– ¿De quién es eso? ¿De Gombrowicz? -preguntó Crabtree-. No lo he leído.

– Kravnik, Material Deportivo. Acabo de acordarme. -Lo había visto cientos de veces sin prestarle atención, en la Tercera Avenida, cerca de Smithfield-. Gira aquí. A la izquierda. Después creo que es la primera a la derecha, allí. Ahora en serio, Crabs, ¿cuántas páginas has leído?

– No lo sé. Le he echado un vistazo en diagonal.

– ¿Pero cuántas aproximadamente? ¿Cincuenta? ¿Ciento cincuenta?

– Las suficientes, Tipp, he leído las suficientes.

– Joder, Crabtree! ¿Cuántas has leído?

– Las suficientes para llegar a la conclusión de que no me apetecía seguir.

No supe qué responder a eso.

– Escucha, Tripp, lo siento. Lo siento muchísimo. No debería haber dicho eso. -Pero no parecía sentirlo demasiado. Seguía manejando el volante con aplomo y exhalando nubes de humo mentolado que desaparecían a una velocidad vertiginosa por la ventanilla. Iba tras la pista de Guisante Walker y estaba preparado para negociar la salvación de James-. No puedo hacer nada con un libro como ése. Al menos por el momento. Tiene demasiados problemas. Siento decírtelo así, Tripp, pero trato de ser sincero, aunque sólo sea por una vez. Por el momento no puedo dedicarle ni un minuto de mi tiempo a Chicos prodigiosos. Como tú bien sabes, mi situación en Bartizan pende de un hilo. Tengo que presentarles algo nuevo. Algo vigoroso y deslumbrante. Algo que resulte encantador y perverso al mismo tiempo.

– Algo como James -dije.

– Es mi última esperanza -reconoció Crabtree en el momento en que nos deteníamos ante Kravnik, Material Deportivo-. Si todavía no es demasiado tarde.

– Demasiado tarde -repetí, deprimido.

Kravnik ocupaba la planta baja de un edificio de oficinas de diez pisos que, como la mayoría de los obsoletos rascacielos de aquella parte del centro, fue en su época un audaz exponente del capitalismo decimonónico. Las ventanas estaban cubiertas de una película de polvo y las paredes tatuadas con carteles. El rótulo, con su enorme K roja, estaba decorado en una esquina con una grotesca caricatura de Bill Mazeroski, [43] cuyo tono de piel se había tornado verdoso tras treinta años a la intemperie. En las mugrientas ventanas había unos plásticos azules translúcidos para filtrar la luz del sol, que hacían prácticamente imposible ver el interior. Era una de esas tiendas semienterradas en polvo, hollín y un enigmático manto de penumbra centroeuropea, cada vez más raras en Pittsburgh, que venden llanas para yeseros, moldes para repostería rusa o brazos ortopédicos y a cualquier hora del día o de la noche parecen llevar siglos y siglos cerrados. Sin embargo, en la puerta de Kravnik había un cartelito que en brillantes letras rojas proclamaba todo lo contrario.

– Estamos de suerte -dije-. Está abierta.

– Estupendo -se alegró Crabtree-. Escucha, Tripp, dame un par de meses, ¿de acuerdo? Tómate un par de meses más. O un año. Métele tijera. Tómate tu tiempo para acabarla. Para entonces, cuando realmente la hayas terminado, yo estaré en una situación mucho mejor para echarte un cable, ¿de acuerdo?

– Un par de meses. -No me satisfizo en absoluto conseguir por fin la ampliación del plazo de entrega con la que llevaba semanas soñando. La promesa de Crabtree sonaba vaga y burocrática, y además… ¿meterle tijera? Cómo iba a saber dónde cortar si ya ni siquiera tenía claro de qué iba el libro-. Mira -dije, señalando con un dedo y tratando de parecer de buen humor-. «Aparcamiento gratuito detrás de la tienda.»

Crabtree metió el coche por un estrecho callejón que había entre Kravnik y el edificio de al lado. Al pasar junto a la fachada de la tienda, traté de vislumbrar su interior a través de los sucios escaparates, pero sólo entreví la difusa silueta de varios maniquíes sin cabeza, equipados para practicar deportes rarísimos o pasados de moda, como la cacería del oso con perros, el lanzamiento de martillo o la caza del armiño. Salimos a una amplia zona de carga y descarga cuadrangular, repleta de contenedores de basura y paletas de madera desechadas, parte de la cual servía de improvisado aparcamiento. Entre algunos de los edificios vecinos había estrechísimas callejuelas que, sin una ordenación clara, desembocaban en aquel espacio, partido por la mitad por un callejón más amplio paralelo a la Tercera Avenida, que iba desde la calle Wood a Smithfield. Había media docena de plazas de aparcamiento reservadas para los clientes de Kravnik, y Crabtree, disciplinadamente, metió el coche entre las líneas paralelas de una de ellas. Tres plazas más cerca de la parte trasera de la tienda estaba aparcado el Galaxie, vacío y con las ventanillas cerradas. Y junto a él había un Coupé de Ville de hacía diez años en cuya matrícula se leía KRAVNIK. Aparte de esos dos automóviles, el aparcamiento estaba desierto.

– Espera aquí -le dije a Crabtree mientras abría mi portezuela. Dejé el manuscrito de Chicos prodigiosos debajo del asiento y rebusqué en el bolsillo las llaves del Galaxie-. Prepárate por si tenemos que largarnos a toda prisa.

– Estoy preparado para salir pitando -dijo Crabtree medio en broma-. Ahora en serio, Tripp, ¿no crees que sería más sencillo hablar con él? No entraba en mis planes dedicar la mañana a… bueno, ya sabes, a cometer un robo.

– Ese tipo no querrá hablar con nosotros -le expliqué a Crabtree-. No se fía de nosotros. No le caemos bien.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no ha de querer hablar con nosotros?

– Porque supone que somos amigos de Happy Blackmore.

– Hábil deducción -admitió Crabtree-. Pues venga, date prisa.

Me acerqué rápidamente al Galaxie y eché un vistazo al interior a través del cristal trasero, utilizando la mano como visera para protegerme los ojos del reflejo de la luz. La chaqueta estaba en el suelo, justo detrás del asiento del conductor, pero pude comprobar que seguía pulcramente doblada y, al parecer, intacta. Abrí la portezuela, cogí la chaqueta, pasé al asiento delantero y alargué la mano libre hasta la guantera. Sentí un estremecimiento de desesperación en el estómago. Era imposible que la bolsita de marihuana siguiera allí. Sabía que al abrir lo único que encontraría sería un desordenado surtido de mapas de carreteras mexicanas y un boleto de apuestas del hipódromo de Charles Town con marcas en los nombres de los caballos elegidos por el poco afortunado Happy Balckmore.

Milagrosamente, la hierba seguía allí. Supuse que la guantera era un escondite tan bueno para Guisante Walker como para mí. Salí del coche exultante, y, con la emoción, metí la bolsita en el bolsillo de mi chaqueta con tal ímpetu que mi mano atravesó el bolsillo y llegó al forro.

– ¡Mierda! -dije; había sentido una leve punzada de pánico al oír cómo se rasgaba la seda, y fue en ese momento cuando comprendí que Crabtree no iba a publicar Chicos prodigiosos. Me iba a borrar de su lista de escritores. De pronto sentí que me faltaba el aire y que mi corazón había dejado de bombear. No había ni un solo pájaro en el cielo, ya no hacía viento y acababa de estropear mi chaqueta de pana favorita. Entonces respiré, una ráfaga de viento arrastró por el aparcamiento vacío un espectral montón de hojas de periódico. Miré hacia nuestro coche y vi que Crabtree seguía mi incursión con moderado interés y sin levantar el pie del acelerador.

Sin dejar de pensar en las ideas que me rondaban por la cabeza, subí de nuevo al Galaxie y me coloqué detrás del volante. Todavía tenía las llaves de aquel coche, y pensé que era una de las pocas cosas que me quedaban. Así que me pareció que lo que debía hacer era sacar el coche del aparcamiento, enfilar el callejón hasta la calle Smithfield, atravesar el río Monongahela y largarme de Pittsbourgh a la mayor velocidad que pudiese alcanzar aquel viejo cacharro de Michigan. No había ningún lugar en concreto al que quisiera llegar con él, pero eso tampoco era una buena razón para quedarse. Me acomodé, ajusté el retrovisor y eché el asiento hacia atrás. El coche estaba impregnado de un olor nuevo, pero que me resultaba extrañamente familiar, un olor penetrante, con algo de jengibre, que me despejó la cabeza y me llenó el pecho de un ligero y bienvenido estremecimiento de pesar. Olía a Lucky Tiger: Irving Warshaw y Peterson Walker usaban la misma colonia. Sonreí y metí las llaves para dar el contacto, pero dudé. Antes de ir a donde fuera, quería desembarazarme de todo lo que me había estado persiguiendo durante el fin de semana como un montón de ruidosas latas atadas a una cuerda.

– ¿Qué estás haciendo, tío? -preguntó Crabtree cuando volví a salir del coche-. Me ha parecido oír que se acercaba alguien.

Sin responderle, fui hasta el maletero del Galaxie y lo abrí. La tuba y los restos de la pobre Grossman seguían allí, sin que, al parecer, el dueño del automóvil se hubiese percatado de su presencia. Durante la noche Grossman no había hecho gran cosa por aligerar el hedor, y me pregunté si Walker no habría rociado generosamente el interior del coche de Lucky Tiger en una batalla predestinada al fracaso contra el hedor de la putrefacta boa. Cogí la maltrecha funda del instrumento con una mano y agarré a Grossman con la otra. Estaba retorcida y rígida, y pesaba mucho.

– ¿Qué cojones es eso? -preguntó Crabtree.

– ¿A ti qué te parece? -le dije.

Pensé que la pregunta le mantendría ocupado un rato. Al otro lado del aparcamiento había un caótico batallón de contenedores de basura de color verde. Justo cuando empezaba a dirigirme hacia ellos con mi surrealista cargamento escuché el chirrido de un automóvil que tomaba con brusquedad una curva cerrada y, al levantar la vista, vi una camioneta blanca de reparto que venía hacia mí por el estrecho callejón por el que Crabtree y yo habíamos entrado hacía un rato. El asiento del acompañante lo ocupaba Guisante Walker, mientras que al volante iba un tipo blanco mucho más voluminoso y con el cráneo rapado que conducía la camioneta directamente hacia mí. El tipo entresacaba la lengua por la comisura de los labios como si estuviese muy concentrado en conseguir aplastar a su presa. Pero, obedeciendo a una indicación de Walker, giró el volante e interpuso la camioneta entre mi persona y el coche de Hannah, dejándome bloqueado entre los contenedores. Entonces dio un frenazo.

Walker saltó de la camioneta y, sin decir palabra, vino hacia mí dando enérgicos saltitos y ladeando la cabeza como si estuviese encantado de volver a verme. Vestía un vistoso chándal color berenjena y un par de zapatillas deportivas de rebuscado diseño; tanto el calzado como la ropa estaban adornados, igual que si de un códice maya se tratase, con todo tipo de jeroglíficos y pictogramas. Llevaba una enorme botella, cuyo contenido no logré adivinar, envuelta en una bolsa de papel marrón. La dejó en el suelo con pesar y le dio una palmadita al tapón.

– ¡Eh, Booger, encárgate del tipo del coche! -le dijo a su colega.

El tal Booger obedeció y saltó de la camioneta para lanzarse sobre Crabtree. Este optó por una peculiar estrategia defensiva consistente en hacer sonar la bocina repetidamente. Cuando se percató de que la idea resultaba, como no era de extrañar, del todo ineficaz, arrancó marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento, dio un brusco giro y enfiló el callejón que desembocaba en la calle Wood. Durante la operación derribó, sin querer, al calvo Booger y le aplastó el pie izquierdo con la rueda trasera.

– ¡Joder! -aulló Booger.

Quedó tendido en el suelo, apoyado en los codos. Parecía indignado. Volví a dirigir mi atención hacia Guisante Walker, alerta a la posible aparición de la pistola que Clement había mencionado. Pero, para mi sorpresa, mientras se acercaba a mí, lo único que Walker blandió fueron sus puños, moviéndolos en el aire como si fueran gatitos tratando de atrapar un cordel. Aquellos puños eran gruesos y deformes como nudos de un manzano. Yo pesaba como mínimo unos cincuenta kilos más que él. Sonreí; Walker también. El tipo tenía los ojos inyectados en sangre, balanceaba ligeramente la cabeza y al sonreír mostraba la falta de un considerable número de dientes. Me pregunté si sería consciente de ello.

Mientras calibraba el valor estratégico de limitarme a dejar que Walker me arrease algún que otro puñetazo con sus calamitosos puños de peso mosca, él metió la mano bajo su chándal púrpura a la altura de la cintura y sacó una pistola ridículamente enorme, el diámetro de cuyo cañón era sólo superado por el de su desagradable sonrisa. La mano con la que sostenía el arma no parecía estar dotada de un pulso demasiado firme, pero supuse que a la distancia a la que estaba de mí eso carecía de importancia.

Hice una finta hacia la izquierda y salí corriendo hacia el coche de Hannah. Pero la tuba y el pedazo de boa me entorpecían los movimientos, y Walker tuvo tiempo de reaccionar y cortarme el paso.

– Eh, Guisante -dije.

– ¿Qué pasa?

