El sol de agosto brillaba luminoso cuando los Pendleton llegaron a Paradise Point, y mientras lentamente cruzaban en auto la población, todos los Pendleton se encontraron mirándola con nuevos ojos. Antes siempre había sido simplemente un lugar notablemente lindo. Ahora era su hogar, y June Pendleton, cuyos luminosos ojos azules resplandecían de anhelo, se encontró de pronto más interesada en la ubicación del supermercado y de la droguería que en las fachadas cuidadosamente restauradas de la hostería y las galerías que rodeaban la plaza.
Paradise Point había sido correctamente bautizado; al visitante casual le parecía que su medio circundante era su principal razón de ser. La población andaba en lo alto, sobre el Atlántico, encaramada sobre el brazo norte de unos afloramientos gemelos de tierra que protegían una pequeña caleta. Demasiado pequeña para servir como algo más que un fondeadero temporario para embarcaciones de tamaño reducido, la caleta permanecía casi oculta desde el mar. Los brazos que la custodiaban tenían una cualidad egoísta: abarcaban la caleta, apretándola contra el bosque circundante, dejando solamente una angosta laguna de aguas embravecidas como andarivel hacia el océano. La población actual había mirado desde lo alto la caleta y el mar durante casi doscientos años, y por anuencia común de todos los que allí vivían, siguió siendo una aldea. No había ninguna industria digna de mención, ni flotilla pesquera: solamente un puñado de predios arrancados a los bosques interiores. Sin embargo, Paradise Point sobrevivía, sustentándose con los misteriosos recursos de las poblaciones diminutas en todas partes, con su modesta producción de servicios, sobreviviendo, en gran parte, gracias a los veraneantes que afluían todos los años para gozar de su belleza y "escapar de todo aquello". Dispersos por todo el pueblo había algunos artistas y artesanos, que se mantenían con la venta de una serie de colchas, mocasines, cerámicas, esculturas y pinturas que iban saliendo de Paradise Point en los asientos traseros y baúles de quienes no eran lo bastante afortunados como para vivir allí.
El doctor Calvin Pendleton y su esposa estaban por volverse parte de Paradise Point, y se consideraban por eso muy afortunados. Igual su hija, Michelle.
Aunque jamás habían planeado mudarse a Paradise Point. A decir verdad, hasta pocos meses antes de su llegada, no se le había ocurrido a nadie de la familia que pudieran vivir en otra parte que Boston. Para los Pendleton, Paradise Point había sido un hermoso lugar adonde ir por una tarde, apenas un par de horas al noreste de la ciudad, un lugar donde Cal podría estar tranquilo, June podía pintar y Michelle podía entretenerse con el bosque y la costa del mar. Después, al finalizar el día, podrían regresar en auto a Boston y a sus ordenadas vidas.
Salvo que sus vidas no habían seguido siendo ordenadas.
Ahora, cuando Cal doblaba a la derecha para salir de la playa e iniciar la ruta que los llevaría fuera de la aldea y bordeando la caleta hacia su nuevo hogar, vio que varias personas miraban con fijeza el coche, de pronto sonreían y luego saludaban con ademanes.
– Parece que nos esperan -comentó.
En el asiento contiguo al suyo, June se movió pesadamente. Estaba en las últimas semanas del embarazo y le parecía que jamás iba a terminar.
– Se acabó la impersonalidad de la ciudad grande -replicó-. Supongo que el doctor Garson tiene el furgón de bienvenida ya preparado para recibirme.
– ¿Qué es un furgón de bienvenida? -preguntó Michelle desde el asiento de atrás.
A los doce años, Michelle presentaba un marcado contraste con sus padres, que eran ambos rubios de ojos azules, con rasgos de belleza nórdica. Michelle era precisamente lo contrario. Era morena, de cabello casi negro, y sus profundos ojos pardos tenían una ligera inclinación que le daba aspecto de pilluelo. Estaba inclinada hacia adelante, con los brazos apoyados en el asiento delantero, su reluciente cabello cayéndole en cascada sobre los hombros, devorando con los ojos cada detalle de Paradise Point. Era todo tan distinto de Boston y, pensaba ella, todo perfectamente maravilloso.
June se movió para mirar a su hija, pero el esfuerzo fue excesivo para su dilatado cuerpo. Mientras se hundía de nuevo en su asiento, reflexionó que, de cualquier manera, podía ser difícil explicar la vieja costumbre aldeana de los furgones de bienvenida a una niña de ciudad de doce años. En cambio, cuando pasaban frente a la escuela de Paradise Point, tocó la mano de su hija, preguntándole:
– ¿No se parece mucho a Harrison, verdad?
Michelle contempló fijamente el pequeño edificio de tablas blancas, rodeado por un herboso campo de juego; luego sonrió ampliamente, mientras su cara de diablillo reflejad placer por lo que veía.
– Siempre creí que empedraban automáticamente el campo de juego -dijo-. Y mira, árboles. ¡Realmente es posible sentarse bajo los árboles mientras se come la merienda!
Dos manzanas más allá de la escuela, Cal desaceleró el automóvil hasta casi detenerlo.
– ¿Te parece que debiera detenerme y hablar con Carson? -preguntó pensativo.
– ¿Esa es la clínica? -inquirió Michelle. Su voz reveló que no le parecía gran cosa.
– Comparada con la Clínica General de Boston no es mucho, ¿verdad? -dijo Cal. Luego con voz apenas audible, agregó-: Pero quizás sea mi lugar adecuado.
June miró a su esposo con rapidez; luego se estiró para apretarle la mano.
– Es lo adecuado -le aseguró.
El automóvil se detuvo del todo y los tres Pendleton miraron el edificio de una sola planta, no mayor que una casa pequeña, que albergaba a la clínica de Paradise Point. En el despintado cartel de adelante, apenas si pudieron leer el nombre de Josiah Carson, pero el nombre del mismo Cal resaltaba con claridad en letras negras recién pintadas.
– Tal vez simplemente me asome para avisarle que llegamos bien -sugirió Cal. Estaba por bajar del coche cuando la voz de June lo detuvo.
– ¿No puedes ir más tarde? El camión ya está en la casa y hay tanto por hacer. El doctor Carson no esperará que vayas hoy.
"Tiene razón", se dijo Cal, aunque sintió una punzada de culpa. Debía tanto a Carson. Pero de todos modos, el día siguiente sería lo bastante pronto. Cerró la portezuela y puso en marcha el automóvil.
Un momento más tarde la clínica desapareció de la vista, la aldea quedó repentinamente detrás de ellos y estaban en el camino paralelo a la caleta.
June se permitió tranquilizarse. Ese día, al menos, no tendría que ver al anciano doctor que de pronto se había convertido en una fuerza tan determinante en su vida, una fuerza que no le gustaba y en la cual no confiaba. Había crecido un vínculo entre su marido y Josiah Carson, que parecía volverse más sólido cada día. Habría querido entenderlo mejor… lo único que sabía, en realidad, era que se relacionaba con aquel muchacho.
Aquel muchacho que había muerto,
Resueltamente, dejó de pensar en eso. Por el momento se concentraría en Paradise Point.
Era un lindo paseo, con profundos bosques del lado interior, y una estrecha extensión de hierbas y heléchos separando el camino de la cresta de los riscos que se extendían vertiginosamente a la diminuta bahía de abajo.
– ¿Esa es nuestra casa? -preguntó Michelle.
En silueta contra el horizonte, una casa resaltaba vividamente del paisaje, con el contorno de su buhardilla y su galería alta como grabada sobre el cielo azul.
– Esa es -replicó June-. ¿Qué te parece?
– Desde aquí se la ve magnífica. Pero, ¿cómo es por dentro?
– Más o menos igual que por fuera -intervino Cal, riendo entre dientes-. Te encantará.
Mientras se acercaban a la casa que iba a ser el nuevo hogar de ellos, Michelle dejó que sus ojos se pasearan por el paisaje. Era hermoso, pero extraño en cierto modo. Le resultaba difícil imaginarse viviendo realmente con tanto espacio. Y los vecinos… en vez de estar del otro lado de la pared, iban a estar a casi medio kilómetro de distancia. Y además, advirtió entusiasmada, con un cementerio en el medio. Un camposanto de veras, a la antigua, ruinoso. Cuando el automóvil pasaba frente al cementerio, Michelle se lo señaló a su madre. June lo miró con interés, luego preguntó a Cal si sabía algo a su respecto. El se encogió de hombros.
– Josiah me dijo que es el viejo solar de su familia, pero que ya no lo usan más. O bien, supongo, él no se propone usarlo. Dice que lo van a sepultar en Florida y que le importa un cuerno si nunca vuelve a ver Paradise Point.
June lanzó una carcajada.
– Esto es lo que dice ahora. Pero espera a que llegue allá. Te apuesto un níquel a que se vuelve aquí corriendo.
– ¿Y tratará de comprarme otra vez la clientela? ¿Y la casa? No, me parece que realmente ansia alejarse de aquí. -Hizo una pausa, luego agregó-: Creo que este accidente lo conmovió más de lo que deja ver.
De pronto la voz de June dejó de ser risueña.
– Nos conmovió a todos, ¿o no? -dijo con voz queda-. Y ni siquiera conocíamos a ese muchacho. Pero aquí estamos. Es raro, ¿verdad?
Cal no respondió nada.
El nuevo hogar de ellos… el antiguo hogar de Josiah Carson.
Su nueva vida… la antigua vida de Josiah Carson.
¿Quién, se preguntó Cal en silencio, estaba huyendo de qué?
Cuando el automóvil se detuvo por fin frente a la casa, Michelle bajó de un salto y observó arrobada su ornato Victoriano, sin hacer caso de la pintura descascarada y la gastada carpintería, que daban a la casa un aspecto curiosamente siniestro.
– Parece un sueño -susurró-. ¿Realmente vamos a vivir en esto?
De pie junto a su hija, Cal le rodeó los hombros con un brazo y la apretó afectuosamente.
– ¿Te gusta, princesa?
– ¿Gustarme? ¿Cómo podría no gustarle a alguien? Parece algo salido de un libro de cuentos.
– Querrás decir que parece algo salido de un dibujo de Charles Adams -dijo June, saliendo por su lado del automóvil. Miró con atención el alto tejado de la casa de tres pisos y sacudió la cabeza-. Sigo teniendo la sensación de que allá arriba debe de haber murciélagos.
Michelle miró ceñuda a su madre.
– Si no te agrada, ¿por qué la compramos?
¿-No dije que no me agradara -se apresuró a agregar June-. A decir verdad, me encanta. Pero debes admitir que no se parece nada a un condominio en Boston. -Se interrumpió un momento y luego-: Espero que hayamos hecho lo correcto.
– Claro que sí -dijo Michelle-. Sé que lo hicimos.
Y dejando a sus padres de pie junto al auto, subió de un brinco al pórtico y desapareció por la puerta principal. Cal tendió una mano para tomar la de su esposa.
– Todo irá bien -dijo; era la primera vez que alguno de ellos reconocía los temores que habían compartido acerca de la mudanza-. Bueno, vamos a dar una ojeada.
Habían comprado la casa amueblada, y después de muy poca discusión, habían decidido no tratar de vender el moblaje que venía con ella. En cambio habían vendido el suyo. Sus muebles habían sido sencillos y bajos, y aunque habían encajado perfectamente en su apartamento de Boston, el ojo artístico de June le había dicho en seguida que estaba mal para los altos cielorrasos y aparatosos decorados del período Victoriano. Habían decidido que un cambio en el estilo de vida, bien podría traer consigo un cambio de gustos, y ahora exploraron juntos la casa, preguntándose cuánto tardarían en acostumbrarse a su nuevo ambiente.
En la sala de recibo, cuidadosamente instalada tras un pequeño cuarto de recepción a la derecha de la puerta principal, se amontonaban las cajas que contenían sus vidas. Una rápida ojeada bastó para sacudir la confianza de June sobre la sabiduría de su proyecto, pero Cal, leyendo los pensamientos de su esposa, le aseguró que podría tranquilizarse… él y Michelle se harían cargo de desempacar; lo único que tenía que hacer ella era indicarles dónde poner las cosas. June le sonrió con alivio y ambos pasaron al comedor.
– ¿Qué vamos a poner en todos esos armarios para vajilla? -preguntó June, sin esperar realmente una respuesta.
– Vajilla, por supuesto -respondió Cal con soltura-. Siempre oí decir que las posesiones se expanden para llenar espacio. Ahora lo averiguaremos. ¿Tendremos que comer aquí?
La melancólica expresión con que contemplaba la formal mesa de comedor con sus doce sillas hizo reír a June.
