La oscuridad era casi como una cosa viva, que se enroscaba alrededor de ella, sujetándola, estrangulándola.
Tendió las manos, tratando de luchar contra ella, pero era como tratar de luchar contra el agua: por más que lo intentara, la oscuridad pasaba a través, se derramaba sobre ella, hacía difícil el respirar. Estaba sola, ahogándose en la oscuridad.
Y entonces, como si un diminuto destello de luz hubiera aparecido en las tinieblas, supo que no estaba sola.
Algo más estaba allí, extendiéndose hacia ella, tratando de encontrarla en la oscuridad, tratando de ayudarla.
Sintió que la rozaba, apenas una tenue sensación de cosquilieos en los límites de su conciencia.
Y una voz.
Una voz suave llamándola como desde gran distancia.
Quiso responder a esa voz, gritar, pero su propia voz le falló.
Sus palabms murieron en su garganta.
Se concentró en sentir aquella presencia, trató de atraerla, trató de buscarla y acercarla a ella.
Entonces de nuevo la voz, ya más clara aunque todavía lejana.
– Ayúdame… por favor, ayúdame…
Pero era ella quien necesitaba ayuda, ella quien se estaba hundiendo en el negro abismo. ¿Cómo podía ayudar? ¿Cómo podía hacer nada?
La voz se apagó a lo lejos; la oscuridad empezó a iluminarse.
Michelle abrió los ojos.
Se quedo muy quieta, sin saber con seguridad dónde estaba. Arriba de ella había un cielorraso.
Lo examinó cuidadosamente, buscando los diseños familiares que ella había identificado en la pintura resquebrajada.
Sí, allí estaba la jirafa. Bueno, no una jirafa en realidad, pero si se empleaba la imaginación, podía ser casi una jirafa. A la izquierda, solo un poquito, debía estar el pájaro con su ala extendida en vuelo, la otra extrañamente doblada, como si estuviera rota.
Movió muy levemente los ojos. Estaba en su propia cama, en su habitación. Pero esto no tenía sentido. Era en la caleta. Recordó. Estaba merendando en la caleta con Sally, Jeff y Susan. Susan Peterson. Había algunos otros, pero fue a Susan a quien recordó cuando lo sucedido esa mañana volvió de pronto a ella. Susan la había estado fastidiando, diciéndole cosas horribles, diciéndole que sus padres ya no la querían más.
Había decidido volver a casa. Estaba en el sendero y podía oír la voz de Susan repercutiendo en su mente.
Y entonces… ¿y entonces? Nada.
Salvo que ahora estaba en casa y en cama.
Y había tenido un sueño.
En el sueño había habido una voz que la llamaba.
– ¿Mamá?
Su propia voz pareció repercutir extrañamente en la habitación; por un instante deseó no haber llamado. Pero la puerta se abrió y apareció su madre. Todo iba a estar bien.
– ¿Michelle? -June se acercó apresuradamente a la cama, se inclinó sobre la niña, la besó con dulzura-. Michelle, ¿estás despierta?
Con ojos dilatados y perplejos, Michelle miró a su madre, viendo el temor que cubría el rostro de June como una máscara obsesionante.
– ¿Qué pasó? ¿Por qué estoy en cama?
Michelle iba a sentarse, pero una punzada de dolor le atravesó el costado izquierdo, arrancándole una exclamación ahogada. Al mismo tiempo, June puso las manos en los hombros de Michelle y la empujó con suavidad diciendo:
– No intentes moverte. Solo quédate muy quieta, acostada, yo iré en busca de papá.
– Pero ¿que ocurrió? -suplicó Michelle-. ¿Qué me sucedió?
– Tropezaste en el sendero y caíste -le contestó June-. Ahora quédate acostada y deja que llame a papá. Entonces te contaremos todo al respecto.
June se apartó del lecho acercándose a la puerta.
– ¡Cal! -llamó-. ¡Cal, ya está despierta! -Sin esperar a que él respondiera entró de nuevo en la habitación para detenerse junto a la cama de Michelle.- ¿Cómo te sientes, cariño?
– No lo sé balbuceó Michelle-. Me siento como… – vaciló, buscando la palabra correcta-. Entumecida, creo. ¿Cómo llegué aquí?
– Te trajo tu padre – le dijo June -, Jeff Benson vino a buscarlo, luego…
Cal apareció en el vano, y cuando los ojos de Michelle se cruzaron con los de su padre, supo que algo había cambiado. Era el modo en que la miraba, como si ella hubiese hecho algo… algo malo. Pero lo único que había hecho ella era tener un accidente. ¿Era posible que él estuviese enojado con ella por eso?
– ¿Papá?
Cuando susurró la palabra, ésta pareció repercutir en la habitación, y vio que su padre retrocedía levemente. Pero luego se acercó a ella, le tomó la muñeca, contó su pulso y procuró sonreír.
– ¿Te duele mucho? -preguntó con suavidad.
– Si me quedo quieta, no es más que una especie de dolor sordo -replicó Michelle.
Quería tenderle los brazos, abrazarlo y sentirse abrazada por él. Pero sabía que no podía hacerlo.
– Procura no moverte -le aconsejó el-. Solo quédate acostada, perfectamente inmóvil, y yo te daré algo para el dolor.
– ¿Qué ocurrió? -volvió a preguntar Michelle-. ¿Caí de muy alto?
– Todo va a ser perfecto, preciosa -le contestó Cal, eludiendo su pregunta.
Con mucha suavidad, echó atrás las cobijas y comenzó a examinar a Michelle, moviendo lentamente los dedos sobre su cuerpo, deteniéndose cada pocos centímetros, hurgando, apretando. Cuando se acercó a la cadera izquierda de Michelle, ésta lanzó un repentino grito de dolor. Instantáneamente, Cal retiró las manos.
– Trae mi maleta, ¿quieres, querida?
Al hablar, mantuvo los ojos fijos en Michelle y procuró no dejar que su voz delatara los temores que estaban creciendo en su interior. June salió del cuarto. Mientras aguardaba su regreso, Cal habló tranquilamente con Michelle, procurando calmar los temores de ella y también los suyos.
– Nos diste un susto. ¿Recuerdas lo que sucedió? ¿Cualquier cosa?
– Yo volvía a casa -empezó Michelle-. Subía por el sendero, corriendo un poco, creo, y… y debo de haber resbalado.
Con los ojos azules nublados de preocupación, Cal observaba a Michelle atentamente.
– Pero ¿por qué volvías a casa? ¿Había terminado la merienda al aire libre?
– No… -titubeó Michelle-. Es que… es que no quería quedarme más tiempo. Algunos chicos me estaban fastidiando.
– ¿Fastidiándote? ¿Fastidiándote acerca de qué?
"Acerca de ustedes'', quiso exclamar ella. "Acerca de que tú y mamá ya no me quieren más". Pero en lugar de expresar sus pensamientos, Michelle se limitó a sacudir la cabeza con incertidumbrc.
– No recuerdo -susurró-. No recuerdo nada.
Cerrando los ojos, procuró expulsar de su mente el sonido de la voz burlona de Susan Peterson. Pero allí permaneció, resonando fuertemente en su cerebro, casi tan dolorosa como el sordo malestar que impregnaba su cuerpo.
Cuando June volvió a entrar en la habitación, Michelle abrió los ojos y vio que su madre sacaba del maletín un frasquito, llenaba con él una aguja hipodérmica y luego le frotaba el brazo con alcohol.
– Esto no te dolerá -le prometió con forzada sonrisa -. Por lo menos comparado con lo que ya soportaste. – Administró la inyección, luego se irguió diciendo:- Ahora, quiero que te duermas. La inyección hará que se vaya el dolor, pero quiero que te quedes acostada y procures dormir.
– Pero si ya estuve durmiendo -protestó Michelle. -Has estado inconsciente -la corrigió Cal, mientras una sonrisa suavizaba las arrugas de preocupación que parecían grabadas en su rostro -. Una hora inconsciente no cuenta como un sueñecito. Tómate entonces un sueñecito.
Con un guiño para ella, se volvió y se dispuso a salir de la pieza.
– ¿Papá? -La voz de Michelle, clara en el súbito silencio de la habitación, lo detuvo. Con expresión interrogante se volvió hacia ella. Michelle lo miró con ojos nublados por el dolor.- Papá – repitió con voz que ahora fue poco más que un susurro-. ¿Me quieres mucho?
Cal guardó silencio un momento; luego regresó junto a su hija. Inclinándose sobre ella, le besó dulcemente la mejilla.
– Por supuesto que sí, preciosa. ¿Por qué no iba a quererte así?
Michelle lo miró con gratitud. No hay razón – repuso-. Pensaba, nada más.
Al salir Cal de la habitación. June se acercó y con mucho cuidado se sentó en el borde de la cama. Tomando una mano de Michelle entre las suyas, dijo:
– Los dos te queremos mucho. ¿Algo te hizo pensar que no?
Michelle sacudió la cabeza, pero sus ojos, ahora húmedos de lágrimas, permanecieron fijos en la cara de June, como preguntando algo. June se inclinó y besó a Michelle, demorando los labios en la mejilla de su hija.
– Me pondré bien, mamá -dijo de pronto Michelle-. ¡De veras que sí!
– Por supuesto que te pondrás bien, querida -respondió June antes de incorporarse y acomodar las cobijas sobre Michelle-. ¿Quieres que te traiga algo?
Michelle sacudió la cabeza; luego cambió de idea.
– Mi muñeca dijo. ¿Podrías traerme a Mandy? Está en el alféizar de la ventana.
June recogió la muñeca, la llevó a la cama y la puso en la almohada, junto a Michelle. Aunque el rostro se le retorció de dolor por el esfuerzo, Michelle dio vuelta a Mandy, la arropó bajo las cobijas y luego se recostó, con la carita de porcelana como la de un niño pequeño contra rl hombro. Cerró los ojos.
June se quedó observando un momento a Michelle; luego, creyendo que su hija ya se había dormido, salió del cuarto en puntas de pie, cerrando la puerta con cuidado.
Sentado a la mesa de la cocina, Cal miraba por la ventana, fijando sus ojos en el horizonte, sin ver.
Todo iba a suceder de nuevo.
Solo que esta vez la víctima de su incompetencia no iba a ser un extraño, alguien a quien él apenas conocía. Esta vez iba a ser su propia hija.
Y esta vez no habría excusas fáciles, no podría calmar su conciencia diciéndose que cualquiera podía cometer tal error.
Sin darse cuenta bien de lo que hacía, Cal se levantó y se sirvió un alto vaso de whisky.
June entró en la cocina cuando él había bebido su primer trago de licor. Por un momento no estuvo segura de que él advirtiera su presencia. Después él habló.
– Es mi culpa.
June supo instantáneamente que estaba pensando en Alan Hanley y conectando su muerte con el accidente de Michelle.
– No es tu culpa -repuso ella-. Lo que le pasó a Michelle fue un accidente, y aunque sé que tú no lo crees, la muerte de Alan Hanley también fue un accidente. Tú no lo mataste, Cal, y tampoco empujaste a Michelle del risco.
Fue como si él no la hubiese oído.
– No debí haberla traído arriba – dijo con voz apagada, sin vida-. Debí haberla dejado en la playa hasta que pudiera conseguir una camilla.
June lo miró con fijeza.
– ¿De qué estás hablando? Cal, ¿qué estás diciendo? ¡Ella no está tan gravemente herida! -Esperó una respuesta. Cuando no la obtuvo, empezó a sentir que el miedo que había disminuido al reaccionar Michelle, la atravesaba de nuevo, oprimiéndole el estómago, ahogándola-. ¿Lo está? -Preguntó con voz que se elevó bruscamente.
– No lo sé -respondió Cal Pendleton. Sus ojos vacíos se encontraron con los de ella, luego se desviaron hacia la botella. Volvió a llenar el vaso; después lo contempló con fijeza, como si por primera vez comprendiera que estaba bebiendo.- No debería estar tan dolorida. Debería estar magullada, y debería sentir un dolor sordo, pero no debería tener esos dolores agudos cuando se mueve.
– ¿Tiene algo roto?
– No, por lo que puedo ver.
– Y entonces, ¿qué está causando el dolor?
La mano de Cal golpeó con fuerza la mesa.
– ¡No lo sé, maldición! ¡Simplemente no lo sé!
June se tambaleó ante ese estallido; después, viendo que él estaba al borde de algún tipo de colapso, se obligó a guardar calma.
– ¿Qué opinas? -preguntó cuando sintió que podía confiar en sus fuerzas.
Los ojos de Pendleton cobraron una ferocidad que June nunca había visto antes; su mano empezó a temblar:
– No lo sé. Ni siquiera deseo suponer. Pero es posible que haya toda clase de lesiones, y será todo culpa mía.
– No puedes saber eso -objetó June- Ni siquiera sabes que pase algo grave.
Fue como si no la hubiera oido.
– No debí haberla movido. Debí haber esperado.
Estaba por servirse más whisky cuando se oyó un golpe en la puerta de atrás y Sally Carstairs asomó la cabeza para preguntar:
– ¿Puedo entrar?
– ¡Sally! -exclamó June. Creía que los niños se habían ido mucho antes. Miró a Cal quien parecía haberse tranquilizado un poco… al menos lo suficiente como para que ella pudiera fijar su atención en Sally-. ¿Están todos allí afuera? Entren.
– Estoy yo sola -respondió Sally, medio disculpándose mientras se introducía en la cocina-. Todos los demás se fueron a casa. -Se detuvo indecisa, luego preguntó: – ¿Michelle está bien?
– Lo estará -respondió June con una seguridad que no sentía. Ofreció a Sally un vaso de limonada y la invitó a sentarse. Mientras se la servía, empezó:- Sally, ¿qué pasó allí en la playa? ¿Por que Michelle volvía a casa tan temprano?
Sally toqueteó la mesa; luego decidió que no había motivo para no contar lo sucedido.
– Algunos chicos la estuvieron fastidiando. Principalmente Susan Peterson.
– ¿Fastidiándola? -June mantuvo la voz serena, curiosa, pero no condenatoria-. ¿Respecto de qué?
– Respecto de que ella es adoptada. Susan dijo que… que…
Se quedó callada, llena de turbación.
– ¿Qué dijo? ¿Que no la querríamos más ahora que tenemos a Jennifer?
Los ojos de Sally se dilataron de sorpresa.
– ¿Cómo lo supo?
June se sentó a la mesa, sosteniendo la mirada de Sally.
– Es lo primero que se les ocurre pensar a todos -dijo con voz queda-. Pero no es cierto. Ahora tenemos dos hijas y las queremos a las dos.
Sally fijó la mirada en su vaso, aparentemente muy interesada en su contenido.
– Ya lo sé -susurró-. Yo nunca le dije nada de nada, señora Pendleton, de veras que no.
June sintió que perdía la calma. Deseaba apoyar la cabeza en la mesa y llorar. Pero no podía permitírselo. Ahora no. Todavía no. Tratando de mantener su autocontrol se incorporó, obligándose a sonreír a Sally.
– Tal vez deberías volver mañana -sugirió -. Estoy segura de que mañana Michelle querrá verte.
Sally Carstairs terminó su limonada y se marchó. June se desplomó en su sillón y miró con fijeza la botella, deseando atreverse a beber un trago, deseando que hubiera alguna manera de hacer ver a Cal que lo sucedido a Michelle no era culpa suya. Lo observó llenar otra vez su vaso, empezó a decirle algo. Pero cuando estaba por hablar, tuvo de pronto la sensación de que la estaban observando. Se volvió con rapidez.
Josiah Carson estaba de pie en la puerta de la cocina. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? June no lo sabía. La saludó con un movimiento de cabeza: luego entró en el cuarto y puso la mano sobre el hombro de Cal.
– ¿Quiere contarme que sucedió? -preguntó.
Cal se removió levemente, como si el contacto de Carson lo hubiera devuelto a alguna clase de realidad.
– Yo le hice daño -dijo con voz casi infantil-. Traté de ayudarla, pero le hice daño.
June se incorporó y deliberadamente empujó la mesa contra Cal. El súbito movimiento lo distrajo de lo que estaba diciendo. June se apresuró a hablar.
– Está dolorida, doctor Carson -dijo manteniendo neutra la voz-. Dice Cal que sufre más de lo que debería.
– Cayó de un risco -dijo sin rodeos Josiah-. Por supuesto que está dolorida-. Sus ojos pasaron de June a Cal -. ¿Acaso trata de ahogar en alcohol el dolor de su hija, Cal?
Sin hacer caso de la pregunta, Pendleton dijo:
– Es posible que yo mismo la haya lastimado, Josiah.
– Tal vez, o tal vez no. ¿Qué le parece si subo y le echo mu ojeada? ¿Y qué cree usted precisamente que le hizo?
– La traje a casa, no esperé una camilla.
Carson asintió bruscamente con la cabeza y se apartó, pero cuando el rostro de él desaparecía de su línea visual, creyó ver algo.
Creyó verlo sonreír.
Michelle permanecía despierta en cama, escuchando las voces abajo. Poco antes había oído a Sally y en ese momento podía oír al doctor Carson.
Se alegraba de que Sally no hubiera subido, y esperaba que el doctor Carson tampoco lo hiciera. No quería ver a nadie, al menos por el momento.
Quizás nunca.
Entonces la puerta de su habitación se abrió y entró el doctor Carson. Cerró la puerta y acercándose a la cama, se inclinó sobre la niña.
– ¿Quieres decirme qué pasó? -preguntó.
Michelle la miró y se encogió de hombros.
– No recuerdo.
– ¿No recuerdas nada?
– Poca cosa. Solamente… -Vaciló, pero el doctor Carson le estaba sonriendo, sin obligarse a hacerlo, como antes su padre, sino realmente sonriendo.- No sé que pasó. Subía el sendero corriendo y de pronto todo se nubló. No podía ver y… y tropecé, creo.
– Así que fue la niebla, ¿verdad?
Había habido niebla el día en que Alan Hanley cayó. Carson lo recordaba con claridad. Había llegado súbitamente, tal como a veces ocurría con cambios repentinos de temperatura. Michelle movió la cabeza asintiendo.
– Tu padre cree que te lastimó. ¿Lo crees tú?
Michelle sacudió la cabeza.
– ¿Por qué motivo?
– No lo se -respondió Carson con suavidad. Sus ojos se fijaron en la muñeca que estaba sobre la almohada junto a Michelle-. ¿Tiene nombre?
– Amanda… Mandy.
Tras una pausa, Josiah Carson sonrió, más para sí mismo que para Michelle.
– Bien, te propongo algo. Quédate acostada y deja que Amanda te cuide. ¿De acuerdo?
Después de palmear la mano de Michelle se incorporó. Un instante más tarde se había ido y Michelle quedó de nuevo sola. Atrajo más hacia ella a su muñeca.
– Ahora tendrás que ser mi amiga, Mandy susurró en el cuarto vacío-. Ojalá fueras una niñita de verdad. Yo podría cuidarte, y podríamos ser amigas, y mostrarnos cosas, y hacer cosas juntas. Y tú nunca me dirías maldades, como lo hizo Susan. Solo me querrías y yo solo te querría y nos cuidaríamos. -Luchando contra el dolor, movió a la muñeca hasta que la tuvo sobre el pecho, con el rostro a pocos centímetros del suyo.- Me alegro de que tengas ojos pardos -dijo con suavidad-. Ojos pardos como los míos, no azules, como los de Jenny, los de mamá y los de papá. Seguro que mi madre… mi verdadera madre, tenía ojos pardos, y seguro que la tuya también. ¿Te quería tu mamá, Mandy?
De nuevo guardó silencio, procurando escuchar, procurando oír las voces que pudieran estar hablando en la casa. Luego se puso a desear que Jenny estuviera en la habitación con ella. Jenny no podía hablar, pero por lo menos estaba viva, respiraba, era real.
Ese era el problema con Mandy. No era real. Por más que lo intentara, Michelle no podía convertirla en otra cosa que en una muñeca. Y entonces, postrada y sola, con todo el cuerpo vibrando de dolor, Michelle quiso tener a alguien… alguien que fuera solo suyo, que le perteneciera, que fuera una parte de ella.
Alguien que nunca la traicionara.
Lentamente, la droga empezó a surtir efecto. Michelle no tardó en volver de nuevo a la oscuridad.
La oscuridad y la voz.
La voz que estaba allí afuera, llamándola.
Ahora, mientras dormía, la oscuridad ya no la asustaba. Ahora solo quería encontrar la voz. O lograr que la voz la encontrara a ella.
Para los Pendleton, había una atmósfera de esperar algo… algo imprevisto e imposible de conocer, algo que los devolvería a todos al mundo real, y que les diría que la vida iba a ser otra vez lo que antes había sido. Así había sido ya durante diez días, desde que Michelle fuera traída de vuelta desde el hospital de Boston, viajando al pueblo en una ambulancia, efectuando el tipo de entrada que le habría encantado apenas un mes atrás.
Pero algo había cambiado dentro de ella. Era algo más que el accidente… tenía que serlo.
Al principio se había negado a salir de la cama. Cuando June, con el apoyo de los médicos, había insistido en que era tiempo de que Michelle empezara a cuidarse sola, habían descubierto que ya no podía caminar sola.
