les habrá pasado -dijo Q. cuando tomamos la calle en la que estaba su casa. Cuanto más nos aproximábamos, menos ganas tenía de seguir adelante. Avanzamos muy lentamente junto a la verja de temibles púas de hierro-. No han aparecido por el bar.

Finalmente, no me quedó más remedio que girar y enfilar el camino de gravilla que conducía a la casa de los Gaskell. Por la noche, Sara y Walter metían los coches en el garaje, y el camino tenía un aire desolado y la casa parecía abandonada. Entre las ramas de los árboles había un par de focos, uno a cada lado del estrecho porche de la entrada, que iluminaban la fachada, los alféizares, las contraventanas y las buhardillas, proyectando extrañas sombras. La intensa luz de aquellos focos parecía destinada, más que a iluminar la casa de los Gaskell, a señalar su presencia, como sugiriendo a quienes pasasen ante ella que tenía un tétrico pasado o que estaba condenada a una inminente destrucción. Entre las ramas de los dos viejos manzanos del jardín delantero se oía silbar el húmedo viento nocturno, que llenaba el aire de pétalos blancos que flotaban como copos de nieve. Al cabo de unos instantes, me percaté de que en una de las ventanas del piso superior se veía una débil luz, y cuando alcé la mirada vislumbré una silueta moviéndose tras la persiana. Era la ventana del dormitorio de Sara y Walter, así que todavía estaban despiertos. Podía entrar con Q. y hablarles de lo que llevaba en el maletero del coche.

– Hasta mañana -se despidió Q. mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Giró la manija y empujó la portezuela con la puntera del zapato. Con la precaución que enseña la experiencia, se tomó su tiempo para tantear el suelo antes de ponerse en pie.

– Ten cuidado -le dijo Crabtree, que se levantó del asiento trasero y se apeó del coche antes de que Q. le cerrase la portezuela en las narices. Estrechó la mano de Q., le ayudó a mantener el equilibrio y después se sentó junto a mí.

– Espero con impaciencia tu charla de mañana, Terry -dijo Q.

Rebuscó durante unos instantes en sus bolsillos, con una mueca de determinación en el rostro. Llevaba la camisa por fuera del pantalón, los largos mechones de cabello con los que se cubría la calva le caían desordenadamente y en el curso de la velada había perdido una de las patillas de las gafas. Cuando por fin encontró la llave que le debía de haber dado Sara, parecía tan feliz -tan satisfecho consigo mismo-, que tuve que desviar la mirada. No volví a mirar la casa hasta que hubo entrado.

– En este momento su querido Doppelgänger debe de sentirse feliz por cómo ha ido todo -comenté mientras nos alejábamos. Crabtree permaneció en silencio-. ¿Qué? -inquirí-. Vamos, colega. No me hagas esto. Di algo. ¿Qué pasa?

– ¿No lo sabes?

– Estás cabreado conmigo porque no te he dejado montártelo con el pobre James Leer.

– Desde luego, eso no era asunto tuyo.

– Te estás volviendo goloso, tío -le dije-. ¿Por esta noche no tenías suficiente con la señorita Sloviak?

Crabtree se limitó a insistir en su anterior petición de que me fuera a tomar por el culo. No tenía nada más que añadir.

– De acuerdo. Escucha, lo siento -le dije, pero las disculpas no sirvieron de nada. Hice alguna que otra tentativa poco entusiasta y lo dejé correr; seguimos en completo silencio. Empezaron a rondarme la cabeza un montón de imágenes sensibleras: el cuenco de comida vacío de Doctor Dee, su hueso de plástico y su correa, ya inservible, colgada de un clavo torcido en la despensa. Sin saber muy bien cómo, diez minutos después me encontré en el aparcamiento para el personal del auditorio, y allí detuve el coche.

– Espérame aquí -le dije a Crabtree-. Volveré enseguida.

– ¿Adónde quieres que vaya? -dijo con sorna.

Era mi noche de suerte. Al rodear el edificio hacia la puerta principal, vi que el conserje seguía allí, poniendo a punto el auditorio para el apretado programa de apasionantes actividades del festival literario que iba a tener lugar al día siguiente. Era un chaval alto, cargado de espaldas y de cabello lanudo, ataviado con un mono azul, y pasaba la aspiradora por la moqueta del vestíbulo con un aire de ensimismada diligencia, como un repartidor de periódicos arrastrando un carrito repleto de diarios. Cuando golpeé el cristal con los nudillos pareció reconocerme, y me pregunté si no habría sido alumno mío.

– Traxler -se presentó, después de dejarme entrar-. Sam. Le tuve de profesor en mi primer año. Después dejé los estudios.

– Espero que no fuese por mi culpa -bromeé.

– No -dijo Sam Traxler. No pensaba que se fuera a tomar en serio mi comentario. Me hubiera gustado acordarme de él-. De todos modos, ahora estoy en un grupo de rock. Ya hemos conseguido algunas actuaciones. Y empezamos a ganar algún dinero.

– Sam, ¿ya has limpiado ahí dentro? -dije señalando las puertas del auditorio con el pulgar.

– Sí. ¿Perdió la mochila, profesor Tripp?

La había guardado en el armario de servicio, en el suelo, entre un cubo de fregar de zinc y una funda de guitarra de cuero negro cubierta de pegatinas.

– Me ha parecido que dentro había un manuscrito -comentó.

– Así es. Muchas gracias.

Tomé la mochila y me dirigí hacia la puerta.

– De nada -dijo, y me acompañó. Sin duda, mi presencia allí era para él una bienvenida distracción en medio del monótono trabajo-. Oiga, ¿es cierto eso que se dice de que Errol Flynn solía embadurnarse la polla de coca para… bueno, para mejorar sus prestaciones sexuales?

– ¡Por Dios, Traxler! -protesté-. ¿Cómo coño quieres que lo sepa?

– Bueno… -dijo. Parecía un poco azorado-. Está usted leyendo su biografía, ¿no? -añadió señalando la mochila-. Está envuelta en un jersey o algo parecido.

– ¡Oh, sí! -dije-. ¡Claro, es cierto! Solía ponerse en la polla toda clase de cosas. Pimentón, limaduras de hierro, picadillo de cordero…

– ¡Vaya tarado! -exclamó Sam mientras me abría la puerta-. Bueno, cuídese, profesor.

– Hasta otra, Sam -me despedí-. Oye, por cierto, ¿cómo se llama tu grupo? Así os…, uh…, os podré seguir la pista.

– No tenemos nombre -dijo-. Se nos ocurrieron tantos, que no fuimos capaces de decidirnos por ninguno. Pollas Narcotizadas, Escoria Amargada, Los Cubitos… No nos poníamos de acuerdo. La gente nos conoce como… no sé… Sam y sus Colegas, o La Banda de Greg, o alguna otra cosa por el estilo.

– Ingenioso -dije, ya en la puerta. Mientras hablábamos, había estado jugueteando con el cierre de la mochila de James, que de pronto se abrió. Su pesado contenido me golpeó en la rodilla. El manuscrito de James Leer, de un grosor de unos cinco centímetros, estaba sujeto con una goma.

– ¿Es la nueva? -preguntó Sam.

Asentí. No había una página a modo de cubierta, ni aparecía en ninguna parte el nombre del autor: tan sólo las palabras EL DESFILE DEL AMOR figuraban en la parte superior de la primera hoja, seguidas del numeral 1, y un poco más abajo empezaba el texto:


El viernes por la tarde su padre le dio cien arrugados billetes de un dólar y le dijo que se comprase una americana para el baile de homenaje a los antiguos alumnos.


Dos personajes, una coyuntura, el eco de una larga trayectoria vital de pobreza y privaciones en el fajo de gastados billetes y, por encima de todo, una insólita voz humana que relata una historia. Resultaba difícil superar la riqueza de esa primera frase. Hubiera preferido, quizá, que el chaval hiciese una pausa y emplease una coma, pero al menos no era la mera acumulación de fragmentos dispersos típica de él. De hecho, uno de sus relatos empezaba así: «Arruinada. La cena. Completamente.» Pero en la novela parecía haber renunciado a ese estilo. La segunda frase decía:


Tomó el autobús hasta Wilkes-Barre y se gastó el dinero en una magnífica pistola cromada.


– ¿Es buena? -preguntó Sam. -No lo sé -dije-. Probablemente.

Volví a meter el manuscrito en la mochila, junto a un tosco paquete -la biografía de Errol Flynn, supuse- envuelto precipitadamente en suave ropa negra. Había algo familiar en su tacto. Levanté una de las puntas y apareció un trozo de armiño amarillento al tiempo que me llegaba un leve olor a corcho. De pronto, el mundo pareció decidirse a respirar hondo; empezó a llover, y las gotas desdibujaron la tinta del manuscrito de James Leer y salpicaron la chaqueta de satén que llevó Marilyn Monroe el día que ella y el hombre de aspecto triste que ya era su marido se montaron en su De Soto para afrontar su destino como matrimonio.

– Esta chaqueta no es mía -le dije a Sam Traxler.

– Ya me lo figuraba -me contestó.

Cuando salí del auditorio, comprendí que mi buena suerte se había acabado. El coche y Crabtree habían desaparecido del aparcamiento para el personal.


Había unos tres kilómetros entre el campus y mi casa, en Denniston. Las calles entre uno y otro punto eran anchas y rectas, bordeadas por arces, castaños y robles plantados al término de la Primera Guerra Mundial. Las casas junto a las que pasaba estaban a oscuras, con los coches aparcados en los caminos de acceso con el esmero con el que se coloca una figurita sobre la repisa de la chimenea. En algunas calles caminaba cojeando por el centro, y permanecí un largo minuto en medio de un cruce desierto, mientras los semáforos iban cambiando de color y el viento mecía las señales de tráfico que colgaban de cables. Caminé durante horas bajo una impía llovizna. Cuanto más caminaba y más sobrio me iba sintiendo, más me dolía el tobillo. Deseé con un ímpetu digno de auténtico fervor religioso haber llevado encima mi bolsita de marihuana. No había ni una brizna en la mochila de James Leer. Un hecho nada sorprendente que, sin embargo, comprobé meticulosamente varias veces. Tan sólo contenía, aparte de los tres objetos que ya me eran familiares, una pluma Cross de oro con una dedicatoria grabada: DE TUS PADRES QUE TE QUIEREN, medio cilindro de caramelos de menta, veinte centavos y una postal autografiada de Frances Farmer. Detrás reconocí la letra redondeada de Hannah Green. Cuando coroné la última colina antes de llegar a casa, sentí el eco de una vibración melancólica, como el traqueteo de un tren que se aleja. Era el campanil Mellon, que daba las tres en punto.

Mi coche no estaba en el camino de acceso a la casa. Tuve la sensación de que nunca había visto aquel camino tan vacío. Vivía en una casa bonita y grande, con la fachada cubierta de hiedra, cuadrangular y espaciosa como un banco, construida en 1915 según el estilo llamado «de las Praderas». Tenía tres porches con columnas, ventanas con cristales emplomados y poyos, armarios, librerías, un pequeño despacho bajo la escalera, recibidor y dormitorios suficientes para una familia de cinco miembros. La despensa era más amplia que algunos de los apartamentos en los que había vivido y, desde luego, estaba mejor aprovisionada. El revestimiento y las paredes se habían repintado en delicados tonos cera y cáscara de huevo. Los parterres que rodeaban el camino de acceso, llenos de rosas, azafranes y narcisos, estaban a oscuras. Subí cansinamente los cinco escalones del porche delantero y entré en casa. Había un olor como de cereales que provenía de un jarrón de fresias colocado sobre la mesilla del recibidor. Encendí la luz y me vi confrontado a los rostros de peleteros, merceros, impresores y pedicuros ya fallecidos que colgaban en marcos de madera de la pared bajo las escaleras, junto con sus esposas, hijos y nietos, dos tíos de profusa barba, un cocker spaniel muerto muchos años atrás llamado Shlumper y nueve miembros de un club social sionista. Al abrir el armario del recibidor, para colgar la chaqueta mojada, me llegó una vaharada de Cristalle. Permanecí allí de pie durante unos instantes, oliendo los abrigos de Emily. En la cocina, la nevera se puso a zumbar. Acerqué la nariz al grueso abrigo de lana, al chaquetón azul marino y al ajado abrigo negro que había llevado durante el invierno de nuestro noviazgo, ocho años atrás. En aquella época ella vivía en un apartamento en la calle Beacon, cerca del parque, y me vino a la memoria que una noche, al acompañarla a casa, pasamos por el puente Panther Hollow; nos detuvimos en medio y la aplasté contra la helada barandilla para besarla. Recuerdo el tacto de la lana entre mis dedos, tersa y áspera como la piel de su cuello, y cómo, al desabrocharle los botones de madera, del abrigo emanó una turbadora ráfaga de sus olores corporales, como si me hubiese sumergido bajo las sábanas de su cama.

Por primera vez fui consciente de que había expulsado a Emily Warshaw de mi vida.

Era algo que llevaba mucho tiempo intentando hacer, aunque no intencionadamente, lo juro, ni con satisfacción alguna, sino del modo automático y metódico con que un chiquillo se toquetea un diente flojo hasta que se le cae. Lo cierto es que sin hacer referencia a Doppelgängers y a los síntomas del mal de la medianoche resulta difícil explicar por qué exactamente; pero, desde luego, una innata capacidad para exteriorizar mis instintos auto-destructivos tiene algo que ver con ello. No sólo no pertenecería jamás a un club que me aceptase como socio, sino que, en caso de ser aceptado, entraría en la pista de squash con zapatos de calle y prendería fuego a las cortinas de la sala de baile.

Lo de Emily y yo no fue amor a primera vista. Nos conocimos a través de una amiga suya cuyo marido daba un curso de novela inglesa del siglo XIX en mi departamento y presidía una partida de póquer semanal que frecuenté en los solitarios días de mi primera época en Pittsburgh. A primera vista, Emily me pareció fría y reservada, aunque también guapa; por su parte, me veía como un tipo fanfarrón, exagerado, alcohólico y pesado. Ambos estábamos en lo cierto, desde luego. Nos encontramos varias veces por casualidad, sin más resultado que alguna incómoda conversación. Hasta que un día oí que había perdido su trabajo -fotografiar barras de metal y hornos de fundición para una agencia de publicidad cuyos principales clientes pertenecían a la industria del acero- y, a través de mi dickensiano amigo, la puse en contacto con un conocido mío, un publicista de la agencia Richards, Reed. Le gustó su trabajo, y la contrató. Emily me invitó a cenar para darme las gracias. Después me invitó a su casa. Al cabo de un año éramos marido y mujer. En aquella época ya no creía en el amor a primera vista. En mis dos primeros matrimonios había jugado esa carta y había perdido, así que parecía razonable no insistir en esa apuesta.

Creo que decidí casarme con Emily Warshaw movido por la absurda ilusión de poder follar a placer y por el manido deseo de todo huérfano de encontrar un hogar. El peculiar clan Warshaw, producto de un largo y meticuloso programa de adopciones en ultramar, con sus combinaciones de judíos y coreanos, intelectuales, aspirantes a astronauta y vividores, sin lazo sanguíneo alguno, parecía ofrecerme la mejor oportunidad de inscribir mi trayectoria de meteorito errante en la esfera armilar de una familia. Era un motivo, aunque no muy loable, para casarse, pero desde entonces he comprendido que los esfuerzos de un marido y una mujer por permanecer unidos, un fugitivo chaleur y el anhelo de tener un hogar no son mejores garantías de éxito que el azulado fogonazo de un rayo divino. Para mí, el matrimonio ha resultado ser, como la mayoría de las restantes empresas desastrosas de mi vida, poco más que una especie de protección contra una posible escasez de material sobre el que escribir en épocas venideras.

Entré en mi estudio y me encontré a James Leer dormido en el largo sofá verde, metido en un saco de dormir con la cremallera abierta, tapado hasta la barbilla. Era un saco pasado de moda, con un estampado con patos, cazadores y perros, que había pertenecido al padre de Emily. Lo distinguí porque la lámpara del escritorio estaba encendida. Supuse que Hannah la había dejado así por si James se despertaba en mitad de la noche sin saber dónde estaba. Su cabeza reposaba en la punta del sofá más próxima a la mesa, pero Hannah había girado la lámpara de manera que la luz no le diese directamente en los ojos. Me pregunté si me estaría esperando en el sótano, acostada en su estrecha cama, bajo un retrato de Georgia O'Keeffe realizado por Stieglitz, apoyada sobre un codo, esperanzadamente atenta a los delatores crujidos del techo. Durante un instante me imaginé bajando a verla. Después eché un vistazo a mi escritorio. Descubrí que Hannah había girado la lámpara de manera que iluminaba directamente el compacto bloque blanco de diez kilos, la alta pila, la impenetrable torre que formaba el manuscrito de Chicos prodigiosos. De pronto me sentí muy fatigado. Dejé la mochila de James en el suelo, junto al sofá, y apagué la luz. En un último y absurdo acceso de esperanza, crucé el vestíbulo y fui hasta la habitación de invitados para comprobar si Terry Crabtree estaba allí. Acto seguido arrastré mi cuerpo escaleras arriba y me metí en la primera habitación vacía que encontré.


Cuando me desperté el sábado por la mañana en nuestra gran cama estilo imperio, el cielo todavía estaba oscuro y se velan las estrellas. Faltaba un poco para las seis. El tobillo me seguía doliendo, ahora de manera más sorda y febril. El improvisado vendaje se había deshecho, y en las sábanas se veía una mancha de sangre seca que parecía el mapa del Japón. Permanecí echado un momento, durante el cual traté de controlar los desordenados movimientos cansados en mi estómago por la resaca y me agarré al colchón y a los restos del naufragio de lo que acababa de soñar. Había olvidado la mayor parte de los detalles, pero todavía podía recordar su tema central: el oscuro, misterioso y atrayente reino oculto entre los muslos de Hannah Green. Gemí, hice rechinar los dientes y respiré profundamente como en un ejercicio de yoga. Tras unos desesperados minutos, abandoné y corrí, desnudo y con la vista nublada, al lavabo para vomitar.

Hacía mucho de mi última resaca alcohólica, y me percaté de que habla perdido soltura: en lugar de someterme tranquilamente, luchaba contra ella, y después de la vomitona me quedé tendido durante un rato en el suelo junto al retrete, como un adolescente avergonzado, sintiéndome inútil y solo. Me levanté. Me puse las gafas, los mocasines y mi albornoz favorito, lo cual me hizo sentirme un poco mejor. Como la mayoría de las prendas por las que sentía especial debilidad, aquel albornoz había pertenecido a otra persona antes que a mí. Lo había encontrado hacía varios años colgado en el armario del piso superior de una casa junto a la playa en Gearhart, Oregon, que Eva B. y yo alquilamos un verano a una familia de Portland que se apellidaba Knopflmacher. Era una prenda enorme, de felpa blanca, con los codos gastados y bordados de color rosa y rojo en forma de geranios en los bolsillos. Estaba convencido de que había sido de la señora Knopflmacher. Desde entonces me era imposible escribir sin llevarlo puesto. Para mi satisfacción, encontré en uno de los bolsillos medio canuto y una caja de cerillas. Fui hasta la ventana del dormitorio que miraba hacia el este y, mientras me fumaba el porro hasta la última partícula de ceniza, contemplé el cielo a la espera de la primera luz del alba.

Pasados algunos minutos, me sentí mucho mejor, así que bajé a recoger el periódico. Al salir al porche, vi las elegantes aletas del Galaxie, que asomaban detrás del seto que separaba el camino de acceso de la casa. Así que Crabtree había sido capaz de encontrar el camino de regreso y estaba allí sano y salvo. Oí sus ronquidos, provenientes de la habitación de invitados. Crabtree tenía el tabique desviado, pero le aterraba la idea de pasar por el quirófano para solucionar el problema; su leonino ronquido era famoso. Alcanzaba una intensidad capaz de hacer vibrar el vaso de agua sobre la mesilla de noche, de arruinar sus relaciones amorosas, de provocar violentos enfrentamientos con los vecinos en moteles baratos. Alcanzaba una intensidad capaz de destruir bacterias y disolver la mugre acumulada durante siglos sobre la fachada de una catedral. Cuando volví a entrar en casa -el periódico todavía no había llegado-, seguí los ronquidos desde el recibidor hasta la habitación de Crabtree y permanecí unos instantes con el oído pegado a la puerta, escuchando el trabajo de sus pulmones. Después fui a la cocina y preparé café.

