El día había sido una dura prueba para todos. Corinne Hatcher miró el reloj, sin duda por sexta o séptima vez por lo menos. Durante toda la jornada, los niños habían cuchicheado unos con otros, mientras sus ojos iban constantemente a posarse aunque fuese un instante en Michelle Pendleton, y luego se desviaban a otra parte, culpables, cuando advertían que la señorita Hatcher los estaba observando.
Corinne no sabía más que cualquier otra persona. Había oído todas las hipótesis. La noche anterior la habían llamado varias mujeres, todas proclamando su deseo de asegurarse de que la maestra de sus hijos supiese "la verdad", todas ansiosas por decirle que esperaban que ella se ocuparía de que Michelle Pendleton fuera "separada" de la clase. Por último ella, desesperada, había llamado a Josiah Carson pidiéndole la versión autentica de lo sucedido.
Luego dejó su telefono descolgado.
Y ahora, mientras se acercaban las tres de la tarde, aún estaba tratando de decidir si mencionaría o no a Susan Peterson. Pero mientras iban pasando lentamente los últimos minutos del día escolar, supo que no lo haría… simplemente no había nada que pudiera decirles, y por cierto que no había nada que quisiera decirles estando presente Michelle Pendleton.
Michelle.
Michelle había llegado esa mañana, como todas las mañanas recientes, apenas a tiempo para deslizarse discretamente en su asiento, al fondo del salón. De todos los niños, ella parecía ser la única capaz de concentrarse en todas sus lecciones. Mientras los demás cambiaban miradas y cuchicheos, Michelle permanecía sentada tranquilamente (¿o acaso estoicamente?) al fondo del salón, como si no advirtiese lo que estaba pasando en torno a ella. La reacción de Michelle ante la situación había puesto el ejemplo para la suya propia. Si Michelle podía obrar como si nada hubiese ocurrido, ella también. "Dios sabe que para Susan no tendrá ya importancia" pensó para sí "y tal vez si me desentiendo de la situación, los niños harán lo mismo".
Cuando sonó la campana final, Corinne lanzó un silencioso suspiro de alivio, mientras se hundía en su sillón para observar a los niños que se precipitaban al pasillo. Notó que ninguno de ellos hablaba a Michelle, aunque le pareció ver que Sally Carstairs se detenía un instante, vacilaba como si fuera a decir algo, después cambiaba de idea y salía con Jeff Benson.
Cuando en el salón no quedó nadie salvo ellas dos, Corinne sonrió a Michelle.
– Bueno -dijo con la mayor animación posible-. ¿Qué tal fue tu día?
Si Michelle quería hablar al respecto, Corinne le había dado la oportunidad. Pero Michelle no quería hablar.
– Muy bien -respondió con indiferencia. Se había pursto de pie y estaba juntando sus libros. Poco antes de salir del cuarto sonrió brevemente a Corinne.- Hasta mañana -dijo, y se marchó.
Al salir del aula, Michelle miró al otro lado del corredor. Viendo que Sally Carstairs y Jeff Benson conversaban junto a la puerta principal, tomó hacia el otro lado.
Cuando llegó a la escalera de atrás, se permitió descansar por primera vez en ese día: ninguno de sus condiscípulos estaba en el patio. Allí estaba Annie Whitmore jugando con sus amigas. Pero ese día no saltaban a la cuerda, sino que jugaban a la "pata coja". Michelle las observó un momento, preguntándose si tal vez ella podría hacerlo, saltando con su pierna sana. Tal vez lo intentaría, después de que las niñas se fueran.
Empezó a bajar la escalera, pensando salir del patio por la entrada de atrás, pero cuando pasaba frente a los columpios, un niño de segundo grado la llamó.
– ¿Quieres empujarme?
Michelle se detuvo y miró al niñito.
Tenía siete años y era pequeño para su edad. Encaramado en un columpio, contemplaba pensativamente a sus amigos que se mecían de un lado a otro. Su problema era inmediatamente obvio. Como sus piernas no llegaban al suelo, no podía poner en movimiento el columpio. Miraba a Michelle con ojos pardos, grandes y confiados, ojos de cachorrito.
– ¿Por favor? -imploró.
Michelle dejó su cartapacio en el suelo y, con esfuerzo, se apostó detrás del niñito.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó mientras le daba un empujóncito.
– Billy Evans. Yo sé quién eres… eres la niña que se cayó del risco. ¿Te dolió?
– No mucho. Quedé desmayada.
Billy pareció aceptar esto como algo perfectamente normal.
– Ah -respondió-. Empújame más fuerte.
Michelle empujó un poco más fuerte. Pronto Billy se columpiaba muy contento, lanzando hacia afuera las piernecitas, mientras sus infantiles chillidos resonaban en el campo de juego.
Sally Carstairs y Jeff Benson bajaron lentamente los escalones delanteros, renuentes a volver a casa, prolongando su consoladora camaradería. Entre ellos se había formado un vínculo… nada explícito, pero sí algo que, sin embargo, existía. Si se les hubiera preguntado, ninguno de ellos habría podido explicarlo… a decir verdad, quizás ninguno de ellos lo habría admitido. No obstante, cuando llegaron al patio delantero, se demoraron.
Se detuvo un automóvil y los dos niños vieron bajar a June Pendleton. Tímidamente, cada uno de ellos murmuró un tenue saludo cuando pasó junto a ellos, pero June no pareció oírlos. La vieron desaparecer dentro de la escuela.
– No creo que Michelle haya tenido nada que ver con lo sucedido -dijo repentinamente Sally.
Aunque no habían estado hablando de Michelle y de Susan, Jeff supo a qué se refería.
– Mi madre dijo que ella estaba presente -respondió Jeff.
– Pero eso no quiere decir que haya hecho nada -objetó Sally.
– Bueno, lo cierto es que no le gustaba Susan.
– ¿Por qué iba a gustarle? -inquirió Sally, cuya voz cobró calor por primera vez-. Susan fue malvada con ella. Desde el primer día de escuela Susan fue siempre Malvada con ella.
Jeff arrastró los pies, incómodo, pues aunque sabía que lo dicho por Sally era cierto, no quería aceptarlo.
– Bueno, todos nosotros le hicimos caso, más o menos.
– Lo sé. Tal vez no debimos hacerlo.
Jeff miró bruscamente a Sally.
– ¿Quieres decir que si no lo hubiéramos hecho, Susan no estaría muerta ahora?
– ¡No dije eso! -exclamó Sally, aunque se preguntó en silencio si eso había querido decir-. ¿Está bien si te.u ompaño hasta tu casa?
– Si quieres -respondió Jeff encogiéndose de hombros-. Pero después tendrás que volver caminando al pueblo.
– No importa.
Los dos echaron a andar por la acera; luego doblaron la esquina por la calle que pasaba frente al campo de juego.
– Tal vez vaya a ver a Michelle -dijo Sally indecisa.
Jeff se detuvo y la miró.
– Mi madre dice que no debemos tener ninguna relación con ella. Dice que es peligroso.
– Qué tontería -replicó Sally-. Mis padres me dijeron que tenía que volver a ser su amiga.
– No veo por qué. Ella ya no puede hacer nada más. En mi opinión, su pierna no fue lo único que se lastimó al caer. ¡Creo que debe de haber caído de cabeza!
– ¡Jeff Benson, termina con eso! -exclamó Sally-. Esa es precisamente la clase de cosas que Susan solía decir. ¡Y mira lo que le ocurrió!
Entonces Jeff se detuvo, y sus ojos se clavaron en Sally.
– Tú sí crees que Michelle hizo algo, ¿verdad? -preguntó. Sally se mordió los labios y miró,el suelo.- Bueno, si lo crees está bien -continuó Jeff-. En el pueblo todos creen que ella le hizo algo a Susan. Salvo, creo, que nadie? sabe exactamente qué.
Estaban ya cerca del campo de juego; de pronto Sally experimentó una sensación pavorosa, como si la estuvieran observando. Al darse vuelta, contuvo el aliento súbita e involuntariamente: a pocos metros de distancia, del otro lado de la cerca estaba Michelle, frente a ella, empujando suavemente un columpio, mientras Billy Evans sonreía contento y rogaba que lo empujase más fuerte.
Durante una fracción de segundo, los ojos de Sally se encontraron con los de Michelle. En ese instante tuvo la certeza de que Michelle había oído lo dicho por Jeff. En los ojos de Michelle había una expresión que aterró a Sally. Tendiendo una mano, tomó la de Jeff.
– Ven -dijo, con voz apenas más fuerte que un susurro-, ¡Ella te oyó!
Jeff arrugó el entrecejo, luego miró en torno para ver por qué Sally susurraba de pronto.
Vio a Michelle que lo miraba fijamente.
Su primer impulso fue sostenerle la mirada, y entrecerró los ojos. Pero la mirada de Michelle jamás vaciló, y su cara permaneció inexpresiva. Jeff sintió que perdía el control. Cuando finalmente se dio por vencido y apartó la vista, procuró simular que lo había hecho de intento.
– Vamos, Sally -dijo en voz alta, asegurándose de que Michelle lo oyera-. Si Michelle quiere jugar con los crios ¿qué nos importa?
Echó a andar, dejando sola a Sally. Esta esperó unos segundos, confusa, queriendo alcanzarlo. Sin embargo, una parte de ella se demoraba, deseando poder disculparse con Michelle de algún modo. Incapaz de resolverlo, corrió tras la figura de Jeff que se alejaba.
Corinne Hatcher alzó la vista de las pruebas que estaba corrigiendo. Su sonrisa automática de bienvenida se convirtió en una expresión preocupada cuando vio a June Pendleton enmarcada en la puerta del aula. Se la veía ojerosa, aguardando indecisa, con un malestar que era evidente en ella, desde su despeinado cabello hasta su falda, un poco arrugada. Levantándose de su sillón, Corinne, con un ademán, invitó a June a entrar.
– ¿Está usted bien?
Cuando ya era demasiado tarde se dio cuenta de que sus palabras no podían sino aumentar la evidente incomodidad de June. Esta, sin embargo, no pareció ofenderse.
– Mi aspecto debe de corresponder a cómo me siento dijo. Trató de sonreír, pero no lo consiguió.- Necesito… necesito hablar con alguien, y al parecer no hay otra persona con quien hacerlo.
– Supe lo de Susan Peterson -declaró Corinne-. Debe de haber sido terrible para Michelle.
Agradecida por la inmediata comprensión de la maestra, June se dejó caer en el asiento de uno de los pupitres; luego se volvió a incorporar con rapidez: no podía tolerar la sensación de corpulencia que le daba el diminuto escritorio.
– Esa fue una de las razones por la que vine -anunció-. Notó… bueno, ¿notó usted algo en Michelle hoy? Quiero decir, ¿algo fuera de lo común?
– Temo que el de hoy no haya sido uno de los mejores días para ninguno de nosotros -respondió Corinne-. Los niños estaban todos… ¿cómo puedo decirlo? ¿Preocupados? Creo que es el mejor modo de expresarlo.
– ¿Le dijeron algo a Michelle?
Corinne vaciló: luego decidió que no había motivo para ocultar la verdad a June.
– Señora Pendleton, ellos no le dijeron nada, absolutamente nada.
June captó inmediatamente lo que la maestra quería decir.
– Tenía el temor de que ocurriera eso -dijo, más para sí que a Corinne-. Señorita Hatcher… no sé qué hacer.
June volvió a sentarse, repentinamente demasiado cansada, demasiado derrotada por toda la situación para que le importara el aspecto que pudiera tener.
Esta vez fue Corinne quien la hizo levantarse.
– Venga conmigo. Vamos al cuarto de los maestros y bebamos una taza de café. Usted parece necesitar algo más fuerte. Pero lamento que las reglas sean todavía rígidas por aquí. Y creo que es tiempo de que empecemos a llamarnos June y Corinne, ¿no le parece?
Asintiendo con desánimo, June se dejó conducir fuera del aula y por el corredor.
– ¿Cree usted que su amigo podrá ayudar? -preguntó June.
Había relatado a Corinne lo sucedido el día anterior, y lo absurdo que todo eso había parecido. Primero Michelle regresando a casa… calmada, aparentemente sin problemas, y luego la vuelta de Cal y el comienzo de la pesadilla.
June repitió todo tal como había sucedido, procurando trasmitir a la maestra la sensación de irrealidad que todo tenía para ella, era, dijo por fin, como si su mundo todo hubiera sido convertido en algo salido de "Alicia en el país de las maravillas"… sucedían las cosas más horribles, y alrededor de ella todos actuaban como si no ocurriera absolutamente nada. En realidad, no estaba segura de si le preocupaba más su esposo o su hija, pero la noche anterior, ya tarde, había decidido que primero debía estar Michelle.
Corinne Hatcher escuchó todo el relato, sin interrumpir, sin preguntar, intuyendo que June necesitaba simplemente contarlo, externalizar el caos que había estado agitándose en su mente. Ahora, al terminar June, movió pensativa la cabeza, asintiendo.
– No veo por qué Tim no podría ayudar -declaró. Levantándose, fue en busca de la cafetera, meditando mientras volvía a llenar su taza y la de June. Al encararse otra ve, con June, procuró que su tono fuese alentador.- Tal vez las cosas no sean tan graves como parecen -titubeó un momento, sin saber bien qué decir-. Sé que todo parece aterrador -continuó suavemente-, pero creo que se preocupa usted demasiado.
– ¡No! -Fue casi un chillido. Los ojos de June se llenaron de lágrimas.- Dios mío, si pudiera usted oírla, cómo habla de esa muñeca. Lo juro, creo que realmente está convencida de que Mandy… ahora la llama Mandy… es real.
Su voz era tan lúgubre que atemorizó a Corinne. Esta tomó una mano de June en la suya y trató de hablar con tono confiado.
– Es aterrador, pero todo saldrá bien. De veras que sí.
En su fuero interno no estaba tan segura como trataba de aparentar, ni mucho menos. En la profundidad de su ser, Corinne tenía una sensación… una sensación de que lo sucedido a Michelle, fuera lo que fuese, estaba más allá de lo que ambas podían comprender. Y esa sensación la aterrorizaba.
Viendo que Sally desaparecía calle abajo, Michelle procuró olvidar las palabras de Jeff. Pero ellas persistían en su mente, resonando en su cabeza, burlándose de ella, atormentándola. Vagamente percibía a Billy Evans, que le gritaba para que lo empujara más fuerte, pero su voz parecía lejana, como si le llegara a través de una niebla.
Dejó que el columpio se detuviera y, cuando Billy protestó, le dijo que estaba cansada, que lo empujaría un poco más en otra ocasión. Después se dirigió penosamente al árbol y se sentó en la hierba. Aguardaría un rato, hasta que Jeff y Sally se hubieran alejado mucho, antes de iniciar la larga caminata de regreso a casa.
Estirándose en la hierba, fijó la mirada en las hojas del árbol, que estaban cambiando de color con la llegada del otoño. Cuando estaba así, totalmente sola sin nadie en torno a ella, no era tan malo. Solo cuando podía oírlos o verlos, sus voces atormentándola, sus ojos burlándose de ella, Michelle realmente odiaba a los niños que habían sido sus amigos.
Excepto a Sally. Michelle aún no estaba segura con respecto a Sally. Sally parecía mejor que los demás. Más bondadosa. Michelle decidió hablar con Amanda sobre Sally. Tal vez, si Amanda lo aceptaba, pudieran ser amigas otra vez. Michelle esperaba que sí… Realmente, en lo profundo, le agradaba Sally. De todos modos, Amanda decidiría.
Desde la ventana de su aula, Corinne observó a June que cruzaba el campo de juego. Le pareció que en June había cierta renuencia a molestar a Michelle, como si mientras estuviera dormida bajo el árbol se hallara a salvo del caos desatado en su mente. Pero luego Corinne vio que June se arrodillaba y dulcemente despertaba a Michelle.
Michelle se incorporó rígidamente; el dolor que sentía en la cadera era visible en su rostro, aún desde el otro lado del patio. Al ver a June pareció sorprendida, pero al mismo tiempo agradecida. Tomando la mano de su madre, Michelle dejó conducir hasta que, al doblar la esquina del edificio, Corinne las perdió de vista.
Aun después de que ambas desaparecieron, Corinne permaneció en la ventana, con la imagen de Michelle grabada en su mente: sus hombros agobiados, su cabello colgante y lacio, su ánimo derrotado por el accidente que la había dejado inválida.
Mucho tiempo parecía haber pasado desde aquel primer día de escuela, cuando Michelle había entrado brincando en su aula, brillante la mirada, sonriente, ansiosa por iniciar su nueva vida en Paradise Point.
Y ahora, apenas unas semanas más tarde, todo eso había cambiado. ¿Paradise Point, Punta Paraíso? Bueno, para algunas personas tal vez, pero no para Michelle Pendleton.
Ahora no. Y de pronto Corinne estuvo segura, probablemente nunca más.
La tarde era fresca, y Corinne caminaba con rapidez, pensando más en la visita de June Pendleton que en la dirección que ella misma había tomado. Hasta que vio delante de sí el edificio, en medio de un bosquecillo, los muros cubiertos de rosas trepadoras, no se dio cuenta de que la clínica había sido su meta desde el primer momento. Se detuvo un instante, leyendo el cartel pulcramente escrito, con el nombre desteñido de Josiah Carson y sobre el recién estampado, el de Cal Pendleton. Por algún motivo la inscripción le pareció triste, y tardó unos segundos en comprender por que. Era un signo del antiguo orden dando lugar al nuevo. Josiah Carson había estado allí desde que Corinne podía recordarlo. Resultaba difícil imaginarse a la clínica sin el.
Penetró en la sala de espera y sintió alivio al ver a Marion Perkins sentada tras el escritorio, trabajando en los libros. Por lo menos Marión iba a estar todavía allí, suavizando la transición entre el doctor Carson y el doctor Pendleton. Al tintinear suavemente la campanita adherida a la puerta, Marion alzó la vista.
– ¡Corinne! -exclamó. Al reconocer a la maestra su expresión fue de bienvenida, mezclada con preocupación y algo de sorpresa.- Sabe usted, tenía la sensación de que tal vez hoy vendría por aquí. Es raro… bueno, quizá no tan raro en realidad, teniendo en cuenta lo sucedido. Hoy han estado aquí casi todos, deseosos de hablar sobre Susan Peterson -continuó la enfermera, chasqueando compasivamente la lengua-. Es terrible, ¿verdad? Semejante perdida para Estelle y Henry. Y por supuesto, todos parecen creer que la pequeña Michelle Pendleton tuvo algo que ver con ello. -Inclinándose un poco bajó la voz hasta un susurro confidencial.- Francamente no querría repetir algunas de las cosas que la gente ha estado diciendo.
– Entonces no lo haga -dijo Corinne, atemperando la brusquedad de sus palabras con una sonrisa cordial-. ¿Está aquí el tío Joe?
Súbitamente avergonzada por la indiscreción que había estado por cometer, Marión echó mano al telefono.
– Lo llamaré a ver si está ocupado -dijo mientras oprimía el botón intercomunicador-. ¿Doctor Joe? Una sorpresa para usted… Corinne Hatcher está aquí.
Un momento más tarde se abría la puerta interior y aparecía Josiah Carson con los brazos extendidos, el rostro arrugado por una ancha sonrisa, aunque por un instante Corinne creyó ver en sus ojos otra cosa. ¿Tristeza? Cuando moría uno de sus pacientes, en particular un niño, Josiah Carson lo tomaba muy mal. Desde la muerte de su propia hija, mucho antes de nacer Corinne, Carson había volcado sus instintos paternales sobre los niños de Paradise Point. Pero este día había en sus ojos algo más que tristeza. Algo que ella no pudo identificar del todo.
Abrazando a Corinne dijo:
– ¿Qué te trae aquí? ¿Te sientes bien?
– Estoy perfectamente -respondió Corinne, soltándose-. Creo… bueno, creo que simplemente estaba preocupada por usted. Se cómo se pone cuando algo ocurre a uno de sus niños.
Carson asintió con la cabeza.
– Nunca es fácil -dijo-. Entra en el consultorio, te invitaré a un trago.
El médico le señaló una silla y cerró la puerta, luego sacó una botella de whisky del último cajón de su escritorio y sirvió un poderoso trago para cada uno, mientras observaba cuidadosamente a Corinne.
– Muy bien -dijo mientras servía-. ¿Qué pasa?
Corinne probó el whisky, hizo una mueca y lo dejó de lado. Luego, sosteniendo la mirada de Carson, dijo:
– Michelle Pendleton.
– No me sorprende -asintió Carson-. A decir verdad, pensé que vendrías antes. ¿Las cosas empeoran?
– No estoy segura -respondió Corinne-. El día de hoy debe de haber sido horrible para ella… ningún niño quiso tener nada que ver con ella. Hasta ayer, pensé que se debía solamente a su cojera… Pero ahora… bueno, usted sabe cómo puede ser este pueblo. Se culpa a alguien por algo, aunque sea inocente, y nadie olvida jamás. Tío Joe -agregó de pronto-, ¿está bien Michelle?
– Depende de a qué te refieras. Hablas de su mente, ¿verdad?
Corinne se movió en su silla.
– No estoy segura -dijo-. A decir verdad, no sabía realmente que vendría hasta que me encontré aquí. Pero supongo que mi subconciente trataba de decirme algo. -Hizo una pausa momentánea y, súbitamente, bebió la mitad de su whisky.- ¿Ha oído hablar de la amiga imaginaria de Michelle? -preguntó con toda la naturalidad posible.
Carson arrugó el entrecejo.
– ¿Amiga imaginaria? -repitió como si estas palabras no tuvieran sentido para él-. ¿Te refieres a la clase de cosas que hacen los niños muy pequeños?
– Exactamente -repuso Corinne-. Parece ser que todo empezó con una muñeca. No sé con exactitud de que clase, pero la señora Pendleton me dijo que es vieja… muy vieja. Michelle la encontró en el armario del dormitorio cuando se mudaron.
Carson se rascó la cabeza como si estuviera desconcertado, luego asintió diciendo:
– Sé qué aspecto tiene. Es vieja, sí. Cara de porcelana, ropa anticuada, un pequeño gorro. La tenía consigo en la cama cuando la vi, poco después del accidente. ¿Quieres decir que ha decidido que es real?
– Evidentemente -asintió con sobriedad Corinne -. Y ¿sabe usted cómo la ha bautizado?
– Según me dijo, la bautizó Amanda.
– Amanda -repitió Corinne-. ¿No significa eso nada para usted? -terminó de beber y tendió su vaso-. ¿Tengo edad suficiente para otro trago?
Sin decir palabra, Carson volvió a llenar el vaso de ella y el suyo.