Permanecimos así un minuto; un Minotauro roñoso, obeso y miope, y un Teseo cascado, desdentado y de manos temblorosas.

cara a cara en el punto en que confluían nuestros dispares laberintos. El viento soplaba con más fuerza y levantaba a nuestro alrededor nubes de polvo y arrastraba papeles y otros desechos.

– ¡Tripp! -gritó Crabtree, para alertarme del peligro que corría o, simplemente, expresando un desesperado deseo de que no me sucediese nada. Avanzaba despacio con el coche por el callejón, como para darme una última oportunidad de reunirme con él antes de abandonarme definitivamente a mi suerte.

Walker volvió la cabeza para echar un vistazo al Renault, momento que aproveché para alzar por encima de mi cabeza el pesado cadáver de Grossman y -como Aarón, la elocuente sombra de Moisés- arrojárselo encima a mi contrincante. Le golpeó en plena cara, con un sonoro chasquido, y el peso mosca perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. La pistola salió despedida de su mano y se deslizó ruidosamente, como un patín de ruedas, por el aparcamiento. Corrí hacia el callejón, tropezando con desechos diversos arrastrados por el viento, balanceando la tuba delante de mí y con la chaqueta bajo el brazo. No perdí de vista ni un segundo las tambaleantes rodillas de Booger, que se había puesto en pie y perseguía cojeando al Renault, sin demasiado entusiasmo, me pareció. Probablemente no tenía ni la más remota idea de a quién estaba persiguiendo ni por qué. Evidentemente, Crabtree habría podido dejar atrás a Booger sin ningún problema, pero seguía recorriendo el callejón a tres kilómetros por hora, con la portezuela del acompañante abierta, esperando a que le alcanzase. Cuando llegué a la altura del infortunado Booger, traté de golpearle sin piedad en las rótulas con la tuba. Pero se me desvió un poco el proyectil y le di en pleno estómago, cortándole la respiración en seco. Dio un par de tambaleantes pasos y cayó al suelo. Por el callejón, como si de una maraña de maleza seca arrastrada por el viento se tratara, vino rodando hasta él una mugrienta bola de cinta adhesiva para embalar y hojas de periódico, que se le pegó unos instantes a un lado de la cabeza y después siguió su camino.

– Me has dado con la tuba -se quejó Booger, que me miraba con una mueca de dolorida perplejidad.

– Lo sé -le dije-. Lo siento.

De pronto llegó volando una hoja de papel que se aplastó contra mi cara. Me la quité de encima. Era un folio, y, al mirarlo con cierto detenimiento, descubrí que en él se describía el peor momento de un lamentable episodio de la carrera médica de Culloden Wonder, máximo sinvergüenza y patriarca del lamentable clan. Eché un vistazo al Renault y me percaté de que si Crabtree había estado conduciendo tan lentamente, no era porque me estuviese esperando, sino porque estaba enfrascado en una batalla con la puerta abierta del coche, tratando al mismo tiempo de cerrarla, salir del callejón y, a ser posible, evitar que el viento se llevase hasta la última hoja del manuscrito de mi novela. El aire estaba lleno de páginas de Chicos prodigiosos; de pronto caí en la cuenta de que una considerable cantidad de la porquería que volaba por el callejón y el aparcamiento eran hojas de mi libro. Caían como gigantescos copos de nieve sobre Booger y se abalanzaban como gatitos contra mis piernas.

– ¡Dios mío! -grité-. ¡Crabtree, para el coche!

Crabtree frenó y bajó del Renault, y entre los dos intentamos salvar el mayor número posible de páginas, cazándolas al vuelo y recogiéndolas del suelo como si fuesen hojas secas.

– Lo siento mucho, tío -se disculpó Crabtree. Dio un salto para tratar de atrapar una hoja que volaba bastante alto, pero falló por un centímetro y la hoja se alejó-. No me había dado cuenta.

– ¿Cuántas páginas han salido volando?

– No muchas.

– ¿Seguro? -pregunté alarmado-. Crabtree, parece que esté nevando.

A nuestras espaldas se oyó una detonación. Nos volvimos y vimos a Walker junto a la camioneta blanca, con una rodilla en el suelo, blandiendo la pistola con una temblequeante mano.

– ¡Mierda! -gritó Booger, que se llevó la mano izquierda a la flor de un rojo intenso que súbitamente apareció en su brazo derecho, sobre la manga de su camisa.

– ¡Dios bendito! -dijo Crabtree, que me agarró y me arrastró hacia el coche-. ¡Larguémonos!

Lancé la tuba al asiento trasero, le di a Crabtree la chaqueta de Marilyn, subí al coche y nos largamos del aparcamiento de Kravnik, Material Deportivo, abandonando a su suerte a mi novela, a la que vimos alejarse como la blanca estela espumosa de una lancha.


Todavía sin aliento por la emoción de haber logrado salir airosos, Crabtree se lanzó a recapitular los acontecimientos de los últimos veinte minutos, estableciendo los más mínimos detalles de nuestra huida con una precisión narrativa equivalente a la de un relojero con unas pinzas y abrillantando la fachada de la trama con una retórica equivalente al chorro de agua de una manguera.

– ¿Te has fijado en que Booger llevaba un tatuaje en el dorso de la mano? Era un as de corazones, pero el corazón no era rojo, sino negro. ¡Hasta he podido olerle el aliento, Tripp! ¡Había bebido cerveza negra, lo juro por Dios! En un determinado momento incluso he pensado que iba a besarme. ¡Dios mío, era feísimo! Ambos lo eran. Y qué me dices de la pistola, ¿eh? ¿Era una nueve milímetros? Lo era, ¿no? ¡Coño, esas balas sonaban como jodidos colibríes!

En la hipotética biografía de Crabtree ya había un breve capítulo titulado «Gente que me ha disparado», y ahora, de camino al campus, lo estaba revisando concienzudamente, empezando por el episodio protagonizado por ambos unos once años atrás, cuando le ayudé a introducir a su amante de aquel entonces, el pintor Stanley Feld, en una casa de East Hampton propiedad de un abogado coleccionista de arte que se negaba a cumplir la promesa de permitir que Feld fuese a ver el que consideraba su mejor lienzo. Como todas nuestras grandes aventuras, era, en teoría, un noble acto solidario para echarle un cable a un amigo, pero desde el primer momento de su ejecución se convirtió irremediablemente en un disparate. En aquella ocasión, debido a que Feld olvidó mencionar que el coleccionista en cuestión era un abogado de la mafia y que no sólo su colección, sino toda su propiedad, estaba custodiada por gorilas armados hasta los dientes, cuya puntería, por suerte para nosotros, dejaba mucho que desear. Después de aquel episodio, en el que varias ráfagas disparadas por armas automáticas arrancaron una rama de una picea a unos palmos por encima de nuestras cabezas, Crabtree pasó, como era de esperar, a rememorar las dos balas que seis meses después le disparó un enojadísimo Stanley Feld, una de las cuales acabó alojada en su nalga izquierda.

Ahora tenía una nueva anécdota que añadir a su hipotético capítulo favorito, y pude comprobar que estaba encantado con ello.

– ¡Qué caos! -exclamó. Bajó la ventanilla y aspiró profundamente, como si llegase hasta su nariz el olor de hierba recién cortada o del océano. Meneó la cabeza entusiasmado y añadió-: ¡Qué confusión!

– Y que lo digas -repliqué, y bajé la vista hasta los patéticos restos de Chicos prodigiosos que tenía sobre mi regazo.

Pensé que yo debería tamborilear en el salpicadero, cantar alabanzas al dulce caos, contrario a la muerte y que por ello le impedía actuar, y manifestar, para que quedase constancia de ello, que el aliento de Vernon Hardapple tenía un olorcillo anisado de salchicha italiana, con un punto amargo de cerveza. Desde el día en que, hacía casi veinte años, caí bajo el hechizo de Jack Kerouac y su errabunda prosa jazzística de estilo libre, con toda su peligrosa blandura y pobre puntuación, siempre había considerado de manera instintiva como un artículo de fe que las incursiones como el rescate de James Leer de su mazmorra de Sewickley Heigts, o la recuperación de la chaqueta desaparecida, eran intrínsecamente buenas. Buenas como material literario, como material para una charla de bar, como vigorizantes del espíritu. ¡El caos! Debería aspirar sus efluvios igual que Knut Hamsun, sentado sobre una locomotora que atravesaba el corazón de América, tragó miles de kilómetros de aire helado en su afortunada tentativa de liberar a su cuerpo de la tuberculosis. Debería darle la bienvenida al luminoso ángel del desorden, que entraba en mi vida como el hormigueante caudal de sangre que revitaliza un miembro adormecido.

Pero, en lugar de eso, me pasé todo el trayecto hasta la universidad tratando de evaluar y asimilar el fatal golpe asestado al manuscrito de Chicos prodigiosos. Crabtree había logrado impedir que salieran volando del coche exactamente siete páginas. Todas tenían la marca de la suela de sus zapatos o habían quedado rugosas, como la superficie granulada de una pelota de baloncesto, tras ser aplastadas contra el asfalto; a una de las páginas, además, le faltaba un trozo. Dos mil seiscientas cuatro páginas -¡siete años de mi vida!- habían quedado desperdigadas por el callejón que había detrás de Kravnik, Material Deportivo, junto a una decrépita camioneta Ford y tres cuartas partes del cadáver de una serpiente. Reagrupé los escasos restos de mi manuscrito, atontado, perplejo, como un accionista arruinado tras una súbita caída de la bolsa, apretando el fajo de tinta y papel arrugado que era el único resto de lo que sólo una hora antes constituía mi fortuna. Era una muestra completamente aleatoria de mi novela, una serie de páginas sin ninguna relación entre sí, excepto un par en las que, por pura coincidencia, se mencionaba una marca de nacimiento en la espalda de Helena Wonder que tenía la forma de su estado natal, Indiana. Dejé caer la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el reposacabezas y cerré los ojos.

– Siete páginas -dije-. Seis y media.

– Pero tienes copia, ¿verdad? -presupuso Crabtree.

No respondí.

– ¿Tripp?

– Tengo borradores y versiones alternativas.

– Entonces la puedes reconstruir.

– Sí, seguro que sí. Espero que la próxima versión me salga mejor.

– Dicen que siempre es así -aseguró Crabtree-. Acuérdate de Carlyle cuando perdió su equipaje.

– Ése fue Macaulay.

– O de Hemingway, cuando Hadley [44] perdió todos aquellos relatos.

– Jamás logró reescribirlos.

– Ése no es un buen ejemplo, pues -dijo Crabtree-. Ya hemos llegado.

Giró por la larga avenida bordeada de tuliperos que llevaba de Folder's Hill hasta el centro del campus, y lo guié hasta el Arning Hall, donde la secretaría de la Facultad de Lengua y Literatura Inglesa estaba abierta a pesar de ser domingo. Dejamos el coche en el minúsculo aparcamiento de la facultad, en el espacio reservado para nuestro experto en Milton. Crabtree consultó su reloj y se pasó una mano por la melena en un gesto de presumido. Todavía faltaba media hora para que diese comienzo el acto de clausura del festival literario; Crabtree, por lo tanto, disponía de treinta minutos para preparar sus artilugios de mago, los grilletes trucados y la caja con doble fondo, y esconder palomas y conejos para su representación ante Walter Gaskell. Estiró el brazo para coger del asiento trasero la llave maestra de satén negro que le permitiría liberar a James Leer. Después bajó del coche y se puso la americana. Se estiró las mangas, flexionó el cuello y encendió un Kool Mild.

– ¿Quieres acompañarme?

– No tengo especial interés.

Crabtree metió la cabeza en el coche y me echó un rápido vistazo, más para darse ánimos que para dármelos a mí, tal como haría un actor que está a punto de salir al escenario y repasa nerviosamente el traje de un compañero de reparto que sale un par de escenas más tarde. Me subió las gafas por el caballete de la nariz empujándolas con el dedo índice.

– ¿Estarás bien aquí?

– Por supuesto. Uh, Crabtree -dije-, dime si me equivoco. Antes me ha parecido que no tenías intención de publicar mi libro. ¿Me equivoco?

– Sí. Escucha, Grady, no quiero que pienses… -No acabó la frase. Era horrible ver cómo Crabtree era incapaz de decidirse a decirme alguna de las muchas cosas inconcebibles que no quería que yo pensase-. Pero… quizá…, en cierto modo…, quizá eso… -señaló con un gesto de la cabeza los escasos restos de Chicos prodigiosos que descansaban sobre mi regazo- sea lo mejor que podía pasar.

– ¿Te refieres a que ha sido una especie de señal?

– En cierto modo.

– No lo creo -dije-. Mi experiencia me dice que las señales suelen ser más sutiles.

– Ajá. Bueno, de acuerdo. -Se reincorporó y se retocó las solapas de la americana-. Deséame suerte.

– Suerte.

Cerró la portezuela.

– Entonces, ¿sigues queriendo ser mi editor? -le pregunté, con la mirada fija en el parabrisas y en un tono de voz que esperé que sonase diferente y burlón.

– Por supuesto. Dame un respiro. -Su tono era impaciente o burlonamente impaciente-. ¿Tú qué crees?

– Creo que sí -dije.

– Pues así es.

– Te creo.

Pero no le creía.

– Estupendo -dijo. Volvió a mirarme a través de la ventanilla. De pronto, en su rostro reaparecieron la palidez, la delgadez y el aspecto pueblerino de veinte años atrás, cuando lo conocí-. Creo que será mejor que no vengas conmigo.