– Ya lo tengo calculado. Convertiremos la despensa en otro comedor.
Lo condujo a través de una puerta de vaivén; Cal sacudió la cabeza.
– ¿Cómo podía vivir alguien así? Es obsceno.
La despensa, que contenía un fregadero y un refrigerador, era más grande que lo que había sido el comedor de ellos en Boston.
– Es particularmente obsceno cuando se tiene en cuenta que esta casa fue construida por un clérigo -comentó June sutilmente.
Las cejas de Cal se alzaron de sorpresa.
– ¿Quién te dijo eso?
– El doctor Carson, por supuesto. ¿Quién, si no?
Antes de que Cal pudiese responder, June había pasado a la cocina. Ya había decidido que allí viviría la familia.
Era un cuarto enorme, con una chimenea que dominaba una pared, dos fogones grandes y un refrigerador donde se podía entrar, que había sido desconectado años atrás. Cuando los había acompañado a recorrer la casa, Josiah Carson había sugerido que lo arrancaran, pero Cal había pensado que el antiguo refrigerador sería una bodega ideal, perfectamente aislado, aunque su costo era prohibitivo si se usaba para su fin originario.
June se acercó al fregadero y probó el grifo. Los caños traquetearon algunos segundos, tosieron dos veces, luego soltaron un borboteante chorro de agua clara, sin cloro.
– Encantador -murmuró June. Sus ojos se dirigieron a la ventana y su rostro se iluminó con una sonrisa.
Del otro lado de la ventana, a unos quince metros de la casa, había un viejo edificio de ladrillo, con techo de pizarra, que antes era utilizado como bodega. Era la bodega lo que había convencido a June de que la casa sería perfecta para ellos. Una sola mirada le había dicho que se la podía transformar fácilmente en un estudio… un estudio donde ella podría pasar infinitas horas de bienaventuranza con sus telas, desarrollando un estilo que sería auténticamente suyo, algo que nunca había podido lograr en Boston.
Viendo la sonrisa en su cara, Cal volvió a leer los pensamientos de su esposa.
– Veamos -dijo pensativo, apartándose el cabello de la frente-. Hay que convertir la despensa en comedor, y la bodega en un estudio. Después supongo que podría transformar el granero en taller, el locutorio de adelante en un baño sauna y el estudio en sala de operaciones. Una vez terminado eso…
– ¡Vamos, calla! -exclamó June-. Te lo prometo, yo misma haré todo lo del estudio, y también la mayor parte de la despensa. Basta con que tú desempaques… ¡Y luego empieza a comportarte como un médico rural!
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo -repuso June suavemente, introduciéndose entre sus brazos y apretándolo contra sí-. Todo irá bien ahora. Estoy segura de ello.
Deseó creer realmente en sus propias palabras.
Cal besó a su esposa; luego dejó que sus manos se posaran por un segundo sobre su redondeado vientre. Bajo los dedos, pudo sentir moverse al pequeño.
– Mejor será que subamos y pensemos dónde va a estar el cuarto de los niños. A mí me parece que esta criaturita está por hacer su presentación.
– Todavía faltan por lo menos seis semanas -replicó June. Pero muy contenta siguió a su esposo arriba, ansiosa por decidir cuál habitación se podría transformar mejor en cuarto para niños. "Allí está de nuevo esa palabra" pensó. "Este parece ser nuestro año de transformaciones"
Encontraron a Michelle en la planta alta, en un dormitorio situado en una esquina, desde donde veía un amplio panorama de la bahía, el Paso del Diablo y más allá, el océano. Hacia el noreste, la aldea de Paradise Point se destacaba en silueta, con los campanarios de sus tres diminutas iglesias elevándose en el aire, mientras sus pulcros edificios blancos, de madera, se apretujaban como para protegerse de la furia constantemente desencadenada en las aguas que los circundaban. June y Cal se acercaron a su hija, y por un momento la pequeña familia permaneció junta, examinando su nuevo mundo. Se ciñeron con los brazos y, por un largo instante, gozaron de una cercanía y una cordialidad que no habían sentido en mucho tiempo. Fue June quien finalmente los llevó de vuelta a la realidad.
– Habíamos pensado que ésta podría ser la nursery -dijo tentativamente.
Michelle, que parecía salir de un trance hipnótico, se volvió hacia ella diciendo:
– Oh, no. Yo quiero esta habitación ¿Por favor?
– Pero hay un cuarto mucho más grande del otro lado de la casa -contestó June-. Este es tan pequeño…
– Pero lo único que necesito es mi cama y una silla -imploró Michelle-. ¿No puedo ocupar éste? Sería capaz de estar siempre sentada en la ventana, mirando afuera, nada más.
June y Cal se miraron indecisos, sin poder pensar ninguno en una objeción razonable. Entonces Michelle fue hacia el armario y la cuestión quedó resuelta. Estirándose, Michelle buscó a tientas en el fondo del estante del armario.
– Aquí hay algo -dijo triunfante-. Tenía la sensación de que en este armario había algo y tenía razón. ¡Miren!
En la mano, Michelle sostenía una muñeca. Vieja y polvorienta, tenía un rostro de porcelana, enmarcado por cabellos casi tan oscuros como el de la niña, y un bonetito de encaje. Su vestido gris, desteñido y roto, debía de haber estado antes cubierto de volantes fruncidos, y en los pies tenía un minúsculo par de abultados zapatos de charol. June y Cal la miraron sorprendidos.
– ¿De dónde suponen que habrá venido? -se maravilló June en voz alta.
– Apuesto a que ha estado allí durante siglos -dijo Michelle-. Pero alguna vez habrá pertenecido a alguna niña y éste debe de haber sido su cuarto. ¿Puedo tenerla yo? ¿Por favor?
– ¿La muñeca o la habitación? -preguntó Cal.
– ¡Las dos! -exclamó Michelle, segura de que su padre estaba a punto de aceptar.
– Pues no veo por qué no -dijo Cal-. Probablemente nos vendría mejor tener la nursery al lado mismo de nuestra habitación, de todos modos. Supongo que podremos convertir una de las tres alcobas -agregó con una mirada burlona para June. Luego tomó la muñeca de manos de Michelle y la examinó con cuidado-. Se parece mucho a ti -observó-. Igual cabello castaño, iguales ojos pardos. ¡Iguales ropas harapientas!
Michelle arrebató la muñeca a su padre y le sacó la lengua.
– Si mis ropas son harapientas, es culpa tuya. ¡Si no podías darte el lujo de vestirme, debiste dejarme en el orfanato!
– ¡Michelle! -exclamó June-. Que cosas dices. Tú no saliste de un orfanato…
Hasta que su marido y su hija comenzaron a reír, no se dio cuenta de que era una broma entre ellos; entonces se tranquilizó. En ese momento, el niño que tenía adentro se movió, y June se encontró de pronto preguntándose qué sucedería cuando llegase el pequeño. Michelle había sido hija única durante tanto tiempo. ¿Cómo sería para ella? ¿Se sentiría acaso amenazada? June recordó todo lo que había leído últimamente sobre la rivalidad entre hermanos. ¿Y si Michelle odiaba al nuevo crío? June desalojó de su mente esa idea. Sus ojos se posaron en el mar, del otro lado de la ventana, las gaviotas que volaban en lo alto, el sol que brillaba luminoso. En un impulso momentáneo, decidió pasar el mayor tiempo posible disfrutando del sol. Después de todo, no duraría eternamente. Se avecinaba el otoño, y después el invierno, pero, por el momento, había calidez en el aire. Impulsivamente, dejó que Cal y Michelle empezaran a desempacar mientras ella salía a explorar lo que iba a ser su estudio.
Aunque trabajaron lo más rápido posible, la montaña de cajas parecía seguir siendo tan alta como antes.
– ¿Quieres descansar un rato, princesa? -preguntó finalmente Cal-. Hay dos o tres gaseosas en el refrigerador.
Con presteza, Michelle dejó la Caja con la que estaba forcejeando y adelantándose a su padre, cruzó el comedor, la despensa y entró en la cocina. Allí se dejó caer en una silla, sonriendo muy contenta.
– Imagínate… ¡Una despensa! ¿Tenía mayordomo el doctor Carson cuando vivía aquí?
– Me parece que no -replicó Cal, mientras hábilmente hacía saltar las tapas de dos botellas y ofrecía una a Michelle-. Creo que vivía aquí él solo.
Los ojos de Michelle se dilataron.
– ¿De veras? Debe de haber sido siniestro.
– ¿No te da miedo este sitio? -preguntó Cal, con un tono burlón que hizo sonreír a Michelle.
– Todavía no. Pero si esta noche algo viene arrastrándose hacia mí por la puerta, las cosas podrían cambiar.
Desvió la mirada hacia la ventana y quedó callada un momento.
– ¿Piensas en algo, princesa? -inquirió su padre.
Michelle asintió con la cabeza, y cuando miró a su padre, en sus ojos había una seriedad que a Cal le pareció superior a su edad.
– Me alegro de que hayamos venido aquí, papá – dijo finalmente-. No quiero que sigas siendo desdichado.
– No he sido desdichado… -empezó Cal, pero Michelle no le dejó terminar.
– Sí que lo has sido -insistió-. Siempre me di cuenta. Por un tiempo creí que estabas enojado conmigo, porque nunca venías a casa desde el hospital…
– Estaba muy ocupado…
Michelle volvió a interrumpirlo.
– Pero entonces comenzaste a venir de nuevo a casa, y seguías siendo desdichado. No fue hasta que decidimos mudarnos aquí que empezaste a ser feliz de nuevo. ¿No te gustaba Boston?
– No era Boston -empezó a decir Cal, sin saber bien cómo explicar a su hija lo que había sucedido. La imagen de un niño pasó veloz por su mente, pero Cal la apartó en el acto-. Era simplemente yo, me parece. No… no puedo explicarlo en realidad. -De pronto sonrió-. Creo que simplemente quiero conocer a las personas con quienes trato.
Michelle examinó mentalmente la cuestión; por último asintió con la cabeza.
– Me parece que sé lo que quieres decir. La Clínica General de Boston era horripilante.
– ¿Horripilante? ¿A qué te refieres?
Michelle se encogió de hombros mientras buscaba las palabras adecuadas.
– No sé. Era como si nunca supieran quiénes eran. Y cuando mamá y yo íbamos allí, jamás sabían siquiera que éramos tu familia. Esa mujer tan altanera del vestíbulo principal siempre quería saber por qué queríamos verte. Se diría que después de tantos años tendría que habernos reconocido… -Michelle guardó silencio y miró a su padre, preguntándose si la entendería. Cal movió la cabeza afirmativamente.
– Eso es -dijo, aliviado por no tener que decirle la verdad-. Eso es, exactamente. Y lo mismo pasaba con las personas a quienes yo trataba. Si las veía tres días más tarde, yo mismo no las reconocía. Si voy a ser médico, creo que debo tener el placer de saber a quién estoy ayudando. -Sonrió a Michelle y decidió cambiar de tema-. ¿Y tú? ¿Estás arrepentida de algo?
– ¿De qué? -preguntó Michelle a su vez.
– De venir aquí. De dejar a tus amigos. De cambiar de escuela. Todas las cosas por las que se supone se preocupan las niñas de tu edad.
Michelle sorbió su gaseosa, luego miró la cocina a su alrededor.
– Harrison no era una escuela tan maravillosa -dijo por fin-. La de Paradise Point es mucho más linda.
– Y mucho más pequeña -hizo notar Cal.
– Y probablemente tampoco haya en ella un hato de chicos que se lo pasen destrozándola -agregó Michelle-. Y si de amigos se trata, el año que viene habría tenido que hacerlos nuevos de todos modos, ¿verdad?
Cal la miró sorprendido.
– ¿A qué te refieres?
Con aire culpable, Michelle fijó la vista en su vaso.
– Los oí hablar a ti y a mamá. ¿De veras iban a enviarme a un internado?
– No estaba realmente decidido todavía… -empezó él débilmente, pero cuando miró los ojos de Michelle, renunció a mentir-. Pensamos que sería mejor para ti -dijo-. Harrison se estaba volviendo demasiado difícil, tú misma nos dijiste que ya no estabas aprendiendo nada. Y de todos modos no era un internado… Habrías venido a casa todos los días.
– Bueno, esto es mejor -repuso Michelle-. Haré amigos aquí, y no tendré que hacer nuevos amigos el año próximo. ¿Verdad?
En sus ojos hubo una repentina ansiedad que impulsó a Cal a querer tranquilizarla.