– Bien -dijo bruscamente-. Es evidente que ella ha oído algunos relatos acerca de Paradise Point.
Corinne sacudió la cabeza.
– Eso pensé yo. Pero June me dijo que bautizó la muñeca tan pronto como la encontró. El mismo día que ellos llegaron.
– Entiendo -declaró Carson-. Entonces fue solo una coincidencia.
– ¿Lo fue? -preguntó suavemente Corinne-. Tío Joe, ¿quién fue Amanda? Quiero decir, ¿existió? ¿O se trata de cuentos, nada más?
Carson se reclinó en su sillón. Nunca había hablado de Amanda, y no quería empezar entonces. Pero evidentemente la conversación ya había comenzado, como sabía que iba a ocurrir. Era necesario conducirla.
– A decir verdad, fue mi tía abuela, o lo habría sido de haber vivido -dijo cuidadosamente.
– ¿Y qué le ocurrió? -preguntó Corinne.
– ¿Quién lo sabe? Era ciega y un día tropezó y cayó del risco. Por cuanto se sabe, eso fue todo.
Pero en su voz hubo algo (¿una vacilación tal vez?) que hizo preguntarse a Corinne si no había algo más.
– Parece que supiera más que eso -sugirió ella, y al no responder Carson, insistió-. ¿Es así?
– ¿Quieres decir que creo en cuentos de fantasmas?
– No. ¿Cree usted que eso fue todo?
– No lo sé. Mi abuelo, que fue hermano de Amanda, estaba convencido de que había algo más.
Corinne no dijo nada. Carson se reclinó otra vez en su sillón y se volvió a mirar por la ventana.
– Mira -dijo con lentitud-. Cuando los Carson bautizaron Paradise Point a este pueblo, no pensaban realmente en el paisaje. Fue más bien una idea, creo que podría llamársela. Una idea de Paraíso aquí mismo, en la Tierra. -Llenaba su voz una ironía que no escapó a Corinne.
– Sabía qque los Carson fueron clérigos -comentó.
– Fundamentalistas -asintió Josiah-. De esos que siempre hablan del demonio y el infierno. Pero mi bisabuelo, Lemuel Carson, fue el último de ellos.
– ¿Qué pasó? _
– Muchas cosas, por lo que me dijo mi abuelo. Empezó cuando Amanda perdió la vista. El viejo Lemuel decidió que era un acto de Dios y trató de presentar a Amanda como una mártir. Siempre la hacía vestirse de negro. Pobre niñita. Tiene que haber sido duro para ella… siendo ciega y todo. Debe de haber sido muy solitaria.
– ¿Y estaba totalmente sola cuando se cayó del risco?
– Aparentemente. Mi abuelo nunca lo dijo. Jamás hablaba mucho de eso. Sin embargo, siempre tuve la idea de que había en ello algo extraño. Por supuesto él nunca hablaba mucho sobre la familia… en el paraíso de Lemuel había demasiadas serpientes.
– ¿No las hay siempre acaso? -observó Corinne, pero Josiah no pareció oírla.
– Fue la esposa de Lemuel -continuó-. Al parecer era un poco casquivana. Mi abuelo pensó siempre que era una una reacción contra los constantes sermones de Lemuel sobre el infierno y la condenación eterna.
– ¿Quiere usted decir que su bisabuela tuvo amoríos?
– Debe de haber sido una mujer extraordinaria -sonrió Carson-. Mi abuelo decía que era hermosa, pero que jamás debía haberse casado con el padre de él.
– Louise Carson -susurró Corinne-. "'Muerta en el pecado".
– Asesinada -dijo suavemente Josiah. Los ojos de Corinne se dilataron de sorpresa-. Sucedió allá, en ese edificio que June Pendleton utiliza como estudio. Allí la encontró Lemuel con uno de sus amantes. Los dos estaban muertos. Apuñalados.
– Dios mío -suspiró Corinne. Sintió que se le apretaba el estómago y por un momento pensó que se iba a descomponer.
– Por supuesto, todos presumieron más o menos que Lemuel lo había hecho -continuó Josiah-, pero tenía a todo el pueblo bastante dominado, y en esa época no se tenía una consideración especialmente alta por una esposa infiel. Probablemente hayan pensado que ella había recibido su merecido. Lemuel ni siquiera quiso ofrecerle un funeral.
– Siempre imaginé que la inscripción de la lápida quería decir algo parecido -declaró Corinne-. Cuando yo era pequeña solíamos ir allá y leer las lápidas.
– ¿Y buscar al fantasma?
Una vez más Corinne asintió con la cabeza.
– ¿Y alguna vez lo vieron?
La maestra meditó largo rato su respuesta. Por último de mala gana, sacudió la cabeza. Carson notó su vacilación.
– ¿Estás segura, Corinne? -preguntó con voz muy suave.
– No lo se -respondió ella. De pronto se sintió estúpida, pero un recuerdo flotaba en su mente, un poco fuera de su alcance-. Hubo algo -agregó-. Sucedió una sola vez. Yo estaba allá, en el cementerio, con una amiga… ni siquiera recuerdo quién… y entró la niebla. Bueno, usted sabe lo fantasmal que puede ser un cementerio en la niebla. No sé… tal vez me dejé llevar por la imaginación, pero de pronto sentí algo. Nada que pueda señalar, en realidad… tan solo la sensación de que allí había algo, cerca de mí. Me quedé totalmente inmóvil, y cuanto más tiempo permanecía allí, más parecía acercarse lo que fuera.
Guardó silencio y se estremeció un poco por el frío que le causaba el recuerdo de aquella tarde brumosa.
– ¿Y tú crees que fue Amanda? -inquirió el médico.
– Bueno, algo fue -repuso Corinne.
– Tienes razón -admitió Carson con acritud-. Fue algo. Fue tu imaginación. Una niñita en un cementerio, en un día de niebla, y que ha crecido oyendo todos esos cuentos de fantasmas. ¡Me asombra que no hayas tenido una larga conversación con Amanda! ¿O la tuviste?
– Por supuesto que no -dijo Corinne, sintiéndose tonta ahora-. Ni siquiera la vi.
Carson la observaba.
– ¿Y tu amiga? ¿Sintió lo mismo que tú?
– ¡Por cierto que sí! -exclamó Corinne, sintiendo que se enfurecía. No creerle era una cosa… burlarse de ella era otra.- Y si quiere usted saberlo, no fuimos las únicas. Muchas tuvieron la misma sensación. Y éramos todas niñas, y teníamos todas doce años. Igual que Amanda. Y, por si no lo sabía, igual que Michelle Pendleton.
La mirada de Carson se endureció.
– Corinne -dijo con lentitud -, ¿sabes lo que estás diciendo?
Y súbitamente Corinne lo supo.
– Estoy diciendo que quizá los cuentos de fantasmas sean ciertos, y la razón por la cual todos dicen que no, es que antes nadie vio realmente a Amanda. Las únicas que sintieron siquiera su presencia fueron niñas de doce años y ¿quién cree en lo que ellas dicen? Todos saben que las niñas tienen imaginaciones desatadas, ¿verdad? Tío Joe, ¿y si no fue mi imaginación? ¿Y si algunas de nosotras sentimos realmente su presencia? ¿Y si Michelle no solo la sintió, sino que realmente la vio?
La expresión con que la miraba Josiah Carson indicó que había tocado un nervio.
– ¿Usted cree en el fantasma, verdad? -preguntó.
– ¿Y tú? -replicó él, y entonces Corinne tuvo la certeza de que se estaba poniendo nervioso.
.-No lo sé -mintió Corinne. ¡Sí que lo sabía! – Pero ¿no es lógico acaso? Quiero decir, ¿de una manera extraña? Si puede usted aceptar que realmente hay un fantasma y que es Amanda, lo más probable sería que la viera una niña de doce años, una niña igual que ella.
– Bueno, ha tenido más de cien años para encontrar a alguien -dijo Carson-. ¿Por qué ahora? ¿Por qué Michelle Pendleton? Corinne -prosiguió con voz queda, apoyando los codos en el escritorio-, sé que estás preocupada por Michelle. Sé que parece raro que haya inventado una amiga imaginaria llamada Amanda. Parece una gran coincidencia… demonios, es una gran coincidencia. ¡Pero no es nada más que eso!
Corinne Hatcher se incorporó, ya verdaderamente furiosa.
– Tío Joe -dijo con voz tensa-. Michelle es mi alumna, y estoy preocupada por ella. De paso sea dicho, estoy preocupada también por todos los otros miembros de mi clase. Susan Peterson ha muerto, y Michelle está lisiada y se conduce de manera muy extraña. No quiero que suceda nada más.
Carson miró con fijeza a Corinne. La maestra estaba de pie frente a su escritorio, con la espalda muy tiesa, la expresión intensa. Se dispuso a ir hacia ella para consolarla, pero antes de que abandonara su sillón, ella se había dado vuelta y había escapado.
Lentamente Josiah se sentó. Permaneció solo largo rato. Aquello no estaba yendo bien. El no había querido que Susan Peterson muriera. Debía de haber sido Michelle… debía de haber sido la hija de Cal Pendleton. Una vida por otra, un niño por otro. Pero no uno de sus niños.
Ahora lo único que podía hacer era esperar. Tarde o temprano, como siempre, la tragedia volvería a la casa y a quienes estuvieran viviendo allí. Entonces, cuando la casa hubiera vengado a Alan Hanley en nombre suyo, todo terminaría. Entonces él podría marcharse y olvidarse para siempre de Paradise Point. Sirviéndose otro trago de whisky, clavó la vista en la ventana. A la lejos podía ver las revueltas aguas del Paso del Diablo. Su nombre, pensó, era adecuado. ¿Cuánto tiempo hacía que el Diablo había llegado para vivir con los Carson? Y ahora, al cabo de tantos años, el último de los Carson iba a utilizar al Diablo. En cierto modo, pensó Josiah Carson, era patético.
Sólo esperaba que en el proceso no tuvieran que morir demasiados de sus propios niños, los niños de la aldea.
Entrada ya la tarde, Michelle se encaminó hacia el antiguo cementerio. Torpemente se asentó en el suelo, cerca del extraño monumento a Amanda y aguardó, segura de que su amiga iría por ella. Pero antes de que la ya familiar niebla gris se cerrase en torno de sí, sintió que alguien la observaba. Al volverse, reconoció a Lisa Hartwick que, de pie a pocos metros de ella, la miraba fijamente.
– ¿Estás bien? -preguntó Lisa.
Michelle asintió con la cabeza, y Lisa dio un paso titubeante hacia ella.
– Te… te estaba buscando -dijo Lisa. Parecía casi asustada, y Michelle se preguntó qué ocurría.
– ¿A mí? ¿Por qué motivo? -preguntó mientras empezaba a incorporarse.
– Quería hablar contigo.
Michelle miró a Lisa con desconfianza. Nadie simpatizaba con Lisa… todos decían que era una mocosa insoportable. ¿Qué quería? ¿Acaso iba a burlarse de ella? Pero Lisa se acercó más y se sentó junto a ella. Aliviada Michelle se dejó caer de nuevo en la blanda tierra.
– ¿Es verdad que eres adoptada? -preguntó de pronto Lisa.
– ¿Y qué?
– No estoy segura -replicó Lisa. Luego agregó:- Mi madre murió hace cinco años.
Ahora Michelle estaba intrigada. ¿Por qué había dicho eso Lisa? ¿Acaso trataba de trabar amistad con ella? ¿Por qué razón?
– No sé qué pasó con mis padres -aventuró -. Es posible que hayan muerto. O tal vez simplemente no me quisieron.
– Mi padre no me quiere -dijo Lisa con voz queda.
– ¿Cómo lo sabes? -Michelle se permitió tranquilizarse: Lisa no iba a burlarse de ella.
– Está enamorado de tu maestra. Desde que la conoció ella le ha gustado más que yo.
Michelle reflexionó sobre esto. Tal vez Lisa tuviera razón Tal vez las cosas hubieran ocurrido para ella de igual modo que habían ocurrido para Michelle cuando nació Jenny.
– A veces pienso que nadie gusta de mí -dijo.
– Sé que se siente. Nadie gusta de mí tampoco. Quizá podríamos ser amigas -sugirió Michelle.
Entonces los ojos de Lisa parecieron nublarse.
– No se. He… he oído cosas acerca de ti.
Michelle se puso tensa.
– ¿Qué clase de cosas?
– Bueno, que desde que te caíste del risco te ocurre algo malo.
– Soy coja -respondió Michelle-. Eso lo saben todos.
– No me refiero a eso. Oí decir… bueno, dicen que tú crees haber visto al fantasma.
Michelle se volvió a tranquilizar.
– ¿Te refieres a Amanda? No es un fantasma. Es mi amiga.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lisa-. Por aquí no hay nadie que se llame Amanda.
– Sí que la hay -insistió Michelle-. Es mi amiga. ¿Adonde vas?
De pronto Lisa se puso de pie y empezó a alejarse de Michelle.
– Tengo… tengo que volver a casa ya -dijo nerviosamente Lisa.
Michelle se incorporó trabajosamente, con la mirada furiosa fija en Lisa.
– Me crees loca, ¿verdad?
Lisa sacudió la cabeza, indecisa.
Repentinamente la niebla empezaba a cerrarse alrededor de Michelle. Desde muy lejos podía oír la voz de Amanda llamándola.
– No estoy loca -dijo a Lisa en tono desesperado-, Amanda es real, y ahora está llegando. ¡Podrás conocerla!
Pero Lisa seguía retrocediendo ante ella. Poco antes de que las grises brumas la rodearan, Michelle la vio darse vuelta y echar a correr.
Igual que había corrido Susan Peterson.
El funeral de Susan Peterson se llevó a cabo el sábado.
Estelle Peterson estaba sentada en el primer banco de la Iglesia Metodista, con la cabeza inclinada y los dedos retorciendo compulsivamente un pañuelo húmedo.
El ataúd de Susan estaba a solo unos metros de distancia, cubierto de flores con la tapa abierta. Junto a Estelle, Henry tenía la mirada estoicamente fija adelante, con el rostro cuidadosamente impávido.
Un murmullo bajo empezó a correr lentamente por la congregación. Estelle procuró no hacerle caso, pero cuando oyó cjue la voz de Constance Benson atravesaba los ininteligibles sonidos, finalmente se volvió.
Michelle Pendleton, ataviada con un traje gris y pesadamente apoyada en su bastón avanzaba lentamente por el pasillo central. La seguían sus padres, June llevando a la pequeña. Durante una fracción de segundo, los ojos de Estelle se encontraron con los de June. Rápidamente apartó la mirada. Volvió a oír la voz de Constance Benson.
– Vaya lugar para que ellos se presenten… -empezó a decir ésta, pero Bertha Carstairs, sentada junto a ella, le dio un codazo y Constance calló. Cuando los Pendleton se sentaron en un banco situado entre la puerta y el altar, comenzó la ceremonia por Susan Peterson.
Michelle podía sentir la hostilidad en torno a ella.
Era como si, en la iglesia, todas las miradas estuvieran fijas en ella, vigilándola, acusándola. Quería irse, pero sabía que no podría hacerlo. Si tan solo no fuera inválida… si tan solo pudiera levantarse y escabullirse en silencio. Su bastón, golpeteando en el suelo de madera dura, resonaría en toda la iglesia: el clérigo interrumpiría sus oraciones y entonces todos la mirarían abiertamente. Por lo menos mientras ella estaba sentada y quieta, ellos procuraban fingir que no la observaban, aunque ella sabía que lo hacían.
También June tuvo que obligarse a permanecer inmóvil, a mantener el rostro impasible, a soportar la interminable ceremonia. Ir al funeral había sido un error. Si Cal no hubiera insistido, ella jamás hubiera ido. Había discutido con él, pero inútilmente. El había insistido rígidamente en que Michelle no había tenido nada que ver con la muerte de Susan; por consiguiente no había motivos para que ellos no asistieran al funeral. June había tratado de razonar con él, había tratado de hacerle ver que para Michelle sería muy difícil sentarse en la iglesia, rodeada por todos los niños que habían sido sus amigos y escuchar la ceremonia. ¿Acaso Cal no se daba cuenta de eso? ¿No comprendía que no importaba que Michelle no le hubiera hecho nada a Susan? Lo que importaba era lo que la gente creía.
Pero Cal fue inconmovible. Por eso habían ido todos. June había oído a Constance Benson y estaba segura de que también Michelle la había oído. Había visto en los ojos de Estelle Peterson esa expresión de congoja, acusación y perplejidad.
Finalmente la ceremonia tocó a su fin. La congregación se puso de pie mientras el féretro era lentamente llevado por el pasillo, seguido por Estelle y Henry Peterson. Cuando pasaron frente a los Pendleton, Henry miró a Cal ceñudo, con ojos duros y desafiantes; Cal sintió una opresión en el estómago. Tal vez, pensó, June tuvo razón… tal vez no habríamos debido venir. Pero entonces, mientras los bancos empezaban a vaciarse en el pasillo, Bertha Carstairs se detuvo y le estrechó la mano.
– Yo… yo solo quiero que sepan -tartamudeó- que mi familia y yo lamentamos tanto todo eso. Parece que desde que ustedes vinieron a Paradise Point las cosas han… bueno… -Se le apagó la voz, pero se encogió de hombros de modo elocuente.
– Gracias -respondió Cal con suavidad-. Pero no importa. Ahora todo irá bien. A veces ocurren accidentes…
– ¡Accidentes! -Era Constance Benson, que apretaba con fuerza la mano de su hijo Jeff-. ¡Lo sucedido a Susan Peterson no fue ningún accidente!
Luego salió de la iglesia tempestuosamente, mientras el rostro de Cal se ponía mortalmentc pálido.
De pronto los Pendleton quedaron solos. June miró en torno, desvalida, buscando una cara amistosa, pero no la encontró. Hasta los Carstairs habían desaparecido, perdidos en la multitud alrededor de los Peterson.
– Vamonos -dijo-. ¿Por favor? Vinimos. Estuvimos aquí. Ahora, ¿no podemos irnos a casa?
Frente a ella, Michelle permanecía inmóvil, en silencio, mientras las lágrimas le corrían por la cara.
Corinne Hatcher se había escabullido de la iglesia con Tim y Lisa Hartwick, poco antes de terminar la ceremonia. A Corinne Hatcher no se le había ocurrido dejar de ir al funeral, pero sí se le había ocurrido que, si se quedaba después de la ceremonia, podía verse en una posición insostenible. Se esperaría de ella (en realidad, se la obligaría) que admitiera que en Paradise Point había muchas personas que pensaban que Michelle había "hecho" algo a Susan. Además, quizá hubiera que alinearse ya fuese con los Peterson o con los Pendleton. Pero por fin eso había terminado.
– Me pregunto si Michelle mató a Susan -dijo Lisa desde el asiento posterior del auto de Tim.
– No seas tonta -empezó Corinne, pero Lisa la interrumpió con presteza.
– Pues yo creo que lo hizo. Creo que los chicos tienen razón… está loca.
– Ya te lo he dicho antes, Lisa -dijo Tim con calma-. No hables de cosas sobre las cuales no sabes nada.
– Pero sí sé sobre ella. -La voz de Lisa empezó a cobrar ese tono lloriqueante que tanto irritaba a Corinne. Esta se volvió para mirar a la niña.
– Ni siquiera la conoces.
– ¡Sí que la conozco! Hablé con ella el otro día, allá en esc viejo cementerio, junto a su casa.
– Creí haberte dicho que no fueras allá -aunque la voz de Tim fue indulgente. Lisa no desconoció la reprimenda.
– No fui a su casa -declaró-. Solo fui al cementerio. ¿Qué culpa tengo si ella estaba allí?
– ¿Y por qué piensas que ella está loca? -preguntó.Tim.
– Solo por su modo de hablar. Cree que el fantasma que, según se dice, hay allí, es su amiga. Dijo que yo podía conocerla si quería.
– ¿Conocerla? -repitió Corinne, arrugando la frente-. ¿Quieres decir que Michelle creía que el fantasma estaba realmente allí?
Lisa se encogió de hombros.
– No sé. No vi nada. Pero cuando dije a Michelle que Amanda era un fantasma, se enojó de veras. -Lisa empezó a reírse entre dientes-. Está loca -agregó y se puso a repetir esta palabra con un extraño canturreo-. ¡Lo-ca, lo-ca, lo-ca!
Corinne, harta ya de escucharla, exclamó secamente:
– ¡Basta ya, Lisa!
Lisa quedó callada, como si la hubieran golpeado. Tim lanzó a Corinne una mirada de reproche, pero nada dijo hasta que llegaron a su casa y Lisa se fue a su cuarto.
– Corinne -dijo cuando se quedaron solos-. Quisiera que dejes la disciplina en mis manos.
– Está consentida -respondió enseguida Corinne-. Y tú lo sabes. Si no haces algo al respecto, terminará en aprietos. -La tristeza en la mirada de Tim la hizo retroceder. El tema de Lisa era demasiado doloroso para él. Y por el momento había un tema de interés más inmediato.- Quiero que hables con Michelle acerca de esa amiga imaginaria suya -dijo.
Tim quedó pensativo un instante; después asintió con la cabeza.
– Una amiga imaginaria a su edad… de donde quiera que venga… es anormal sin duda. No quiero emplear las palabras de Lisa, pero es posible que Michelle esté muy trastornada.
– Tim -dijo Corinne con lentitud-. ¿Supon que Michelle no esté… trastornada, como dices tú, y supon que en realidad no haya inventado una amiga imaginaria? ¿Supon que Amanda sea realmente un fantasma?
Tim Hartwick la miró extrañado.
– Pero eso es imposible, claro está -dijo. Su tono no dejó lugar para la discusión.
Michelle cerró el libro y lo apartó. Por más que se esforzaba, no lograba olvidarse del funeral. La manera en que la había mirado la gente. La había hecho sentirse como un fenómeno. Estaba cansada de sentirse como un fenómeno.
Torpemente se levantó de su sillón. Se desperezó, luego fue cojeando hasta la ventana. La luz del crespúsculo otoñal, apagándose con rapidez, coloreaba el mar de un gris metálico, y el cielo, cuyo tinte rojizo se esfumaba en el azul oscuro del anochecer, parecía estar bajo esa noche. Abajo se veía el estudio de su madre, cuyos contornos se enturbiaban con la creciente oscuridad. Michelle lo contempló fijamente, casi como si esperara que sucediese algo. Y sin embargo, ¿qué podía suceder? El estudio estaba desierto… abajo oía las voces de sus padres, ocasionalmente puntuadas por los alegres chillidos de Jennifer.
Jennifer.