Mientras se hacía, me bebí un gran vaso de zumo de naranja, al que añadí dos cucharadas de miel, confiando en que una subida del nivel de azúcar en la sangre, junto con una dosis masiva de cafeína, eliminara los últimos síntomas de mi resaca. Marihuana contra las náuseas y la flojedad, vitamina C para aumentar las defensas, azúcar para reactivar la circulación, cafeína para despejar la bruma moral; estaba empezando a recordar los hábitos del alcohólico y del que vive desordenadamente. Cuando el café estuvo listo, lo vertí en un termo y me lo llevé a mi estudio, en la parte trasera de la casa. James Leer seguía echado en el sofá, vuelto de costado, con la cabeza sobre sus manos unidas como si rezase, igual que alguien que fingiese dormir. El saco se había escurrido parcialmente hasta el suelo y pude ver que se había acostado desnudo. El traje, la camisa y la corbata estaban sobre el reposapiés de mi viejo sillón Eames, y coronaban la pila de ropa unos calzoncillos blancos pulcramente doblados. Me pregunté si lo habría desnudado Hannah o habría sido capaz de hacerlo por sí mismo. Tenía el aspecto encogido de toda persona alta al dormir; hecho un ovillo, sus rodillas, codos y muñecas parecían demasiado grandes. Su piel era pálida y pecosa. Apenas tenía vello, y su pequeña picha circuncidada era casi tan blanquecina como el resto del cuerpo. Blanca como la de un niño, pensé, y se me ocurrió que tal vez, con el paso del tiempo, los genitales de una persona emergieran de los burbujeantes cálices del amor manchados para siempre, como las manos de un tintorero. Sentí lástima de James cuando vi su pene. Con suma delicadeza, cubrí su cuerpo con el saco de dormir.

– Gracias -dijo, sin despertarse.

– De nada -respondí, y llevé el termo de café a mi escritorio.

Eran las seis y cuarto. Empecé a trabajar. Tenía que dar con un final para Chicos prodigiosos antes del día siguiente por la tarde, por si al final decidía permitir que Crabtree le echase un vistazo. Bebí un sorbo de café y me di una palmadita de ánimo en la mejilla izquierda. Por enésima vez consulté la sinopsis argumental: nueve páginas a un espacio, muy sobadas y con manchas de café, que había redactado una ufana mañana de abril cinco años atrás. Leí más o menos hasta la mitad de la cuarta página; quedaban otras cinco, en las que se sucedían un envenenamiento accidental, un accidente automovilístico, el incendio de una casa, los nacimientos de tres niños, la aparición de un caballo de trote prodigioso llamado Infiel, un robo, un arresto, un juicio y una ejecución en la silla eléctrica, una boda, dos funerales, una huida a campo traviesa, dos bailes, una seducción en un refugio antiatómico, una cacería de ciervos y otra docena de escenas que todavía tenía que escribir, según las pulcras notas de la maldita sinopsis. En ellas se trazaban los destinos de nueve personajes principales que durante el último mes había intentado comprimir en una cincuentena de extrañas páginas de prosa tensa y brillante. Releí con desdén las autocomplacientes y pomposas anotaciones que había escrito por aquel entonces: «Tómate tu tiempo, esta escena tiene que resultar muy, pero que muy buena», y la peor de todas: «Este pasaje debe poder leerse como una inacabable autopista lingüística de cinco mil kilómetros.» ¡Cómo detestaba al gilipollas que había escrito eso!

Una vez más, y con la satisfacción habitual, acaricié la idea de echarlo todo a rodar. Si me quitaba de encima aquel abultado monstruo, podría acometer El domador de serpientes, o la historia del astronauta fracasado que vive su decadencia en Disney World, o la de los dos equipos de béisbol condenados a un funesto destino, el azul y el gris, que juegan un partido la víspera de Chancelorsville, [12] o El rey de los nadadores en estilo libre, o cualquiera de la restante docena de novelas imaginarias que me habían revoloteado por la cabeza como colibríes mientras me esforzaba en limpiar el criadero de avestruces en que se había convertido Chicos prodigiosos, sacando paladas y más paladas de porquería. Y acto seguido me dejé llevar por la también recurrente, aunque no tan placentera, idea de contarle todo eso a Crabtree, de confesarle que necesitaría varios años más para acabar Chicos prodigiosos y esperar su clemencia. Entonces recordé a Joe Fahey y, como siempre sucedía, metí una hoja en blanco en la máquina de escribir.

Trabajé cuatro horas, tecleando sin parar, pendido del delgado hilo que me unía a la húmeda y malsana cavidad infestada de gusanos que contenía un final que ya había intentado utilizar en tres ocasiones. Este final me obligaría a volver sobre las dos mil páginas precedentes para minimizar la presencia de uno de los personajes principales y eliminar completamente a otro, pero pensé que, de los cinco finales fallidos que había ensayado durante el último mes, probablemente era el más logrado. Mientras trabajaba, me contaba mentiras. Los escritores, a diferencia de la mayoría de la gente, cuentan sus mejores mentiras cuando están solos. Este final, me dije, es perfecto; de hecho, era el final hacia el que la novela se deslizaba de manera natural. La visita de Crabtree, bien mirado, era una especie de accidente creativo, un regalo divino, un martillo que abría todas las ventanas que en mi imaginación permanecían cerradas. Acabaría la novela al día siguiente, se la entregaría a Crabtree y así salvaría las carreras de ambos.

De vez en cuando, levantaba los ojos de mi zumbante máquina eléctrica, con su olor a polvo recalentado y cables requemados -había intentado pasarme al ordenador, pero odiaba la manera como transformaba la escritura en una especie de dibujo animado que contemplabas cómodamente sentado- para mirar a James Leer, que se retorcía sumido en sus para mí inimaginables sueños.

El ruido del tecleo no lo despertaba, o al menos no le molestaba lo suficiente para hacerle levantarse del sofá y trasladarse a una zona más silenciosa de la casa.

Entonces, mientras metía a la familia Wonder en un bimotor Piper que, de camino al funeral rockero de Lowell Wonder en Nueva York, se daría de morros con el impasible monte Weathertop -ésa era la clase de mierda de avestruz que tenía que limpiar a paladas-, oí un susurro, como de pompas de jabón al estallar, y ante mis ojos aparecieron cientos de estrellitas.

– James! -grité.

Cogí el manuscrito de Chicos prodigiosos como si me agarrase a una balaustrada para no caer de bruces por un infinito tramo de escaleras. Cuando a los pocos segundos recobré el conocimiento, estaba echado en el suelo y James Leer me contemplaba con el ceño fruncido, envuelto en el saco de dormir como un indio de una película de serie B en una piel de búfalo.

– Estoy bien -dije-. Sólo he perdido el equilibrio.

– Te he estirado en el suelo -comentó James-. Temía que… no sé, que te tragases la lengua, o algo por el estilo. ¿Todavía estás borracho?

Me incorporé y me apoyé en el codo mientras contemplaba cómo el último meteorito amarillento pasaba sobre mi cráneo.

– ¡Claro que no! -protesté.

James Leer asintió. De pronto tembló un poco y tiró del saco de dormir para colocárselo mejor sobre los hombros. Dio un paso atrás que abruptamente se transformó en una torpe flexión y recuperó el equilibrio apoyándose contra el respaldo de mi sillón.

– Pues yo sí -admitió. En la sala empezó a sonar el teléfono. Era un modelo nuevo, con todas las prestaciones modernas (indicador de llamadas en espera, selector de mensajes grabados y demás), y aquel sonido no era exactamente un timbrazo, sino más bien una alarma, como la de un Porsche que intentaran robar en mitad de la noche-. ¿Quieres que conteste?

– Sí, gracias -dije, y con cuidado volví a apoyar la cabeza en el suelo. Estaba seguro de que era Sara, que llamaba para decir que no sólo su perro había desaparecido sino que además a Walter le habían robado una chaqueta negra de satén valorada en veinticinco mil dólares. Cerré los ojos, todavía bajo los efectos del ligero centelleo de fuegos artificiales visuales, y me pregunté si no tendría algún inquilino diabólico en el cerebro, una maligna araña que abría sus largas patas negras como varillas de un paraguas. Me pregunté cómo reaccionaría si mi médico me diagnosticase alguna enfermedad terrible que me enviaría al otro barrio en poco tiempo. ¿Me desentendería de mi trabajo para concentrarme en escribir mi nombre en el agua, ligando con travestís en los aviones, seduciendo a ambiguos muchachos vírgenes, recorriendo Pittsburgh en un convertible prestado a las cuatro de la mañana, buscando líos? Durante unos instantes me complació la idea de pensar que sí, pero inmediatamente comprendí que, con la muerte en mis entrañas, mi único deseo sería aovillarme en mi sofá con medio kilo de buena hierba afgana y dedicarme a liar un canuto tras otro mientras miraba en la tele la reposición de Los casos de Rockford, hasta que la chica del kimono negro viniese a buscarme.

– Es un tal Irv -me anunció James Leer con una sonrisa torcida, tras asomar la cabeza en el estudio. Supuse que todavía estaba lo suficientemente borracho para no tener resaca ni sentirse torpe y disperso-. Le he dicho que tendría que esperar un momento.

– Gracias -dije. Le tendí la mano y me ayudó a levantarme-. ¿Por qué no desayunas un poco? En el termo hay café.

Asintió, un poco ausente, como un chaval que no hace caso de los consejos de su madre, y se sentó en el sofá.

– Quizá dentro de un momento -dijo. Giró la cabeza hacia la estantería de la esquina, sobre la que había un pequeño televisor con vídeo incorporado-. ¿Funciona?

– Oh, sí -dije. Me resultaba un poco embarazoso tener un televisor en el estudio, aunque nunca lo miraba cuando se suponía que estaba trabajando-. Lo uso para ver partidos cuando Emily está trabajando o durmiendo.

– ¿Qué películas tienes?

– ¿Películas? No muchas. No soy cinéfilo, James. -Señalé el escaso surtido de vídeos apilados junto al televisor-. Creo que todavía tengo Nueve semanas y media por ahí. La grabé de una cadena por cable.

James hizo una mueca y refunfuñó:

– ¡Nueve semanas y media! ¡Dios mío!

– Lo siento -me disculpé. Me dirigí hacia el teléfono anudándome el cinturón de mi albornoz favorito.

– Bonito albornoz, profesor Tripp -comentó James.

– Hola, Grady, soy Irv -me saludó el padre de Emily por el auricular.

– Hola, Irv -respondí-. ¿Qué tal estás?

– Podría estar mejor -respondió-. La rodilla izquierda me está fastidiando.

– ¿Qué te pasa?

Hacía un año que le habían reemplazado esa rodilla por una prótesis de acero inoxidable de la que estaba extraordinariamente orgulloso, como si de una espontánea mejora física fruto de la magnificencia de sus células se tratase.

– No lo sé -dijo-, pero no la podré doblar bien hasta las diez.

– Vaya problema.

– Terrible -sentenció-. De hecho, he empezado a doblarla a las… -Hizo una pausa mientras consultaba el reloj. Irv llevaba uno de esos vistosos relojes-cronómetro del tamaño de una galleta, que no sólo dan la hora, la temperatura y la presión barométrica, sino que además analizan la composición del aire e informan de la presencia de formas de vida alienígenas. Él mismo lo había montado con el instrumental ofrecido en las páginas finales de la revista Popular Science-. Hace veinte minutos. Bueno, y tú, ¿qué tal estás?

– Bien -respondí-. Aunque también podría estar mejor. -Me senté en el canapé de cretona amarillo claro, con un dibujo de rosas rojas trenzadas en un enrejado, que había condenado a mi viejo sillón verde al exilio en mi estudio-. ¿Cómo está Emily?

– Bien. Te pasaría con ella, pero en este momento no está aquí. Ha ido a la ciudad con su madre, para unas compras de última hora. Escucha, Grady, ¿sabes qué día es hoy?

– ¿Sábado?

– Hoy es erev pesach. La primera noche de la pascua judía.

– Es cierto -recordé-. ¡Felices pascuas!

– Grady, esta noche celebraremos el seder. [13]

– Lo sé.

– Ha venido Deborah; llegó ayer por la noche. Phil y Marie vendrán en coche desde Aberdeen.

– Ajá.

– Empezaremos cuando se ponga el sol, por supuesto, que hoy será a las… Un momento. -Otra pausa, durante la cual, supuse, consultó su infalible Chronotron 5000-. A las seis y dieciocho minutos.

– Sí, bueno… -dije-. Irv, escucha, yo… estoy liado con el festival literario, ¿sabes? -Había pasado unas mil horas hablando con Irving Warshaw sobre temas que iban desde el béisbol a las carreras de galgos pasando por las placas tectónicas que había bajo el Estado de Israel, pero jamás le había dicho ni una palabra sobre las secretas fuerzas geológicas que deformaban la situación de mi matrimonio con su hija. A Irv no le interesaba discutir sobre sentimientos humanos; se limitaba a mostrarse triste en los funerales, orgulloso de Israel, decepcionado de sus hijos y feliz el Cuatro de Julio. No tenía ni idea de lo mucho que lo apreciaba-. Lo celebramos cada año.

– Ya sé en qué consiste -dijo.

– Vale, pues tengo que asistir a un montón de seminarios, conferencias y demás. -Iba a decirle que tenía que pronunciar una conferencia, pero me contuve. Aunque, sin duda, no siempre le había dicho la verdad, lo cierto es que nunca le había mentido-. Y no creo que pueda escaparme.

– No -dijo él-. Lo comprendo.

Su voz sonaba un poco sepulcral.

– ¿Te encuentras bien, Irv?

– Perfectamente -respondió-. ¿Sabes?, el pesach siempre cae el día después del…, del aniversario… de Sam. Del aniversario de su muerte.

Había olvidado aquella desafortunada coincidencia de fechas del calendario lunar que se producía cada año, a pesar de que en realidad Sam se había ahogado a finales de abril.

– ¡Oh! -exclamé, y chasqueé la lengua-. Suyahrzeit. [14] Se trata de eso, ¿no?

– Exacto -dijo Irv-. Encendimos la vela ayer por la noche.

– Lo siento, Irv -dije.

Como respuesta, Irv emitió un semigruñido interrogativo que sonó como el equivalente a un irritado encogimiento de hombros, igual que si dijera: «¿Qué es lo que sientes?»

– Bueno -dijo al cabo de unos instantes con un profundo suspiro-. Pues muy bien.

– Pues muy bien, Irv -dije.

De pronto se me ocurrió que tal vez no volvería a hablar con él.

– ¡Grady, mi querido amigo! -exclamó Irv.

Percibí la minúscula fisura de pesar que había aparecido en su voz.

– Socio -dije-, ¿sabía Emily que ibas a telefonearme?

– Sí, y no quería que lo hiciese.

– Bueno, pues me alegro de que lo hayas hecho.

– Sí. Yo… Bueno…, esperaba tenerte en nuestra mesa esta noche.

– Me hubiera encantado poder acudir -le aseguré-. Ojalá pudiera ir. Pero no creo que estuviese bien.

– Tienes una conferencia.

– Exacto.

– Lo entiendo.

– Dales un abrazo a todos de mi parte -dije.

Al volver al estudio, encontré a James sentado en el sofá, con las piernas flexionadas bajo la tienda de campaña que formaba el saco de dormir, viendo algo en blanco y negro en la televisión, sin sonido. Cuando entré, me miró un instante como si no me conociese. Tenía el rostro muy pálido y la boca entreabierta, y en sus legañosos ojos asomaba una mirada apesadumbrada. Estaba empezando a padecer los efectos de la resaca.

– Tienes Nueve semanas y media y Manhattan Sur -me espetó, como si no se tratase de películas, sino de bichos sarnosos y repugnantes-. Y nada más.

– Me gusta ese Mickey Rourke -le dije-. ¿Qué estás mirando?

El asesino poeta -respondió de manera automática-. 1947. Douglas Sirk.

– ¿Y por qué has bajado el volumen?

Se encogió de hombros y dijo:

– Me sé los diálogos de memoria.

Eché un vistazo a la pantalla.

– ¿Ése no es el pobre George Sanders?

Asintió y tragó con dificultad.

– ¿Te encuentras bien, James?

– ¿Qué estoy haciendo aquí?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Cómo he llegado hasta aquí?

– Te trajimos ayer noche. Ninguno de nosotros estaba en condiciones para acompañarte hasta Mount Lebanon.

Miramos cómo George Sanders encendía un largo cigarrillo blanco. Después eché un vistazo a la imperturbable pila de papeles que había sobre mi mesa y a las seis hojas nuevas cubiertas de inútiles palabras en tinta negra desparramadas junto al montón.

– ¿Hice algo ayer noche? -preguntó.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Algo malo?

– Bueno, James -dije-, robaste la chaqueta de novia de Marilyn Monroe del armario de los Gaskell. ¿Qué te parece eso?

Alguien llamó a la puerta de la entrada con tres ligeros golpes, como si estuviesen comprobando la calidad de la madera para asegurarse de que no estaba podrida. Miré a James. George Sanders se colocó un monóculo, que cuando se movía emitía destellos.

– Hay alguien en la puerta -dije.

Era un agente de policía, con una sonrisa de disculpa y el Post-Gazette plegado en la mano. Era un chaval joven, no mucho mayor que James Leer, y al igual que éste, era alto y pálido, con una prominente nuez en continuo movimiento. Sus mejillas eran una confusa mezcla de pequeños cortes y pelos que se había dejado al afeitarse, y llevaba una loción para después del afeitado dulzona, de deportista universitario. La gorra le iba grande. Y actuaba de la manera típica en los agentes jóvenes, sacando pecho y hablando demasiado rápido, como si soltase de carrerilla un discursito memorizado de algún ejemplo de un manual de entrenamiento ante un instructor en el papel de civil, en el umbral de una casa de cartón piedra. En su chapa se leía su nombre: PUPC1K. No le invité a pasar.

– Siento molestarle, profesor Tripp -dijo-. Estoy investigando un robo que hubo anoche en la residencia de los Gaskell, y quisiera hacerle un par de preguntas.

– Por supuesto -dije, y me planté en medio de la puerta para bloquear la entrada-. ¿Qué se le ofrece?

– Anoche hubo un robo en casa de los Gaskell.

– Ajá.

– Son amigos suyos.

– Buenos amigos -le confirmé.

– Bueno, pues tengo entendido que hubo una especie de fiesta en su casa ayer noche. Y que usted fue uno de los últimos en marcharse.

– Creo que sí.

– Vale, muy bien. -El agente Pupcik parecía satisfecho de sí mismo. Las cosas empezaban a encajar-. ¿Y vio algo sospechoso? ¿Alguien merodeando, alguna cosa que le llamase la atención?

– Creo que no. -Miré hacia el cielo y me mordisqueé el labio. Quería evidenciar ante mi interlocutor que estaba meditando-. Definitivamente, no.

El agente Pupcik frunció el entrecejo, decepcionado.

– ¡Oh! -musitó.

– ¿Qué se han llevado?

– ¿Qué…? Oh, alguna pieza de la colección del doctor Gaskell.

– ¡Oh, no!

– Sí. ¡Maldita sea! -exclamó, saliéndose del guión-. Ese hombre tiene un material de primera. -Me mostré de acuerdo con él-. Quienquiera que lo hiciese sabía la combinación. -Se encogió de hombros-. Y, además, el perro ha desaparecido.

– Es realmente extraño.

– Sí que lo es. Pensamos que debió de dejarle salir de la casa. El ladrón, quiero decir. Es ciego y creemos que debe de haber vagado por las calles y tal vez lo haya atropellado un coche.

– ¿Al ladrón?

– No, al perro.

– Estaba bromeando -le aclaré.

Asintió, ladeó la cabeza y me lanzó una penetrante mirada de defensor del orden, como percatándose de que había estado aplicando conmigo la lección equivocada. Yo formaba parte del capítulo «Cómo tratar a los gilipollas».

– Bueno -dije-. Espero que los encuentren. A ambos. Buena suerte.

– Bien, gracias. -El agente Pupcik simuló una sonrisa-. Eso es todo. No le molesto más.