– Por supuesto que no. A menos que lo detestes. Pensándolo bien, será mejor que no lo detestes, porque no estoy seguro de que podamos enviarte a una escuela privada con lo que voy a ganar aquí. Pero quiero que seas feliz, princesa. Eso es muy importante para mí.
De pronto Michelle sonrió, rompiendo la seriedad del momento.
– ¿Cómo podría no ser feliz? Todas las personas que conozco harían cualquier cosa por vivir aquí. Tenemos el océano, y el bosque, y esta maravillosa casa. ¿Qué más podría desear?
En un repentino estallido de afecto, Michelle se arrojó a los brazos de su padre y lo besó.
– Te quiero, papá, realmente te quiero.
– Y yo te quiero también, princesa -replicó Cal, cuyos ojos se humedecieron de cariño-. También yo te quiero. -Luego se desprendió de los brazos de Michelle y se incorporó-. Bueno, ¡Volvamos a esas cajas antes de que tu madre nos envíe a los dos de vuelta al orfanato!
– ¡La encontré! -exclamó triunfante Michelle. Era una caja grande, marcada por todos lados con el nombre de Michelle-. Subámosla ahora, papá, por favor -imploró-. Adentro está todo lo que poseo. ¡Todo! ¿No puedo abrirla ahora? Quiero decir, de todos modos no sabemos adonde quiere poner mamá todo, y yo podría acomodar estas cosas por mi cuenta. ¿Por favor?
Cal asintió con un gesto y la ayudó a arrastrar la inmensa caja arriba, hasta el cuarto de la esquina, que Michelle había reclamado como propio.
– ¿Quieres que te ayude a desempacar? -ofreció. Michelle sacudió la cabeza con vehemencia.
– ¿Y dejarte ver lo que hay adentro? Si supieras lo que hay aquí, me obligarías a tirar la mitad.
Con los ojos de su pensamiento, Michelle vio el revoltijo de viejas revistas de cine (precisamente la clase de cosas que sus padres no aprobaban) y los recuerdos surgidos de su pasada niñez, que no había logrado abandonar.
– Y no te atrevas a contarle a mamá que dije eso -agregó, enredando a su padre en una conspiración de silencio para ayudarla a proteger sus infantiles tesoros.
Después, cuando Cal la dejó sola en la habitación, Michelle se puso a abrir la caja para desempacar todas sus cosas, primero sobre la cama, luego cuidadosamente ocultas en el ropero y el tocador. Hasta que hubo guardado el último juguete viejo, no advirtió a la muñeca, todavía apoyada en el alféizar de la ventana donde ella la había dejado pocas horas atrás. Se acercó a la ventana y levantó la muñeca, sosteniéndola a la altura de sus ojos.
– Tendré que pensar un nombre para ti -dijo en voz alta-. Algo anticuado, tan anticuado como tú. -Pensó un momento, luego sonrió-. ¡Amanda! -exclamó-. Eso es. Te llamaré Amanda. Mandy para abreviar.
Luego, complacida con el nombre elegido, Michelle puso otra vez la antigua muñeca en la ventana y bajó a ver qué hacía su padre.
Mientras la luz de la tarde iba apagándose en el cuarto de la esquina, la muñeca parecía estar mirando por la ventana, con sus ciegos ojos de vidrio fijos en la bodega, abajo.
En la bodega reinaba una atmósfera sólida, una robustez que hizo preguntarse a June qué se había propuesto exactamente su constructor. Al explorarla por cuarta vez, le pareció que debía de haber sido destinada para algo más que simple bodega y taller. Las ventanas desde donde se veía el océano estaban demasiado cuidadosamente espaciadas; el suelo, con sus tablas de roble apenas desgastadas después de un siglo de uso, demasiado bien instalado; y sus proporciones eran demasiado perfectas para que hubiese sido utilizada simplemente por un jardinero. No, decidió, quien hubiese diseñado ese cuarto, se había propuesto usarlo él mismo. Era casi como si hubiese sido diseñado como estudio. Las ventanas que daban al mar estaban situadas tan cerca del norte como lo permitía el risco, y debajo de ellas, un largo mostrador con armario de almacenaje bellamente fabricado cubría todo el largo de la habitación. Junto a una punta del mostrador se había instalado un fregadero grande. Las paredes de ladrillo, chorreadas con suciedad de años, habían estado antes blanqueadas, y el ribete de madera que rodeaba las puertas y ventanas, ahora descascarado, estaba pintado de un verde suave, como si alguien hubiera tratado de armonizarlo con el matiz del follaje exterior. En una punta de la habitación había un armario grande. Por el momento, June decidió dejar su puerta cerrada e imaginar en cambio qué podría haber allí escondido. Reliquias, pensó deliciosamente. Reliquias del pasado, esperando simplemente ser descubiertas.
Depositó su cuerpo en un taburete y contó automáticamente los días que faltaban para que naciera su hijo. Treinta y siete años, reflexionó, era una edad muy tonta para tener un hijo. No solo tonta, sino posiblemente peligrosa, tanto para ella como para el niño. "Ten cuidado", se recordó. Pero ese pensamiento no permaneció con ella… en cambio, sintió el impulso de empezar a limpiar los años de descuido que llenaban la pequeña habitación. Se puso de pie sin hacer caso de la pesadez de su cuerpo, preguntándose cómo era posible que un edificio tan abandonado durante tantos años pudiera haberse llenado tanto de basura.
En un rincón descubrió un barril para desechos que estaba milagrosamente vacío. Minutos más tarde ya estaba lleno, y June pensó en la conveniencia de subir también ella en él, para así compactar su contenido.
Felicitándose por su discreción, descartó la idea, sabiendo que si Cal la sorprendía en eso, quedaría escandalizado por su descuido. Además, sería muy propio de ella romperse una pierna y provocar un parto prematuro al mismo tiempo. En ese momento tenía demasiado que hacer para arriesgar semejante cosa. En cambio, se conformó con empujar el revoltijo del barril tan abajo como le fue posible y luego agregar más, hasta que estuvo en peligro de reventar. Luego se puso a buscar algo con lo cual limpiar el suelo.
Dentro mismo del armario, decepcionantemente vacío de tesoros ocultos por mucho tiempo, encontró una escoba, un balde y un estropajo. Entreabriendo un poco la ventanilla con la esperanza de renovar el aire viciado, June comenzó a barrer el polvo, amontonándolo. Estaba casi por la mitad del piso cuando de pronto la escoba se atascó en algo. June hurgó la suciedad apelotonada. Al ver que no se deshacía, se detuvo para mirarla con más atención.
Era una mancha quién sabe de qué, que cubría unos sesenta centímetros cuadrados en el suelo. Evidentemente lo volcado allí había sido dejado secar, y al secarse, se le había asentado polvo encima, introduciéndose hasta que ahora la escoba no podía penetrar en el revoltijo, que tenía tal vez un cuarto de pulgada de grosor. Irguiéndose, June echó mano al estropajo, preguntándose qué posibilidades habría de encontrar la vieja cañería aún en funcionamiento. Pero antes de que tuviera ocasión de experimentar, Cal y Michelle aparecieron en el vano.
Cal miró a su alrededor y sacudió la cabeza diciendo:
– Pensé que ibas sólo a dar una ojeada y hacer algunos planes.
– No pude resistir -contestó June irónicamente-. Es una habitación tan bonita, y el revoltijo era tan grande. Creo que sentí compasión por ella.
Michelle paseó su mirada por la revuelta habitación, e involuntariamente se apretó el cuerpo con los brazos como si la hubiera dominado un repentino escalofrío. Todavía de pie junto a la puerta, con una expresión de desagrado en el rostro, habló.
– Este lugar es siniestro… ¿Para qué lo usaban?
– Es una bodega -explicó su madre-, y probablemente el centro de operaciones del jardinero, donde guardaba todas sus herramientas, cultivaba retoños y esa clase de cosas. -Se detuvo un momento como reflexionando sobre algo, luego continuó-. Pero tengo la extrañísima sensación de que también usaron esto para otra cosa.
Cal arqueó las cejas.
– ¿Jugando a la detective?
– En realidad, no -respondió June-. Pero mira. El suelo es de roble sólido. ¡Y ese armario! ¿Quién iba a construir algo así sólo para el jardinero?
– Hasta unos cincuenta años atrás, muchas personas lo habrían hecho -replicó Cal riendo entre dientes-. Solían construir las cosas para que duraran, ¿recuerdas?
June sacudió la cabeza.
– No sé. Simplemente parece demasiado lindo para ser un simple cobertizo. Debe de haber habido algo más…
– ¿Qué es esto? -preguntó Michelle. Señalaba la mancha en la que había estado trabajando June al entrar
– Ojalá lo supiera. Creo que alguien debe de haber volcado un poco de pintura. Precisamente iba a tratar de limpiarla.
Michelle se acercó a la mancha y, arrodillándose junto a ella, la examinó con cuidado. Iba a extender la mano para tocarla, pero de pronto la retiró diciendo:
– Parece sangre. Apuesto a que alguien fue asesinado aquí -agregó incorporándose y enfrentando a sus padres.
– ¿Asesinado? -exclamó June-. ¿Cómo se te ocurre algo tan morboso?
Sin hacer caso a su madre, Michelle se dirigió en cambio a su padre.
– Mírala, papá, ¿no te parece sangre?
Con una sonrisita jugueteando en torno a la boca, Cal se acercó a Michelle y examinó la mancha con más cuidado todavía que ella. Cuando se enderezó su rostro estaba serio.
– Indudablemente es sangre -anunció con solemnidad-. No cabe suponer otra cosa. -Luego no pudo contener su sonrisa-. Por supuesto, podría ser pintura o algún tipo de arcilla, o Dios sabe qué. Pero si quieres sangre, lo acepto.
– Esto es repugnante -dijo June, deseosa de descartar tal idea-. Es un cuarto hermoso, que será un magnífico estudio, y por favor, no insistan en decirme que aquí sucedieron cosas horribles. ¡No quiero creerlo!
Michelle se encogió de hombros, miró una vez más en torno y sacudió la cabeza.
– Te regalo este lugar… yo lo odio. ¿Está bien si bajo a la playa? -agregó, dirigiéndose ya hacia la puerta.
– ¿Qué hora es? -preguntó June, dubitativa.
– Todavía falta mucho para que oscurezca -le aseguró Cal-. Pero ten cuidado, princesa. No quiero que te caigas tu primer día aquí… necesito pacientes que paguen, no mi propia familia.
Cuando Michelle echó a andar hacia el sendero que la llevaría abajo, a la caleta, las palabras de su padre resonaban en su cabeza: "no quiero que te caigas". Pero ¿por qué iba a caerse? Nunca se había caído en su vida. Entonces comprendió. Era aquel muchacho. Su padre estaba pensando todavía en aquel muchacho. Pero eso no había sido culpa suya. Y aunque lo hubiera sido, no tenía nada que ver con ella. Muy contenta empezó a bajar por el sendero.
Cal aguardó a que Michelle se perdiera de vista; luego tomó a su esposa entre sus brazos y la besó. Un instante más tarde, cuando la soltó, June escudriñó su rostro con expresión intrigada.
– ¿A qué vino todo eso?
– A nada en particular y a todo en general -respondió Cal-. Simplemente estoy aquí, contento de estar casado contigo, contento de tener a Michelle por hija, y contento de tener a lo que sea que esté en camino -agregó, palmeando con afecto el vientre de June-. Pero ojalá fueras un poco más cuidadosa con lo que haces -agregó-. No dejemos que nada les suceda a ti ni a nuestro hijo.
– Me porto bien -contestó June-. Te comunico que, por decoro, no me metí en ese barril para apisonar la basura.
Cal lanzó un gemido.
– ¿Y crees que eso me hace feliz?
– Vamos, deja de preocuparte. Voy a estar muy bien y nuestro hijo también. A decir verdad, la única que me preocupa es Michelle.
– ¿Michelle?
June asintió con la cabeza.
– Me pregunto, nada más, cuánto la afectará nuestro hijo. Quiero decir que ha tenido toda nuestra atención durante tanto tiempo, ¿no crees que podría molestarle la competencia?
– A cualquier otra niña tal vez, supongo -reflexionó Cal-. Pero, a Michelle, no. Es la niña más repulsivamente equilibrada que conozco. Debe ser algo genético… Dios sabe que no puede ser el hogar que le hemos brindado.
– Oh, basta -protestó June con un matiz de seriedad oculto tras su tono burlón-. Eres demasiado duro contigo mismo. Siempre lo has sido. -Luego dejó de lado la burla y su voz se volvió apagada-. Sólo temo que ella pueda sentirse amenazada por un hijo natural. Te diré que no sería algo fuera de lo común.