Se la había sometido a todos los exámenes posibles, y por cuanto pudieron determinar los médicos, no le ocurría nada, salvo algunos magullones que habían empezado a curarse mucho tiempo atrás.
Le dolía la cadera izquierda y su pierna izquierda estaba casi inútil.
Le habían hecho más pruebas: una y otra vez le tomaron radiografías del cerebro y la columna vertebral, inyectaron tintura en su corriente sanguínea, le examinaron el espinazo, verificaron los reflejos… la examinaron hasta que deseó poder morirse simplemente. Sin poder todavía determinar la causa de su cojera, los médicos habían llamado a un terapeuta físico, que había trabajado con Michelle hasta que, diez días atrás, había podido finalmente caminar aunque penosamente y apoyándose pesadamente en un bastón.
Entonces la habían traído a su casa. June se repetía que el tiempo lo modificaría todo.
Con el tiempo, Michelle se recuperaría, empezaría a recuperarse de los sobresaltos del hospital, empezaría a echar a un lado su cojera, con el mismo humor con que siempre había echado de lado cualquier problema que había enfrentado.
Michelle fue llevada arriba, a su cuarto, y puesta en su cama.
Pidió su muñeca.
Y allí permaneció tendida durante diez días, con la muñeca acomodada en el doblez de su brazo, contemplando ociosamente el cielorraso. Respondía cuando se le hablaba, llamaba pidiendo ayuda cuando necesitaba ir al baño, y se sentaba en una silla, sin quejarse durante los pocos minutos que June tardaba cada día en cambiar su cama.
Pero por lo general, permanecía simplemente en la cama, callada, con la mirada fija en el vacío.
June estaba segura de que en eso había algo más que el accidente, el dolor o la disminución física. No; era algo más, y June estaba segura de que tenía que ver con Cal.
Ese día, el sábado de mañana, June miró por sobre la mesa del desayuno a Cal, que clavaba la vista en su taza de café, con rostro inexpresivo. Sabia en qué estaba pensando él, aunque no se lo había dicho. Estaba pensando en Michelle y en el restablecimiento que, según él, estaba teniendo.
Había empezado el día siguiente a la llegada de Michelle a casa, cuando Cal había anunciado que, en su opinión, la niña estaba mejorando, y cada día, mientras June estaba horriblemente consciente de que para Michelle nada había cambiado, Cal había hablado de lo bien que seguía.
June sabía la causa de eso… Cal estaba convencido de que lo que le pasaba a Michelle era culpa suya. Para que él pudiera vivir consigo mismo, Michelle debía mejorar.
Y por eso él insistía en que estaba mejorando.
Pero no era cierto.
Mientras lo observaba, June empezó a enfurecerse.
– ¿Cuándo vas a poner fin a esta charada? -se oyó preguntar.
Al ver que Cal levantaba la cabeza y entrecerraba los ojos, ella comprendió que había elegido mal las palabras.
– ¿Quisieras decirme de qué estás hablando?
– Estoy hablando de Michelle -replicó June-. Estoy hablando del hecho de que todos los días dices que está mejor, cuando es obvio que no lo está.
– Sigue muy bien -insistió Cal en voz baja. June estaba segura de haber oído un tono de desesperación en sus palabras.
– Si tan bien sigue, ¿por qué está todavía en cama?
Cal se movió en el asiento: sus ojos eludieron a los de June.
– Necesita recobrar sus fuerzas, necesita descansar.
– ¡Necesita abandonar la cama y enfrentar la vida! ¡Y tú necesitas dejar de engañarte solo! No importa lo que haya sucedido ni de quién sea la culpa. El hecho es que ella está lisiada y lo seguirá estando, ¡y ustedes dos tienen que hacer frente a ese hecho y seguir adelante!
Cal se levantó de su silla, con los ojos desencajados: por un instante, June temió que pudiera golpearla. En cambio, se dirigió al pasillo.
– ¿Adonde vas?
– Voy a hablar con Josiah Carson -respondió él, volviéndose-. ¿Te opones?
Ella se oponía, se oponía mucho. Habría querido que él se quedara en casa, y aunque no hiciera otra cosa, por lo menos terminara la reconstrucción de la despensa. Pero Cal estaba pasando cada vez más tiempo con Josiah, aferrándose a él, y June sabía que no había modo de detenerlo.
– Si necesitas hablar con él, habla con él -dijo-. ¿A qué hora regresarás?
– No lo sé -replicó Cal.
Un momento más tarde June oyó cerrarse con fuerza la puerta de calle al salir él de la casa. Se quedó sola junto a la mesa, preguntándose qué hacer. Y entonces se le ocurrió una idea. Ese día buscaría comunicarse con Michelle, hacerle ver que su vida no estaba terminada.
Cuando se disponía a subir la escalera, se oyó un suave golpe en la puerta de la cocina. Al abrirla encontró a Sally Carstairs y Jeff Benson.
– Vinimos a ver a Michelle -anunció Sally. Parecía levemente indecisa, como si no estuviera segura de que habrían debido venir.- ¿Hay inconveniente?
June sonrió y la tensión la abandonó en parte. Cada día había tenido la esperanza de que los amigos de Michelle vinieran. Por un tiempo había jugado con la idea de llamar a la señora Carstairs, o a Constance Benson, pero cada vez la había rechazado. Los visitantes obligados a venir serían peor que no tener visitantes.
– Claro que no hay inconveniente -repuso-. Debieron haber venido hace mucho.
Instaló a los niños junto a la mesa de la cocina, dio a cada uno un bollo de canela y luego subió.
– ¿Michelle? -preguntó con voz suave; Michelle estaba despierta, con los ojos fijos como de costumbre en el ciclorraso.
– ¿Que?
– Tienes visitantes… Sally y Jeff han venido a verte. ¿Quieres que los traiga?
– Me… me parece que no -respondió Michelle con voz apagada.
– ¿Por que no? ¿Acaso no te sientes bien? -June procuró ocultar su irritación, pero no lo consiguió. Michelle escudriñó a su madre.
– ¿Por que han venido? -preguntó. Parecía asustada.
– Porque quieren verte. Son tus amigos. -Como Michelle no contestaba, June insistió:- ¿No lo son?
– Supongo -replicó Michelle.
– Entonces los traeré.
Sin dar tiempo a Michelle para protestar, June fue a lo alto de la escalera y desde allí llamó a los niños que estaban abajo. Un momento más tarde los introducía en la habitación de Michelle. Michelle estaba forcejeando para sentarse en la cama. Cuando Sally hizo un movimiento dispuesta a ayudarla, Michelle la miró con furia.
– Yo puedo hacerlo -dijo. Recurriendo a todas sus fuerzas, se levantó con una sacudida, luego se dejó caer sobre la almohada, dando un respingo por el esfuerzo.
– ¿Estás bien? -preguntó Sally con los ojos dilatados al advertir la gravedad de las lesiones de Michelle.
– Lo estaré -repuso Michelle. Hubo una pausa.- Pero duele -agregó, mirando a Sally y a Jeff con una acusación silenciosa en los ojos.
June titubeó en la entrada, observando la conversación entre los tres niños. Tal vez era un error… tal vez no habría debido llevar arriba a Sally y Jeff. Pero Michelle debía hacerles frente, debía hablar con ellos. Eran sus amigos. Sin decir palabra salió del cuarto, cerrando la puerta.
Cuando June salió, hubo un incómodo silencio mientras cada uno de los niños esperaba que algún otro hablara primero. Jeff movía los pies, inquieto, y eludía la mirada de Michelle.
– Bueno, por lo menos no estoy muerta -dijo por fin Michelle.
– ¿Puedes caminar? -preguntó Sally. Michelle asintió con la cabeza.
– Pero no muy bien. Me duele y cojeo una barbaridad.
– Mejorarás, ¿verdad? -preguntó Sally mientras se sentaba cuidadosamente en el borde de la cama procurando no sacudir a Michelle.
Michelle no contestó.
Los ojos de Sally se llenaron de lágrimas. Aquello simplemente no parecía justo. Michelle no había hecho nada. Si alguien había debido lastimarse, debía haber sido Susan Peterson.
– Lo lamento -dijo en voz alta-. Nadie quiso que te sucediera nada. Susan estaba bromeando, nada más…
– Resbalé -dijo de pronto Michelle-. No fue culpa de nadie. Solo resbalé. Y me pondré bien… ¡ya verán! iEstaré perfectamente!
Apartó la cabeza, pero no antes de que Sally viera las amargas lágrimas que empezaban a formarse.
– ¿Nos odias a todos? -preguntó Sally-. Yo odio a Susan…
Michelle miró a Sally con curiosidad.
– Entonces, ¿por qué no la hiciste callar? ¿Por qué no me ayudaste?
Las lágrimas brotaron y corrieron por sus mejillas; en silencio Sally empezó a llorar también. Jeff procuró no hacer caso de las niñas, deseando no haber venido. Aborrecía que las niñas lloraran… eso siempre lo hacía sentir como si hubiera hecho algo malo. Decidió cambiar de tema.
– ¿Cuándo volverás a la escuela? ¿Quieres que te traigamos tus deberes?
Michelle aspiró profundamente por la nariz.
– No tengo ganas de estudiar.
– Pero te atrasarás mucho -protestó Sally.
– Tal vez no regrese a la escuela.
– Tienes que regresar -dijo Jeff-. Todos deben ir a la escuela.
– Tal vez mis padres me envíen a otra escuela.
– Pero ¿por qué? -preguntó Sally, cuyas lágrimas habían desaparecido.
– Porque soy inválida.
– Pero puedes caminar. Lo dijiste.
– Cojeo. Todos se reirán de mí.
– No lo harán -le aseguró Sally-. Nosotros no los dejaremos, ¿verdad, Jeff?
Jeff asintió con la cabeza aunque su expresión era indecisa.
– Susan Peterson lo hará -dijo Michelle con voz inexpresiva, como si no le importara.
Sally hizo una mueca.
– Susan Peterson se ríe de todo. Tú no le hagas caso.
– ¿Como hicieron todos en la merienda al aire libre? -preguntó Michelle, ahora con voz amarga, mientras su rostro expresaba cólera-. ¿Por qué no me dejan tranquila? ¿Por qué todos ustedes no me dejan simplemente tranquila?
Confundida por el estallido de Michelle, Sally se incorporó con rapidez.
– Lo… lo siento -tartamudeó mientras su cara enrojecía-. Solo tratábamos de ayudar.
– Nadie puede ayudar -respondió Michelle con voz temblorosa-. Tengo que hacerlo yo sola. ¡Sola!
Y apartando el rostro, cerró los ojos. Jeff y Sally la contemplaron un momento; luego se dirigieron hacia la puerta.
– Volveré a venir -ofreció Sally, pero cuando no hubo respuesta de Michelle, siguió a Jeff al pasillo.
June los estaba esperando abajo. En seguida supo que,algo había andado mal.
– ¿Les habló ella?
– Más o menos -contestó Sally con voz insegura.
Viendo que la niña estaba a punto de llorar, la rodeó con un brazo y la apretó suavemente.
– Procura no dejar que ella te preocupe -le aconsejó-. Esto ha sido terrible para ella y ha estado continuamente dolorida. Pero se pondrá bien. Solo llevará tiempo.
Sally asintió con la cabeza sin hablar. Entonces sus lágrimas desbordaron y hundió el rostro en el hombro de June.
– Oh, señora Pendleton, tengo la sensación de que es culpa nuestra. Todo culpa nuestra.
– No es culpa tuya ni de nadie. Y estoy segura de que Michelle no lo cree así.
– ¿Realmente van a enviarla a otra escuela, lejos? -preguntó de pronto Jeff.
June lo miró sin entender.
– ¿Lejos? ¿A qué te refieres?
– Michelle dice que tal vez vaya a otra escuela. Creo que una escuela para… inválidos -terminó, tropezando con la palabra como si le disgustara utilizarla-. ¿Es cierto? – Sally escudriñó la cara de June, pero ésta permaneció cuidadosamente inexpresiva.
– Bueno, hemos hablado sobre eso -mintió, preguntándose de dónde había sacado Michelle semejante idea. Ni siquiera había sido mencionado.
– Espero que pueda quedarse aquí -dijo Sally con voz ansiosa-. Nadie se reirá de ella… ¡De veras! No lo harán…
– Vamos, ¿de dónde sacaron semejante idea? -exclamó June. Empezaba a preguntarse qué había acontecido exactamente arriba, pero sabía bien que no debía tratar de sonsacar a Jeff y Sally.- Bueno, ¿por qué no se van los dos y vuelven dentro de dos o tres días? Estoy segura de que Michelle se sentirá mucho mejor.
June observó a los dos niños que se alejaban bordeando el risco. Pudo verlos conversar animadamente. Cuando Jeff se volvió para mirar la casa, June lo saludó con un ademán, pero él sin hacerle caso, se apartó de manera casi culpable.
El ánimo de June, levantado por la aparición de Sally y Jeff, volvió a decaer. Subió la escalera para tener una charla con Michelle. Pero cuando estaba por entrar en la pieza de su hija, Jennifer comenzó de pronto a llorar. Por un momento, June se detuvo en la puerta de Michelle, indecisa. Al aumentar los alaridos de Jennifer, decidió ocuparse primero de la pequeña. Después enfrentaría a Michelle y tendría una charla con ella, una verdadera charla.
Michelle yacía en cama, con los ojos abiertos, clavados sin ver en el ciclorraso, escuchando.
Era más cercana, ahora, más cercana que nunca. Aún tenía que escuchar cuidadosamente para entender las palabras pero estaba perfeccionándose en eso.
Era una voz agradable, casi musical. Michelle estaba casi segura de saber de dónde venía.
Era la niña.
La niña del vestido negro. La que ella había visto primero en su sueño, luego aquel día en el cementerio. El día en que había nacido Jennifer.
Al principio la niña se había limitado a llamarla, clamando por ayuda. Pero ahora estaba diciendo otras cosas. Tendida en su cama Michelle escuchaba.
– Ellos no son tus amigos -canturreaba la voz-. Ninguna de ellos lo es.
– No le creas a Sally. Es amiga de Susan, y Susan te odia.
– Todos ellos te odian.
– Ellos te empujaron.
– Ellos te empujaron del sendero.
– Quieren matarte.
– Pero eso no sucederá. Yo no permitiré que suceda.
– Soy tu amiga y cuidaré de ti. Te ayudaré.
– Nos ayudaremos mutuamente…
La voz se apagó y Michelle advirtió un suave golpeteo en su puerta. Esta se abrió y entró su madre, sonriéndole, con Jennifer en los brazos.
– ¡Hola! ¿Cómo va todo?
– Bien, creo.
– ¿Fue linda la visita de Sally y Jeff?
– Creo que sí.
– Pensé que tal vez te gustaría saludar a tu hermanita.
Michelle contempló a la pequeña con rostro inexpresivo.
– ¿Qué vinieron a decirte Sally y Jeff? -insistió June, que empezaba a sentirse desesperada. Michelle apenas si respondía a sus preguntas.
– Poca cosa. Solo querían saludar.
– Pero debes haber hablado con ellos.
– En realidad, no.
Un pesado silencio cayó sobre la habitación. June se puso a juguetear con la manta de Jennifer mientras procuraba decidir qué táctica emplear con Michelle. Finalmente, de mala gana, se decidió.
– Bueno, creo que es tiempo de que salgas de la cama -dijo sin rodeos.
Por fin hubo una reacción de Michelle. Sus ojos pestañearon, y por un momento June pensó que se inundaban de temor. Se encogió todavía más bajo las cobijas.
– Pero no puedo… -empezó a decir.
Tranquilamente June la interrumpió.
– Por supuesto que puedes -dijo con soltura-. Sales de la cama todos los días. Y te conviene… Cuanto antes puedas abandonar la cama y empezar a ejercitarte, más pronto podrás volver a la escuela.
– Es que no quiero volver a la escuela -dijo Michelle. Ahora, de pronto, estaba sentada erguida, mirando a su madre con intensidad-. No quiero volver jamás a esa escuela. Todos me odian allí.
– No seas tonta -dijo June -. ¿Quién te dijo eso?
Michelle miró desesperadamente en torno como si buscara algo. Sus ojos fueron a posarse en su muñeca, sentada en su lugar habitual, junto a la ventana.
– Mandy -dijo-. ¡Amanda me lo dijo!
June quedó boquiabierta de sorpresa. Miró fijamente primero a Michelle, después a la muñeca. ¡Seguramente ella no creía que fuese real! No, imposible. Entonces June comprendió lo sucedido. Una amiga imaginaria. Michelle había inventado una amiga imaginaria para que le hiciera compañía. Y sin embargo, allí estaba la muñeca: sus ojos de vidrio, grandes y oscuros como los de Michelle, parecían ver a través de ella. June cerró la boca y se puso de pie.
– Entiendo -dijo con voz hueca-. Bien.
"Dios querido, ¿qué le está pasando?", pensó. "¿Qué nos está pasando a todos?" Tratando de ocultar su confusión y obligándose a sonreír a Michelle como si iodo estuviera bien, se puso de pie.
– Más tarde hablaremos de eso.
Inclinándose, besó ligeramente a Michelle en la mejilla. La única reacción de Michelle fue recostarse, de modo que otra vez quedó tendida en la cama.
Mientras June la observaba, toda expresión pareció borrarse del rostro de Michelle. Si sus ojos no hubieran permanecido abiertos, June habría jurado que se había dormido.
Apretando más a Jennifer contra sí, June abandonó la habitación retrocediendo con lentitud.
Cal llegó a casa al mediar la tarde, y se pasó el resto del día leyendo y jugando con Jennifer. Habló sólo brevemente con June y no subió para nada al cuarto de Michelle.
Cuando June terminó de poner la mesa para cenar y se disponía a llamar a Cal a la cocina, se le ocurrió una idea. Sin detenerse a reflexionar sobre ella, se dirigió a la sala de recibo, donde estaba sentado Cal con Jennifer en las rodillas.
– Haré que Michelle baje para cenar -anunció.
Notó que Cal se sobresaltaba, pero se repuso con rapidez.
– ¿Esta noche? ¿A qué viene esto?
Su voz fue cautelosa y June se preparó para otra discusión.
– Ella está pasando demasiado tiempo sola. Tú nunca subes a verla…
– Eso no es cierto -empezó a protestar Cal, pero June no lo dejó terminar.
– No se trata de si es cierto o no. Se trata de que ella está pasando demasiado tiempo sola, compadeciéndose, y no voy a permitir que eso continúe. Voy a subir y a decirle que se ponga su bata y que baje. Y no aceptaré una respuesta negativa.
Tan pronto como June salió de la habitación, Cal puso a Jennifer en la cuna extra que habían instalado en la sala de recibo y se preparó un trago. Cuando regresó June, él ya lo había bebido y había empezado otro, que se llevó consigo cuando June lo llamó a la mesa.
Permanecieron sentados en silencio, aguardando a Michelle. Mientras el reloj del pasillo seguía con monótono su tic-tac, Cal empezó a retorcer su servilleta.
– ¿Cuánto tiempo vas a esperar? -preguntó.
– Hasta que baje Michelle.
– ¿Y si no baja?
– Lo hará -dijo June con firmeza-. Sé que vendrá.
Pero interiormente no sentía la seguridad que sugerían sus propias palabras.
Los minutos transcurrieron con lentitud. June tuvo que esforzarse para permanecer sentada, para no subir, para no rendirse. Y entonces comprendió.
Tal vez Michelle no podía bajar. Levantándose de la mesa, corrió al pasillo.
En lo alto de la escalera Michelle, con su bata apretada alrededor de la cintura, oprimía la balaustrada con una sola mano, mientras con la otra probaba con su bastón el escalón más alto.
– ¿Puedo ayudarte? -ofreció June.
Michelle la miró; luego sacudió la cabeza al responder:
– Yo lo haré. Lo haré yo sola.
De pronto June sintió liberarse la tensión que se había venido acumulando en ella. Pero luego cuando Michelle volvió a hablar, el nudo de miedo que la había tenido sujeta toda la tarde se ajustó de nuevo, más apretado que nunca.
– Mandy me ayudará -dijo Michelle con voz queda-. Ella me lo dijo.
Con sumo cuidado, Michelle empezó a bajar la escalera.
El sol matinal, chisporroteante de luminosidad otoñal, penetraba a raudales por las ventanas del estudio, introduciéndose con sus rayos en cada rincón, dotando con su brillo de un nuevo estado de ánimo a la tela que había sobre el caballete. June la había empezado varios días atrás. Reproducía el panorama visto desde el estudio. Pero era triste, sombrío, volcado en densos matices azules y grises que reflejaron con fidelidad su propio estado de ánimo durante las últimas semanas. Pero esa mañana, inundada de sol, sus colores parecían haber cambiado, reavivándose, captando el regocijo de un viento que repentinamente soplaba con fuerza, agitando la caleta en un día oscuro. Introduciendo su pincel en pintura blanca, June empezó a agregar burbujas al hirviente mar que veía en su tela.