– Si me viene algo a la cabeza…

– Sí, exacto. Si recuerda algo, llámenos. A este número. -Metió la mano en el bolsillo de su camisa y me tendió una tarjeta. Empezó a volverse, pero se detuvo y me miró de nuevo-. Oh, por cierto, ese chico, Leer, James Leer.

– Es uno de mis alumnos.

– Eso tenía entendido. ¿No sabrá usted por casualidad cómo podría ponerme en contacto con él?

– Creo que vive con su tía, en Mount Lebanon -le expliqué-. Debo de tener su número de teléfono en mi despacho del campus. Si lo necesita…

Me miró atentamente durante unos segundos, tirando del lóbulo de su oreja derecha como intentando escuchar de nuevo todo lo que acababa de decirle.

– No hace falta -dijo por fin-. Puedo esperar hasta el lunes.

– Como usted diga.

Bajó por las escaleras del porche y se encaminó hacia su automóvil.

– Bonito coche -dijo señalando el Galaxie aparcado en el camino. En su rostro apareció una extraña mueca, como de dolor, al mirar en esa dirección, y acto seguido meneó su enorme y angulosa cabeza-. Pobrecillo.

No tenía ni idea de qué estaba hablando. Era como si acabara de descubrir el cadáver de Doctor Dee en el maletero atravesando la plancha de acero con la mirada.

– Ajá -dije, y cerré la puerta-. Lo que usted diga.

Volví a la sala y observé a James. De pronto, se escuchó la música de un acordeón, procedente de la otra punta de la casa, y, acto seguido, una serie de ruidos, toses y reniegos de Crabtree en busca de su primer cigarrillo matutino. Súbitamente me vino a la cabeza la imagen de Irv Warshaw junto al teléfono en el recibidor de su casa de campo, pasando revista desesperadamente a todas las prestaciones de su reloj, y sentí un intenso anhelo de abrazarlo, aplastar su áspera mejilla contra la mía, sentarme y compartir con él, con Emily y con los demás miembros de la familia Warshaw el pan de la aflicción. Ni ellos eran mi familia ni aquélla era mi fiesta, pero era huérfano y ateo, y me conformaba con cualquier cosa que se me ofreciera.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó James.

Volvió a sonar el absurdo timbrazo del teléfono. Me acerqué lentamente, cojeando, y lo descolgué.

– Soy yo -dijo Sara-. ¡Oh, Grady, me alegro de encontrarte! De repente, todo son desgracias.

– ¿Puedes esperar un momento, cariño? -le pedí. Colgué, fui a mi estudio y apagué el televisor.

– ¿Qué te parece si nos largamos? -le propuse a James Leer.


Le presté una camisa de franela y unos tejanos, y me puse mis viejas camperas. Saqué mi chaleco de pesca del fondo del armario; en uno de sus nueve bolsillos había un poco de hierba que me fumé con gran satisfacción. Después metí en una bolsa de tela de la compra un termo lleno de café, una botella de Coca-Cola, un paquete de pasas, cuatro huevos duros, un plátano y media pizza pepperoni envuelta en papel de aluminio que encontré al fondo del frigorífico. Decidí meter también un paquete de salchichas de frankfurt, supongo que por si nuestra expedición incluía algún fuego de campamento, un bote de pimientos picantes y una banderilla envuelta en papel parafinado que le debía de haber sobrado a Emily de alguna bolsa de comida preparada. Metí en los bolsillos del chaleco varios bolígrafos, papel de liar, un encendedor, un cuaderno de papel pautado, una navaja del ejército suizo, mapas de Idaho y de México del Automóvil Club y otros objetos potencialmente útiles que encontré en el cajón junto al teléfono de la cocina. Y del armario del vestíbulo tomé una vieja manta india y una linterna. Volvía a estar sumergido en el familiar estado producido por la marihuana, a medio camino entre la felicidad absoluta y el miedo cerval, y el corazón me latía con fuerza. Tenía la impresión de que James y yo partíamos a la pesca del salmón en algún centelleante río de Idaho, o de que nos largábamos a Tampico con la poli en los talones.

– Hasta luego -dije al abandonar mi desordenada casa en manos de los espíritus que la habitaban.

Prácticamente no había dejado de llover desde febrero, pero el día del erev pesach brillaba por fin el sol. El cielo era de un azul tan intenso, que sentía que repiqueteaba en mis oídos como una campana. Del césped y de los largos macizos de flores, todavía tristones, que rodeaban el camino de acceso emergía un ligero vapor. Las camelias lucían abultados capullos rosas, perlados de gotas de lluvia. Me pareció percibir un temprano indicio de ese agridulce olor a gas que invade Pittsburgh en verano, un olor a un tiempo industrial y primitivo, mezcla de agua de río y dióxido de sulfuro, de neumático quemado y piel de zorro. Palpé la navaja del ejército suizo que llevaba en el bolsillo y contemplé la mañana con un temblor de entusiasmo, producto de la cafeína, que me recorrió la espina dorsal y me llegó hasta la punta de los dedos. Bajamos por el camino de acceso y al llegar junto a mi coche descubrí una especie de cráter en el capó, un desmesurado asterisco formado por pliegues y arrugas. ¡Pobrecillo!

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó James, y pasó el dedo por el irregular reborde de la abolladura. Una larga escama de pintura desprendida se le enredó en el dedo como si de un pedazo de cinta verde se tratase-. ¡Oh, vaya!

– ¡Mierda! -dije-. ¡No me lo puedo creer!

Lo había olvidado por completo. Cerré los ojos. Apareció una sombra danzando en el haz de luz moteado por la lluvia, dio un brinco y se precipitó hacia el parabrisas. Se oyó un rumor sordo, como de timbales.

– Aterrizó de culo -dijo James.

– Exacto -le confirmé-. ¿Cómo lo sabes?

James Leer me miró y volvió a contemplar el capó del Galaxie.

– La abolladura tiene forma de culo -dijo, se encogió de hombros y metió su mochila en el coche.

Al hacer marcha atrás, faltó poco para que me cargase definitivamente el Galaxie de Happy Blackmore. Al salir de casa me había percatado de la presencia de una furgoneta de reparto blanca que avanzaba lentamente por la calle Denniston mientras su conductor iba comprobando la numeración de las casas, pero no me molesté en volver a mirar antes de descender hacia la calle al menos a treinta por hora; al hacer marcha atrás debía apretar el acelerador, porque si no el coche tenía tendencia a calarse. En el último segundo vi en el retrovisor una mancha blanca, el dibujo de un par de boxeadores y el letrero. Pisé el freno. El conductor de la camioneta frenó en seco y después arrancó bruscamente.

– ¡Dios mío! -dije-. El día empieza bien.

– ¿Por qué no bajas la capota? -sugirió James-. Quizá verías mejor.

Ruborizado, seguí su consejo.

– Siempre me olvido de que se puede bajar -me excusé.

Al salir de la ciudad paramos en el supermercado Giant Eagle, en Murray, y James, después de husmear entre mis provisiones, compró un par de litros de zumo de naranja, un paquete de donuts con azúcar candi y un ejemplar del Entertainment Weekly que incluía un artículo sobre la familia Fonda y cuya portada ocupaba una gran fotografía del apuesto Henry en una escena de una película que James identificó sin pestañear como Corazones indomables.

– Era un dios -sentenció con solemnidad mientras me mostraba la revista.

– No estaba mal -dije.

En la sección de floristería compré una docena de rosas y, con sumo cuidado, envolví los tallos en toallitas de papel humedecidas que tomé de los lavabos para que no se marchitasen durante el viaje. En la pared del lavabo de caballeros había una máquina expendedora de condones; eché cincuenta centavos y elegí un modelo llamado Luv-O-Pus que prometía envolver a mi pareja en ondulantes tentáculos de placer. Al llegar a la caja tuvimos que hacer una larga cola, y, para pasar el rato, se me ocurrió enseñarle a James el Luv-O-Pus, pero finalmente decidí no hacerlo; temí que un artículo de esa clase pudiera asustarlo. Mientras esperábamos para pagar, se bebió toda la botella de zumo de naranja. Al tragar, su ostentosa nuez subía y bajaba rítmicamente.

– Estaba sediento -dijo después de secarse la boca con el dorso de la mano-. No sé lo que me pasa.

– ¡Joder, James, que tienes resaca! -le expliqué, riendo.

Reflexionó un instante y asintió.

– Te hace sentirte triste -comentó.

Mientras enfilábamos la calle Bigelow mantuve la vista apartada del arruinado capó del coche y traté de evitar pensar en los daños y en lo que éstos parecían expresar acerca del modo como conducía mi vida. Llevábamos la capota bajada y escuchaba el siseo de las ruedas sobre el asfalto, el golpeteo del viento contra el parabrisas y la música de Stan Getz que surgía débilmente de los altavoces y se perdía en el aire detrás de nosotros como una hilera de nacaradas pompas de jabón. Ante mí tenía el inamovible contorno de un culo, a modo de distintivo.

– Pensaba que íbamos a hablar con la rectora -dijo James, sin mucho entusiasmo, mientras nos alejábamos cada vez más de Point Breeze.

– A eso íbamos, en efecto -dije.

Eché un vistazo a las flores que había dejado sobre el asiento. Un gesto galante, pensé, era el primer recurso de quien se sabe culpable. ¿Qué me hacía pensar que Emily se alegraría de ver mi ojerosa cara y mi ramo de inodoras rosas de supermercado? En cualquier caso, ante el recordatorio de James, el tropel de sentimientos de culpabilidad que dan vueltas perpetuamente en el pecho de todo porrata se posaron de pronto sobre el tejado de la casa de Sara. ¿Estaba realmente colado por ella? ¿Iba a marcharme de la ciudad con el cadáver de su perro en el maletero?

– Bueno, sí, ¿sabes?, quizá no sea la mejor idea, James. Tal vez deberíamos dar media vuelta.

James no dijo nada. Estaba apoyado contra la portezuela, envuelto en su mugriento abrigo, con las rodillas levantadas, los hombros encogidos y dos litros de zumo de naranja moviéndose en sus tripas. Agarraba un todavía intacto donut cubierto de azúcar candi como si se tratase del único lastre que lo mantenía clavado al asiento del coche y al globo terráqueo que había a nuestros pies. Estaba hecho un desastre. Cada vez que pasábamos por un bache la cabeza se le movía como la aguja de un sensor. Yo seguía bajando por Bigelow, pero iba reduciendo la velocidad a medida que nos aproximábamos a la carretera, pensando alternativamente en Sara y en Emily y sus padres, hasta que llegué a un punto de indecisión absoluta o colapso, y me encontré ante un semáforo en rojo.

– ¡Míralos! -dijo James-. ¡Parecen clonados!

Los miembros de una joven y agraciada familia cruzaban la calle por delante del coche: unos esbeltos y rubios padres con ropa caqui y a cuadros, rodeados de un disciplinado séquito de guapos y rubios hijos clónicos. Dos de los niños llevaban relucientes bolsas con peces de colores. El sol iluminaba las puntas de sus lacios cabellos. Iban todos cogidos de las manos. Parecían un anuncio de alguna marca de laxante suave o de los adventistas del séptimo día. La madre llevaba en brazos un bebé rubito y el padre fumaba una pipa de brezo. Al pasar ante nosotros, todos echaron un vistazo al cráter del capó y después nos miraron a James y a mí con infinita lástima.

– El semáforo está verde -dijo James.

Yo estaba contemplando al bebé. Tenía la cara aplastada contra el seno izquierdo de su madre y agitaba las manos con un gesto grandilocuente. Doblaba y estiraba los deditos de una manera extraña, como si se tratase de los expresivos dedos de un bodhisattva de piedra. Por un instante me pareció sentir su peso en forma de un dolor en la cara interior de mi codo.

– Ya podemos seguir, profesor.

El tipo del coche que teníamos detrás empezó a dar bocinazos. Cuando la familia subió a la acera, antes de que desapareciera de nuestra vista, vislumbré el rostro del bebé por encima del hombro de su madre. Tenía una sonrisa extrañamente perversa -como si se le hubiera paralizado el músculo de la mejilla- y un pequeño parche negro en el ojo izquierdo. Eso me gustó. Me pregunté cómo reaccionaría si tuviese un bebé con aire de pirata.

– ¿Profesor?

Di media vuelta en el cruce y fuimos de nuevo en dirección a Point Breeze.


Al llegar a casa de los Gaskell eché un vistazo a James. El viento le había tirado el engominado cabello hacia atrás y el flequillo hacia arriba, lo cual le daba un aire de personaje de dibujos animados que acaba de recibir una noticia impactante. Vi que pestañeaba. El donut le resbaló de los dedos. Su sorprendida cabeza se inclinó hacia atrás y quedó apoyada entre el reposacabezas y la ventanilla. Pensé que simulaba haber quedado inconsciente para evitar tener que dar la cara ante la rectora Gaskell, pero no podía afearle su actitud. Después de todo, le había prometido -aunque tenía mis dudas acerca de que me hubiese creído- que me encargaría de todo.

– Muy bien -le dije mientras salía del coche-. Espera aquí.

No hubo respuesta cuando golpeé con los nudillos en la puerta principal, así que probé a girar la manija. Estaba abierta.

– ¿Sara? -Entré-. ¿Walter?

En la cocina había café caliente. Encima de la mesa vi el bolso de Sara, un paquete de Merits y una edición de bolsillo de una de las novelas de Q., abierta, encima de un encendedor Bic rosa. Sara estaba en casa, estupendo. Volví al recibidor y subí por las escaleras.

– ¿Sara? ¡Soy Grady! ¿Hola?

Temiendo que en cualquier momento un enfurecido Walter Gaskell saliese de algún rincón oscuro y saltase sobre mí balanceando uno de los viejos bates de béisbol del gran Joe DiMaggio, asomé la cabeza en el estudio de Sara, en el cuarto de invitados y en las restantes habitaciones del piso superior, y finalmente fui hasta la puerta del dormitorio principal, en el que hacía muy poco había hecho una imprudente incursión que desaconsejaba volver a visitarlo tan pronto. La puerta estaba entreabierta y, un poco asustado, le di un suave puntapié. Se abrió con un delator crujido.

– ¿Sara?

La cama estaba enterrada bajo un manto de nieve virgen formado por la colcha de plumón y las sábanas. En la mesilla de noche un reloj hacía tictac. Sobre la alfombra había dos pares de zapatillas alineadas, unas a cuadros, las otras azul lavanda. La puerta forrada de corcho del armario mágico de Walter, abierta de par en par, mostraba que estaba completamente vacío; sin duda, la colección había sido trasladada a un lugar más seguro. Evitando mirar hacia el lugar donde Doctor Dee se había encontrado con su destino, contuve la respiración y con un pequeño salto, como si estuviese pasando por encima del cadáver de un husky, entré en el dormitorio. Un par de amplios ventanales daban al camino de acceso a la casa, y desde allí podía ver a James Leer en el Galaxie, con la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Parecía realmente dormido. Atravesé la habitación y fui hasta las ventanas de la pared opuesta para echar un vistazo al jardín trasero, al pequeño huerto de Sara, situado detrás de los semienterrados raíles del trenecito, sobre los cuales la noche pasada James había aplastado el cañón de la pistola contra su sien, y, todavía más lejos, al hermoso invernadero importado de Francia hacia tres años. Al cabo de un rato distinguí una sombra que se agachaba y se reincorporaba detrás de los empañados paneles de cristal.

Al salir del dormitorio, aguanté la respiración y eché un vistazo a la alfombra junto a la puerta. Había un pequeño agujero redondo con el borde quemado, como si alguien hubiese tirado una colilla, y, a su alrededor, varias manchas parduscas semejantes a gotas de salsa sobre una camisa. Parte del agujero y, sin duda, varias de las manchas de salsa habían sido recortados de la alfombra beréber dejando a la vista un triángulo isósceles del suelo verde claro que había debajo. Toqué una de las oscuras manchas con la puntera del zapato y bajé al jardín para saludar a Sara y adelantarle lo que el técnico del laboratorio de la policía le iba a decir.

El huerto de Sara era bastante pequeño, de unos diez por cinco metros, aproximadamente, y estaba rodeado por una valla baja de estacas blancas y tela metálica. Había ocho o nueve cuadros repletos de un rico humus negro, separados por irregulares hileras de ladrillos semihundidos en la tierra. Entre los cuadros había caminitos empedrados con ladrillos dispuestos en forma de espiga sobre un lecho de grava fina. Un tío de Sara, uno de los hermanos de su padre, había recogido los ladrillos tras la demolición de Forbes Field. Los cuadros se habían desbrozado y arado en otoño. Las parras que crecían junto a las altas espalderas tenían un aspecto raquítico, los aspersores estaban protegidos con plástico para evitar que se helasen y los rosales que crecían a ambos lados del caminito central habían sido podados a conciencia. Del manzano todavía colgaban unas pocas manzanas secas, y me pareció ver en una esquina los restos ennegrecidos de una calabaza. Aunque sabía que Sara ya había plantado varias cosas aquella primavera, el huerto tenía un aspecto vacío y muerto.

Avancé por el caminito de ladrillos hacia el invernadero, tragando saliva, aclarándome la garganta y con el corazón palpitándome con fuerza contra el esternón. Tenía la certeza de que cuando saliese del invernadero, después de decirle a Sara lo que había ido a contarle, no volvería a poner los pies allí. El invernadero era un pequeño palacio de cristal, de cinco o seis metros de altura y moteado de rocío. Tenía forma de cruz griega y en el centro se alzaba un tejado en punta, a cuatro aguas, como la aguja de un campanario de cristal. El armazón era de metal y madera, pintado de verde oscuro. Las cristaleras estaban empañadas, pero podía distinguir una docena de sombras verdosas en el interior.

Golpeé suavemente la puerta, que vibró.

– ¿Sara? Soy Grady.

Le oí decir algo que al cabo de unos instantes identifiqué como una lacónica invitación a entrar.

Así lo hice, acompañado por una corriente de aire frío, como si el invernadero me aspirase. El suelo era de grava, que crujía y retumbaba hasta el alto techo de cristal a cada paso que daba. El ambiente era tan cálido que enseguida empecé a sudar, y estaba tan cargado de olores que resultaba casi hediondo. Distinguí los de la tierra abonada, las fresias, la albahaca, el agua de lluvia, la madera podrida, las mangueras, el musgo e incluso cierto tufillo a cloro semejante al de las piscinas cubiertas. Un millar de plantas se extendían por las cuatro secciones del invernadero, colocadas sobre tarimas bajas, en ordenadas hileras que combinaban las más diversas variedades, desde cactos y diminutas rosas en macetas hasta cajas llenas de minúsculas semillas o enormes gardenias en una urna mexicana. Al fondo había varias luces de neón que lanzaban su amplio espectro de rayos sobre diversas macetas con zinnias, alisos, flox y un cajón con una planta de guisantes de olor que Sara había colocado de forma que trepase por los parteluces de una puertaventana sin cristales rescatada de algún contenedor de basuras. En el centro del invernadero había una palmera de unos dos metros de alto plantada en una maceta de terracota del tamaño de un Volkswagen Escarabajo y junto a ella un deteriorado sofá púrpura coronado por un racimo de uvas esculpido en el respaldo.

– ¡No me puedo creer que colgaras y me dejaras con la palabra en la boca, cabrón!

Sara se acercó desde la zona de los cactos, con aspecto de no estar totalmente descontenta de verme. Llevaba unas botas de jardinero enormes, negras como estufas de carbón, desgastadas y sucias, con puntera reforzada, ideales para dar buenas patadas en el culo, y un viejo sobretodo de cuero raído, de una tonalidad indeterminada, entre el verde oliva y el ante. Estaba arrugado, estropeado y lleno de manchas de barro; tenía las presillas para el cinturón, pero de éste no había ni rastro, y el cuello de piel parecía cariñosamente mordisqueado por un perro. Sara lo había heredado de su padre. De uno de los bolsillos asomaba un grueso libro en rústica, supongo que por si de repente sentía ganas de leer. Bajo el sobretodo llevaba un mono azul. Recogía su cabello con un pañuelo a cuadros negros y verdes, y mientras se me acercaba se quitó unos guantes de tela.

– Oh, vaya -dije-. Te has quitado los guantes.

– Te odio -dijo, y me rodeó con sus brazos.