– Supongo que tienes razón -acepté. Me dolió tener que decirlo. Toda amistad entre hombres es esencialmente quijotesca: sólo perdura mientras ambos amigos están dispuestos a limpiar el casco de batalla, subirse al burro y cabalgar detrás del otro en pos de una dudosa aventura y una ilusoria gloria. Durante veinte años, ni una sola vez había declinado secundar a Crabtree, compartir con él las culpas y ser testigo de sus hazañas. Quería acompañarlo. Pero tenía miedo, y no sólo de tener que confesarle a Walter Gaskell mi papel en el asesinato de Doctor Dee y los ignominiosos medios mediante los cuales había llegado a conocer la combinación del cierre de seguridad de su armario secreto. En estos temas, al menos, sabía, más o menos, qué debía decirle a Walter. Pero si de lo que se trataba era de decidir la posible expulsión de James Leer, esa decisión correspondía a la rectora, y entonces Sara también estaría presente en la reunión. Y lo cierto era que no tenía ni la más remota idea de qué quería decirles a ella y al creciente grupito de células que albergaba su vientre. Fijé la mirada en la página 765b de mi manuscrito y dije, dirigiéndome al cuello de mi camisa:

– La próxima vez.

Crabtree asintió, tosió tapándose la boca con el puño cerrado y cruzó el aparcamiento hacia el Arning Hall, dejándome allí con la tuba, que parecía tan empeñada en seguirme a todas partes que empecé a mirarla con cierta inquietud. Contemplé a Crabtree mientras subía por los escalones de granito del Arning Hall. Llevaba la chaqueta de satén cogida de los hombros y la sacudió suavemente, como quien sacude un mantel para que caigan las migas. Después desapareció en el interior del edificio.

Voluntariamente, o por despiste, había dejado las llaves del coche puestas, y encendí la radio. Estaba sintonizada en la emisora WQED. Un reportero de la sección cultural local por el que no sentía especial admiración entrevistaba al viejo Q. sobre su vida, obra y demonios personales. Reflexioné unos instantes sobre el eufemismo periodístico consistente en hablar de los demonios personales de un escritor en lugar de decir, simplemente, que estaba como una chota.


ENTREVISTADOR: Entonces, ¿diría usted, quizá, que era una especie de, y ya sé que es un término muy manido pero permítame utilizarlo, una especie de catarsis el revelar o descubrir, si prefiere esta expresión, en su relato La verdadera historia, utilizando la palabra «descubrir», por supuesto, en su sentido original de «retirar lo que cubre algo», los abismos en los que un hombre, un hombre quizá en muchos aspectos muy parecido a usted, aunque, como es natural, no usted mismo, se hunde en su desesperada e incluso me atrevería a decir extrañamente heroica búsqueda de lo que él denomina «la verdadera historia»? Me refiero, en concreto, a la escena de la lavandería, en la que el protagonista roba del bolso de la anciana el medicamento antihistamínico.


Q: Sí, exacto. (Una risa embarazada.) Algunas de esas píldoras producen un efecto contundente.


Pasé a AM y moví el dial hasta que di con una polca. Bajé y subí la ventanilla varias veces, retoqué el retrovisor, ajusté el asiento, abrí y cerré la guantera. Hannah la mantenía muy limpia y ordenada, y seguían allí los mapas de carreteras que la habían conducido de Provo a Pittsburgh dos años atrás. Había también una linterna, un pequeño paquete de tampones y una cajita de hojalata de puritos Wintermans que me resultó vagamente familiar.

La abrí y descubrí que contenía nada menos que varios cigarrillos de marihuana impecablemente liados. No me sorprendió en absoluto esa maestría, ya que fui yo quien los lió y le regalé la cajita a Hannah en octubre, por su cumpleaños. Le regalé una docena, y seguía habiendo doce. Me pasé uno por debajo de la nariz e inhalé el aroma como de corcho, mezcla de marihuana y cigarro puro desmenuzado. Recordé que la hierba que había utilizado era de gran calidad, la mejor mierda afgana que jamás había llegado al valle del río Ohio. Apreté el encendedor del coche, me acomodé en el asiento y esperé. Por el retrovisor vislumbré la tuba, que me había estado acechando durante todo el fin de semana, y me estremecí. Me vino a la memoria uno de los últimos relatos que escribió August Van Zorn antes de abandonar su magistral cultivo de aquel género literario menor que era su especialidad en favor del humor suburbano y los chistes inacabables y sin gracia. Era un relato titulado Guantes negros. Trataba de un hombre, un poeta fracasado, que había cometido algún crimen no especificado, pero sin duda horrible, y que continuamente se encontraba -en un bar, en el andén mientras esperaba el tren, en alguna habitación de cada casa que visitaba, en su estudio sobre un busto de Hesiodo o incluso entre las sábanas de su cama- un par de guantes negros de mujer. Los tiraba a la basura, los echaba al río, los quemaba, los enterraba, pero irremediablemente reaparecían. Una noche se despertó y aquellas negras manos huecas lo estaban estrangulando.

El encendedor saltó, y pegué un bote. Las páginas de Chicos prodigiosos cayeron al suelo y quedaron amontonadas alrededor de mis tobillos. Di una calada al potente canuto y me llené los pulmones del apestoso humo verde. Lo exhalé. En el breve intervalo entre la inspiración y la exhalación me sentí a disgusto conmigo. Apagué el canuto, lo volví a guardar en la cajita de hojalata, la tapé y la metí en la guantera. Tratando de evitar cualquier movimiento brusco que pudiese alarmar a la tuba, bajé del coche, me monté en mi burro y salí trotando por el tortuoso camino tras los pasos de Terry Crabtree.


La suerte que le esperaba a James Leer no se debatía en la benedictina penumbra del despacho de Walter Gaskell en la tercera planta del Arning Hall, sino en aquella especie de frío y aséptico terrario que era el edificio administrativo -una construcción ultramoderna obra de un discípulo de un discípulo del hijo de Frank Lloyd Wright-, en la desoladora brillantez formal del despacho de la rectora, con su moqueta negra y su mobiliario de acero. Alcancé a Crabtree a medio camino entre el Arning Hall y el edificio administrativo, y juntos nos dirigimos al encuentro con los Gaskell. La puerta de la sala de espera era un simple panel de cristal grueso, así que cuando salimos del ascensor vimos a James Leer hundido en un sofá bajo, con las rodillas separadas, los tobillos juntos, las manos en el regazo y pinta de estar aburriéndose soberanamente. Al vernos aparecer con la chaqueta de Marilyn se reincorporó y nos saludó con la mano, con cierta indecisión, como si no tuviese muy claro si nuestra llegada anunciaba buenas o malas noticias. Yo mismo tampoco estaba muy seguro al respecto. Había bastado una calada de aquel canuto de legendaria marihuana para que lo viese todo ligeramente borroso. Me arrepentí de haberla dado. Tarde o temprano siempre acababa arrepintiéndome de haber fumado.

– ¡Vaya, mira a quién tenemos aquí! -dijo Crabtree-. Es Santa María de las Flores [45] en persona.

– Estoy jodido -anunció James, no muy apesadumbrado, mientras entrábamos.

– ¿Te van a expulsar? -pregunté.

James asintió y dijo:

– Sí, creo que sí. No estoy completamente seguro. Llevan ahí dentro un buen rato. -Bajó la voz y añadió-: De hecho, me parece que se están peleando o algo por el estilo.

– ¡Dios mío! -dijo Crabtree, que volvió a flexionar el cuello para desagarrotarlo antes del combate.

Escuchamos con atención: se oía una voz masculina, un murmullo ininteligible que argumentaba algo. No oí a Sara.

– Ahora no se pelean -dije.

– Vamos allá -propuso Crabtree, y se acercó a la puerta para llamar.

– Han dejado de pelearse cuando han llegado Fred y Amanda -explicó James.

La mano de Crabtree se quedó congelada en mitad del gesto de golpear con los nudillos en la puerta.

– ¿También están ahí dentro?

– Sí -respondió James-. Ya os lo he dicho, estoy jodido.

– Ya veremos.

– Han traído al perro.

– Entonces sí que estamos jodidos -le dije a Crabtree.

– Quizá tú lo estés.

– ¿Parezco colocado? -El corazón me empezó a latir con fuerza. La clásica obsesión de todo adicto a la marihuana es parecer totalmente sobrio (y, si es posible, manejar alguna maquinaria complicada) mientras una chillona nebulosa estalla en su cerebro. Fracasar (ser descubierto) conlleva una misteriosa carga de ansiedad y vergüenza-. ¿Cómo tengo los ojos?

– Parece que te acaban de gasear -respondió sin contemplaciones Crabtree. A causa de aquel súbito ataque de paranoia, me entraron serias dudas sobre si realmente estaba contento de tenerme a su lado-. Limítate a quedarte detrás de mí, ¿de acuerdo? Deja que hable yo.

– ¡Oh, por supuesto! -dije.

Sara abrió la puerta. Hay que decir en su honor, como administradora y como amante de un personaje imprevisible como yo, que no pareció particularmente sorprendida de vernos allí a Crabtree y a mí.

– Pasad -dijo, y puso en blanco sus fatigados ojos. Entonces vio la chaqueta y eso sí la sorprendió-. ¿La habéis encontrado? ¡Walter, la han encontrado!

Walter Gaskell saltó de su silla y se precipitó hacia nosotros. Por un instante tuve la sensación de que se me iba a tirar al cuello y di un paso atrás, pero él ni siquiera me miró. Fue directo hacia el trofeo de satén negro. Crabtree se mantuvo firme, con la chaqueta colgando del antebrazo, y se la ofreció a Walter para que la examinara con orgullo y refinada delicadeza, como un sommelier con una botella de un tinto de crianza de una añada excelsa. Walter la tomó con pareja delicadeza y la sometió a un minucioso repaso en busca de cualquier posible signo de deterioro.

– Parece que no ha sufrido ningún daño -anunció.

– ¡Oh, gracias a Dios! Bueno, James Leer, tienes mucha suerte -dijo la señora Leer, y añadió, con la mirada: «de estar vivo».

Ella y su marido se hablan levantado de sus sillas cuando entramos, y ahora el señor Leer le rodeó la cintura con su huesudo brazo en un gesto a un tiempo protector y triunfante, como diciendo: «¿Lo ves?, ya te dije que todo saldría bien.» Imaginé que él siempre estaba diciéndole cosas por el estilo, con la vana esperanza de que esas lecciones de buen talante acabasen haciendo efecto por su fuerza acumulativa y un buen día ella se diese cuenta de que, en general, todo solía tener un final feliz. Me dije que el principal obstáculo para una buena relación matrimonial era ese perpetuo abismo entre el fundado y loable pesimismo femenino y el totalmente estúpido optimismo animal masculino. Esta última fuerza era, además, la principal responsable del lamentable estado del mundo. La señora Leer iba vestida como para un funeral, con un traje negro con cinturón, medias negras y zapatos negros, y llevaba su cabello claro recogido en un moño, impecablemente sostenido sobre su cabeza como si de una cofia de enfermera se tratase. Y era obvio que había pasado a buscar a Fred por un campo de golf para que la acompañase a la ciudad. De acuerdo con la vestimenta de éste, estaba claro que a Fred le encantaba el color pistacho. Amanda Leer se liberó del protector brazo de su marido y se me acercó.

– Ahora escúchenme todos -pidió Crabtree, tratando de interponerse entre la señora Leer y yo. Ella lo rodeó y se plantó ante mí. Su vestido desprendía un intenso olor acre a cedro.

– Es usted un caradura, señor -me espetó.

– Lo siento -dije.

La severidad de su tono atrajo la atención de Walter, que levantó la vista de la chaqueta.

– Estoy totalmente de acuerdo -dijo sin mirarme a la cara, me pareció que no porque mi presencia lo intimidase, sino porque sentía vergüenza ajena. Mi paranoia de adicto al cannabis volvió a hacer de las suyas. ¿Vería todo el mundo que iba colocado?-. Tú y yo tenemos que hablar.

– Supongo que tienes razón -dije. Me pregunté cuánto le habría contado Sara. Probablemente, pensé, todo.

Crabtree cogió del brazo a Walter, intentando que se calmase.

– Walter, si pudiéramos…

– No creo que haya nadie en esta habitación que en estos momentos te tenga en gran estima, Grady -me dijo Sara en un tono amenazador.

Miró hacia una esquina de su despacho en la que había una enorme bolsa de nailon de esas que utilizan los esquiadores para llevar el equipo. No tuve excesivas dudas sobre cuál podía ser su contenido. La imagen del cadáver de Doctor Dee en su ataúd de nailon me conmovió profundamente. De pronto recordé su afición a colocar palos sobre la hierba del jardín trasero de los Gaskell de manera que formaban jeroglíficos casi descifrables. Se había pasado toda la vida tratando desesperadamente de comunicar algún importante mensaje que nadie fue capaz de entender y que se llevó a la tumba consigo. Esta reflexión me produjo una reacción sorprendente. Sorprendente al menos para mí. Me senté ruidosamente en una de las sillas de cuero y cromo del despacho, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar.

– Grady. -Sara acudió a mi lado, tan cerca que hubiera podido tocarme; pero no me tocó-. ¿Terry? -insistió, en un tono de voz entre suplicante y recriminatorio. Supongo que creía que Crabtree me había suministrado alguna cosilla de su legendaria farmacia ambulante. Cuando Sara y yo nos conocimos abusaba del alcohol, pero hacía muchos años que no me veía llorar, y nunca lo había hecho cuando otras personas se encontraban a nuestro alrededor. Debo añadir que cuando digo que me senté y rompí a llorar no me refiero a copiosas lágrimas y a un vigoroso sollozo de ópera de Puccini. No. Tan sólo fui capaz de la más trillada muestra de aflicción masculina, sofocada, prácticamente silenciosa, con los ojos apenas humedecidos, como alguien que trata de contener un bostezo.