En un rincón del estudio, Jennifer permanecía acostada en su cunita, murmurando y borboteando en su sueño, aferrando su cobija con sus manos diminutas, June se apartó de su labor el tiempo suficiente para sonreír a Jenny. Cuando estaba por volver a la tela, un movimiento afuera atrajo su mirada.
Dejando a un lado su paleta y su pincel, se acercó a la ventana y miró afuera.
Pesadamente apoyada en un bastón, Michelle se encaminaba hacia el estudio. Mirándola, June trató de controlar su emoción, luchando contra un impulso casi avasallador de acudir a Michelle, de ayudarla.
El dolor que sentía Michelle estaba profundamente escrito en su rostro: sus rasgos, parejos y delicados, se fruncían en una máscara de concentración mientras se obligaba a seguir avanzando constantemente, moviendo su pierna derecha sana con facilidad, casi con prisa, mientras su pierna izquierda se arrastraba atrás, de mala gana, como atascada en el fango, impulsada a pura fuerza de voluntad.
June sintió brotarle lágrimas en los ojos. El contraste entre esta niña frágil que cojeaba valerosamente hacia ella, y la Michelle robusta, ágil, de apenas unas semanas atrás, la desgarraba.
"No lloraré", se dijo. "Si Michelle puede soportarlo, yo también". De manera extraña, June extraía fuerzas del cuerpo contorsionado por el dolor que se acercaba sin detenerse. Después, sintiéndose de pronto avergonzada por observar a Michelle volvió a su caballete. Cuando, pocos minutos más tarde, Michelle apareció en la puerta, June pudo fingir sorpresa,
– ¡Vaya, miren quién vino! -exclamó, forzando su voz hasta un nivel de alegría que no sentía. En un movimiento, dio un paso hacia Michelle, pero ésta sacudió la cabeza.
– Lo conseguí -dijo triunfante, depositándose en la banqueta de June, de modo que su pierna izquierda colgaba casi rígida hasta el suelo. Suspiró con fuerza; luego sonrió a su madre, con el rostro brevemente iluminado por un rastro de su antiguo humor-. Si me diera prisa, apuesto a que hubiera podido hacerlo el doble de rápido.
– ¿Duele terriblemente? -preguntó June, dejando caer su máscara de alegría.
Michelle pareció meditar cuidadosamente su respuesta; June se preguntó si iba a oír la verdad o alguna evasión eme Michelle pensara que tal vez a ella le gustara escuchar.
– No tanto como ayer -dijo Michelle.
– No estoy segura de que debías haber tratado de venirte hasta aquí…
– Necesitaba hablar contigo -explicó Michelle.
Su rostro se puso serio; movió su peso en el taburete. Aun este ligero movimiento le causó agudas puntadas de dolor. Dio un leve respingo, esperando a que pasara el espasmo antes de hablar de nuevo.
– ¿De que se trata? -preguntó finalmente June.
– No… no estoy segura. Es…
Titubeó un momento; después sus ojos se humedecieron y una lágrima empezó a correrle lentamente por la mejilla. Con rapidez, June rodeó con sus brazos a Michelle y la estrechó diciendo;
– ¿Que pasa, querida? Dímelo, por favor.
Michelle hundió la cara contra su madre, mientras los sollozos sacudían de pronto su cuerpo. Con cada sollozo, June podía sentir que el cuerpo de Michelle se ponía tieso por el dolor que sentía en la cadera. Durante varios minutos June la sostuvo, hasta que lentamente la tortura de Michelle pasó.
– ¿Tan fuerte es? ¿Tanto te duele? -inquirió June, ansiando que hubiera algún modo de tomar sobre sí el dolor.
Pero Michelle sacudía la cabeza negativamente.
– Es papá -dijo por fin.
– ¿Papá? ¿Que hay con él?
– Ha… ha cambiado -dijo Michelle suavemente, tan suavemente que June tuvo que esforzarse para oírla.
– ¿Que ha cambiado? -repitió June-. ¿De qué manera?
Pero al mismo tiempo que hacía esa pregunta supo la respuesta.
– Desde que me caí -empezó Michelle, pero entonces se desató en ella otra tempestad de llanto-. Ya no me quiere más -gimió-. Desde que me caí, él no me quiere.
June la acunó con dulzura, procurando consolarla.
– No, querida, eso no es cierto, tú sabes que no es cierto. El te quiere mucho, muchísimo.
– Pues no lo parece -sollozo Michelle-. El… él ya nunca juega conmigo, ni me habla, y cuando trato de hablarle… se va a otra parte.
– Vamos, eso no es cierto -dijo June, aunque sabía que lo era.
Había temido ese momento, segura de que tarde o temprano Michelle se daría cuenta de que algo le había sucedido a Cal y que tenía que ver con ella. Sintió que Michelle temblaba en sus brazos, aunque el estudio era cálido.
– Es cierto -decía Michelle con su voz apagada en los pliegues de la blusa de June-. Esta mañana le pregunté si podía ir al consultorio con él. ¡Yo solo quería sentarme en la sala de recibo y leer las revistas! Pero no me lo permitió.
– Estoy segura de que no fue porque no quisiera tenerte con él -mintió June-. Probablemente tuviera un día muy atareado y no creyó tener mucho tiempo para ti.
– Nunca tiene tiempo para mí. ¡Ya no!
Sacando un pañuelo de su bolsillo, June secó los ojos de Michelle.
– Te propongo algo -dijo-. Esta noche hablaré con él y le explicaré que para ti es importante salir de la casa, entonces quizás él te lleve mañana. ¿De acuerdo?
Michelle aspiró un poco por la nariz, se la sonó en el pañuelo y se encogió de hombros.
– Tal vez -respondió enderezándose y tratando de sonreír-. El me quiere todavía, ¿verdad?
– Por supuesto que sí -volvió a asegurarle June-. Estoy segura de que no ocurre nada malo. Ahora hablemos de otra cosa -agregó, buscando rápidamente en su cerebro-. Como la escuela, por ejemplo. ¿No te parece que ya es tiempo de que pienses en volver?
Michelle sacudió la cabeza, indecisa.
– No quiero volver a la escuela. Todos se reirán de mí. Siempre se ríen de los inválidos.
– Tal vez lo hagan al principio -admitió June-. Pero tú simplemente presentas la otra mejilla y no haces caso. Además, no eres inválida. Tan solo cojeas un poco. Y pronto ni siquiera cojearás más.
– Sí -respondió con calma Michelle-. Cojearé durante el resto de mi vida.
– No -protestó June-. Te pondrás bien, estarás perfectamente.
– No, no es verdad -replicó Michelle sacudiendo la cabeza mientras penosamente se ponía de pie-. Me acostumbraré, pero no estaré perfectamente. ¿Puedo salir a caminar?
– ¿A caminar? -repitió June, dudando-. ¿Dónde?
– Bordeando el risco. No iré muy lejos -repuso la niña, escudriñando el rostro de su madre-. Si voy a volver a la escuela, mejor será que practique, ¿verdad?
¿Volver a la escuela? Un minuto antes había dicho que no quería volver a la escuela. Llena de confusión, June aprobó con un movimiento de cabeza.
– Por supuesto. Pero ten cuidado, preciosa. Y por favor, no intentes bajar a la playa, ¿de acuerdo?
– No lo haré -prometió Michelle.
Se dirigía a la puerta del estudio cuando de pronto se detuvo, con los ojos fijos en la mancha del suelo-. Creí que esto había desaparecido.
June sacudió la cabeza.
– Lo intentamos, pero no salió. Tal vez si yo supiera qué es…
– ¿Por qué no le preguntas al doctor Carson? Probablemente lo sepa.
– Quizá lo haga -replicó June-. ¿Cuánto tiempo estarás ausente?
– Todo el que sea necesario -dijo Michelle. Apoyándose en su bastón, salió lentamente al sol.
Con la mirada fija en el cielorraso, Josiah Carson se pasó una mano por la espesa cabellera casi blanca, mientras con la otra tamborileaba sobre el escritorio que tenía delante. Como siempre cuando estaba solo, pensaba en Alan Hanley.
Las cosas habían ido bien hasta ese día en que Alan había caído del techo. ¿O acaso no había caído?
Josiah estaba seguro de que no. En el transcurso de los años, demasiadas cosas habían ocurrido en su casa, demasiadas personas habían muerto.
Con la mente volvió a su esposa, Sarah, y a los días en que la vida le había parecido perfecta. El y Sarah iban a tener una familia… una gran familia… pero no había resultado así. Sarah había muerto dando a luz a su hija. No debía haber muerto… no existían motivos para eso. Había estado sana. El embarazo había sido fácil, pero al nacer su hija, Sarah había muerto. Josiah había sobrevivido a la pérdida volcando su amor en su hija, la pequeña Sarah. Y entonces, cuando Sarah tenía exactamente doce años, había sucedido aquello.
Carson no sabía aún cómo había sucedido.
Una mañana bajó la escalera y abrió el enorme refrigerador empotrado en la cocina.
En el suelo, sosteniendo una muñeca que Josiah nunca había visto antes, encontró a su hija muerta.
¿Por qué había entrado en el refrigerador? Josiah nunca lo supo.
Sepultó a la pequeña Sarah y con ella sepultó a la muñeca.
Después de eso había vivido solo y al transcurrir los años, más de cuarenta, había empezado a creer que estaba a salvo, que nada más iba a suceder, y entonces Alan Hanley había caído.
En su fuero interno estaba convencido de que Alan no había perdido simplemente pie. No: había algo más que eso, y la prueba era la muñeca.
La muñeca que él había sepultado junto con su hija.
La muñeca que él había encontrado bajo el quebrado cuerpo de Alan.
La muñeca que Michelle Pendleton le había mostrado.
Josiah hubiera querido hablar con Alan sobre la muñeca, pero el muchacho nunca había recobrado el sentido: Cal Pendleton lo había dejado morir.
Lo había matado, en realidad.
Si Cal no lo hubiera matado, Josiah habría podido averiguar lo que realmente había sucedido aquel día en el tejado… lo que Alan había visto, sentido y oído. Habría podido averiguar qué estaba sucediendo en su casa. Qué le había sucedido a su familia. Ahora nunca lo sabría. Cal Pendleton le había arruinado esa posibilidad.
Pero él se desquitaría.
Ya estaba empezando a desquitarse.
Había sido tan fácil, una vez que descubrió cuan culpable se sentía Cal respecto de Alan. A partir de allí, fue fácil. Venderle la casa. Venderle la clientela. Había dado resultado.
El había introducido a Cal Pendleton en la casa y la muñeca estaba de vuelta.
Ahora la hija de Cal tenía la muñeca.
Y lo que estaba ocurriendo, fuera lo que fuese, ya no le estaba ocurriendo a los Carson.
Ahora le estaba ocurriendo a los Pendleton.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por ruido de voces que venían de la sala de examen, contigua al consultorio donde Cal estaba examinando a Lisa Hartwick.
Cal había tratado de eludir el examen de Lisa, pero Josiah no se lo había permitido. Sabía lo asustado que Cal estaba ahora de los niños, que tenía la sensación, razonable o no, que cualquier cosa que él hiciera con un niño iba a ser errónea y que él iba a dañar al niño.
Josiah Carson comprendía estos sentimientos.
En la sala de examen, Lisa Hartwick miraba a Cal fijamente, con ojos desconfiados casi ocultos por un flequillo castaño claro. Cuando él le pidió que abriera la boca, la niña se enfurruñó.
– ¿Para qué?
– Para que pueda verte la garganta -le dijo Cal-. Si no puedo verla, no podré saber por qué te duele, ¿no te parece?
– No me duele, solo se lo dije a papá para no tener que ir a la escuela.
Cal dejó de lado el bajalengua; mientras una sensación de alivio lo inundaba. Con esta niña, por lo menos, no había amenaza inmediata. Sin embargo, no era la niña más simpática con la que se había encontrado en su vida. A decir verdad, descubrió que le desagradaba intensamente.
– Entiendo – respondió-. ¿No te agrada la escuela?
Lisa se encogió de hombros.
– No está mal. Solo que no soporto a esos chicos engreídos de por acá. Si alguien no nació aquí, nunca quieren ser sus amigos.
– Oh, no sé -replicó Cal-, Michelle se ha hecho algunos amigos.
– Eso es lo que ella cree. Espere a que vuelva a la escuela -dijo Lisa. Luego ladeando la cabeza, contempló impertinentemente a Cal-. ¿Es cierto que no puede caminar?
Cal se sintió enrojecer. Cuando respondió, su voz fue áspera.
– Ella puede caminar muy bien. No le pasa nada grave, y muy pronto estará como nueva. Simplemente se golpeó un poco.
Sabía que estaba mintiendo, pero no podía evitarlo… las cosas se hacían más fáciles si fingía que Michelle iba a quedar bien. Y tal vez -solo tal vez- fuera así.
– Pues, no es eso lo que oí decir -comentó Lisa mientras bajaba de la mesa de examen. Su expresión cambió de pronto, apareciendo en su rostro una vulnerabilidad que Cal no había visto desde su aparición en el consultorio-. Tampoco yo tengo madre -dijo con suavidad.
Por un momento Cal no supo bien a qué se refería. Pero luego comprendió.
– Pero Michelle tiene madre -dijo-. Nosotros la adoptamos cuando era muy pequeña.
– Oh, -exclamó Lisa, y Cal creyó ver desilusión en sus ojos.
– Sin embargo -continuó Cal sin alterarse, supongo que ustedes dos tienen algunas cosas en común. Ninguna de las dos nació aquí y aunque Michelle es huérfana del todo, tú lo eres a medias, ¿verdad? Quizá deberías ir a visitar a Michelle alguna vez. -Deliberadamente dejó la sugerencia flotando en el aire. Por un momento creyó que Lisa iba a recogerla, pero no lo hizo del todo.
– Es posible que lo haga -dijo con poco entusiasmo-. Pero también es posible que no.
Antes de que Cal pudiera responder a su grosería, ella se había marchado.
Cuando Cal entró en el consultorio que ambos compartían, Josiah Carson fingió estar absorto en una revista médica. Solo levantó la mirada cuando Cal estuvo sentado junto a su improvisado escritorio.
– ¿Todo fue bien? -preguntó.
– Es una niña difícil -respondió Pendleton, encogiéndose de hombros.
– Es una mocosa -afirmó Carson. -Bueno, la vida no es fácil para ella.
– La vida no es fácil para ninguno de nosotros -dijo intencionadamente Josiah.
Cal dio un respingo visible; luego buscó la mirada de Carson.
– ¿Qué se supone que signifique eso?
El anciano doctor se encogió de hombros aparatosamente.
– Interprételo como quiera.
Fue como si hubiera sacado un tapón. Cal se desplomó en su sillón con ojos tan faltos de vida como su postura. Miró lúgubremente a Carson.
– Josiah, ¿qué voy a hacer? No puedo hacer frente a Michelle, no puedo hablar con ella, no puedo ni siquiera tocarla. Constantemente pienso en Alan Hanley, y me pregunto qué error cometí, y qué error cometí con ella.
– Todos nos equivocamos, Cal -respondió Josiah-. No podemos culparnos por demostrar un mal criterio bajo presión. Simplemente debemos aceptar nuestras limitaciones y vivir con ellas.
Hizo una pausa, procurando evaluar la reacción de Cal. Tal vez lo hubiese empujado demasiado lejos. Pero Cal lo estaba observando, concentrándose en lo que él decía. Josiah sonrió y tomó otro rumbo.
– Quizá sea todo culpa mía. Seguramente lo sucedido a Michelle es culpa mía. Si yo no le hubiera vendido esa casa maldita…
Cal lanzó a Josiah una mirada penetrante.
– ¿"Casa maldita"? ¿Por qué dijo usted eso?
Josiah se agitó en su sillón.
– Probablemente no debí decirlo. Llámelo un desliz de la lengua.
Pero Cal no se dejó convencer.
– ¿Hay algo que yo debería saber acerca de esa casa?
– En realidad, no -dijo cuidadosamente Carson-. Tal vez yo crea simplemente que es una casa desdichada. Primero Alan Hanley. Ahora Michelle… -Su voz se apagó.
Cal lo miró con fijeza, sintiéndose estafado. Amaba a esa casa, cada día más, y no quería oír nada malo sobre ella.
– Lamento que se sienta usted así -dijo-. Para mí es una buena casa.
Se quitó la chaqueta blanca dispuesto a irse para almorzar. Estaba en la puerta cuando de pronto se volvió.
– Josiah -dijo. Carson lo miró inquisitivamente.- Josiah, solo quiero que usted sepa… agradezco todo lo que hizo por mí. No sé cómo habría pasado por todo esto sin usted. Me considero muy afortunado de tener un amigo como usted.
Luego, turbado por sus propias palabras, Cal abandonó de prisa el consultorio.
De nuevo solo, Carson volvió a pensar en las palabras que habían atraído la atención de Cal Pendleton.
"Casa maldita".
“Y eso es lo que es", pensó. En su mente surgió una imagen, la imagen de una mancha escondida en el suelo del cobertizo.
Una mancha que nadie había logrado eliminar jamás.
Una mancha que lo había perseguido toda su vida. Irracionalmente, estaba convencido de que se conectaba de algún modo con la muñeca de Michelle Pendleton.
Ahora, estaba seguro de que perseguiría a los Pendleton.
A decir verdad, ya estaba empezando.
Josiah Carson no pretendía saber con exactitud qué tenía esa casa que hacía que ocurrieran cosas a las personas que allí vivían, pero tenía sus sospechas. Y estaba empezando a parecerle que sus sospechas eran acertadas. Para Michelle ya había empezado. Y seguiría más, y más, y más…
De pie en el cementerio, inmóvil, Michelle contemplaba con fijeza la diminuta piedra con una sola palabra escrita:
AMANDA
Procuró tener la mente en blanco, como si dejando afuera sus pensamientos pudiera oír mejor la voz. Dio resultado.
Pudo oír la voz, lejana, pero acercándose.
Al aproximarse la voz, la brillante luz del sol se esfumó y la niebla del mar se cerró alrededor de ella.
Pronto Michelle tuvo la sensación de hallarse sola en el mundo.
Entonces, como si algo la hubiera tocado, supo que no estaba sola.
Se volvió. De pie tras ella vio a la niña.
Su negro vestido llegaba casi hasta el suelo. Y su cabeza estaba cubierta por un gorro. Sus ciegos ojos lechosos estaban fijos en Michelle. Sonreía.
– Tú eres Amanda -sugirió Michelle. Sus palabras flotaron en la niebla, ahogadas. Luego la niña asintió con la cabeza.
– Te estuve esperando. -La voz era suave, musical y tranquilizadora para Michelle.- Estuve esperándote mucho tiempo. Voy a ser tu amiga.
– Yo… yo no tengo amigos -murmuró Michelle. -Lo sé, tampoco yo tengo amigos. Pero ahora nos tendremos la una a la otra y todo será perfecto.
Michelle permaneció inmóvil contemplando la extraña aparición en la niebla, vagamente asustada. Pero las palabras de Amanda la atraían y consolaban. Y ansiaba tener una amiga.
Silenciosamente, aceptó a Amanda.
– Bueno, ¿seguro que estarás bien?
– Si necesito ayuda te llamare o lo hará la señorita Hatcher o alguien -respondió Michelle.
Abrió la portezuela del automóvil, posó el pie derecho en la acera, se apoyó en el bastón y se irguió. Ansiosamente June la observó tambalear, pero Michelle recobró el equilibrio con rapidez y cerró la portezuela con fuerza. Sin saludar con un gesto ni una palabra, comenzó a cojear lentamente hacia el edificio escolar. June se quedó donde estaba, mirando, incapaz de alejarse hasta que Michelle estuvo adentro del edificio.
Cuidadosamente, tomándose de la barandilla con la mano izquierda, mientras con la derecha manejaba el bastón, Michelle subió los peldaños, apoyando primero el pie derecho, luego arrastrando la pierna izquierda detrás de sí. El procedimiento era lento, pero constante. Cuando hubo llegado a lo alto de los siete escalones, se volvió, saludó con un ademán a su madre y luego entró en la escuela. Suspirando, June puso en marcha el automóvil y se apartó de la acera.
Durante el trayecto a casa, rezó porque todo fuese bien. Y sintiendo una punzada de remordimiento, empezó a pensar con agrado en pasar un día -todo un día- con su hijita y su trabajo.
Corinne Hatcher había iniciado ya la lección cuando se abrió la puerta y apareció Michelle, apoyada en su bastón, con expresión indecisa, como si acaso estuviera en el aula equivocada. La clase quedó silenciosa. Los alumnos se movieron en sus asientos para mirarla con fijeza.
Tratando de no hacerles caso, Michelle avanzó cojeando, sin apartar sus ojos de su mesa: el asiento vacío en la fila de adelante, entre Sally y Jeff que evidentemente se había reservado para ella. Cuando llegó al asiento y cuidadosamente se depositó en él, se permitió mirar a la señorita Hatcher y sonreír, diciendo con timidez:
– Lamento llegar tarde.
– Está bien -la tranquilizó Corinne-. Ni siquiera hemos empezado. Me alegro mucho de que hayas vuelto. ¿Nadie quiere saludar a Michelle?