– Y yo a ti.

Permanecimos abrazados un rato, escuchando el cansino zumbido de los ventiladores, el tictac de los calefactores y la incesante respiración de las plantas.

– ¿Y Walter? -pregunté.

– Está allí -respondió, e hizo un vago gesto con la cabeza en dirección al campus-. Pero tiene la moral por los suelos. Ayer noche entraron a robarnos, Grady. Se llevaron su chaqueta, la de Marilyn. Y Dee ha desaparecido.

– Eso he oído.

Dio un paso atrás.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Oh. -Bajé las manos y las mantuve pegadas a los muslos, vacías y fláccidas-. Esta mañana me ha hecho una visita un agente de policía.

– ¿Confesaste?

Forcé una carcajada.

– En efecto -dije-. Por eso he venido a verte.

– ¿Para confesar? -Me arreó un moderado golpe en pleno estómago y se sentó en el sofá púrpura. Me dejé caer pesadamente junto a ella-. Grady, chico malo. -Me abofeteó suavemente en ambas mejillas con los guantes. Chico malo. Grady-. Tus huellas dactilares han aparecido por todas partes.

– ¿Sí? -Se me hizo un nudo en la garganta-. Se han dado prisa.

– Estoy bromeando. ¡Eh!, es una broma.

– Ah -dije.

– ¿No crees que estoy bromeando, Grady?

– Sí, por supuesto.

– ¿Adónde se supone que vas? -me preguntó, tras repasarme de arriba abajo-. Parece que vayas de camping.

– Voy a Kinship.

– ¿A Kinship? ¿A ver a Emily? -Metió la mano en el bolsillo del pecho de su mono para buscar un cigarrillo, pero la sacó vacía y la bajó hasta el regazo. Se había prohibido fumar en el invernadero-. ¿Por qué? ¿Te ha llamado?

– Su padre.

– Su padre.

– Me ha invitado a su seder. Hoy es la primera noche de la pascua judía.

– En efecto. Ya veo.

– Sara.

– Está bien. No, de verdad, es un bonito detalle. Debes ir.

– Cariño…

– No, hablo en serio. Son tu familia. Son como una familia para ti. Me lo has comentado muchas veces.

– No se trata de eso -dije-. Quiero decir que no… uh… todavía no he decidido nada. No voy allí para… ya sabes, reconciliarme con Emily.

– ¿No?

– No.

– ¿Vas allí para no reconciliarte con ella?

– Bueno…, sí, más o menos. No lo sé.

– Pues me gustaría que te aclarases, Grady.

– Lo sé.

– Ahora. Quiero que tomes una decisión. -Volvió a rebuscar de nuevo en el vacío bolsillo del pecho-. Lo siento, no pretendo presionarte, pero necesito saberlo. Si vas a pasar unos días con Emily y su familia, cosa que creo que deberías hacer y que me parece una decisión loable, quiero saberlo. Si tienes planeado ir a Kinship y contarle a Emily lo nuestro y lo del bebé, también quiero saberlo. Y si tienes planeado dejar a Emily por mí, aunque es evidente que no puedo aconsejarte que tomes esa decisión, porque puedes imaginarte todas las complicaciones que va a suponer para mí en último término, también quiero saberlo.

– Sí -dije.

– ¿Sí, qué? -preguntó Sara.

Me humedecí los labios y dije:

– Quiero seguir contigo.

No estaba nada seguro de que fuera realmente eso lo que quería ni de las consecuencias de semejante decisión, pero como acto seguido pretendía explicarle una historia sobre una matanza canina, un robo con abuso de confianza y el contenido del maletero de mi coche, pensé que era la mejor manera de empezar con buen pie.

– Sara…

– ¡Oh, Grady! -me interrumpió, y me besó. Caímos de lado y quedamos tumbados en el sofá púrpura. Me abrazó con fuerza-. Empecé a plantar el jardín en la misma época en que me enamoré de ti -comentó con voz cantarina, casi infantil, echada junto a mí-. Fue en abril. Aquí no había nada, sólo tierra sin cultivar y hierba seca. Y me encontraba en una situación similar. Hasta que un día vine al jardín a buscar una flor o alguna otra cosa para acompañar una nota que te quería hacer llegar.

Hizo una pausa, y me percaté de que esperaba que recordase algo. Me dio un impaciente golpecito en el hombro.

– ¡Sólo había plantas de azafrán! -recordé.

– Salí al jardín y había azafrán por todas partes. Todavía no sé de dónde salió o quién lo plantó. Te pedí que me acompañases con el coche a esa tienda de alquiler de material de jardinería en South Side. Fue nuestra segunda cita.

– Era el primer día de la temporada de béisbol.

– Te encantó que me dedicase al jardín porque te dejé escuchar el partido. Alquilé el motocultor y aré todo el jardín. Y después me trajeron el estiércol de caballo. La tierra humeó durante una semana. Después coloqué la valla, preparé los cuadros y planté espinacas, brócoli y judías.

– Lo recuerdo -dije.

– ¿Vas a hablarle a Emily de nosotros? -dijo con la misma voz soñadora. Me cogió la mano derecha y la colocó sobre la suave colina de su vientre-. ¿De esto?

Estaba tendido junto a ella, contemplando la maraña de hierros entretejidos del techo. Me di cuenta de que Sara se había ido aproximando cada vez más a la estruendosa y brumosa catarata de la maternidad, sintiéndose sola y a la deriva en una frágil canoa, pero que ahora estaba segura de que me encontraba justo detrás de ella, en la popa, remando como un loco. Traté de aclarar mis sentimientos al respecto, una actividad no muy diferente de buscar una rata muerta en los recovecos bajo el suelo de una casa. Me horrorizó descubrir, tras cinco años de exposición a los inestables isótopos de mi amor, la cantidad de esperanzas que Sara Gaskell seguía depositando en mí, la cantidad de fe que yo todavía podía hacer añicos. ¿Cómo decirle las cosas terribles que le tenía que decir? Tu perro está muerto. Tienes que abortar.

– Se lo comentaré a Emily -dije. Y unos instantes después aparté la mano de su vientre, la besé en la mejilla y me puse en pie de un salto-. Será mejor que me marche. He dejado a James Leer en el coche.

– ¿James Leer? ¿Y se puede saber qué hace en el coche? ¿Le pasa algo?

– Está perfectamente -respondí-. Está durmiendo una mona de campeonato, eso es todo. Le he dicho que tardaría sólo unos minutos. No sabía que…

– ¿Lo vas a llevar contigo? ¿A Kinship?

– En efecto -admití-. Me parece que no le interesa demasiado el festival literario, y creo que voy a agradecer su compañía.

– Sobre todo a la vuelta, ¿no? -dijo Sara.

– Sí, exacto -respondí.

Le di un beso de despedida y dejé que la corriente de aire me expulsara del invernadero.

Cuando llegué al coche, James entreabrió parsimoniosamente un ojo y me miró, como temeroso de exponer algo más que aquella húmeda ranura inyectada en sangre a los peligros de la vigilia.

– ¿Y bien? -musitó cuando subí al coche-. ¿Se lo has dicho?

– ¿Decirle qué? -pregunté.

James asintió y volvió a bajar el párpado. Me apoyé contra el respaldo del asiento y ajusté el retrovisor exterior, que al principio se resistió y de pronto se desprendió por completo. Lo lancé al asiento trasero, junto a las rosas. Encendí el machacado motor del Galaxie, metí la marcha atrás y salimos disparados hacia la calle, reculando sin poder mirar por el retrovisor, a sesenta por hora.


Tenía intención de dejar dormir a James durante todo el viaje hasta Kinship si lo necesitaba para recuperarse, pero a los diez minutos de salir de Pittsburgh pasé sin proponérmelo sobre un profundo bache, y la consiguiente sacudida hizo que soltase un grito sofocado, se incorporase en el asiento y mirase a su alrededor.

– Lo siento -dijo, con unos ojos como platos. Parecía muy sincero, como suele serlo la gente antes de despertarse del todo.

– No pasa nada -respondí-. Eh, todavía tienes un donut en el regazo.

Lo miró y asintió.

– ¿Dónde estamos? ¿Cuánto rato llevo dormido?

– No mucho. Todavía estamos en las afueras.

Inexplicablemente, la respuesta pareció preocuparle. Miró por su ventanilla y después por la mía los bosquecillos cuidados con esmero, las altas vallas, las chimeneas seudoinglesas que asomaban entre los árboles. Después estiró el cuello y miró hacia atrás. Me pregunté si no seguiría dormido y soñando. Pero de pronto pareció despertarse definitivamente y se puso a llevar el ritmo de la música de la radio con el pie y con las puntas de los dedos sobre el salpicadero. Ajustó el retrovisor exterior de su lado, jugueteó nerviosamente con el tirador de la portezuela, subió la ventanilla y la volvió a bajar. Cogió el donut de su regazo y se lo llevó a los labios, pero no lo mordió y lo volvió a depositar sobre el círculo blanquecino que le había dejado en el abrigo. Por lo que había visto hasta el momento, James Leer no era una persona nerviosa, así que supuse que, simplemente, trataba de no pensar en que se encontraba mal.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté.

– Sí, perfectamente. -Pareció sobresaltarse, como si le hubiese pillado dándole vueltas a pensamientos impuros-. ¿Por qué lo preguntas?

– Pareces un poco nervioso -dije.

– No -contestó, y negó con la cabeza con un aire de inocencia que hacía que pareciese absurdo acusarlo de nerviosismo, ahora o en cualquier otro momento de su vida. Cogió de nuevo el dónut, lo contempló unos instantes y lo volvió a dejar-. Me siento magníficamente bien. Me siento, no sé… Normal.

– Me alegra oírlo -dije.

Me pregunté si lo que ocurría no sería que empezaba a aclararse, a caer en la cuenta de que después de haber participado la noche pasada en actividades tan diversas como ser arrastrado fuera de un auditorio atestado en pleno ataque de risa tonta, cometer un robo de campanillas y ser masturbado en un lugar público, ahora iba a pasar la pascua nada menos que con la familia de la mujer recién separada de su disoluto profesor, a bordo de un abollado Ford Galaxie en cuyo maletero reposaba el cadáver de un perro al que se había cargado.

– ¿No quieres ir, James? -le pregunté con un tono más esperanzado de lo que pretendía-. ¿Prefieres que demos media vuelta?

– ¿Y tú?

– ¿Yo? ¡No! ¿Por qué iba a querer dar media vuelta?

– No lo sé -respondió, un poco sorprendido.

– Colega, esto ha sido idea mía, ¿lo recuerdas? No, eh, me hace mucha ilusión. De verdad. La pascua. Realmente. Las diez plagas. Comer perejil. En serio, me alegro de tener que ir.

– ¿Por qué tienes que ir?

– Ya sabes a qué me refiero -Uh -murmuró, dubitativo-. No, yo tampoco quiero dar media vuelta.

Volvió a retocar el retrovisor de su portezuela, moviéndolo hacia un lado, después hacia el otro, como si temiese que alguien pudiese estar siguiéndonos.

– ¿Ves algún coche de policía? -pregunté.

Me miró durante uno o dos segundos y decidió que estaba bromeando.

– Todavía no -respondió con voz débil.

– Escucha -dije-. No pasa nada. En casa de la rectora he perdido un poco los nervios, pero… uh, lo aclararemos todo cuando regresemos a la ciudad esta noche. Te lo prometo, ¿de acuerdo? En cualquier caso, los Warshaw son una familia interesante. Creo que te gustarán.

– De acuerdo -dijo, como si acabase de darle una orden. Parecía a punto de vomitar.

– Es por la cantidad de zumo de naranja que te has bebido. ¿Quieres que pare?

– No.

– Estamos en Sewickley Heights. Podemos buscar un bonito campo de golf para que eches las papas.

– ¡No!

Golpeó el salpicadero con ambas manos. La guantera se abrió y cayó una bolsita de marihuana. James la recogió y se dispuso a volver a guardarla, pero de pronto debió de sentirse ridículo o poco sofisticado, porque desistió y mantuvo la bolsita entre dos dedos, como un grueso porro liado con papel translúcido. Se había sonrojado, o al menos sus orejas y su nuca estaban rojas.

– Por favor -dijo-. Estoy bien. No pares.

– Eh, colega, si…

– Lo siento, profesor Tripp -se disculpó-. Es sólo que odio este jodido sitio.

Me sorprendió oírle soltar un taco. Esa clase de lenguaje nunca aparecía en sus escritos; de hecho, su ausencia resultaba casi artificial, sobre todo en los relatos más crudos y retorcidos, como si en el Hollywood en miniatura que era su alma se sintiese obligado a someter todas sus producciones a una especie de Código Hays interno.

– Sewickley -continuó-. Vaya pandilla de… no sé…, ricos…, ricos cabrones. -Se miró el regazo-. Me dan lástima.

– ¿Pretendes decirme que no te gustaría ser un rico cabrón? -le pregunté.

– No -respondió James, y depositó la bolsita sobre su muslo derecho; el izquierdo seguía ocupado por el donut-. Los ricos nunca son felices.

– ¿No?

– No -dijo James con gravedad-. Bueno, la gente que no tiene dónde caerse muerta tampoco es que sea demasiado feliz, por supuesto. Pero, en mi opinión, los ricos no lo son en absoluto.

– A menos que compren la felicidad -dije, pero, una vez más, quedé maravillado ante la frescura juvenil de James, aterrado y corroído por la envidia como un viejo lanzador de béisbol al que ya le falla el brazo al contemplar el feroz lanzamiento de una joven promesa que imprime un efecto insólito a la pelota y engaña al bateador-. Debo reconocer que tu teoría es francamente original. «Los ricos nunca son felices.» Creo que Ciudadano Kane habría resultado mucho más interesante si hubiese desarrollado este tema.

– Vale -dijo-. Mensaje captado.

– Eh, no mires, pero creo que le has gustado a una de esas ricachas cabronas de Sewickley Heights.

– ¿Qué?

Escondió la bolsita de marihuana bajo el muslo. Una mujer en un Miata verde se había puesto a la altura de mi coche. Era una rubia de buen ver, de la edad de James, con gafas de sol. Llevaba la capota bajada y el viento jugueteaba con su elegante melena rubia. Cuando nos adelantó, obsequió a James con una gran sonrisa y le saludó con la mano y la cabeza. James miró hacia otro lado.

– ¿Es amiga tuya? -le pregunté mientras contemplaba cómo la chica, antes de dejarnos atrás, descubría la marca del culo de Vernon Hardapple en mi capó.

– No la conozco -aseguró James-. Lo juro.

– Te creo -dije.

Durante un rato nadie abrió la boca. Al cabo, James rescató la bolsita de debajo de su muslo y la abrió. Acercó la nariz a la abertura e inhaló.

– Por el modo como huele, parece buen material -dijo dándoselas de experto.

– ¿Y tú cómo vas a saberlo? -le pregunté-. Pensaba que no fumabas hierba. Que no te gustaba perder el control de tus emociones.

Se sonrojó de nuevo, supuse que porque era consciente de que la noche anterior, si llega a perder un poco más el control de sus emociones, habría acabado correteando por la avenida Centre expeliendo fuego nuclear por los orificios nasales y tratando de destrozar a patadas los coches allí aparcados.

– Lo sé por mi padre -dijo al cabo de un rato-. Él sí que la fuma. Se la consigue su médico.

– ¿Su médico? -pregunté-. ¿Está enfermo?

Asintió y me explicó:

– Tiene… Mi padre tiene cáncer. De colon.

– ¡Dios mío, James! -dije-. ¡Joder, colega, lo siento!

– Sí, bueno. Y resulta que la quimioterapia lo deja hecho cisco. Demasiado débil para hacer nada. Demasiado débil incluso para dar un paseo. Su negocio empezó a ir mal. Los criaderos de truchas, ¿sabes? Se llenaron de moho y demás. -Meneó la cabeza, con un aire triste y vagamente disgustado, como si estuviese recogiendo la irisada capa de putrefacción de la superficie del agua de los viveros de su padre-. Bueno, en cualquier caso, su médico le ha prescrito… Ya sabes. -Agitó ligeramente la bolsita-. ¿Quieres que te líe un canuto? A mi padre se los lío yo.

– ¿Se los tienes que liar tú? ¿En serio? Pensaba que la droga suministrada por las autoridades sanitarias estaba ya perfectamente preparada. Como si fuera un cigarrillo de marca. Eso es lo que había oído.

– La de mi padre no -aseguró James frunciendo el ceño-. No. Viene suelta, en una bolsa como ésta.

Me encogí de hombros. Pasamos junto a unos establos en ruinas, en cuyo tejado todavía se veía un anuncio de Red Man, e inmediatamente después dejamos atrás la señal que anunciaba que faltaban 120 kilómetros para la salida de Kinship, Pensilvania. Se me encogió el corazón y algo oprimió mi interior, como si de un cinturón de seguridad interno se tratase.

– Bueno, entonces de acuerdo -dije-. Adelante, líame uno, si quieres. -Metí la mano en el bolsillo interior de mi chaleco y saqué un paquete de papel de liar-. Aquí tienes. Intenta que no vuele la hierba.

Abrió de nuevo la guantera y extendió sobre ella una hoja de papel de fumar, tomó unas hebras de la bolsita y las puso sobre el papel. Cerró la bolsa y la guardó bajo el muslo. Una ráfaga de viento hizo que el papel de fumar navegase por la superficie de la guantera.

– ¡Cuidado! -dije-. ¡Vigila, tío! Quiero que esta hierba me dure mucho tiempo. -Al alargar el brazo para atrapar el barquito de papel de fumar, solté un momento el volante y el coche se fue desviando hacia el arcén hasta que di un golpe de volante-. ¡Dios mío!

– Lo siento -se disculpó James mientras reunía los dispersos ingredientes del porro. Me miró y empezó a liar el canuto, tal cual estaba, como si se tratase de un regalo que estuviese envolviendo para mí.

– No, James, tienes que desmenuzarla un poco, si no, no va a tirar. -Le miré-. Si no he oído mal, has dicho que sabías liarlo.

– ¡Claro que sé! -aseguró con un aire tan ofendido que decidí dejarlo tranquilo.

Me encogí de hombros y fijé la vista al frente, en el serpenteante río negro que era la autopista de Pensilvania, por el que había navegado innumerables veces con Emily y que era, en muchos aspectos, la carretera de su vida. Pasar con el coche junto a aquellos pueblos de casas rojas, negruzcas y ocres, con sus embarrados campos de béisbol, plantaciones de cebollas, cafeterías y herrumbrosas vías férreas, marcaba para ella la sucesión de veranos y vacaciones, la época de estudiante, los cumpleaños en fines de semana, las fiestas de aniversario, las escapadas para evadirse de los altibajos y los fracasos de su vida amorosa en Pittsburgh. Como la mayoría de las mujeres a las que he conocido, Emily había sufrido en sus relaciones afectivas una verdadera acumulación de lo que los hombres gustan de llamar «mala suerte». Yo no era el primer traidor que la había perseguido por la carretera 79 con dudosas intenciones.

– Toma -me dijo James, y me tendió un no muy conseguido porro liado con las mejores intenciones-. ¿Qué te parece?

– Perfecto -dije con una sonrisa-. Gracias. -Le di mi encendedor y ambos nos percatamos de que me temblaban los dedos-. ¿Puedes encendérmelo, colega?

– De acuerdo -aceptó, dubitativo-. ¿Cómo…, cómo te sientes, profesor? Tú también pareces nervioso.

Se puso el canuto entre los labios, lo encendió y me lo pasó.

– Estoy bien -le aseguré. Di una larga y parsimoniosa calada y cuando exhalé el humo contemplé cómo lo arrastraba el viento-. Supongo que me pone un poco nervioso ir a visitar a mi mujer.

– ¿Está realmente cabreada contigo?

– Debería estarlo.

James asintió.

– Es guapa -dijo-. Vi su foto en tu estudio. ¿Qué es…, china?

– Coreana. Es adoptada. Sus padres adoptaron tres niños coreanos.

– ¿Y tienen alguno suyo?

– Tuvieron uno -dije-. Un hijo varón. Sam. Murió muy joven. De hecho, hoy es el aniversario de su fallecimiento. O fue ayer. No lo recuerdo exactamente, por lo del calendario lunar y todo eso. Encienden una pequeña vela durante veinticuatro horas.