– Sí, bueno… -dijo Crabtree. Tras comprobar que perdía el control y me metía en un arcén lleno de zarzas, decidió coger el volante-. Señora Leer, señor Leer, encantado de conocerlos. Me llamo Terry Crabtree, y soy editor de Bartizan. He estado leyendo la obra de James este fin de semana y he quedado maravillado por su talento. Deberían sentirse orgullosos de él.

– Oh… Bueno… -Fred Leer echó un vistazo a la expresión de su esposa para decidir qué debía responder. Ella asintió-. Por supuesto que lo estamos. Pero…

– Walter, si tú, James y los señores Leer queréis acompañarme… Sara, ¿hay algún sitio donde podamos hablar tranquilamente? Walter, por fin he podido echarle una ojeada a tu libro, y hay varias cosas que querría comentarte.

– ¿En serio? Pero yo… Creo que debería…

– He quedado impresionado.

– Walter -intervino Sara, en un tono seco y administrativo-, ¿por qué no acompañas al señor Crabtree y a los señores Leer a la sala Hurley? Yo me ocuparé del profesor Tripp.

Walter dudó unos instantes, sin dejar de mirar a su esposa. Su rostro de facciones marcadas mostraba una sonrisa pétrea, que tanto podía denotar enojo como mera resignación. Advertí que evitaba de forma deliberada mirarme a la cara. Pensé que, de todas las posibles formas de reaccionar ante mi presencia, aquella ofendida altivez no era ni la menos adecuada ni la menos merecida por mi parte. Walter llevaba la chaqueta de Marilyn colgada de un brazo y acariciaba su cuello maquinal y delicadamente. Su mirada ausente seguía fija en su esposa. Pensé que le estaba dando una última oportunidad. Ella puso una mano sobre mi hombro. Él asintió y salió del despacho detrás de Crabtree y los Leer.

– Bueno, ¿qué mosca le ha picado, profesor Tripp? -me preguntó Sara.

En un primer momento no respondí, porque me costaba respirar.

– He perdido mi novela -conseguí decir, identificando por fin el origen de mis lágrimas. La imagen de Doctor Dee ordenando inútilmente sus palos sobre la hierba me había hecho sentir una terrible lástima, pero, evidentemente, no por él-. He perdido Chicos prodigiosos.

– ¿El manuscrito entero?

– Salvo siete páginas.

– ¡Oh, Grady! -Se acuclilló junto a mi silla y atrajo hacia su pecho la confusa cabeza en la que vastos universos aullantes estaban estallando en mil pedazos. Apoyó la fría palma de su mano sobre mi frente, como para comprobar si tenía fiebre. El tono de su voz era áspero pero tierno-. Eres un desastre.

– Lo sé.

Echó un vistazo a mis sienes en busca de canas. Cuando encontró una, dio un despiadado tirón.

– ¡Aaay! ¿Cuántas tengo?

– Docenas. Es lamentable.

– Ya soy viejo.

– Muy viejo. -Me arrancó otra y se puso a examinarla con aire filosófico, como Hamlet con la calavera-. Bueno, pues se lo he contado todo a Walter.

– Me lo figuraba. ¡Ay! Ya lo sabía, ¿verdad?

– Por lo que me ha dicho, no.

Levanté la cabeza y la miré.

– ¿Todavía te quiere?

Sara meditó la respuesta. Apretó la lengua contra una mejilla, se balanceó sobre los talones y entornó los ojos, tratando de recordar la conversación que hablan mantenido.

– No me comentó nada al respecto -dijo finalmente-. Y tú, ¿todavía… quieres a Emily? No me respondas. ¿Qué dijo cuando le contaste lo nuestro?

¿Le había contado a Emily lo nuestro? Era incapaz de recordarlo. Todavía sentía la fría huella de la mano de Sara sobre la frente.

– No -dijo cuando se dio cuenta de que de mi bloqueado cerebro no saldría ninguna respuesta en breve plazo-. Tampoco me respondas a eso. Sólo… Sólo dime qué piensas hacer.

De pronto fui consciente de la presencia de mis pulmones, de su inexplicable y regular funcionamiento, del ritmo de mi respiración, siempre presente, audible, visible, palpable. ¿Por qué mis pulmones no se detenían sin más? ¿Qué sucedería si lo hiciesen? ¿Qué sucedería si lo único que hubiese mantenido a mis pulmones en funcionamiento durante todos aquellos años hubiera sido el mero hecho de que jamás había pensado en ellos?

– ¿Grady?

– No puedo respirar -dije.

La mente académica de Sara Gaskell creyó descubrir en mi comentario algún mensaje subliminal. Se puso en pie y se apartó de mí, como si la hubiese magreado. Sara entendió que lo que yo pretendía decir era que ella y el asunto del bebé me asfixiaban. Y tal vez fuese cierto.

– Muy bien -dijo, señalando la puerta-. Fuera. Adiós.

– No, lo siento. -Extendí una conciliadora mano hacia ella-. No quería decir eso…, es sólo que estoy muy cansado.

– Muy colocado, querrás decir.

– ¡No! ¡Sólo he dado una calada! ¡De verdad! ¡Después lo he apagado inmediatamente!

– ¡Vaya novedad! -dijo con sorna, y consultó su reloj-. ¡Las dos menos cuarto! ¡Dios mío, la fiesta de clausura!

Cuando levantó la vista, su mirada era cortante, fría y no desprovista de odio. Le había hecho perder el tiempo, y eso era lo peor que uno podía hacerle a Sara Gaskell.

– Muy bien, Grady, tú te quedas y yo me marcho. Tengo que solucionar el tema James Leer antes de la fiesta de clausura. Tú puedes quedarte aquí sentado y recuperar la respiración, ¿de acuerdo? Respira mucho. Respira, fúmate un porro y tal vez consigas alguna que otra absurda lagrimita más.

– Sara…

Me puse en pie, di un paso hacia ella e hice la última intentona cínica y patética que cualquiera que me conociera bien esperaría de mí.

– Sara -dije-, ¿qué me dirías si te propongo que te cases conmigo?

Sara extendió el brazo, puso su mano izquierda sobre mi estómago y me mantuvo unos instantes a esa distancia. Después, como si me estuviese balanceando sobre el estrecho filo de una roca, en lo alto de un cañón, con un profundo abismo a mis espaldas, Sara me dio el más cariñoso de los empujones. Antes de caerme, me fijé, con una súbita punzada de dolor, en el pálido brillo de su alianza. Después me di un buen golpe contra el suelo.

Pasó por encima de mí, salió a la sala de espera y se marchó con paso presuroso hacia la sala Hurley. Sus tacones resonaban contra el suelo de mármol y el dobladillo de su falda plisada se mecía en el aire tras ella como las colas de un látigo. Al cabo de un rato oí voces en el pasillo y el traqueteo del ascensor. Después, silencio absoluto. Y ésa, habría opinado sin duda cualquiera que me conociera bien, era exactamente la respuesta que me merecía.


No quería llamar la atención entrando en el auditorio en plena conferencia, así que subí por las escaleras hasta el anfiteatro y tomé asiento en una butaca del fondo. Sin embargo, había menos gente allí escuchando la despedida de rigor a cargo de Walter Gaskell que dos noches atrás en la conferencia de Q., y a los pocos minutos bajé hasta la primera fila y me senté en la butaca de la esquina izquierda. Junto a mi cabeza, sujeta a la pared por un hierro en arabesco, había una enorme cortina de terciopelo llena de polvo. Me apoyé contra ella, inhalé el denso olor del mohoso paño y eché un vistazo a las quinientas cabezas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara.

Di con Crabtree, repantigado y en mangas de camisa en la primera fila, que miraba a Walter con expresión somnolienta y satisfecha. De ser un gato, hubiera estado relamiéndose los bigotes para limpiarse los restos de sangre y plumas. Vi que le había dejado para la ocasión su americana de color champiñón a James, que la llevaba encima de la vieja camisa de franela. James estaba sentado a su lado, muy tieso, con las manos cruzadas pulcramente sobre el regazo y la nuez subiendo y bajando como si estuviese bebiéndose los mesurados consejos de su singular decano, la previsible homilía de Walter Gaskell que, ante una audiencia en la que abundaban agentes y editores, invitaba a trabajar duró en la obra que uno está escribiendo sin pensar en cosas tan vulgares como encontrar agente o editor.

Cuando en la punta de su fila alguien tosió, James se volvió y alzó la vista, y, claro, me vio. Me sobresalté, porque creía que ahí arriba, escondido como John Wilkes Booth [46] tras una polvorienta cortina de terciopelo y tras el telón de mi propia soledad, pasaba totalmente inadvertido. James abrió unos ojos como platos y estuvo a punto de darle un codazo en las costillas a Crabtree, pero lo detuve a tiempo llevándome el índice en posición vertical a los labios y tapándome la cara con un pliegue de la cortina. Aunque en un primer momento pareció dudar, acabó por asentir con solemnidad y se volvió hacia el escenario. Al ver a James con la americana de Crabtree me sentí abandonado, una reacción, sin duda, desproporcionada ante algo tan anodino como que dos amantes compartieran su ropa. De pronto me sentí privado no sólo de Crabtree y su cariño, sino también de la brillante imagen que tenía de mí y de mi trayectoria vital. Ya sé que no está muy de moda en estos tiempos nada románticos que un hombre razonablemente heterosexual piense en encontrar su destino en el amor de otro hombre, pero siempre había tenido esta actitud con respecto a Crabtree. Supongo que se podría decir que siempre había creído que, hasta cierto punto, Crabtree era el hombre de mi vida, y que yo representaba lo mismo para él. Supongo que, en el fondo, era lógico que la que fue la primera gran pasión humana de mi vida fuese la última en abandonar el barco a punto de irse a pique en que me había convertido.

En cualquier caso, no había ido allí para encontrar a Crabtree. Me incliné hacia adelante en mi butaca y seguí inspeccionando a la gente sentada en las interminables filas de butacas que tenía debajo, tratando de localizar a Sara Gaskell. Por el momento había conseguido olvidarme de mi respiración, pero la marihuana seguía haciendo efecto en mi cerebro y ahora eran los músculos y la mecánica de funcionamiento de mi garganta lo que me obsesionaba. Estaba pensando tan intensamente en el acto reflejo de tragar, que, de pronto, me resultó imposible hacerlo. No lograba dar con Sara, y de tanto escudriñar la movediza masa de cabezas de abajo empecé a marearme.

– ¿Busca a alguien?

Era Carrie McWhirty, la insufrible autora de Liza y los hombres pantera. Era una chica prematuramente maternal, con gafas de montura metálica a través de las cuales me miraba con el ceño fruncido y aspecto de estar algo más que ligeramente asqueada. Me pregunté si ya circularían rumores sobre mi mezquino comportamiento.

– Carrie -dije-, no te había visto.

– Lo sé -dijo ella, en un tono de voz triste como el sonido de un fagot-. ¿Busca a Hannah? -Señaló con un dedo-. Está allí.

Sabía que no debía hacerlo, pero -precisamente por ello- miré. Hannah estaba sentada en una fila alejada del escenario, en la parte derecha, junto a uno de los pasillos. Asentía con la cabeza cada pocos segundos y sonreía tapándose la boca con la mano. Descubrí que la persona que tenía sentada a su derecha le divertía más que Walter Gaskell y, sin duda, lo hacía a expensas de éste.

Llevaba el pelo recogido y su nuca quedaba a la vista. De pronto apareció una mano por su espalda y se posó suavemente sobre su hombro izquierdo; ella la toleró. Movió las piernas, embutidas en sus botas rojas, y el programa de actos resbaló de su regazo. Cuando se agachó para recogerlo, pude ver a su acompañante: un sonriente y sonrosado rostro enmarcado por una melena de cabello más rubio incluso que el de Hannah. Me apoyé contra el respaldo de la butaca y cerré los ojos.

– ¿Quién es ese tío? -preguntó Carrie-. ¿Lo conoce?

– Se llama Jeff -le informé.

Tardé un buen rato en poder abrir los ojos de nuevo. Estaba sentado, escuchando la suave voz de Walter con su ligero acento granítico típicamente neoyorquino. Parecía que estaba terminando su discurso; relató algunos incidentes supuestamente divertidos de los últimos días, ninguno de los cuales tenía relación ni con el asesinato de un perro, ni con el robo de una prenda sagrada, ni con una esposa que llevaba en sus entrañas al hijo de otro hombre.

– Y ahora -dijo-, tengo algunas buenas noticias y varias felicitaciones que transmitirles.

Hizo una pausa. Por fin había llegado el gran momento. Una de las participantes en el festival literario había encontrado editor para su libro infantil Manchas de sangre en un sujetador. Otro, un tipo al que yo conocía y que escribía artículos para el Post-Gazette, había colocado su novela policiaca El langostino solitario en la editorial Doubleday. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez he invertido los títulos. Se escucharon aplausos que, imaginé, hicieron que los agraciados se pusieran en pie para agradecerlos.