Michelle pronunció el nombre para sí, y se preguntó cómo podía haber pensado que era un lindo nombre. Después lo dijo en voz alta, escuchando las sílabas. Decidió que detestaba ese nombre. Súbitamente, como si su hostilidad hubiese fluido de manera directa hasta la pequeña, Jenny empezó a llorar.
Michelle escuchó un momento los sonidos; después, cuando se aquietaron, levantó su libro y se estiró sobre la cama. Lo abrió en el pasaje que había dejado pocos minutos antes y empezó a leer.
De nuevo oyó berrear a Jennifer.
Dejando el libro en su mesa de noche, Michelle maniobró cuidadosamente para salir de la cama y, tomando su bastón, abandonó su cuarto y empezó a bajar la escalera.
Apartando la vista de su bordado, June escuchó el ruido del bastón de Michelle; luego habló en voz baja a su esposo.
– Está bajando.
Cal, que tenía a Jennifer en las rodillas y estaba jugando con los dedos de sus pies, no contestó nada.
Mientras el golpetear del bastón de Michelle se acercaba incesantemente, June volvió a levantar su bordado. Cuando Michelle apareció en el pasaje abovedado que separaba la sala de recibo del pasillo de entrada, June fingió sorpresa.
– ¿Ya terminaste tus tareas escolares? -preguntó. Michelle asintió con la cabeza.
– Estaba tratando de leer, pero no pude concentrarme. Pensé que tal vez papá y yo podríamos jugar a algo.
A Cal se le endureció el rostro. Recordaba la ultima vez que habían intentado eso.
– Ahora no. Estoy enseñando a tu hermana lo referente a sus pies.
Desconoció el dolor en la mirada de Michelle, pero June no pudo hacerlo.
– ¿No crees que es hora que Jenny se acuesta? -decidió. Cal miró el reloj que estaba sobre la chimenea.
– ¿A las siete y media? Estará toda la noche despierta y tú también.
– Igual está toda la noche despierta -argüyó June-. Cal, realmente pienso que deberías llevarla arriba.
No estaba dispuesta a ceder. Cal se incorporó y sostuvo a la pequeña en alto, sobre su cabeza. Mirando su sonriente carita, le hizo un guiño.
– Vamos, princesa, la reina dice que es hora de acostarse.
Iba a salir del cuarto cuando Michelle lo detuvo.
– ¿Podemos jugar una partida cuando bajes? Siempre sin mirarla Cal siguió andando hacia la escalera.
– No se -respondió por sobre el hombro-. Esta noche estoy bastante cansado. Tal vez en otra ocasión.
Como le daba la espalda, no vio las lágrimas que brotaban de los ojos de Michelle. En cambio, June las vio y se apresuró a dejar su labor.
– Ven… ¿Qué te parece su preparamos una hornada de pastelillos?
Pero era demasiado tarde. Michelle ya salía de la habitación.
– No tengo apetito -respondió con indiferencia-. Volveré a subir y leeré un rato. Buenas noches.
– ¿No me vas a besar?
Desanimada, Michelle se acercó a su madre y le dio un beso en la mejilla. June la rodeó con los brazos y trató de atraerla, pero sintió que su hija se ponía rígida.
– Lo siento -dijo June-. Realmente él está cansado esta noche.
– Ya lo sé -respondió Michelle mientras se zafaba de los brazos de su madre.
Sintiéndose impotente, June la dejó ir. Nada que ella pudiera decir haría que Michelle se sintiese mejor. Solamente Cal podía brindarle la tranquilidad que ella necesitaba, y June estaba segura de que eso no iba a suceder. A menos que ella lo obligara.
Treinta minutos más tarde, como Cal no había vuelto a bajar aún, June recorrió la planta baja, cerrando puertas y apagando luces. Después subió la escalera, asomó la cabeza para dar las buenas noches por última vez a Michelle, y se encaminó por el pasillo al dormitorio principal. Encontró a su esposo ya en la cama, apoyado en las almohadas, leyendo un libro. A su lado, tranquilamente dormida en su cunita, estaba Jennifer. Por un instante, la escena conmovió a June, pero pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo Cal.
– No estás tan cansado -anunció.
– ¿Qué? -respondió Cal mirándola con extrañeza
– Dije que nostás tan cansado. No finjas que no me oíste. -Su voz temblaba de cólera, pero Cal seguía mirándola perplejo.
– Ya te oí. Es que no sé a que te refieres.
– Muy sencillo -dijo fríamente June-. Hace media hora, cuando te pedí que trajeras aquí a Jennifer para que pudieras jugar con Michelle… parecías pensar que era demasiado temprano. Y hete aquí, muy satisfecho, arropado en la cama.
– June -empezó a decir Cal, pero ella lo interrumpió.
– Oh, vamos. ¿Crees realmente que no sé lo que está pasando? Subiste aquí para ocultarte. ¡Para ocultarte de tu propia hija! Por amor de Dios, Cal, ¿acaso no sabes lo que le estás haciendo?
– ¡No estoy haciéndo nada! -exclamó Cal con desesperación-. Solo que… solo que…
– Solo que no puedes hacerle frente. Pues tendrás que hacerlo, Cal. Lo que hiciste allá abajo fue cruel. Ella solo quería jugar una partida contigo. Tan solo una simple partidita. Dios mío, si tanto te pesa tu culpa, yo habría creído que estarías ansioso de jugar con ella, aunque solo fuese para dejarle ganar. Y luego llamar princesa a Jenny. ¿No te diste cuenta de lo que eso le haría a Michelle? ¡Siempre la llamaste con ese apodo!
– Ni siquiera se dio cuenta -respondió Cal.
– ¿Cómo puedes saberlo? Ya ni siquiera. Pues déjame decirte que sí se dio cuenta, Cal. Casi se puso a llorar. Creo que el único motivo por el cual no lo hizo fue el temor de que a nadie le importara. Dios mío, ¿no puedes entender lo que le estás haciendo?
Súbitamente su cólera se disolvió en frustración. Estalló lágrimas y se desplomó en la cama. Cal la tomó en sus brazos, meciéndola suavemente mientras el cerebro le d;iba vueltas por sus acusaciones.
– No llores, querida -susurró-. Por favor, no llores.
Con un esfuerzo, June se abandonó en sus brazos. Era su marido y lo amaba. En realidad, lo que estaba ocurriendo no era más culpa suya que de Michelle. Era algo que había sucedido, nada más. Algo que tendrían que superar.
Juntos.
Sentándose, se enjugó los ojos con un kleenex que tomó de la mesa de noche.
– He hecho algo -anunció-. No te va a gustar, pero debemos hacerlo.
– ¿Dices que has hecho algo? ¿Qué cosa?
– Pedí a Corinne Hatcher que nos fijara una entrevista con su amigo, el psicólogo de la escuela.
– ¿Para todos nosotros?
– Sí -asintió June.
– Comprendo.
La preocupación que June había visto en sus ojos pocos minutos atrás se esfumó bruscamente, igual que un telón al correrse. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz helada.
– ¿Estás segura de que todos necesitamos ir? -preguntó mientras se estiraba las cobijas.
– ¿A qué te refieres? -La voz de June fue cautelosa; sentía que algo se avecinaba, pero no sabía con seguridad qué era.
– Ojalá hubieras podido escucharte hace algunos minutos -dijo Cal con soltura -. No sonabas del todo… bueno, creo que la palabra es "racional".
June quedó boquiabierta de asombro. Por un momento solo pudo mirarlo con fijeza. ¿Estaba diciendo él realmente lo que ella creía? No parecía posible.
– Cal, no puedes hacer esto -le dijo. Tenía la sensación de perder el control. De nuevo le brotaban lágrimas y la cólera que ella había creído disipada la estaba dominando otra vez.
– No dije nada, June -contestó razonablemente Cal-. Lo único que hice fue traer aquí a Jenny, acostarla y luego acostarme yo. Y de pronto entras tú, desvariando como una demente, insistiendo en que soy no se que monstruo y diciéndome que necesito una terapia ¿Eso te parece racional?
Con los ojos llameantes, June se levantó de la cama.
– ¿Cómo te atreves? -gritó-. Has perdido totalmente la razón. ¿Realmente vas a hacer eso? ¿Realmente piensas seguir defendiéndote, tratando de simularque todo va bien? Pues escúchame, Calvin Pendleton. No lo toleraré. O aceptas ahora mismo ir conmigo a ver a Tim Hartwick o, lo juro, me llevaré a Michelle y Jennifer y te abandonaré. Ahora mismo. ¡Esta noche!
Se quedó inmóvil en medio de la habitación, aguardando a que él hablara. Durante largo rato, los ojos de ambos permanecieron clavados en furioso desafío. Cuando por fin llegó el momento en que uno de ellos tendría que rendirse, fue Cal.
Sus ojos parpadearon. Luego se alejaron de ella. Pareció hundirse en la cama, al liberarse de pronto la tensión de su cuerpo.
– Está bien -dijo suavemente-. No puedo perderte. No puedo perder a Jennifer. Iré.
Michelle emprendió el regreso a su habitación. Le dolía mucho la cadera: apenas lograba que funcionara su pierna lisiada.
Había oído que su madre le gritaba a su padre. Al principio había procurado no escuchar, pero luego, al interrumpirse de pronto los gritos de su madre, se había levantado saliendo sigilosamente al pasillo. Como seguía no oyendo nada, había recorrido penosamente el pasillo, hasta detenerse solo cuando estuvo junto a la puerta de ellos.
Y había escuchado.
Al principio había oído solamente un bajo murmurar (Ir voces, pero no pudo distinguir las palabras.
Luego su madre empezó a gritar, amenazando con irse, diciendo a su padre que se las llevaría lejos.
Desde el pasillo, Michelle no había oído entonces nada, salvo el fuerte latir de su propio corazón; no había sentido nada, salvo el agudísimo dolor en su cadera.
Finalmente había oído a su padre, cuyas palabras resonaron en sus oídos: uNo puedo perderte. No puedo perder a Jennifer".
Sobre ella, nada.
Se arrastró de nuevo a su cuarto y se acostó. Ajustó las cobijas en torno a su cuello y allí se quedó tendida, mientras su pequeño cuerpo temblaba y su mente daba vueltas.
Era cierto. El ya no la quería.
No la quería desde ese día en que ella se había caído del risco.
Ese era el día en que las buenas cosas habían terminado, y las malas cosas habían empezado.
Lo único que le quedaba era Amanda.
En el mundo entero estaba solamente Amanda.
Deseó que Amanda llegara a ella, le hablara, le dijera que todo iría bien.
Y Amanda llegó.
Su tenebrosa figura, como una sombra en la noche, surgió desde un rincón del cuarto, flotó hacia Michelle, tendiendo la mano, buscándola, tocándola.
El contacto hacía bien. Michelle sintió que su amiga la atraía hacia sí.
– Estaban peleando, Mandy -susurró-. Estaban peleándose por mí.
– No -respondió Amanda-. No se estaban peleando por ti. No les importa nada, ahora solo quieren a Jennifer.
– No -protestó Michelle.
– Es verdad -susurró la voz de Amanda, suave, pero insistente-. Todo esto sucede a causa de Jennifer. Si no fuese por Jennifer, ellos te querrían. Si no fuese por Jennifer, tú no habrías caído. ¿Recuerdas cómo se burlaban de ti? Fue por Jennifer. Todo es culpa de Jennifer.
– ¿Culpa de Jennifer? Pero… es tan pequeña…
– Eso no importa -susurró Amanda-. Así será más fácil. Michelle, será tan fácil, y cuando ella ya no exista… cuando Jennifer no exista… todo será como solía ser. ¿No te das cuenta?
Mentalmente, Michelle dio vueltas a las palabras, mientras escuchaba la suave voz de Amanda, susurrándole, tranquilizándola. Todo empezó a cobrar sentido.
Sí, era culpa de Jennifer.
Si no existiera Jennifer…
Michelle se quedó dormida con Amanda junto a ella, canturreándole, susurrándole.
Y cuando estuvo dormida, Amanda le mostró lo que tenía que hacer.
Entonces, todo tuvo sentido para Michelle.
Todo…
A medida que la semana transcurría lentamente, June se sintió cada vez más alterada. Varias veces estuvo tentada de pedir a Tim Hartwick que cambiara sus horarios para recibir antes a la familia. Pero resistió esta tentación, diciéndose que se estaba poniendo histérica.
Cuando llegó el viernes, se preguntó si sería demasiado tarde. Ya casi no se podía llamar familia a los Pendleton. Michelle se había replegado más aún; cada día se iba a la escuela en silencio y luego regresaba a casa solo para desaparecer en su habitación.
June se encontró deteniéndose con demasiada frecuencia en el pasillo de arriba, frente a la puerta de Michelle, escuchando.
Solía oír la voz de Michelle, suave, apenas audible, las palabras indescifrables. Luego había pausas, como si Michelle estuviera escuchando a otra persona, aunque June sabía que estaba sola en su cuarto.
Sola, salvo por Amanda.
En varias ocasiones, durante esos días, June trató de franquear el abismo que se ensanchaba entre ella y su marido, pero Cal parecía impermeable a sus insinuaciones. Todas las mañanas salía rumbo a la clínica temprano, y todas las noches se quedaba hasta tarde, llegando a casa apenas a tiempo para jugar unos minutos con Jennifer, para luego acostarse temprano.
Y Jennifer.
Era como si Jennifer intuyera la tensión que reinaba en la casa. Su risa, el satisfecho murmullo al cual tanto se había acostumbrado June, había desaparecido totalmente. Inclusive casi nunca lloraba, como si temiera causar cualquier clase de disturbios.
June pasaba todo el tiempo posible en el estudio, tratando de pintar, pero lo más frecuente era que se quedara mirando su tela vacía, sin verla en realidad. Varias veces empezó a revolver el armario, en busca del extraño boceto que, lo sabía, no había hecho ella. Algo la detuvo… el miedo.
Temía que, si lo miraba el tiempo suficiente, pensaba en él con suficiente empeño, llegaría a imaginarse de dónde provenía. No quería hacerlo.
Cuando por fin llegó la mañana del viernes, June se sintió repentinamente liberada. Ese día, por fin, ellos verían a Tim Hartwick. Y ese día, quizás, las cosas empezarían a mejorar.
Por primera vez en esa semana, June rompió el silencio que tanto había pesado sobre la mesa del desayuno.
– Hoy iré a buscarte a la escuela -dijo a Michelle. La niña la miró inquisitivamente. June trató de que su sonrisa fuese tranquilizadora.- Hoy me encontraré con tu padre después de la escuela. Iremos todos a hablar con el señor Hartwick.
– ¿El señor Hartwick? ¿El psicólogo? ¿Por qué?
– Solo creo que sería una buena idea, nada más -declaró June.
Cuando Michelle entró en su consultorio, Tim Hartwick Ie sonrió y le señaló una silla. Después de instalarse en ella, Michelle inspeccionó la habitación.
Tim aguardó en silencio hasta que los ojos de la niña volvieron finalmente a él.
– Pensé que mis padres iban a estar también aquí.
– Con ellos hablaré un poco más tarde. Antes pensé que podíamos conocernos.
– No estoy loca -declaró Michelle -. No me importa lo que le haya dicho cualquiera.
– Nadie me dijo nada -le aseguró Hartwick-. Pero supongo que sabes lo que hago aquí.
Michelle asintió.
– ¿Cree usted que le hice algo a Susan Peterson?
Tim quedó sorprendido.
– ¿Lo hiciste? -preguntó.
– No.
– Entonces, ¿por qué iba a pensar que sí?
– Todos los demás lo creen -Michelle hizo una pausa, luego agregó:- Excepto Amanda.
– ¿Amanda? -repitió el psicólogo-. ¿Quién es Amanda?
– Es mi amiga.
– Creía conocer a todos aquí -dijo Tim cuidadosamente-. Pero no conozco a nadie que se llame Amanda.
– Ella no va a la escuela, -respondió Michelle.
Tim la observó cautelosamente, procurando interpretar su expresión, pero no había nada que interpretar. Por lo que pudo darse cuenta, Michelle estaba muy tranquila.
– ¿Por qué no va a la escuella ella? -inquirió Tim.
– No puede, es ciega. -¿Ciega?
Michelle asintió de nuevo.
– No puede ver nada, salvo cuando está conmigo. Sus ojos son raros, todos lechosos.
– ¿Y dónde la conociste?
Michelle pensó largo rato antes de contestarle; finalmente se encogió de hombros.
– No estoy segura. Creo que debo de habérmela encontrado cerca de nuestra casa. Por allí vive.
Hartwick decidió abandonar un momento el tema.
– ¿Cómo está tu pierna? ¿Te duele mucho?
– Está bien. -Hizo una pausa, luego pareció cambiar de idea.- Bueno, algunas veces duele más que otras. Y a veces casi no me duele.
– ¿Cuándo ocurre eso?
– Cuando estoy con Amanda. Creo… creo que ella me hace olvidar. Me parece que por eso somos tan buenas amigas. Ella es ciega, y yo, renga.
– ¿No eran amigas antes de la tu caída? -preguntó Tim, intuyendo algo importante.
– No. La vi un par de veces, pero no llegué realmente a.conocerla hasta después del accidente. Entonces comenzó a visitarme.
– ¿No tenías una muñeca llamada Amanda? -preguntó de pronto el psicólogo. Michelle se limitó a mover la cabeza asintiendo.
– Todavía la tengo. Aunque no es verdaderamente mía. En realidad era de Mandy, pero ahora la compartimos.
– Entiendo.
– Me alegro de que alguien entienda.
– ¿Quieres decir que algunas personas no entienden?
– Mi madre no. Ella cree que yo inventé a Amanda.
Supongo que lo cree así porque se llaman igual. Quiero decir, la niña y la muñeca.
– Bueno, eso podría causar confusiones.
– Tal vez -admitió Michelle-. A decir verdad, al principio también yo creía que eran iguales. Pero no lo son, Amanda es real, la muñeca no.
– ¿Qué hacen juntas tú y Amanda?
– Principalmente hablar, pero a veces vamos a caminar juntas.
– ¿De qué hablan?
– De toda clase de cosas.
Tim decidió hacer un intento a ciegas.
– ¿Estaba Amanda contigo el día en que Susan Peterson ‹,iyó del risco?
– Sí -respondió Michelle.
– ¿Estaban en el cementerio?
– Sí -repitió la niña-. Susan me estaba diciendo maldades, pero Mandy la hizo callar.
– ¿Cómo lo consiguió?
– La echó de allí.
– ¿Quieres decir que la echó del risco?
– No lo sé -respondió Michelle con lentitud. Jamás se le había ocurrido pensarlo.- Es posible. No pude ver… ese día había niebla… mamá dijo que no, pero la había.
Tim se inclinó hacia adelante poniéndose serio.
– Michelle, ¿siempre hay niebla cuando Amanda está contigo?
Michelle pensó un momento: luego sacudió la cabeza.
– No. A veces sí, pero no siempre.
– ¿Y qué me dices de tus otros amigos? ¿Conocen ellos a Amanda?
– No tengo ningún otro amigo.
– ¿Ninguno?
Michelle bajó la voz. Sus ojos parecieron nublarse.
– Desde que me caí del risaco, nadie quiere ser mi amigo.
– ¿Y tu hermana, qué? -preguntó Hartwick-. ¿Acaso tu hermanita no es tu amiga?
– Es muy pequeña -respondió Michelle. Hubo un largo silencio, pero el psicólogo no quería interrumpirlo, seguro de que la niña estaba por decir algo. Tenía razón.
– Además -agregó Michelle con voz un poco más fuerte que un susurro-, ella no es mi hermana, en realidad.
– ¿No lo es?
– Soy adoptada. Jenny no lo es.
– ¿Te molesta eso?
– No lo se -respondió Michelle evasiva-. Amanda dice…
– ¿Qué dice Amanda? -la apremió Tim.
– Amanda dice que desde que Jenny nació, mamá y papá ya no me quieren.
– ¿Y tú le crees?
Michelle adoptó una expresión belicosa.
– Bueno, ¿y por qué no? Papá ya casi no me habla, mamá se pasa todo el tiempo ocupándose de Jenny y… y…
Se le apagó la voz, y una lágrima resbaló por la mejilla.
– Michelle -preguntó Tini con suavidad-. ¿Quisieras que Jenny nunca hubiera nacido?
– No… no lo sé.
– Si es así, no te preocupes -le dijo Tim -. Sé lo enojado que estaba yo cuando nació mi hermanita. Simplemente parecía injusto. Había tenido a mis padres para mí solo durante tanto tiempo y entonces, de repente, aparecía alguien más. Pero luego comprobé que mis padres me querían tanto como antes.
– Pero usted no era adoptado – objetó Michelle-. No es lo mismo. ¿Puedo irme ahora? -agregó incorporándose.
– ¿Ya no quieres hablar más conmigo?
No. Al menos ahora. Y sobre Jenny no. menos ahora. Y sobre Jenny no. ¡Odio a Jenny!
– Está bien -repuso Hartwick tratando de calmarla-. No hablaremos más de Jenny.
– ¡No quiero hablar más de nada! -exclamó Michelle mirándolo ceñuda, con expresión empecinada.
– ¿Y qué quieres hacer?
– Quiero irme a casa -dijo Michelle-. ¡Quiero irme a casa y encontrar a Amanda!
– Está bien -replicó Tim-. Te propongo algo… debo hablar unos minutos con tus padres. Te conseguiré gaseosa, y cuando la hayas terminado, ya habré concluido con tu padre y con tu madre. ¿Qué te parece eso?
Michelle pareció estar a punto de discutir con él, pero de pronto su cólera se disipó, y encogiéndose de hombros repuso:
– Está bien, supongo.
Tim le abrió la puerta del consultorio y sonriendo alentadoramente a June y Cal Pendleton, les dijo:
– Vamos a buscar una gaseosa para Michelle. Ustedes pueden entrar… en seguida vuelvo.
– Gracias -murmuró June. Cal no contestó nada.
Cuando él regresó, estaban esperando; June sentada nerviosamente en el sillón ocupado por Michelle pocos minutos atrás, Cal de pie junto a la ventana, muy rígido. Aunque le daba la espalda, Hartwick intuyó su enojo. Sentándose en su sillón, tocó el legajo de Michelle.
– ¿Qué pasó? -preguntó June. -Tuvimos una larga conversación.
– ¿Y está de de acuerdo con mi esposa? ¿Cree que Michelle está loca? -intervino Pendleton.
– Jamás dije eso, Cal -protestó June.
– Pero es lo que crees. -Se dirigió al psicólogo.- Mi esposa cree que tanto Michelle como yo estamos locos.