Miró a la clase con expectativa. Al cabo de un momento, empezó un murmullo, cuando cada niño, sin saber bien que se esperaba de el, masculló un saludo. Estirándose sobre su pupitre, Sally Carstairs apretó la mano de Michelle, pero esta se apresuró a retirarla. Oyó que del otro lado Jeff le hablaba, pero cuando se volvió hacia él vio que Susan Peterson le daba un codazo y rápidamente apartó la mirada. Michelle sintió que la cara se le enrojecía de vergüenza.
No podía concentrarse en sus lecciones. En cambio, estaba terriblemente conciente de los demás niños, sintiendo que sus ojos le perforaban la espalda, oyendo sus cuchicheos, tan bajos que ella no podía distinguir las palabras.
Por un rato Corinne Hatcher pensó interrumpir la lección, encarar de frente la cuestión del accidente de Michelle, pero descartó tal idea, sería demasiado embarazoso para Michelle. Por eso continuó, procurando que los niños pensaran en su tarea y no en su condiscípula. Al sonar la campana del primer recreo, Corinne, aliviada, dejó salir a los alumnos. Todos, salvo Michelle.
Cuando el aula quedó vacía, excepto ellas dos, acercó su silla al pupitre de Michelle.
– No fue tan malo, ¿verdad? -preguntó, con toda la naturalidad posible. Michelle la miró con cxtrañeza como si no entendiera la pregunta.
– ¿Qué cosa?
– Pues… pues tu primera mañana en la escuela.
– Está muy bien -dijo Michelle-. ¿Por qué no iba a estarlo?
En su voz había un tono altivo que desconcertó a Corinne. Era como si Michelle la estuviera desafiando a hablar sobre los cuchicheos que habían impregnado el aula durante las dos últimas horas.
– Quizá deberíamos repasar algo de las tareas que te perdiste -decidió, invitando a Michelle. Si ésta no quería hablar sobre la reacción de la clase hacia ella, no se hablaría.
– Puedo adelantar sola -dijo Michelle-. ¿Me permite ir a la sala de descanso?
Corinne miró con fijeza a la niña, tan serena, tan aparentemente segura de sí. Pero no debería estarlo… debería estar nerviosa, debería estar sintiéndose insegura, debería estar inclusive llorando… pero no debería estar preguntando si podía ir a la sala de descanso. Suprimiendo las preguntas que inundaban su mente y deseando que Tim Hartwick estuviese allí ese día, Corinne observó a Michelle que iba hacia la puerta. Corinne Hatcher estaba muy preocupada.
Michelle quedó complacida al encontrar desierto el pasillo… por lo menos no había nadie que la viera avanzar con lentitud hacia el excusado, golpeando el suelo de madera con su bastón.
Deseaba poder desaparecer.
Se estaban riendo de ella tal como ella pensó que lo harían.
Sally apenas si le había hablado y los demás no habían sabido qué decir.
Pero ella no se rendiría ante ellos.
Abrió la puerta y entró en la sala de descanso, donde se miró con fijeza al espejo, preguntándose si el dolor se evidenciaba en su cara.
Era importante que no se notara, que nadie supiera cómo se sentía, cuánto era el dolor.
Cuan enfurecida estaba ella.
Especialmente contra Susan Peterson.
Susan había dicho algo a Jeff.
Le había dicho algo que impidió que el le hablara a Michelle.
Amanda tenía razón… no eran sus amigos, ya no. Después de lavarse la cara Michelle se miró al espejo.
– No importa -dijo en voz alta-. No los necesito. Amanda es mi amiga. ¡Al infierno con ellos!
Luego, sorprendida por haber utilizado esa blasfemia, dio un paso hacia atrás y estuvo a punto de caer. Tomándose del borde del fregadero, se sostuvo. Una oledada de frustración la inundó y quiso llorar, pero no quería darse por vencida… "Yo les enseñaré", prometió en silencio. "Les enseñaré a todos".
Penosamente emprendió el regreso al aula.
Después del recreo algo cambió en el aula. El cuchicheo cesó y los niños parecieron ocupar sus mentes en sus tareas.
Salvo que de vez en cuando uno de los niños miraba a escondidas, primero a Michelle, luego a Susan Peterson. Si dichas niñas percibieron lo que estaba ocurriendo, no dieron señales de ello.
Sally Carstairs estaba pasando un mal rato. Cada pocos minutos apartaba la vista de su tarea, miraba a Michelle, luego, rápidamente, miraba tanto a Michelle y Jeff Benson como a Susan Peterson. Cuando sus miradas se encontraron, Susan apretó los labios y sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. Sally volvió a su trabajo, mientras su rostro se ruborizaba de culpa.
Cuando sonó la campana de la merienda, ni siquiera Sally Carstairs esperó a Michelle. En cambio, en pocos segundos el aula quedó vacía, salvo Michelle y Corinne. Michelle buscó su cartapacio bajo su pupitre y sacó su merienda. Luego se incorporó, disponiéndose a salir del aula.
– ¿Por qué no te quedas y comes conmigo? -sugirió Corinne.
Por un breve instante, Michelle vaciló. Luego sacudió la cabeza diciendo:
– Iré afuera.
– ¿Estás segura? -insistió Corinne. Michelle asintió con la cabeza.
– Me sentaré en lo alto de la escalera, desde donde puedo ver todo. -Estaba casi fuera del recinto cuando de pronto se detuvo y se volvió haciendo frente a Corinne -. Poder ver es importante. ¿Lo sabía usted, señorita Hatcher?
Sin esperar respuesta, Michelle salió del aula.
Michelle estaba sentada en el escalón más alto, con la pierna izquierda rígidamente extendida, la derecha recogida contra el pecho. Con la barbilla apoyada en la rodilla derecha, observaba a los niños que estaban en el patio de la escuela.
Bajo el arce grande podía ver a sus propios condiscípulos, Susan, Jeff y Sally… todos… apiñados en un grupo.
Estaban hablando de ella. Y ella lo sabía.
En particular Susan Peterson.
Michelle podía verla, inclinándose para susurrar algo al oído de alguien; después los dos, Susan y la persona a quien había hablado, mirando a Michelle y riendo por lo bajo.
En una ocasión, Susan empezó a decir algo a Sally, pero Sally se limitó a mover la cabeza e inmediatamente se puso a hablar con otra persona.
Michelle se obligó a no mirarlos más. Sus ojos recorrieron el campo de juego. Allá, junto a la cerca de atrás, algunos alumnos de cuarto grado jugaban a la pelota; Michelle sintió una punzada de envidia al mirarlos correr. Ella solía jugar antes a la pelota. Había sido una de las corredoras más veloces de su escuela.
Pero eso había sido antes.
Del otro lado del patio, cerca de la entrada, Michelle vio a Lisa Hartwick sentada sola. Durante un segundo deseó que Lisa se acercara y se sentara en los escalones con ella, pero entonces recordó… los otros niños no simpatizaban con Lisa, y aun cuando no le hablaban, no iba a empeorar las cosas mostrándose amistosa con ella.
Cerca de ella, al pie de los escalones, tres niñas -que tal vez tuvieran ocho años- estaban absorbidas en una partida de boliche, sin advertir la presencia de Michelle. Esta contempló la partida por un rato, recordando cuando ella tenía esa edad. Jamás había sido hábil para el boliche… las pequeñas piezas siempre se le habían resbalado entre los dedos. Y sin embargo, ese juego no requería correr, ni saltar, ni ninguna de las cosas que Michelle ya no podía hacer. Tal vez si les pidiera…
Sonó la campana. La hora de la merienda había terminado.
Poniéndose de pie, Michelle volvió a entrar en el edificio. Se aseguró de ser la primera en entrar al aula. Tan pronto como entró, se deslizó en un asiento situado al fondo del salón.
Un asiento, donde ninguno de ellos pudiera verla, a menos que se dieran vuelta y la miraran francamente.
Pero ella sí podría verlos.
Vigilarlos.
Saber quien se estaba riendo de ella…
Cuando sonó la campana de las tres y diez, Corinne Hatcher volvió a pedirle a Michelle que esperara, y le hizo señas de que se acercara a su escritorio, al frente del salón vacío.
– Quiero pedir disculpas en nombre de la clase.
Michelle permanecía inmóvil frente a ella, inexpresiva, con el rostro hecho una máscara de indiferencia.
– ¿Disculpas? ¿Porqué?
– Por el modo en que te trataron hoy. Fue muy grosero.
– ¿Lo fue? No me di cuenta de nada respondió Michelle con voz inexpresiva.
Reclinándose en su silla, Corinne golpeteó el escritorio con un lápiz.
– Noté que no merendabas con tus amigos.
– Ya le dije… era más fácil no tratar de bajar los escalones. ¿Puedo irme ahora? Hay una larga caminata hasta mi casa.
– ¿Irás caminando? -Corinne quedó espantada. Michelle no podía ir caminando… era demasiado lejos. Pero la niña asentía tranquilamente.
– Me hace bien -dijo afablemente. Corinne advirtió que ahora, cuando el tema nada tenía que ver con sus condiscípulos, Michelle parecía serenarse.- Además, me gusta caminar. Y ahora que no puedo caminar tan rápido como solía hacerlo, veo mucho más. Se sorprendería usted.
En la mente de Corinne resonaron las palabras de Michelle: ”Es importante ver".
– ¿Que ves? -preguntó la maestra.
– Oh, toda clase de cosas. Flores, y árboles y rocas… cosas así. -Bajó un poco la voz.- Cuando se está solo, realmente se mira todo.
Corinne sintió mucha tristeza por Michelle. Cuando habló su voz reflejó sus emociones.
– Sí -dijo-, estoy segura de que es así.
Se puso de pie y comenzó a juntar sus cosas. Caminando muy despacio para que Michelle pudiera seguirla, salió del salón y cerró con llave la puerta.
– ¿Estás segura de que yo no podría llevarte a casa? -ofreció Corinne cuando llegaron a los escalones delanteros.
– No, gracias. De veras estaré perfectamente.
Michelle parecía distraída: sus ojos exploraron el patio de la escuela, como si buscara a alguien.
– ¿Alguien te iba a acompañar?
– No… no, solo pensé… – Michelle calló, se interrumpió y empezó a bajarlos peldaños-. Hasta mañana, señorita Hatcher, dijo por sobre el hombro.
Al llegar al pie de la escalera, se colgó del hombro su cartapacio y cojeó hacia la acera.
Corinne Hatcher la observó hasta verla desaparecer al doblar la esquina; luego se encaminó hacia su automóvil.
"El habría podido esperarme", pensó amargamente Michelle.
Caminaba lo más rápido posible, pero no tardó en dolerle la cadera, obligándola a disminuir el paso.
Trató de no pensar en Jeff Benson, pero mientras caminaba, cada cosa que veía le recordaba los días en que habían vuelto a casa caminando juntos. Ahora, pensó, probablemente haya acompañado a casa a Susan Peterson.
Dejando atrás el poblado, tomó por el camino, permaneciendo bien lejos del empedrado. Aunque el sendero era áspero y resultaba más fácil caminar por el pavimento, sabía que no podría apartarse si llegara un automóvil… el sendero era mucho más seguro.
Se detenía cada pocos metros, en parte para descansar, pero también para mirar alrededor, para examinar todo cuidadosamente, como si lo estuviera viendo por primera vez, o quizá por última vez. Una o dos veces se quedó totalmente inmóvil, cerró bien los ojos y procuró imaginarse cómo sería estar ciega. Con el bastón hurgaba los objetos en torno a ella, viendo si podía identificarlos por el contacto.
Casi nunca lo conseguía.
"Sería espantoso", pensó. Ser ciego sería la cosa más espantosa del mundo.
Estaba casi a mitad del trayecto cuando oyó una voz que la llamaba.
– Michelle… ¡oye, Michelle, espérame!
Estoicamente, sin hacer caso de aquella voz, Michelle siguió andando. Un minuto más tarde, Jeff Benson la alcanzo.
– ¿Por qué no esperaste? -la interrogó-. ¿No me oíste acaso?
– Te oí.
– Pues ¿por qué no te detuviste?
– ¿Por que tú no me esperaste después de la escuela? -replicó a su vez Michelle.
– Prometí a Susan que la acompañaría.
– ¿Y sabías que podías alcanzarme?
Jeff enrojeció al responder:
– No dije eso.
– No era necesario -hubo un silencio y Michelle prosiguió su camino, mientras Jeff le seguía el paso-; si quieres irte a casa no hace falta que me esperes – agregó ella.
– No tengo inconveniente.
Siguieron caminando. Michelle deseaba que Jeff se marchase, finalmente se lo dijo.
– iMe haces sentir como si fuera un fenómeno! exclamó-. ¿Por que no te vas a casa y me dejas tranquila?
Jeff se detuvo de pronto, mirándola extrañado. Abrió la boca, luego la volvió a cerrar. Se le enrojeció la cara y se le crisparon los puños.
– Bueno, si eso es lo que piensas, tal vez lo haga -dijo por fin.
– ¡Me alegro!
Michelle sintió que las lágrimas le brotaban en los ojos y por un momento temió llorar. Pero entonces Jeff se apartó de ella y se alejó rápidamente. Cuando estaba a pocos metros de distancia, de pronto miró atrás, saludó con la mano y echó a correr. Para Michelle fue como una bofetada.
Jeff entró ruidosamente en su casa, gritando para comunicar a su madre que había vuelto. Arrojó los libros sobre una mesa y entró en la sala de recibo donde se dejó caer en el sofá, apoyando los pies en la mesita baja. ¡Esas niñas! ¡Que fastidiosas eran!
Primero Susan Peterson diciéndole que no debía hablar más con Michelle: luego Michelle diciéndole que no quería que la acompañara más. Era una locura simplemente. Miró por la ventana.
Allí estaba ella, totalmente sola. Jeff vio que Michelle pasaba frente a su casa y se disponía a pasar frente al cementerio. De pronto se detuvo y clavó la vista en el camposanto. Como si estuviese observando algo. Pero no había nada que observar. Para Jeff el cementerio tenía el mismo aspecto de siempre… tapado por las malezas, con las lápidas cayéndose, abandonadas. ¿Qué estaba mirando Michelle?
Cuando Michelle llegó frente al cementerio, el luminoso sol de la tarde se desvaneció. En torno a ella comenzó a formarse la niebla. Ya se había habituado a eso y no se sorprendió cuando la fría humedad se cerró de pronto alrededor de ella, borrando el resto del mundo, dejándola sola entre la bruma. Sabía que no estaría mucho tiempo sola. Cuando venía la niebla, también venía Amanda. Michelle empezaba a esperar, la niebla con ansia, anhelando ver a su amiga.
Allí estaba ella, acercándose desde el cementerio, sonriéndole y saludándola con la mano.
– Hola -dijo Michelle en voz alta.
– Estuve esperándote -respondió Amanda al atravesar la cerca rota-. ¿Fue tan malo como yo pensaba?
– Sí. Se rieron de mí y no dejaron de cuchichear unos con otros.
– No importa -dijo Amanda -. Caminaré contigo y podrás mostrarme cosas.
– ¿No puedes ver cosas tú misma?
Los blancos ojos lechosos de Amanda se clavaron en el rostro de Michelle.
– No puedo ver nada a menos que estes conmigo -dijo.
Tomando la mano de Amanda, Michelle echó a andar por el sendero.
Notó que, por algún motivo, era más fácil caminar con Amanda. Junto a ella, no le dolía tanto la cadera y apenas cojeaba.
Amanda la condujo cruzando el cementerio y bordeando la senda del risco. Pronto llegaron a casa de los Pendleton; instintivamente Michelle fue hacia ella.
– No -dijo Amanda. Michelle sintió que le apretaba más la mano.- El cobertizo. Lo que quiero ver está en el cobertizo.
Michelle vaciló; luego, despierta ya su curiosidad, permitió que Amanda la condujese hacia el estudio de su madre.
Amanda llevó a Michelle del otro lado de la esquina del pequeño edificio y se detuvo junto a la ventana.
– Mira adentro -susurró a Michelle.
Obediente, Michelle espió por la ventana.
La densa niebla que la rodeaba parecía haber impregnado también el estudio. Había adentro una nebulosidad; todo era confuso.
Y nada tenía el aspecto de siempre.
Allí estaba el caballete de su madre, pero el cuadro que estaba apoyado en él no era de su madre.
Michelle contempló el cuadro con fijeza durante un segundo; luego un movimiento atrajo su mirada, que se desvió. En el estudio había gente, pero ella no podía verlos con claridad. La bruma remolineaba en torno a ellos, impidiéndole ver sus caras.
Entonces Michelle oyó los sonidos.
Era Amanda, junto a ella.
– Es verdad -susurró Amanda, cuya voz oprimida era un susurro-. Es una prostituta… ¡una prostituta!
Los ojos de Michelle se dilataron de miedo por la furia que expresaba la voz de su amiga. Trató de retirar la mano que Amanda le tenía apretada, pero ésta no se lo permitió.
– ¡No! -imploró-. ¡No te alejes! ¡Déjame ver! ¡Tengo que ver! -Su cara se retorció de furia, y apretaba tanto la mano de Michelle, que se la hacía doler.
Súbitamente Michelle logró zafarse. Retrocedió, apartándose de Amanda; al separarse sus manos, la ciega mirada de Amanda se fijó en ella.
– No -repitió -. Por favor… no te vayas. Déjame ver. Soy tu amiga y te ayudaré. ¿No quieres ayudarme también?
Pero Michelle ya se había apartado. Se encaminó hacia la casa. La niebla pareció disiparse un poco.
Cuando llegó a la casa, la bruma se había despejado.
Su cojera la había obligado casi a detenerse, y la cadera le palpitaba otra vez de dolor.
Michelle dejó que la puerta de la cocina se cerrara violenta y ruidosamente tras ella, arrojó su cartapacio sobre la mesa y fue hacia el refrigerador. Terriblemente conciente de que su madre la observaba, luchó por controlar el temblor de sus manos. June no le habló hasta que la niña se sirvió un vaso de leche.
– Michelle… ¿te sientes bien?
– Estoy perfectamente -replicó Michelle, mientras volvía a guardar la leche y sonreía a su madre. June contempló cautelosamente a su hija. Algo andaba mal. Se la notaba asustada. Pero ¿que podía haberla asustado? June la había visto llegar por el sendero, vacilar un momento y luego continuar hasta el estudio, donde se había detenido brevemente junto a la ventana. Cuando se dirigió hacia la casa, fue como si hubiera visto algo.
– ¿Qué estabas mirando?
– ¿Mirando? -repitió Michelle. June se sintió casi segura de que procuraba ganar tiempo.
– En el estudio. Te vi mirando por la ventana del estudio.
– Pero no pudiste… -empezó Michelle. Luego se contuvo y. miró por la ventana.
El sol brillaba luminoso.
La niebla había desaparecido.
– Nada agregó Michelle-. Solamente miré para ver si estabas trabajando.
– Hum -dijo June sin comprometerse. Luego agregó: -¿Cómo te fue en la escuela?
– Bien, muy bien.
Michelle terminó su vaso de leche y se incorporó trabajosamente, con la cadera dolorida. Recogió su cartapacio y se encaminó hacia la despensa.
– Pensé que tal vez trajeras a Sally esta tarde -sugirió June.
– Ella… ella tenía algunas cosas que hacer -mintió Michelle. Además, yo quería caminar sola.
– ¿Quieres decir que Jeff ni siquiera te acompañó?
– Lo hizo por un rato. Acompañó a casa a Susan Peterson, después me alcanzó.
June fijó en Michelle una mirada penetrante. Había algo que su hija no le estaba diciendo. La expresión de Michelle era inocente. Y sin embargo, June estaba segura de que la niña ocultaba algo.
– ¿Estás segura de que no pasó nada malo? -insistió.
– Fue perfecto, mamá -replicó Michelle con cierta irritación, por lo cual June decidió abandonar el tema.
– ¿Quieres ayudarme con el pan?
Michelle lo pensó un momento: luego sacudió la cabeza diciendo.
– Tengo mucho que repasar. Creo que mejor subiré a mi cuarto.
June la dejó ir, luego volvió a su masa para el pan. Mientras trabajaba, sus ojos se desviaron hacia el estudio. afuera. "¿Que fue? ¿Qué vio ella allí? Algo que la asustó, de eso estoy segura'*. Retiró los dedos de la masa, se los frotó en el delantal, luego abandonó la casa. Lo que hubiera visto Michelle debía de estar todavía en su estudio…
Michelle cerró la puerta de su dormitorio y se desplomó en la cama. Se preguntaba si debía haber hablado con su madre sobre las personas del estudio. Pero algo le había indicado no hacerlo. Lo que había visto era un secreto. Un secreto entre ella y Amanda. Pero había sido algo atemorizados. Al recordarlo, un estremecimiento recorrió su cuerpo.
Levantándose de la cama, se acercó a la ventana y levantó la muñeca que estaba allí apoyada en el alféizar. Alzándola a la altura de sus ojos, contempló su rostro de porcelana.
– ¿Qué quieres, Amanda? -preguntó con suavidad-. ¿Qué quieres que yo haga?