James se quedó pensativo un rato y yo me fumé el porro toscamente liado. No había desenmarañado las hebras y continuamente chisporroteaban y me caía ceniza en la chaqueta. Pasamos por Zelienople, Ellwood City y Slippery Rock. El número de salidas de la autopista que me separaban de Emily iba disminuyendo y empecé a lamentar seriamente haber emprendido el viaje. Por mucho que me muriese de ganas de abrazar a los miembros de su ruidosa, sensiblera y confusa familia, no había razón para no pensar que la mayor muestra de delicadeza que podía tener para con Emily en aquellos momentos era dejarla en paz. Ya le había hecho mucho daño, e iba a ser peor cuando supiese que Sara estaba embarazada. Porque Emily y yo habíamos intentado tener un hijo durante un par de años. Ella se iba haciendo mayor, yo también, y en nuestro matrimonio había un pequeño agujero que todo lo devoraba. Cuando nuestros iniciales esfuerzos fracasaron, acudimos a médicos, termómetros y un obsesivo estudio del comportamiento mensual de los ovarios de Emily, pedimos cita en una clínica especializada, empezamos a plantearnos la adopción. Hasta que un día, de manera casi mágica, sin siquiera discutirlo, lo dejamos correr. Suspiré. Sentía los ojos de James escrutándome.

– ¿Crees que se alegrará de verte? -preguntó-. Me refiero a tu mujer.

– No -respondí-. Creo que no.

Asintió.

– La pascua judía -dijo al cabo de un rato-. Es cuando uno no puede comer pan, ¿verdad?

– Exactamente.

– ¿Y se pueden comer donuts?

– Supongo que tampoco.

Me tendió uno del paquete y él tomó el que hacía rato que reposaba sobre su regazo. El aroma del porro debía de haberle despertado el apetito. Dimos grandes mordiscos y masticamos en fraternal silencio. Al cabo de un rato, James se volvió hacia mí, con el labio superior cubierto de un azucarado bigote, y me dijo:

– Pues no parece que sea una fiesta muy divertida, la verdad.


Cinco kilómetros después de dejar la autopista interestatal, justo donde la vieja autopista estatal se cruza con la carretera de Youngstown, había un restaurante llamado Séneca, que tenía un tocado de plumas indio en cromo y neón como logotipo. Era mi punto de referencia para dar con el destrozado camino asfaltado que conducía a la granja de los Warshaw. Justo después del Séneca había que tomar el primer camino a la izquierda, atravesar el puente de acero que cruzaba un insignificante horcajo del río Wolf y pasar por la tienda, el surtidor de gasolina y la oficina de correos, que era lo único que quedaba de Kinship, Pensilvania. La escuela del pueblo era poco más que una pintoresca pila de madera, y el cuartel de bomberos voluntarios, abandonado desde hacía una década, fue pasto de las llamas hasta los mismísimos cimientos en 1977. Durante los últimos años hubo una especie de tienda de antigüedades en la planta baja del Odd Fellows' Hall, pero también había desaparecido. Todo se había ido deteriorando mucho en Kinship desde hacía unos cien años, cuando el núcleo de población original fue abandonado y sus utópicos moradores de sombreros negros se dispersaron en la gran expansión del sueño americano. La bienamada cabaña de Irving Warshaw era uno de los pocos edificios de los primeros tiempos que todavía seguía en pie, e Irene Warshaw se había pasado años tratando de conseguir que la declararan monumento nacional, aunque creíamos que no era porque le apasionase especialmente la historia de la comunidad de Kinship. No, Irene estaba convencida de que tenía que ser como mínimo delito federal que un anciano se pasase el día entero fumando cigarros El Producto, escuchando música de Webern y Karlheinz Stockhausen e inventando pintura magnética, sierras de agua y pistas de hockey sobre hielo de teflón para climas desérticos, en un edificio incluido en el Registro Nacional del Patrimonio Histórico.

Además de la cabaña, sólo el establo y el cobertizo junto al pequeño lago seguían en pie a finales de los cincuenta, cuando Irving Warshaw compró la parcela. Había tenido que construir el edificio principal desde cero, durante los fines de semana, días festivos y vacaciones veraniegas de los años de Kennedy y Johnson. Sobre los cimientos de una construcción anterior había levantado, con materiales que recogía en granjas abandonadas a lo largo de todo el condado de Mercer, una modesta casa de dos plantas cubierta de grisáceas placas de material aislante, con una chimenea de piedra sin tallar, un ecléctico surtido de ventanas emplomadas en la sala y el comedor, y un par de tragaluces en la buhardilla, que estaban colocados demasiado cerca y hacían que la casa pareciese bizca. El suelo no era liso, ninguna de las puertas encajaba del todo y, cuando soplaba el viento, la chimenea no tiraba bien y la casa se llenaba de humo. Pero Irv había hecho todo el trabajo prácticamente solo, con alguna ayuda de su ya fallecido hermano Harry y de un lugareño llamado Everett Tripp, un electricista-fontanero alcohólico que intentó toquetear a Emily cuando tenía ocho años y que muy bien hubiera podido ser primo lejano de quien lo narra, es decir, mío. Cuando sus hijos fueron suficientemente mayores para echarle una mano, Irv restauró el semiderruido establo, una enorme arca gris desfondada y volcada entre la alta hierba a unos cien metros de la casa, que un experto del estado de la Universidad Estatal de Pensilvania había datado como anterior a la guerra de Secesión.

– Nunca he estado en una auténtica granja -dijo James cuando, justo después de dejar atrás el Odd Fellows' Hall, giramos a la derecha y nos metimos por un camino bordeado de gruesos olmos, todavía sin hojas, que iba desde la carretera de Kinship hasta la casa. Los árboles habían sido plantados a intervalos regulares el siglo pasado por meticulosas manos utópicas, y gracias a la providencial orientación de los vientos se libraron durante muchos años de la plaga que afecta a los árboles de esa especie, aunque ahora había bastantes huecos en la doble hilera. El verano pasado había ayudado a Irv a talar dos árboles marchitos, y, por lo que se veía, unos cuantos más ya no habían rebrotado aquella primavera. Las imponentes hileras acabarían desapareciendo en pocos años.

– No te impresiones demasiado -le dije-. Si esto es una granja de verdad, yo soy un buen profesor de literatura.

– ¡Mira! -exclamó James sin hacer caso de mi consejo, y señaló un par de vacas lecheras que eran, junto con un irritable caballo castrado de pelaje claro, los únicos ocupantes actuales del restaurado establo-. ¡Vacas!

– ¿Es que no las hay en Carvel? -pregunté, impresionado por el ingenuo entusiasmo con que respondió a la dulce mirada de las vacas-. Pensaba que era un pueblo pequeño.

– No en todos los pueblos hay vacas.

– Eso es cierto -admití-. El animal de pelaje claro es un caballo.

– ¿Sí? -dijo James-. He oído hablar de ellos.

– Son un buen alimento -le expliqué.

Aparqué detrás del Bug de Emily, bajo la intermitente sombra de un castaño de Indias, y nos apeamos. El árbol debía de tener unos ochenta años, y ya le habían brotado las hojas; en pocas semanas estaría cubierto de flores blancas. En el jardín delantero del Hotel McClelland también había un castaño de Indias igual de alto, rebosante de ramas y de forma ovalada. Mientras bajaba del coche sentí un hormigueo en las mejillas, los oídos me zumbaban debido al viento y tenía el pelo echado hacia atrás, como la tiesa cabellera de cromo de las figuritas ornamentales de los capós de ciertos automóviles. El tobillo se me había quedado rígido durante el trayecto y resultó que a duras penas me podía mantener de pie.

– Echa un vistazo ahí -le dije a James, y señalé el prado que había detrás del majestuoso y viejo árbol. En él asomaba un irregular círculo de piedras blanqueadas que parecía un monumento megalítico. Bajo cada una de las piedras, le expliqué a James, reposaba el esqueleto de uno de los animales de compañía de la familia Warshaw, enterrados al modo egipcio junto con sus collarines de falsa pedrería, huesos de plástico o ratones de juguete. La mayoría de los nombres escritos en la piedra ya se habían borrado, pero todavía se podían leer las inscripciones sobre la última morada de Shlumper, Farfel y el gato Earmuffs. A un lado, apartada de las restantes, había una enorme y erosionada piedra molar. Señalaba la tumba de un perro schnauzer que le regalaron a Emily para consolarla tras la muerte de su hermano mayor, que se ahogó el verano en que ella cumplió nueve años. Emily insistió en llamar al perro igual que al muchacho, y, cuando el animal murió, su nombre, Sam, quedó escrito en la piedra, donde, aunque un poco borrado, continuaba siendo legible. Los huesos del otro Sam, el chico, yacían bajo una placa de bronce en el cementerio Beth Shalom, en North Hills, en la esquina entre la avenida Tristán y la calle Isolda.

– Yo de niño tenía peces -recordó James-. Pero cuando se morían, simplemente, los tirábamos al retrete.

– ¡Oh, mierda! -dije-. ¡Las flores para Emily!

Eché un vistazo al asiento trasero y descubrí que durante el viaje el viento había hecho volar hasta el último pétalo de las rosas. Debíamos de haber dejado un rastro de pétalos por toda la autopista desde Pittsburgh hasta Kinship. No era más que un ramo de seis dólares, apañado con un relleno de musgo y lilas, pero de todas formas su pérdida hizo que me sintiera desconcertado y, en cierto modo, desarmado.

– ¡Vaya! -exclamó James, que me miraba con una expresión a medio camino entre la lástima y la reprobación, la típica mirada que se le dedica a un borracho que al ponerse en pie comprueba que llevaba una hora sentado encima de su sombrero.

– Por aquí -le indiqué con un gesto vago. Lancé el arruinado ramo sobre la tumba de Sam-. Y no olvides tu mochila.

Fui cojeando hasta la puerta del lavadero e hice pasar a James. Nadie entraba por la puerta principal. Atravesamos el cálido y dulzón olor de la secadora y entramos en la cocina, rebosante de vapor. Descubrí una mueca de decepción en James. Supuse que esperaba encontrar una cocina rústica, con madera de pino, cacharros de cobre y cortinas de encaje en la ventana. Pero Irene la había reformado en plenos años setenta según el gusto de la época, y era una auténtica orgía de colores: dorados, verde aguacate y naranja oscuro; el acabado de los armarios era de formica de nogal, con recargados pomos dorados. Olía a mantequilla requemada y cebollitas caramelizadas, y se percibía también el intenso aroma, como de pólvora, de los cigarrillos canadienses de Emily. Pero no había ni rastro de ella. Irene y Marie, la esposa de Philly, estaban junto al horno, de espaldas a nosotros, echando bolas de matzoh [15] todavía crudo en una cacerola de hierro. Cuando entramos en la cocina, ambas se volvieron.

– ¡Sorpresa! -dije, y pensé que me sentiría fatal si Irene Warshaw no se alegraba de verme.

– ¡Hola, hola! -me dijo a modo de saludo mientras me tendía los brazos y meneaba la cabeza con un gesto de incredulidad. Irene no era alta, pero pesaba sus buenos veinte kilos más que yo, y cuando sacudía alguna de las partes de su cuerpo, las restantes tendían a sumarse al bamboleo. En el campo -y desde la jubilación de Irv, hacía cinco años, vivían prácticamente siempre en el campo- procuraba vestir siguiendo en lo posible los modelos de Monet en Giverny, y llevaba un ancho sombrero de paja y un guardapolvo de batista azul con mangas amplias y largo hasta las rodillas. Era rubia natural, de manos y pies delicados, y en sus fotografías de juventud aparecía una chica de ojos burlones y sonrisa trágica, dos adjetivos que el curso de su vida se encargaría de intercambiar.

La besé en la suave mejilla. Cerré los ojos y apretó con fuerza mi frente contra sus labios. Desprendía un olor amargo e intenso, mezcla de aceite de cocina, jabón de tocador y vitamina B, de la que se tomaba diariamente una dosis de quinientos miligramos.

– ¡Hola, cariño! -dijo-. Me alegro mucho de verte.

– Y a mí me alegra oírlo -dije.

– Estaba segura de que vendrías.

– ¿Cómo lo sabías?

– Lo sabía -respondió con un encogimiento de hombros.

– Irene, te presento a James Leer, un alumno mío. Es un escritor de mucho talento.

– ¡Qué maravilla! -dijo Irene, y alargó el brazo para tomar la pálida mano de James.

A principios de los años cuarenta, en el Carnegie Tech, Irene se había especializado en literatura inglesa, y, a pesar de su prolongado trato conmigo, seguía teniendo en alta estima a los escritores. Tenía un gusto literario más selectivo y refinado que Sara, y leía con mayor meticulosidad: releía, subrayaba frases, anotaba listas de personajes en las solapas y trazaba su árbol genealógico. De la pared de su estudio, sobre su escritorio, colgaba una severa fotografía de Lawrence Durrell, su escritor predilecto, con un suéter y rodeado de una espiral de humo de tabaco. Y en la cartera llevaba siempre un pedazo de un arrugado programa, rescatado de una papelera, en el que un aburrido John Updike había dibujado, durante la ceremonia de entrega de premios de un certamen poético, un incisivo cariado que le estaba matando. Hacía mucho tiempo que me beneficiaba de la buena consideración que mi trabajo le merecía a Irene.

– ¿Qué tal estás, James? ¿Eres escritor? ¿Y has venido a celebrar el seder con nosotros?

– Yo… creo que sí -respondió James, que trataba de esconderse en su mugriento abrigo negro. En el faldón se veía la mancha circular de azúcar-. Quiero decir que sí, si a ustedes les parece bien. Yo nunca…, uh, he…, ¿se dice celebrado?, uno antes.

– ¡Por supuesto que sí! ¡Por supuesto que sí!

Irene arrugó la cara y mostró su mejor sonrisa de abuelita, pero vi que sus ojos azules, con los que escrutaba a James, eran fríos como sólo pueden serlo los de una abuela. James Leer tenía esa palidez y ese aire desgarbado que para una mujer de la edad de Irene denotaban constitución enfermiza, onanismo, educación defectuosa o desequilibrio mental. Pensé que el haber crecido en una década en la que la gente se pirraba por los tonos verde aguacate, naranja oscuro y dorado podía haber afectado el cerebro de James.

– Ésta es Marie, mi nuera.

– ¿Qué tal, James? -le saludó Marie.

Nacida -eso me encantaba- durante una parada de emergencia para repostar carburante en la isla de Wake, pecosa, de caderas anchas, Marie, a diferencia de mi, se había convertido al judaísmo al casarse con un miembro de la familia Warshaw y, excepto por el hecho de no haber tenido hijos, se comportaba como una intachable nuera judía. En realidad, Marie era la mejor judía de la familia, mucho más practicante que su marido o los padres de éste. Los viernes por la noche se prendía un pañuelito en el cabello para encender las velas, horneaba galletas triangulares cuando tocaba hacerlo y se sabía de memoria el himno de Israel en hebreo. Como muchos hijos de militares, tenía un natural abierto e imperturbable, idóneo para convivir con la familia de su marido, en la cual no había dos personas de carácter o ADN similares y cuyos miembros no se parecían entre sí más que los diecisiete países en que había vivido Marie durante su infancia y adolescencia.

– Pareces cansado -me dijo, y me dio una palmadita en la mejilla.

– Trabajo mucho últimamente -le expliqué. Me pregunté qué sabría de lo ocurrido entre Emily y yo.

– ¿Cómo va el libro?

– Bien, muy bien. Lo tengo casi acabado. -Llevaba diciéndole lo mismo desde la época de su noviazgo con Philly-. ¿Ya lo tenéis todo preparado? Huele estupendamente.

– Más o menos -intervino Irene-. ¡Había tanto que hacer! Marie me ha ayudado mucho. Y Emily también. -Me miró a los ojos-. Me alegro de que viniese con un día de antelación.

– Ajá -dije.

Pensé que quizá se estaba quedando conmigo -como buen porrata, solía obsesionarme con la idea de que la gente se estaba quedando conmigo-, pero no había rastro de sarcasmo ni en su rostro ni en su tono. Lo cual, sin embargo, no significaba necesariamente que no se estuviese quedando conmigo. Antes de jubilarse, Irene había dirigido una agencia privada que proveía a todo el valle del Ohio de bebés coreanos, y era una consumada experta en cierto tipo de inexpresividad administrativa que nunca fui capaz de descifrar.

– Pero no debería quejarme de tener tanto que hacer -dijo Irene, y soltó un dramático suspiro. Con gesto mecánico, metió una mano en el bolsillo de su guardapolvo, sacó un pollito de chocolate envuelto en papel de plata amarillo brillante, lo desenvolvió y lo decapitó limpiamente de un bocado-. Siempre es mejor que morirse de aburrimiento.

– ¡Oh, vamos, Irene! -dije.

– No debí dejarme convencer cuando me propuso vender nuestra casa de la avenida Inverness -comentó mientras masticaba el chocolate.

– Lo sé -dije. Durante los años que vivieron en ella, Irene nunca sintió demasiado aprecio por la casa de la avenida Inverness, un estrecho edificio de dos plantas, mucho más pequeño que las casas vecinas, y se alegró cuando finalmente la vendieron. Sin embargo, desde que se mudaron a Kinship, aquella casa había adquirido en su mente las fabulosas proporciones de una Jerusalén o una Tara [16] perdidas-. Ha sido duro para ti.

– Ha sido muy duro -le dijo Marie a James.

– Siempre digo lo mismo, ¿verdad?

Irene le guiñó un ojo a James y meneó tristemente la cabeza.


Después de haber dedicado su vida a crear, legalizar y construir miles de familias en Ohio y el oeste de Pensilvania -a la macrogerencia de familias, por decirlo de algún modo-, el destino le había reservado aquel melancólico final, lejos de los hijos que le quedaban, en un pueblo fantasma, con un marido que se pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en una cabaña, construyendo aparatos para medir la resistencia eléctrica y reproducciones en miniatura del Kremlin para dar cobijo a las golondrinas.

– ¿Dónde están los demás? -pregunté, y miré a mi alrededor.

Junto al tostador de pan, sobre un platillo de porcelana, estaba la pequeña vela en recuerdo de Sam de la que Irv me había hablado, con su minúscula y estática llama. Llevaba una etiqueta con una inscripción en letras azules que imitaban los caracteres hebreos pegada en diagonal y el precio -79 centavos- marcado con un rotulador fluorescente de color naranja.

– Deborah está en el embarcadero -dijo Irene siguiendo mi mirada-. No ha movido un dedo para ayudar, por supuesto. Y creo que Philly… ¿Sigue en el sótano?

– Claro. Jugando con Grossman -explicó Marie-. El señor Grossman volvió a largarse anoche.

– ¿El señor Grossman? -preguntó James-. ¿Quién es?

– Estoy segura de que no tardarás en averiguarlo -dijo Irene poniendo los ojos en blanco. Me miró y añadió-: Y ya sabes dónde está Irv.

– En la cabaña.

– ¿Dónde, si no?

– Entonces voy a saludarlo con James.

– Buena idea -dijo Irene. Se apartó un mechón de pelo húmedo de los ojos con el antebrazo e hizo un gesto de desesperación que abarcaba todos los cazos, cuencos de loza y cáscaras de huevo esparcidos por la cocina-. Me temo que todavía tenemos para varias horas.

– ¡Oh, vamos! -intervino Marie-. No es para tanto.

– Por cierto -dijo Irene, y miró a James-. ¿Qué edad tienes?

– ¿Eh? -exclamó James, sobresaltado. Llevaba un rato contemplando la modesta pero omnipresente vela que los Warshaw habían encendido para conmemorar el aniversario del fallecimiento de Sam Warshaw-. Veinte. Casi veintiuno.

– Bueno, entonces eres el más joven. -Irene intentó usar un tono animado, propio de un simple comentario amable, pero le salió una voz sepulcral, y era evidente que se estaba preguntando cómo era posible que un extraño de veinte años envuelto en un abrigo apestoso resultase ser el más joven de la casa. Por consideración, ni ella ni yo miramos a Marie, quien, me percaté, era la depositaría de sus últimas esperanzas de ver nacer un nieto-. Tendrás que recitar las cuatro preguntas del seder.