Cal se sentó pesadamente en el taburete y cruzó los brazos sobre el pecho, en una actitud que June relacionaba con su modo de hablarle a un paciente.
– Vamos, escucha -dijo-, Michelle absorbe bien las cosas. Dios mío, tan solo mira cómo ha reaccionado
a nuestra mudanza aquí. Cualquier otra niña habría chillado como un demonio, habría amenazado con fugarse, habría hecho toda clase de cosas. Pero Michelle, no. Para ella es solo una nueva aventura.
– ¿Y entonces?
– Entonces, así será también con nuestro hijo. Solo un nuevo miembro de la familia para conocer, para jugar y disfrutar de él. Tiene precisamente la edad adecuada para convertirse en niñera. Si conozco a Michelle, ella se hará cargo de la parte materna y te dejará con tus cuadros.
June sonrió sintiéndose un poco mejor.
– Reservo el derecho de hacer de madre para mi propio hijo. Que Michelle espere hasta tener uno suyo. -De pronto sus ojos se posaron en la extraña mancha del suelo y arrugó el entrecejo-. ¿Qué crees que será? -preguntó a Cal cuando su mirada siguió la de ella.
– Sangre -respondió él alegremente-. Tal como dijo Michelle.
– Habla en serio, Cal -insistió June-. No es sangre y tú lo sabes.
– ¿Por qué te preocupa., entonces?
– Simplemente me gustaría saber qué es, así sabré qué usar para sacarlo -dijo June.
– Pues te diré qué -ofreció Cal-. Veré lo que puedo hacer con una espátula y luego probaremos con un poco de trementina. Lo más probable es que sea simplemente pintura, y la trementina la disolverá.
– ¿Tienes una espátula? -preguntó ansiosamente June.
– ¿Aquí conmigo? Imposible. Pero hay una entre las herramientas, si alguna vez la encuentro.
– Vamos a buscarla -dijo June con decisión.
– ¿Ahora?
– Ahora mismo.
Decidiendo que lo mejor era seguir la corriente a su esposa grávida, Cal siguió a June al interior de la casa. Estaba seguro de que June ante el revoltijo de cajas en la sala de recibo, abandonaría el intento, pero en cambio ella escudriñó el montículo con cara experta y de pronto señaló diciendo:
– Esta.
– ¿Cómo puedes saberlo? -inquirió Cal, perplejo El rótulo de la caja decía claramente: "Objetos varios".
– Confía en mí -dijo dulcemente June.
Cal arrastró la caja desde su sitio cerca de lo alto del montón y le arrancó la cinta adhesiva. Allí, debajo mismo de la tapa, estaba su caja de herramientas.
– ¡Increíble!
– Rotulado de precisión -contestó June, un poco socarronamente-. Ven.
Lo condujo de vuelta al estudio y se instaló en el taburete mientras Cal empezaba a descascarar la mancha ofensiva. Pocos minutos más tarde alzó la vista diciendo:
– No sé.
– ¿No quiere salir? -preguntó June.
– Ya saldrá, claro -replicó Cal-. Solo que no estoy seguro de lo que-es.
– ¿A qué te refieres?
Bajando del taburete, June se agachó junto a su marido. Lo que había sido el cuerpo de la mancha en el suelo, era ahora un montoncito de polvo pardusco disgregado y disperso en torno a los pies de ella. Tendió una mano y, vacilando, recogió un poquito, frotando el polvo entre los dedos, sintiendo su textura.
– ¿Qué es?
– Podría ser pintura -repuso él con lentitud-. Pero más parece sangre seca. Es posible que Michelle haya tenido razón, después de todo -agregó, mirando en los ojos a su esposa antes de incorporarse y ayudar a June a levantarse-. Sea lo que fuere, hace años y años que está allí. Por cierto que no tiene nada que ver con nosotros, y no llevará mucho tiempo sacar esa mancha. Cuando esté eliminada, podrás olvidar todo a su respecto.
Pero cuando salían del estudio, June se volvió y miró de nuevo el revoltijo pardusco en el suelo.
Deseaba estar tan segura como Cal de que iba a olvidar todo al respecto.
Michelle se detuvo en el sendero, tratando de calcular a qué altura estaba de la playa. Decenas de metros. Por un momento jugó con la idea de buscar otra ruta para bajar. No; al menos por el momento se atendría al sendero. Más tarde habría tiempo de sobra para abrirse paso trepando entre las rocas y malezas que se pegaban a la faz del risco.
El sendero era fácil de transitar, abierto en zig-zag, alisado por años de uso. En algunos lugares se estrechaba donde las tormentas invernales lo habían carcomido. En el pasto había algunas piedras que Michelle arrojaba por sobre el borde con el pie, y luego observaba mientras reunían ímpetu en su caída hasta la playa de abajo, desapareciendo de su línea de visión antes de que ella las oyese llegar al fondo con estruendo.
El sendero terminaba muy cerca de la línea de marea alta, pero esta tarde la marea estaba lejos, y una rocosa extensión de playa, irregularmente interrumpida por una serie de bajos afloramientos de granito, se abría ante ella, curvándose hacia afuera en ambas direcciones, rumbo a los brazos del Paso del Diablo. El agua, atrapada en la ceñida caleta, borboteaba y remolineaba; su corriente giratoria deformaba la superficie con diseños enfurecidos, que hasta para los ojos inexpertos de Michelle parecían peligrosos. Empezó a andar hacia el norte, empeñada en descubrir si sería posible seguir la playa todo el trecho hasta el pie de Paradise Point. Sería un modo sensacional de ir a la escuela… bordear la playa, luego subir el risco y atravesar la aldea. ¡Mucho más agradable que tomar el colmado autobús hasta Harrison, en Boston!
Había recorrido tal vez medio kilómetro cuando advirtió que no estaba sola en la playa. Alguien se hallaba agazapado sobre un charco de marea, tan absorto que no notaba su presencia. La niña se acercó a esa figura cautelosamente, sin saber bien si debía hablar, seguir de largo, o tal vez inclusive dar la vuelta. Pero antes de que pudiera decidirse, aquella persona alzó la vista, la vio y la saludó con un ademán.
– ¡Hola!
La voz parecía amistosa, y cuando se incorporó, Michelle vio que era un muchacho, más o menos de su misma edad, con cabello oscuro rizado, ojos asombrosamente azules y amplia sonrisa. Tímidamente respondió a su saludo y gritó un "Hola"
El muchacho fue hacia ella brincando entre las rocas.
– ¿Eres la muchacha que se mudó a la casa de los Carson? -preguntó.
Michelle asintió con la cabeza.
– Aunque ahora es nuestra casa -le corrigió-. Se la compramos al doctor Carson.
– Ah -exclamó el muchacho-. Yo soy Jeff Benson. Vivo allá arriba. -Señaló vagamente hacia el risco y los ojos de Michelle siguieron su ademán aunque no se veía nada-. Desde aquí no se ve nuestra casa -explicó él-. Está demasiado lejos del acantilado. Mamá dice que el risco caerá al mar tarde o temprano de todos modos, pero yo no lo creo. ¿Cómo te llamas?
– Michelle.
– ¿Cómo te llama la gente? -insistió Jeff. Michelle arrugó el entrecejo, desconcertada.
– Michelle -repitió-. ¿De qué otro modo iban a llamarme?
Jeff se encogió de hombros.
– No sé. Simplemente parece un nombre algo fantasioso, nada más. Suena como si pudieras ser de Boston.
– Lo soy -replicó Michelle.
Jeff la contempló un momento con curiosidad; luego volvió a encogerse de hombros, dejando de lado el asunto.
– ¿Bajaste a ver los charcos de marea?
– Solo bajé a mirar por aquí -repuso la niña-. ¿Qué hay en ellos?
– Toda clase de cosas -le dijo Jeff con entusiasmo-. Y ahora la marea está lejos, así que se puede llegar a los mejores. ¿Nunca viste antes un charco de marea?
– Solamente los de la caleta -respondió Michelle, sacudiendo la cabeza-. Solíamos ir allí a merendar.
– Esos no sirven -se burló Jeff-. Hace mucho que se sacó de ellos todo lo bueno, pero aquí no viene casi nadie. Ven… te mostraré.
Comenzó a guiar a Michelle por sobre las rocas, deteniéndose cada pocos minutos para esperar a que ella lo alcanzara.
– Deberías ponerte zapatos de tenis -sugirió-. No resbalan tanto en las rocas.
– No sabía que iba a ser tan resbaladizo -dijo Michelle, sintiéndose torpe de pronto, aunque sin saber bien por qué.
Un momento más tarde llegaban a la orilla de un gran charco y Jeff se arrodillaba junto a él. Michelle se puso en cuclillas a su lado y fijó la vista en las poco profundas aguas.
El charco se extendía ante ella, claro e inmóvil. Michelle se dio cuenta de que era como mirar otro mundo a través de una ventana. En el fondo bullían extraños seres: estrellas y erizos, anémonas que ondulaban suavemente en la corriente y cangrejos ermitaños que correteaban de un lado a otro con sus viviendas adoptadas. Siguiendo un impulso, Michelle introdujo la mano en el agua y sacó uno.
Con su diminuta pinza, el cangrejo le pellizcó ineficazmente el dedo; luego se refugió en su caparazón, de donde solo asomaba, vacilante, un bigote.
– Pon la mano bien chata y dalo vuelta para que no pueda verte -le indicó Jeff-. Luego espera no más; en dos o tres minutos saldrá.
Michelle siguió sus instrucciones. Un instante más tarde el animalito empezó a salir de su caparazón, las patitas primero.
– Me hace cosquillas -dijo Michelle cerrando involuntariamente el puño. Cuando lo volvió a abrir, el cangrejo se había retirado de nuevo.
– Échalo en una de esas anémonas marinas -le dijo Jeff.
Obedeciendo, Michelle vio que el extraño animal, semejante a una planta, apretaba sus tentáculos en torno al aterrado cangrejo. Un momento más tarde la anémona estaba cerrada y el pequeño cangrejo había desaparecido.
– ¿Qué le sucederá? -inquirió Michelle.
– La anémona se lo comerá, después se abrirá y soltará la caparazón -explicó Jeff.
– ¿Quieres decir que yo lo maté? -preguntó Michelle, consternada al pensarlo.
– De todos modos, algo se lo habría comido -respondió Jeff-. Mientras no te lleves nada ni pongas algo que no debiera estar aquí, no haces ningún daño en realidad.
Aunque Michelle jamás había pensado antes en tal cosa, las palabras de Jeff le resultaron lógicas. Algunas cosas corresponden a un lugar; otras no. Y hay que tener cuidado en cuanto a qué se pone con qué. Sí, era lógico.
Juntos, ambos niños comenzaron a pasearse en torno al charco, examinando el extraño mundo subacuático. Jeff arrancó de las rocas una estrella de mar y mostró a Michelle las miles de ventosas succionadoras que formaban sus patas, y la peculiar boca pentagonal que tenía en medio del estómago.
– ¿Cómo es que sabes tanto sobre esto? -le preguntó finalmente Michelle.
– Crecí acá -repuso Jeff. Vaciló un momento; luego continuó-: Además, algún día quiero ser biólogo marino. Y tú, ¿qué quieres ser?
– No lo sé -replicó Michelle-. Nunca pensé en eso.
– Tu papá es médico, ¿verdad? -preguntó Jeff.
– ¿Cómo lo sabías?
– Todos lo saben -repuso afablemente Jeff-. Paradise Point es un pueblo pequeño. Todos se conocen.
– Vaya, en Boston no era así, por cierto -respondió Michelle-. Nadie conocía a nadie. Lo odiábamos.
– ¿Por eso se mudaron aquí?
– Supongo -dijo Michelle con lentitud-. Por lo menos, esa fue parte de la razón. -De pronto quiso cambiar de tema-, ¿Alguien fue asesinado en nuestra casa?
Jeff la miró sobresaltado, como si no la hubiera oído bien. Luego, casi con demasiada rapidez, se levantó y sacudió la cabeza diciendo:
– Que yo sepa, no. -Se volvió y emprendió el regreso a través de la pedregosa playa. Como Michelle no dio señales de seguirlo, la llamó-: ¡Ven! Está subiendo la marea. ¡Ya se pone peligroso!
Al incorporarse Michelle, una rara sensación la dominó. Se sintió repentinamente mareada y su visión pareció esfumarse. Fue como si una densa niebla se posara sobre ella. Rápidamente se arrodilló otra vez.
Adelante, Jeff se volvió y la miró extrañado.
– ¿Te sientes bien? -le gritó.
Después de asentir con la cabeza, Michelle se incorporó de nuevo, esta vez con mayor lentitud.