– Quiero que me muestres cosas -susurró la voz en su oído-. Quiero que me muestres cosas y que seas mi amiga.
– Pero ¿qué quieres ver? ¿Cómo puedo mostrarte cosas si no sé qué quieres ver?
– Quiero ver cosas que sucedieron hace mucho tiempo. Cosas que entonces nunca pude ver… hace tanto que te esperaba… por un tiempo creí que jamás podría ver. Lo intenté. Traté de intentar que otras personas me mostraran pero nunca pudieron y entonces llegaste tú.
El susurro fue interrumpido por un sonido.
– ¿Qué es eso? -susurró la voz.
– Solo Jenny. Está llorando.
Desde el cuarto infantil, del otro lado del pasillo, los lamentos de la pequeña aumentaron. Michelle aguardó un momento, segura de que oiría el paso de su madre en la escalera. Entonces la voz le volvió a susurrar:
– Muéstramela.
– ¿A la niñita?
– Quiero verla.
Los gritos de Jennifer se habían convertido en un sollozante berrido. Michelle se acercó a la puerta.
– ¿Mamá? -llamó; no hubo respuesta-. ¡Mamá, Jenny está llorando!
Al no tener tampoco respuesta, Michelle se encaminó por el pasillo hacia la nursery. Estaba segura de que Amanda iba con ella, junto a ella. Aunque no la podía ver, podía sentir una presencia. Decidió que esa sensación le gustaba.
Abrió la puerta de la nursery. De pronto los llantos de Jennifer fueron más ruidosos. Michelle levantó a la pequeña que lloraba, acunándola contra su pecho como le había enseñado su madre.
– ¿No es hermosa? -susurró, dirigiéndose a Amanda.
– Hazle algo -contestó a su vez Amanda.
– ¿Hacerle algo? ¿Porqué?
– Es como los otros… no es tu amiga…
– Es mi hermana -protestó Michelle, indecisa.
– No es tal cosa -le contestó Amanda-. Es la hija de ellos, no tu hermana. Ellos la quieren a ella, no a ti.
– Eso no es verdad.
– Es verdad. Tú sabes que es verdad. Debes hacer algo.
El susurro se volvió intenso, apremiando a Michelle, imponiéndosele.
Al contemplar la cara de la pequeña, Michelle vio los diminutos rasgos de Jenny, haciendo muecas de insatisfacción. De pronto, irracionalmente, quiso apretarla, quiso obligarla a que dejara de llorar, quiso castigarla.
Apretando los brazos, oprimió a Jennifer contra su pecho.
Los gritos de Jennifer cobraron un tono de dolor.
Michelle apretó más fuerte. Los clamores parecieron apagarse, mientras el sonido de la voz de Amanda se volvía más fuerte.
– Eso es -canturreaba la voz en sus oídos-. Más fuerte. Apriétala más fuerte…
Los ojos de Jenny empezaron a saltársele; sus bracitos se agitaron al tratar de respirar. El llanto se volvía más suave, convirtiéndose en un gimoteo.
– Solo un poco más… -susurraba la voz.
Y entonces apareció June en la puerta de la nursery.
– Michelle… Michelle ¿qué ocurre?
Fue como si alguien hubiera hecho girar un interruptor. La voz dejó de sonar en la cabeza de Michelle. Esta miró primero a su madre, luego la cara de Jennifer. Se dio cuenta de que estaba apretando a la pequeña, apretándola tan fuerte que le hacía daño. Entonces aflojó la presión. Repentinamente Jennifer dejó de llorar y boqueó un poco. El tinte levemente azulado de su piel desapareció, y sus ojos parecieron recuperar una posición normal.
– La… la oí llorar -dijo Michelle-. Como tú no subías, vine a ver que pasaba. Lo único que hice fue levantarla…
June tomó a Jenny que había empezado de nuevo a sollozar, y la acunó contra el pecho diciendo:
– Estaba afuera, en el estudio. No podía oírla. Pero ya todo está bien -dijo mientras acariciaba a la pequeña que lloraba, haciendo ruidos tranquilizadores-. Yo me haré cargo de ella -agregó June -. Vuelve a tu habitación. ¿De acuerdo?
Por un momento, Michelle vaciló. No quería regresar a su cuarto, quería quedarse allí. Con su madre y su hermanita. La voz de Amanda volvió a ella, recordándole que Jenny no era su hermana. Y esta mujer no era su madre. En realidad, no. Con la mente llena de imágenes y pensamientos confusos, Michelle salió cojeando de la nursery y se encaminó a su cuarto por el pasillo.
Tendida en la cama, acunando en sus brazos a su muñeca, clavó la mirada en el ciclorraso.
Todo empezaba a explicarse para ella ahora…
Amanda tenía razón.
Ella estaba sola.
Salvo por Amanda.
Amanda era su amiga.
– Te quiero -susurró a la muñeca. Te quiero más que a nada en el mundo.
Esa tarde, cuando Cal Pendleton llegó a casa, June estaba sentada en la cocina, sosteniendo en su regazo a Jenny, contemplando el mar. Se detuvo en la puerta de la cocina y la observó. La luz indirecta de la tarde arrojaba sobre ella un suave resplandor. Por un momento. Cal quedó abrumado por la belleza de la escena… la madre y la niña, su esposa y su hija, con la ventana y más allá la caleta enmarcándolas, casi como una aureola. Pero cuando June se volvió hacia él, su sensación de bienestar quedó destruida.
– Siéntate Cal. Tengo que hablar contigo -empezó June. No hizo falta decirle que quería hablar sobre Michelle -. Algo anda mal. No es solo su cojera, y Dios sabe que eso ya es bastante malo. Hoy sucedió algo en la escuela, o después de la escuela. No quiso decirme qué, pero la asustó.
– Bueno, fue su primer día… -empezó a decir Cal, pero June no le permitió terminar.
– Hay más. Esta tarde estaba yo en el estudio, trabajando. Oí llorar a Jenny y cuando subí a cuidarla, Michelle estaba allí. Sostenía a Jenny y tenía en el rostro una extrañísima expresión. Y estaba apretando a Jenny…
Su voz se apagó: el recuerdo de la tarde aún era vivido en su mente. Cal permaneció un momento silencioso. Cuando finalmente habló, su voz fue tensa.
– ¿Qué tratas de decir? ¿Crees que algo le pasa a Michelle?
– Sabemos que le pasa algo comenzó June.
Pero esta vez Cal no la dejó terminar.
– Cayó, sufrió algunas contusiones, y se perdió unas cuantas clases. Pero está mejorando cada día.
– No está mejorando. Eso querrías tú, pero si pasaras algún tiempo con ella, verías que no es la misma niña que solía ser -insistió June. Contra su voluntad, empezó a levantar la voz-. Algo le está pasando, Cal. Se está convirtiendo en una reclusa, que se pasa todo el día sola con esa maldita muñeca, y yo quiero saber por qué. Y en cuanto a ti, vas a dedicarle algo de tiempo, Cal. Irás conmigo cuando la lleve a la escuela mañana, y también irás conmigo cuando pase a buscarla. Y por las noches dejarás de esconderte en Jenny y en tu periódico, y empezarás a dar alguna atención a Michelle. ¿Está claro?
Cal se incorporó, con el rostro sombrío, la mirada pensativa.
– Déjame manejar mi vida a mi manera, ¿de acuerdo?
– No es tu vida -replicó June-. ¡Es mi vida, y también la vida de Jenny! Lamento todo lo que ha ocurrido, y querría ayudarte. Pero, Dios santo. Cal, ¿qué hay de Michelle? Es una niña y nos necesita. Tenemos que estar presentes para ella. ¡Los dos!
Pero Cal no oyó estas últimas palabras. Ya había salido de la cocina, encaminándose hacia la sala de recibo, donde cerró la puerta, se sirvió un trago y procuró olvidar las palabras de su esposa, acusándolo, siempre acusándolo.
Tendría que demostrar que ella se equivocaba.
Demostrarle que todo estaba perfecto, que Michelle se hallaba muy bien. Que él mismo se hallaba muy bien.
Esa noche, después de la cena, Michelle se presentó en la sala de recibo, con su juego de ajedrez bajo el brazo.
– ¿Papá?
Cal estaba sentado en su sillón, leyendo una revista, mientras June tejía, sentada frente a él.
– ¿Qué quieres? -preguntó él, obligándose a sonreír a su hija.
– ¿Quieres jugar una partida? -continuó la niña, haciendo sonar la caja de piezas.
Cal estaba por negarse amablemente, cuando June le lanzó una mirada de advertencia.
– Está bien -dijo sin entusiasmo-. Prepáralo mientras yo me sirvo un trago.
Michelle se depositó cuidadosamente en el suelo, con la pierna izquierda torpemente extendida, y empezó a colocar el tablero de ajedrez. Cuando su padre regresó, ella ya había hecho su primera jugada. Cal se acomodó en el suelo.
Michelle esperó.
El parecía estar estudiando el tablero, pero Michelle no estaba muy segura. Finalmente habló.
– Te toca a ti, papá.
– Ah, disculpa.
Automáticamente, Cal tendió la mano para responder a la apertura de Michelle. Esta arrugó un poco el entrecejo, preguntándose qué pasaba con el juego de su padre. Tentativamente, comenzó a prepararle una trampa.
De nuevo Cal permaneció silencioso, con la mirada fija en el tablero, bebiendo su copa, hasta que Michelle le recordó que le tocaba jugar. Cuando hizo su jugada, Michelle alzó la vista para mirarlo, asombrada. ¿Acaso él no veía lo que se proponía ella? Antes, nunca le dejaba salirse con la suya en esto. La niña adelantó su reina.
June dejó de lado su tejido y se acercó a mirar el tablero. Al ver la estrategia de Michelle, hizo un guiño a su hija; luego esperó a que Cal estropeara el gambito. Pero Cal no parecía advertir lo que le estaba sucediendo.
– Cal… te toca jugar.
El no respondió.
– No creo que le importe -susurró Michelle. Cal no dio muestras de oírla.- Papá -dijo -, si no quieres jugar, no tienes que hacerlo.
– ¿Que?
Cal salió de su ensueño y tendió la mano para hacer una jugada. Michelle, tentada por la falta de concentración de el, preparó rápidamente su trampa y esperó a que su padre escapara de ella. Estaba segura de que él la había estado azuzando. Ahora saldría con algo ingenioso, y empezaría la verdadera contienda. Michelle empezó a esperar con interés el resto de la partida.
Pero Cal se limitó a vaciar su vaso, hizo con indiferencia una jugada inútil y se encogió de hombros cuando Michelle colocó su reina y anunció el jaque mate.
– Ordena las piezas y lo haremos de nuevo -ofreció.
– ¿Para qué? -preguntó Michelle, fijando en su padre una mirada tempestuosa-. ¡No es nada divertido si tú ni siquieras vas a luchar!
Rápidamente arrojó las piezas dentro de la caja, se incorporó con esfuerzo y subió la escalera.
Tan pronto como ella se fue, habló June.
– Supongo que debería reconocerte el mérito de intentarlo. Aunque no la miraste, no le hablaste ni reaccionaste, al menos te sentaste frente a ella. ¿Qué sentiste?
Cal no dio respuesta alguna.
Después de que Michelle desapareció dentro del edificio escolar, Cal permaneció largo rato sentado en su automóvil. Observaba la llegada de los otros niños, niños robustos, sanos, que iban brincando en la mañana otoñal, riendo unos con otros.
¿Acaso se reían de él?
Podía verlos desviar la mirada hacia él de vez en cuando. Sally Carstairs hasta le hizo un ademán de saludo. Pero después se alejaban riendo por lo bajo y cuchicheando entre sí, tal como si, de algún modo, supieran lo afectado que él estaba. Pero no podían saberlo. Eran solo niños. Y él era un médico. Alguien en quien confiar, a quien admirar.
Todo eso era una impostura. No confiaba en sí mismo ni se admiraba, y estaba seguro de que ellos lo sabían, sabía todo sobre los instintos de los niños… su capacidad para captar las vibraciones que los rodeaban. Inclusive los crios muy pequeños, cuidadosamente protegidos de la realidad, reaccionan a la tensión de sus padres. Estos niños, los niños por cuya, salud él quería ser responsable… ¿Qué pensaban de él? ¿Sabían acaso cómo era él en realidad? ¿Sabían que él les tenía miedo? ¿Sabían que el miedo se estaba conviniendo en odio?
Estaba seguro de que lo sabían.
Un automóvil se detuvo en el parque de estacionamiento contiguo a la escuela y Cal vio que Lisa Hartwick bajaba, lo miraba, lo saludaba y luego subía los escalones en pos de los últimos retrasados. Hizo girar la llave en la ignición, puso en marcha el automóvil y estaba por alejarse cuando vio que un hombre le hacía señas. El padre de Lisa, evidentemente. Cal puso el auto en neutro y esperó.
– ¿Doctor Pendleton? -Inclinándose junto al automóvil, el psicólogo introducía la mano por la ventanilla-. Soy Tim Hartwick.
Obligándose a sonreír jovialmente, Cal aceptó la mano que se le ofrecía.
– Por supuesto. El padre de Lisa. Tiene usted una hija maravillosa.
– ¿Aun cuando miente diciendo estar enferma?
– Todos lo hacen -respondió Cal-. Hasta Michelle hizo lo imposible por quedarse en cama unos días más.
– Pero a Michelle le pasaba algo -recordó Tim-. Lisa fingía directamente. Gracias por no permitirle salirse con la suya.
Cal se encogió de hombros.
– En realidad, ella misma lo confesó. Yo iba a meterle un bajalengua en la boca, y ella decidió que era mejor decir la verdad que atragantarse con la mentira.
– ¿Cómo sigue Michelle?
La pregunta tomó descuidado a Cal, que vaciló durante un segundo. Luego, con demasiada rapidez, replicó:
– Muy bien. Sigue muy bien,
Tim Hartwick arrugó la frente…
– Me alegro de oírlo. Corinne… la señorita Hatcher, la maestra de Michelle, estaba un poco preocupada. Dijo que el día de ayer fue difícil para Michelle. Pense que tal vez yo podría conversar con ella.
– ¿Con Michelle? ¿Por qué lo pide?
– Bueno, soy el psicólogo de la escuela, y si algún niño tiene un problema…
– Su propia hija es el problema, señor Hartwick. Ella miente, ¿recuerda usted? En cuanto a Michelle, está muy bien, perfectamente bien. Y ahora, si no tiene inconveniente, tengo algunos pacientes esperándome.
Sin esperar respuesta, puso el automóvil en marcha y partió.
Tim Hartwick se quedó pensativo en, la acera, viendo desaparecer calle abajo el automóvil de Cal. Evidentemente, aquel hombre estaba bajo presión. Demasiada presión. Si en verdad Michelle tenía problemas, Tim estaba seguro de saber cuáles eran sus raíces. Mentalmente tomó nota de hablar con Corinne al respecto y. si era necesario, con la madre de Michelle.
Este día fue peor aún. Michelle se sentía como una intrusa, un monstruo. Cuando sonó la última campana, se alegró de que sus padres fueran a buscarla.
Lentamente recorrió el pasillo. Cuando llegó a los escalones delanteros, todos sus condiscípulos habían desaparecido. Deteniéndose en lo alto de la escalera, miró alrededor.
Había todavía un grupo de niñas pequeñas, las de tercer grado, que jugaban saltando a la cuerda. Como no se veía por ninguna parte a sus padres, Michelle se instaló en el escalón más alto para mirarlas. Repentinamente una de las niñas pequeñas se separó del grupo, fue al pie de la escalera y desde allí miro a Michelle.
– ¿Quieres jugar con nosotras?
– No puedo -respondió Michelle ceñuda.
– ¿Por que no?
– Yo no puedo saltar.
La niñita pareció reflexionar sobre esta información. Luego animada, insistió:
– Bueno, podrías dar vuelta la cuerda, ¿verdad? Así yo tendría más vueltas.
Michelle lo pensó. Esa niña no parecía estar burlándose de ella. Finalmente se incorporó.
– Bueno. Pero prométeme no pedirme que trate de saltar.
– No lo haré. Me llamo Annie Whitmore. ¿Y tú?
– Michelle.
Annie aguardó mientras Michelle bajaba lentamente la escalera.
– ¿Te lastimaste?
– Me caí del risco, allá en la caleta -repuso Michelle. Observó cuidadosamente a Annie,- pero en los ojos de la niña no había otra cosa que curiosidad.
– ¿Te dolió?
– Creo que sí -replicó Michelle-. No recuerdo. Me desmayé.
Entonces los ojos de Annie se le saltaron casi de agitación.
– ¿De veras? -exclamó -. ¿Cómo fue?
Michelle sonrió a la asombrada niña.
– No lo se… ¡estaba atontada!
Entonces Annie se alejó corriendo, brincando adelante de ella, y volvió a reunirse con sus amigas. Al acercarse a las niñitas, Michelle oyó que Annie decía con entusiasmo.
– Se llama Michelle. Se cayó del risco, y se desmayó, y no puede saltar, pero dará vuelta a la cuerda para nosotras. ¿No les parece sensacional?
Ahora todas las niñitas miraron con fijeza a Michelle. Por un momento temió que fueran a reírse de ella.
No lo hicieron.
En cambio parecían pensar que ella tenía suerte al haberle sucedido algo tan interesante. Pocos minutos más tarde, Michelle estaba de pie, con la espalda apoyada en un árbol, dando vueltas a la cuerda y entonando los versos junto con las demás.
June había dejado que el silencio entre su marido y ella permaneciera ininterrumpido mientras penetraban en Paradise Point. Podía intuir la hostilidad de Cal y no necesitaba oírle decir que, en su opinión, ella se estaba portando estúpidamente. Por su parte, él no dijo nada hasta que el automóvil llegó frente a la escuela, y cuando habló, lo hizo con voz triunfante.
– Fíjate en eso, ¿quieres? Y dime si piensas que ella es una "reclusa" -dijo escupiendo la palabra como si fuese algo amargo.
Siguiendo su mirada, June vio a Michelle que, apoyada en un árbol, hacía girar alegremente la cuerda para las niñas más pequeñas. Oyeron su voz, más fuerte que las demás, entonando una canción infantil.
June contempló fijamente la escena, sin poder casi creer lo que estaba viendo. “Me equivoqué" se dijo. "Todo va a ir muy bien. Reaccioné de manera excesiva". Ese día, a la clara luz de la tarde otoñal, todo parecía perfectamente normal.
Al verlos, Michelle saludó con la mano y entregó su punta de la soga a Annie Whitmore. Luego echó a andar hacia ellos. Cuando llegó al automóvil se detuvo, mientras una sonrisa iluminaba su cara.
– ¡Hola! ¿Por qué tardaron tanto? Me estaba preocupando. Pero no mucho – agregó, subiendo al asiento trasero del coche.
– Todo está muy bien, preciosa -dijo Cal -. No hay motivo para que te preocupes.
Pero mientras él hablaba, June meditaba. Su voz temblaba, aunque ella sabía que trataba de controlarla. No mucho, pero sí lo suficiente como para que ella supiera que mentía. Sus preocupaciones volvieron a dominarla: tal vez Michelle estuviera mejorando. Pero ¿y su esposo?
Michelle daba vueltas dormida, inquieta. Gimió un poco; luego despertó.
No fue un despertar lento, como el que hace que uno se pregunte por unos instantes si está todavía dormido. Fue, en cambio, el despertar instantáneo que es provocado por un tumulto, un sonido insólito en la noche.
Y sin embargo, no se había oído ningún sonido. La niña permaneció inmóvil, escuchando. Podía oír solamente el constante retumbo del mar contra el risco, y uno que otro susurro cuando los vientos otoñales hacían rozar las ramas contra las casas. Y la voz de Amanda.
Ese sonido fue consolador para Michelle, que se arropó más en la cama, escuchando.
– Ven conmigo -susurraba Mandy. Después, en tono más urgente:- Ven conmigo afuera.
Apartando las cobijas, Michelle salió de la cama. Se acercó a la ventana y miró afuera.
La luna, casi llena, arrojaba sobre el mar un resplandor etéreo. Michelle dejó que sus ojos se pasearan por la escena. Finalmente fueron a fijarse en el estudio, pequeño y solitario al borde del risco. Entonces, mientras sus ojos seguían fijos en el estudio, una nube pareció pasar sobre la luna, impidiéndole ver.
– Ven -susurró Mandy -. Tenemos que ir afuera.
Michelle sintió que Mandy tironeaba de ella. Se puso la bata ajustándola en la cintura, calzó sus chinelas, luego salió de su cuarto, caminando lenta, cuidadosamente, escuchando la voz de Amanda.
En su habitación, su bastón estaba todavía apoyado junto a su cama.
Atravesando la casa a oscuras, salió por la puerta trasera. Firmemente guiada por la voz de Mandy, cruzó el césped y entró en el estudio de su madre.
En el caballete había una tela, el paisaje marino en que su madre había estado trabajando tanto tiempo. Michelle lo contempló en la penumbra; sus colores se presentaban atenuados en tonos grises, las burbujas aparecían como extraños puntos luminosos en el sugestivo cuadro.