La expresión de June, donde se combinaba la exasperación y la piedad, dijo a Tim todo lo que necesitaba saber.
– Señor Hartwick -empezó June. Luego se interrumpió, confusa.
– ¿Por qué no me llama Tim? Así será todo más fácil. ¿Doctor Pendleton? ¿Me permite ofrecerle un asiento?
– Me quedaré de pie -contestó rígidamente Cal, manteniendo su posición frente a la ventana. June se encogió de hombros, levantando el rostro hacia él, y Tim Hartwick comprendió el gesto. Por el momento decidió no presionar a Pendleton.
– Hablamos acerca de esa amiga de ella… Amanda -dijo a June.
– ¿Y?
– Bueno, por cuanto puedo advertir, ella parece creer que Amanda es verdadera. No necesariamente verdadera en lo físico, pero sí indudablemente una persona que no es ella misma. Una persona que existe independientemente de ella.
– ¿Eso es… eso es normal?
– En una niña pequeña, digamos de tres años, es bastante común.
– Entiendo… -dijo June-. Pero para Michelle, no. ¿Estoy en lo cierto?
– Es posible que no sea tan grave -empezó Tim, pero Cal, que se había apartado de la ventana, lo interrumpió.
– ¡No es nada grave! -dijo con brusquedad-. Lo único que ella hizo es inventarse una amiga para sobrellevar un momento difícil. Francamente no entiendo por qué tanto alboroto.
– Ojalá pudiera estar de acuerdo con usted, doctor Pendleton -dijo Hartwick con voz queda-. Pero me temo que no pueda. Su hija está en el centro de algunos problemas muy graves, y a menos que ustedes estén dispuestos a enfrentarlos, no veo realmente cómo puedo ayudarla.
– Problemas -repitió June-. Dijo usted problemas. ¿Quiere decir, algo más que el adaptarse a su… su situación?
– En efecto -respondió el psicólogo-. Ni siquiera estoy seguro de que su pierna sea el principal problema. A decir verdad, estoy casi seguro de que no. Es su hermana.
– ¿Jenny? -preguntó Cal Pendleton.
– Dios mío, eso temía yo -gimió June, volviéndose hacia su esposo-. Te lo dije. ¡Hace semanas que te lo vengo diciendo, pero tú no quisiste creerme!
– Doctor Pendleton, Michelle piensa que ustedes ya no la quieren. Piensa que por ser adoptada, ustedes dejaron de quererla cuando tuvieron una hija propia.
– Eso es ridículo -dijo Cal.
– ¿Lo es? -preguntó June con voz hueca-. ¿Lo es en realidad?
– Parece que su amiga Amanda se lo dijo -continuó Hartwick.
June lo miró aturdida.
– No estoy segura de entender.
Tim se reclinó en su sillón.
– Bueno, en realidad no es tan difícil de reconstruir. En este momento Michelle está teniendo ciertos pensamientos y sentimientos que le son totalmente ajenos. No le agradan. En realidad, la están destrozando. Por eso ha inventado a Amanda. Amanda es esencialmente, el lado oscuro de la personalidad de Michelle, que simplemente le traslada todo sus… ¿cómo puedo decirlo? ¿Más feos? Supongo que esa palabra es bastante útil… traslada a Amanda todo sus pensamientos e impulsos más feos… aquellos por los cuales no soporta tomar responsabilidades.
– ¿No es eso lo que llaman proyectar? -preguntó Cal con voz llena de una hostilidad que Tim optó por desconocer.
– Por cierto que sí, lo es. Salvo que aquí se trata de una forma particularmente extrema. El término "proyectar" implica habitualmente la proyección de los problemas propios a otra persona, pero esa otra persona suele ser muy real. Un buen ejemplo de esto sería el marido infiel que constantemente piensa que su esposa lo engaña.
– Conozco la definición -dijo Cal.
Tim decidió que ya estaba harto.
– Doctor Pendleton, tengo la sensación de que usted preferiría no estar oyendo nada de esto. ¿Estoy en lo cierto?
– Me encuentro aquí porque mi esposa me lo exigió. Pero creo que estamos perdiendo el tiempo.
– Es posible -admitió Tim. Juntó plácidamente las manos y esperó. No tuvo que esperar mucho.
– ¿Lo ves? -preguntó Cal a su esposa-. Hasta él dice que es posible que estemos perdiendo el tiempo. Si quieres seguir con esto, tendrás que hacerlo sola. Yo he oído ya suficiente. -Se dirigió hacia la puerta; luego se volvió.- ¿Vienes conmigo?
June le sostuvo la mirada, y cuando le habló lo hizo con voz serena.
– No, Cal, no iré contigo. No puedo obligarte a escuchar. Pero yo lo haré. Si quieres, puedes esperarme. De lo contrario puedes llevar a Michelle y yo regresaré a casa a pie.
Tim que venía observando atentamente a Cal, tuvo la seguridad de verlo sobresaltarse un poco cuando se mencionó a Michelle, pero nada dijo, esperando ver qué haría el médico.
– Esperaré -dijo Cal.
Y salió del consultorio cerrando la puerta. Cuando se marchó, June se volvió hacia Tim Hartwick diciendo:
– Lo lamento. Parece… parece simplemente incapaz de hacer frente a todo esto. Ha sido terrible.
Tim guardó silencio un momento, respetando su angustia. Luego dijo con mucha suavidad:
– Creo poder ayudar a Michelle. Ha sufrido mucha presión… Para empezar, su estado físico. Para una niña no es muy fácil convertirse de pronto en lisiada. Encima de eso está todo el asunto con Jennifer. Y el colmo es, por supuesto, la actitud de su padre. Todo junto está sometiendo a Michelle a mucha presión, y las cosas se están desbaratando.
– Entonces yo tenía razón… -suspiró June. Fue como si le quitaran una carga de los hombros.- ¿Por qué eso me hace sentir tanto mejor?
– Siempre es mejor comprender un problema -le aseguró el psicólogo-. Cuando no se sabe lo que pasa es cuando uno se siente totalmente perdido. Y con Michelle, por lo menos sabernos qué está pasando.
Michelle permaneció sentada unos minutos en la sala de los maestros, bebiendo lentamente su gaseosa. Le agradaba el señor Hartwick… la escuchaba y le creía cuando ella le hablaba de Amanda. No le decía que Amanda era un fantasma, o que no era real, o algo parecido. Distraídamente se preguntó qué estaría diciendo a sus padres. Aunque eso no tenía ninguna importancia. A pesar de lo que él les dijera, ellos ya no la querrían más.
Abandonando la sala de los maestros, se dirigió a la escalera del fondo de la escuela. En un columpio estaba sentado Billy Evans, que pateaba el suelo tratando de impulsar el columpio. Estaba solo y cuando vio a Michelle le hizo señas llamándola. La niña arrojó lejos el vaso vacío de gaseosa y bajó la escalera apoyándose pesadamente en su bastón.
– Hola -le dijo Billy-. ¿Quieres empujarme?
– Bueno.
Comenzó a empujarlo. Billy reía muy contento, y empezó a pedirle que lo empujara más fuerte.
– Es demasiado alto -le dijo Michelle-. Ni siquiera deberías estar en estos columpios. Deberías estar en los más pequeños.
– Ya soy bastante grande -respondió Billy-. Hasta puedo caminar por la valla.
Michelle miró hacia la cancha de béisbol, donde se había construido una valla improvisada con una viga y un poco de alambre tejido. Tenía unos dos metros y medio de altura y más o menos seis metros de largo. Michelle había visto que algunos niños mayores, los de su edad, la trepaban y luego caminaban a lo largo. Pero los más pequeños, como Billy, nunca se atrevían a hacerlo.
– Jamás te vi -dijo Michelle.
– Nunca miraste. Deja que se detenga el columpio y te lo mostraré.
Michelle dejó de empujar, y cuando el columpio se detuvo, Billy saltó y echó a correr hacia la cancha de béisbol.
– ¡Ven! -la llamó por sobre el hombro.
Michelle echó a andar detrás de él moviéndose lo más rápido que podía, pero cuando lo alcanzó él ya estaba trepando por el alambre..
– Ten cuidado -le previno ella.
– Es fácil -se burló Bily. Cuando llegó arriba, se montó en la viga, sonriéndole-. Sube -le dijo.
– No puedo -respondió Michelle-. Tú lo sabes.
Billy subió primero un pie, luego el otro. Lentamente, haciendo equilibrio con las manos, logró agacharse. Entonces, siempre bamboleándose, se levantó con cuidado hasta quedar erguido, con los brazos tendidos.
– ¿Ves?
Michelle podía verlo tambalear. Tuvo la certeza de que se caería.
– Billy, bájate de allí. Te caerás y te harás daño, y yo no podré ayudarte.
– ¡No me caeré! ¡Mírame!
Dio un paso vacilante; casi perdió pie, luego recobró el equilibrio y dio otro.
– Por favor, Billy -imploró Michelle.
Billy se alejaba de ella, avanzando lenta y cuidadosamente por la viga, mejorando su equilibrio a cada paso.
– No me caeré -repitió el niño. Luego, dándose cuenta de que Michelle estaba por insistirle en que bajara, decidió burlarse de ella.- Solo estás enojada porque tú no puedes hacerlo. Si no fueras renga, podrías. ¡Pero como lo eres, no puedes! -y se echó a reír.
Michelle lo miró por un segundo con fijeza, mientras su risa resonaba en sus oídos.
Hablaba igual que Susan Peterson y todos los demás.
Alrededor de ella empezó a cerrarse la bruma, las frías nieblas que, lo sabía, traerían consigo a Amanda. Billy Evans, que le sonreía burlón, desapareció de su vista, pero su voz, siempre risueña, atravesaba la niebla como un puñal.
Y entonces, Amanda estuvo allí, de pie tras ella, susurrándole.
– No le dejes hacer eso, Michelle -decía Mandy con suavidad-. Se está riendo de ti. No le dejes. Nunca dejes que ninguno de ellos vuelva a reírse de ti.
Michelle vaciló. Una vez más oyó la burlona risa de Billy y sus pullas.
– ¡Tú no podrías hacerlo! ¡Si no fueras renga!
– ¡Hazlo callar! -siseó Mandy a su oído.
– No sé cómo -gimió Michelle, mientras miraba desesperadamente en torno, buscando a Amanda.
– Yo te mostraré -susurró Amanda-. Déjame mostrarte…
La risa, la burlona risa, cesó de pronto y fue reemplazada por un alarido de terror.
Billy trató de saltar, pero era demasiado tarde… bajo sus pies, la valla se movía.
Perdió el equilibrio, trató de recuperarlo, fracasó. Entonces sus brazos se agitaron en el aire. Estaba cayéndose.
Un instante más tarde, en el patio de la escuela había silencio. Un silencio que, para Michelle solo rompía el sonido de la voz de Amanda.
– ¿Lo ves? ¿Ves qué fácil es? Ahora puedes hacer que todos dejen de reírse…
La voz se apagó y Amanda desapareció. La niebla empezó a dispersarse. Michelle aguardó un momento, aguardó a que desapareciera toda, después miró.
Billy Evans, con la cabeza torcida, de modo que sus ojos vacíos la miraban con fijeza, yacía en el suelo a poca distancia.
Michelle supo que jamás volvería a reírse de ella.
Michelle contempló fijamente el cuerpo diminuto de Billy Evans que yacía inerte en el suelo, con la cara pálida y sin vida. Titubeante, de mala gana, dio un paso hacia él.
– ¿Billy? -dijo con voz temblorosa, inquisitiva-. ¿Billy? ¿Estás bien?
Pero al mismo tiempo que hacía la pregunta, supo que él estaba muerto. Dio un paso más hacia él, luego cambió de idea.
Ayuda. Tenía que buscar ayuda.
Apoyándose en la valla, se agachó cuidadosamente para recoger su bastón. Luego, tras echar otra mirada rápida a Billy, se encaminó hacia el edificio escolar. En el patio no quedaba nadie… nadie que fuera en su ayuda, nadie que hiciera algo por Billy Evans.
Nadie que le dijera qué había sucedido.
Porque Michelle no podía recordar.
Recordaba a Billy trepando el alambre tejido, haciendo equilibrio en lo alto.
Lo recordaba empezando a caminar, y recordaba haberle dicho que tuviera cuidado.
Y él se había reído.
Entonces la niebla se había cerrado sobre ella, y había llegado Amanda.
Pero después, ¿qué sucedió?
Su mente estaba en blanco.
Empezó a subir los escalones del fondo de la escuela.
– ¡Socorro! -gritó-. Oh, por favor, ¿nadie me oye?
Casi había llegado arriba cuando vio abrirse la puerta y apareció su padre.
– ¡Michelle! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien?
– ¡Es Billy! -clamó Michelle-. ¡Billy Evans! ¡Se cayó, papá! ¡Trataba de caminar por la valla y se cayó!
– Oh, Dios mío -exclamó Pendleton..
Las palabras apenas audibles, se ahogaron en su garganta. Volvieron a él las visiones, rostros infantiles aparecían en su mente, acusándolo con los ojos. Empezó a sentirse mareado, pero se obligó a mirar el campo de juego. Ya desde allí, pudo ver al niñito que yacía inmóvil, en informe montón, junto a la valla.
Ya Michelle había llegado a lo alto de los escalones y se aferraba a él, con los ojos rebosantes de lágrimas.
– Se cayó, papá. Creo… creo que está muerto.
Tenía que pensar. Tenía que actuar. Pero era casi imposible.
– Ven adentro -masculló-. Ven adentro, tu madre te cuidará.
Apartándose de Michelle, la llevó adentro, al consultorio, donde June y el psicólogo estaban todavía conversando. Ambos lo miraron sorprendidos; luego la expresión de su cara les indicó que ocurría algo.
– Llame una ambulancia -dijo él-. Hubo un accidente. Un niñito se cayó de la valla. Tengo que… tengo que ocuparme de él. Tengo…
Se le apagó la voz; se dio vuelta y salió del consultorio, tambaleante.
Mientras Tim echaba mano al teléfono y comenzaba a discar, Michelle habló de pronto.
– ¿Mamá? -dijo. Parecía aturdida, y June la tomó en sus brazos, susurrándole:
– No te preocupes, preciosa. Papá se hace cargo y pronto vendrá una ambulancia. ¿Qué ocurrió?
Michelle hundió el rostro contra su madre mientras sollozaba de manera incontrolable. Escuchando a Tim Hartwick que hablaba por teléfono, June procuró tranquizar a su hija. Lentamente, Michelle se recuperó.
Tim colgó el teléfono cuando Michelle empezaba a relatar lo sucedido. La escuchó con atención, observando a Michelle mientras hablaba, procurando leer en su cara la verdad de lo que decía. Una vez que terminó,Jjune la tomó de nuevo en sus brazos.
– Qué terrible -dijo con suavidad-. Pero no te preocupes, es probable que sane.
– No -respondió Michelle con voz hueca-. Está muerto. Sé que está muerto.
Era como una pesadilla que se repetía.
Cal Pendleton cruzó el patio escolar ofuscado, como si los pies lo arrastraran hacia atrás aunque procuraba correr. Los segundos que tardó hasta llegar a Billy Evans le parecieron horas; inundaba su mente la certidumbre previa de lo que encontraría.
Por fin llegó hasta Billy y se arrodilló junto al cuerpo inerte del niño. Le miró la cara, advirtió el cuello roto; después, automáticamente, tomó entre los dedos la muñeca del niño.
Había pulso.
Al principio Cal creyó que lo estaba imaginando, pero un momento más tarde lo supo: Billy Evans estaba aún vivo.
"¿Por qué no puede estar muerto?", preguntó en silencio Cal. "¿Por qué tiene que defenderse de mí"?
De mala gana se inclinó sobre Billy, obligándose a examinarlo.
Tendría que mover al niño.
Vaciló. Apenas unas semanas antes, había levantado a su propia hija. Ahora ella estaba lisiada. El pánico lo dominó y durante una fracción de segundo se sintió paralizado. Después, lentamente, su cerebro empezó a razonar.
Cuando llegara la ambulancia, los enfermeros moverían a Billy. Tal vez él debía esperar.
Pero era médico. Tenía que hacer algo.
Además, si no lo hacía, estaba seguro de que Billy habría muerto cuando llegara la ambulancia… podía ver la constricción en el cuello del niño que se ahogaba lentamente. Para que Billy sobreviviera, Cal debía enderezarle el cuello.
Empezó a mover la cabeza de Billy.
Cuando el flujo de aire penetró más libremente en sus pulmones, Billy empezó a cambiar de color. Desapareció el tinte azulado. Luego, bajo la mirada de Cal el niño comenzó a respirar con más facilidad.
Cal se permitió tranquilizarse.
Billy Evans iba a vivir.
A lo lejos se oyó la sirena de la ambulancia. Para Cal, ese sonido fue una sinfonía de esperanza.
Cuando el sonido de la ambulancia se hizo más intenso, June se puso de pie y se acercó a la ventana. Desde donde se hallaba, no pudo ver nada… solo una punta de la valla, siniestramente visible, mientras el edificio le bloqueaba la visión del resto.
– No puedo soportarlo -dijo-. Tim, por favor, vaya a ver lo que está pasando.
Tim Hartwick asintió. Iba a salir del consultorio cuando se detuvo en la puerta.
– Dije a la señora Evans que viniera aquí. ¿Seguro que no quiere que espere con usted?
Miró sutilmente a Michelle que estaba sentada en una silla de respaldo recto con la mirada fija en el vacío, el rostro congelado en una expresión atónita.
– Si ella llega antes de que usted regrese, yo me haré cargo -insistió June -. Usted solo averigüe… averigüe si está vivo.
Media hora más tarde, solo quedaban en la escuela Michelle, June y Tim. La ambulancia con Billy y Cal atrás había partido hacia la clínica, y la madre de Billy los había seguido, insistiendo en que podía manejar sola cuando se le aseguró que su hijo aún estaba vivo. La pequeña multitud que se había congregado en el patio escolar, se había dispersado con rapidez: la gente salía en pequeños grupos, cuchicheando y, a veces, mirando hacia la escuela donde sabían que Michelle Pendleton se encontraba todavía en el consultorio de Tim Hartwick.
Tim hizo señas a June de que se reuniera con él en el pasillo un momento.
Cuando estuvieron solos, le dijo que deseaba hablar con Michelle.
– ¿Tan pronto? -preguntó June-. Pero… ¡ella está muy alterada!
– Tenemos que averiguar qué pasó. Creo que si hablo con ella ahora, antes de que haya tenido ocasión de pensar realmente en ello, obtendré lo más cercano a la verdad.
Los instintos maternales de June saltaron en defensa de su hija.
– Quiere decir, ¿antes de que ella haya tenido oportunidad de inventar un cuento?
– Eso no es lo que dije; ni lo que quise decir -se apresuró a responder el psicólogo-. Quiero hablar con ella antes de que su mente haya tenido oportunidad de hacer que lo sucedido le parezca lógico. Y quiero averiguar por qué estaba tan segura de que Billy había muerto.
– Está bien -repuso por fin June, a regañadientes-. Pero no la presione… ¿por favor?
– Jamás haría eso -respondió Tim con dulzura.
Dejó a June sola en el pasillo y volvió con Michelle.
– ¿Por qué creíste que Billy estaba muerto? -preguntó Tim con suavidad. Había tardado diez minutos en convencer a Michelle de que su amiguito no había muerto, y aún no estaba seguro de que ella le creyera-. No cayó de muy alto…
– Simplemente lo supe -replicó Michelle-. Se nota.
– ¿Se nota? ¿Cómo?
– Pues… pues por… cosas. Usted sabe.
Hartwick esperó un momento pero cuando Michelle no continuó, decidió pedirle que le volviera a contar lo sucedido. Escuchó sin interrumpirla mientras ella volvía a relatar la historia.
– ¿Y eso es todo? -preguntó cuando ella hubo terminado. Michelle movió la cabeza, asintiendo.- Ahora quiero que pienses con mucho cuidado. Quiero que repases todo de nuevo y trates de recordar si omitiste algo.
Michelle volvió a relatar de nuevo lo sucedido. En esta misión, Tim la interrumpió a veces, tratando de aguijonear su memoria en busca de detalles.
– Dime, cuando Billy empezó a caminar en lo alto de la valla, ¿dónde te encontrabas tú?
– En el extremo de ella, justo donde él la trepó.
– ¿La estabas tocando? ¿Apoyándote en ella? Michelle arrugó un poco la frente, procurando recordar.
– No. Estaba usando el bastón. Me apoyaba en mi bastón.
– Muy bien -repuso Tim-. Ahora, cuéntame de nuevo lo que pasó mientras Billy caminaba por la baranda.
La niña lo contó exactamente igual que antes.
– Yo lo estaba mirando -dijo Michelle-. Le estaba diciendo que tuviera cuidado, porque temía que pudiera caerse, y entonces él tropezó, solo tropezó y cayó. Traté de sostenerlo, pero no pude… estaba demasiado lejos y yo… bueno, ya no puedo moverme muy rápido.
– Pero, ¿en qué tropezó? -insistió Tim.
– No lo sé, no pude ver.
– ¿No pudiste ver? ¿Por qué? -Se le ocurrió una idea-. ¿Había niebla acaso?
Durante una fracción de segundo, hubo un resplandor en los ojos de Michelle; pero luego sacudió la cabeza.
– No. No pude ver porque no soy lo bastante alta. Tal vez… tal vez sobresaliera un clavo.
– Tal vez -admitió Tim. Luego agregó -: ¿Y Amanda? ¿Estaba allí?
De nuevo, durante apenas una fracción de segundo, hubo ese resplandor en los ojos de Michelle. Pero luego volvió a sacudir la cabeza diciendo:
– No.
– ¿Estás segura? -le insistió Tim-. Podría ser muy importante.
Entonces Michelle sacudió la cabeza de modo más terminante.
– ¡No! -exclamó-. No había niebla y Amanda no estaba conmigo. ¡Billy tropezó! Eso fue todo, solo tropezó. ¿No me cree usted?
Tim pudo ver que la niña estaba al borde de las lágrimas.
– Por supuesto que sí -le dijo, sonriéndole-. Te gusta Billy Evans, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Alguna vez te fastidió?
– ¿Fastidiarme?
– Ya sabes… como lo hacía Susan Peterson y algunos otros chicos.
– No -respondió Michelle. De nuevo Tim creyó advertir una vacilación.
Algo había que Michelle no le estaba diciendo. Pero el psicólogo no estaba seguro de poder sonsacárselo. Algo la retenía. Era como si estuviese protegiendo algo. Tim creía saber que era.
Amanda.