– Y resulta particularmente emocionante -continuó Walter- anunciar que James Leer, estudiante de esta facultad, ha encontrado editor para su primera novela, cuyo título, si no me equivoco, es El delicioso desfile. [47] Abrí los ojos a tiempo para ver cómo Walter, con una sorprendente expresión de cariño y benevolencia en su rostro, felicitaba a James. El público aplaudía y reclamaba que el triunfador se pusiera en pie, pero él siguió inmutable en su butaca de la primera fila, con las manos sobre el regazo y la mirada fija al frente, contemplando el polvo que flotaba en los haces de luz de los focos del auditorio. Por fin, Crabtree le dio un codazo en las costillas y James se levantó como un títere movido por hilos. Carrie McWhirty lo señaló con el dedo y le susurró al oído a la persona que tenía al lado:

– Vamos a la misma clase.

James se volvió para encararse a las quinientas personas que tenía detrás y a las cincuenta que tenía encima. Parecía desorientado y asustado, como un niño en medio de una bandada de palomas que levantan el vuelo en una plaza. La americana que le había dejado Crabtree le sentaba realmente mal a su larguirucha figura. El cuello le quedaba excesivamente grande y de las mangas sobresalían varios centímetros de pálida muñeca. Llevaba los ajados zapatos negros de siempre y la camisa roja a cuadros, que contribuía considerablemente a su desastrado aspecto. Permaneció en pie, como un espantapájaros colgado de un clavo, mientras los aplausos primero perdían intensidad, después se espaciaban y, finalmente, cesaban por completo. El auditorio quedó en silencio y James siguió de pie, bamboleándose ligeramente y tragando saliva ostensiblemente, con aspecto de estar a punto de vomitar. Comprobé que no era, en absoluto, ese momento mágico que retratan las películas y las novelas en que el chiflado de turno, diana de todas las burlas y odios, recibe por fin una gran ovación. La admiración de quienes lo atormentaban no era para él más que un nuevo tormento.

– Ese tío es una especie de extraterrestre -le comentó Carrie a su vecino de butaca-, ¿entiendes lo que quiero decir?

– ¡Haz una reverencia, James! -le pidió Hannah en voz lo bastante alta para que el auditorio en pleno lo oyese. La gente se rió. James la miró. Se había puesto rojo como un tomate. Tras un último e inocente instante como extraterrestre, James abrió los brazos, inclinó la cabeza e hizo su primera reverencia de chico prodigioso. Después se dejó caer sobre su butaca como un paraguas arrastrado por el viento y se tapó la cara con ambas manos.

Walter Gaskell se aclaró la garganta y prosiguió su discurso, como si estuviera impaciente:

– Por último, aunque probablemente no por ello sea menos importante, debo decir que Terry Crabtree, de Bartizan, también ha decidido publicar mi libro, El último matrimonio americano, del que algunos de vosotros ya conocéis varios fragmentos.

Aplausos estruendosos, entusiastas, obsequiosos. Crabtree le dio a James una palmada en el hombro y un afectuoso apretón; un nuevo episodio para ser recreado por la ágil pluma de Terry Crabtree en sus hipotéticas memorias. Walter hizo una rápida y digna reverencia, dio las gracias a las secretarias y voluntarios de la organización, citó una frase de Kafka sobre hachas y hielo, nos deseó un año productivo y, con una risotada muy televisiva, dejó que la audiencia de escritores en cierne levantara el vuelo como una bandada de horribles murciélagos. Se encendieron las luces y la gente empezó a salir del auditorio.

– ¿Viene, profesor Tripp? El señor Q. da una fiesta en casa de los Gaskell -me comunicó Carrie-. Me dijo que estaba invitada -añadió.

– No, creo que no voy a ir -le dije. Vi cómo Jeff seguía a Hannah por el pasillo, con una mano en su cintura. Se detuvieron para felicitar a James, que se levantó y empezó a tirar de los puños de la americana, rodeado de gente que le daba la enhorabuena.

– Bueno -dijo Carrie en tono dubitativo-, pues ya nos veremos, profesor Tripp.

– Seguro -dije, y en ese momento vi a Sara en la otra punta del auditorio, junto a una salida lateral. Me pareció que me miraba. Me puse en pie y levanté un brazo, pero cuando la saludaba, agitando la mano frenéticamente, se volvió y salió del auditorio sin responder a mi gesto.

Le dediqué a Carrie McWhirty una gélida sonrisa y, cuando me dejó a solas, me desplomé sobre la butaca, como alguien agotado por la fiebre. Me puse una mano sobre la frente y me pareció que, de hecho, tenía algunas décimas. El murmullo de las conversaciones de la gente que se despedía en el vestíbulo subió de volumen momentáneamente y después se acalló por completo. En el auditorio apareció Sam Traxler con una aspiradora y un carrito repleto de accesorios de limpieza, y empezó a pasearse por los pasillos y entre las butacas recogiendo los desperdicios más voluminosos, que metía en una bolsa de plástico. Al cabo de un rato también él desapareció y me quedé completamente solo. Lo había perdido todo: mi novela, mi editor, mi esposa, mi amante, la admiración de mi mejor alumno, todos los frutos de la última década de mi vida. No tenía ni familia, ni amigos, ni coche, ni, probablemente, tras los acontecimientos del fin de semana, empleo. Me apoyé contra el respaldo de la butaca, y al hacerlo escuché el inconfundible ruidito de una bolsa de plástico al arrugarse. Metí la mano en el bolsillo roto de mi chaqueta y la deslicé por el agujero hasta el forro, donde encontré la bolsita de marihuana, templada por el calor de mi cuerpo.

En la platea se oyó un chirrido de goznes. Sam Traxler había vuelto a entrar en el auditorio y se disponía a poner en marcha su aspiradora de reluciente acero cromado. Un instante antes de que lo hiciera, le grité:

– ¡Hola, Sam!

Levantó la vista lentamente, sin mostrar sorpresa, como si estuviese habituado a que alguien le llamase desde el anfiteatro vacío.

– ¡Oh! ¡Hola, profesor Tripp! -dijo.

– Sam, ¿te sueles colocar? -le pregunté.

– Sólo mientras trabajo.

Me asomé por la barandilla, le mostré la bolsita e intenté lanzarla, como un dardo o un avión de papel. Pero quedó enganchada en un pliegue del cortinaje de terciopelo que cubría la parte exterior del anfiteatro. Me asomé más, haciendo fuerza con las piernas contra la butaca que tenía detrás, y sacudí el cortinaje. La bolsita cayó revoloteando como una hoja seca. Sam se acercó para recogerla. Ahora sí que ya no me quedaba nada de nada.

– ¡Joder! -exclamó-, ¿Me la da? ¿En serio?

Le aseguré que sí. De pronto, sentí olor a sangre en la nariz y a mi alrededor el aire se llenó de lucecitas parpadeantes y filamentos de perlas luminosas. Un rumor submarino asaltó mis oídos, como si alguien me hubiese aplastado contra las orejas un par de caracolas.

– Oh -dije, y mi cuerpo, que seguía apoyado por el vientre en la barandilla, se balanceó como un piano Stenway en el antepecho de la ventana de un segundo piso.

De pronto sentí, por decirlo de alguna manera, que el aparejo de la polea se destensaba. La verdad es que no sé muy bien qué fue lo que me hizo tambalearme. Un cuerpo de la talla del mío está sujeto a las misteriosas fuerzas gravitatorias que afectan a los océanos y a las laderas de las montañas. Lo que me esperaba al precipitarme al vacío era romperme la crisma y destrozar las butacas vacías que había abajo con unos efectos destructivos semejantes a los de un desbordamiento del río Monongahela. Para ser sincero, debo añadir que, por un instante, justo antes de perder el conocimiento, esa perspectiva me pareció maravillosa. Me desplomé hacia adelante, arranqué un par de puñados de polvo del cortinaje y empecé a caer.

Sentí un fuerte tirón en el cuello. El botón superior de mi camisa saltó y me golpeó en la mejilla. Noté que alguien me subía lentamente hacia el anfiteatro y después me tendía en el suelo boca arriba. Unas manos presionaron delicadamente mi frente. Justo antes de cerrar los ojos tuve una momentánea visión del rostro de Sara. Parecía contemplarme desde una altura indeterminada.

– ¿Grady? -dijo, perpleja-. ¿Qué estabas haciendo, maldito idiota?

Abrí la boca e intenté responder a la pregunta, pero no pude. El matiz de ternura en su voz me hizo concebir esperanzas, y sentí un agudo dolor en el pecho al expansionarse súbitamente el último músculo esperanzado de mi cuerpo.


Me elevé como una cometa, a trompicones, atado al pellejo mortal de Grady Tripp por medio de un fino hilo nacarado. A mis pies se extendía Pittsburgh, con sus edificios de ladrillo, sus negros tejados y sus viaductos de hierro, con sus hondonadas cubiertas por la niebla y medio oculta por la lluvia. El viento me levantaba las solapas de la chaqueta y resonaba en mis oídos como los latidos de un corazón. Había pájaros en mi cabello. Me creció una puntiaguda barba de hielo en el mentón. No me lo invento. Oí que Sara me llamaba y miré hacia abajo, hacia la niebla y la lluvia de mi vida en la Tierra, y vi que se arrodillaba junto a mi cuerpo e insuflaba su aliento en mis pulmones. Era cálido y acre, repleto de vida y de aroma de tabaco. Lo bebí a grandes tragos. Me agarré al hilo opalescente y empecé a descender hacia mi cuerpo terrestre.


Al despertarme me encontré en una habitación de hospital escasamente iluminada, desnudo bajo una camisola de papel azul pálido, con un gota a gota en el brazo izquierdo que me suministraba mi glucosa vespertina. Era una agradable habitación de dos camas, con un papel alegre en las paredes y un ramo de nomeolvides en un jarrón sobre la repisa de la ventana, tras la que se veía una impresionante iglesia de piedra negra al otro lado de la calle. Detrás del campanario se vislumbraba una franja de cielo de un azul muy pálido. La cortinilla que me separaba de mi compañero de cuarto estaba corrida, pero veía los pies de su cama y más allá el pasillo, de un azul gélido.

– ¿Hola? -dije, dirigiéndome a quienquiera que estuviese al otro lado de la cortinilla-. Disculpe, ¿podría decirme en qué hospital estoy?

No hubo respuesta, así que pensé que tenía un compañero de habitación con la mandíbula cosida, comatoso, afásico o incapaz de contestar por algún otro motivo. Finalmente, caí en la cuenta de que estaba solo. Mientras contemplaba cómo los últimos restos de azul desaparecían en el cielo nocturno tras la ventana, sentí que una tremenda soledad descendía sobre mí.

– ¡Sara! -exclamé.

Notaba un ligero picor en la muñeca derecha. Me froté el brazo contra las sábanas durante un rato, antes de bajar la vista y descubrir que llevaba un brazalete de plástico con mi nombre y una serie de números que indicaban en código las características concretas de mi colapso. Encima de estos datos, en letras negras perfectamente legibles, figuraba el nombre del hospital. Era un centro muy conocido y caro, que gozaba de una inmejorable reputación y estaba a quince minutos en taxi del auditorio del campus. Eché un vistazo a la radio-despertador que había sobre la mesilla de noche. Eran las siete y veinte. Sólo había estado inconsciente un par de horas.

A las siete y media entró el médico de guardia. Era un médico residente, joven, con el pelo muy largo, nariz puntiaguda y unos ojos azules tan fríos e inquietantes como los de Doctor Dee. Necesitaba un afeitado y tenía el semblante triste y fatigado de quien está a punto de acabar su turno, semejante al de un viajero que baja de un avión tras treinta horas de vuelo. Leí su nombre en su acreditación: GREENHUT. Me miró con tal expresión de desagrado que, por un momento, me pregunté si me conocía.

– ¿Y bien? -dijo.

– He sufrido un desvanecimiento.

Decidí no contarle que además, por lo que recordaba, había estado muerto un rato.

– En efecto.

– Últimamente me pasa a menudo -le expliqué.

– Ajá -dijo-. Tengo entendido que también fuma mucha marihuana.

– Sí, bastante. ¿Cree que por eso sufro estos mareos?

– ¿A usted qué le parece?

– Supongo que es posible.

– ¿Cuánto tiempo hace que los sufre?

– ¿Los mareos? -pregunté, en un tono que me recordó tanto al de Blanche DuBois [48] que temí haberme vuelto afeminado-. Creo que hace aproximadamente un mes.

– Veamos si se puede poner en pie. Tenga cuidado con el gota a gota.

Me incorporé lentamente, evitando movimientos bruscos.

– ¿Qué tal se siente?

– Bastante bien -dije.

De hecho, notaba una estabilidad y una claridad mental que hacía tiempo que no sentía, probablemente años. El dolor de mi tobillo había desaparecido casi por completo.

– ¿Cuánto tiempo lleva fumando marihuana?

– Bastante.

– ¿Cuánto?

– Creo que desde que Spiro T. Agnew era vicepresidente. Sí, unos veinte años.

– Entonces lo más probable es que ambas cosas no estén relacionadas. ¿Ha habido algún cambio importante en su vida durante el último mes?

– Uno o dos. -Pensé inmediatamente en Chicos prodigiosos. Hacía casi un mes que había tenido la imprudente idea de intentar terminar la novela. Al pensar en ello, caí en la cuenta de que los mareos habían aumentado de frecuencia e intensidad a medida que se acercaba el día de la llegada de Crabtree y mis esfuerzos por escribir la palabra «Fin» seguían sin dar resultado-. No me he alimentado demasiado bien. He bebido mucho durante el último par de días, aunque sé que me sienta mal.