Sintiéndose atraer lejos del caballete, se acercó al armario.
– ¿De qué se trata? -preguntó con voz apenas audible. Abrió la puerta del armario y penetró en él.
– Hazme un retrato -le susurró Amanda.
Obediente, Michelle tomó una tela y la llevó hasta el caballete. Depositando en el suelo el cuadro de su madre, lo reemplazó por la tela que acababa de sacar del armario.
– ¿Un retrato de qué? -preguntó.
En la oscuridad hubo un silencio: después la voz de Amanda, de pronto más clara, le habló de nuevo.
– Lo que me mostraste. Hazme un retrato de lo que me mostraste.
Michelle tomó un carboncillo de dibujo y comenzó a bosquejar.
Detrás de sí podía sentir la presencia de Amanda, mirándola trabajar por sobre su hombro.
Dibujaba con rapidez, como si alguna fuerza invisible guiara su mano.
Como si alguna fuerza invisible guiara su mano.
Las figuras surgían en la tela.
Primero la mujer: apenas los contornos escuetos, sus piernas lánguidamente estiradas sobre un diván de estudio.
Después el hombre, encima de ella, acariciándola.
Mientras dibujaba, Michelle empezó a sentir cierto entusiasmo, una energía que fluía a ella desde fuera de sí.
– Sí -susurró Amanda-. Así es como fue. Ahora puedo verlo. Por primera vez, puedo realmente verlo…
Una hora más tarde Michelle retiró la tela del caballete, la puso de nuevo en el armario y volvió a colocar el cuadro de su madre exactamente como había estado antes.
Cuando salió del estudio, no quedaban señales de que ella hubiese estado alguna vez allí. Ninguna señal, salvo el boceto al carboncillo sepultado en el revoltijo al fondo del armario.
Cuando se despertó a la mañana siguiente Michelle se preguntó por que todavía se sentía cansada.
Había dormido bien esa noche.
Estaba segura de ello.
Y sin embargo sentíase fatigada, y la cadera le palpitaba de dolor.
Cuando Michelle entró en la cocina, los ojos de June se llenaron de preocupación. En silencio advirtió el marcado aumento en la cojera de su hija. En los ojos de la niña había un cansancio que la inquietó.
– ¿Te sientes bien esta mañana?
– Estoy muy bien. Me duele la cadera.
– Tal vez no deberías ir a la escuela sugirió June.
– Puedo ir. Viajaré de nuevo con papá. Y si esta tarde mi cadera no está mejor te llamare. ¿De acuerdo?
– Pero si estás demasiado fatigada…
– Estoy bien -insistió Michelle.
Apartando la vista del diario que estaba leyendo, Cal Pendleton lanzó una mirada de advertencia a June, como diciendo: "Si ella dice que está bien, está bien… no insistas''. Interpretando la mirada, June volvió su atención a los huevos que estaba revolviendo. Michelle se acomodó en un sillón, frente a su padre.
– ¿Cuándo vas a terminar la despensa?
– Cuando pueda ocuparme. No hay ninguna prisa.
– Yo podría ayudarte -ofreció Michelle.
– Ya veremos.
Aunque el tono de Cal fue evasivo, Michelle sintió que rechazaba su ofrecimiento. Abrió la boca para protestar; luego lo pensó mejor y decidió abandonar el tema. Arriba Jenny empezó a llorar. Desde el fogón, June miró hacia lo alto; después se volvió hacia su esposo y su hija.
– Michelle ¿crees que podrías…?
Pero Cal ya estaba de pie, encaminándose hacia la escalera.
– Yo me ocuparé de ella. Volveré en un minuto.
June vio que los ojos de Michelle seguían a su padre al salir de la cocina. Pero cuando su hija desvió la mirada y pareció disponerse a hablar, June se apresuró a ocuparse de los huevos. Simplemente no había nada que ella pudiera hacer. Se sentía impotente, ineficaz y furiosa… consigo misma y con Cal.
– Aquí está mi pequeña -dijo Cal cuando regresó a la cocina, sosteniendo en un brazo a Jenny. Sentándose frente a la mesa, se puso a hacer saltar suavemente a la niñita, haciéndola sonreír y gorgotear de placer.
– ¿Puedo tenerla yo? -preguntó Michelle. Después de mirarla, Cal sacudió la cabeza.
– Está contenta donde está. ¿No es hermosa?
Sin contestar, Michelle se levantó repentinamente de la mesa.
– Olvidé algo arriba. Llámame cuando sea hora de salir, ¿de acuerdo?
Cal asintió distraídamente, todavía absorto en Jenny.
– Eso fue cruel -dijo June cuando Michelle hubo salido de la cocina.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Cal, sorprendido por la expresión en el rostro de June. ¿Qué había hecho él?
– ¿Al menos no habrías podido dejarla tener a Jenny?
– No te entiendo -replicó Cal. Su expresión perpleja indicó a June que no tenía la más vaga idea de lo que ella quería decir.
– Oh, no importa -dijo June mientras empezaba a servir los huevos.
Mientras viajaban por Paradisc Point es¿i mañana, ni Cal ni Michelle hablaron. No era un silencio cómodo, no era el tipo de silencio íntimo, cordial, que ambos habían disfrutado allá en Boston; en cambio era como si entre los dos hubiese un abismo, un abismo que se estaba ensanchando y que ninguno de ellos sabía trasponer.
Sally Carstairs trataba de no escuchar la monótona voz de Susan Peterson.
Estaban sentadas bajo el árbol, comiendo su merienda, y a Sally le parecía que Susan no callaría jamás. Ya hacía casi quince minutos que hablaba sin parar.
– Bien podría irse a otra escuela -había empezado Susan. Todos habían comprendido de quién hablaba, ya que tenía los ojos fijos en Michelle que estaba sola sentada en lo alto de los escalones. – Quiero decir, ¿realmente tenemos que mirarla renquear de un lado a otro como un fenómeno cualquiera? ¿Por qué no la envían a una de esas escuelas para niños especiales? Si es que se puede llamar especial a una retardada.
– Ella no es retardada -objetó Sally -. Solamente es coja.
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Susan airosamente-. La que es un fenómeno es un fenómeno.
Y así siguió, con voz vibrante de malicia, enumerando sus objeciones a que Michelle estuviera en la misma escuela que los demás, y mucho menos en la misma aula.
Sally siguió tratando de no escuchar, pero la voz de Susan era como una abeja zumbando en sus oídos. Cada pocos segundos miraba a ver si Michelle podía oír lo que Susan estaba diciendo. Pero Michelle parecía no hacerles ningún caso. Entonces, en el momento en que Sally decidió que ya había oído bastante y se disponía a levantarse y acercarse a Michelle, vio que Annie VVhitmorc corría a su lado. Pudo verlas conversar: luego Annie tomó a Michelle por la mano, tirando de ella para ponerla de pie. Cuando los demás integrantes del grupo que estaban delante del arce advirtieron lo que sucedía, Susan guardó silencio. Vieron que Annie bajaba los escalones conduciendo a Michelle y luego se dirigía con ella hacia un lugar situado a pocos metros de distancia, donde estaban reunidas las demás alumnas de tercer grado. Un momento más tarde Michelle sostenía una punta de la cuerda de saltar, Annie la otra, y las niñas más pequeñas empezaron a turnarse en el medio.
– No me digas que no es retardada -comentó Susan Peterson.
Alrededor de ella, sus amigos comenzaron a reír por lo bajo.
Michelle procuró no hacer caso de esos sonidos, diciéndose que ellos se reían de otra cosa. Pero sabía que no era verdad. Podía sentirlos: mirándola, cuchicheando entre sí, riendo. Mientras la primera punzada de furia le apretaba el estómago, sujetó mejor la cuerda de saltar, obligándose a concentrarse en Annie Whitmorc cuyos pies brincaron hábilmente al ritmo del canto cuando empezó su turno.
Pero al aumentar las risas desde el grupo de Susau 'eterson, Michelle encontró cada vez más difícil no hacerles aso. Su ira aumentó: sintió que el rostro se le acaloraba, xcrró un momento los ojos, con la esperanza de que al bstruir de su visión a sus condiscípulos, pudiera excluirlos. e sus pensamientos.
Cuando abrió de nuevo los ojos, algo parecía haber
ocurrido. El sol tan brillante unos segundos atrás, se estaba
cabando en una bruma gris. Y sin embargo era demasiado
emprano para que entrara la niebla. La niebla siempre
entraba al caer la tarde, no a la hora de la merienda…
En sus oídos, las burlas de Susan Peterson se tornaron
más sonoras, atravesando la niebla, atormentándola.
"Haz irirar la cuerda", se decía. "Sólo haz iiirar la
o o
cuerda y finge que no ocurre nada".
Su visión se esfumaba rápidamente: pronto no percibió nada más que la soga en su mano. Redobló el ritmo del canto, haciendo girar la cuerda más rápido para seguirlo.
En el rostro de Annie, la sonrisa feliz empezó a apagarse, mientras procuraba seguir el ritmo de Michelle, súbitamente furioso. Brincaba cada vez más rápido y pronto renunció a emplear el saltito intermedio que llenaba el tiempo entre las rotaciones de la soga. Ahora saltaba de frente a Michelle, procurando decidir si debía continuar o tratar de escaparse. Pero la soga iba demasiado rápido. Annie no podía escapar ni tampoco continuar.
Cuando la soga le fustigó los tobillos, Annie gritó de dolor, tropezó y cayó al suelo.
Fue el grito lo que llegó hasta Michelle.
Ahogando las risas de Susan Peterson, atravesó la bruma, perforando la niebla como un relámpago.
La soga, arrancada de su mano al golpear a Annie, yacía a los pies de Michelle. No recordaba haberla soltado: no recordaba qué había ocurrido exactamente. Pero allí
estaba Annie, frotándose el tobillo y minando a Michelle con más reproche que temor.
– ¿Por que hiciste eso? -inquirió Annie-. No puedo saltar tan rápido.
– Disculpa -respondió Michelle. Dio un paso adelante pero Annie pareció encogerse apartándose de ella. No quise hacerla girar tan rápido. De veras que no. ¿Te sientes bien?
De nuevo se movió hacia Annie, y la nifiita, al no ver otra cosa que preocupación en el rostro de Michelle, dejó que la ayudara a levantarse.
– Duele -se quejó-. ¡Me arde!
En su pierna se estaba formando una roncha que ella frotó de nuevo antes de incorporarse. Se había congregado un pequeño gentío que observaba con curiosidad, señalando primero a Annie y luego a Michelle. Al ver acercarse a Susan Peterson, Michelle se alejó renqueando lo más rápido que podía. Estaba al pie de los escalones cuando oyó, detrás de sí, la voz de Sally Carstairs.
– Michelle.,. ¿que pasó?
Michelle se volvió hacia Sally. Aunque en sus ojos no había más que curiosidad, Michelle desconfió. Después de todo, solo unos instantes atrás Sally había estado bajo el árbol junto con Susan y los demás.
– Nada -declaró-. Solo que hice girar la cuerda demasiado rápido y Annie tropezó.
Mientras hablaba, Sally la observaba cuidadosamente, preguntándose si Michelle estaba diciendo la verdad. Pero al sonar la campana que los llamaba a todos después de la merienda, decidió no apremiar a Michelle. – ¿Quieres que entre contigo? -preguntó. -No -respondió Michelle en tono brusco-. ¡Solo quiero que me dejes tranquila!
Ofendida, Sally retrocedió; luego subió de prisa los escalones. Cuando Michelle se arrepintió de sus palabras
era demasiado tarde… Sally estaba ya dentro del edificio. Lentamente, Michelle empezó a subir la escalera, aliviada al ver que los demás niños pasaban en tropel por su lado, parloteando, olvidados ya del incidente con Annie.
– Yo vi lo que hiciste -siseó Susan Peterson a su oído.
Sobresaltada, Michelle estuvo por perder el equilibrio y tuvo que aferrarse a la barandilla para no caerse.
– ¿Qué?
– Lo vi -insistió Susan, cuyos ojos brillaban de malicia-. Vi que deliberadamente trataste de hacer caer a Annie y se lo diré a la señorita Hatcher. ¡Es probable que te expulsen!
Sin aguardar respuesta, se apresuró a entrar. Súbitamente sola en el patio escolar, Michelle se detuvo y miró el campo de juego, como si de algún modo pudiera ver lo que realmente había sucedido. Ella no lo había hecho de intento. Estaba segura de que no. Pero en realidad no podía recordar qué había sucedido hasta que Annie Whitmore gritó. Suspirando profundamente, empezó de nuevo a subir los escalones. "Ojalá que ella estuviera muerta" pensó. "Ojalá Susan Peterson estuviera muerta".
Al llegar a lo alto de los escalones, Michelle se detuvo. Dentro de su cabeza podía sentir la voz de Amanda, muy suave, hablándolc.
– Yo la mataré -susurraba Mandy-. Si ella habla, yo la mataré…
June colocó a Jennifer en su cunita, acomodó cuidadosamente una cobija en torno a ella; luego volvió a su caballete y examinó el paisaje marino. Estaba casi concluido. Era tiempo de empezar con otra cosa. Abriendo la puerta del armario, tiró de la cuerdita que colgaba de
la lamparilla sin pantalla instalada adentro y tendió la mano hacia la tela más cercana. Al ver que su tamaño no le convenía, se internó más en el armario para revolver entre la maraña de marcos y telas que se apilaban en desorden al fondo. Finalmente, vio una que le convenía y la apartó de las demás.
Al llevarla al estudio, se dio cuenta de que no estaba en blanco.
Arrugando la frente, miró con fijeza el boceto al carboncillo. No recordaba haber hecho ese boceto, y sin embargo debía de haberlo hecho. Colocó la tela en el caballete. Luego se apartó y la miró de nuevo. Era algo extraña.
El boceto de dos figuras desnudas haciéndose el amor, no era malo.
Pero no era de ella. No correspondía el estilo ni el tema. Durante años ella había bosquejado muchos cuadros; luego, insatisfecha con ellos, los había apartado, pensando rehacerlos o borrarlos.
Cuando encontraba alguno de ellos, invariablemente recordaba la imagen, o por lo menos la reconocía como propia: por su técnica o por un tema que le interesaba. Pero este cuadro era diferente. Los trazos eran audaces, más audaces que los suyos y más primitivos. Y sin embargo las figuras estaban bien… las proporciones eran correctas; casi parecían moverse sobre la tela. Pero ¿quién podía haberlas hecho?
La obra tenía que ser de ella. ¡Tenía que ser! Y sin embargo no podía recordarla en absoluto. Estaba por limpiar la tela cuando cambió de idea. Sintiendo una extraña inquietud, la volvió a guardar en el armario.
Michelle empezó a juntar sus libros, sin quitar los ojos del suelo mientras el resto de la clase salía de prisa al corredor. La tarde había sido desdichada para ella: itormcntada, ella había esperado el recreo. Estaba segura ie que la señorita Hatcher querría hablar con ella. Pero recreo había pasado sin que la señorita Hatcher dijera lada. Ahora había terminado el día. Se puso de pie, tomó el bastón y se dirigió a la puerta.
– Michelle… ¿quieres aguardar un minuto, por favor?
Lentamente se volvió hacia la maestra. La señorita Hatcher la estaba mirando. Pero en vez de enojada parecía preocupada.
– Michelle, ¿qué pasó hoy a la hora de la merienda?
– ¿Se… se refiere usted a Annie?
Corinne Hatcher asintió con la cabeza.
– Tengo entendido que hubo un accidente -dijo en un tono que expresaba inquietud, pero no enojo.
Michelle se permitió tranquilizarse un poco.
– Parece que hice girar la soga un poco rápido. Annie tropezó y la soga le golpeó la pierna. Pero dice que se siente bien.
– Pero ¿cómo ocurrió eso? -insistió la señorita Hatcher.
Michelle habría deseado saber qué le había dicho Susan Peterson.
– Pues… pues sucedió, simplemente -respondió Michelle, desvalida -. Creo que no estaba prestando atención -hizo una pausa, luego, vacilando preguntó:- ¿Qué dijo Susan?
– Poca cosa, solo que vio que la cuerda golpeaba a Annie.
– Dijo que yo lo hice de intento, ¿verdad?
– ¿Por qué iba a decir eso? -replicó la maestra. Eso era exactamente lo que había dicho Susan.
– Dijo que me iban a expulsar por eso -contestó Michelle, le temblaba la voz y luchaba por contener las lágrimas.
– Bueno, aunque lo hubieras hecho de intento, no creo que te echaríamos por eso. Tal vez te haríamos escribir "No haré caer a Annie Whitmore" en la pizarra cien veces. Pero ya que fue un accidente no parece merecer castigo, ¿verdad?
– ¿Quiere decir que me cree? -respiró Michelle.
– Por supuesto que sí.
Toda la tensión abandonó a Michelle, Después de todo, las cosas iban a estar bien. Entonces miró a la señorita Hatcher con expresión implorante.
– Señorita Hatcher, ¿por qué diría Susan que yo hice eso de intento?
"Porque es una mentirosilla maligna y detestable" pensó para sí Corinne.
– A veces algunas personas ven las cosas de modo diferente a otras -respondió con serenidad-. Por eso es importante averiguar lo que otras personas dicen sobre esas cosas. Por ejemplo, Sally Carstairs dijo que tú no hiciste nada deliberadamente. También ella dijo que fue un accidente.
– Sí, fue un accidente -asintió Michelle-. Yo no haría daño a Annie. Me agrada y yo le agrado a ella.
– Agradas a todos, Michelle -respondió Corinne palmeándole el hombro afectuosamente-. Solo dales una oportunidad y ya verás.
Eludiendo su mirada, Michelle preguntó:
– ¿Puedo irme ya?
– Por supuesto. ¿Vendrá a buscarte tu madre?
– Puedo caminar.
El modo en que lo dijo Michelle hizo pensar a Corinne que era casi un desafío.
– Estoy segura de que puedes -admitió con dulzura. Michelle se dirigió hacia la puerta pero la maestra volvió a detenerla-. Michelle… -La niña se detuvo, pero no se volvió, obligando a Corinne a hablarle a su espalda-. Michelle, lo que te ocurrió también fue un accidente, no debes estar encolerizada por ello ni culpar a nadie, fue un accidente, tal como lo sucedido hoy a Annie.
– Ya lo sé -replicó Michelle. Su voz fue apagada; las palabras sonaron como una réplica automática.
– Y los niños se acostumbrarán a ti. Con los de más edad llevará un poco de tiempo, nada más. Pronto dejarán de burlarse.
– ¿Dejarán? -preguntó Michelle. Pero no esperó una respuesta.
Cuando salió de la escuela, los alrededores estaban desiertos. Michelle cojeaba lentamente, entre contenta de que no hubiera nadie viéndola y desilusionada de que no hubiera nadie con quien hablar. Casi había esperado que Sally la estuviera esperando. Pero ¿por qué iba a hacerlo?, reflexionó Michelle. ¿Por qué iba a desperdiciar Sally su tiempo con una lisiada?
Procuró convencerse de que lo dicho por la señorita Hatcher era lo cierto, que pronto sus condiscípulos se acostumbrarían a su cojera y encontrarían otra cosa de que hablar, otra persona de quien reírse. Pero al andar, con la cadera más dolorida a cada paso, supo que no era verdad. Ella no mejoraría… iba a empeorar.
Cuando llegó al camino del risco se detuvo y se apoyó un rato en su bastón, contemplando el mar, observando las gaviotas que se remontaban fácilmente sobre el viento.
Deseó ser un pájaro para poder volar también, volar en alto sobro el mar, volar lejos y nunca volver a ver a nadie. Pero no podía volar, ni siquiera podría correr jamás otra vez. Echó a andar con una cojera más pronunciada que nunca.
Al pasar por el cementerio, oyó una voz:
– ¡ Lisiada… lisiada… lisiada!
Antes ya de mirar, supo quién era. Se quedó inmóvil, luego finalmente se volvió para enfrentar a Susan Peterson.
– Termina con eso.
– ¿Por qué? -gritó Susan con voz burlona-. ¿Qué harás para evitarlo? ¡Lisiada!
– No tendrías que estar en el cementerio -comentó Michelle, procurando contener la furia que crecía en ella.
– Puedo ir adonde quiera y hacer lo que quiera -se mofó Susan-. ¡Yo no soy renga como algunas personas!
Las palabras resonaron en los oídos de Michelle, aguijoneándola, lastimándola, penetrando en ella. En su interior creció la furia, y de nuevo la niebla empezó a cerrarse alrededor de ella. Pero entonces con la niebla llegó Amanda. Pudo sentir a Amanda antes de oírla, pudo sentir su presencia junto a ella, sosteniéndola. Y luego Mandy empezó a susurrarle.
– No le permitas decir cosas como esas -decía Mandy-. Hazla callar. ¡Haz que tenga la boca cerrada!
Michelle penetró en el cementerio, enredándose los pies en la maleza, con su bastón más de estorbo que de ayuda. Pero a su lado podía sentir a Mandy, fortaleciéndola, dándole bríos.
