PROLOGO

Ella andaba lentamente por el sendero, con paso cuidadoso, aunque no vacilante. El sendero le era familiar; sabía casi por instinto cuándo moverse a la izquierda, cuándo doblar a la derecha, cuándo permanecer cerca del medio del sendero. Desde cierta distancia, con su negro vestido y su bonete, se parecía más a una anciana que a una niña de doce años; y el bastón que siempre llevaba consigo no hacía nada por disminuir la impresión de vejez.

Tan solo su rostro era joven, sereno y sin arrugas; sus ojos sin vista con frecuencia parecían ver lo que era invisible para quienes la rodeaban.

Era una niña solitaria; su ceguera la situaba aparte y la colocaba en un mundo oscuro del cual ella sabía que no podía escapar. Sin embargo, había aceptado su desgracia como lo aceptaba todo -serena, pacíficamente-, todo procedente de un Dios cuyos motivos quizás pareciesen turbios, pero cuya sabiduría no se debía cuestionar.

Al principio había sido difícil, pero al sucederle eso ella era todavía lo bastante pequeña para que su adaptación fuera casi natural. Ahora se acordaba apenas tenuemente de lo que había visto, y su dependencia respecto de sus ojos estaba totalmente olvidada. Sus demás sentidos se habían aguzado. Ahora oía cosas que nadie más oía, olía en el aire marino, perfumes que habrían sido desconocidos para cualquiera menos ella, y conocía por el tacto las flores y los árboles.

El sendero por donde andaba ese día era uno de sus favoritos, que serpenteaba junto a la orilla de un risco junto al mar. En ese sendero, su bastón era casi innecesario, pues lo conocía tan bien como conocía el hogar de sus padres, pocos cientos de metros hacia el sur. Contaba sus pasos automáticamente; su marcha jamás variaba. No había sorpresas en aquel sendero, pero igual su bastón iba delante de ella, oscilando de un lado a otro, con su blanca punta como un dedo exploratorio, buscando eternamente cualquier cosa que pudiese bloquear su camino. El sonido del océano llenaba sus oídos, y la niña vestida de negro se detuvo un momento, volviendo la cara hacia el mar, mientras una imagen de gaviotas volando se formaba confusamente en las remotas extensiones de su memoria. Entonces, a sus espaldas, oyó otro ruido… un ruido que para otros oídos que no fueran los suyos se habría perdido en el graznido de las golpeteantes marejadas.

Era un sonido de risas.

Lo había oído todo el día y sabía lo que significaba. Significaba que sus condiscípulos se habían aburrido de sus juegos e iban a enfocar su atención en ella por un rato.

Sucedía todos los años durante el otoño. A ella le parecía que cada verano, cuando la escuela estaba cerrada y ella casi nunca se aventuraba más allá de la playa y el risco, los niños se olvidaban de ella. Después, al llegar setiembre, ella se convertía por un tiempo en una rareza a la que se miraba, en la que se pensaba con extrañeza, de la que se hablaba.

Y se la atormentaba.

El primer día de escuela ella oía el susurro en el aula cuando entraba lentamente, golpeando su bastón, familiarizándose de nuevo con los escalones, los pasillos, las puertas, las filas de pupitres. Luego vendría el terrible momento, el momento que ella siempre esperaba que nunca llegara, cuando la maestra le preguntaba dónde le gustaría sentarse y disponía el aula para su conveniencia.

Era entonces cuando solía comenzar su tormento.

Nunca duraba mucho… en una semana, a veces dos, se olvidarían de ella pasando a cosas más interesantes, pero el daño ya estaría hecho: ella se pasaría el resto del año en soledad, yendo y volviendo sola de la escuela.

Con frecuencia solía haber una época, durante el año, cuando ella tenía acompañante por un tiempo. Uno de los demás niños se quebraba un brazo o una pierna, y durante unas semanas, mientras la lesión se componía, la niña tenía entonces compañía, alguien con quien hablar, alguien que de pronto se interesaba en su problema. Pero después la herida se curaba y ella volvía a quedarse sola.

En ese momento, mientras el sonido de las risas flotaba hacia sus oídos, ella supo que ésta era la ocasión que ellos habían elegido para seguirla hasta su casa, comentando en susurros que uno de esos días -un día que nunca había llegado- ellos pondrían un tronco en el sendero, a ver si ella podía encontrar su camino en torno a él.