– Estupendo -aceptó James, que se encogió aún más bajo el abrigo-. Lo haré con sumo gusto.

– A Philly le encantará -dijo Marie con un tono que también sonó ligeramente sepulcral.

– Entonces, todo solucionado. -Posé una mano sobre el hombro de James y nos encaminamos hacia la puerta. Ya en el lavadero me volví-. Oh, por cierto -dije en un tono que confié que sonase ligero y despreocupado, sin asomo de aflicción marital-, ¿dónde está Emily?

– Oh, en el embarcadero con Deb -dijo Marie-. Están charlando.

– Charlando -repetí. Como Deborah Warshaw había dedicado la mayor parte del invierno a divorciarse de su tercer marido, estaba seguro de que debían tener mucho de qué hablar-. Muy bien, estupendo.

– Grady -dijo Irene. Dejó la cuchara que llevaba en la mano, se me acercó, me cogió las manos y me miró con aire esperanzado y cierta impaciencia-. Me alegro de que hayas venido. -Señaló con un gesto de la cabeza hacia la cabaña y añadió-: Ya sabes lo feliz que hace que se sienta Irv.

– ¿Y Emily? -quise saber.

– Por supuesto, Emily también. ¿Por qué lo preguntas? No seas tonto.

Sonreí. Supuse que Irene estaba dando muestras de un profundo espíritu de abnegación, algo que hoy día se considera pasado de moda. Siempre me ha resultado difícil ver la diferencia entre la abnegación y lo que antes se conocía como esperanza.

– No creo que sea una pregunta tonta -dije, algo aturdido por la intensidad del optimismo de Irene. De pronto me pareció que no era del todo imposible que mi corazón, aquel timonel desquiciado agarrado al timón en la cabina del piloto de mi caja torácica, me hubiese guiado hasta Kinship con la única finalidad de reconciliarme con mi esposa-. No estoy tan seguro de que le vaya a entusiasmar verme por aquí.

Irene puso los ojos en blanco y se acercó para darme un cariñoso cachete en la mejilla.

– Espero que no hagas demasiado caso de las cosas que este hombre te explique -le dijo a James. Metió la mano en el bolsillo del guardapolvo, sacó otro pollito de chocolate, lo desenvolvió, lo decapitó cruelmente de un mordisco y, una vez más, volvió a guardarse el resto en el bolsillo. Debía de tenerlo repleto de cuerpecitos mutilados.

James y yo atravesamos el lavadero y salimos al jardín.

– ¿Qué sucede, James? -le pregunté-. Pareces un poco alterado.

Llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, y al volverse hacia mí pude ver una expresión de terror en sus ojos.

– ¿Cuatro preguntas sobre qué? -inquirió.


Al llegar la primavera, como de costumbre, el pequeño lago de los Warshaw se había desbordado hasta convertir su jardín trasero en una zona pantanosa. Los rosales que constituían el imperio de Irene estaban anegados; el bebedero de piedra para los pájaros se había tumbado y lo cubría el agua, y la estatuilla del Gautama Buda que había colocado para que vigilase sus plantas estaba hundida en el barro hasta sus divinos pezones y nos contemplaba imperturbable desde detrás de una azalea. Recorrí cojeando con James el chapucero sendero de tablones construido por Irv, que partía de la puerta trasera de la casa, atravesaba el anegado jardín y llevaba hasta la grisácea cabaña que los antiguos utopistas habían construido para tener la carne y los melones frescos en verano. El sendero, como todo lo que construía Irv, era complicado y estrambótico, un caótico montaje de tablones, maderas y troncos fijados precariamente con clavos siguiendo un ambicioso proyecto que preveía pilotes, pretil e incluso un pequeño banco a mitad de camino, y aquella estructura se hacía más compleja cada año. Yo estaba convencido de que un simple dique de sacos de arena colocados estratégicamente alrededor del lago resultaría mucho más efectivo, pero la mente de Irv no funcionaba así. Mientras avanzábamos con ruidosos pasos por el sendero, llegaron a mis oídos desde la cabaña los brillantes sonidos y los espacios vacíos llenos de ecos de la música serial que tanto entusiasmaba a Irv. En su juventud, antes de decidirse por la ingeniería metalúrgica, Irv estudió composición en el Carnegie Tech con un músico emigrado, discípulo de Schonberg, y escribió algunas piezas inaguantables con títulos como «Moléculas I-XXIV», «Concierto para botella de Klein» [17] y «Reductio ad infinitum». Así era como funcionaba la mente de Irv.

A mitad de camino hacia la cabaña, me detuve y contemplé el lago, azul y jaspeado como el capó de un Buick y con una forma que recordaba vagamente un calcetín. Y en el talón del calcetín había un pequeño cobertizo para guardar barcas y un embarcadero en miniatura, en el que estaban Deborah Warshaw y Emily en sendas chaises longues. Emily nos daba la espalda, pero Deborah nos saludó con las manos, hizo bocina con ellas y gritó:

– ¡Grady!

Emily se volvió y me miró. Al cabo de unos instantes, levantó la mano y nos saludó sin mucho entusiasmo. Llevaba unas gafas de sol con forma de bucle y era imposible descifrar su expresión a aquella distancia. Supuse que El grito de Munch podría ser una apuesta ganadora.

– Es mi mujer -dije.

– ¿Cuál de las dos?

– La que está a punto de sufrir un paro cardiaco. La del traje de baño azul.

– Nos está saludando -observó James-. Es una buena señal, ¿no?

– Supongo que sí -admití-. Apuesto a que está alucinando.

– ¿Y qué es lo que lleva la otra?

Miré con atención. Sobre el pecho de Deborah se vislumbraban dos pálidos óvalos, como las cazoletas de un bikini, decorados con sendos rosetones más oscuros en el centro.

– Lleva los pechos al aire -dije.

Junto a su silla, en el embarcadero, había una botella baja, ancha y angulosa, con un líquido oscuro, y una pila de lo que parecían revistas, pero que debían de ser cómics. Doborah no tenía un buen nivel de lectura en inglés y raramente leía otra cosa. No me pareció que fuese un día tan caluroso como para tomar el sol en topless, pero era propio de Deborah decidir que la mejor manera de prepararse para el seder familiar era beber Manischewitz y tomar el sol medio desnuda leyendo Betty y Veronica. Deborah era siete años mayor que Emily, pero, paradójicamente, conocía a sus padres desde hacía mucho menos tiempo. Tenía casi catorce años cuando llegó de Corea y, a diferencia de Emily y Phil, jamás logró amoldarse del todo a la vida americana ni a una casa construida de modo chapucero con materiales de lo más variopinto, como todos los inventos de Irving Warshaw. Lamentaba no haber podido celebrar el bat mitzvah, [18] a causa de la edad a la que había sido adoptada, y yo sabía por pasadas pascuas que consideraba el seder como una especie de innecesaria e infinitamente más tediosa reduplicación de la comida del Día de Acción de Gracias. Deborah era una especie de antítesis de Emily; era normal y corriente, mientras que Emily era guapa; era agresiva, mientras que Emily era sosegada; era dada a las rabietas y a la exaltación, pero inepta, a diferencia de Emily, que era un modelo de reflexión y saber estar en su sitio. Yo siempre había pensado que era como si los Warshaw hubiesen adoptado una niña salvaje, criada por los lobos.

– ¡Hola, Grady!

Trazó un lento círculo en el aire con una mano. Quería que nos acercásemos a saludarlas. Emily seguía sentada, inmóvil, con un cigarrillo en la mano, mientras el viento mecía su lacio cabello negro. Me di cuenta de que todavía no me sentía preparado para encontrarme cara a cara con ella. Así que le respondí con un alegre saludo con la mano y un simpático meneo de cabeza, me volví y conduje a James hasta la cabaña. Llamé a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Irv.

Cuando estaba allí dentro y alguien llamaba nunca decía directamente «Adelante».

– Soy Grady -respondí.

Se oyó rechinar una silla contra el suelo de madera y un «¡ay!» proferido en voz baja mientras Irv trataba de ponerse en pie.

– No te levantes -dije mientras empujaba la puerta y pasaba de la intensa luz exterior a la penumbra y el inagotable frescor de aquella cabaña en la que antiguamente se guardaban los alimentos durante el verano. El manantial que brotaba en su interior se había secado en los años veinte, pero, a pesar de todos los cambios que había introducido Irv a lo largo del tiempo, dentro se seguía sintiendo el fresco que procuraba el agua del pozo artesiano y reinaba un aire de perpetuo crepúsculo, como si estuvieses en una caverna y la árida música que entusiasmaba a Irv fuese el sonido del agua goteando desde las altas estalactitas en el insondable y oscuro pozo.

– Adelante, adelante -dijo Irv, que dejó el libro que estaba leyendo y gesticuló con sus brazos como aspas de helicóptero desde la recargada butaca. Mientras entrábamos, se agarró la rodilla en la que llevaba la prótesis y logró levantarse. Me acerqué a él, nos estrechamos las manos y le presenté a James. No nos habíamos visto desde enero, y me sorprendió comprobar que durante ese tiempo el cabello se le había vuelto completamente gris. Por lo visto, los sucesivos desastres matrimoniales de sus hijas le habían afectado mucho. Tenía los ojos enrojecidos y las ojeras delataban la falta de sueño. A pesar de que llevaba, como solía en las celebraciones familiares, pantalón de vestir, zapatos ingleses negros y corbata, la camisa tenía arrugas y manchas de sudor en las axilas, e iba muy mal afeitado, con numerosos pelos blancos en la barba y abundantes cortes.

– Tienes un aspecto magnífico -le dije.

– ¿Qué te ha pasado en el pie? -Bajó el volumen de estéreo-. Cojeas.

Miré a James y dije:

– He tenido un accidente. -Como vi que la respuesta no satisfacía a Irv, añadí-: Me ha mordido un perro.

– ¿Te ha mordido un perro?

– Tal como suena -respondí, y me encogí de hombros.

– Déjame echarle un vistazo -me pidió, y señaló mi tobillo-. Acércate a la luz.

– No tiene importancia, Irv, en serio. ¿Qué estabas leyendo?

– Nada. Ven aquí, déjame echarle un vistazo.

Me agarró por el codo e intentó apartarme de su butaca y llevarme hasta una lámpara de pie con la pantalla rota. Me liberé de su mano y fui a mirar qué estaba leyendo cuando entramos, porque me divertía tomarle el pelo por sus lecturas, que eran del tipo Estructuras permeables al gas en el diseño de polímeros o Análisis modal de la música sacra italiana pretonal del siglo XVII. Cuando quería relajarse, leía algo de Frege [19] o un viejo libro de George Gamow [20] mientras masticaba la colilla de un apestoso puro. Había dejado el libro boca abajo, abierto sobre el brazo de la butaca. Era un volumen en tela, con una encuadernación azul de biblioteca, y el título impreso en blanco en el lomo: Tierras bajas. Noté que me ponía colorado y al levantar la vista comprobé que también a Irv se le habían subido los colores.

– ¿Has tenido que pedirlo prestado en la biblioteca? -le pregunté.

– No encontraba mi ejemplar. Ven.

Irv me condujo hasta la lámpara. Bajo su dominio, la cabaña estaba dividida, de manera invisible pero estricta, en tres zonas. En primer lugar, la sala de lectura, con sus dos butacas de orejas, un par de lámparas, una estufa eléctrica y una pared con estantes repletos de sus libros sobre metalurgia y teoría musical. En el centro estaba el laboratorio, con su tina y su par de obradores, uno lleno de cosas y el otro vacío, en los cuales realizaba sus trabajos mecánicos y químicos, desde reparar un tostador hasta desarrollar una sustancia capaz de adherirse al revestimiento de teflón. Y, por último, en el extremo opuesto había un catre plegable del ejército con una pila de mantas y una nevera llena de latas de cerveza Iron City Light, de las que cada tarde a las cinco se bebía una -ni una más ni una menos- a modo de medicina. De hecho, había montado un tinglado envidiable. Irv había redescubierto, como sólo un número sorprendentemente escaso de hombres hace, que el secreto para la completa felicidad de un varón es un chalé bien equipado. En una ocasión tratamos de calcular cuántas horas se había pasado allí desde su jubilación, y contando por lo bajo llegamos a estimar que unas veinte mil. Creo que Irene habría multiplicado por dos la cifra.

– Ven aquí. -Irv apartó mi libro y dio una palmada en el brazo de su butaca, lo que levantó una espesa nube de polvo-. Pon aquí el pie. Y tú, James, siéntate, por favor.

Me apoyé en su hombro para mantener el equilibrio y puse el pie sobre la butaca. Me subí el dobladillo de los tejanos y, con sumo cuidado, me bajé el calcetín. No me había preocupado de vendarme de nuevo la herida, y al verla me estremecí. Las cuatro marcas del tobillo se habían ennegrecido y arrugado. Alrededor de los mordiscos la carne estaba hinchada y rojiza, y sembrada de manchas amarillentas. Aparté la vista. Sin saber por qué, me sentía avergonzado.

– Tiene muy mal aspecto -dijo James.

– Se ha infectado -opinó Irv mientras se agachaba para examinar las heridas más de cerca.

Olía a brillantina, cuero y sudor, con lo que se mezclaba la fragancia -entre piel de naranja y Listerine- de Lucky Tiger, la loción para después del afeitado que se ponía en las ocasiones especiales. Yo seguía de pie, con los ojos cerrados, aspirando aquel olor familiar. Me pregunté si sería la última vez que lo olería.

– ¿Cuándo te ha mordido el perro?

– Anoche -dije. Realmente, parecía que hiciese mucho más tiempo-. Pero estaba vacunado y demás -añadí, porque me pareció razonable suponerlo-. Bueno, ¿qué mosca te ha picado para leer esa vieja novela?

– La vi en la biblioteca ayer por la tarde. -Se encogió de hombros-. Estaba pensando en ti. -Me dio una palmada en la rodilla, y el golpe me hizo sentir una punzada de dolor en el tobillo-. No te muevas. Te voy a limpiar la herida.

Se enderezó y fue hasta su laboratorio. Permanecí inmóvil, contemplando un mapa de Marte del National Geographic que Irv había clavado en la pared con chinchetas, justo encima de la butaca. Tuve que contener unas lágrimas de agradecimiento por su solicitud.

– Bueno, James -dijo Irv mientras rebuscaba ruidosamente en cajones y armarios, sacaba botellas, leía las etiquetas y las volvía a guardar-, deduzco que te entusiasma Frank Capra.

Me quedé perplejo; estaba seguro de que nunca le había hablado de James Leer y su cinefilia. Miré a James, que estaba de pie junto a la butaca, con el ejemplar de Tierras bajas en la mano derecha, mientras que la izquierda colgaba en un extraño ángulo detrás del libro abierto.

– Es…, uh…, es uno de mis cineastas favoritos -reconoció James-. Quiero decir que lo era. Murió el otoño pasado.

– Lo sé.

Irv volvió con un poco de algodón, una botella de alcohol, unas cuantas gasas, un rollo de esparadrapo y un tubo de ungüento antibiótico bastante aplastado y enrollado. Se inclinó poco a poco hasta arrodillarse sobre la rodilla en la que llevaba la prótesis.

– ¡Oooh! -gimoteó mientras la doblaba-. ¡Caramba!

Destapó la botella de alcohol, empapó el algodón y empezó a desinfectarme las heridas dando toques suaves. Me estremecí.

– ¿Pica?

– Un poco.

– ¿Te lo has hecho con una navaja? -le preguntó a James al tiempo que giraba la cabeza para mirarlo.

James pareció sentirse atrapado.

– Con una aguja -respondió.

– ¿De qué demonios estáis hablando?

– De su mano -me aclaró Irv-. Tiene grabado el nombre de Frank Capra. Enséñaselo.

James dudó unos instantes y después sacó lentamente la mano izquierda de detrás del libro. Entonces vi las leves marcas rosadas que debían de haber sido letras grabadas en el dorso de la mano. Hasta entonces nunca me había fijado en ellas.

– ¿Realmente pone «Frank Capra» en tu mano, James? -le pregunté.

Asintió y dijo:

– Me lo hice el día que murió, el tres de septiembre.

– ¡Joder! -Meneé la cabeza y miré a Irv-. Es un fanático del cine -le comenté.

Irv se puso un poco de ungüento en la punta del dedo índice.

– Hay que serlo para hacerse eso -dijo.

Extendió con suma delicadeza el ungüento sobre las heridas. Se me ocurrió pensar que, bien mirado, las cicatrices que me quedarían en el tobillo no se habían producido de una manera mucho más razonable que las de la mano de James.

– Bueno -le dije a Irv al cabo de un minuto-. ¿Qué te parece?

– ¿Qué?

– El libro. Tierras bajas.

– Ya lo había leído.

– Sí, pero ¿qué te ha parecido esta vez?

– Es una obra de juventud -dijo, no sin benevolencia-. Me ha hecho recordar cómo me sentía cuando era joven.

– Tal vez debería releerlo.

– ¿Tú? No me parece que corras ningún riesgo de envejecer prematuramente. -Este comentario no me sonó como un cumplido-. ¿De quién era el perro que te ha mordido?

– Oh, de la rectora -le dije, y volví a contemplar el mapa de Marte-. Ayer noche hubo una fiesta en su casa.

– ¿Y no te van a echar de menos en el festival literario? -preguntó Irv mientras se apartaba un poco para echar un vistazo a las heridas-. Tus alumnos.

– Volveré mañana -dije-. Además, he traído conmigo a uno de ellos.

– Muy inteligente por tu parte -comentó Irv-. Recuerdos a la rectora. Una mujer encantadora.

– Ajá -dije con la mirada perdida en un imponente cráter marciano denominado Nix Olympica.

Llamaron a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó Irv.

– ¡Hola, papá! ¡Hola, Grady!

Era Philly, o más bien su cabeza y la parte superior de su torso que asomaban por la puerta de la cabaña mientras sus dedos agarraban la jamba como para evitar darse de bruces contra el suelo. Si bien en el pasado había sido testigo de alguna que otra muestra de mutuo afecto entre ellos, los hombres de la familia Warshaw solían tratarse con cierto despego y parecían sentirse cohibidos si estaban juntos. Irv tenía su cabaña, y el territorio de Philly, cuando iba a aquella casa, era el sótano. En lo posible, se mantenían a cierta distancia el uno del otro.

– Éste es James -le presenté.

Philly saludó con la cabeza y dijo:

– ¡Hola! ¡Dios mío, Grady, qué te ha pasado en la pierna!

– Me he cortado al afeitarme.

Contempló cómo Irv desplegaba una gasa y la cortaba a la medida adecuada con los dientes.

– ¿Habéis visto las tetas de Deb?

– Sí -respondí-. Las hemos visto.

Sonrió y dijo:

– Bueno, escucha: uh, mamá me ha enviado a preguntarle a nuestro huésped si querría venir a ver a Grossman.

– ¿Quieres ir, huésped? -le pregunté a James.

– No lo sé -respondió, y miró a Philly con cautela. Philly Warshaw era un chico apuesto, delgado, con la piel de color té con leche y una mandíbula perfecta. Vestía una inmaculada camiseta blanca y tejanos. Llevaba el pelo, espeso y erizado, muy corto y en los antebrazos se le marcaban las venas-. ¿Quién es?

– Una serpiente, tío -le informó Philly-. Una jodida boa constrictora.

– Ve -le dijo Irv-. Yo me ocupo de Grady.

James se encogió de hombros y me miró. Asentí. Dejó el libro y salió detrás de Philly. Oímos sus pisadas a lo largo del sendero de tablas, alejándose en dirección a la casa.

– Espero que realmente sea capaz de escribir -dijo Irv.

– Lo es -le aseguré-. Es un buen chico. ¡Ay! Quizá va un poco a la deriva.

– Entonces ha venido al lugar adecuado -dijo Irv-. Estáte quieto.

– Bueno, Irv.

– No sé qué te pasa. -Me rodeó el tobillo con una mano para aguantar el vendaje, mientras con la otra se llevó el rollo de esparadrapo a la boca. La presión de sus dedos era suficientemente fuerte para resultar dolorosa-. Tú y Emily. Si esto le sucediese a Deborah -dijo, con voz entrecortada-, vale, eso lo podría entender. Me entristecería que sucediese…

– Irv, no sé, es…

– Ha hablado con su madre. -Con rabia, cortó el esparadrapo con los dientes y lo pegó sobre el vendaje-. Parece que conmigo no quiere hablar.