Y a través de la niebla podía ver la cara de Susan Peterson que ya no sonreía, muerta en sus labios la risa.
– ¿Qué estás haciéndo -susurró-. No te me acerques.
Michelle siguió andando, arrastrando su pierna coja, olvidando su dolor, golpeando con su bastón las zarzas y piedras a su paso, sin hacer caso de lo que decía Susan, escuchando solamente las palabras de aliento de Mandy.
Al acercarse Michelle, Susan empezó a retroceder.
– Apártate de mí -clamó-. Déjame tranquila. ¡Déjame tranquila!
Con el rostro contraído en una máscara de miedo, se volvió de nievo y echó a correr a través del camposanto, huyendo hacia la arremolinada niebla gris. Implacable, Michelle se lanzó tras ella.
– Quédate aquí -le susurró Amanda-. Tú quédate aquí y déjame hacerlo. Quiero hacerlo…
Entonces también ella desapareció y Michelle quedó repentinamente sola, inmóvil en el abandonado cementerio, apoyada en su bastón mientras la gris humedad de la bruma flotaba a su alrededor.
Cuando se lo oyó, el grito fue apagado, flotando casi suavemente a través de la niebla, después, de nuevo, solo hubo silencio.
Michelle permaneció quieta, escuchando, aguardando. Cuando de nuevo oyó la voz de Amanda, pudo sentir a la extraña niña otra vez cerca de ella, casi dentro de ella.
– Lo hice -susurró Mandy-. Te dije que lo haría y lo hice.
Con estas palabras repercutiendo en su cabeza, Michelle echó a andar lentamente hacia su casa. Cuando llegó a la vieja morada, el sol brillaba otra vez desde un claro cielo otoñal, y el único ruido que oyó fue el de las gaviotas al chillar.
En la Clínica había sido un día tranquilo. El último paciente se había marchado y ahora estaban los dos solos. Josiah Carson sacó una botella de whisky de un cajón del escritorio y llenó dos vasos. Este era uno de sus rituales favoritos… un trago a la tarde en días tranquilos.
– ¿Alguna novedad en casa? -preguntó como al descuido.
– No sé con seguridad a qué se refiere -respondió Cal Pendleton.
"Eres un hombre sereno", pensó para sí Carson. "Pero te está afectando. Puedo verlo en tus ojos". Cuando habló lo hizo con voz amistosa.
– Pensaba en Michelle. ¿Alguna idea nueva sobre lo que está causando esa cojera?
Antes de que Pendleton pudiera contestar, sonó el teléfono en la oficina exterior. Carson maldijo en voz baja.
– Lo de siempre… se va la enfermera y suena el telefono -comentó. Como no dio señales de atenderlo, Cal se estiró y levantó el auricular.
– Aquí la Clínica -dijo.
– ¿Está allí el doctor Carson? -inquirió una agitada voz. Cal tuvo la seguridad de reconocer a la que llamaba.
– Habla el doctor Pendleton, señora Benson. ¿Puedo serle útil?
– Pregunté por el doctor Carson -respondió secamente Constance Benson, con voz amplificada por la irritación-. ¿Se encuentra allí?
Tapando la bocina, Cal entregó el teléfono a Josinh.
– Es Constance Benson, está alterada y solo quiere hablar con usted.
Josiah recibió el teléfono.
– Constance, ¿cuál es el problema?
Mientras el anciano doctor escuchaba a la señora Benson, Cal observaba su rostro. Al verlo palidecer, el miedo empezó a dominar a Cal.
– Llegaremos enseguida -oyó decir a Carson-. No haga usted nada… cualquier cosa que intentara hacer podría empeorar más las cosas.
Colgó el teléfono y se incorporó.
– ¿Le pasa algo a Jeff?
Carson sacudió la cabeza al responder.
– Susan Peterson. Llama una ambulancia y partamos. Te lo contaré en el camino.
– Ruego a Dios que la ambulancia llegue aquí a tiempo -dijo sombríamente Cal Pendleton.
Salieron velozmente de la aldea; los neumáticos de su automóvil chirriaron al tomar al sur por el camino de la caleta.
– Dudo de que la necesitemos -replicó Carson con el rostro inmovilizado en torvas arrugas-. Si es cierto lo que dijo Constance, no habrá mucho que podamos hacer.
– Pero ¿qué ocurrió? -quiso saber Pendleton.
– Susan cayó del risco. Salvo que, por lo que dijo Constance, no cayó exactamente. Según Constance, cruzó corriendo el borde.
– ¿Corriendo? ¿Quiere usted decir… corriendo? -tartamudeó Cal. ¿Qué podía haber querido decir esa mujer?
– En efecto. A menos que yo no le haya entendido bien. Es posible… Está muy alterada.
Antes de que Carson pudiera decir a Pendleton todo lo que había dicho Constance, llegaron a casa de los Benson. Constance los esperaba en la galería, pálida, retorciendo nerviosamente su delantal con las manos.
– Está en la playa -gritó mientras ellos bajaban del automóvil-. Por favor… jdense prisa! No sé si… si…
Su voz, desvalida, se apagó. Josiah Carson se acercó a ella diciendo a Cal que fuese a la playa y viese qué podía hacer por Susan Peterson.
– Detrás de la casa hay un sendero. Es el camino más rápido para bajar, y Susan debe de estar unos cien metros al sur.
Automáticamente los ojos de Cal escudriñaron el risco hacia el sur.
– ¿Quiere usted decir por el cementerio? -preguntó. Josiah asintió con la cabeza.
– No se sorprenda por lo que encuentre… el risco baja en línea recta por allí.
Echando mano a su maletín, Cal se puso en marcha. Ya podía sentir que el pánico lo dominaba. Se defendió de él, repitiéndose una y otra vez: "Ella ya está muerta. No puedo hacerle daño. No puedo hacerle nada. Ya está muerta". A medida que introducía estas palabras en su conciencia, el pánico comenzó a disminuir. El sendero, muy parecido al que había en su propia vivienda, era empinado y áspero, describiendo varias curvas cerradas, al pasar serpenteando a la playa. Medio corriendo, medio resbalando Cal bajó por el sendero, mientras involuntariamente sus pensamientos evocaron otra tarde, apenas cinco semanas atrás, cuando también había pasado corriendo una senda hacia la playa.
Este día no cometería los mismos errores que entonces había cometido.
Este día haría lo que era necesario hacer y lo haría bien.
Salvo que ese día no había nada que hacer. Llegó a la playa y finalmente pudo echar a correr. Habia recorrido cincuenta metros cuando la vio, inerte e inmóvil.
Sabiendo que era inútil apresurarse, comenzó a trotar; los últimos pasos los dio caminando.
Susan Peterson, con el cuello roto, la'cabeza retorcida en un ángulo violentamente forzado, tenía la mirada fija en el cielo, los ojos abiertos, los rasgos aún contraidos por una expresión de terror. Sus brazos y piernas flojamente extendidos en torno a ella, parecían grotescos en su inutilidad. La marea entrante la estaba lamiendo ávidamente, como si el mar estuviese ansioso por devorar esos extraños restos que poco tiempo atrás habían sido una niña de doce años.
Arrodillándose junto a ella, Cal le tomó la muñeca, apretó su estetoscopio junto a su pecho. Era un gesto inútil, que verificaba simplemente lo que él ya sabía.
Estaba por alzarla cuando algo lo detuvo. Sus músculos quedaron paralizados, negándose a obedecer las órdenes que su cerebro les enviaba. Lentamente se incorporó, con los ojos fijos en la cara de Susan, pero viendo con la mente el rostro de Michelle. “No puedo moverla", pensó. "Si la muevo podría hacerle daño". Este pensamiento era irracional, y Cal sabía que era irracional. Y sin embargo, allí inmóvil en la playa, solo con los despojos de Susan Peterson, no logró obligarse a levantarla, a llevarla alzada por el sendero como había llevado a su propia hija tan poco tiempo atrás. Con la mente entumecida por la vergüenza, Cal emprendió el regreso, dejando sola a Susan con la ondulante marea.
– Está muerta.
Cal Pendleton pronunció esas palabras en un tono positivo, tal como el que habría podido emplear para anunciar la muerte de un gato a sus dueños que se lo hubieran llevado para eliminarlo.
– Dios querido -murmuró Constance Benson, desplomándose en un sillón de su sala de recibo-. ¿Quién se lo dirá a Estelle?
– Yo lo haré -fue la respuesta automática de Josiah Carson, aunque tenía los ojos fijos en Cal Pendleton-. ¿No la trajo?
– Me pareció mejor que esperáramos a la ambulancia -mintió éste, sabiendo que no engañaba al viejo doctor-. Tiene el cuello roto, y parece que algunas otras cosas también. -Desvió su atención hacia Constance Benson-. ¿Qué ocurrió? Josiah dijo que al correr cayó del risco.
Vaciló un poco en la palabra "correr", como si aún le costase creer que semejante cosa pudiese haber sucedido.
En vez de responder, Constance miró a Josiah Carson, quien asintió levemente con la cabeza.
– Creo que será mejor que se lo diga -sugirió.
Cal sintió que una punzada de miedo lo atravesaba. Antes de que la señora Benson empezara, supo que en el relato había algo más, algo terrible. Pese a ello, no estaba preparado para lo que oyó.
– Yo estaba junto al fregadero, pelando unas manzanas -dijo Constance Benson. Mantenía los ojos fijos en un lugar del suelo como si el mirar a cualquiera de los dos médicos le hiciera imposible repetir el relato-. Miré por la ventana y vi a Susan Peterson en el cementerio. No sé qué estaría haciendo… he dicho a Estelle que debía mantener a Susan alejada de allí, tal como dije a su esposa, doctor Pendleton, que debía mantener alejada a Michelle, pero supongo que simplemente no me escuchan. Bueno, tal vez ahora lo hagan. Como sea, yo estaba medio vigilando mis manzanas y medio vigilando a Susan, sin prestar demasiada atención. Entonces, de pronto, apareció Michelle por el camino. Susan debe de haberle dicho algo, porque se detuvo y miró fijo a Susan.
– ¿Qué le dijo? -inquirió Cal.
Por primera vez desde que iniciara su recitación, Constance levantó la vista del suelo.
– No pude oír. La ventana estaba cerrada y hay cierta distancia hasta el cementerio. Pero ellas estaban hablando, sin duda, y Susan debe haber querido mostrar algo a Michelle porque Michelle empezó a internarse en el cementerio. Pasó trepando sobre la cerca, casi enredándose en la maleza… no me explico cómo lo hizo con esa cojera suya, pero lo hizo. Susan la esperaba, al menos eso parecía. Salvo lo que ocurrió después. Esa es la parte que no logro entender para nada.
Se interrumpió, sacudiendo la cabeza como si tratara de juntar las piezas de un rompecabezas sin conseguirlo.
– Bueno, ¿qué pasó? -la apremió Cal.
– Fue algo extrañísimo -meditó Constance, luego clavó en Cal una mirada helada-. Michelle debe haberle dicho algo a Susan. No pude oírlo, por supuesto, pero fuera lo que fuese, debe haber sido algo muy espantoso. Porque de pronto vi en la cara de Susan una expresión tal como ojalá no vuelva nunca a ver. Miedo, eso es lo que era. Miedo puro y simple.
Una imagen de Susan atravesó la mente de Cal Pendleton. La "expresión descripta por Constance Benson concordaba exactamente con la que Pendleton había visto en el rostro de la niña muerta.
– Y entonces echó a correr -oyó que decía la señora Benson-. Simplemente echó a correr como si el mismo demonio la persiguiera. Y corriendo pasó por la orilla del risco.
Las últimas palabras fueron susurradas, apenas audibles, pero quedaron flotando en la sala de recibo, congelando la atmósfera.
– ¿Pasó corriendo la orilla del risco? -repitió Cal estúpidamente, como si no pudiera dar crédito a sus oídos-. ¿Se fijaba adonde iba? No es posible.
– Se fijaba. Miraba derecho adelante, pero ni siquiera se detuvo.
– Dios santo -murmuró Cal cerrando los ojos en un inútil esfuerzo por borrar la imagen que estaba viendo. Entonces recordó que su propia hija también había visto lo sucedido. Volvió a abrir los ojos y casi temerosamente enfrentó a Constance Benson-. Y ¿qué me dice de Michelle? ¿Qué hizo?
El rostro de Constance Benson se endureció; lo miró ceñuda y fríamente.
– Nada -respondió escupiendo la palabra.
– ¿Qué quiere decir, nada? -preguntó Cal, sin hacer caso de su tono-. Debe de haber hecho algo.
– Se quedó allí de pie. Simplemente se quedó allí de pie como si ni siquiera hubiese visto lo sucedido. Y entonces, cuando Susan gritó, ella esperó un minuto y luego echó a andar hacia su casa, caminando.
Cal se quedó clavado al suelo, sin poder moverse, sin poder absorber lo que aquella mujer estaba diciendo.
– No lo creo -dijo finalmente.
– Puede usted creerlo o no, como le parezca conveniente -respondió Constance Benson -. Pero es la verdad de Dios y nada más. Ella obró como si no hubiese ocurrido absolutamente nada.
Cal se volvió hacia Josiah Carson como si pudiese apelar a él, pero Josiah estaba sumido en sus pensamientos. Cuando Cal pronunció su nombre, volvió a la realidad. Tendiendo una mano, apretó el brazo de Cal, pero cuando habló, lo hizo con voz extraña, como si estuviese pensando en otra cosa.
– Tal vez sea mejor que se vaya a casa -dijo-. Yo puedo ocuparme de las cosas aquí. Más vale que vaya a ver si Michelle se encuentra bien. Ya sabe que podría estar sufriendo una conmoción.
Asintiendo en silencio, Cal se dispuso a salir del cuarto. Se detuvo un momento. Se dio vuelta como para decir algo. Ante la helada expresión de Constance Benson, pareció cambiar de idea. Luego se marchó.
Josiah Carson y Constance Benson aguardaron en silencio hasta que llegó la ambulancia. Entonces, cuando Carson estaba por partir, Constance habló repentinamente.
– Ese hombre no me agrada -dijo.
– Vamos, Constance, ni siquiera lo conoce.
– Ni quiero conocerlo. Creo que cometió un error al traer a su familia aquí -continuó, fijando en Carson una mirada casi hostil-. Y tampoco creo que le haya hecho usted ningún favor vendiéndole esa casa. Debió usted haber demolido esa casa años atrás.
Ahora la expresión del mismo Carson se endureció.
– Está diciendo tonterías, Constance, y lo sabe. Esa casa nada tiene que ver con lo sucedido aquí.
– ¿Que no? -Apartándose de Carson, Constance Benson se acercó a la ventana, donde se quedó mirando hacia el cementerio. A la distancia, como grabadas contra el cielo, se dibujaban las líneas victorianas de la casa de los Pendleton.- No comprendo cómo pueden vivir allí -murmuró la mujer-. Ni siquiera usted pudo vivir allí después de lo de Alan Hanley. No tiene sentido alguno. Si yo fuera June Pendleton, empacaría mi ropa, tomaría a mi hijita y saldría de allí mientras aún pudiera hacerlo.
– Pues lamento que opine usted así -dijo bruscamente Josiah Carson-. Por mi parte creo que se equivoca, y me alegro de que los Pendleton estén aquí. Y espero que se queden, a pesar de lo sucedido. Ahora mejor será que vaya a ver a Estelle y Henry Peterson.
Cuando el médico salió de su casa, sin despedirse, Constance Benson estaba todavía de pie junto a la ventana, mirando a la distancia, sin revelar sus pensamientos.
Cal Pendleton subió corriendo los escalones hasta la galería delantera, abrió la puerta, luego la cerró con violencia al entrar.
– ¿Cal? ¿Eres tú?
La voz de June, desde la sala de recibo, expresó alarma, pero no tanta como la que sintió Cal cuando la encontró tranquilamente sentada en un sillón, bordando.
– Dios santo -exclamó él-. ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo puedes quedarte allí sentada? ¿Dónde está Michelle?
June lo miró boquiabierta, sorprendida por el tono estrangulado de su esposo.
– Estoy bordando -respondió vacilante-. ¿Y por qué no iba a estar aquí sentada? Michelle está arriba, en su habitación.
– No puedo creerlo -declaró Pendleton.
– ¿Que es lo que no puedes creer? Cal, ¿qué ocurre?
El médico se desplomó en un sillón, tratando de poner en orden sus ideas. Repentinamente ya nada tenía sentido.
– ¿Cuándo llegó Michelle a casa? -preguntó por fin.
– Hace unos cuarenta y cinco minutos, una hora tal vez -repuso June, dejando a un lado su bordado-. ¿Ha ocurrida algo?
– No puedo creerlo -murmuró Cal-. Simplemente no puedo creerlo.
– ¿No puedes creer queé cosa? -interrogó June-, ¿Quieres decírmelo, por favor?
– ¿No te contó Michelle lo que ocurrió hoy?
– No dijo gran cosa de nada -replicó June-. Entró, bebió un vaso de leche, dijo que la escuela estuvo "muy bien"… lo cual no estoy muy segura de creer… luego subió.
– ¡Jesús! – Era una locura, igual que una pesadilla. – Michelle debe de haber dicho algo. ¡Debe de haberlo dicho!
– Cal, ¡si no me dices qué está pasando, empezaré a gritar!
– ¡Susan Peterson está muerta!
Por un momento, June se limitó a mirarlo con fijeza como si no encontrara sentido a esas palabras. Cuando finalmente habló, fue en un susurro.
– ¿Qué quieres decir?
– Simplemente lo que dije. Susan Peterson está muerta, y Michelle lo vio suceder. ¿Realmente no te lo dijo?
Lo mejor que pudo, Cal repitió lo sucedido en casa de los Benson, y lo que había dicho Constancc Benson.
Mientras escuchaba, June sintió que en ella penetraba como un puñal el miedo, afilándose con cada palabra. Cuando Cal terminó, June apenas si pudo contenerse de temblar. No era posible que Susan Peterson estuviese muerta, y no era posible que Michelle hubiera visto algo.
De ser así lo habría dicho. Por supuesto que sí.
– ¿Y realmente Michelle no dijo nada cuando llegó a casa esta tarde?
– Nada. Ni una palabra. Es… es increíble.
– Es lo que me repito -Cal se puso de pie-. Mejor será que suba y hable con ella. No puede simplemente fingir que nada ocurrió.
Iba a salir del cuarto cuando June se levantó para seguirlo.
– Más vale que vaya contigo. Debe de estar horriblemente alterada.
Encontraron a Michelle tendida en su cama, con un libro apoyado en el pecho, su muñeca acomodada en la curvatura de su brazo izquierdo. Cuando sus padres aparecieron en la puerta, alzó la vista mirándolos con curiosidad. Cal fue directamente al grano.
– Michelle, creo que mejor nos dices que pasó esta tarde.
Michelle arrugó un poco la frente, después se encogió de hombros.
– ¿Esta tarde? No ocurrió nada. Volví simplemente a casa.
– ¿No te detuviste en el cementerio? ¿No hablaste con Susan Peterson?
– Tan solo un minuto -repuso Michelle.
Su expresión reveló a June que evidentemente no creía que valiera la pena hablar de eso. Cuando Cal empezó a exigir los detalles de la conversación, June lo interrumpió.
– No me dijiste que habías visto a Susan -dijo cuidadosamente, procurando no delatar nada.
Por alguna razón, parecía importante oír la versión de Michelle de lo sucedido desde su propio punto de vista y no como respuesta al impaciente interrogatorio de Cal.
– La vi solo durante uno o dos minutos -declaró Michelle-. Andaba correteando por el cementerio, y cuando le pregunte qué hacía, se puso a burlarse de mí. Me… me Ilamó lisiada y dijo que yo renqueaba.
– ¿Y qué hiciste tu? -preguntó June con suavidad. Sentándose en la cama, tomó en la suya la mano de Michelle, apretándola de manera tranquilizadora.
– Nada, iba a entrar en el camposanto, pero entonces Susan huyó corriendo.
– ¿Huyó corriendo? ¿Hacia adonde?
– No lo sé. Solo desapareció en la niebla.
Los ojos de June fueron hacia la ventana. Como durante todo el día, el sol resplandecía sobre el mar.
– ¿Niebla? Pero hoy no ha habido ninguna niebla.
Michelle miró perpleja a su madre; luego desvió la mirada hacia su padre. Parecía estar enojado. Pero ¿qué había hecho de malo? No lograba entender que pretendían de ella. Se encogió de hombros, desvalida.
– Lo único que sé es que cuando estaba en el cementerio, la niebla cayó de pronto. Era realmente espesa y no pude ver gran cosa. Y cuando Susan huyó corriendo, simplemente desapareció entre la niebla.
– ¿Oíste algo? -preguntó June.
Michelle pensó un momento; luego asintió con la cabeza.
– Hubo algo… una especie de grito. Creo que Susan debe de haber tropezado o algo así.
"Dios mío", pensó June. "No sabe. Ni siquiera sabe qué ocurrió".
– Entiendo -dijo con lentitud-. Y después de que oíste gritar a Susan, ¿qué hiciste?
– ¿Qué hice? Pues… pues me vine acá.