Trató de cerrar sus oídos a los sonidos burlones, trató de concentrarse en el confortante rugir de la marejada, pero detrás de ella las risas aumentaron. Finalmente se volvió para enfrentarlos.

– Déjenme tranquila -dijo suavemente-. ¿Por favor?

No hubo ninguna respuesta; solo una risita ahogada desde algún lugar a su derecha. Con alivio se volvió hacia el sur y empezó a andar lentamente hacia su casa. Pero entonces le llegó una voz desde adelante.

– ¡Ten cuidado! ¡Hay una piedra en el sendero!

La niña se detuvo y hurgó el sendero con su bastón. Al no encontrar nada dio un paso hacia adelante, deteniéndose otra vez para investigar el sendero con su bastón. Nada todavía. Había dejado que la hicieran caer en su trampa.

Empezó a avanzar otra vez, pero cuando la misma voz le llegó desde las tinieblas, diciéndole que estaba por tropezar, se detuvo otra vez y volvió a examinar el sendero con la punta de su bastón.

Esta vez cuando ella exploró el sendero, la risa de ellos estalló a su alrededor y comprendió que estaba en aprietos.

Eran cuatro y se habían colocado cuidadosamente, uno delante de ella, uno detrás y dos más impidiéndole salir del sendero para cruzar el campo hasta el camino. Ella se detuvo y esperó, inmóvil.

– No podrás quedarte siempre quieta -le dijo una voz-. Tarde o temprano tendrás que moverte, y cuando lo hagas tropezarás y caerás del risco.

– ¡Déjenme tranquila! -repitió la niña-, ¡Solo déjenme tranquila!

Y empezó a andar un paso, pero de nuevo la detuvo una voz, previniéndole, mofándose de ella.

– Por allí no… es la dirección equivocada.

No era la dirección equivocada, de eso estaba segura. Pero ¿cómo podía estar segura? Ahora estaba confusa y comenzaba a asustarse.

El mar. Si pudiera estar segura de hacia dónde estaba el mar sabría en qué dirección ir. Empezó a darse vuelta, escuchando cuidadosamente. Si soplaba el viento sería fácil. Pero el aire estaba quieto ese día; el sonido del mar parecía rodearla, viniendo de todas las direcciones, mezclándose con la risa infantil de sus perseguidores, confundiéndola.

Tendría que tratar. Mientras ella permaneciese allí, escuchándoles, dejándoles molestarla, ellos se quedarían, gozando de su juego.

No hacerles caso.

Eso era lo que debía hacer. Simplemente no hacerles caso. El bastón trazó un arco delante de ella, luego otro. Los nervios de sus dedos controlaron la lisura del sendero, y el desnivel donde la orilla del sendero se fundía con el campo.

La niña tomó una decisión y echó a andar.

Inmediatamente empezaron los gritos:

– ¡Cuidado! ¡Hay una piedra delante de ti!

– Estás yendo en la dirección equivocada. ¡Si quieres llegar a tu casa, más vale que des la vuelta!

– ¡Para allá no! Te caerás por la orilla.

– Y si se cae, ¿qué importa? ¡Ni siquiera verá lo que le va a suceder!

– ¡Pongamos algo en el sendero! ¡A ver si logra darse cuenta de lo que es!

Sin hacerles caso, la niña siguió andando resueltamente por el sendero, mientras su bastón exploraba el camino para ella, asegurándole que no estaba cometiendo ningún error. A su alrededor, las voces incorpóreas le seguían el paso, vituperándola, desafiándola. Se obligó a no responderles, diciéndose que pronto se detendrían, se darían por vencidos, la dejarían tranquila.

Y entonces una de las voces, la de un niño, llegó hasta ella.

– ¡Mejor que vayas a casa! ¡Quizá tu mamá tenga compañía!

La niña quedó paralizada. Dejó de mover con la mano el bastón, que se detuvo en el aire, estremeciéndose con indecisión.

– No digas eso -pidió la niña, con voz queda-. Nunca digas eso.

Las risas cesaron, y la niña pensó que tal vez los demás se hubiesen ido.

No se habían ido. En cambio, sus risas se hicieron más crueles.