Amanda, el lado oscuro de Michelle, había hecho algo, y Michelle la estaba protegiendo. Tim sabía que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera convencer a Michelle de que abandonara a su "amiga".
Mientras se preguntaba qué decir luego, Michelle buscó de pronto su mirada.
– El morirá, -dijo con voz clara.
Tim Hartwick la miró con fijeza, sin saber si la había oído bien. Entonces, con voz todavía suave pero muy clara, Michelle repitió las palabras.
– Se que Billy va a morir.
June conducía lentamente; Cal iba junto a ella en el asiento delantero, y Michelle atrás. Cada uno estaba en su propio mundo privado, aunque tanto Cal como June estaban pensando en Billy Evans, que yacía en la clínica en estado de coma. Josiah Carson había hecho todo lo posible por el niño, y había administrado un sedante ligero a Cal. Al día siguiente vendría un neurólogo de Boston. Pero tanto Cal como Josiah estaban seguros de que el especialista no haría más que corroborar lo que ellos ya sabían: la estrangulación de Billy había durado demasiado; había lesión cerebral. No se sabrían los alcances de la lesión hasta que Billy saliera del coma.
Si alguna vez salía de él.
El silencio que reinaba en el automóvil estaba empezando a afectar a June. Quedó aliviada cuando finalmente tuvo una excusa para romperlo.
– Debo detenerme en casa de los Benson para recoger a Jenny.
Cal movió una vez la cabeza, asintiendo. Pero no respondió verbalmente. Solo habló cuando ella se detuvo frente a la casa de los Benson.
– Quisiera que no dejes así a Jenny.
– Bueno, ¿acaso podía llevármela conmigo?
– Habrías podido llamarme. Yo habría salido y las habría traído a las dos.
– Francamente, ni siquiera estaba segura de que estarías en la escuela -repuso June. Luego recordó la silenciosa presencia de Michelle en el asiento de atrás -. No importa, la próxima vez te llamare o traeré conmigo a Jenny.
Abrió la portezuela del coche y bajó; luego sostuvo la portezuela trasera para Michelle. Cal ya estaba en el pórtico de los Benson cuando June y Michelle empezaron a subir los escalones.
Constance Benson debía estar esperándolos, pues la puerta se abrió justo cuando Cal estaba por llamar. June creyó ver que la mujer apretaba los labios al mirar a Michelle. Como no dijo nada, June decidió esperar a que estuvieran adentro para decirle lo que había ocurrido. Pero pronto se hizo evidente que Constance Benson ya estaba enterada.
– Acabo de hablar con Estelle Peterson -dijo-. Una cosa terrible… terrible.
Volvió a mirar a Michelle. Esta vez, June tuvo la certeza de que en sus ojos había hostilidad.
– Fue un accidente -se apresuró a decir June-. Billy trataba de caminar por la valla y cayó. Michelle intentó sostenerlo.
– De veras -respondió Constance Benson con voz cuidadosamente neutral, pero June tuvo la certeza de percibir en ella un matiz de sarcasmo-. Traeré a la pequeña. Está arriba, dormida.
– No sé cómo agradecerle por haberla cuidado -repuso June, con gratitud.
Constance ya subía la escalera, pero se volvió para mirar a June mientras hablaba.
– Los niños pequeños no son ninguna molestia -dijo-. Los problemas vienen cuando empiezan a crecer.
Michelle, que estaba de pie junto a la puerta, dio un paso junto a su padre.
– Ella cree que hice algo, ¿verdad? -preguntó cuando Constance continuó subiendo la escalera.
Cal sacudió la cabeza, pero no dijo nada. Michelle se volvió hacia su madre.
– Cree eso, ¿verdad? -repitió.
– Por supuesto que no -replicó June.
Acercándose a Michelle, puso un brazo protector en torno a los hombros de su hija. Un momento más tarde, cuando Constance reapareció trayendo a Jenny en los brazos, se detuvo como si no quisiera entregar la niñita a June, mientras ésta se hallaba tan cerca de Michelle. Hubo un silencio, roto al fin por Michelle.
– No hice daño a Billy -declaró-. Fue un accidente.
– Lo sucedido a Susan Peterson también fue un accidente -respondió Constance-. Pero no querría tratar de convencer de eso a su madre.
June se enfureció y decidió no ocultarlo.
– Eso que ha dicho es una crueldad, señora Benson. Usted vio lo que le pasó a Susan Peterson, y sabe perfectamente bien que Michelle nada tuvo que ver con ello. Y hoy trató de ayudar a Billy Evans. Si hubiera podido moverse más rápido, lo habría logrado.
– Bueno, yo solo sé que los "accidentes" no ocurren simplemente. Algo los causa, y nadie me convencerá de lo contrario! -Entregó la niña a June, pero de pronto sus ojos se desviaron hacia Michelle-. En su lugar, yo tendría cuidado con esta niñita -dijo, mirando siempre con fijeza a Michelle-. No hace falta una gran caída para matar a una niñita de esta edad.
June abrió la boca, atónita, al comprender las implicancias de lo que había dicho Constance Benson. Buscó una respuesta adecuada. Como no halló palabras, simplemente entregó a Jenny a Michelle.
– Llévala alautomóvil, ¿quieres, cariño? -pidió.
Cuidadosamente, Michelle tomó a la niña con un brazo, mientras usaba el otro para apoyarse en el bastón. June mantuvo los ojos fijos en Constance Benson como desafiándola a decir algo más. Acunando a la pequeña en su brazo izquierdo, Michelle echó a andar hacia la puerta temblorosamente.
– ¿Quieres ir con ella? -pidió June a su marido-. No veo cómo podrá también abrir la portezuela del coche. Pero me imagino que podría hacerlo si fuese necesario.
Intuyendo la tensión entre ambas mujeres, Cal salió rápidamente detrás de Michelle. Ya sola con Constance Benson, June procuró controlar la voz.
– Gracias por cuidar a Jennifer -dijo por fin-. Ahora que dije eso, debo decirle que en mi opinión, es usted la persona más cruel e ignorante que he tenido la desgracia de conocer en mi vida. En el futuro, ni yo ni mi familia volveremos a molestarla. Encontraré otra persona que cuide a Jenny o lo haré yo misma. Adiós.
Se dirigió a la puerta, pero de pronto la detuvo la voz de Constance Benson.
– No le guardaré rencor por esto, señora Pendleton -dijo Constance -. Usted no sabe lo que está ocurriendo. Simplemente no lo sabe.
Michelle empezó a bajar los peldaños, sujetando con fuerza a Jennifer contra el pecho, mientras empleaba el bastón para encontrar apoyo. No se apartaba de la baranda, de modo que, si resbalaba, podría apoyarse en ella. Cuando llegó abajo se detuvo, y lentamente soltó el aliento que venía conteniendo al bajar del pórtico de los Benson.
– Llegamos -susurró sonriendo a la carita de Jenny.
Jenny la miró como si la entendiera, gorgoteando dichosa. Un hilillo de saliva le goteaba de una punta de la boca. Michelle lo secó con la manta.
Y entonces, súbitamente, la niebla empezó a cerrarse en torno a ella. Levantó rápidamente la mirada, viendo acercarse veloces las brumas y oyendo los primeros tenues susurros de la voz de Amanda. Vio a su padre que, de pie junto al automóvil la observaba.
– ¿Papá?
Cal dio un paso titubeante hacia ella, pero entonces la niebla se cerró sobre Michelle y él desapareció.
– ¡Papá! ¡Pronto! -gritó Michelle.
Iba a soltar a Jennifer.
Podía sentir a Amanda que, a su lado, la aguijoneaba le susurraba, diciéndole que soltara a la pequeña, que dejara caer al suelo a Jennifer… a Jennifer, que le había quitado a su padre.
A medida que la voz de Amanda se hacía más insistente, Michelle se sintió ceder, se sintió obedecer a la voz de su amiga. Quería hacer daño a Jenny, quería verla caer.
Lentamente comenzó a aflojar el brazo izquierdo.
– No te preocupes -oyó decir a su padre-. Ya la tengo yo. Puedes soltarla.
Sintió que le quitaban a Jenny de los brazos. La niebla se dispersó tan rápido como había venido. Junto a ella estaba su padre, sosteniendo a la pequeña, observándola.
– ¿Qué pasó? -Le oyó preguntar.
– Me… me cansé -balbuceó Michelle-. Simplemente ya no podía sostenerla más. ¡Creí que iba a soltarla, papá!
– Pero no lo hiciste, ¿cierto? -respondió Cal-. Es tal como le dije a tu madre. Estás perfectamente bien. No quisiste hacer daño a Jenny, ¿verdad? No quisiste dejarla caer.
En la voz de Cal Pendleton había desesperación, el tono de un hombre tratando de convencerse de la veracidad de sus propias palabras. Sin embargo, Michelle estaba demasiado perdida en su propia confusión para oír la súplica en las palabras de su padre. Cuando respondió, también su tono fue indeciso.
– No. Solo… solo me cansé, nada más -dijo.
Pero mientras subía al automóvil, le pareció oír la voz de Amanda, muy lejana, gritándole. Entonces su madre entró también en el auto, y partieron hacia su casa. Pero durante todo el trayecto, Michelle pudo oír la voz de Amanda.
Amanda estaba furiosa con ella.
Se daba cuenta por el modo en que Amanda le gritaba.
Michelle no quería que Amanda se enojara.
Amanda era la única amiga que tenía. Sucediera lo que sucediese no podía permitir que Amanda siguiera enojada.
Corinne Hatcher no perdió los estribos hasta que Tim Hartwick sugirió que tal vez Michelle debería ser internada, aunque fuese para observación.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó.
Se acomodó los pies bajo el cuerpo en un gesto inconcientemente defensivo, mientras sujetaba su taza de café con ambas manos. Tim hurgó el fuego mientras se encogía de hombros, impotente.
– Algo había en sus ojos -dijo. ¿Cuántas veces había tratado de explicarlo?- No sé exactamente qué era. Pero ella no me decía todo. Lo siento, Corinne, pero no creo que Billy Evans se haya caído de esa valla accidentalmente.
– Querrás decir que crees que Michelle Pendleton trató de matarlo – respondió Corinne fríamente-. Más vale que digas lo que piensas.
– Ya lo hice. Según parece, pretendes hacerme decir que creo que Michelle Pendleton es una asesina, pero no lo diré. No estoy seguro de que lo sea. Pero sí estoy seguro de que tuvo algo que ver con la caída de Billy. Y también con la de Susan Peterson, ya que estamos en eso.
– ¿No crees que sea una asesina, pero crees que mató a Susan? ¿Eso estás diciendo? -Sin esperar a que él respondiera, Corinne prosiguió.- Dios mío, Tim, si hubieras hablado con ella hace apenas unas semanas, sabrías que eso no podría ser cierto. Era una niña dulcísima, agradabilísima. Las cosas no cambian con tanta rapidez, simplemente.
– ¿Dices que no? Basta con mirarla. -El psicólogo se pasó una mano por el cabello intentando evitar que sus bucles castaños le cayeran sobre la frente, pero fue inútil.- Mira, Corinne, tienes que hacer frente a los hechos. Sea lo que sea, Michelle no es la misma niña que llegó a Paradise Point en agosto. Ha cambiado.
– ¿Por eso quieres encerrarla? ¿Simplemente quieres aislarla donde nadie tenga que verla? ¡Hablas como los niños de mi clase!
– No fue eso lo que quise decir, y tú lo sabes. Corinne, tienes que aceptar lo sucedido. Cualquiera que sea la causa, Susan ha muerto y Billy, casi también. Y las dos veces Michelle estuvo presente. Y nosotros sabemos que algo le ha pasado, -dijo Tim en tono fatigado. Hacía horas que daban vueltas al tema, desde la cena, sin haber llegado a ninguna parte. Tim pensó: "Ojalá Michelle hubiera dado otro nombre a esa maldita muñeca, cualquier otro nombre". Fue como si Corinne le leyera los pensamientos.
– Todavía no has explicada a Amanda -observó.
– La he explicado quinientas veces.
– jOh, claro! Insistes en decirme que solo existe en la imaginación de Michelle. Salvo que todavía no has explicado una cosa… ¿Cómo es que todos por aquí han estado hablando sobre Amanda durante tantos años? Si solo es la amiga imaginaria de Michelle, ¿por qué ha estado por aquí tanto más tiempo que Michelle?
– No todos han estado hablando sobre Amanda. Tan solo algunas escolares impresionables.
Corinne entrecerró los ojos, enfurecida, pero antes de que pudiera iniciar su argumentación, Tim alzó la mano como para contenerla.
– No hablemos más de esto, ¿quieres? ¿No podemos olvidarlo por esta noche?
– No veo cómo -respondió Corinne-. Es como una nube que cuelga sobre nosotros.
El tintineo del teléfono la interrumpió. Automáticamente Corinne se levantó para atenderlo antes de recordar que no era su teléfono. Utilizando la distracción para tratar de cambiar el clima de la velada, Tim le sonrió diciendo: -Si te casaras conmigo podrías atender ese teléfono cuando quisieras.
Acababa de tender la mano hacia el aparato, cuando dejó de sonar. Tanto él como Corinne esperaron ansiosos a que Lisa llamara a uno de ellos. En cambio hubo un silencio, después Lisa bajó la escalera.
– Era Alison. Mañana iré a su casa y vamos a buscar al fantasma.
– Oh, Dios -gimió Tim-. ¿Tú también?
Lisa giró los ojos con desprecio.
– Bueno, ¿por qué no? Alison dice que Sally Carstairs ya vio una vez el fantasma y yo creo que sería divertido. ¡Nunca puedo hacer nada!
Tim miró a Connie con expresión desvalida. Estaba por dar su autorización, pero Corinne lo detuvo.
– No, Tim.
– ¿Por qué no?
– Por favor, Tim. Solo hazme caso, ¿de acuerdo? Además, aunque yo me equivoque y tú tengas razón, ¿sabes dónde irán a buscar al fantasma? Allá cerca de la casa de los Pendleton, en el antiguo cementerio de los Carson. Es allí donde está la tumba de Amanda.
– No es una tumba -se mofó Lisa.
– Hay una lápida -dijo automáticamente Corinne, pero Lisa no le prestaba ninguna atención. En cambio, siguió implorando a su padre:
– ¿Puedo ir, papá? ¡Por favor!
Pero Tim decidió que Corinne tenía razón. Sucediera lo que sucediese no quería que su hija se acercara a la casa de los Pendleton.
– No creo que sea una buena idea, preciosa -declaró-. Dile a Alison que irás en otra ocasión. ¿De acuerdo?
– Ay, papá, nunca me permites hacer nada. ¡Lo único que haces es escucharla a ella, que está tan loca como Michelle Pendleton!
Lisa dirigió sus palabras a su padre, pero miraba fijamente a Corinne; tenía la cara arrugada de cólera, la boca fruncida. Corinne se limitó a mirar a otro lado. Por una vez no haría caso de la grosería de Lisa.
– No puedes ir y basta -dijo Tim -. Ahora sube, llama a Alison y díselo. Después termina tus tareas escolares y acuéstate.
Silenciosamente, Lisa decidió que haría lo que quería hacer. Hizo una mueca a Corinne y luego, enfurruñada, salió de la habitación. Un silencio incómodo reinó en la sala de recibo de Tim, mientras el y Corinne procuraban fingir que la velada no estaba irremediablemente arruinada. Finalmente Corinne se incorporó diciendo:
– Bueno, se hace tarde…
– Quieres decir que deseas irte a casa, ¿verdad? -preguntó Tim.
– Te llamaré por la mañana -asintió Corinne.
Se dispuso a salir del cuarto, ocupada en recoger su abrigo y su cartera, pero Tim la detuvo.
– ¿Ni siquiera me darás un beso de buenas noches?
Corinne le tocó apenas la mejilla con los labios, pero se resistió a su abrazo.
– Ahora no, Tim. Por favor. Esta noche no.
Derrotado, Tim la dejó ir, solo e inmóvil en la habitación mientras ella se ponía el abrigo. Después Corinne volvió a entrar y le sonrió.
– Ahora sé de quien heredó Lisa su gesto de enojo… de su padre. Vamos, Tim, no es el fin del mundo, te llamaré mañana o llámame tú. ¿Está bien?
Tim movió la cabeza asintiendo.
– ¡Estos hombres!
Corinne pronunció estas palabras en voz alta; después las repitió mientras conducía el automóvil hasta su casa. Qué tercos podían ser a veces, pensó. Y no solamente Tim. Cal Pendleton no era mejor en ese aspecto. Decidió que él y Tim debían ser grandes amigos. Uno de ellos aferrándose a la idea de que todo iba muy bien y el otro aferrándose a la idea de que lo que sucedía, sucedía en el cerebro de Michelle.
Pero no era así. Corinne estaba segura de ello, pero no sabía qué hacer ahora. ¿Debía hablar al respecto con June Pendleton? Debía hacerlo. En ese mismo momento. Dando un brusco viraje con el automóvil, se dirigió hacia la casa de los Pendleton, pero cuando llegó la encontró a oscuras. Se quedó unos minutos sentada en su auto, discutiendo consigo misma. ¿Debía despertarlos? ¿Para qué? ¿Para contarles un cuento de fantasmas?
En definitiva, se fue simplemente a su casa.
Pero esa noche, antes de dormirse, Corinne Hatcher tuvo la sensación de que los acontecimientos se precipitaban, como si lo que finalmente fuera a suceder, fuera a suceder pronto.
Y cuando sucediera, fuera lo que fuese, todos sabrían la verdad.
Ella solo esperaba que, mientras tanto, nadie más muriera…
La cadera le reventaba de dolor. Quería detenerse a descansar, pero sabía que no podía hacerlo. Tras ella, pero acercándose cada vez más, oía gente que la llamaba… gente enfurecida… gente que quería hacerle daño.
No podía dejarq ue le hicieran daño… tenía que escapar, lejos donde ellos no pudieran encontrarla. Amanda la ayudaría. Pero ¿dónde estaba Amanda?
Llamó en voz alta, implorando a su amiga que viniera y la ayudara, pero no hubo respuesta… tan solo esas otras voces, gritándole, asustándola.
Trató de moverse más rápido, trató de obligar a su pierna izquierda a responder como ella quería, pero fue inútil. Iban a alcanzarla.
Se detuvo y se dio vuelta.
Sí, allí estaban, acercándose a ella.
No podía ver sus rostros con claridad, pero le pareció conocer las voces.
La señora Benson.
Eso no la sorprendió.
La señora Benson siempre la había odiado.
Pero había otros.
Sus padres. En fin, no sus padres, sino esos dos desconocidos que habían fingido ser sus padres.
Y alguien más… alguien que ella creía que simpatizaba con ella. Era un hombre, pero ¿quién? No importaba en realidad. Fuera quien fuese, también él quería hacerle daño. Sus voces se hacían más fuertes y se aproximaban. Para escapar, ella tendría que correr.
Miró en derredor frenéticamente, segura de que Amanda vendría y la ayudaría, pero Amanda no estaba allí.
Tendría que escapar sola.
Si podía llegar al risco, estaría a salvo.
Hacia él echó a andar, mientras el corazón le latía con violencia y el aliento le brotaba en cortos jadeos.
Su pierna izquierda la retrasaba. ¡No podía correr! ¡Pero tenía que correr!
Y entonces se encontró allí, encaramada en lo alto del risco, debajo de ella el mar, y detrás esas voces, insistentes, exigiendo… lastimando. Una vez más miró por sobre su hombro. Ya estaban más cerca, casi junto a ella. Pero no la atraparían.
Con un último estallido de energía, se arrojó desde el risco.
Caer era tan fácil.
El tiempo pareció detenerse, y ella flotaba, tranquila, sintiendo que el aire pasaba veloz junto a ella, contemplando el cielo.
Miró abajo… y vio las rocas.
Dedos de piedra afilados, amenazantes, tendiéndose hacia ella, listos para despedazarla.
El terror la devoró finalmente, y abrió la boca para gritar… pero era demasiado tarde, iba a morir…
Michelle despertó temblando, con la garganta oprimida por un grito no emitido.
– ¿Papá?
Su voz fue suave, diminuta en la noche. Sabía que nadie la había oído. Nadie, excepto…
– Yo te salvé -le susurró Amanda-. No permití que murieras.
– ¿Mandy?… -murmuró Michelle. Ella había venido. Se sentó en la cama, mientras el temor la abandonaba al darse cuenta de que Amanda estaba allí, ayudándola, cuidándola-. Mandy, ¿dónde estás?
– Aquí estoy -respondió Mandy con suavidad. Surgió de las sombras de la habitación, de pie cerca de la ventana, con su negro vestido que resplandecía espectralmente a la luz de la luna. Tendió la mano y Michelle abandonó su lecho.
Sosteniéndola de la mano, Amanda la condujo al bajar la escalera y salir de la casa. Solo al llegar al estudio, advirtió Michelle que había olvidado su bastón. Pero no importaba… allí estaba Amanda para sostenerla.
Además, la cadera no le dolía nada. ¡Absolutamente nada!
Se introdujeron en el estudio y Michelle supo inmediatamente que hacer. Era como si Amanda pudiese hablarle en silencio, como si Amanda estuviese verdaderamente dentro de ella.
Encontró un block de dibujo y lo colocó en el caballete de su madre. Trabajaba rápidamente, con trazos audaces y seguros. El cuadro surgió con rapidez.
Billy Evans, su cuerpecito encaramado en lo alto de la valla, manteniendo un equilibrio precario. La perspectiva era extraña. Parecía estar muy alto, muy por encima de la figura de la misma Michelle que estaba inmóvil en tierra, olvidando su bastón mientras, impotente, miraba con fijeza hacia arriba.
Junto a ella, aferrando el poste de sostén, estaba Amanda, con una sonrisa en la cara, sus ojos vacíos aparentemente vivos de entusiasmo mientras Billy empezaba a caer.
Michelle contempló el cuadro y en la penumbra del estudio, sintió la mano de Amanda en la suya. Permanecieron juntas un momento en callada intimidad. Luego sabiendo lo que tenía que hacer, Michelle soltó la mano de Amanda, arrancó del block el boceto y lo llevó al armario. Encontró con facilidad lo que buscaba, aunque no había encendido ninguna luz. Retiró esa primera tela que había dibujado para Amanda y dejó su nuevo boceto… el boceto de Billy Evans, junto con el de Susan Peterson.
Acomodó la tela en el caballete y tomó la paleta de June.
Aunque la mortecina luz diluía los colores de la paleta, convirtiéndolos casi en tonos grises, Michelle sabía dónde tocar con el pincel para encontrar los tonos que deseaba.