– Creo que me levanté demasiado rápido. Me mateé y me pareció que oscurecía.
– Pues pronto oscurecerá -dijo Jeff-. Más vale que volvamos arriba.
Se encaminó hacia el norte y Michelle le preguntó adonde iba.
– A casa -replicó él-. Hay un sendero que lleva a nuestra casa, tal como a la de ustedes.
Tras una pausa, le preguntó si quería ir con él.
– Será mejor que no -replicó la niña-. Dije a mis padres que no estaría mucho tiempo ausente.
– Bueno, hasta pronto -dijo Jeff.
– Hasta pronto -repitió Michelle.
Apartándose de Jeff, echó a andar por la playa. Cuando llegó al pie del sendero que la llevaría a su casa, se detuvo y miró atrás, en la dirección por donde había venido. Ya no se veía a Jeff Benson. La playa estaba desierta y la niebla se estaba asentando.
– La semana que viene modificaremos la despensa.
En la voz de June, un tono decidido reveló a Cal Pendleton que su período de gracia había concluido. Y sin embargo, durante las dos semanas transcurridas desde que estaba en esa casa, había llegado a quererla tal como era, y se encontraba cada vez menos dispuesto a cambiarla en nada. Había llegado inclusive a apreciar el cavernoso comedor, aunque la enorme mesa tenía algo de impersonal que impulsaba a la pequeña familia a congregarse en la punta más cercana a la puerta de la cocina. Al parecer, el tamaño de la habitación no afectaba en nada a Michelle. En efecto, mientras su madre hablaba, ella miraba en torno apreciativamente.
– Me gusta -declaró-. Simulo que estamos en la sala de un castillo y que los criados vienen a atendernos.
– Cualquier día -exclamó Cal-. Al paso que vamos, tendré que empezar a buscarte empleo afuera como criada. -Hizo un guiño a su hija, que se lo devolvió.
– Las cosas mejorarán -afirmó June, aunque su voz tensa desmentía las palabras optimistas-. No puedes esperar que todos los habitantes del pueblo empiecen a venir a consultarte. Al menos mientras Carson siga estando aquí -agregó con amargura, dejando su tenedor y enfrentando a su marido-. Ojalá abandonara todo y se marchara. ¿Cuánto tardará en entregarte toda la clientela?
– Mucho tiempo, espero -replicó Cal. Después, interpretando la expresión de June, procuró tranquilizarla-. No te pongas así… Ya no está cobrando nada. Dice que ahora soy dueño de la clientela y él está oficialmente retirado. Dice que sólo quiere mantenerse en forma. Y gracias a Dios. Sin él, es probable que ya me hubieran echado del pueblo.
– Oh, vamos… -protestó June, pero Cal levantó una mano para interrumpirla.
– Es cierto. Debiste haberme visto ayer. Entró la señora Parsons y yo, siendo médico, me disponía ya a examinarla. Si Josiah no me lo hubiera impedido, la habría hecho ponerse una túnica enseguida. Pero parece que ella no quería que la examinara… lo único que deseaba era tener una breve "charla". Josiah la escuchó, cloqueó comprensivamente y le dijo que si sus síntomas persistían él la examinaría la semana que viene.
– ¿Qué le pasaba? -preguntó Michelle.
– Nada. Resulta que su pasatiempo es leer sobre diversos achaques, y le gusta hablar de ellos, pero como no le parece correcto ir al consultorio solamente para hablar, afirma tener los síntomas.
– Se diría que es una hipocondríaca -comentó June.
– Eso pensé yo también, pero Josiah dice que no. No es que realmente sienta los síntomas. Tan solo dice sentirlos. Además -continuó Cal-, parece que la señora Parsons habla no solamente de sus síntomas, sino también de los de otras personas. Dice Josiah que en el pueblo hay por lo menos tres personas que hoy están vivas solamente porque la señora Parsons le contó a él cosas que ellos mismos no querían decirle.
– ¿Qué hace él entonces? -interrumpió Michelle-. ¿Sale y las arrastra al consultorio?
– Exactamente, no -dijo Cal, riendo entre dientes-. Pero sí va a visitarlas y las revisa. Evidentemente la señora Parsons tiene un ojo especialmente bueno para ataques cardíacos potenciales.
– Eso no suena muy profesional -murmuró June.
Cal se encogió de hombros.
– Hasta hace una semana habría estado de acuerdo contigo. Pero ya no estoy tan seguro. -Levantando su copa, sorbió el Chablis; luego continuó hablando-. Me he estado preguntando cuántas personas estarían todavía vivas si hubiésemos tenido una señora Parsons en la Clínica General de Boston, donde teníamos tiempo solamente para curar enfermedades específicas. Josiah dice que hay muchas cosas sobre las cuales las personas no se quejan… en cambio se mueren, simplemente, pensando que las cosas mejorarán.
– Esto es siniestro -dijo Michelle estremeciéndose.
– Lo sé -admitió Cal-. Pero no sucede con tanta frecuencia aquí, porque Josiah ha tenido siempre tiempo para llegar a conocer a sus pacientes y averiguar qué les pasa antes de que eso llegue demasiado lejos. Es un buen creyente en la medicina preventiva.
– ¿Acaso es un médico brujo? -inquirió June. Aunque trató de que el tono fuese ligero, se estaba
cansando de las alabanzas de Cal para el otro médico, más viejo. "¡Josiah dice!". Cal parecía estar pendiente de cada palabra que Carson emitía. En ese momento sin hacer caso de la pregunta de June se volvió hacia Michelle, pero antes de que pudiera continuar sonó la campanilla de la puerta. Agradecida por la ocasión de poner fin a la conversación de Josiah Carson, June se incorporó con rapidez para acudir al llamado. Pero cuando abrió la puerta principal, vio enmarcada en el portal la figura alta y delgada de Josiah Carson, cuya melena casi blanca brillaba en la creciente oscuridad del atardecer. June se sintió lanzar una leve exclamación ahogada; luego se recobró con rapidez.
– Vaya, hablando del diablo…
Carson sonrió apenas.
– Espero no interrumpir su cena. Me temo que sea realmente urgente. -Y entrando en el vestíbulo, cerró la puerta detrás de sí.
Antes de que June pudiese contestar nada, apareció Cal en la sala.
– ¡Josiah! ¿Qué hace usted por aquí?
– Voy a una visita domiciliaria. Habría telefoneado pero estaba ya en el automóvil antes de pensar en usted. ¿Quiere venir conmigo?
– Deduzco que no es una emergencia -observó June.
– Bueno, por cierto que no es nada que requiera una ambulancia. A decir verdad dudo de que sea gran cosa. Se trata de Sally Carstairs. Se queja de dolor en un brazo y su madre me pidió que la viera. Y entonces se me ocurrió algo -hizo una pausa mirando hacia el comedor-. ¿Está aquí Michelle?
La voz de Cal delató su curiosidad al repetir el nombre de su hija.
– ¿Michelle?
– Sally Carstairs tiene la misma edad que Michelle, y se me ocurrió que su hija podría beneficiarla más que usted o yo. Con frecuencia, conocer una nueva amiga hace que un niño olvide el dolor.
Entre los dos médicos pasó una mirada que casi se le escapó a June. Fue como si Carson hubiese hecho una pregunta a su marido y Cal hubiese contestado. Sin embargo hubo algo más, una silenciosa comunicación entre ambos que inquietó a June. Y entonces Michelle apareció en el vestíbulo y de pronto quedó todo resuelto.
– ¿Quieres ir en una visita a domicilio? -oyó June que Carson preguntaba a su hija.
– ¿De veras? -Michelle miró a su madre, luego se volvió hacia su padre con los ojos resplandecientes.
– Según parece, el doctor Carson cree que podrías ser terapéutica para una de nuestras pacientes.
– ¿Quién? -preguntó ansiosamente Michelle.
– Sally Carstairs. Tiene más o menos tu misma edad y le duele un brazo. El doctor Carson quiere usarte como analgésico.
Michelle miró a su madre como pidiendo permiso. Pero June vaciló un momento.
– ¿No está enferma?
– ¿Sally? -dijo Carson-. Dios santo, no. Solamente le duele el brazo, pero si usted quiere que Michelle se quede aquí…
– No… llévenla, por supuesto. Es hora de que conozca a una niña de su misma edad. En las dos últimas semanas, la única persona a quien ha visto es Jeff Benson.
– Que es un muchacho muy correcto -señaló Cal.
– No dije que no lo fuera, pero una muchacha necesita también amigas.
Michelle se dirigió a la escalera.
– Enseguida vuelvo.
Desapareció escaleras arriba y un momento más tarde reapareció con su cartapacio verde bajo el brazo.
– ¿Qué es eso? -preguntó Josiah Carson.
– Una muñeca -explicó Michelle-. La encontré arriba, en mi ropero. Pensé que tal vez a Sally le guste verla.
– ¿Aquí? -preguntó Carson-. ¿La encontraste aquí?
– Sí. Es realmente vieja.
– De pronto la cara de Michelle se nubló, y preocupada miró a Carson-. Supongo que pertenecerá a su familia, ¿verdad?
– Pues no lo sé -replicó Carson-. ¿Por qué no me dejas verla?
Michelle abrió el cartapacio y sacando la muñeca, la ofreció a Carson, quien la miró, pero no la tomó.
– Interesante -comentó-. Tal vez haya pertenecido a algún miembro de la familia, pero es la primera vez que la veo.
– Si la quiere, se la doy -dijo Michelle, con evidente expresión de desilusión.
– ¿Y qué podría hacer yo con ella? -replicó Carson -. Guárdatela y disfruta de ella. Y mantenla en casa.
June miró bruscamente al anciano doctor.
– ¿Que la mantenga en casa? -repitió.
Estaba segura de que Carson vaciló, pero cuando éste habló, su tono fue ingenuo.
– Es una hermosa muñeca, y evidentemente una antigüedad. No creo que Michelle quiera que le ocurra nada, ¿verdad?
– Se apenaría mucho -admitió Cal-. Llévala de vuelta a tu cuarto, linda, y entonces partiremos. Josiah, ¿lo seguimos?
– Perfecto. Aguardaré en mi automóvil.
Se despidió de June y luego dejó solos a los Pendleton. Cal abrazó rápidamente a June.
– Ahora, no hagas nada indebido. No quiero estar toda la noche levantado, contigo de parto.
– No te preocupes, lavaré los platos y luego me iré a la cama con un buen libro -respondió June, mientras Cal iba hacia la puerta y Michelle bajaba de nuevo las escaleras.
– Tengan cuidado -agregó de pronto y Cal se volvió.
– ¿Que tengamos cuidado? ¿Qué podría ocurrir?
– No sé -replicó June -. Nada, supongo. Pero de todos modos tengan cuidado, ¿de acuerdo?
Esperó junto a la puerta abierta hasta que ellos se marcharon; luego comenzó a despejar lentamente la mesa. Cuando terminó, ya sabía qué la estaba importunando.
Era Josiah Carson.
A June Pendleton simplemente no le agradaba él, pero aún no sabía con certeza por qué.
Josiah Carson conducía con rapidez, tan familiarizado con las calles de Paradise Point que no necesitaba concentrarse en la ruta. En cambio, se preguntaba qué iba a ocurrir cuando Cal Pendleton tuviera que examinar a Sally Carstairs. Sabía que Cal venía evitando a los niños desde aquel día en Boston, la primavera anterior. Pero esa noche, Josiah iba a averiguar cuan deteriorado estaba Cal Pendleton. ¿Se dejaría llevar por el pánico? ¿Lo paralizarían los recuerdos de lo sucedido en Boston? ¿O habría recobrado su confianza? Josiah lo sabría pronto. Se detuvo frente a la casa de los Carstairs y esperó a que Cal se detuviera detrás de él.
Encontraron a Fred y Bertha Carstairs, una pareja de poco más de cuarenta años y aspecto próspero, nerviosamente sentados junto a la mesa de su cocina. Carson hizo las presentaciones; luego se frotó las manos con vivacidad.
– Bueno, empecemos -dijo-. Michelle, ¿por qué no haces compañía a la señora Carstairs aquí en la cocina, por si acaso tenemos que cortarle el brazo a Sally?
Y sin esperar respuesta se volvió, conduciendo a Cal hacia un dormitorio situado en los fondos de la casa.
Sally Carstairs estaba sentada en su cama, con un libro en precario equilibrio en el regazo y el brazo derecho flojamente extendido al costado. Cuando vio a Josiah Carson, sonrió débilmente.
– Me siento muy tonta -empezó.