– Y su esposa le ha abandonado.

Me senté al borde de la cama. La camisola de papel hizo mucho ruido al arrugarse.

– ¿Eso también consta en mi ficha médica?

– Estuve hablando con la mujer que le salvó la vida -me dijo en un tono neutro, carente de cualquier matiz melodramático, como si todo el mundo dispusiese de una mujer así, o al menos supiese dónde se podían alquilar sus servicios.

– Ajá.

Me llevé los dedos a los labios, todavía doloridos e inflamados por la presión a la que durante un buen rato los había sometido el beso salvador de Sara.

– Está preocupada por usted -dijo el doctor Greenhut. Consultó su reloj a hurtadillas. Para evitar que se notase que lo hacía, lo llevaba al revés, con la esfera en la cara interna de la muñeca. Era un buen tipo, y se esforzaba por mostrar interés por mi caso, pero yo tenía claro que mi desvanecimiento no era más que una minucia en su agotador día a día-. Debería consultar a un médico, señor Tripp, a un internista.

– Eso haré -dije.

Hubo una pausa en nuestra conversación mientras el doctor Greenhut consultaba la tablilla que tenía en las manos. Al volver a dirigir su atención hacia mí, dijo:

– Y creo que también debería pensar seriamente en acudir a un psicoterapeuta.

– Le han explicado lo del perro, ¿no?

Asintió. Cogió la butaca de cuero que tenía detrás, la acercó arrastrándola hasta los pies de mi cama y se sentó con cierta precaución, como si temiese no ser capaz de levantarse de ella.

– Tiene un problema con las drogas, ¿de acuerdo? -Lo dijo sin particular amabilidad ni desdén-. Y no hay duda de que últimamente no se ha cuidado demasiado. Está desnutrido. Además, ese perro le mordió el tobillo, y se ha infectado. Tuvo suerte de que lo trajeran aquí hoy. Uno o dos días más y habría perdido el pie. Hemos tenido que administrarle una dosis masiva de antibióticos.

– Gracias -susurré débilmente.

– En cuanto a los mareos, no sé. Tengo entendido que últimamente ha estado sometido a una gran tensión. Eso podría explicarlos.

– ¿Son ataques de ansiedad?

– Posiblemente.

– ¡Qué decepcionante! -ironicé.

Se frotó la comisura de los labios con un nudillo para que no notase que mi broma no le hacía sonreír. Supuse que estaba demasiado cansado para hacerlo.

– ¿Y mi amiga, Sara, sigue ahí fuera?

– No -respondió, y dejó que asomase en sus ojos un ligero brillo de lástima-. Dijo que tenía la casa llena de invitados.

– Tengo que verla -le aseguré-. ¿Me va a poner muchos problemas para dejarme marchar?

– Mmmm.

Repasó mentalmente mi caso durante unos segundos, sin necesidad de consultar las notas de la tablilla de aluminio, que ahora tenía bajo el brazo. Al final creo que basó su decisión en la desesperación de mi mirada.

– Le diré lo que vamos a hacer -dijo-. Dejaré que se vaya con una condición.

– ¿Cuál?

– Que sea la última estupidez que haga.

– Entonces, será mejor que me vuelva a meter en la cama -dije. Esta vez no necesitó llevarse el nudillo a la comisura de los labios-. Era una broma.

– Escuche -dijo. Volvió a consultar su reloj, ahora sin disimulos-. En realidad, no puedo retenerlo aquí si desea marcharse. Hablaré con la enfermera. Voy a recetarle un tratamiento a base de ampicilina para la mordedura, ¿de acuerdo? Pida la receta al salir y sígala al pie de la letra.

– Al pie de la letra -repetí-. Bueno, gracias por todo.

Pero el médico ya prácticamente había salido de la habitación, en la que sólo quedaban los ondulantes faldones de su bata. Un minuto después entró una enfermera y me liberó de mi cena intravenosa. Me puse mis mugrientos tejanos, la camisa, que apestaba a sudor, y la chaqueta de pana con el bolsillo agujereado. Fue al salir de la habitación cuando descubrí la identidad de mi silencioso compañero de cuarto.

– No se olvide su tambor para encantar serpientes, o lo que sea, señor Tripp -dijo la enfermera.

Se trataba, evidentemente, de la negra y pesada sombra que me perseguía, mi Alecto [49] de latón, la Tuba digna de un relato de August Van Zorn. Bajó conmigo en el ascensor, me siguió por la recepción hasta las puertas del hospital y se quedó contemplándome mientras calculaba la distancia que había caminando hasta casa de Sara y me enfrentaba al para mí poco familiar ejercicio de tomar una decisión. Si mi recién curado tobillo resistía, podía llegar en media hora. Pero una vez allí, ¿qué iba a decirle? Durante el último fin de semana, al menos, dos cosas habían quedado claras para mí: la primera era que, con la vida que llevaba entonces, sería una irresponsabilidad introducir en ella a un bebé; la segunda era que, si Sara abortaba, nuestra relación se iría a pique. Ella había decidido -y supuse que resultaba comprensible- que aquél fuese el momento de la verdad en la hasta entonces imprecisa historia de nuestro amor; por tanto, o acabábamos siendo los padres de nuestro hijo, o nos convertiríamos en un par de amargados ex amantes que al mirar atrás se encontrarían con cinco años perdidos en una relación fracasada. Ya era mala suerte que mis poco atléticos espermatozoides, sometidos a una dieta de marihuana, se las hubiesen apañado para reunir fuerzas y emprender una última y descabellada incursión uterina, a consecuencia de la cual cinco maravillosos años de amor, complicidad y estimulantes relaciones furtivas acababan convirtiéndose en un referéndum sobre mi idoneidad como padre. Era mala suerte, pero así estaban las cosas.

Cambié la tuba de mano. Traté de imaginarme dentro de ocho meses, sosteniendo contra mi velludo pecho a una dulce criatura pecosa; una pequeña quimera, con algo de Sara, algo mío y algo de azar genético. Me imaginé un bebé cabezón, de ojos hundidos, como los que representaba Edward Gorey, [50] embutido en un anticuado camisón, con los puños cerrados y una naturaleza vandálica. Admitamos, me dije, para hacer las cosas más simples, que traer al mundo a otro horrible mutante de la estirpe Tripp no tiene por qué ser por definición una mala idea. ¿Cómo se las arregla uno para saber si realmente quiere tener un hijo o no? Durante todo el tiempo que Emily y yo estuvimos supuestamente tratando de conseguir que ella quedase encinta, jamás se me ocurrió preguntarme si realmente deseaba que nuestro empeño llegase a buen puerto; tal vez porque en el fondo estaba convencido de que ninguna relación amorosa expuesta durante largo tiempo a las perniciosas radiaciones de mi carácter podía dar algún fruto. ¿Se sentía la necesidad de tener un hijo? ¿Consistía en una determinada forma de ansiedad física, de anhelo espiritual, de obsesivo hormigueo como el que se siente cuando a uno le amputan un miembro?

Volví a entrar en la recepción con la tuba y me dirigí al mostrador de información, atendido esa noche por una elegante mujer madura con una blusa a rayas. Tenía el cabello plateado y llevaba las uñas pintadas y un broche con una esmeralda. Estaba leyendo la tercera novela de Q. -la protagonizada por el juez de primera instancia que es un obseso sexual- y parecía estar cautivada y horrorizada al mismo tiempo.

– ¿Tienen ustedes, por casualidad, bebés en este hospital? -le pregunté cuando levantó la vista del libro-. Ya sabe, en esa sala donde uno los puede mirar a través de un cristal.

– Bueno -dijo, dejando el libro-, sí, tenemos una maternidad, pero no sé…

– Es para un libro que estoy escribiendo.

– ¡Oh! ¿Es usted escritor? -me preguntó, interesada, pero mirando con suspicacia la tuba.

– Lo intento -respondí, y alcé la tuba-, pero la sinfónica me quita muchísimo tiempo.

– ¿En serio? Mi marido y yo fuimos el viernes pasado a ver Harold en Italie, ¿qué le parece la obra? Solemos ir a conciertos muy a menudo. Seguro que debemos haber visto…

– Bueno, es una orquesta de Ohio -dije-, la Filarmónica de Steubenville.

– ¡Oh!

– Es una orquesta muy pequeña. Tocamos mucho en bodas.

Ahora me miró con más detenimiento. Como me había saltado un botón, me cerré el cuello de la camisa con la mano y traté de poner cara de melómano.

– Quinta planta -dijo finalmente.

Así que la tuba y yo fuimos a echar un vistazo a los bebés. Sólo había dos a la vista en aquel momento, tumbados en sus cunas de cristal como un par de retorcidos nabos gigantes. Había un tipo, que supuse que sería el padre de uno de ellos, apoyado contra el cristal; era un hombre maduro como yo, con restos de serrín en los pantalones, el pelo engominado y un rostro grueso y medio adormecido de capataz de alguna fábrica. Su mirada pasaba continuamente de un bebé al otro y se mordisqueaba el labio como tratando de decidir en cuál de los dos tendría que gastarse el dinero conseguido con el sudor de su frente. Por la expresión de su cara, parecía pensar que ninguno de ellos era precisamente una ganga; ambos tenían una cabeza que parecía abollada, la piel de color púrpura y repleta de venas visibles a simple vista, y, por si fuera poco, no dejaban de agitar sus extremidades con movimientos espasmódicos, como si estuviesen luchando contra algún fantasma o invisible enemigo.

– ¡Chico, cómo me gustaría tener uno de ésos! -dije.

El tipo captó la ironía de mi tono, pero interpretó mal el comentario. Me miró, señaló con el pulgar hacia el bebé que no era el suyo y, con una media sonrisa, me dijo:

– Bueno, colega, tengo noticias para ti: ya lo tienes.

Algo más de media hora después llegué a una calle bordeada por frondosos árboles en el corazón de Point Breeze, donde en una época ya lejana los herederos de las grandes fortunas del acero y las especias jugaban sobre la hierba golpeando con mazos de oro pelotas que hacían pasar bajo aros de plata. Caminé junto a una siniestra verja de hierro hasta llegar a la entrada de la residencia de los Gaskell. Era una noche de primavera fría en una ciudad fluvial al pie de las montañas. En el aire flotaba una ligera bruma. La luz de las farolas era débil y difusa, como si la hubiese retocado con el dedo un artista entusiasta del pastel y dado al sentimentalismo. Todavía llevaba conmigo la tuba, sin ningún motivo concreto, salvo el hecho de que en las presentes circunstancias era una agradable compañía; lo cual es una manera de decir que era cuanto poseía. Todas las ventanas de la casa de los Gaskell estaban iluminadas, y mientras recorría el camino de acceso llegó a mis oídos el suave tintineo de un vibráfono. No oí gritos ni otros sonidos humanos de juerga, lo cual, por otra parte, no me sorprendió en absoluto, ya que la fiesta de clausura del festival literario, se celebrase donde se celebrase, era, por lo general, un baile de supervivientes, con una escasa concurrencia de gente cansada y resacosa. Deposité la tuba en el suelo y llamé al timbre.

Esperé. El viento agitó sonoramente las hojas de los árboles y dos segundos después empezó a llover a cántaros. Llamé con los nudillos. Probé con el pesado picaporte y descubrí que la puerta no estaba cerrada. Al entrar, sentí un estremecimiento de miedo.

– ¿Hola? -dije.

La casa estaba desierta. Di una vuelta por la planta baja, fui de la sala a la cocina y me abrí paso por las puertas batientes hasta el comedor. Por todas partes había signos de una reciente presencia de gente: vasos de plástico con marcas de carmín, ceniceros llenos de colillas, algunos sombreros y sudaderas tirados de cualquier manera, e incluso un par de zapatos. Toda la escena estaba impregnada de una extraña calma después de la batalla, como tras la acción de un rayo mortal o una nube tóxica.

– ¿Hay alguien en casa? -grité hacia el piso de arriba, y empecé a subir las escaleras. Mi llamada no obtuvo respuesta.

Desde el pelo me resbaló por la nuca una gota de lluvia, y sentí que un estremecimiento me recorría la espina dorsal. La puerta de la entrada seguía abierta y las susurrantes risotadas de la lluvia que repiqueteaba en los árboles y los charcos creaba una extraña armonía con el claqué de esqueletos danzantes del vibráfono. Una casa vacía, un hombre necio y temerario subiendo las escaleras al encuentro de su fatal destino, la espectral música de una orquesta de diablillos y esqueletos: me había convertido en el protagonista de un relato de August Van Zorn. Tal vez, pensé, nunca había sido otra cosa a lo largo de mi vida. De pronto, a mis espaldas se oyó un ruido sordo, como de un cuerpo golpeando contra el suelo. Pegué un bote y me volví rápidamente, preparado para ser devorado por las babeantes fauces del mismísimo Príncipe de las Tinieblas. Pero era sólo la tuba, que se había volcado en el porche; o eso, o trataba de moverse por sí misma.

– No puedo dejarte sola ni un momento -le dije, bromeando sólo a medias.