– ¿Vas a casa a ver a la prostituta?

– Apresúrate a volver, quizá tu madre te enseñe a hacerlo.

– ¡Dice mi madre que habría que echarla de la ciudad!

– Mi papá dice que la próxima vez que tenga dos dólares irá a tu casa!

– ¡Basta! -gritó la niña-. ¡No digan eso! ¡No es verdad! ¡No es verdad!

Súbitamente alzó el bastón, lo tomó con ambas manos y empezó a balancearlo. Mientras el bastón silbaba en el aire, los niños la hostigaban con sus burlas.

– ¡Tu mamá es una prostituta!

– ¡A tu papá no le importa!

– ¡Me dijeron que él cobra el dinero!

– Cuando tenga dieciséis años ¿puedo visitar a tu madre?

La niña, con su negro vestido arremolinado en torno a ella, las cintas de su bonete volando alrededor de su cabeza, empezó a moverse hacia las voces, azotando el aire con su bastón, tratando de acallar sus burlas. Tropezó, empezó a caer, luego se contuvo. Todo en torno a ella, las voces sonaban en sus oídos, sin hacer caso ahora de su ceguera, y concentrándose en los pecados de su madre.

No era verdad.

Ella lo sabía. Su madre no haría lo que ellos estaban diciendo que hacía. ¿Por qué iban a decirlo? ¿Por qué? ¿Por qué la odiaban? ¿Por qué odiaban a su madre y su padre?

El bastón se agitaba cada vez más violentamente, cortando el aire de manera inofensiva mientras los niños se apartaban saltando, arreciando en sus risas frente al espectro de la víctima ciega, que azotaba la nada, impotente, sin poder defenderse ni huir.

Empezaron a acercársele mientras ella retrocedía, sosteniendo el bastón delante de sí como para resguardarse de ellos.

Cuando el suelo se niveló bajo sus pies, supo que estaba de nuevo en el sendero. Trató de dar vueltas, pero sin la ayuda de su bastón, no tenía idea de en qué dirección iba,

A su alrededor, los cuatro niños se acercaban más, sus mofas se volvían más malignas, sus risas más horribles, disfrutaban de su juego.

La niña seguía retrocediendo. Entonces sintió algo bajo el pie derecho. Una piedra. Empezó a mover el pie, pero de pronto la obstrucción se apartó de ella. Sin saber que había sucedido, puso el pie donde había estado la piedra.

Ahora no había nada allí.

Demasiado tarde, comprendió dónde estaba.

Permaneció en equilibrio durante un segundo, con una expresión de terror en la cara.

En sus manos, el bastón se movió desesperadamente mientras ella trataba de encontrar algún punto de apoyo.

Después, mientras perdía el equilibrio y empezaba a sentirse caer, soltó el bastón, que cayó en el sendero.

Los cuatro niños se miraron un momento con fijeza; luego sus ojos se posaron en el bastón que yacía en el sendero. Al principio, ninguno de ellos se movió. Luego el mayor de ellos se adelantó, levantó el bastón y lo arrojó al mar. En cuanto a ellos concernía, ella había simplemente desaparecido…


Supo lo que estaba sucediendo. Supo que iba a morir. El tiempo pareció hacerse más lento para ella; oyó la marejada, cuyo estruendo se le acercaba cada vez más. ¡Iba a morir! ¿Por qué? ¿Qué había hecho ella? ¿Qué había hecho su madre? Nada de ello estaba bien. Nada de ello debía haber ocurrido.

El bramar en sus oídos ya no era la marejada. En cambio oía las voces de los niños, atormentándola, gritándole, repercutiendo en su mente, estallando en su cabeza.

Por primera vez en su vida, la ira penetró en su alma. Todo eso estaba mal. Ella no debía haber sido ciega. No debía haber tenido que escuchar lo que los niños le dijeron. Debía haber podido verlo ella misma.

Verlo, y enmendarlo.

Y vengarlo.

Su furia creció mientras daba vueltas hacia el mar, y cuando las aguas se cerraron en torno a ella, ya no tenía conciencia de lo que le estaba ocurriendo. Ya no tenía conciencia de que su vida estaba terminando.

De lo único que sabía era de su ira.

Su ira y su odio…

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