– Estabas tonta el día en que te traje al mundo -respondió Carson, impertérrito-, ¿por qué iba a ser distinto hoy?
Sin hacer caso de sus bromas Sally se volvió hacia Cal.
– ¿Es usted el doctor Pendleton?
Cal asintió con la cabeza, sin poder hablar momentáneamente. Su visión pareció nublarse, y en la cama el rostro dé Sally Carstairs fue reemplazado de pronto por otro… el rostro de un niño de la misma edad, también en cama, también dolorido. Cal sintió que el estómago le daba vueltas, y los inicios del espanto brotaron en su interior. Pero se defendió de él obligándose a guardar calma, mientras procuraba concentrarse en la niña acostada.
– Tal vez usted pueda enseñar a tío Joe a ser médico -estaba diciendo ella-. Y luego obligarlo a jubilarse.
– Ya te jubilaré yo, jovencita -rió Carson-. Ahora dime, ¿qué pasó?
Sally dejó de sonreír y se mostró pensativa.
– No estoy segura. Tropecé en el patio y me pareció que golpeaba el brazo en una piedra… -empezó.
– Pues veámoslo -dijo Carson tomando suavemente el brazo de Sally con sus grandes manos. Enrolló la manga de la niña y escudriñó con cuidado su brazo. No había rastros de contusión-. No debe de haber sido una piedra muy grande -comentó.
– Por eso me siento tonta -dijo Sally-. No había ninguna piedra. Yo estaba en el prado.
Carson se apartó y Cal Pendleton se inclinó para examinar el brazo. Hurgó con vacilación, sintiendo los ojos de Carson que lo observaban.
– ¿Te duele aquí? Sally asintió con la cabeza.
– ¿Y aquí, qué me dices?
Una vez más, Sally asintió. Cal continuó hurgando. Todo el brazo de Sally desde el codo hasta el hombro, estaba dolorido al tocarlo él. Finalmente se enderezó y se obligó a mirar a Carson.
– Podría ser una tercedura -dijo con lentitud.
Carson elevó las cejas, sin comprometer opinión. Luego volvió a bajar cuidadosamente la manga de Sally.
– ¿Te duele mucho? -preguntó. Sally lo miró enfurruñada.
– Pues no me voy a morir -dijo-. Pero no puedo hacer nada, tampoco.,
Carson le sonrió, apretándole la mano sana.
– Te diré qué haremos. El doctor Pendleton y yo hablaremos un rato con tus padres, y para ti trajimos una sorpresa.
De pronto Sally se mostró ansiosa.
– ¿De veras? ¿Qué es?
– No qué… sino quién. Parece que el doctor Pendleton trajo consigo a su ayudante, y resulta ser de tu misma edad.
Y acercándose a la puerta del dormitorio, llamó a Michelle. Un instante más tarde Michelle entraba en la habitación, vacilante. Al entrar se detuvo y miró tímidamente a Cal. Su padre presentó a las dos niñas; luego los adultos las dejaron solas para que trabaran conocimiento.
– Hola -dijo Michelle algo indecisa.
– Hola -replicó Sally. Hubo un silencio, y luego: – Puedes sentarte en la cama si quieres.
Michelle se apartó de la puerta, pero antes de llegar a la cama se detuvo de pronto, con los ojos fijos en la ventana.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sally.
Michelle sacudió la cabeza.
– No sé. Me pareció ver algo.
– ¿Afuera?
– Aja.
Sally trató de darse vuelta en la cama pero el dolor se lo impidió.
– ¿Qué era?
– No sé -respondió Michelle. Luego se encogió de hombros-. Fue como una sombra.
– Ah, eso es el olmo. Me asusta a cada rato.
Sally palmeó la cama y Michelle se instaló cautelosamente a los pies. Pero sus ojos permanecieron fijos en la ventana.
– Debes de parecerte a tu madre -dijo Sally.
– ¿Eh? -Sorprendida por la observación, Michelle apartó finalmente la mirada de la ventana y encontró los ojos de Sally.
– Dije que debes de parecerte a tu madre. Por cierto que no te pareces a tu padre.
– Tampoco me parezco a mamá. Soy adoptada.
– ¿De veras? -exclamó Sally boquiabierta. En su voz hubo un tono de respetuoso asombro que casi hizo reír a Michelle.
– Bueno, no es gran cosa.
– Creo que sí -dijo Sally-. Me parece sensacional.
– ¿Por qué?
– Bueno, quiero decir, podrías ser cualquiera, ¿verdad? ¿Quiénes crees que fueron tus verdaderos padres?
Era una conversación que Michelle había tenido antes con sus amigos en Boston y jamás había podido comprender el interés de ellos por el tema. Por cuanto a ella se refería, sus padres eran los Pendleton y nada más. Pero en vez de tratar de explicar todo esto a Sally cambió de tema.
– ¿Qué le pasa a tu brazo?
Sally, fácilmente distraída del tema de los ancestros de Michelle, giró los ojos hacia arriba en una expresión de disgusto.
– Tropecé y me lo torcí o algo así, y ahora todos están alborotando mucho por eso.
– Pero ¿no te duele? -preguntó Michelle.
– Un poquito -admitió Sally sin querer demostrar su dolor-. ¿Realmente eres ayudante de tu padre?
Michelle sacudió la cabeza.
– El doctor Carson le pidió que me trajera -sonrió-. Me alegro de que lo haya hecho.
– También yo -admitió Sally-. El tío Joe es sensacional en eso.
– ¿Es tu tío?
– En realidad, no. Pero todos los chicos lo llaman tío Joe. El ayudó a traernos al mundo a casi todos. -Tras una pausa Sally miró tímidamente a Michelle.- ¿Podría ir alguna vez a tu casa?
– Claro. ¿Nunca estuviste en ella?
Sally sacudió la cabeza.
– Tío Joe nunca recibió a nadie allí. Realmente era muy misterioso con respecto a esa casa… decía siempre que la iba a demoler, pero nunca lo hizo. Y luego, después de lo sucedido la primavera pasada, todos estaban seguros de que la demolería. Pero supongo que sabes todo sobre eso, ¿o no?
– ¿Saber sobre qué? -preguntó Michelle.
Los ojos de Sally se dilataron.
– ¿Quieres decir que nadie te habló de Alan Hanley? Alan Hanley. Así se llamaba aquel muchacho en el hospital de Boston.
– ¿Qué pasa con él?
– Tío Joe le pagó para que hiciese algo en el techo… arreglar unas tejas o algo así, creo. Y él se cayó. Lo llevaron a Boston, pero igual se murió.
– Ya sé -respondió lentamente Michelle. Luego agregó:- ¿Ese muchacho, se cayó de nuestra casa?
Sally asintió con un movimiento de cabeza.
– Nadie me lo dijo -murmuró Michelle.
– Nadie dice nunca nada a los niños -comentó Sally-. Pero igual nos enteramos siempre. -Se encogió de hombros dejando de lado la cuestión, ansiosa por volver al tema de la casa de los Pendleton.- ¿Cómo es por dentro?
Michelle se esmeró por describir la casa a Sally, que la escuchaba fascinada. Cuando Michelle terminó, Sally se reclinó en su almohada, suspirando.
– Parece como si fuera tal como siempre pensé que sería. Creo que es la casa más romántica que he visto en mi vida.
– Lo sé -admitió Michelle-. Me gusta hacer de cuenta que es solamente mi casa, y que vivo allí sola y… y…
Su voz se apagó, y Michelle se ruborizó, turbada.
– ¿Y qué? -la apremió Sally-. ¿Tienes acaso… amoríos?
Michelle asintió con la cabeza, avergonzada.
– ¿No te parece terrible? ¿Imaginarse cosas así?
– No sé, yo hago lo mismo.
– ¿De veras? ¿Cómo es el muchacho cuando lo imaginas?
– Es Jeff Benson -respondió Sally-. Vive cerca de tu casa.
– Ya sé -dijo Michelle-. Lo conocí el día en que nos mudamos aquí, en la playa. Es realmente simpático, ¿verdad? -De pronto se le ocurrió una idea:- ¿Es tu novio?
Sally sacudió la cabeza.
– Me gusta, pero creo que es el novio de Susan Peterson. Por lo menos eso dice ella.
– ¿Quién es Susan Peterson?
– Una de las chicas de la escuela. En realidad es un poco altanera, se cree algo especial. -Sally hizo una pausa, luego agregó:- Oye, tengo una idea sensacional…
Su voz descendió hasta convertirse en un susurro y Michelle se acercó para oír lo que le decía Sally. Las dos comenzaron a reír entre dientes mientras cada una agregaba detalles al plan de Sally. Cuando media hora más tarde Bertha Carstairs entró en la habitación, las niñas cambiaron una mirada conspirativa.
– ¿Se están portando bien las dos? -preguntó Bertha.
– Estamos hablando, nada más, mamá -repuso Sally con exagerada inocencia.- ¿Está bien si voy mañana a casa de Michelle?
Bertha miró a su hija, dubitativa.
– Bueno, eso depende de cómo esté tu brazo. El doctor cree posible que te lo hayas torcido.
– Por la mañana estaré bien -la interrumpió Sally-. No duele tanto. De veras que no.
En su voz había un tono implorante que Bertha Carstairs optó por ignorar.
– No fue eso lo que dijiste cuando me hiciste llamar al doctor, que estaba cenando -dijo con severidad.
– Pues ya está mejor -anunció Sally.
– Ya veremos cómo está por la mañana -replicó la señora Carstairs antes de volverse hacia Michelle-. Dice tu papá que ya es hora de irse a casa.
Michelle se levantó de la cama, se despidió de Sally y se dirigió a la cocina en busca de su padre.
– ¿Fue linda la visita? Michelle asintió con la cabeza.
– Si mañana está mejor, Sally irá a nuestra casa.
– Magnífico -replicó Cal, antes de volverse hacia Carson-. ¿Nos veremos por la mañana?
El anciano doctor asintió con la cabeza; un momento más tarde Cal y Michelle se despedían de los Carstairs. Pero cuando abrían la portezuela del automóvil, Cal tuvo una sensación peculiar y volvió a mirar hacia la puerta principal de los Carstairs. Allí, como una oscura sombra contra las luces de adentro, se alzaba la alta figura de Josiah Carson. Aunque no podía ver en la oscuridad los ojos del anciano, Cal supo que estaban fijos en él. Podía sentirlos penetrar en él, examinándolo. Presa de un repentino escalofrío, entró en el automóvil con rapidez y cerró con fuerza la portezuela. Puso el motor en marcha. Luego, impulsivamente, se estiró y palmeó una pierna a Michelle.
– No te desilusiones demasiado si Sally no viene mañana, princesa -dijo con suavidad.
– ¿Por qué? -preguntó Michelle con cara llena de preocupación-. ¿Realmente le pasa algo malo?
– No lo sé -replicó Cal-. Ninguno de nosotros pudo hallar nada particularmente mal.
– Puede que se lo haya torcido, como dijiste tú -sugirió Michelle.
– Eso dañaría el codo o el hombro, según cuál se hubiera torcido. Pero el dolor parece estar entre las articulaciones, no en ellas.
– ¿Qué van a hacer?
– Esperar hasta la mañana -repuso Cal-. Si no mejora mucho, cosa que no creo, le haremos algunas radiografías. Me temo que podría haber una fractura muy fina.
Aceleró el motor y partió. Michelle se dio vuelta para contemplar la casa.
Algo atrajo su mirada… un movimiento, o una sombra, muy cerca de la casa. Tuvo una sensación… la misma sensación que había tenido antes en el cuarto de Sally. La sensación de que alguien estaba allí. Nada que ella pudiera ver ni oír, pero algo que podía intuir. Y no era, de eso estaba segura, ningún olmo.
– ¡Papá! ¡Deten el automóvil!
De modo reflejo, el pie de Cal se movió hacia el freno. El auto se detuvo con rapidez.
– ¿Qué ocurre?
Michelle seguía con la vista fija en la casa de los Carstairs. Los ojos de Cal Pendleton siguieron a los de su hija. En la oscuridad no pudieron ver nada.
– ¿Qué pasa? -volvió a preguntar.
– No estoy segura -dijo Michelle-. Me pareció ver algo.
– ¿Qué cosa?
– No lo sé -repuso Michelle, vacilante-. Me pareció que había alguien allí…
– ¿Dónde?
– En la ventana. En la ventana de Sally. Por lo menos creo que era la ventana de Sally.
Cal Pendleton arrimó el automóvil y detuvo el motor.
– Quédate aquí. Iré a mirar -bajó del coche, cerró la portezuela y empezó a recorrer los pocos pasos que lo separaban de la casa; luego volvió al automóvil-. Princesa… cierra bien la portezuela ¿quieres? y quédate en el coche.