– Es una situación difícil para Emily -le dije-. Ya lo sabes.

– Sí, lo sé. Se lo guarda todo para sí. -Colocó el último trozo de esparadrapo sobre el vendaje y me dio una palmadita con tal delicadeza que se me llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la vista y se las arregló para sonreír un poco-. Creo que eso lo ha heredado de mi.

Después bajó la cabeza y se quedó mirando las gasas y medicinas esparcidas por el suelo a su alrededor.

– Irv… -dije.

Le tendí la mano y le ayudé a ponerse en pie.

– Se supone que las familias deben crecer -comentó-. Ésta, en cambio, no hace más que reducirse.

Salimos de la cabaña y contemplamos los últimos y oblicuos rayos de sol de aquel atardecer de abril. Ya no había nadie junto al lago, y nos quedamos allí unos instantes, mirando las chaises longues vacías en el embarcadero y el sol ya muy bajo sobre las amarillentas y desnudas colinas de Utopia.

– No tengo intención de marcharme -dije, sólo para comprobar lo verosímil que era capaz de hacer que sonase esta afirmación.

Irv sonrió amargamente y me dio una palmada en el hombro, como si mi interpretación hubiese sido perfecta.

– Dame un respiro, Grady -dijo.


En la casa había un único lavabo, en el piso superior, al final del pasillo, en una amplia buhardilla de proporciones irregulares.

Era un bonito lavabo, con un friso acanalado, grifería de cobre y una enorme bañera con cuatro patas, pero, dado el comportamiento impredecible de los intestinos de Irving y la notable tendencia de las mujeres de su familia a eternizarse en la bañera, era un lugar muy solicitado y, por lo general, siempre estaba ocupado cuando más necesidad tenías de visitarlo. Al regresar a la casa, subí por las escaleras para echar una meada y me encontré con que la pesada puerta de cuarterones estaba cerrada. Golpeé suavemente con los nudillos tres veces, dando mi nombre en código Morse.

– ¿Sí?

Di un paso atrás.

– ¿Em? -dije-. ¿Eres tú?

– No -respondió Emily.

Giré el pomo de la puerta. No estaba puesto el pestillo; todo lo que tenía que hacer era empujar ligeramente. Pero lo que hice fue soltar con sumo cuidado y sin hacer el más mínimo ruido el pomo y retirar la mano. Y me quedé allí, contemplando la puerta cerrada.

– Yo…, uh…, necesito hacer pis, chica. -Tragué saliva, consciente de la delicada situación que provocaría la pregunta que iba a hacerle, ya que dejaría al descubierto las dañadas entrañas de nuestra confianza e intimidad-. ¿Puedo…? ¿Te importa que entre?

Se escuchó un chapoteo y el leve eco en la porcelana.

– Estoy dándome un baño.

– De acuerdo -le dije a la puerta, contra la que apoyé la frente. Escuché el ruido de una cerilla al encenderse y después la lenta exhalación de Emily, entremezclada con un suspiro de irritación. Dejé pasar treinta segundos y decidí bajar por las escaleras y salir al jardín.

Descendí por el camino de acceso a la casa, hacia la carretera de Kinship, levantando la vista hacia las ramas de los árboles para dar con un olmo marchito contra el cual mear sin ofender a la ley judía. El aire traía un aroma fresco y huidizo de corteza húmeda, y, a pesar de la negativa de mi esposa a dejarme compartir su desnudez -me dolió en el alma pensar que posiblemente no volvería a verla desnuda-, me sentía feliz de estar fuera de la casa, solo, llevando en mis entrañas el puño cerrado que era mi repleta vejiga. Llegué a un recodo del camino y vi a mi cuñada Deborah. Caminaba alicaída unos quince metros por delante de mí, envuelta en un vaporoso vestido púrpura cuya cola arrastraba por el suelo de gravilla como si fuera un pequeño tren. Llevaba un cigarrillo encendido y tarareaba para sí, con voz de falsete, lo que parecía la parte lenta y gimoteada de «Whole Lotta Love». Sabía que lo prudente era dejarla sumida en sus inimaginables ensueños, pero estaba alterado y confundido por la reacción de Emily, y en el pasado, en algunas ocasiones, los consejos de mi cuñada, si bien nunca me habían resultado útiles, sí me habían proporcionado cierto bienvenido aturdimiento, como los avisos de un pájaro oracular. Oyó el sonido de mis pisadas en la gravilla y se volvió.

– ¡Qué sorpresa! -exclamé, a modo de saludo.

– ¡Hola, Doc! -dijo ella.

– ¡Vaya vestido!

La tela llevaba entretejidos pequeños espejitos plateados y el dibujo parecía diseñado inspirándose en el efecto psicodélico, como de cachemira de neón, que visualizas después de cerrar los ojos y presionártelos con fuerza con los nudillos. Era la clase de modelo que se suele ver colgando en el armario de las mujeres que sólo tienen un vestido.

– ¿Te gusta? Es de la India, o por ahí -me comentó Deborah, y aplastó sus labios fruncidos contra mi mejilla, su versión de un beso, y me dio un doloroso apretón de manos-. ¿Te ocurre algo?

– Em…, no me ha dejado entrar en el lavabo a echar una meadita. Estaba dentro, tomando un baño.

– Está hasta el moño de ti, Doc -me explicó-. Le han llegado rumores de que te lo montas con otra. -Doc era el apodo que Deborah me había puesto. Años atrás, al principio, me llamaba Gravy, y después Gravy Boat, que se metamorfoseó, de un modo que supongo que mi físico hizo inevitable, en Das Boot. [21] En determinado momento Deborah se olvidó del Boot y al cabo de un tiempo el Das acabó convertido en Doc, apelativo que, dado que siempre que había una emergencia yo disponía de un buen surtido de fármacos, acabó adoptando definitivamente. Deborah había accedido al idioma inglés tarde, como ya he explicado, y era imposible predecir lo que podía suceder una vez que un concepto como gravy boat se introducía en su cerebro-. ¡Cabrón! -Me lanzó un suave puñetazo al estómago-. ¡Saco de mierda!

– ¿En serio que ha oído decir eso? -pregunté, sin tomarme su agresión muy en serio. Una de las cosas que siempre había admirado en Deborah era su inconsciente aspereza en su trato con los hombres en general y conmigo en particular. Había desembarcado en nuestras costas con muy pocas cosas en su equipaje aparte de los siete mayores insultos en inglés, a los que había seguido devotamente apegada a lo largo de todos aquellos años, al igual que a otros recuerdos (un marchito ramo de orquídeas, una rancia e intacta tableta de chocolate que le habían dado en el orfanato para el viaje) de su emigración a los Estados Unidos-. ¿Y dónde lo ha oído, si puede saberse?

– ¿Crees que se lo he dicho yo?

– La verdad es que me da igual -dije-. ¿Qué tal estás, chiquilla?

Estiré el brazo para apartarle un mechón de pelo que le caía sobre el ojo derecho y ella miró hacia otro lado. Tenía una bonita y espesa cabellera, que utilizaba para taparse la cara, una cara anodina que perdía todavía más por la poca estima en que Deborah le tenía. Odiaba su nariz, que consideraba a un tiempo bulbosa y excesivamente pequeña; se refería a ella -de manera muy original, en mi opinión, aunque resultaba lastimoso- como su púding. Sus ojos, aunque muy expresivos, bizqueaban terriblemente, y cuando sonreía sus dientes asomaban como granos de maíz en la punta de una panocha.

– No sabes nada sobre monos, ¿verdad?

– No tanto como debiera.

– ¿Son buenos animales de compañía? Estaba pensando en comprarme un mono. Un mono ardilla, ya sabes, uno de esos pequeños, para llevarlo en el hombro. ¿Sabes algo sobre los monos ardilla?

– Sólo que asesinan a sus dueños.

Deborah me mostró su torcida dentadura.

– De todas formas me sigues cayendo bien, Doc -dijo, con su habitual tono insincero. Como muchas personas a las que sólo les queda un ligerísimo acento de su lengua original, sus palabras siempre sonaban algo falsas-. Quiero que lo sepas. Todo el mundo opina que eres un capullo. Pero yo no. Quiero decir que yo también, pero que aun así me caes bien.

– ¡Eso es estupendo! -dije-. Eres la persona peor dotada para juzgar a los demás que conozco, Deb.

– Sí, en eso tienes toda la razón -admitió, y por un momento pareció deprimirse. Su último marido, por ejemplo, un dentista medio coreano llamado Alvin Blumentopf con el que estuvo casada durante un año entero, recibió una paliza de unos prestamistas por impago de deudas de juego y dos años después fue declarado culpable de fraude fiscal y enviado a la prisión federal de Marion. El hecho de que Deborah se hubiese enamorado de él prácticamente garantizaba semejante destino-. Gracias por recordármelo, ¿vale?

Tiró el cigarrillo a medio fumar al suelo, como si se hubiese hartado de él. En ciertas situaciones, Deborah resultaba mucho más sensible que Emily, y recordé que siempre se me olvidaba -deslumbrado por su desenvoltura y aire desenfadado- lo fácil que resultaba herirla en sus sentimientos. Apagué el cigarrillo por ella, aplastándolo con el pie.

– ¡Qué caballero! -dijo-. Bueno, vale, así que no te ha dejado entrar en el lavabo.

– Ni siquiera se ha dignado a dirigirme la palabra.

– ¿No ha abierto la boca?

– No, pero la verdad es que sólo he esperado veinte minutos.

– ¿Y después has salido para orinar aquí fuera?

– Sí -dije, y me dirigí hacia un árbol cercano que, tras una meticulosa inspección, me pareció aceptablemente marchito-. ¿Me disculpas?

– ¿Puedo verte la salchicha?

– Claro. -Me coloqué detrás del árbol y me bajé la cremallera-. ¿Tienes un bolígrafo?

– No, ¿por qué?

– Quiero dibujarle una cara en la punta para enseñártela.

– ¿Los gusanos tienen cara?

– Vas a conseguir que me deprima.

– Doc -dijo Deborah-, ¿cuántas veces has estado casado?

– Tres.

– Tres. Igual que yo.

– Igual que tú.

– Y apuesto a que las engañaste a todas.

– ¡Oh! Más o menos.

– ¿Y yo soy la persona peor dotada para juzgar el carácter de los demás con la que te has topado?

– Ajá -dije. Acabé la operación, me subí la cremallera y salí de detrás del árbol-. Bueno, y aparte de pensar en monos, ¿qué estabas haciendo aquí, Deb? ¿Emprendías la huida de Egipto?

– Oh, no lo sé. Daba una vuelta alrededor del establo, mirando debajo de las boñigas de vaca.

– ¿Buscas setas? -Asintió-. ¿Has encontrado alguna? -Asintió de nuevo-. ¿Te las has comido? -Me miró de hito en hito, con los ojos muy abiertos, iluminados por la escasa luz del atardecer, y el rostro inexpresivo-. ¡Por Dios, Deb, es una locura!

Me dio un suave puñetazo en el brazo y sonrió jovial.

– Te he asustado, ¿eh? -Metió la mano en uno de los bolsillos del vestido y sacó un sucio puñado de escuálidas setas grisáceas-. De momento me he limitado a guardarlas, por si las cosas se ponen realmente insoportables.

Se las volvió a guardar en el bolsillo y del otro sacó un paquete de cigarrillos. Cuando podía encontrarla, fumaba una repugnante marca coreana sin filtro llamada Chan Mei Chong, que costaba el doble que un paquete de cigarrillos americanos y olía a piel de cerdo chamuscada.

– Cuando ayer vi a Emily -encendió el cigarrillo sin apartar su intensa y bizca mirada de la llama-, supe que tenía alguna cosa que contarme. Ya sabes que en esos casos toda su cara parece replegarse alrededor de su nariz.

– Ajá.

– Pensé que iba a decirme que estaba embarazada.

– ¡Qué curioso! -dije, con un tono ligeramente apagado.

– ¿Qué es curioso?

– Nada.

– Dímelo.

Llegados a este punto, debo decir que no confiaba en absoluto en Deborah y no tenía ninguna razón para pensar que ella confiase en mi. Siempre que estábamos juntos a solas, como entonces, notaba que ambos nos sentíamos incómodos -nos dábamos abundantes puñetazos, nos insultábamos y nos balanceábamos ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, contemplando cómo el humo salía de nuestras bocas-, debido a motivos de índole en parte sexual y en parte social, pero que mayormente tenían que ver con nuestro conocimiento de los más íntimos secretos del otro, a pesar de no haberlos compartido jamás. En otras palabras, era mi cuñada.

– La mujer en cuestión -dije al cabo de un rato, con un hondo suspiro-, ésa de la que nunca le has dicho nada a Emily…

Frunció los labios y expulsó una gran bocanada de humo en dirección a Pittsburgh.

– La rectora.

– Está embarazada.

– ¡Joder! ¿Y Emily lo sabe?

– Todavía no -dije-. Yo mismo acabo de enterarme. Digamos que es la razón por la que he venido.

– ¿Qué? ¿Piensas anunciarlo durante la cena?

– Lo pensaré.

Meneó la cabeza, me miró un instante y apartó la vista. Se quitó una brizna de tabaco del labio inferior.

– Tu amante está casada, ¿no es así?

Asentí y dije:

– Con el director de mi departamento. O sea, digamos que con mi jefe.

– ¿Y va a tener la criatura?

– No, creo que no. Espero que no.

– Entonces no le digas nada a Emily.

– Tengo que hacerlo.

– No, no tienes por qué. Al menos, no esta noche. Joder, Doc!, ¿qué prisa tienes? Espera un poco. A ver qué pasa, ¿no? ¿Por qué tienes que contárselo si al final ni siquiera va a haber un bebé por medio? Le vas a hacer mucho daño.

Estaba impresionado. Aunque sabía que ella y Emily tenían una muy buena relación, era extraño verla mostrarse tan abiertamente preocupada por su hermana. En parte porque, por más que hubiera aterrizado en medio de la familia Warshaw, Deborah nunca dejó de considerar en su fuero interno que eran un grupo de extraños y que, por muy buenas intenciones que tuvieran, no estaban a su altura; no eran más que una tripulación de rudos pescadores que había rescatado a la única superviviente de una familia imperial cuyo yate había naufragado. Ella, claro. Posó suavemente su mano sobre mi brazo y me pregunté si no tendría algo de razón. ¿Por qué herir los sentimientos de Emily más de lo que ya lo había hecho? Entonces me recordé a mí mismo que me encantaba escuchar argumentos a favor de soluciones que me evitasen un mal trago, y meneé la cabeza.

– Tengo que hacerlo. He prometido que lo haría.

– ¿A quién se lo has prometido?

– Oh -dije-, a mí mismo.

Entonces, ¿qué más da? No vendrá de una promesa incumplida más o menos, me dijo Deborah con la mirada.

– ¿Pasarás la noche aquí? -me preguntó.

– No lo sé. Tal como van las cosas, probablemente no.

– Entonces deja que se lo diga yo. Después que te hayas marchado.

– ¡No! -Me arrepentí de habérselo contado a Deborah, que, además de un genuino cariño por Emily, también sentía, como buena hermana mayor, un particular entusiasmo por ver a su hermanita horrorizada y abriendo una boca de a palmo-. ¡Por el amor de Dios, Deb, júrame que no le dirás ni una palabra a nadie! ¡Por favor! Todavía no he decidido qué voy a hacer, eso es todo.

– ¿Y a qué esperas? -preguntó, con un tono inequívocamente despectivo.

– ¡Eh, vete a tomar por el culo! -repliqué-. Ya lo decidiré. Venga, ¿me lo juras?

– Sí -dijo, y su ligero acento coreano revoloteó en sus palabras-. Seré una tumba.

– Muy bien.

Asentí con firmeza, como para mostrar que confiaba en su palabra.

– ¡Dios mío, Doc! -dijo-. ¿Cómo te las arreglas para joderlo todo y de un modo tan retorcido?

Le respondí que no lo sabía. Me volví hacia la casa.

– Será mejor que vaya a rescatar a James de las garras de Philly -comenté-. ¿Vienes?

Parecía a punto de añadir algo, pero finalmente se limitó a asentir y me siguió. Subimos por el camino de acceso hacia la casa acompañados por los crujidos de la gravilla a cada paso que dábamos.

– ¿Quién es ese chico? -preguntó Deborah-. El tal James.

– Un alumno mío.

– Es guapo.

– Por favor, déjalo en paz.

– Me ha dicho que le gustaba mi vestido.

– ¿Sí? -pregunté, y lancé una burlona mirada de escepticismo al vestido en cuestión-. Es un chico muy educado.

– ¿Muy…? ¡Eh, vete a la mierda! -dijo secamente, sin el menor asomo de hilaridad, y comprendí que había vuelto a herirla en su amor propio. Se detuvo en medio del jardín y se miró el vestido-. Es horroroso, ¿no?

– No, Deb, es…

– ¡Mierda, no me puedo creer que haya comprado esto! -Su tono de voz cambió de repente: ahora chillaba-. ¡Míralo!

– Me parece muy bonito -le dije-. Te sienta estupendamente, Deb.

Pasó por delante de mí, llegó hasta la puerta trasera y abrió la mampara de tela metálica contra los insectos, pero no entró. Al llegar junto a ella vi que trataba de vislumbrar su débil reflejo en el cristal translúcido de su puerta.

– Voy a cambiarme -anunció, con el ceño fruncido. Le temblaba la voz-. Parezco una jodida tienda de campaña hippie o algo por el estilo. Se diría que llevo a algún vendedor de bongós bajo la falda.

Le posé una mano sobre el hombro, tratando de consolarla, pero la rechazó y abrió la puerta bruscamente. Entró en la casa, atravesó la cocina y desapareció escaleras arriba entre un gran estruendo de pisadas. Por mi parte, fui absorbido por la chisporroteante humareda de la cocina, donde Marie, ya vestida para la cena, removía la sopa de bolas de matzoh en la sopera. Me miró arqueando una ceja y levantó el cucharón como si fuera un signo de interrogación.

– Estaba volviendo a cogerle el tranquillo al ambiente familiar -dije.


Bajé al sótano para rescatar a James Leer y me lo encontré ante la mesa de ping-pong, frente a Philly Warshaw, con una pala en la mano. Estaban jugando una partida de ping-pong cervecero, una especie de novatada a la que, en su época más desmadrada, Philly sometía a cuanto pretendiente o joven varón en general visitaba la casa, yo incluido. Había consenso entre los miembros de la familia Warshaw sobre el hecho de que la época desmadrada de Philly se había prolongado excesivamente, pero al fin había sentado la cabeza, y sólo cuando iba a Kinship y no tenía que conducir volvía a beber como una esponja; supongo que era algo que hacía más estimulantes sus visitas a la familia. Me senté en la escalera para contemplar el partido.

– Tómatelo con calma, James -le dije.

– No se le da mal -comentó Philly, que golpeó con un gesto exagerado la bola y le dio el efecto justo para enviarla directamente al vaso de cerveza colocado sobre la punta de la línea central, en el lado de la mesa que ocupaba James Leer-. Está jugando bien. -Sonrió-. De un trago, James.

Obedientemente, James tomó el vaso lleno de cerveza, sacó la bola, se lo llevó a los labios y lo vació de un único e inacabable trago que pareció costarle cierto esfuerzo. Una vez ingerida toda la cerveza, alzó el vaso hacia mí, con una sonrisa boba petrificada en la cara, igual que un chiquillo que trata de parecer mayor sonríe a la concurrencia después de hacer el esfuerzo de tragarse por primera vez una ostra.

– ¡Hola, profesor Tripp! -saludó.

– ¿Cuántos llevas?

– Éste es el segundo.

– El tercero -le corrigió Philly, y rodeó la mesa para volver a llenar el vaso de James con una lata de cerveza Pabst que sacó de la neverita que tenía en su guarida. Con suma delicadeza, James secó la bola con el faldón de mi vieja camisa de franela. Su cabello había vencido el amarre de la gomina y se distribuía en extraños ángulos por su cabeza. James no paraba de sonreír y los ojos le brillaban, igual que la noche anterior cuando irrumpimos, ante cientos de cabezas vueltas, en el resplandeciente auditorio, riéndonos a carcajadas y sin aliento. Se lo estaba pasando de miedo. Pero era evidente que no aguantaba nada bien el alcohol.