Trabajaba con rapidez, inexpresivo el rostro. Detrás de ella, mirando por sobre su hombro, la mano ligeramente en su codo, Amanda observaba fascinada, con sus blancos ojos lechosos fijos en el cuadro, la expresión ávida. El cuadro le estaba contando lo sucedido… pronto lo vería todo. Michelle le mostraría todo.
Al trabajar, Michelle no tuvo sentido del tiempo. Cuando finalmente dejó de lado la paleta y se apartó para mirar la tela, se preguntó cómo no se sentía cansada. Pero en realidad, lo sabía… era Amanda quien la ayudaba.
– ¿Está bien? -preguntó tímidamente.
Amanda asintió, con los ciegos ojos aun clavados en el cuadro. Al cabo de algunos segundos, habló.
– Pudiste haberla matado, esta tarde -dijo. Jennifer. Mandy hablaba de Jennifer y estaba enojada con Michelle.
– Lo sé -respondió Michelle con voz queda.
– ¿Por qué no lo hiciste? -preguntó Mandy. Su voz, suave, pero dura, acarició a Michelle.
– No…, no lo sé -susurró.
– Podrías hacerlo ahora -sugirió Amanda.
– ¿Ahora?
– Duermen. Todos duerme. Podrías ir a la nursery…
Tomando la mano de Michelle, Amanda la condujo fuera del estudio.
Cuando cruzaban el prado hacia la casa, una nube flotó a través de la luna, y la plateada luz se esfumó en la oscuridad. Pero la oscuridad no importaba.
Amanda la estaba guiando.
Y llegaba la niebla.
La maravillosa niebla que abrazó a Michelle, ocultándola del resto del mundo, dejándola sola con Amanda. Michelle sabía que haría cualquier cosa que Amanda quisiera…
June despertó en la oscuridad; algún sexto sentido maternal le anunciaba que algo malo pasaba. Escuchó un momento.
Un grito.
Ahogado, pero un grito.
Venía de la nursery.
June abandonó la cama. Echó mano a su bata y cruzó el dormitorio.
La puerta de la nursery estaba cerrada.
Recordaba nítidamente haberla dejado abierta… siempre la dejaba abierta.
Miró a Cal, pero él dormía profundamente en la misma posición.
¿Quién había cerrado la puerta entonces?
La abrió de un tirón y entró en el cuarto, encendiendo la luz al trasponer la entrada. Michelle estaba de pie junto a la cuna de Jennifer. Al llenarse de luz la habitación, alzó la vista, con expresión desconcertada.
– ¿Mamá?
– ¡Michelle! ¿Qué haces levantada?
– Yo… yo oí llorar a Jenny y como no te oía vine a ver qué pasaba.
Cuidadosamente, Michelle acomodó bajo la cabeza de Jennifer la pequeña almohada que tenía en las manos.
¡Su llanto era ahogado!
La idea atravesó la mente de June pero ésta la silenció de inmediato.
"La puerta estaba cerrada", se dijo. "Por eso no pude oírla. ¡La puerta estaba cerrada!"
– Michelle -dijo con cuidado-. ¿Cerraste la puerta que comunica este cuarto con nuestra dormitorio?
– No -respondió Michelle con voz titubeante-. Debe de haber estado cerrada cuando entré. Tal vez por eso no oíste a Jenny.
– Bueno, supongo que no importa.
Pero sí importaba, y June lo sabía. Algo estaba ocurriendo… algo en lo que ella no quería pensar. Acercándose a la cuna, levantó a Jenny. La pequeña dormía ahora, emitiendo unos lloriqueos. Cuando ella la levantó, Jenny tosió un poco; luego se aflojó en los brazos de su madre. June sonrió a Michelle.
– ¿Ves? Solo hacen falta los brazos cariñosos de una madre.
Miró con más atención a Michelle. Tenía los ojos despejados; no parecía haber estado durmiendo apenas unos minutos atrás.
– ¿No podías dormir, linda?
– No. Solo hablaba con Amanda. Entonces Jenny empezó a llorar, por eso vine.
– Bueno, espera a que la acomode, después hablaremos un poquito, ¿quieres?
Los ojos de Michelle se nublaron. Por un momento, June temió que fuera a negarse. Pero luego Michelle se encogió de hombros diciendo:
– Está bien.
June acostó de nuevo a Jennifer en la cuna; después ofreció a Michelle su brazo para que se apoyara.
– ¿Dónde está tu bastón?
– Lo dejé en mi habitación.
– Vaya, es una buena señal -dijo June, esperanzada. Pero al recorrer el pasillo, le pareció que Michelle apenas podía caminar. Sin embargo no dijo nada hasta que Michelle estuvo acostada en su cama, apoyada en las almohadas.
– ¿Duele mucho? -preguntó, tocando suavemente la cadera de Michelle.
– A veces. Ahora. Pero otras veces no. Cuando Amanda está cerca es mejor.
– ¿Amanda? -repitió suavemente June-. ¿Sabes quién es Amanda?
– En realidad, no -repuso Michelle-. Pero creo que antes vivía aquí.
– ¿Cuándo?
– Hace mucho tiempo.
– ¿Dónde vive ahora?
– No estoy muy segura. Creo que sigue viviendo aquí.
– Michelle… ¿quiere algo Amanda?
Michelle asintió con la cabeza.
– Quiere ver algo. No sé en realidad qué es, pero se trata de algo que Amanda tiene que ver. Y yo puedo mostrárselo.
– ¿Tú? ¿Cómo?
– No… no lo sé. Pero se que puedo ayudarla. Y es mi amiga, de modo que debo ayudarla, ¿verdad?
A June le pareció que esto era un ruego de confirmación.
– Por supuesto -le contestó-. Si ella es verdaderamente tu amiga. Pero ¿y si no es tu amiga? ¿Y si en realidad quiere hacerte daño?
– Pero no es así -replicó Michelle -. Sé que no. Amanda jamás me haría daño. Jamás.
June vio que su hija cerraba los ojso y se dormía.
Se quedó con ella largo rato, teniéndole la mano y vigilando su sueño. Más tarde, cuando la primera débil luz empezaba a brillar entre la oscuridad, June besó ligeramente a Michelle y volvió a la cama.
Intentó dormir, pero sus pensamientos, tan cuidadosamente relegados, volvieron para atormentarla.
No había oído llorar a Jenny porque la puerta estaba cerrada.
Pero ellos nunca cerraban la puerta.
Y Michelle había tenido en las manos una almohada.
Saliendo otra vez de la cama, June regresó a la nursery.
Cuidadosamente, cerró la puerta que comunicaba con el pasillo y guardó la llave en el bolsillo de su bata.
Solo entonces pudo dormir, y se odió por ello.
Sábado por la mañana.
En cualquier mañana común de sábado, June habría despertado lentamente, se habría desperezado con exuberancia y habría deslizado sus brazos en torno a su marido.
Pero desde mucho tiempo atrás no hacía eso, ni la mañana del sábado ni cualquier otra mañana.
En esta mañana de sábado, estaba bien despierta pero cansada.
Miró el reloj: las nueve y media.
Se volvió del otro lado, para ver si Cal estaba todavía durmiendo.
Se había ido.
June se sentó, dispuesta a levantarse; luego se permitió reclinarse otra vez en la almohada.
Su mirada se desvió hacia la ventana.
Afuera el cielo estaba plomizo y los árboles, donde las hojas que aún quedaban habían perdido su brillo bajo la luz gris, empezaban a verse ralos y fatigados. Pronto las hojas desaparecerían totalmente. June tembló un poco, anticipando el invierno venidero.
Se puso a escuchar los sonidos habituales de la mañana… Jennifer debía de estar llorando y ella debía poder oír a Cal haciendo ruido en la cocina, simulando preparar su desayuno cuando en realidad solo procuraba despertarla a ella.
Pero esa mañana reinaba el silencio en la casa.
– ¿Hola?-llamó June, titubeante.
Como no hubo respuesta, abandonó la cama, se puso la bata, luego fue a la nursery.
La cuna de Jennifer estaba vacía y la puerta del pasillo se encontraba abierta. Arrugando la frente, June se dirigió al pasillo, cruzando el cuarto. Cuando llegó a los altos de la escalera, volvió a llamar con voz más fuerte.
– ¡Hola! ¿Dónde están todos?
– ¡Estamos aquí abajo!
Era Michelle, y al oírla, June sintió que se tranquilizaba. "Todo está bien", se dijo. "No ha ocurrido nada. Todo está bien". Solo en la mitad de la escalera se dio cuenta de cuan preocupada había estado, cuánto la había asustado el silencio matinal. Ahora, al entrar en la cocina, se dijo con seguridad que se estaba portando como una tonta. Todo lo imaginado la noche anterior, voló de sus pensamientos.
– ¡Que tal! Qué temprano se han levantado todos.
Después de mirarla, Cal siguió revolviendo unos cuantos huevos.
– Esta mañana estabas muerta para el mundo y alguien tenía que preparar el desayuno. Michelle me ayudó para que el desastre no fuera total.
Michelle estaba poniendo la mesa. Se la veía cansada, pero cuando June le guiñó un ojo, sonrió un poco, evidenteniente feliz de estar haciendo algo con su padre, aunque solo fuera estar poniendo la mesa.
– ¿Dormiste bien? -le preguntó.
– Me dolía bastante la cadera, pero esta mañana está bien.
En la casa reinaba una buena atmósfera, y June sabía la razón de eso: Billy Evans no había muerto. Cal lo había salvado, no le había hecho daño, y ahora, estaba segura, todo iba a estar muy bien. Quería decir algo, comentar sobre el agradable clima, pero temía que, de hacerlo, lo destruiría. En cambio se acercó a la camita, donde Jennifer dormía pacíficamente.
– Bueno, al menos no fui la única que se quedó dormida -dijo mientras levantaba a la pequeña. Jenny abrió los ojos y gorgoteó; después volvió a dormirse.
– Ella se despertó antes -declaró Cal-. Le di un biberón hace cosa de una hora. ¿Los quieres con tostadas?
– Bueno -respondió June, distraída. Con Cal preparando el desayuno, Michelle terminando de poner la mesa y Jennifer dormida, se sintió inútil de pronto.
– ¿Quieres que siga yo?
– Demasiado tarde -respondió Cal.
Sirvió los huevos, agregó dos o tres tajadas de tocino en cada plato y los llevó a la mesa. Al sentarse, consultó su reloj.
– ¿Ya tienes que irte? -preguntó June.
– El neurólogo debe llegar a eso de las diez. En realidad, yo tendría que estar ya allí.
– ¿Puedo ir contigo? -inquirió Michelle, Cal arrugó el entrecejo y June sacudió la cabeza.
– Creo que hoy mejor te quedas aquí -dijo evitando cuidadosamente mencionar a Billy Evans.
– Pero ¿por que? -insistió Michelle.
Su rostro empezó a ensombrecerse y June tuvo la seguridad de que habría una discusión. Sintió que la atmósfera matinal, relativamente tranquila, se esfumaba. Volviéndose hacia Cal preguntó:
– ¿Qué opinas tú?
– No sé. En realidad, supongo que no hay ningún motivo para que ella no venga conmigo. Pero no sé cuánto tiempo estaré allí- agregó volviéndose hacia Michelle -. Es posible que te aburras.
– Solo quiero ver a Billy. Después podría ir a la biblioteca. O volver a casa caminando.
Está bien -aceptó Cal -. Pero no puedes pasarte todo el día merodeando por la clínica. ¿Está claro eso?
– Antes me lo permitías-, se quejó Michelle. Los ojos de Cal se desviaron, inquietos.
– Eso fue antes- dijo.
– ¿Antes? ¿Antes de qué?
Como no respondió, Michelle lo miró fijamente; entonces comprendió a que se refería.
– No le hice nada a Billy -declaró ella.
– Yo no dije… -empezó Cal, pero June lo interrumpió afirmando:
– No quiso decir eso, quiso decir…
Ya sé lo que quiso decir -gritó Michelle -. ¡Pues no quiero ir! ¡No quiero acercarme siquiera a tu maldita clínica!
Se levantó de la mesa, tomó su bastón y salió de la cocina. La puerta del fondo se había cerrado con violencia tras ella antes de que June o Cal se recobraran de su arranque. June se incorporó, pensando ir tras Michelle, pero Cal la retuvo.
– Déjala ir -le dijo-. Tiene que aaprender a encarar sola las cosas. Tú… tú no puedes protegerla del mundo.
– Pero no tendría por qué protegerla de su propio padre- respondió June con amargura-. Cal, ¿por qué haces cosas así? ¿Crees acaso que esas cosas no le hacen daño?
Cal no contestó nada. June, sabiendo que todo lo agradable que la mañana había prometido estaba ya destruido, levantó a Jenny y salió de la cocina.
Annie Whitmore estaba sentada en el tiovivo de la escuela cuando vio a Michelle que venía por la calle. Michelle caminaba con lentitud y Annie pensó que parecía muy enojada. Annie miró en derredor con rapidez, preguntándose si estaba presente otra persona. Quería jugar con Michelle, pero sabía que no tenía que hacerlo. La noche anterior la madre le había hablado largo rato, advirtiéndole que desde ese momento no debía hablar con Michelle, y si ésta pretendía jugar con ella, debía regresar enseguida a casa.
Pero Annie estimaba a Michelle, y como su madre no quiso decirle por qué debía permanecer alejada de ella, decidió no hacer caso de la orden.
Además, no había nadie cerca que la delatara si desobedecía.
– ¡Michelle!
Como Michelle no respondió, Annie volvió a llamarla con voz más fuerte. Esta vez Michelle miró en su dirección y Annie le hizo señas.
– ¡Hola! ¿Qué haces?
– Caminaba, nada-más -repuso Michelle, deteniéndose y apoyándose en la cerca-. Y tú, ¿qué haces?
– Juego. Pero no logro que el tiovivo vaya lo bastante rápido. Es demasiado pesado.
– ¿Quieres que te empuje? -ofreció Michelle.
Annie asintió, diciéndose que estaba bien… en realidad, no había pedido a Michelle que jugara con ella.
Michelle abrió el portillo y entró cojeando en el patio escolar. Annie esperaba pacientemente en el tiovivo. Cuando Michelle se le acercó, sonrió diciendo:
– ¿Cómo es que estás aquí un sábado?
– Caminaba simplemente -repuso Michelle.
– ¿Cómo es que no estás jugando con nadie?
– Sí, estoy jugando contigo.
– Pero no lo hacías. Estabas totalmente sola. ¿Acaso no tienes amigos?
– Claro, te tengo a ti, y además está Amanda.
– ¿Amanda? ¿Quién es Amanda?
– Es mi amiga especial -repuso Michelle-. Ella me ayuda.
– ¿Te ayuda? ¿Te ayuda a qué?
Annie golpeó el suelo con el pie y el tiovivo empezó a moverse con mucha lentitud. Michelle se estiró y le dio un empujón, entonces aceleró un poco. Annie levantó los pies y esperó hasta que llegó de nuevo junto a Michelle antes de insistir:
– ¿Qué te ayuda a hacer Amanda?
– Cosas -replicó Michelle.
– ¿Qué clase de cosas?
– No importa -respondió Michelle, sin saber exactamente cómo explicar a Amanda-. Quizás algún día la conozcas.
Annie dio algunas vueltas en el tiovivo, luego bajó de un salto.
– ¿Cómo es que nadie simpatiza contigo? -preguntó-. Yo pienso que eres gentil.
– Y yo pienso que también tú eres gentil -repuso Michelle, sin hacer caso de la pregunta de Annie-. ¿Qué quieres hacer ahora?
– ¡Los columpios! -exclamó Annie-. ¿Me empujarás en los columpios?
– Claro -repuso Michelle-. Ven… ¡Te juego una carrera!
Inmediatamente Annie se precipitó hacia los columpios y Michelle salió tras ella, moviéndose tan rápido como podía y jadeando con gran aparato. Cuando alcanzó a Annie, la niñita reía, dichosa.
– ¡Gané! ¡Gané!
– Espera no más -dijo Michelle-. ¡Algún día aprenderé a correr otra vez y entonces, mejor que te cuides!
Pero Annie no la escuchaba, ya estaba en los columpios, rogando que la empujara. Michelle dejó su bastón en el suelo y se puso detrás de Annie, un poco de costado. Lentamente empezó a empujar a la niñita…
Sentada tras su escritorio, Corinne Hatcher procuraba concentrarse en los deberes escolares que estaba calificando. Habitualmente no les habría hecho caso hasta el lunes y habría pasado el sábado con Tim Hartwick, pero esta mañana él no la había llamado, y Corinne sabía que, aunque lo hubiera hecho, ella habría encontrado alguna excusa. Probablemente habría utilizado esas mismas pruebas.
Y solo eran una excusa. Habría querido poder llamar simplemente a Tim, decirle que ojalá nunca hubiera tenido lugar la pelea de la noche anterior, y sugerirle que la olvidara. Pero sabia que no iba a llamar hasta que pudiera sentir que era cuestión profesional. Hasta sabía que no engañaría a nadie, salvo a sí misma, pero no importaba… aun así, necesitaba ese pretexto, esa razón para llamar, aparte de hacer las paces. Disgustada consigo misma, dejó su estilográfica roja y miró por la ventana.
Y vio a Michelle.
Contuvo bruscamente el aliento e instintivamente se levantó de su sillón. Michelle entraba en el patio de la escuela y evidentemente Annie Whitmore la estaba esperando. Corinne vio que Annie subía al tiovivo y que Michelle empezaba a empujarla. Podía ver que las dos niñas hablaron, pero no pudo oír lo que decían. Sin embargo, no importaba… las dos sonreían.
Entonces Annie bajó del tiovivo y se encaminó hacia los columpios, lentamente al principio y después corriendo. Por un momento Corinne se preocupó, temiendo que Annie se estuviera burlando de Michelle, pero luego vio que era un juego, y que evidentemente Michelle lo había iniciado, porque hacía un gran espectáculo tratando de correr, agitando los brazos, jadeando locamente mientras Annie la miraba riendo.
Corinne se encontró riendo también. Comprendió entonces que allí estaba su excusa para llamar a Tim. Si él creía que Michelle era peligrosa, que esperara a enterarse de esto… ¡ella empezaba realmente a parodiar su propia cojera!
Saliendo del cuarto, echó a andar por el pasillo hacia la oficina. Pero cuando empezaba a discar, tuvo una idea mejor… aún no era mediodía, y si conocía a Tim, estaría en su casa demorándose con su café.
No lo llamaría por teléfono. En cambio iría a verlo, a hablarle de Michelle. Podrían pasar el día juntos. Al salir de la escuela, Corinne sonreía; ese día era capaz de tolerar inclusive a Lisa Hartwick. Subió a su automóvil y partió. Al pasar frente al campo de juego, vio a las dos niñas en los columpios; Annie se balanceaba y Michelle la empujaba suavemente. Corinne decidió que, después de todo, era un buen día.
– ¡Empújame más fuerte, Michelle!
Annie se echaba atrás en el columpio, lanzaba en alto sus piernecitas y se esforzaba por mover el columpio. Pero le salía mal; en lugar de moverse más rápido, el columpio se movió más despacio.
– ¡Más fuerte! ¡Me estoy deteniendo!
– Ya estás bastante alta -respondió Michelle-. Lo estás haciendo mal… ¡tienes que echarte atrás cuando te balanceas hacia atrás, e inclinarte hacia adelante cuando vas para adelante!
– Lo estoy intentando -chilló Annie, que redobló sus esfuerzos, haciendo lo posible para seguir las instrucciones de Michelle-. No puedo hacerlo. ¡Empújame más fuerte! Por favor…
– ¡No! Del modo en que te mueves, es peligroso. Cuando lo haces mal, las cadenas no funcionan. ¿Ves? Cada vez que llegas arriba sucede algo. Se aflojan y tú caes un poquito.
– No lo haría si tú empujaras más fuerte.
Michelle no le hizo caso; siguió empujando firmemente, tendiendo la mano derecha para dar un pequeño empujón a Annie cada vez que pasaba balanceándose.
Pero Annie se estaba impacientando. Quería que Michelle la empujara más fuerte. Tenía que haber una manera de obligarla. Entonces tuvo una idea. Ya al pensar en ella supo que era mezquina. Pero igual, si con eso iba a lograr que Michelle la empujara más fuerte…
– Lo que pasa es que no puedes empujarme más fuerte. ¡Eres lisiada, por eso no puedes empujarme!
¡Lisiada!
La palabra la golpeó como siempre lo hacía, igual que un martillo. Le dio vuelta el estómago y se sintió aturdida, aturdida y furiosa.
Esta vez la niebla le cayó encima de pronto, surgiendo del vacío. No podía ver nada… solo las brumas grises e impenetrables que giraban en torno a ella bloqueando su visión.
Y Amanda.
Amanda que iba hacia ella desde la gris penumbra, sonriéndole, alentándola.
– Tú puedes empujarla, Michelle -decía Amanda-. Muéstrale qué fuerte puedes empujarla.
De pronto el dolor que sentía Michelle en la cadera, el palpitar constante, casi insoportable, desapareció. Sintió que podía moverse fácilmente, sin ayuda de su bastón. Y si necesitaba ayuda, allí estaba Amanda… Amanda la ayudaría..
Pasó detrás del columpio y, la próxima vez que Annie llegó flotando hacia ella entre la niebla, Michelle estaba lista. Puso las manos en la espalda de Annie y cuando la niñita llegó a la cúspide de su arco y empezó de nuevo a retroceder, Michelle se dispuso a empujarla.
Annie lanzó un silbido de regocijo mientras arremetía de nuevo hacia adelante y se aferraba con más fuerza a las cadenas. Esto era mejor… nunca había estado tan alto antes. Valerosamente procuró mover las piernas, pero aún le faltaba maña para eso.
Llegó atrás y de nuevo sintió las manos de Michelle en sus hombros.
– ¡Más fuerte! -vociferó-. ¡Empuja más fuerte!
De nuevo se lanzó hacia adelante y agrandó los ojos al ver que el suelo se precipitaba hacia ella. Luego se niveló, inició el arco ascendente y el suelo fue reemplazado por el cielo. ¿Qué debía hacer ella? ¿Inclinarse hacia adelante? ¿Patear hacia atrás?
Continuó hacia atrás, y cuando el columpio llegó a la cima delantera, ella perdió de pronto él equilibrio… las cadenas, tan apretadas en sus manos un momento antes, se aflojaron bruscamente y Annie sintió que empezaba a caer.
Lanzó un grito, pero luego eso pasó… las cadenas volvieron a estar tensas, y ella iniciaba el trayecto hacia atrás, como las pesas en la punta del péndulo.
– No tan fuerte esta vez -dijo cuando sintió de nuevo la mano de Michelle en su espalda.