Michelle lo miró con disgusto.
– Oh, papá, por amor de Dios, esto es Paradise Point, no Boston.
– Pero creíste ver algo.
– Está bien -dijo Michelle a regañadientes. Estirándose, trabó la portezuela del lado del conductor, luego la suya.
Cal dio unos golpecitos en el vidrio, señalando la portezuela de atrás. Haciéndole una mueca, Michelle se estiró sobre el asiento y oprimió los botones que trababan las portezuelas del auto. Sólo entonces, Cal fue a investigar el patio de los Carstairs.
Pocos segundos más tarde regresaba; Michelle, obediente, le abrió la portezuela.
– ¿Qué era?
– Nada. Debe de haber sido una sombra.
Otra vez puso en marcha el auto e inició el trayecto de regreso. Michelle iba sentada junto a él, silenciosa.
Finalmente preguntó a su hija, si le pasaba algo.
– En realidad, no -repuso Michelle-. Solo pensaba en Sally… realmente quiero que venga mañana a casa.
– Bueno, como te dije, no cuentes con eso, princesa -respondió Cal, mientras de nuevo palmeaba cariñosamente a su hija-. ¿Te gusta este sitio, verdad? -preguntó.
– Me encanta -respondió suavemente Michelle.
Se acurrucó junto a su padre olvidando rápidamente la extraña :sombra que había visto junto a la ventana de Sally.
"Y a mí también me gusta esto", se dijo Cal Pendleton en silencio. "Me gusta muchísimo". La visita domiciliaria había salido muy bien. El no había hecho gran cosa, pero al menos no había cometido ningún error. Y eso, reflexionó, era un paso en la dirección correcta.
A la mañana siguiente, Sally Carstairs se presentó en la puerta de calle de los Pendleton. Explicó que el dolor de su brazo había desaparecido totalmente de la noche a la mañana, pero Cal le revisó igual el brazo y la interrogó cuidadosamente.
– ¿No te duele nada?
– Está muy bien, doctor Pendleton -insistió Sally-. Realmente lo está.
– Bueno -suspiró Cal, cediendo a regañadientes-. Anda entonces, y que se diviertan.
Cuando Sally abandonó el salón de adelante, Cal se rascó la cabeza y luego fue hacia el teléfono.
– ¿Josiah? ¿Habló usted con Bertha Carstairs esta mañana?
– No, en este momento iba a llamarla.
– No se moleste -dijo Cal-. Sally se encuentra aquí, y está muy bien. El dolor ha desaparecido totalmente.
– Vaya, excelente -replicó Josiah Carson.
– Pero no tiene sentido -dijo Cal-. Si era una contusión, o una tercedura o una fractura, le seguiría doliendo. Simplemente no tiene sentido.
Hubo un largo silencio en la otra punta. Por un momento, Cal no supo con seguridad si Josiah Carson seguía estando allí. Después el anciano doctor habló.
– A veces las cosas no tienen sentido, Cal -dijo con voz queda-. Eso es algo que usted tendrá que aceptar. A veces las cosas simplemente no tienen sentido.
Michelle devoraba con los ojos todos los detalles de la escuela de Paradise Point, mientras esperaba la llegada de Sally Carstairs. No se parecía en nada a Harrison… absolutamente en nada. No había rastros, como en Harrison, de pintura sucia, ni inscripciones insultantes en los pasillos; y los recipientes de basura, espaciados en orden a todo el largo del corrredor, no estaban encadenados a las paredes; en cambio, Michelle se encontró en un corredor brillantemente iluminado, pintado de un blanco inmaculado con rebordes verdes, colmado de niños que parloteaban felices… niños que parecían ansiosos de comenzar un nuevo año escolar. Entre el gentío buscó el rostro conocido de Sally, y al divisarla, la saludó con un ademán. Sally respondió al saludo, luego hizo señas a Michelle.
– Ven aquí -la llamó Sally-. ¡Estamos en el aula de la señorita Hatcher!
Michelle sintió ojos curiosos que la observaban al dirigirse hacia Sally, pero al encontrar las miradas de uno o dos de sus nuevos condiscípulos vio solamente amistad en sus rostros… nada de la desconfiada hostilidad que flotaba como una negra nube sobre la antigua escuela de Boston. Cuando llegó junto a Sally, Michelle ya estaba segura de que todo iba a salir muy bien.
– Ahora, ¿recuerdas a Jeff? -preguntó Sally; Michelle asintió con la cabeza-. Bueno, entremos. Jeff ya está aquí, pero no he visto a Susan… siempre llega tarde.
Iba a entrar en el aula, pero Michelle la detuvo.
– ¿Cómo es la señorita Hatcher?
Sally la miró, luego sonrió al ver la súbita expresión de incertidumbre en el rostro de Michelle.
– Es sensacional. Trata de fingir que es una maestra solterona, pero tiene novio y todo. Y nos deja sentarnos donde queremos. Entra.
Sally entró con Michelle en el aula, como ambas habían planeado. Fueron directamente a la fila delantera, donde Jeff Benson se había sentado en el centro del recinto. Simulando mucha inocencia, Sally ocupó el asiento a la izquierda de Jeff y Michelle el de su derecha. Jeff las saludó a las dos; luego se puso a conversar con Sally mientras Michelle trataba de observar subrepticiamente a su nueva maestra.
Corinne Hatcher parecía ser la imagen de una maestra de pueblo. Peinaba sus cabellos castaño claros en un apretado rodete, y de una cadena que le rodeaba el cuello colgaban unas gafas. Aunque Michelle no lo sabía aún, nadie la había visto jamás usar las gafas… simplemente colgaban ahí. Pero Michelle advirtió, en cambio, que había algo tras el aspecto de solterona de la señorita Hatcher. Su cara era bonita, y en sus ojos había una tibieza que suavizaba su dura apariencia. Michelle estaba segura de saber por qué la señorita Hatcher era gran favorita entre sus alumnos.
Desde su escritorio, Corinne Hatcher percibió la minuta curiosa de Michelle pero no tomó ninguna actitud que lo evidenciara. Mejor era dejar que la nueva alumna se diera cuenta sola de las cosas. En cambio, fijó los ojos en Sally Carstairs procurando deducir que se proponía. Evidentemente Sally y la nueva niña, de quien sabía el nombre pero no mucho más, ya eran amigas, pero ¿por qué no se sentaban juntas?
Corinne no se dio cuenta de cuál era el juego hasta que entró Susan Peterson: Susan se dirigió al frente del aula, con los ojos fijos en Jeff Benson. Michelle y Sally cambiaron una mirada. Sally asintió con la cabeza y las dos empezaron a reírse entre dientes. Al oír las risitas malvadas, Susan se detuvo, advirtiendo que a ambos lados de Jeff los asientos ya estaban ocupados, y que esto no era una coincidencia. Susan miró furiosa a Sally, lanzó una mirada despectiva a la desconocida, y luego ocupó el asiento inmediatamente detrás de Jeff.
Y Michelle, al ver la cólera instantánea de Susan, empezó a lamentar el haber seguido el plan de Sally. En ese momento había parecido gracioso mantener a Susan alejada del muchacho junto a quien quería sentarse, pero ahora Michelle comprendía que había cometido un error. Y además, Susan no parecía ser la clase de muchacha capaz de olvidarlo. Michelle comenzó a preguntarse qué podría hacer para corregir la situación.
Al sonar la campana, Corinne se levantó y enfrentó a la clase.
– Este año tenemos con nosotros una nueva alumna -dijo-. Michelle, ¿quieres ponerte de pie? -Sonrió alentadoramente a Michelle que enrojeció, vaciló un momento y luego, titubeando, se incorporó junto a su asiento-. Michelle viene de Boston y me imagino que esta escuela debe parecerle muy extraña.
– Es agradable declaró Michelle-. No se parece en nada a las escuelas de Boston.
– ¿Quieres decir que esas no son agradables? -se burló Sally.
Michelle enrojeció todavía más.
– No quise decir eso… -empezó-. Señorita Hatcher -suplicó-, no quise decir que no me gustara la escuela en Boston…
– Estoy segura de que no quisiste decir eso -intervino Corinne con rapidez-. ¿Por qué no te sientas, así dejamos que todos se te presenten?
Con gratitud Michelle se hundió de nuevo en su asiento y se inclinó para mirar furiosa a Sally quien a su vez le sonreía traviesamente. Cuando su sentido del humor superó a su vergüenza, Michelle empezó a reírse entre dientes, pero se detuvo con presteza al oír una voz detrás de ella.
– Dije que me llamo Susan Peterson -repitió sonoramente la voz.
Michelle se volvió, y al ver la expresión enojada de Susan, se sintió enrojecer de nuevo. Rápidamente miró al frente del aula, segura de haberse hecho accidentalmente una enemiga, y deseando otra vez no haberse dejado atrapar en la artimaña de Sally.
"Pero yo no quise perjudicar a nadie" se dijo. Procuró concentrarse en lo que decía la señorita Hatcher, pero durante la primera hora no hizo más que recordar los ojos coléricos de Susan Peterson clavados en ella. Cuando finalmente sonó la primera campana de recreo, Michelle vaciló, luego se acercó al escritorio de la maestra.
– ¿Señorita Hatcher? -titubeó. Corinne la miró sonriendo.
– ¿Ocurre algo? -preguntó, inquieta al ver la expresión preocupada de Michelle.
– Estaba pensando… ¿podría cambiar de asiento?
– ¿Ya? Pero sólo has estado en él dos horas.
– Lo sé -repuso Michelle. Arrastró los pies, incómoda, preguntándose cómo decir a la maestra lo sucedido; luego soltó toda la historia-. Iba a ser una broma… es decir, Sally me dijo que a Susan Peterson le gusta Jeff Benson y pensó que sería gracioso que ocupáramos los asientos junto a Jeff para que Susan no pudiera sentarse al lado de él. Y yo le hice caso -continuó Michelle, a punto de llorar-. No quise que Susan se enojara conmigo… es decir, ni siquiera la conozco y… y…
Su voz se apagó désvalidamente.
– Está bien -le dijo Corinne con dulzura-. Sé cómo pueden ocurrir cosas así, especialmente cuando todo es nuevo y desconocido. Ve afuera y cuando vuelvas, cambiaré de asiento a todos. -Hizo una pausa un momento y luego agregó:- ¿Con quién te gustaría sentarte?
– Pues… con Sally, creo, o con Jeff. Son las únicas personas que conozco.
– Veré qué puedo hacer -prometió Corinne Hatcher-. Ahora, anda… quedan solo diez minutos.
Nada segura de haber hecho lo debido, Michelle salió lentamente al patio de la escuela. Bajo un arce grande, en un grupo, Sally Carstairs, Susan Peterson y Jeff Benson parecían estar discutiendo acerca de algo. Sintiéndose terriblemente avergonzada, Michelle se acercó al grupo, y no se sorprendió cuando, al aproximarse ella, dejaron de hablar. Sally sonrió y la llamó, pero Susan Peterson, sin hacerle caso, se fue rápidamente en la dirección opuesta.
– ¿Susan está enojada conmigo? -preguntó ansiosamente Michelle. Sally se encogió de hombros.
– ¿Y qué, si lo está? Ya se le pasará. -Luego, antes de que Michelle pudiera decir algo más al respecto, Sally cambió de tema-. ¿No te parece sensacional la señorita Hatcher? ¡Y espera hasta que veas a su novio! Es un sueño, no hay palabras.
– ¿Quién es?
– El señor Hartwick. Es psicólogo -le dijo Sally-. Aquí viene una sola vez por semana, pero vive en el pueblo. Su hija está en sexto grado. Se llama Lisa y es horrenda.
Michelle no oyó el comentario sobre Lisa; le interesaba más el padre. Lanzó un gemido, recordando los innumerables tests que ella y sus condiscípulos habían sido obligados a soportar cada año en Boston.
– ¿Todos tendremos que hacer tests?
– No -intervino Jeff-. El señor Hartwick no hace nada, salvo que alguien se vea en aprietos. Entonces hay que hablar con él. Dice mamá que antes uno hablaba con el rector cuando estaba con aprietos. Ahora se habla con el señor Hartwick. Dice mamá que era mejor cuando uno hablaba con el rector y recibía unos azotes.
Se encogió de hombros con elocuencia, para comentar a cualquier interesado que el asunto era para él de una indiferencia suprema.
Cuando pocos minutos más tarde sonó la campana que los llamaba de vuelta a clase, Michelle había olvidado casi su turbación, pero la recordó rápidamente cuando la señorita Hatcher les mostró un diagrama de asientos en blanco. Entre los alumnos hubo un murmullo alarmado, que Corinne acalló con presteza.