Bajé rápidamente las escaleras y me quedé en el recibidor, muy quieto, sin perder de vista la tuba e intentando descifrar qué debía de haber pasado y por qué todo el mundo se había ido. Desde donde estaba veía la cocina, y a través de sus ventanas descubrí que en el jardín trasero había una luz encendida. Entré en la cocina y aplasté la cara contra el cristal de una ventana. En el interior del invernadero de Sara brillaba uno de los neones de tenue luz violeta. Era perfectamente posible que en algunas ocasiones Sara dejase encendida a propósito alguna de las luces del invernadero, y bastante improbable que hubiese elegido aquel preciso momento para echar un vistazo a sus guisantes. A pesar de todo, me subí la chaqueta hasta cubrirme la cabeza y crucé el jardín chapoteando a la carrera. Llamé a la puerta del invernadero con los nudillos un par de veces y después la abrí y me dejé aspirar por aquella extraña casa de cristal con su hedor a abono a base de pescado, flores y putrefacción. Era la primera vez que entraba allí de noche. Sólo había un neón encendido, al fondo. Me quedé inmóvil unos instantes, tratando de adaptarme a la escasa luz y a la densidad del aire, recargado de un olor, mezcla de vainilla rancia y dulzona podredumbre, que identifiqué como el aroma de los narcisos. Era tan abrumador, que casi podía oírlo zumbar en mis oídos como si de un enjambre de abejas se tratase.

– ¿Sara? -llamé.

El murmullo de las flores parecía ir en aumento a medida que avanzaba por el invernadero, pero al llegar al eje central descubrí que el origen no estaba en el efecto que sobre mis nervios pudiese ejercer el denso perfume del lugar, sino en los irregulares y grotescos ronquidos de un maestro contemporáneo del arte del relato. Echado en el viejo sofá púrpura, bajo la palmera plantada en un tiesto, Q. dormía profundamente. Los faldones de la camisa le colgaban por encima del pantalón, tenía la bragueta abierta y en los pies llevaba tan sólo unos calcetines de fantasía con la puntera roja, manchados de tierra. Así que los zapatos de la sala eran los suyos. Incluso en sueños, Q. y su Doppelgänger proseguían su singular combate, ya que, si bien fruncía el ceño angustiadamente, el resto de su rostro mostraba una expresión plácida, incluso satisfecha, como si estuviese disfrutando de un merecido descanso. Aparte de las manchas de tierra en los calcetines, lucía un lamparón de sangre seca en el bolsillo de la camisa y llevaba un número de teléfono o un mensaje garabateado en el dorso de la mano. Me incliné y traté de leerlo. Estaba demasiado borroso para poder descifrar lo que ponía. La primera letra era una «c». Me pareció que CRETINO habría resultado muy apropiado. Encendí una luz del techo.

Q. abrió los ojos.

– ¡No! -gritó, y levantó las manos como para defenderse de mí.

– Tranquilo, tío -le dije-. Todo va bien.

Se incorporó.

– ¿Dónde estoy? ¿A qué huele?

– Es la respiración de las plantas -le expliqué-. Estás en el invernadero de Sara.

Se frotó la cara y se palmeó las mejillas. Después echó un vistazo a su alrededor durante el cual se detuvo a contemplar las puntiagudas hojas de la palmera y sus calcetines sucios. Meneó la cabeza.

– No -dijo.

– No tienes ni idea de cómo has llegado hasta aquí, ¿verdad?

– Ni la más remota.

Le apreté levemente el hombro, para animarlo.

– De acuerdo -dije-. Trata de responderme a esto: ¿tienes idea de adónde se ha ido toda la gente de la fiesta? -Señalé hacia la casa con la cabeza-. No queda ni un alma, y parece que los invitados se han largado precipitadamente. Hay vasos, cigarrillos y demás tirados por todas partes. -Consulté el reloj. Faltaba poco para las nueve-. Diría que la fiesta ha terminado antes de lo previsto.

– Sí…, uh…, bueno… -empezó, todavía algo confuso-. Sara… -Asintió con la cabeza-. Sara los echó a todos.

– ¿Sara? -No podía imaginármela haciendo algo tan bochornoso con toda aquella gente; era un comportamiento que chocaba frontalmente con la imagen de ecuanimidad que como rectora se había construido con tanto cuidado-. No parece propio de ella. -Sólo se me ocurría una posible explicación: había decidido de una vez por todas deshacerse del fruto de mi semilla que crecía en sus entrañas. De pronto se apoderó de mí la irracional certeza de que ya lo había hecho: tras echar a patadas a todo el mundo de su casa, sola e histérica, se había dirigido en coche a una sórdida clínica abortista en algún barrio poco recomendable de la ciudad-. ¿Por qué lo ha hecho?

– No lo recuerdo -dijo Q., y entonces lo recordó. Me miró con ojos como platos que pedían clemencia, como si me hubiesen enviado a darle su merecido por lo que fuese que hubiera hecho. Bajó la cabeza y añadió-: Creo que le rompí la nariz a Walter Gaskell.

– Bromeas, ¿no? ¡Oh, Dios mío!

Se puso a la defensiva.

– Bueno, tal vez no. -Se pellizcó la punta redondeada de la nariz-. Apenas le di. -Asentía con la cabeza para sí a medida que iba recordando los detalles-. Prácticamente ni le rocé con la punta.

– ¿La punta?

– Estaba probando uno de sus bates. Uno enorme, que pesaba más de un kilo, amarillo y lleno de manchas. Parecía una especie de viejo colmillo de elefante. Perteneció a Joe DiMaggio. -Al recordarlo, se relajaron un poco los músculos de su rostro-. Una auténtica hermosura.

– Ya sé a cuál te refieres -dije.

– Y, en cierto modo, todavía emana de él mucha energía. Cuando lo coges, sientes como si hubiese algo muy poderoso en su interior tratando de salir.

– Supongo que así es -concedí-. Y supongo que fue eso lo que le rompió la nariz a Walter.

– Ajá -dijo Q., y ladeó un poco la cabeza. Su voz se hizo más aguda-. Al menos, no lo robé.

– Es un detalle a tener en cuenta -dije-. Bueno, y entonces qué, ¿ella lo acompañó al hospital? Me refiero a Sara.

Había ido hasta allí en su busca, y probablemente había estado todo el rato en urgencias.

– No lo sé. Él sangraba y gritaba, y probablemente yo también gritaba un poco. De pronto, entró Sara y discutieron a voz en grito durante un rato. Lo siento, pero no recuerdo sobre qué discutían. Entonces ella echó a todo el mundo de su casa. Si no está allí, no tengo ni la más remota idea de adónde puede haber ido.

¿Y Walter? -pregunté.

Q. enarcó una ceja y con la peluda barbilla señaló vagamente hacia la puerta del invernadero. Sonrió. Lo miré sin entenderlo. De pronto, percibí en su mirada un destello de malicia de su Doppelgänger. Quería que me volviese. Me volví, casi esperando encontrarme con que la tuba me había seguido.

– ¡Hola, Grady! -saludó Walter.

Surgió de entre las sombras del invernadero, con el bate manchado de brea de Joe DiMaggio colgando de una mano. Era una pieza que había adquirido el pasado otoño, en pleno apogeo de su frenesí coleccionista. Tan intenso era, que se olvidó del cumpleaños de Sara, y lo único que se le ocurrió fue echar mano del bate de madera de fresno como poco convincente e insincero regalo. Una decisión que resultó ser un golpe fatal para la salud de su matrimonio, al menos por lo que a Sara concernía. Si algún día decidía abandonar a su marido de modo definitivo, la historia de ese bate, nominalmente suyo, sería uno de los reproches que le echaría en cara. Era uno de los bates que, según se decía, había utilizado DiMaggio en los míticos partidos de 1941; al parecer, usó muy pocos, y por ello eran merecedores de particular devoción, cosa que intenté hacerle comprender a Sara. Con la otra mano Walter sostenía una bolsa de hielo a cuadros apretada contra el caballete de su nariz. Su camisa gris estaba manchada de sangre.

– ¡Hola, Walter! -dije.

– Siento lo de tu nariz, Walter -se disculpó Q.-. Debía de estar muy borracho.

Walter asintió y dijo:

– Lo superaré.

– Y yo… -intervine-. Uh… Ya sé que te parecerá una imbecilidad que lo diga a estas alturas, Walter, pero quiero que sepas que también siento mucho todo lo que ha pasado. Estoy muy avergonzado. -Hice una pausa para humedecerme los labios. La verdad es que no estaba tan avergonzado, ni mucho menos; simplemente, trataba de evitar que Walter me partiera la cara con el bate-. Yo… ¡Ojalá pudiese reparar todo el daño que te he hecho!

– No creo que puedas conseguirlo nunca, Grady -dijo Walter. Golpeó suavemente el bate contra su muslo, mientras sus dedos jugueteaban con la vieja y gastada cinta aislante que recubría la empuñadura. Recuerdo que no parecía irritado, ni especialmente predispuesto a ajustar cuentas, ni satisfecho, como sucede en las películas cuando un personaje que lleva tiempo pensando en la venganza deja que asome a sus labios una sonrisa perversa. Por el contrario, tenía ojeras, una bolsa de hielo aplastada contra la nariz y, sobre todo, la expresión preocupada de un jefe de departamento tras una trifulca nocturna con el gabinete de contabilidad provocada por el brutal recorte de los presupuestos de sus cursos para el próximo año-. El departamento va a tener que abrirte un expediente disciplinario, por supuesto.

– De acuerdo -acepté-. Me parece justo.

– Y es probable que pierdas tu plaza de profesor. Por mi parte, desde luego, haré todo lo posible para que te despidan.

Miré a Q., que fijaba la vista alternativamente en Walter y en mí con aparente tranquilidad, aunque creí entrever una ligera mueca de frustración en su rostro. Supuse que habría dado cualquier cosa por tener a mano un bolígrafo para tomar notas.

– ¡Eres un maldito farsante, Grady! En todo el tiempo que llevas aquí no has escrito ni una sola línea! -me espetó Walter. Y, suavizando un poco el tono, añadió-: Creo que hace ya siete años, prácticamente ocho. -Nombró a dos de mis colegas en el departamento-. En los últimos siete años, entre los dos han publicado nueve libros. Y uno de los de ella ganó un Premio Nacional, como sin duda sabes. Y tú, Grady, ¿qué has hecho?

Ésa era la gran pregunta, la acusadora pregunta que llevaba tanto tiempo esperando sin haber sido capaz de dar con una respuesta adecuada. Bajé la cabeza.

Q. se aclaró la garganta y matizó, muy apropiadamente:

– Supongo que te refieres a qué ha hecho aparte de acostarse con tu mujer.

Walter apartó la bolsa de hielo de su nariz y la dejó caer al suelo. Levantó el bate y empezó a moverlo describiendo pequeños arcos entre Q. y yo. Lo agarraba con ambas manos, moviendo los dedos sobre la empuñadura. Tenía la cara hinchada y manchada de sangre, pero había una mirada sosegada en sus ojos azules como los de Doctor Dee.

– ¿Vas a golpearme con eso? -pregunté.

– No lo sé -respondió-. Es posible.

– Adelante -le dije.

Y lo hizo. En mi opinión, la mayor parte de la violencia entre los hombres es, de una u otra forma, consecuencia de la ligereza con que utilizan los comentarios mordaces. Le dije que adelante, y me tomó la palabra, dispuesto a partirme la crisma con el histórico bate. Levanté un brazo para protegerme, pero aun así se las arregló para asestarme un golpe oblicuo en la sien izquierda. Mis gafas salieron volando. Oí un ruido como de una roca enorme estrellándose contra una plancha metálica, vi algo semejante al fogonazo de un flash y en mi retina floreció y se marchitó una luminosa rosa. Sentí dolor, pero no tanto como me había imaginado. Después de parpadear varias veces, recogí mis gafas, me las coloqué sobre el caballete de la nariz, me enderecé y, con la exagerada dignidad de un tambaleante borracho, me alejé. Por desgracia para mi esforzada escenificación de imperturbabilidad y autocontrol, me equivoqué de dirección y acabé en la otra punta del invernadero, donde se me enredaron las piernas en un rollo de tela metálica y caí de bruces.

– ¿Grady? -gritó Walter. Por el tono de su voz parecía sinceramente preocupado.

– Estoy bien -dije.

Me liberé de la tintineante trampa de alambre y me dirigí hacia donde recordaba que estaba la puerta. De camino a la salida crucé el eje central del invernadero, y al pasar junto al sofá púrpura me detuve un momento.

– Espero que no hayas perdido detalle -le dije a Q.

Asintió. Me pareció que estaba un poco pálido.

– Quisiera hacerte una pregunta -añadí, señalando su mano-. ¿Qué pone ahí?

Miró la borrosa inscripción en tinta azul sobre el dorso de su mano izquierda y frunció el ceño. Tardó varios segundos en recordar de dónde había salido aquello.

– Pone «Frank Capra» -dijo, y se encogió de hombros-. Es algo que vi anoche; creo que de ahí podría salir una novela.

Asentí y le tendí la mano; me la estrechó. Al avanzar hacia la puerta estuve a punto de rozar a Walter Gaskell, y al apartarme me tambaleé un poco. Levantó una mano para sostenerme, y, por un instante, estuve a punto de desmayarme en sus brazos, pero rechacé su ayuda y crucé a grandes zancadas el jardín, que parecía girar a mi alrededor, camino de la casa.