Pero si Michelle la oyó, no dio señales de ello. Annie se encontró abalanzándose de nuevo hacia adelante, más alto que nunca. Una vez más, cuando llegó arriba, se inclinó hacia donde no debía y las cadenas se aflojaron en sus manos.
– ¡Para! -gritó desesperada-. ¡Por favor, Michelle, para!
Pero era demasiado tarde. Volaba de un lado a otro, cada vez más alto, y en cada ocasión la cadena tardaba más en volver a estirarse.
Y luego, inevitablemente, ocurrió aquello. La cadena se soltó en las manos de Annie, quien se precipitó abajo en línea recta, con el cuerpo tendido sobre el asiento del columpio, los ojos cerrados, apretados de terror.
Y entonces se acabó la cadena.
Cuando el asiento del columpio llegó abajo y los duros eslabones de la cadena se tensaron de pronto, la espalda de Annie Whitmore se quebró.
Una estocada de dolor la atravesó, pero terminó casi antes de empezar… su cabeza se estrelló en el suelo, el ímpetu de su caída le aplastó el cráneo. Se retorció espasmódicamente y su destrozado cuerpo cayó en informe montón a los pies de Michelle.
– ¿Ves? -susurró Amanda-. Puedes empujar con toda la fuerza que quieras. Al cabo de un tiempo ellos aprenderán. Aprenderán y dejarán de reírse.
Tomó la mano de Michelle y la condujo fuera del campo de juego.
Cuando llegaron a la calle, la niebla se había despejado.
Pero Michelle no miró atrás.
Corinne Hatcher abrió la puerta de Tim Hartwick" sin llamar y entró.
– ¿Tim? ¡Tim!
– En la cocina -gritó Tim.
Corinne cruzó la casa con rapidez y encontró a Tim junto al fregadero, con los brazos metidos hasta los codos en agua de lavar los platos.
– ¿Adivina que?
Tim la miró con curiosidad.
– Bueno, debe de ser algo especial, o no estarías aquí. Y debe tener algo que ver con Michelle Pendleton, dado que fue por eso que disputamos. No se te nota especialmente alterada, de modo que no puede ser nada malo. Así que debes de haber visto a Michelle y ella debe de estar mejor;
Desinflada, Corinne se sirvió una taza de café y se sentó.
– ¿Sabes una cosa? Me conoces dmasiado bien.
– ¿Entonces acerté?
– Sí… Hoy vi a Michelle, estaba en el patio de la escuela, jugando con Annie Whitmore. ¡Y se estaba burlando de su propia cojera! Deberías haberla visto, Tim. Arrastraba la pierna, agitaba los brazos, jadeaba como loca y todo nada más que para hacer reír a Annie Whitmore. ¿Qué opinas de eso?
– Me parece magnífico -repuso el psicólogo-. Pero no comprendo por qué tanto alboroto… tenía que empezar tarde o temprano.
– ¡Pero yo creí… anoche dijiste…
Secándose las manos, Tim fue a sentarse con ella.
– Anoche estuve formulando muchas teorías arriegadas y tal vez haya dicho cosas no quise decir. Y es posible que tú también. Por eso, ¿qué tal si hacemos una tregua?
Corinne lo abrazó.
– Oh, Tim, te amo. -Lo besó minuciosamente; luego sonrió-. Pero ¿no te parece emocionante? ¿Me refiero a lo de Michelle? Es la primera vez que la he visto hacer algo parecido. Habitualmente su cojera la avergüenza mucho, y si alguien trata de hablarle al respecto, se encierra en sí misma. ¡Pero se estaba burlando de eso!
– Bueno, antes de que la declares una niña perfectamente adaptada, veamos qué ocurre, ¿te parece? -le aconsejó Tim-. Tal vez no haya sido lo que tu creíste que era, y tal vez haya sido tan solo algo momentáneo. -Luego sonrió con picardía.- Y ¿qué me dices de Amanda? ¿Has olvidado todo acerca de la famosa Amanda?
– No. Bueno, en realidad no. Oh, no hablemos de ella -gimió Corinne-. Solo conseguiré alterarme otra vez. Es problable que yo también exagerara anoche y que tú tengas razón… lo más probable es que solo sea un invento de mi imaginación.
– Pues en tal caso, Lisa se inquietará mucho.
– ¿Lisa?
Tim asintió con la cabeza.
– Temo que cambié de idea. Después de todo tuvimos una disputa. Por eso esta mañana, cuando Lisa insistió, acepté. Salió a cazar fantasmas.
Corinne lo miró con fijeza.
– ¡Oh, Tim, por qué hiciste eso!
La sonrisa de Hartwick se borró ante su expresión consternada.
– Bueno, ¿y por qué no? -dijo con irritación-. Está con Alison y Sally. ¿Qué puede suceder?
Fue en ese momento que Billy Evans murió en la clínica de Paradise Point, ante la presencia impotente de Cal Peadleton, Josiah Carson y el neurólogo de Boston.
Si alguno de ellos hubiera mirado por la ventana, habría visto a Michelle afuera, inmóvil, espiando dentro del cuarto donde yacía Billy, mientras una lágrima le corría lentamente por una mejilla.
La voz de Amanda susurraba en sus oídos.
– Hecho está -canturreaba la extraña voz.
Sabiendo lo que acababa de ocurrir adentro, Michelli se apartó y reanudó su larga caminata a casa.
– Sigo pensando que no deberíamos estar aquí -dijo Jeff Benson.
Miró por sobre el hombro hacia su casa, casi esperando que su madre apareciera en la ventana de la cocina, llamándolo para que volviera a casa. De haberse salido con la suya, no habría entrado nunca en el cementerio, pero esta mañana, cuando se presentaron Sally Carstairs, Alison Adams y Lisa Hartwick, las había acompañado, creyendo que ellas querían bajar a la caleta.
Pero no era así.
En cambio, habían querido ir en busca del fantasma. Jeff se daba cuenta de que eran principalmente Alison y Lisa quienes querían encontrar a Amanda, aunque las dos afirmaban que no existía. Empezar por el cementerio había sido idea de Sally, y al protestar Jeff, lo había acusado de tener miedo. Bueno, él no tenía miedo… no tenía miedo al fantasma, si realmente lo había, y no tenía miedo al cementerio, pero no quería tener problemas con su madre.
– ¡Si me preguntan, no creo que aquí haya absolutamente nada!
Alison Adams movió la cabeza, asintiendo. Se detuvo en medio del cementerio, con las manos apoyadas en las laderas.
– ¿A quién le interesa una vieja lápida? Bajemos a la playa… ¡por lo menos eso puede ser divertido!
Los cuatro niños emprendieron el regreso hacia la casa de los Benson Benson y hacia el sendero que les permitiría bajar por la faz del risco. Fue Lisa quien de pronto se detuvo y señaló la figura de Michelle que lentamente subía hacia ellos por el camino.
– Aquí viene -dijo Lisa-. La loca Michelle.
– No está loca -respondió Sally-. Quisiera que dejen de hablar así.
– Pues si no está loca, ¿cómo se explica que nadie haya visto el fantasma, salvo ella? -inquirió Lisa.
– ¡Deja de decir eso! -exclamó Sally que se estaba poniendo furiosa y no trataba de ocultarlo-. Todo porque no hayas visto el fantasma, no significa que no lo haya.
– Pues si lo hay, ¿por qué no haces que Michelle nos lo muestre? -se burló Lisa.
Sally ya estaba harta.
– ¡No te soporto más, Lisa Hartwick! ¡Eres peor de lo que fue Susan!
Y apartándose del grupo, echó a andar hacia Michelle, llamándola:
– ¡Michelle! ¡Michelle espera!
En el camino, Michelle se detuvo y miró a los cuatro niños con curiosidad. ¿Qué querían? Pero mientras Sally se acercaba oyó la voz de Jeff Benson.
– Oye, Michelle… ¿a quién mataste hoy?
Sally se detuvo de pronto y se volvió para clavar la mirada en Jeff. Michelle se quedó inmóvil un momento, tratando de entender a qué se refería él. Luego comprendió.
Susan Peterson.
Billy Evans.
Jeff creía que ella los había matado. Pero no lo había hecho… sabía que no lo había hecho.
Sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas, se esforzó por controlarlas. No permitiría que ellos la vieran llorar… ¡no lo permitiría! Una vez más echó a andar por el camino, moviéndose lo más rápido que podía. De pronto la cadera le palpitaba de dolor, pero procuró no hacerle caso.
¿Dónde estaba Amanda? ¿Por qué Amanda no venía en su ayuda?
Y entonces Sally la alcanzó.
– ¿Michelle? ¡Michelle, lo siento! No sé por qué él dijo eso. ¡No quiso decirlo!
– Sí que quiso -respondió Michelle suavemente, con voz temblorosa por el llanto que desesperadamente trataba de contener-. Cree que yo los maté. ¡Todos creen que yo los maté! ¡Pero no lo hice!
– Lo sé. Te creo. -Sally hizo una pausa, sin saber qué hacer-. ¿Por qué no vienes a mi casa? -sugirió-. No tenemos por qué quedarnos aquí escuchándolos.
Michelle sacudió la cabeza negativamente.
– Me voy a casa -respondió-. Solo déjame tranquila. Quiero irme a casa.
Sally tendió una mano para tocar a Michelle, pero ésta se encogió, apartándose de ella.
– ¡Solo déjame tranquila! ¿Por favor?
Sally retrocedió, preguntándose qué hacer. Rápidamente miró a los tres niños, que parecían estar esperándola; luego otra vez a Michelle.
– Está bien -dijo-. ¡Pero le diré a Jeff Benson lo que opino de él!
– Eso no importará -repuso Michelle-. No cambiará nada. -Y sin despedirse de Sally se alejó.
Sally la miró irse; luego emprendió el regreso hacia Jeff y las dos niñas. Cuando estuvo a pocos metros de ellos se detuvo y apoyó las manos en las caderas.
– Eso fue mezquino y cruel, Jeff Benson.
– ¡No fue nada de eso! -replicó Jeff con brusquedad-. ¡Dice mi madre que no entiende por que no la encierran! ¡ Está loca!
– ¡No tengo por que seguirte escuchando! Me voy a casa. Vamos, Alison.
Con expresión de enojo, Sally giró sobre sí misma y se dirigió al camino. Después de vacilar un instante, Alison la siguió.
– ¿Vienes, Lisa?
– Quiero bajar a la caleta -gimoteó Lisa.
– Pues ve a la caleta -le contestó Alison -. Yo me voy con Sally.
– ¿Qué importa? -gritó Lisa a las niñas que se marchaban-. ¿Qué importa lo que ustedes hagan? ¿Por qué no van a ver a su amiga, la loca?
Sin hacerle caso, Sally y Alison siguieron alejándose. Cuando vio que no obtendría una reacción de ellas, Lisa se encogió de hombros.
– Ven -dijo a Jeff-. Te juego una carrera por el sendero.
Cojeando penosamente, Michelle subió los escalones delanteros y cruzó la galería. Abrió la puerta, penetró en la casa y permaneció un momento inmóvil, escuchando.
No se oía ruido alguno, salvo el suave tic-tac del reloj en la sala.
– ¿Mamá?
Al no obtener respuesta, Michelle empezó a subir la escalera. En su cuarto estaría a salvo.
A salvo de las terribles palabras de Jeff Benson.
A salvo de sus acusaciones.
A salvo de las sospechas que sentía en torno de ella.
Por eso su madre no había querido que fuera esa mañana con su padre.
Su madre creía lo mismo que creía Jeff Benson.
Pero no era cierto… ella sabía que no era cierto.
Entró en su pieza, cerró la puerta y se acercó a la ventana. Levantó su muñeca y la acunó en sus brazos.
– ¿Amanda? Por favor, Amnda dime que está pasando. ¿Por qué todos me odian?
– Están diciendo mentiras sobre ti -le susurró la voz de Amanda-. Quieren llevarte lejos, por eso dicen mentiras acerca de ti.
– ¿Llevarme lejos? ¿Por qué quieren llevarme lejos?
– A causa mía.
– No… no comprendo.
– A causa mía -repitió Amanda-. Ellos siempre me odian. No quieren que tenga ningún amigo. Pero tu eres mi amiga. Por eso ahora te odian también. Y te llevarán lejos.
– No me importa -repuso Michelle-. Esto ya no me gusta. Quiero irme lejos.
Michelle ya podía ver a Amanda. Estaba a corta distancia de ella, y sus ojos pálidos y relucientes a la luz gris del día nublado, parecían penetrar en Michelle.
– Pero si dejas que te lleven lejos -oyó decir a Amanda-, ya no podremos ser amigas.
– Tú también puedes venir -sugirió Michelle-. Si me llevan lejos, puedes venir conmigo.
– ¡No! -De pronto la voz de Amanda fue brusca y Michelle retrocedió instintivamente, apretando la muñeca contra su pecho. Amanda se acercó a ella con una mano extendida.- No puedo ir contigo. Tengo que quedarme aquí -agregó tomando la mano de Michelle-. Quédate conmigo, Michelle. Quédate conmigo y obligaremos a todos a que dejen de odiarnos.
– ¡No quiero hacerlo! -protestó Michelle-. No sé qué quieres tú. Siempre prometes ayudarme, pero siempre ocurre algo. Y me culpan a mí por eso. ¡Es culpa tuya, pero me culpan a mí! ¡No es justo! ¿Por qué iban a culparme, cuando eres tú?
– Porque somos lo mismo -respondió Amanda con voz queda-. ¿No entiendes eso? Somos exactamente lo mismo.
– Pero yo no quiero ser como tú -replicó Michelle-. Quiero ser como yo. Quiero ser como solía ser antes de que tú vinieras.
– No digas eso -siseó Amanda. Su rostro, ahora furioso, estaba retorcido en una expresión de odio.- Si vuelves a decir eso, te mataré. -Hizo una pausa mientras sus ojos lechosos parecían brillar con luz propia-. Puedo hacerlo. Tú sabes que puedo -dijo con suavidad.
Aterrorizada, Michelle se apartó de la figura ataviada de negro. Quería huir, pero sabía que no era posible. Sabía que Amanda le estaba diciendo la verdad.
Si no hacía lo que Amanda quería que hiciera, ésta la mataría.
– Está bien -dijo-. ¿Qué quieres que haga?
Cuando pronunció estas palabras, la cólera pareció extinguirse en el rostro de Amanda, que sonrió diciendo:
– Llévame al risco. Quiero ir al risco, allá junto al cementerio. -Volvió a tomar la mano de Michelle para conducirla fuera de la habitación.- Esta es la última vez -agregó con suavidad-. Después de esto, todo habrá terminado y ya no se volverán a reír de mí.
Michelle no estaba segura a qué se refería Amanda, pero no importaba, solo sabía que aquello casi había terminado.
"Esta es la última vez", había dicho Amanda.
Tal vez las cosas fueran a estar bien, después de todo. Tal vez después de que ella hiciera lo que Amanda quería, las cosas iban a estar bien.
Saliendo de la casa, echó a andar lentamente hacia el cementerio.
June Pendleton permanecía muy quieta, contemplando fijamente la tela que estaba sobre su caballete.
Corno había llegado allí, no lo sabía.
Sin embargo allí estaba, aterrorizándola. Largo rato la había estado contemplando… era como si aquel cuadro la hubiera atrapado en quién sabe qué estado hipnótico.
Era el mismo cuadro que ella había encontrado en el armario.
Solo que ahora estaba terminado.
Lo contemplaba con absoluto horror, incapaz de captarlo totalmente.
El boceto era ahora una pintura completa.
Había dos personas, un hombre y una mujer.
La cara del hombre seguía oculta a la vista. Pero la cara de la mujer, no.
Era una cara hermosa, con pómulos altos, labios gruesos y frente despejada. Los ojos, verdes y brillantes, tenían forma de almendra y parecían reír.
El cuadro habría sido bello, salvo por dos cosas.
La mujer sangraba.
De su pecho y de su garganta brotaba sangre a raudales, que se derramaba por su cuerpo, goteando en el suelo. En contraste con la serena expresión del rostro, la sangre tenía una cualidad grotesca. Era casi como si la mujer no supiera que se estaba muriendo.
Y garabateado sobre el cuadro, en el mismo color carmesí de la sangre que brotaba de la mujer moribunda, había una sola palabra: ¡Prostituta!
A June le resultaba difícil mirar nada en el cuadro, salvo la cara de la mujer, pero mientras la observaba, tratando de desentrañarla, empezó a darse cuenta de que el trasfondo del cuadro, le resultaba conocido.
Era el estudio.
Allí estaban las ventanas, y más allá el océano. Las dos figuras se hallaban sobre un diván. June cruzó lentamente el estudio, hasta que su perspectiva de las ventanas y del mar fue la misma que se veía en la tela.
Miró en derredor, tratando de ubicar al diván del cuadro. Había estado un poco a la izquierda, separado de la pared, más o menos un metro y medio.
Comprendió dónde había estado antes de mirar en realidad.
La mancha.
La antigua mancha que ella había procurado limpiar con tanto empeño.
Se obligó a mirar el sitio.
– ¡No! -Gritó esta palabra; después la volvió a gritar.- iDios santo, no! ¡Esto no está ocurriendo!
En el suelo, sin que se viera desde dónde, se estaba extendiendo una mancha. June se quedó paralizada, sin poder apartar los ojos de este sitio.
Sí, era sangre.
– ¡No! -Emitió una vez más esta palabra; luego recurriendo a toda su fuerza de voluntad, huyó del estudio.
Acostada en su cuna, Jennifer, olvidada por su madre, empezó a llorar, suavemente al principio, después más fuerte.
En la clínica, Josiah Carson y Cal Pendleton permanecían silenciosos en su consultorio, aguardando que el neuro-cirujano terminara su autopsia.
En el instante en que murió Billy Evans, Cal se había tomado la responsabilidad de su muerte.
– Yo lo moví. Debí haber esperado.
– Tuvo que moverlo -le contestó Josiah-. Llegó demasiado tarde, nada más. Si tan solo hubiera llegado antes a su lado… -Carson dejó que su voz se apagara permitiendo que las palabras penetraran en el hombre aturdido que tenía adelante, seguro de que Pendleton estaba recordando el pánico que lo había dominado el día anterior. Entonces, ya seguro de que Cal lo entendía, agregó en tono consolador:- Cuando usted llegó a su lado, el daño ya estaba hecho. En realidad no es culpa suya, Cal.
Antes de que Cal pudiera responder, sonó el teléfono. Al atender, Carson reconoció la voz de June Pendleton, supo que estaba llorando.
Algo había ocurrido.
Sollozaba, casi incoherente, pero Josiah comprendió que quería que ellos fueran inmediatamente a la casa.
– Cálmese, June -le dijo-. Cal está aquí mismo, conmigo. Estaremos allí lo antes posible. -Tras una pausa agregó:- June, ¿hay alguien lastimado?
Escuchó un momento, luego le indicó quedarse donde estaba. Mientras volvía a poner el auricular en la horquilla, Cal lo miró con fijeza.
– ¿Qué pasó? Josiah, ¿qué pasó?
– No estoy seguro -replicó Carson-. June quiere que vayamos a su casa enseguida. No hay nadie lastimado, pero algo ocurre. Venga.
Se puso de pie, pero Cal vaciló.
– ¿Y qué hay de…?
– ¿Billy? Ya está muerto, Cal. Nada podemos hacer por él. Vamos.
– ¿No explicó ella qué pasaba? -preguntó Pendleton mientras tomaba su chaqueta.
Sin hacer caso de la pregunta, Carson condujo a Cal fuera de la oficina.
Cuando salían de la clínica, Josiah Carson comprendió qué estaba ocurriendo. Todo estaba a punto de concluir. No sabía cómo, pero estaba seguro. June Pendleton había descubierto algo.
Algo que lo explicaría todo.
O lo empeoraría.
June acababa de colgar el teléfono y se preguntaba qué hacer luego, cuando de pronto empezó a sonar. "No viene", pensó. "Es Cal y no viene. Me dirá que está ocupado y que no puede venir. ¿Qué voy a hacer?"
Levantó el auricular.
– ¿Cal?
– ¿June? Habla Corinne Hatcher.
– Oh… -la voz de June titubeó-. Lo lamento. Recién estuve hablando con Cal. Pensé… pensé que tal vez me estaría llamando nuevamente.
– No la demoraré mucho. Oiga, quizás esto suene a locura, pero ¿ha visto usted hoy a Lisa Hartwick? Estoy con Tim y la estamos buscando. Ella y unos amigos suyos… bueno, parece una tontería, pero fueron a buscar fantasmas.
June no había oído nada, salvo que Corinne estaba con Tim Hartwick.
– Corinne ¿pueden venir aquí, usted y Tim?-preguntó, tratando de mantener un tono calmado, razonable-. Algo extraño ha sucedido.
La maestra guardó silencio un momento. Luego repitió:
– ¿Extraño? ¿A qué se refiere?
– Ni siquiera puedo empezar a describirlo -respondió June-. Vengan, por favor.
En su voz había un matiz de pánico que hizo responder a Corinne:
– En seguida estaremos allí.
Sally Carstairs y Alison Adams cruzaron la calle y se encaminaron hacia la escuela, pensando tomar un atajo hasta la casa de Sally, del otro lado.
– No habríamos debido dejar a Lisa -estaba diciendo Sally-. Cuando lo sepa mamá, se enojará.
– No hay nada que pudiéramos haber hecho para evitarlo -replicó Alison-. Lisa es así… siempre hace lo que se le ocurre. Si tú también quieres hacerlo, perfecto, pero si no, ¡lástima!
– Creí que la estimabas.
Alison se encogió de hombros al responder:
– Creo que es buena persona. Solamente que está consentida.
Caminaron un momento en silencio; luego algo se le ocurrió a Alison.
– Pensé que eras su amiga.
– ¿De quién?
– De Michelle. Antes de que quedara lisiada, quiero decir.
– Lo era -respondió Sally, recordando cómo había sido Michelle apenas unas pocas semanas atrás-. Era gentil. Probablemente habría sido mi mejor amiga. Pero desde que se cayó ha permanecido más o menos sola.
– ¿Crees que está loca?
– Por supuesto que no -respondió Sally -. Solo que… bueno, ahora es diferente, nada más.
Repentinamente, Alison se detuvo. Su rostro se puso pálido.
– ¡Sally! -exclamó con voz ahogada -. ¡Mira!
Estaban cerca de los columpios, y Sally vio enseguida lo que señalaba Alison.
El cuerpo de Annie Whitmore yacía retorcido en tierra, con una pierna todavía enganchada en el asiento del columpio.
Las palabras de Jeff Benson resonaron fuertemente en los oídos de Sally.