– Pero, querida -insistió June-. Si la niebla era tan densa ¿cómo pudiste encontrar el camino a casa.
Michelle le sonrió al responder:
– Fue fácil. Mandy me guiaba. La niebla no molesta a Mandy para nada.
Solo por pura fuerza de voluntad, June se contuvo de gritar.
Esa noche, la cena fue casi intolerable para June. Michelle permanecía plácidamente sentada, evidentemente no afectada por lo que había sucedido esa tarde. El silencio de Cal, un silencio que había comenzado al contarle Michelle lo ocurrido esa tarde, flotaba sobre la mesa como una mortaja. Durante toda la comida la mirada de June voló desde su esposo a su hija mayor. Constantemente cautelosa, constantemente vigilante, a la espera de algo -cualquier cosa- que prestara a la atmósfera cierta normalidad.
Ese era el problema, comprendió mientras limpiaba la mesa cuando por fin terminó la comida… la situación se presentaba demasiado normal, y al parecer, era ella la única persona conciente de que no lo era. Mientras apilaba los platos en el fregadero, se encontró empezando a cuestionar su propia cordura. Dos veces se dispuso a salir de la cocina y se detuvo. Finalmente la tensión fue tanta, que no pudo soportarla.
– Creo que debemos hablar -dijo a Cal, entrando en la sala de recibo.
No se veía a Michelle en ninguna parte: June presumió que estaba en su habitación. Cal sostenía a Jennifer en las rodillas, haciéndola saltar suavemente y hablándole. Al oír a June, levantó la vista y observó cautelosamente a su esposa.
– ¿Hablar sobre que? -inquirió Cal, mirándola con fijeza. June pudo ver que ante sus ojos se alzaba un muro, un muro que amenazaba con dejarla totalmente afuera. El arrugó levemente el entrecejo, mientras la piel en torno a sus ojos se plegaba en profundas arrugas. Cuando habló lo hizo secamente.- No se que haya nada que hablar.
June movió un momento la boca; después recobró la voz.
– ¡Que no lo sabes! -exclamó, luego repitió la frase en voz más alta-. ¿Que no lo sabes? Dios mío, Cal, debemos buscar ayuda para ella.
¿Qué estaba haciendo él? ¿Acaso cerraba los ojos ante todo lo que estaba ocurriendo? Por supuesto que estaba haciendo eso. Ella pudo verlo en su expresión.
– No creo que haya nada tan terriblememente grave.
Eso era. Por eso él había estado tan silencioso desde que Michelle les relatara su versión de lo ocurrido por la tarde… simplemente estaba bloqueándolo todo. Pero June debía encontrar un modo de comunicarse con él.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó, esforzándose por mantener la voz calma y razonable -. Hoy Susan Peterson murió, y Michelle estuvo allí, lo vio, o por lo menos debió haberlo visto. Si realmente no lo vio, entonces tenemos más problemas de los que realmente yo misma pensé. No tiene ningún amigo, salvo Mandy, que es una muñeca, por amor de Dios. Y ahora está este asunto con la niebla. Cal, hoy no hubo ninguna niebla… lo sé, estuve aquí todo el día, y el sol brilló. ¡Cal, ella debe de estar perdiendo la vista! ¿Y dices que no crees que ocurra nada tan grave? ¿Acaso estás ciego tú? -June se interrumpió de pronto, dándose cuenta de que su voz se estaba poniendo chillona. Pero no importaba. Los ojos de Cal estaban helados ahora; June supo lo que iba a decir antes de que hablara.
– No quiero oír esto, June. Tú pretendes que crea que Michelle se ha vuelto loca. No es cierto. Ella está muy bien. Esta tarde sufrió un shock y lo bloqueó. Esa es una reacción normal. ¿Entiendes? ¡Es normal!
Aturdida, June se dejó caer en un sillón, mientras procuraba ordenar sus pensamientos con alguna coherencia. Cal tenía razón: no quedaba nada de que hablar… era necesario hacer algo.
– Ahora escúchame -oyó que decía Cal con voz calmada y palabras maniáticamente razonables-. Tú no estuviste allá esta tarde: yo sí. Oí lo que dijo Constance Benson, y oí lo que dijo Michelle, y no importa mucho a quién creas… Michelle nada tuvo que ver con lo ocurrido a Susan. Ni siquiera la señora Benson dijo que Michelle haya hecho algo… solo dijo que Michelle no reaccionó ante lo que pasaba. Y ¿cómo habría podido hacerlo? Debe de haberse hallado en estado de shock. ¿Cómo podía reaccionar entonces?
Con la mitad de su mente, June escuchaba lo que decía Cal, pero la otra mitad clamaba su protesta. El estaba deformando las cosas, obligándolas a parecer lo que él deseaba que parecieran.
– Pero ¿y la niebla? -insistió ella-. Michelle dijo que hubo niebla ¡y no la hubo! Maldito sea, no la hubo.
– No dije que la hubiera -respondió pacientemente Cal-. Tal vez Michelle sí vio lo que le pasó a Susan, y su reacción… la reacción que la señora Benson dijo que no huboo… fue simplemente cerrar su mente ante ello. Es posible que su mente haya inventado la niebla para ocultar lo que no quería ver.
– ¿Tal como tu mente está ocultando lo que tú no quieres ver? -June lamentó sus palabras tan pronto como las pronunció, pero no había modo de retirarlas. Parecieron golpear con fuerza física a Cal: hundió el cuerpo en su sillón y levantó apenas a Jenny, como si la pequeña fuese un escudo.- Lo siento -se disculpó June-. No debí haber dicho eso.
– Si eso es lo que piensas, ¿por qué no decirlo? -replicó Cal-. Subiré a acostarme. No veo mucho sentido en continuar con esto.
Observándolo irse, June no intentó retenerlo ni proseguir la conversación. Se sentía pegada a su sillón, incapaz de reunir fuerzas para levantarse. Escuchó mientras Cal subía las escaleras. Luego esperó hasta que sus pasos se apagaron rumbo al dormitorio de ambos. Entonces, cuando la casa quedó en silencio, trató de pensar, trató de obligarse a concentrarse en Michelle, y en lo que debía hacer por ella. Acorazándose por lo que podía estar por suceder, June tomó una decisión. No se dejaría disuadir.
El tiempo parecía haberse detenido para Estelle y Henry Peterson. Ahora, casi a la medianoche, Estelle permanecía silenciosamente sentada con las manos en el regazo, sin decir nada. Mostraba una expresión levemente perpleja, como si se preguntara dónde estaba su hija. Henry se paseaba de un lado a otro, con la cara muy enrojecida, mientras su indignación aumentaba a cada minuto. Si Susan estaba realmente muerta, alguien tendría la culpa.
– Dígamelo otra vez, Constance -pidió-. Dígame de nuevo qué pasó. Simplemente no puedo creer que no haya olvidado usted nada.
Incómodamente instalada en uno de los mejores sillones de Estelle, Constance Benson sacudió la cabeza, fatigada.
– Ya le conté todo, no queda nada por decir.
– Mi hija no habría corrido hasta caer por el borde de un risco -proclamó Henry, como si diciéndolo pudiera hacerlo cierto-. Esa niña tiene que haberla empujado. Tiene que haberlo hecho.
Constance mantuvo los ojos firmemente fijos en sus manos, mientras las retorcía nerviosamente en su regazo, deseando poder decir a Henry Peterson lo que éste quería escuchar.
– No lo hizo, Henry. Supongo que debe de haber dicho algo, pero no pude oírlo desde mi cocina. tY ni siquiera estaba muy cerca de Susan. Fue… bueno, fue muy extraño, nada más.
– Demasiado extraño, diría yo -murmuró Henry. Se sirvió un trago de whisky, lo bebió, luego se ajustó el sombrero en la cabeza diciendo: -Iré a hablar con Josiah Carson. Es médico… debe saber qué pasó.
Con paso majestuoso, salió de la habitación. Un momento más tarde la puerta de calle se cerró con violencia y se oyó ponerse en marcha el motor de un automóvil.
– Dios mío -suspiró Estelle-. Espero que no vaya a cometer ninguna imprudencia. Tú ya lo conoces. Susan se enoja tanto con él a veces… -Calló al comprender que Susan ya nunca volvería a enojarse con su padre. Miró a Constance Benson con expresión suplicante.- Oh, Constancc, ¿qué haremos? Simplemente no puedo creerlo. Sigo teniendo la sensación de que en cualquier instante Susan entrará por esa puerta y de que todo habrá sido un sueño. Un horrible sueño.
Acercándose al sofá, Constance atrajo hacia sí a Estelle, quien con el brazo consolador de Constance rodeándola, se abandonó a las lágrimas. Le temblaba el cuerpo y se enjugaba inútilmente los ojos con un pañuelo arrugado.
– Deja salir el llanto -le dijo Constance-. No puedes contenerlo y Susan no querría que lo hicieras. En cuanto a Henry, no te preocupes… se tranquilizará. Tiene que alborotar, eso es todo.
Estelle aspiró por la nariz y se enderezó un poco, tratando de sonreír a Constance, pero fue demasiado esfuerzo para ella.
– Constance, ¿estás segura de habernos contado todo? ¿No hubo algo que tal vez no quisiste decir frente a Henry?
– Ojalá lo hubiera -suspiró pesadamente Constance-. Ojalá hubiese algo que diera sentido a todo. Pero no lo hay. Lo único que sé es lo que dije tantas veces a la gente: no dejen que los niños jueguen cerca de ese cementerio. Es peligroso. Pero nadie me creyó y ahora mira lo que ha ocurrido.
Los ojos de Estelle se cruzaron con los de Constance Benson. Por un rato, las dos mujeres se miraron simplemente como si entre ellas hubiese una comunicación muda. Cuando por fin Estclle habló, lo hizo en voz baja y sumamente contenida.
– Fue esa niña, ¿verdad? ¿Michelle Pendleton? Susan nos contó que le pasa algo.
– Es lisiada -repuso Constance-. Se cayó del risco.
– Ya lo sé -respondió Estelle-. No me refiero a eso. Había otra cosa. Susan me lo contó ayer, pero no puedo recordar qué era.
– Pues no veo que importe mucho -resopló Constance-. Me parece que lo que hay que hacer es ocuparse de que todos estén prevenidos. Creo que deberíamos advertir a todos que mantengan a sus hijos lejos de ese cementerio y lejos de Michelle Pendleton. No sé qué dijo, pero sé que dijo algo.
Estelle Peterson asintió con la cabeza.
La noticia no tardó mucho en difundirse por todo Paradise Point. Constance Benson llamó a sus amigas,y sus amigas llamaron a las de ellas. Mientras avanzaba la noche, en toda la aldea hubo pequeños grupos familiares, reunidos en cocinas y salas de recibo, hablando en voz baja a sus adormilados hijos, previniéndoles sobre Michelle. Los niños mayores asentían sabiamente.
Pero para los más pequeños, eso no tenía sentido…
En casa de los Carstairs, fue Bertha quien conversó brevemente con la señora Benson y luego murmuró algunas palabras de compasión para la señora Peterson antes de colgar el teléfono y mirar a su marido. Fred la estaba observando.
– ¿No es un poco tarde para llamadas telefónicas? preguntó sentándose en la cama. Le disgustaba que lo molestaran en plena noche.
– Era Constance Benson -respondió Bertha con tranquilidad-. Parece creer que Michelle Pendleton tiene algo que ver con lo que ocurrió hoy.
– Siempre la misma Constance -refunfuñó Fred, somnoliento, aunque con expresión cautelosa -. ¿Qué cree Constance que hizo Michelle?
– No lo dijo. Ni creo que lo supiera con exactitud. Pero dijo que nosotros deberíamos tener una charla con Sally, advirtiéndole que no se acerque a Michelle.
– Yo no advertiría a un hombre que no se acerque a una trampa para osos porque lo diga Constance Benson -murmuró Fred-. Se lo pasa hablando de ese cementerio, pero casi nunca sale de su casa. Debe de ser duro para ese hijo suyo.
Bertha estaba por apagar la luz cuando se oyó un suave golpecito en la puerta y entró Sally. Evidentemente bien despierta, fue a sentarse en la cama de sus padres.
– ¿Quién llamó por teléfono? -preguntó.
– Solo la señora Benson -respondió Bertha-. Quería hablar sobre Susan, y sobre Michelle -agregó.
– ¿Michelle? ¿Qué hay con ella?
– Bueno, ya sabes que Michelle estuvo hoy con Susan -hizo notar Bertha. Sally asintió con la cabeza, pero se mostró desconcertada.
– Ya sé -respondió-. Pero es raro. Susan odiaba a Michelle. ¿Qué podía estar haciendo Susan con alguier a quien odiaba?
Bertha no hizo caso de la pregunta; en cambio formuló una a su vez.
– ¿Por qué odiaba Susan a Michelle?
Sally se encogió de hombros, inquieta; luego decidió que era hora de decir a alguien lo que venía sintiendo.
– Porque es coja. Susan actuaba siempre como si Michelle fuese una especie de monstruo… se lo pasaba llamándola retardada y cosas así.
– Oh, no… -murmuró Bertha-. Qué terrible para ella.
– Y… y todos nosotros le hicimos caso -continuó Sally acongojada.
– ¿Le hicieron caso? ¿Quieres decir que todos estuvieron de acuerdo con Susan?
Sally movió la cabeza asintiendo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Yo no quise hacerlo… de veras que no quise. Pero entonces… bueno, Michelle parecía no querer que siguiéramos siendo amigas, y Susan… bueno, Susan actuaba como si quien quisiera ser amigo de Michelle no pudiera serlo de ella. Y yo… yo conozco a Susan de toda la vida. -Se puso a llorar mientras su madre la abrazaba diciendo:
– Vamos, preciosa, no llores más. Todo saldrá bien…
– Pero ahora Susan está muerta -gimió Sally. Al ocurrírscle una idea, se apartó de su madre-. Michelle no la mató, ¿verdad?
– Por supuesto que no -respondió enfáticamente Bertha. Estoy segura de que fue solo un accidente.
– Bueno, ¿y qué dijo la madre de Jeff? -preguntó Sttlly.
– Dijo… dijo… -titubeó Bertha, luego buscó ayuda en su marido.
– No dijo nada -declaró éste redondamente-. Susan debe de haber tropezado y caído, tal como Michelle hace poco tiempo. Michelle fue simplemente más afortunada que Susan, es todo. Y si me preguntan, pienso que lo que Susan y ustedes, los demás niños, hicieron a Michelle, es una porquería. Pienso que deberías decirle que lo Iamentas y que quieres ser otra vez su amiga.
– Pero ya le dije eso -objetó Sally.
– Pues díselo de nuevo -insistió Fred Carstairs-. Esa niña ha pasado un mal rato y si Constance Benson está haciendo lo que yo creo que está haciendo, las cosas se pondrán todavía peores para ella. Y no quiero que nadie diga que mi hija fue partícipe de ello. ¿Está claro?
Sally asintió en silencio con la cabeza. En cierto sentido, lo que acababa de decirle su padre era exactamente lo que ella quería oír. Pero ¿y si realmente Michelle no quería ser más su amiga? ¿Qué podía hacer ella entonces? Aquello era muy desconcertante para Sally, que cuando volvió a su cama no pudo dormir.
Algo estaba mal.
Algo estaba muy mal.
Pero ella no lograba imaginar qué era.
Aunque nadie había llamado a los Pendleton esa noche, Cal podía sentir una tensión en el aire. A veces pensaba que venir a Paradise Point había sido un error. ¿Qué había obtenido él? Estar endeudado hasta las orejas, con una clientela que apenas le permitía vivir, una nueva hija y otra que estaría inválida por el resto de su vida.
Pero todos los problemas se resolverían. Es que, al transcurrir las semanas, Cal había llegado a comprender algo. Por alguna razón, una razón que solo entendía vagamente, su lugar estaba en Paradise Point. Su lugar era esta casa, y sabía que no la abandonaría. Por nada, ni siquiera por su hija.
Claro que en realidad, no era su hija. La habían adoptado. No era una verdadera Pendleton.
Al ocúrrírsele eso, Cal se agitó en la cama, más inquieto aún por el remordimiento que le causaba semejante idea. Y sin embargo era cierto, ¿o no? De todos sus problemas, ¿por qué el peor tenía que provenir de alguien que ni siquiera era su hija?
Dándose vuelta procuró pensar en otra cosa.
En cualquier otra cosa.
Por su mente empezaban a pasar imágenes, imágenes de niños. Allí estaba Alan Hanley, y Michelle, y ahora también Susan Peterson. Rostros, rostros torcidos de miedo y dolor, fundiéndose unos con otros, todos mirándolo con fijeza, todos acusándolo.
Y había otros, Sally Carstairs, y Jeff Benson y las pequeñas, las niñas con quienes Michelle había estado jugando… ¿cuándo? ¿ayer? ¿Realmente había sido apenas ayer? En realidad no tenía importancia. Todos estaban allí y todos lo estaban mirando, interrogándolo.
– ¿Nos harás daño a nosotros también?
El sueño comenzó a dominarlo, pero no le fue fácil dormir. Ellos estaban siempre allí, indefensos, suplicantes.
Y acusadores.
Durante la noche aumentó la confusión de Cal, y con ella su cólera. De todo esto nada era culpa suya. ¡Nada! ¿Por qué entonces lo estaban acusando?
La noche, y sus propias emociones lo dejaron exhausto.
La luna entraba en su última fase, había alcanzado su cima cuando despertó Michelle; su luz fantasmagórica llenaba la habitación. La niña se sentó en su cama, segura de que Amanda estaba junto a ella.
– ¿Mandy?
Susurró el nombre de su amiga después aguardó una respuesta en la quietud de la noche iluminada por la luna. Cuando llegó, la voz de Amanda fue tenue, lejana, pero sus palabras fueron claras.
– Afuera. Ven afuera, Michelle…
Bajando de su cama, Michelle se acercó a la ventana. El mar rutilaba a la luz de la luna, pero Michelle apenas lo miró; luego desvió la vista hacia el claro de abajo, buscando en las sombras algún fugaz movimiento que le indicara dónde estaba Amanda.
Y entonces la vio. Una sombra, más oscura que las demás penetró súbitamente en el prado.
Con la cara inclinada hacia atrás, recibiendo la extraña luz de la luna que se deslizaba, Amanda la llamó con una seña.
Michelle se cubrió con su bata y sigilosamente abandonó su habitación. En el pasillo se detuvo, escuchando. Cuando no oyó ningún sonido en la habitación de sus padres, empezó a bajar las escaleras.
Afuera la esperaba Amanda.
Al acercarse, Michelle sintió la presencia de su amiga que la arrastraba, la guiaba.
Bajó el sendero y luego, bordeando el risco, se dirigió al estudio.
Al entrar, Michelle no intentó encender la luz. En cambio, sabiendo lo que Amanda quería, fue al armario y sacó una tela.
La puso en el caballete, tomó un trozo de carboncillo de su madre y esperó.
Cualquier cosa que Amanda quisiera ver, Michelle sabía que podía dibujarla. Un momento más tarde empezó. Como antes, sus trazos eran audaces, rápidos y seguros, como si la guiara una mano invisible. Y mientras trabajaba, su rostro fue cambiando. Sus ojos, sus ojos pardos que siempre habían parecido tan vivaces, se enturbiaron y luego parecieron ponerse vidriosos. En cambio los ciegos ojos pálidos y lechosos de Amanda cobraron vida, revoloteando ávidamente sobre la tela, paseándose por todo el estudio, absorbiendo las imágenes que durante tanto tiempo le fueron negadas.
El cuadro surgía rápidamente, con los mismos trazos audaces que Michelle había utilizado la noche anterior.
Solo que esa noche Michelle dibujó a Susan Peterson con la cara deformada por el miedo, en la orilla del risco. Susan parecía estar suspendida en el aire, con el cuerpo lanzado hacia adelante, agitando los brazos. Y sobre el risco, con la boca curvada con una siniestra sonrisa, había otra niña, vestida de negro, con la cara casi tapada por su gorro. Era Mandy. Parecía observar a Susan con ojos sin luz, los brazos extendidos, no de temor, sino como si acabara de empujar algo.
Su sonrisa, aunque carente de alegría, parecía de algún modo victoriosa.
Michelle puso fin al dibujo; luego se apartó. Detrás de sí sentía la presencia de Amanda, que respiraba suavemente, escudriñando la tela por sobre su hombro.
– Sí -susurró en su oído la voz de Amanda-. Así es como fue.
Casi de mala gana, Michelle volvió a guardar la tela en el armario, obedeciendo la orden susurrada por Amanda: esconderla bien al fondo, en un rincón alejado, donde no se la encontraría.
Después, dejando el estudio tal como había estado al entrar ella, Michelle emprendió el regreso hacia la casa. Mientras cruzaba el prado, Amanda le susurró:
– Ahora te odiarán todos, pero no importa. También me odiaban a mí y se reían. Pero no importa, Michelle, yo cuidaréde ti. Ellos no se reirán de ti. Nunca se reirán de ti. Yo no les permitiré que lo hagan.
Y entonces Amanda desapareció en la noche…