– ¿Qué le ha pasado a tu coche? -quiso saber Philly-. ¿De quién es el culo que tiene marcado?

– De un tipo que saltó sobre el capó -le expliqué. Estaba mosqueado con él por haber enredado al pobre James Leer para jugar al ping-pong cervecero, pero tampoco podía echárselo en cara. Phillip Warsahaw era un agente del caos nato y un maestro del desmadre en todas sus formas posibles. Había llegado de Corea en 1965 con la reputación de ser el más travieso e incontrolable chiquillo del orfanato de Soodow, y tras su llegada a los Estados Unidos no tardó nada en dedicarse a lanzarse de cabeza de manera más o menos intencionada a través de ventanas cerradas y a atar a los niños del vecindario a los árboles. Su carrera como vándalo adolescente se hizo legendaria en el instituto Allderdice; en un cuatrimestre, con la ayuda de un grueso rotulador, cubrió hasta la última superficie lisa de Squirrel Hill, en Greenfield, y algunas zonas de South Oakland de una arcana simbología que finalmente la policía logró identificar como su verdadero nombre, escrito en la caligrafía de su desaparecida madre. Después, en sus desplazamientos a Panamá y las Filipinas como soldado, había encontrado sendos paraísos para dar rienda suelta a sus excesos, y le llevó varios años amoldarse a la vida conyugal una vez estacionado en la base de Aberdeen.

– ¿Un tipo? ¿Qué tipo?

– Un tipo llamado…, uh… -miré a James-, Vernon Hardapple.

Philly volvió a lanzar la bola con efecto, pero esta vez no logró meterla en el vaso de James.

– ¿Hardapple?

– Era torero -dijo James, sin mirarme. Se preparó para sacar-. Cero a nueve -dijo, y puso la bola en juego con un elegante gesto.

– ¿Un torero llamado Vernon Hardapple?

– Estuvo casado con una mexicana -dije-. Aprendió a torear allí.

– Pero ella lo abandonó -continuó James, que devolvió el raquetazo de Philly y envió la pelota fuera de la mesa de juego, hasta una caja llena de viejos números de la revista Commentary-. Cero a diez. Y creo que eso le llevó a no tomar las debidas precauciones en la plaza.

Yo no podía aguantarme la risa; James, en cambio, seguía imperturbable, con la mirada fija en la bola.

– ¿Le dieron una cornada? -preguntó Philly.

– No, pero un toro lo pateó -dije-. Le rompió la cadera y ahí se acabó su carrera.

– Así que ahora se dedica a torear coches en el aparcamiento del Hi-Hat -continuó James-. Te toca servir.

– El viejo Hi-Hat -recordó Philly, e hizo el primer saque. La bola pasó por encima de la red y se paseó por el borde del vaso de James. No cayó dentro por los pelos. Philly Warshaw era una fiera jugando al ping-pong cervecero-. Once-cero. ¿Todavía vais?

– Alguna que otra vez.

De pronto, me sentí un poco intranquilo. Al recordar el incidente de la noche pasada con Vernon en el Hi-Hat, algo me preocupó. ¿Por qué había asegurado que el coche era suyo, había dicho correctamente la matrícula y había definido como verde esmeralda lo que yo siempre había considerado un espantoso verde culo de mosca? Reflexionando, llegué a la conclusión de que muy bien podía haber sido suyo; Happy Blackmore pretendía haberlo ganado en una partida de póquer, pero la explicación siempre me pareció algo inverosímil, dada la magnitud cósmica de la mala racha en la que estaba sumido Happy. Esperé durante una semana a que me trajese la documentación del vehículo, pero entonces me enteré por un colega suyo del Post-Gazette de que estaba en los montes Catoctin jugándose sus últimos fondos-. ¿Todavía está ese tío cachas como portero? ¿Cómo se llama? ¿Cleon? ¿Clement?

– Sí, sigue ahí.

– El tío tiene unos bíceps de cincuenta centímetros -dijo-. Una vez se los medí.

– ¿Clement te permitió medirle los bíceps?

Philly se encogió de hombros y dijo:

– Le gané una apuesta. -Me dirigió una rápida mirada y le lanzó otra bola a James-. Bueno, Grady, he oído…, doce-cero…, he oído que nos has traído un perejil muy especial para la celebración de la pascua esta noche.

– Ajá -dije, y miré a James, que se había sonrojado. Supuse que se había sentido adulado por las atenciones de Philly y, antes de que apareciese yo, había estado alardeando ante él de lo mucho que le enrollaban las drogas-. Tengo un poco en el coche.

– ¿Y?

– ¿Y qué? -pregunté, cruzándome de brazos.

Philly sonrió y simuló un grito de alarma cuando James consiguió meter la bola en su vaso de cerveza. Levantó el vaso y movió las cejas con un gesto de complicidad dirigido a mí.

– Oh, vale, de acuerdo -dije, fingiendo, como buen porrata, una despreocupada indiferencia ante la perspectiva de colocarme-. Si te apetece…

Me moría de ganas de fumarme un buen canuto. Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta del sótano. Philly tiró estruendosamente su pala sobre la mesa.

– ¿No seguimos jugando? -preguntó James, afligido.

– Tengo que echar una meadita -dijo Philly, y se dirigió hacia las escaleras-. Nos encontraremos fuera.

– Acompáñame, James -le dije.

Abrí la chirriante puerta del sótano y subí por las escaleras, llenas de telarañas. Antes de que llegase arriba, James tiró del dobladillo de mis pantalones.

– ¡Grady! -dijo-. ¡Grady, mira!

Bajé de nuevo al sótano. James me sonrió y me condujo, tirándome de la manga, hasta una amplia y maloliente estructura construida a base de madera de embalaje y tela metálica que ocupaba la esquina opuesta del sótano. Señaló con el dedo y anunció:

– ¡Una serpiente!

En el interior de la gran jaula había un tronco de olmo muerto, del cual colgaba un largo y perfecto músculo adornado con unos elegantes pliegues, semejante a una serpentina. Era Grossman, la boa constrictora de tres metros que, para su pesar, llevaba veinte años conviviendo con los Warshaw. Philly la había ganado en una sala de billar de la avenida Liberty durante su último año en el instituto Allderdice, y al otoño siguiente, cuando se alistó, la dejó al cuidado de sus padres. En aquella época Grossman ya no era un ejemplar joven, y su muerte inminente había sido profetizada por los veterinarios y ansiosamente esperada por Irene Warshaw desde el ya lejano día en que Philly les prometió que pronto se haría cargo de ella. Pero Grossman seguía viva en su jaula climatizada, de la que se escapaba regularmente mediante las más diversas estratagemas para atormentar al andrajoso tropel de pollos de Irene y depositar escultóricas e increíblemente apestosas defecaciones por toda la casa, en lugares escogidos con indudable gusto estético.

Le di a James una palmada en la espalda y le dije:

– Es una serpiente, en efecto.

James se arrodilló, deslizó un dedo a través de un agujero hexagonal de la tela metálica e hizo sonidos de besos.

– Creo que le gusto -comentó James.

– Seguro -le confirmé. Traté de recordar si alguna vez había visto moverse a Grossman-. Estoy convencido.

James me siguió escaleras arriba, salimos del sótano y dimos la vuelta a la casa para llegar a mi coche, mientras nos desenganchábamos los trozos de tela de araña que se nos habían pegado en las cejas y labios. Estaba cayendo la noche. Un fular como de cachemira de nubes púrpuras iluminadas por una ya débil luz solar se movía lentamente a través de Ohio hacia el oeste. Se notaba mucha humedad y la hierba rechinaba bajo nuestros zapatos. Olía a estiércol de caballo y a cebollas fritas en grasa de pollo. Una de las vacas que estaban junto al establo hizo un lúgubre comentario sobre la pesada carga que supone la vida. Cuando ya casi habíamos llegado junto al Galaxie, para mi sorpresa, James lanzó un grito de corsario y aceleró el paso en los últimos tres metros. Apoyó las manos sobre la portezuela y dio un salto como para lanzarse en el asiento delantero del descapotable. Daba la impresión de que se había elevado suficientemente y la trayectoria parecía la correcta, pero en el último momento se refrenó e hizo un aterrizaje de emergencia sobre la hierba. Se volvió, con una expresión muy seria, y me dijo:

– Me lo estoy pasando estupendamente, profesor Tripp.

– Me alegro -le aseguré, y alargué el brazo para abrir la guantera. Saqué la bolsita y el papel de fumar y empecé a liar un canuto encima de una zona intacta del abollado capó.

– Son encantadores -continuó James-. Y ese Phil es un fenómeno.

– Lo sé -dije, sonriendo.

– Aunque no parece muy despierto.

– No -dije-. Pero es fenomenal.

– Me hubiera gustado tener un hermano como él -comentó James, en tono melancólico.

– Juega bien tus cartas y tal vez lo consigas -le dije-. Yo diría que la política de esta casa es de puertas abiertas.

– Grady, tú no tienes, digamos, más familia que ésta, ¿no?

– No, lo cierto es que no. Aparte de un par de tías en mi ciudad natal a las que no veo desde hace siglos. -Acabé de arreglar las puntas y las apreté-. Y supongo que de los Wonder. ¡Malditos sean!

– ¿Los Wonder?

– Los hermanos de mi novela. Es como si fuesen mis hermanos. -Sorbí por la nariz-. Supongo que eso es mejor que nada.

– Eh, ¿sabes una cosa? ¡Yo estoy en la misma situación! -Se llevó el dorso de la mano a la frente e hizo un gesto melodramático-. ¡Los dos somos huérfanos! -gritó.

Me reí y le dije:

– Estás borracho.

– Tú tienes suerte -comentó, y miró hacia la casa.

– ¿Tú crees?

Pasé la punta de la lengua por el papel de fumar.

Los ojos de James se toparon con los míos y, para mi sorpresa, descubrí en ellos un indicio de lástima.

– Grady, ¿recuerdas a ese tipo que ayer por la noche estuvo hablando de, bueno, ya sabes, de que tenía un doble? Un doble que se dedica a arruinarle la vida, y que eso le da mucho material sobre el que escribir. -Mientras hablaba, tenía la mirada fija en la huella de las dos nalgas estampadas en el capó del coche-. ¿Crees que sólo eran paridas?

– No -respondí-. No lo creo, ni mucho menos.

– Yo tampoco -dijo.

– ¡Grady! James! -Era Irene, que nos llamaba desde el porche-. ¡Ya es hora de cenar!

– ¡Enseguida vamos! -gritó James-. Me parece que Philly no va a venir a encontrarse con nosotros aquí.

– Creo que no -dije-. Es duro ir de desmadrado y escaparse al jardín a fumar un porrete cuando uno es un hombre casado como él.

– Un marido.

– Un marido -repetí. Encendí el canuto y di una larga primera calada. Después se lo pasé a James-. Toma.

James dudó unos instantes, se acercó el canuto a la nariz y lo olfateó.

– ¿Doy una calada?

– Venga.

– Vale. -Alzó el porro y me hizo un gesto con la cabeza, como si levantase un vaso de vino para proponer un brindis-. Por los hermanos Wonder. -Dio una larguísima y ambiciosa calada e inmediatamente empezó a toser-. Me pasa una cosa rara cuando fumo marihuana -se disculpó.

– ¿Qué?

– Me hace sentir como si todo hubiese sucedido hace cinco minutos.

– Y así es.

Dio otra calada, más breve, y esperó un poco para espirar el humo. Miró la casa que había construido Irv Warshaw, la enredadera que cubría el porche delantero, las siluetas que se movían detrás de las ventanas iluminadas.

– Creo que en este momento soy feliz -dijo, como hablando consigo, con un tono de voz tan inexpresivo que no me molesté en replicar.


Como judía, Emily era una practicante tan sólo ocasional. Durante nuestro matrimonio, mi percepción como mero gentil de la sucesión de fiestas judías al hilo de su extraño calendario lunar, con sus normas peregrinas y su incomprensible significado, había acabado por parecerse a la que tenía, como fanático del béisbol, de los partidos del campeonato internacional de criquet. Pero siempre había sentido cierta debilidad por la pascua. Me gustaba la impostura y astucia que implicaba la preparación de los alimentos, la manera como el omnipresente «pan de la aflicción» se transformaba mágicamente durante la celebración de la pascua en algo diverso y sabroso -pastelitos de matzoh, relleno de matzoh, púding de matzoh y fideos-; algo parecido a lo que sucede con esos humildes pero ricos mamíferos de los que los indios aprovechan la carne, el pellejo, los huesos, las entrañas y la grasa. Me gustaba el hecho de que la religión judía parecía, por regla general, haber dedicado grandes esfuerzos al arte de encontrar fisuras en sus absurdas reglas; me gustaba lo que eso parecía indicar acerca de su actitud respecto a Dios, el viejo aguafiestas dictatorial y arbitrario, con todas sus maldiciones, sus creaciones y su pasión por la carne asada a fuego eterno. Además de todo esto, con el paso de los años acabé por percatarme de que me producía un intenso placer compartir aquella absurda comida a base de perejil, huesos, huevos duros, galletas y agua salada con un grupo de judíos, tres de los cuales eran coreanos. Para mí suponía la confirmación de que, aunque hubiese fracasado en todo lo demás, como mínimo había cumplido mi temprano sueño de marcharme muy lejos, si no física sí al menos espiritualmente, de mi ciudad natal.

En la época de mi infancia, en esa ciudad sólo había siete judíos. Los cinco miembros de la familia Glucksbringer: el anciano señor Louis P., que cuando yo era niño ya hacía mucho tiempo que se había retirado a la sección de sellos y monedas de los almacenes de la calle Pickman que había fundado cincuenta años atrás; su hijo, Maurice; la esposa de Maurice, cuyo nombre he olvidado, y sus hijos, David y Leona. Estaba también el señor Kaplan, que compró la farmacia Weaver cuando yo iba al instituto, y una guapa mujer pelirroja, casada con uno de los profesores de Coxley, que acudía a la iglesia episcopaliana y celebraba las navidades, pero que se sabía que pertenecía a la familia Kaufmann de Pittsburgh. Hasta que un día mi padre mató a David Glucksbringer y sólo quedaron seis. A menudo me rondaba la idea de si no me habría casado con un miembro de la familia Warshaw en parte para compensar esa terrible pérdida. Los Warshaw también habían perdido a un hijo, y el primer año que me uní a ellos en la mesa del seder (Irv, Irene, Deborah, Emily, Phil y el tío Harry, el hermano de Irv, que murió al año siguiente de cáncer de próstata) ocupé la séptima silla.

En aquella ocasión éramos ocho, lo cual implicó sacarle las dos alas a la mesa, ya que, debido a un error de cálculo arquitectónico de Irv, que Irene se encargaba de recordarle periódicamente, el comedor era demasiado pequeño para acogernos a todos. Irene tuvo que apartar los sofás, mesas de centro y lámparas de pie y apretarnos en la sala, que ocupaba toda la parte frontal de la casa, desde la ennegrecida chimenea de piedra hasta la empinada y torcida escalera que conducía a los dormitorios. Cuando se mudaron de la casa de la avenida Inverness, se trajeron todas sus pertenencias, y ahora se pasaban la mitad del tiempo recolocando los muebles y tropezando con los escabeles. Habían comprado muchos muebles de diseño danés moderno en la época de apogeo de este estilo, y todo era cristal, cuero negro y formas abstractas de teca y caoba, mientras que el acabado interior de la casa consistía en suelo de abeto y paredes de nudosa madera de pino, amarillenta y astillada. Irene siempre estaba amenazando con vender su mobiliario y comprar otro más apropiado, pero ya llevaban cinco años viviendo allí y no habían cambiado ni un simple cojín. Siempre pensé que para Irene mantener la casa repleta de recuerdos de la época de Pittsburgh obedecía a razones sentimentales y era al mismo tiempo su manera de protestar por la mudanza.

Cuando James y yo entramos, Irv ya estaba sentado a la cabecera de la mesa, cerca de la chimenea, con un cojín del sofá en la silla, lo que le proporcionaba unos centímetros de elevación. Philly, con una camisa almidonada con el botón superior desabrochado y el erizado cabello repeinado hacia atrás a base de humedecerlo, ocupaba la silla situada a la izquierda de Irv. Ambos rebuscaban en una caja de zapatos llena de yarmulkas, esos gorritos que se ponen en la coronilla los judíos, leyendo las inscripciones y tratando de recordar las ceremonias en las que se habían utilizado. Oí los nerviosos susurros de Marie e Irene en la cocina, tranquilizándose mutuamente. Pero de las dos hijas de los Warshaw no había ni rastro. Debían de estar en el piso de arriba o en el exterior, hablando de sus cosas, conspirando o ayudándose a vestirse. Me estremecí ligeramente, lleno de malos presentimientos.

– Andrew… Ab… Andrew Abraham -deletreó Irv, que levantaba con el brazo extendido un gorrito púrpura y escrutaba con el ceño fruncido la inscripción semiborrada del forro-, no sé qué día… de julio de 1964. De tu primo Andy.

– ¿En serio?

– Chaval, lo recuerdo perfectamente. Fue en Buffalo. Había miles de mosquitos. Dios mío, fue horrible.

Philly sonrió y movió las cejas a modo de saludo cuando James y yo nos sentamos a la mesa.

– Conque mosquitos, ¿eh? -Introdujo la mano en la caja y sacó un gorrito dorado-. ¿Y se te metieron en la nariz? Odio que lo hagan. Eh, huéspedes, ¿cómo va eso?

– Hola -respondimos James y yo, mal sincronizados, y los tres estallamos en risas. Irv nos miró, perplejo, tratando de descifrar dónde estaba la gracia. Tomó un par de gorritos y nos los ofreció a James y a mí.

– En la nariz -dijo, mientras le daba a James un gorrito negro y a mí uno azul marino y escrutaba nuestros rostros con ojos de ingeniero-, en la boca, en las orejas… Fue horrible. Tomad, James, Grady.

– Gracias -dijo James. Examinó su gorrito con una expresión mezcla de duda y respeto, como si Irv le hubiese entregado una tortita milagrosa en la que, según alguna leyenda, hubiese aparecido el rostro de un santo.

– Phillip y Marie Warshaw -leyó Philly en el interior del gorrito dorado-. 11 de mayo de 1988. -Ladeó la cabeza y levantó la vista hacia el techo-. Creo que estuve presente. ¿No fue en esa ocasión cuando el padre del novio y el tío de la novia se enzarzaron en una discusión sobre Arnold Shoneberger y se pusieron a gritar de tal manera que todos los bebés empezaron a llorar? Sí, creo que fue entonces.

Dominando, no sin esfuerzo, el impulso de corregir el error de pronunciación de Philly, Irv apoyó el mentón en una de sus manos y no dijo nada. Toda su vida se había preocupado por ganarse una reputación de hombre mesurado y razonable, y sabía que le dolía recordar que su devoción por el compositor le había hecho quedar como un tipo capaz de discutir acaloradamente con sus parientes políticos en plena boda.

Bat mitzvah de… Osnat… Gleberman -leí, no sin dificultad, en el interior de mi pequeño gorro antes de ponérmelo-. 17 de febrero de 1979.

– ¿Osnat Gleberman? -preguntó Philly-. ¿Quién demonios es?

– Ni idea -dijo Irv, y se encogió de hombros-. Debe de ser alguna amiga tuya.

– ¡Eh, mirad esto! -dijo James mostrándonos el forro de su gorrito negro-. En el mío pone: «Funeraria Dawidov».

– ¡Oh, toma! -le propuso Irv tendiéndole la caja de zapatos-. Coge otro.

– No, gracias -dijo James, y se colocó el gorrito negro en la coronilla.

– Nunca he tenido ninguna amiga llamada Osnat -replicó Philly, indignado. Tal como había hecho yo, pronunció ese nombre como si rimara con el pequeño insecto [22] que arruinó el bar mitzvah de Andy Abraham en Buffalo.

– Creo que se pronuncia Osmak -le corrigió Irv levantando con pedantería un dedo, y los tres rompimos a reír de nuevo-. ¡Chist! -Se enderezó en la silla y apuntó con su dedo levantado hacia el techo-. Ahí viene.

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