¿A quién mataste hoy?
Retordó la semana anterior, cuando Michelle había estado jugando con Annie Whitmore,
¿A quién mataste hoy?
Recordó a Michelle que venía por el camino, desde el poblado.
¿A quién mataste hoy?
Tomando la mano de Alison, Sally Carstairs echó a correr cruzando el campo de juego… corriendo a casa, corriendo a contar a su madre lo que había sucedido.
Lentamente caminaba Michelle por el sendero en lo alto del risco. Una lluvia ligera empezaba a caer, y el horizonte, vago contra el cielo gris acero, se esfumaba. Pero Michelle, escuchando los murmullos de Amanda, no pensaba en el día.
– Más lejos -decía Amanda-. Fue un poco más lejos.
Dieron algunos pasos más; luego Amanda se detuvo, con la frente arrugada, la expresión indecisa.
– No está bien. Todo está cambiado. -Después agregó:- Por allí.
Llevó a Michelle unos metros más al norte- y se detuvo cerca de una roca grande que se alzaba en precario equilibrio sobre la playa.
– Aquí -musitó Amanda-. Aquí mismo fue…
Desde arriba, Michelle contempló la playa. Se encontraban directamente encima del lugar donde, apenas un mes y medio atrás, ella había merendado con sus amigos. Al menos, habían sido sus amigos en esa época.
Ahora la playa se encontraba desierta; la marea estaba lejos y las rocas, alisadas por el fluir de las aguas durante siglos, yacían expuestas al amenazante atardecer.
– Mira -susurró Amanda.
Señalaba la lejana orilla de la playa, donde el mar, al retirarse, había dejado al descubierto los charcos de marea. Michelle pudo distinguir dos figuras, que la lluvia enturbiaba.
En seguida reconoció a una de ellas: Jeff Benson. Y la otra… ¿Quién era la otra? Pero de pronto supo que no importaba.
Jeff era el buscado.
Era a Jeff a quien Amanda quería.
¿A quién mataste hoy?
Las palabras de Jeff resonaron en sus oídos. Y Michelle supo que Amanda también las escuchaba.
– Vendrá por aquí -ronroneó Amanda-. Cuando entre la marea, vendrá por aquí. Y entonces…
Su voz se apagó, pero una sonrisa le arrugó la cara. Mantuvo una mano sobre el brazo de Michelle, pero extendió la otra y tocó la roca.
June estaba todavía sentada junto al teléfono cuando llegaron Cal y Josiah Carson. Los oyó entrar por la puerta principal, oyó que Cal la llamaba.
– Aquí -respondió ella-. Estoy aquí.
Su voz era apagada y estaba pálida.
Cal se le acercó y se arrodilló junto al sillón.
– June, ¿qué pasa?
– El estudio… está en el estudio.
– ¿Qué cosa? ¿Ha sucedido algo? ¿Dónde están las niñas?
June lo miró con expresión perpleja.
– ¿Las niñas? -repitió. Entonces se dio cuenta-. ¡Jenny! Dios mío, ¡dejé a Jenny en el estudio!
Disipado ya su letargo, se incorporó, pero presa del vértigo, volvió a desplomarse en el sillón.
– No puedo, Cal. No puedo ir allá. Ve, por favor, y que te acompañe el doctor Carson. Trae contigo a Jenny.
– ¿Que no puedes ir allá? -inquirió Cal con expresión que reflejaba desconcierto -. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
– Lo sabrás. Simplemente anda y mira. Entonces verás -insistió June. Los dos hombres iban a salir de la habitación cuando ella los detuvo.
– Cal… el cuadro… el cuadro que está en el caballete no lo pinté yo.
Cal y Josiah se miraron sin comprender, pero como June no dijo nada más, se encaminaron hacia el estudio.
Antes de llegar, oyeron el llanto de Jenny. Cal echó a correr. Se precipitó adentro, miró apresuradamente en torno, pero no hizo caso de nada, salvo su hija. Alzando en sus brazos a la pequeña, que berreaba, la acunó contra su pecho mientras canturreaba:
– Todo está bien, princesa. Llegó papá y todo estará perfecto.
La meció suavemente un rato, hasta que sus berridos cesaron. Solo entonces miró el cuadro que estaba en el caballete, el cuadro que June tanto había insistido en decir que no había pintado ella.
Lo contempló fijamente, con la frente un poco arrugada. Al principio no le encontró sentido. Y luego comprendió lo que era… una mujer que moría mientras hacía el amor, en cuya expresión se mezclaban el éxtasis y otra cosa. Pero ¿qué era?
– No lo entiendo… -empezó a decir en tono perplejo e indeciso.
Pero entonces vio la expresión de Josiah Carson y las palabras se extinguieron en su garganta. Mientras Carson observaba fijamente el cuadro, en su rostro aparecía lentamente una expresión comprensiva.
– De modo que así fue -susurró-. Eso fue lo que ocurrió.
Cal fijó la mirada en el anciano doctor.
– Joe, ¿qué pasa? ¿Se siente usted bien?
Dio un paso hacia Carson, pero el anciano lo apartó con un ademán, diciendo:
– Ella lo hizo. Finalmente Amanda vio a su madre y la mató. Cien años más tarde la mató. Ahora será libre. Ahora todos seremos libres. -Se volvió hacia Cal, diciendo con voz queda-. Fue justo que viniera usted aquí. Nos lo debía. Mató a Alan Hanley, por eso nos lo debía.
Desesperado, Cal miró a Josiah, luego al cuadro, después a Josiah de nuevo.
– ¿De qué demonios está usted hablando? -vociferó-. ¿Qué está pasando aquí? ¿De qué se trata?
– El cuadro -respondió Carson con suavidad-. Todo está en el cuadro. Esa mujer es Louise Carson.
– No… no comprendo…
– Procuro explicárselo, Cal -continuó Carson. Su tono era razonable, pero en sus ojos brillaba un extraño resplandor.- Esa mujer es Louise Carson. Está sepultada en el cementerio. Dios mío, Cal, June empezó a sentir dolores sobre su tumba… ¿acaso no lo recuerda?
– Pero es imposible -objetó Cal-. ¿Cómo iba a saber June…?
Entonces recordó.
"Yo no lo pinté"…
Cal se acercó más al cuadro para examinarlo cuidadosamente. La pintura era fresca, apenas seca. Se apartó otra vez. Solo entonces advirtió que la escena del cuadro era el estudio. Eso le causó una sensación escalofriante. Su mirada se apartó de la tela para recorrer la habitación.
Detrás de si, percibía vagamente a Josiah Carson que murmuraba de manera confusa.
– Ella está aquí -susurraba Carson-. ¿No lo entiende, Cal? Es Amanda. Está usando a Michelle. Está aquí. ¿No lo siente usted? ¡ Ella está aquí!
Entonces comenzó a reír; suavemente al principio, luego cada vez más fuerte, hasta que Cal ya no lo pudo soportar.
– ¡Basta! -gritó.
Fue como si hubiera roto un hechizo. Carson se estremeció, después volvió a mirar el cuadro. Con una peculiar expresión triunfante en el rostro, se dirigió a la puerta diciendo:
– Venga. Mejor será que volvamos a casa. Tengo la sensación de que las cosas apenas han empezado.
Pendleton se disponía a seguirlo cuando vio la mancha en el suelo.
– Jesús -susurró entonces.
Estaba tal como había estado el día en que ellos llegaron. De un color pardo rojizo, espesa, cubierta de polvo, casi inidentificable. Pero se la había limpiado. Lo recordaba con claridad, recordaba a June, de rodillas en el suelo, desmenuzándola. Y ahora allí estaba otra vez. De nuevo miró el cuadro. La sangre chorreaba del pecho herido de Louise Carson, brotaba a raudales de su garganta abierta…
Era como si de algún modo el pasado, tan claramente pintado en la tela, estuviese otra vez vivo en el estudio.
Tim Hartwick y Corinne Hatcher llegaron cuando Cal y Josiah Carson regresaban a la casa. June, todavía pálida, no se había movido de su sillón en la sala de recibo. El grupo se congregó alrededor de ella.
– ¿Lo viste? -preguntó June a Cal, quien asintió-. Yo no lo pinté -repitió June.
– ¿De dónde salió?
– Del armario -respondió June inexpresivamente-. Lo encontré en el armario hace cosa de una semana. Entonces… entonces era solo un boceto. Pero hoy, cuando entré allí, lo vi sobre el caballete.
– ¿Qué cosa? -interrumpió Hartwick-. ¿A qué se refiere usted?
– A un cuadro -respondió June con suavidad-. Está en el estudio. Más vale que vayan a verlo… es lo que yo quería que vieran.
Confundidos, Tim y Corinne iban a salir del cuarto cuando se detuvieron al sonar el teléfono. Aunque era la que más cerca estaba del teléfono, June no intentó responder al llamado; fue Cal quien lo hizo por último.
– Hola…
– ¿Doctor Pendleton? -preguntó una voz temblorosa.
– Sí.
– Habla Bertha Carstairs. Quisiera… quisiera saber si está con usted Joe Carson.
– Sí, aquí está -respondió Cal arrugando un poco la frente mientras miraba a Carson inquisitivamente, esperando casi que rechazara el llamado.
Pero Carson parecía haberse repuesto, como si la extraña escena del estudio nunca hubiese tenido lugar. Tomando el auricular, dijo:
– Habla el doctor Carson.
– Aquí Bertha Carstairs, Joe. Algo terrible ha sucedido. Acaban de entrar Sally y Alison Adams, diciendo que Annie Whitmore está en el campo de juego. Joe… ellas dicen que está muerta. Se encuentra bajo los columpios. Sally dice que parecía haberse caído. Como si fuera un accidente o algo así…
Se le apagó la voz y Carson comprendió que estaba ocultando algo.
– ¿Que más, Bertha? Porque hay algo más, ¿verdad?
Bertlia Carstairs vaciló. Cuando volvió a hablar lo hizo en tono casi de disculpa.
– No estoy segura -declaró con lentitud-. Tal vez no sea importante… tal vez no signifique absolutamente nada… pero, en fin,… -Se interrumpió un segundo; luego sus palabras se oyeron con claridad.- Joe, hoy Sally vio a Michelle Pendleton. Venía por el camino, desde el poblado. Y Sally dijo que la semana pasada Michelle y Annie estuvieron jugando mucho juntas. Y con lo de Susan Peterson y lo de Billy Evans… pues no sé… no me gusta decirlo…
La voz de Bertha se volvió a apagar.
– Entiendo. No se preocupe, Bertha -dijo Carson. Colgó el teléfono y se volvió hacia las cuatro personas que lo observaban.- Se trata de Annie Whitmore. Algo le ha sucedido -anunció.
Les contó lo dicho por Bertha Carstairs sin omitir nada.
– Dios santo -gimió June cuando él hubo terminado-. Ayuda a Michelle. ¡Por favor, ayúdala! -Luego se incorporó de un salto, con los ojos dilatados-. Pero ¿dónde está ella? -exclamó-. Si Sally la vio venir por aquí, debía de estar volviendo a casa. -Con ojos súbitamente enloquecidos, echó a correr hacia el pasillo.- Michelle… ¡Michelle!
La oyeron repetir el nombre de su hija mientras subía la escalera. De pronto hubo un silencio; después la oyeron bajar de nuevo.
– No está aquí. ¡Cal, ella no está aquí!
– No te preocupes -le contestó su esposo-. La encontraremos.
– ¡Lisa! -exclamó Tim con voz apagada. Pero solamente Corinne supo lo que él quiso decir.
– Sally y Alison -declaró ella-. Tío Joe, ¿dijo algo la señora Carstairs respecto de Lisa?
Josiah Carson sacudió la cabeza. Tim echó mano al teléfono mientras preguntaba:
– ¿Cuál es su número? Pronto, ¿cuál es el número de los Carstairs?
Arrebatándole el teléfono, Corinne disco. El teléfono sonó una vez, luego dos veces más antes de que se oyera la voz angustiada de Bertha Carstairs.
– ¿Señora Carstairs? Habla Corinne Hatcher. ¿Qué sabe de Lisa Hartwick? Estaba con Sally y Alison. ¿Volvió junto con ellas?
– Pues no -respondió Bcrtha-. Aguarde un minuto… -Después de un silencio, Bertha volvió al aparato.- Se quedó allá, cerca de la casa de los Benson. Ella y Jeff iban a bajar a la caleta. Ojalá los niños no jugaran allá abajo… las corrientes son tan peligrosas…
Pero Corinne la interrumpió diciendo:
– No se preocupe, estoy en casa de los Pendleton y no dudo de que la encontraremos. -Colgó el teléfono y se volvió hacia Tim-. Está por aquí. Ella y Jeff Benson iban a bajar a la playa.
– Es esa muñeca -gritó de pronto June-. ¡Es esa maldita muñeca! -Todos la miraron extrañados, pero solo Josiah Carson comprendió lo que ella decía.- ¿No se dan cuenta? -continuó ella-. ¡Todo empezó con esa maldita muñeca!
Una vez más June subió la escalera corriendo e irrumpió en el cuarto de Michelle. Miró frenéticamente alrededor, buscando la muñeca.
¡Amanda! Todo era culpa de Amanda.
¡Si tan solo pudiera librarse de la muñeca!
Y entonces la vio, apoyada en el alféizar de la ventana, con sus ojos de vidrio mirando vacuamente hacia el Paso del Diablo. Cruzó la habitación y la levantó. Pero cuando estaba por apartarse de la ventana, un fugaz movimiento atrajo su mirada.
Miró hacia afuera, tratando de ver a través del cristal enturbiado por la lluvia.
Allá en el risco, al norte. Cerca del cementerio.
Era Michelle.
Inmóvil sobre el risco, apoyada contra una roca, mirando hacia la playa.
Pero no estaba apoyándose en la roca.
¿Qué estaba haciendo?
La estaba empujando.
– Oh, no -exclamó June con voz ahogada.
Tomando la muñeca se precipitó fuera del cuarto mientras gritaba:
– Está afuera. ¡Michelle está afuera! Cal, ve a buscarla. ¡Por favor, ve a buscarla!
La niebla se estaba juntando rápidamente en torno a Michelle; la playa había desaparecido. Solo percibía a Amanda, inmóvil junto a ella, tocándola, susurrándole.
– Ya vienen. Puedo verlos, Michelle. ¡Puedo verlos! Se acercan… ya casi han llegado… ¡Ahora! Ayúdame, Michelle. ¡Ayúdame!
Michelle tendió una mano, tocó la roca, que parecía vibrar bajo sus dedos como si estuviera viva.
– Más fuerte -siseó Amanda-. Tenemos que empujarla más fuerte, antes de que sea demasiado tarde.
De nuevo Michelle sintió que la roca se movía; luego la vio balancearse. Quiso apartarse de ella, pero no pudo. La sintió resbalar, sacudirse un poco, después soltarse…
Fue un ruido bajo, que casi se perdió en el estruendo de la marejada, pero Jeff lo oyó y alzó la vista.
Arriba de él.
El ruido había venido desde arriba de él.
Después vio la roca que se precipitaba.
Supo que la roca lo iba a alcanzar, supo que debía moverse rápidamente, saltar al costado… hacia atrás… a cualquier parte. Pero no pudo moverse. Le tembló la boca y se le apretó el estómago. Iba a morir… lo sabía.
Pero estaba paralizado. Tan solo en el último segundo, sus músculos le obedecieron de pronto. Demasiado tarde.
La roca, que tenía un metro y medio de diámetro, lo golpeó. Se encorvó hasta el suelo, sintiendo su peso aplastante, y creyó poder oírla, triturándolo bajo su mole.
Y pudo oír también otra cosa.
Una risa.
Flotó sobre él mientras moría y Jeff se preguntó de dónde venía.
Era un niñita y se estaba riendo de él. Pero, ¿por qué?
¿Qué había hecho él?
Entonces Jeff Benson murió.
También Michelle oyó la risa y supo que era Amanda.
Amanda estaba complacida con ella y eso la ponía contenta. Pero no estaba segura de por qué Amanda estaba complacida.
La niebla empezó a despejarse y Michelle miró abajo.
Podía ver de nuevo la playa.
Había una niña en la playa, inmóvil, contemplando fijamente la roca caída.
Michelle comprendió que podía haberla alcanzado a ella. Pero no había sido así.
Entonces, ¿por qué gritaba la niña?
Era la roca. Algo sobresalía de la roca. Pero, ¿que era?
Los últimos rastros de la niebla flotaron, alejándose; Michelle pudo ver con claridad. Era una pierna. La pierna de alguien sobresalía bajo la roca.
Y Amanda se estaba riendo. Amanda reía y le decía algo. Escuchó con atención, procurando oír las palabras de Amanda.
– Hecho está -decía Amanda-. Hecho está ya todo, y ahora puedo irme. Adiós, Michelle.
Una vez más rió dichosa, y después, el sonido de su voz se apagó en la distancia.
Ahora se oían otras voces. Voces que llamaban a Michelle, que le gritaban.
Se dio vuelta. Algunas personas corrían hacia ella.
Pronunciaban su nombre.
Michelle sabía qué querían de ella.
Querían atraparla, castigarla, enviarlalejos de allí.
Pero ella no había hecho nada. Era Amanda quien lo hizo. Ella no había hecho más que obedecer a Amanda. ¿Cómo podían culparla? Pero lo harían… ella sabía que lo harían.
Era como en su sueño.
Tenía que escapar de ellos. No podía dejar que la atraparan.
Echó a correr, demorada por su pierna coja. La cadera le palpitaba de dolor, pero procuró no hacerle caso.
Las voces se acercaban a ella… la estaban alcanzando. Se detuvo, tal como había hecho en su sueño, y miró atrás.
Reconoció a su padre y al doctor Carson. Estaba también su maestra, la señorita Hatcher. Y ese otro hombre… ¿quién era? Ah, sí, el señor Hartwick. ¿Porqué la perseguía? Ella había pensado que era su amigo. Pero no lo era, ahora sabía eso. Había estado tratando de engañarla. También él la odiaba.
Amanda. Solo Amanda era su amiga.
Pero Amanda se había ido.
¿Adonde?
No lo sabía.
Lo único que sabía era que debía escapar y que no podía correr.
Pero en su sueño había logrado huir. Desesperadamente procuró recordar qué había hecho en su sueño.
Había caído.
Eso era. Había caído, igual que Susan Peterson, Billy Evans y Annie Whitmore.
Y como Jeff Benson, caído bajo la roca.
Esa era la respuesta.
Caería y Amanda se haría cargo de ella.
Mientras las voces la rodeaban, le gritaban, Michelle Pendleton puso un pie fuera del risco.
Pero Amanda no acudió para hacerse cargo de ella. En el instante anterior a su caída en las rocas, lo supo.
Amanda no volvería jamás. Las rocas se extendieron hacia ella, tal como en el sueño. Solo que esta vez ella no gritó.
Esta vez Michelle se abandonó al abrazo de las rocas.
En la sala de recibo de la casa de los Pendleton reinaba el silencio, pero éste no ofrecía paz alguna a las cuatro personas que se hallaban rígidamente sentadas en torno a la chimenea. June parecía casi impasible, con los ojos fijos en el fuego que había encendido más temprano, que había encendido tan solo para quemar la muñeca. La había quemado, sí, y luego, como por un tácito consentimiento, el fuego había sido mantenido encendido.
Aún no sabían qué había ocurrido.
Josiah Carson se había ido a su casa, negándose a revelar a ninguno de ellos a qué se había referido en el estudio. Cal había tratado de repetir los confusos bisbiseos de Josiah, pero al parecer no tenían sentido. Finalmente, en algún momento de la tarde, Tim había ido al estudio, había contemplado largo rato la extraña pintura; después empezó a buscar, sin saber exactamente qué estaba buscando, pero sabiendo que allí, en alguna parte, debía haber algo… algo que les diera una respuesta.
Había encontrado los bocetos y los había llevado a la casa. Ellos los habían estudiado y habían visto con sus propios ojos cómo había muerto Susan Peterson y como había muerto Billy Evans.
Y cada uno de ellos, en uno u otro momento, había ido al estudio para mirar el cuadro cubierto de trazos carmesí que aún estaba apoyado en el caballete, como un misterioso eslabón con un pasado que ellos no comprendían.
Fue Corinne la primera en advertir la sombra. Era confusa, casi perdida en la vivida violencia del cuadro, pero cuando ella la señaló, todos la vieron.
Desde un rincón del cuadro aparecía una sombra que se proyectaba sobre el suelo hacia la moribunda Louise Carson.
Era en realidad una silueta. La silueta de una niña ataviada con un anticuado vestido y un gorro. Tenía un brazo levantado y en su mano parecía haber cierto objeto.
Para cada uno de ellos fue claro que el objeto que la niña tenía en la mano era un cuchillo.
Todos ellos sabían que Michelle había hecho los bocetos y el cuadro. Tim Hartwick insistía en que era la expresión del lado oscuro de su personalidad.
Debía de haber visto en alguna parte un retrato de Louise Carson cuya imagen había quedado en su mente. Y luego, cuando empezó a inventar a "Amanda'', había empezado a entretejer los cuentos de Paradise Point, la leyenda de esa otra Amanda, muerta tanto tiempo atrás. Para ella el fantasma había sido verdaderamente real. Aunque solo existió en su propia mente, había sido real.
A Lisa Hartwick se le administró un sedante y se la acostó. Cuando despertó se sintió confusa, después recordó dónde estaba.
Estaba en la cama de Michelle Pendleton, en la casa de Michelle Pendleton.
Bajando de la cama se acercó a la.puerta. Escuchó y oyó sonidos de voces que murmuraban abajo. Abrió la puerta y llamó a su padre.
– ¿Papá?
Un instante más tarde apareció Tim al pie de la escalera.
– No puedo dormir -se quejó Lisa.
– Bueno, no te preocupes. De todos modos, pronto nos iremos a casa.
– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Lisa-. No me gusta estar aquí.
– Enseguida, linda -prometió Tim-. Vístete, entonces nos iremos.
Lisa volvió al dormitorio y empezó a vestirse. Sabía de qué estaban hablando abajo. Estaban hablando de Michelle Pendleton.
También Lisa quería hablar de ella y contar a todos lo que había visto en la playa.
Pero temía hacerlo.
Estaba segura de que si se los decía, ellos creerían que también ella estaba loca.
Mientras bajaba la escalera decidió que jamás les contaría lo que había visto. Además, tal vez no lo hubiera visto en realidad.
Tal vez en realidad no había habido nadie allá arriba, con Michelle. Tal vez lo que ella había visto no había sido una niñita de vestido negro, con un gorro.
Tal vez había sido tan solo una sombra.