Subí por las escaleras del porche trasero y atravesé la casa, sintiéndome un poco menos aturdido a cada paso que daba. Al llegar al porche delantero comprobé que la tuba seguía allí, esperándome. Casi me alegré de verla. Me quedé allí, iluminado por la luz que salía de la puerta abierta que tenía a mis espaldas y se desparramaba hacia la calle, mientras la lluvia se deslizaba por los cristales de mis gafas y las aletas de mi nariz, tratando de reunir el ánimo necesario para emprender el camino de regreso a mi casa vacía en la calle Denniston. Eché un vistazo al recibidor para comprobar si, por casualidad, alguien se dejó olvidado un paraguas o había alguna cosa con la que, al menos, pudiese cubrirme la cabeza. No vi nada que resultase adecuado. Me volví, respiré profundamente y levanté la tuba por encima de mi cabeza para resguardarme un poco de la lluvia. Y así emprendí el camino de regreso a casa. Pero la tuba pesaba demasiado para llevarla mucho rato de aquel modo, así que no tardé en bajarla y seguir adelante empapándome. La ropa empezó a parecerme más pesada, los zapatos rechinaban a cada paso y los bolsillos de la chaqueta se llenaron de agua. Finalmente, decidí sentarme sobre la funda de la tuba y esperar, como un hombre agarrado a un tonel vacío, a que me arrastrase la riada.

La riada, pensé. Ése era el verdadero final que siempre había pensado para Chicos prodigiosos. Un día de abril, tras un duro invierno, el río Miskahannock se desbordaba y arrasaba la agitada ciudad de Wonderburg, Pensilvania. Para el último párrafo tenía una idea muy concreta: una chica y una vieja jorobada avanzaban en una barca por el enorme recibidor de la mansión de los Wonder. Había algo en esa imagen de la pequeña barca que, cargada con todo lo que quedaba de la familia Wonder, se dirigía trabajosamente hacia la puerta de la mansión para perderse entre las ruinas y los restos flotantes del mundo, que me conmovía hasta las lágrimas. En un gesto automático, me palpé los bolsillos tratando de encontrar un bolígrafo y una hoja de papel para tomar algunas notas. Había algo en uno de los bolsillos de la chaqueta. Eran las siete páginas supervivientes de Chicos prodigiosos, dobladas y mojadas. Las apoyé contra uno de mis muslos y, con sumo cuidado, las desplegué y las alisé.

– ¿Y bien? -le dije a la tuba-. ¿Qué te parece si ponemos el punto final de una vez por todas?

Tomé las siete hojas y me dispuse a plegarlas. Empecé por las puntas superiores y las fui doblando hasta convertirlas en un empapado y blando barquito de papel. Deposité la poco marinera embarcación a mis pies, en la cuneta, y contemplé cómo se escoraba y se deslizaba calle abajo, hacia el río Monongahela primero y camino del mar abierto después. Así, tal como habían presagiado las profecías de las brujas y yo había dejado escrito en un borrador de nueve páginas redactado una tarde de abril de hacía cinco años, la riada se llevó los últimos restos de las posesiones de los Wonder. Me puse en pie y descubrí que se me había despejado considerablemente la cabeza y que el aturdimiento que sentía en ella hacía un rato había pasado, como si de corriente eléctrica se tratase, a mis extremidades. Las manos no me respondían bien, sentía las piernas inseguras y mi corazón parecía etéreo. No estaba exultante de felicidad, precisamente; había dedicado demasiados años de mi vida a aquella novela, había vertido en ella demasiados miles de ideas, situaciones y frases elegantemente resueltas, fruto todo ello de un arduo trabajo, para no sentir un profundo pesar al abandonarla definitivamente. Pero, a pesar de todo, me sentía ligero, como si me hubiese criado en los superpoblados barrios del planeta Júpiter y de pronto, rebosante de energía y entusiasmo, pudiese recorrer libremente las calles de Point Breeze dando saltos, cubriendo tres metros con cada zancada y con la tuba como único lastre para evitar salir volando.

Después de caminar un rato en dirección a casa, temblando, mientras en mi cabeza se repetían sin cesar los pensamientos que cabe esperar que se le ocurran a un hombre que acaba de ser aporreado con un bate del mismísimo Joe DiMaggio, un coche me adelantó e inmediatamente se detuvo junto al bordillo. Sus faros proyectaban unos haces de luz que iluminaban las gotas de lluvia haciéndolas resplandecer. Era un Citroën DS23. La lluvia repiqueteaba sobre su capota de lona negra.

Sin abandonar la tuba, subí al bordillo, me agaché un poco y eché un vistazo al interior del coche. Estaba iluminado por el débil resplandor ámbar del tablero de mandos, y de la ventanilla abierta emanaba calor. Olía a una mezcla de ceniza mojada y lana húmeda del abrigo de Sara. La radio emitía mensajes publicitarios con sordina. Cuando asomé la cabeza, Sara me dirigió una mueca, abriendo mucho los ojos, para que supiese que estaba enfadada, pero que no había perdido del todo el sentido del humor. Tenía el cabello mojado y echado hacia atrás, y el rostro húmedo y con restos del lápiz de labios naranja de alguna de sus invitadas en la mejilla.

– ¿Quieres que te acompañe a casa? -me preguntó con burlona afabilidad. Simulaba no estar nada sorprendida de haberme encontrado, pero, por el modo cómo mantenía la boca muy recta, y por cierta reveladora dilatación de las aletas de su nariz, deduje que llevaba horas alarmada por mi desaparición y aún no se le había pasado el susto-. Te he buscado por todas partes -dijo-. Volví al hospital. He ido a tu casa… ¡Dios mío, Grady!, ¿qué te ha pasado en la cabeza?

– Nada -respondí, y me palpé la sien izquierda, que, a decir verdad, se había hinchado considerablemente-. Bueno, Walter me ha atizado con un bate de béisbol. -Además, ahora que tenía ante mí algo concreto en que fijar la vista, me pareció que no controlaba del todo los movimientos de mi ojo izquierdo-. Estoy bien. Ya sabía que me tocaría recibir.

– ¿Seguro que estás bien? -Entrecerró los ojos y me escrutó. Trataba de descubrir si iba colocado-. Entonces, ¿por qué bizqueas?

– ¿Cómo que bizqueo? Estoy bien, no voy colocado -le aseguré, y, para mi sorpresa, reparé en que era cierto-. Te digo la verdad.

– La verdad… -repitió Sara, dubitativa.

– Me encuentro estupendamente. -Eso también era cierto, excepto por lo que respectaba al estado de mi cuerpo en aquellos momentos-. Me alegro tanto de verte, Sara… Tengo tantas cosas que decirte… Me siento… Me siento tan ligero…

Empecé a explicarle mi muerte simbólica, el último viaje del barco llamado Chicos prodigiosos y la súbita y mágica ligereza de mi viejo corpachón jupiterino.

– Llevo mi maleta en el portaequipajes -me dijo Sara, interrumpiéndome, como de costumbre, antes de que pudiese enturbiar las aguas de una conversación importante con mis habituales divagaciones-. ¿Emily va a volver a casa?

– No creo.

Sus ojos se volvieron a entrecerrar.

– No -dije-. No va a volver a casa.

– Entonces, ¿puedo quedarme contigo? Por poco tiempo. Un par de días. Hasta que encuentre algún sitio. Si -añadió rápidamente- es eso lo que quieres.

No dije nada. La lluvia arreciaba; la tuba me estaba dislocando el hombro, pero no me decidía a dejarla en el suelo, y Sara todavía no me habla ofrecido entrar en el coche. Tenía la sensación de que de mi respuesta dependería en gran medida que finalmente lo hiciese o no. Seguí allí, empapado, recordando la promesa que le había hecho al doctor Greenhut.

– Bueno, pues muy bien -dijo Sara, y metió primera. El coche empezó a avanzar lentamente.

– ¡Espera un momento! -dije-. ¡Para!

Se encendieron las luces traseras de frenado.

– ¡De acuerdo! -dije mientras corría para alcanzarla-. ¡Por supuesto que puedes quedarte conmigo! ¡Me parece una idea estupenda!

Esperaba que después de oír estas palabras me sonriese, me ofreciese entrar en el coche, me llevase a casa y me dejase sobre mi sofá favorito para poder dormir durante los próximos tres días. Pero Sara no estaba dispuesta a dar por finalizadas las negociaciones tan fácilmente.

– He decidido que voy a tenerlo -me informó, y contempló mi cara para comprobar el efecto que me causaba su anuncio-. Por si te interesa saberlo.

– Sí que me interesa.

Levantó las manos del volante, por primera vez en todo aquel rato, y las extendió en un peculiar gesto que resultaba más elocuente y expresaba mejor su incertidumbre que un encogimiento de hombros.

– He pensado que sería una buena idea tenerlo -dijo-, si no voy a tener nada más.

– ¿Eso crees?

– Al menos de momento.

Me reincorporé, bajé del bordillo y alcé la vista para mirar el cielo a través de la lluvia. Dejé en el suelo el último de mis agobios y abrí la portezuela del coche.

– Entonces, supongo que no tengo por qué seguir aferrándome a esta tuba -dije.


Uno de los más extraños restos arrastrados por las aguas que hubo que limpiar tras la riada que me devolvió finalmente a la pequeña ciudad que me vio nacer, fue la chaqueta de satén negro con el cuello de armiño, los codos un poco gastados y a la que le faltaba un botón. Aunque por ley podía exigir de Walter que vendiese su querida colección para dividir los beneficios de la liquidación, Sara le ofreció renunciar a sus derechos sobre todo lo demás -las camisetas oficiales de competición, los tres mil cromos de jugadores de béisbol y, por encima de todo, el bate manchado de brea- si él le cedía la chaqueta. Yo me habría sentido absolutamente feliz de no volver a verla nunca más, pero para Sara era un recuerdo, al mismo tiempo irónico y emotivo, del fin de semana que selló nuestro destino. Todo lo demás se lo quedó Walter, que aceptó desprenderse de un pequeño aunque significativo principado para poder mantener el resto de su inmenso imperio. Cuando tanto Sara como yo nos liberamos por fin de todos nuestros compromisos sociales y profesionales del pasado, nos casamos aquí, en el Ayuntamiento, en un acto celebrado por un juez de paz que era primo lejano de mi abuela. En la ceremonia, casi -aunque no del todo- como una broma, Sara lució la chaqueta. No me pareció que fuese un buen presagio, pero se trataba de mi cuarto matrimonio y, por tanto, cualquier comentario sobre presagios estaba, hasta cierto punto, fuera de lugar.

Durante más de un año después de que las páginas del manuscrito de Chicos prodigiosos saliesen volando por aquel callejón que daba a la parte trasera de Kravnik, Material Deportivo, fui incapaz de escribir una sola palabra. Metí los restos que sobrevivieron al catastrófico final de mi pieza de orfebrería -borradores de algunos capítulos, perfiles de personajes y fragmentos sueltos que había descartado- en una caja de botellas de licor que guardé debajo de la cama. Mi vida había sufrido importantes alteraciones y, tal vez porque tenía problemas de visión en el ojo izquierdo, me llevó mucho tiempo recuperar mi sentido del equilibrio narrativo y mi percepción del mundo circundante como escritor. Traté largo y tendido con mi abogado y con buen número de colegas suyos de Pittsburgh, dejé de fumar marihuana y puse en juego lo mejor de mí mismo a fin de lograr ser un buen marido y un buen padre para mi hijo. Sara consiguió el puesto de jefa de estudios en Coxley y se las arregló para que me contratasen como profesor a media jornada en el departamento al que Albert Vetch había consagrado tantas horas de su vida. Así que nos mudamos a esta pequeña ciudad en la ladera de la colina, donde las casas son del color de las hojas secas, donde el brillo de los letreros de neón te ciega en las noches frías, donde la temporada de fútbol americano nunca se acaba. Finalmente, un domingo por la tarde, cuando ya llevábamos un par de semanas viviendo en una casa alquilada en la calle Whateley, a una manzana de la esquina de Pickman donde el viejo Hotel McClelland sigue en pie, saqué la caja de botellas de licor de debajo de la cama, la llevé al jardín trasero y la enterré en la gélida tierra negra, bajo una glicina.

Escribo por las mañanas, si el niño me lo permite, por las tardes, cuando no estoy dando clases, y, a veces, por la noche, cuando regreso a casa del bar Alibi Tavern. Los días en que no estoy demasiado satisfecho de mi trabajo, suelo pasar un par de horas en la abollada barra de acero del Alibi, y me encontrarán allí todos los martes por la noche después de dar clase a mis alumnos del curso avanzado de escritura creativa. Busquen al minotauro medio ciego con chaqueta de pana y una ajada cartera de cuero, sentado al fondo de la barra, junto a la gramola, con una jarra de cerveza Iron City mezclada, en atención a su salud, con limonada. Si se sientan el tiempo suficiente en el taburete contiguo, es muy probable que acabe explicándoles que trabaja como un negro en una novela sobre béisbol y la guerra de Secesión, o en un libro sobre el Berkeley de principios de los setenta, o en un guión cinematográfico titulado Hermana de las tinieblas, inspirado en varios relatos interrelacionados de otro oscuro hombre de letras local que utilizó el seudónimo de August Van Zorn. Normalmente está acompañado por uno o dos hombres mucho más jóvenes que él, alumnos suyos, chicos prodigiosos en cuyos corazones anida el miedo y el misterio de los libros que creen estar destinados a escribir. En sus buenos tiempos conoció a bastantes autores famosos y admirados, y le gusta prevenir y entretener a sus jóvenes acompañantes con ejemplos de la enfermedad incurable que provoca que todos los buenos escritores acaben sufriendo inevitablemente el quintaesencial destino de sus personajes. En general, los chicos le escuchan atentamente, y, de vez en cuando, alguno de ellos incluso se toma la molestia de ir a la biblioteca de la universidad, exhumar alguna de sus novelas y, acuclillado entre las estanterías, hojearla con impaciencia, buscando las partes que parecen sinceras.

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