– Voy a probar algo nuevo con esta clase -anunció afablemente-. Ustedes saben, siempre pensé que los alumnos de séptimo grado eran lo bastante grandes como para decidir solos dónde quieren sentarse. -Michelle se retorció, segura de que todos la miraban y de que lo que la señorita Hatcher estaba por hacer era cosa suya-. Lamentablemente, esto no parece justo para los últimos en entrar. Por eso voy a distribuir papelitos, y quiero que todos ustedes anoten junto a quién les gustaría sentarse. Tal vez podamos satisfacer a todos.
Sin poderse resistir, Michelle miró por sobre su hombro. El rostro de Susan Peterson mostraba una sonrisa relamida.
Corinne se puso a distribuir papeles, y durante algunos minutos hubo silencio en el aula. Después Corinne juntó los papeles y los estudió. Luego comenzó a trabajar en su diagrama de asientos, mientras los niños cuchicheaban, prediciendo los resultados.
Empezó la redistribución. Cuando terminó, Michelle se encontró sentada con Sally y Jeff, con Susan del otro lado de Jeff. En silencio, Michelle envió un mensaje de gratitud a la señorita Hatcher.
Al sonar la última campana, Tim Hartwick salió de la oficina que se reservaba para su uso en la escuela de Paradise Point. Cómodamente apoyado en la pared del corredor, contempló a los niños que pasaban a su lado en remolinos, apresurados por escapar hacia las cálidas tardes de fines de verano. No tardó mucho en divisar el rostro que había estado buscando. Michelle Pendleton cruzaba de prisa el pasillo con otra muchacha, a quien él reconoció como Sally Carstairs, y al pasar lo miró tímidamente. Cuando ella salió del edificio, la pudo ver susurrando algo a su amiga.
Con pensativa expresión, Tim volvió a entrar en su oficina, tomó una carpeta, la puso en su archivo, después cerró con llave la puerta de la oficina antes de encaminarse al aula de Corinne Hatcher.
– Y así comienza -dijo con voz solemne-. Otro año de jóvenes mentes que moldear, futuros a los cuales dar forma…
– Oh, cállate -rió Corinne-. Ayúdame a ordenar esto, así podremos salir de aquí.
Tim se dirigió al frente de la habitación; luego se detuvo bruscamente al ver el diagrama de asientos, apoyado todavía en la pizarra.
– ¿Qué es esto? -exclamó con voz levemente burlona-. ¿Un diagrama de asientos en el aula de Corinne Hatcher, defensora de la libertad de elección? Una ilusión más destrozada.
– Hoy hubo un problema -suspiró Corinne-. Este año tenemos una nueva alumna, y al parecer, estuvo por comenzar mal. Por eso traté de corregir la situación antes de que las cosas se salieran de su cauce.
Le dio los detalles de lo sucedido esa mañana. Cuando terminó, Hartwick dijo: -Acabo de verla.
– ¿La viste? -preguntó Corinne, mientras apilaba los papeles sobre su escritorio-. Es bonita, ¿verdad? y además, parece ser inteligente, ansiosa por agradar y cordial. No es lo que se esperaría viniendo de Boston en esta época. -Repentinamente arrugó el entrecejo, mirando a Tim con curiosidad-. ¿Cómo dices que acabas de verla? ¿Acaso sabes cuál es su aspecto?
– Esta mañana encontré en mi escritorio un legajo… la documentación de Michelle Pendleton. ¿Quieres verla?
– De ninguna manera -repuso Corinne-. Trato de no ver nunca la documentación hasta que hay alguna razón para hacerlo.
Pensaba que Tim dejaría el tema, pero no lo hizo.
– Es casi demasiado buena para ser verdad -dijo él-. No presenta ni una sola marca en contra.
Corinne se preguntó adonde quería llegar él.
– ¿Es tan raro eso? Recuerdo muchos alumnos de aquí cuyos antecedentes son inmaculados.
Tim asintió con la cabeza.
– Pero esto es Paradise Point, no Boston. Es casi como si Michelle Pendleton hubiese estado viviendo sin percibir lo que la rodea. ¿Sabías que es adoptada? -agregó tras una pausa.
Corinne cerró los cajones de su escritorio. ¿Adonde quería llegar él?
– ¿Debía saberlo acaso?
– En realidad, no. Pero lo es. Y además, lo sabe.
– ¿Eso es inusitado?
– Un poco. Pero lo decididamente inusitado es que evidentemente ella nunca ha tenido ninguna reacción al respecto. Por cuanto pudieron ver sus maestros, siempre lo ha aceptado como una simple circunstancia de la vida.
– Pues me alegro por ella -dijo Corinne, mostrando en su voz algunas huellas del fastidio que empezaba a sentir. ¿Adonde diablos quería llegar Tim? La respuesta vino casi inmediatamente.
– Creo que deberías mantenerla en observación -dijo Tim. Antes de que Corinne pudiera protestar, continuó arremetiendo-. No digo que vaya a pasar nada. Pero hay una diferencia entre Paradise Point y Boston… Por lo que sé, Michelle es la única hija adoptiva que viene acá.
– Entiendo -dijo Corinne con lentitud. Técnicamente todo se le estaba volviendo claro-. ¿Te refieres a los otros niños?
– Exacto -repuso Tim-. Ya sabes cómo pueden ser los chicos cuando uno de ellos es distinto de los demás. Si se les ocurriera, podrían hacer la vida muy desdichada para Michelle.
– Quisiera pensar que no lo harán -dijo suavemente Corinne.
Sabía en qué pensaba Tim. Pensaba en su propia hija, Lisa, que tenía once años pero tan diferente de Michelle Pendleton, que la comparación era casi imposible.
Tim prefería creer que los problemas de Lisa derivaban del hecho de que era "diferente" de sus amigos en la escuela: su madre había muerto cinco años atrás. Con generosidad Corinne admitía que eso era cierto, en parte. La muerte de su madre había sido dura para Lisa, más dura todavía que para Tim.
A los seis años había sido demasiado pequeña para entender lo sucedido; hasta el final se había negado a creer que su madre se estaba muriendo, y cuando por último sucedió lo inevitable, había sido casi demasiado para ella. Había culpado a su padre, y Tim, angustiado, había empezado a malcriarla. De una feliz niña de seis años, Lisa se había convertido en una de once huraña, rebelde, indiferente y solitaria.
– ¿Tienes que ir a tu casa esta tarde? -preguntó cuidadosamente Corinne, esperando que Tim no siguiera la cadena de pensamientos que la habrían llevado a una pregunta que parecía fuera de lugar.
Repentinamente, como si los pensamientos de Corinne la hubiesen convocado, Lisa entró en el aula. Lanzó una rápida mirada a Corinne. Su cara, que habría debido ser bonita, estaba fruncida en una expresión de sospecha y hostilidad. Corinne se obligó a sonreírle, pero los oscuros ojos de Lisa, casi ocultos bajo un flequillo demasiado largo, no mostraron la menor inclinación de amistad. Se volvió con presteza hacia su padre. Cuando habló, sus palabras sonaron, para Corinne, más como un ultimátum que como un pedido.
– Voy a casa de Alison Adams, y cenaré allí. ¿Tienes inconveniente?
Aunque arrugó el entrecejo, Tim aceptó los planes de Lisa. Con una sonrisita de satisfacción, Lisa abandonó el aula tan rápido como había entrado. Cuando se hubo marchado, Tim se mostró pesaroso.
– Bueno, parece que dispongo del resto del día -dijo.
Había querido compartir la tarde con su hija, pero en su voz no había amargura, solamente tristeza y derrota.
Entonces, viendo la expresión desaprobatoria de Corinne, procuró salir del paso.
– Por lo menos me dijo qué se propone -comentó irónicamente. Sacudió la cabeza-. Soy bastante buen psicólogo, pero como padre no soy gran cosa, ¿eh?
Corinne decidió no hacer caso de la pregunta. De no ser por Lisa y por su evidente antipatía hacia Corinne, era probable que Tim y ella se hubieran casado dos años atrás. Pero Lisa manejaba a Tim y, con gran regocijo, había logrado convertirse en un punto sensible entre Corinne y Tim.
– Compré unos filetes -dijo con animación, enlazando un brazo con el de Tim y conduciéndolo hacia la puerta-, por si acaso podías venir esta noche. Bueno, salgamos de aquí.
Juntos abandonaron el edificio de la escuela. Cuando salieron a la clara tarde estival, Corinne aspiró profundamente el aire dulce y cálido, contemplando feliz los robles y arces que se extendían con hojas todavía de un verde brillante.
– Esto me encanta -exclamó-. ¡De veras que sí!
– Esto me encanta… ¡de veras que sí! -exclamó Michelle, repitiendo, sin saberlo, las palabras que acababa de pronunciar su maestra.
Junto a ella, Sally Carstairs y Jeff Benson cambiaron una mirada y giraron los ojos hacia arriba, disgustados.
– Este pueblo es un estanque -se quejó Jeff-. Aquí nunca pasa nada.
– ¿Adonde preferirías vivir? -lo interpeló Michelle.
– En Wood's Hole -anunció Jeff sin vacilar.
– ¿Wood's Hole? -repitió Sally-. ¿Qué es eso?
– Quiero ir a la escuela allá -dijo plácidamente Jeff-. Al instituto de Oceanografía.
– ¡Qué aburrido! -exclamó Sally con vivacidad-. Y probablemente no sea diferente de Paradise Point. Estoy impaciente por irme de aquí.
– Lo más probable es que no lo hagas -se burló Jeff-. Seguramente morirás aquí, como todos los demás.
– No, yo no -insistió Sally-. Tú espera, nada más, ya verás.
Los tres iban caminando por el risco. Cuando estaban cerca del domicilio de los Pendleton, Michelle preguntó a Jeff si quería ir con ella a su casa.
Al mirar hacia la suya, Jeff vio a su madre de pie en la puerta observándolos. Entonces desvió la mirada, que pasó por el antiguo cementerio hasta detenerse en el techo de la casa de los Pendleton, apenas visible detrás dé los árboles. Recordó todo lo que su madre le había dicho con respecto al cementerio y a aquella casa.
– Me parece que no -decidió-. Prometí a mamá que cortaría el césped esta tarde.
– Oh, vamos -le insistió Michelle-. Nunca vienes a mi casa.
– Lo haré -repuso Jeff-. Pero hoy no. Es que… es que no tengo tiempo.
Un brillo travieso apareció en los ojos de Sally, que codeó a Michelle antes de preguntar con voz cuidadosamente inocente:
– ¿Qué ocurre? ¿Acaso le tienes miedo al cementerio?
– No, no le tengo miedo al cementerio -respondió bruscamente Jeff.
Ya estaban frente a su casa y él se disponía a entrar por la calzada. Sally lo detuvo con sus palabras hirientes, aunque las dirigió a Michelle.
– Se supone que hay un fantasma en el cementerio. Es probable que Jeff le tenga miedo.
– ¿Un fantasma? -repitió Michelle-. Nunca oí decir eso.
– De todos modos, no es cierto -le dijo Jeff-. He vivido acá toda mi vida, y si hubiera un fantasma, yo lo habría visto, y no lo vi, así que no hay ningún fantasma.
– Que tú lo digas no quiere decir que sea así -adujo Sally.
– Y que tú digas que hay un fantasma tampoco quiere decir que lo haya -replicó Jeff-. Hasta mañana.
Dándose vuelta, entró por la calzada; luego saludó con la mano a Michelle cuando ella le gritó "adiós". Cuando él desapareció dentro de su casa, las dos niñas continuaron su paseo, saliendo del camino, a instancias de Sally, para seguir la senda que bordeaba la orilla del risco. De pronto Sally se detuvo y sujetó a Michelle con un brazo mientras con el otro señalaba-. ¡Allí está el camposanto! ¡Entremos!
Michelle contempló el diminuto cementerio, cubierto de maleza. Hasta ese día, apenas si lo había visto desde el automóvil.
– Pues no sé -dijo, escudriñando inquieta los descuidados sepulcros.
– Oh, vamos -insistió Sally -. Entremos.
Y echó a andar hacia un sitio donde la baja cerca de estacas que rodeaba el cementerio se había caído al suelo. Michelle iba a seguirla cuando se detuvo diciendo:
– Tal vez no deberíamos.
– ¿Por qué no? ¡Puede que veamos al fantasma!
– Los fantasmas no existen -declaró Michelle-. Pero me parece simplemente que no deberíamos entrar. ¿Quiénes están sepultados allí, de todos modos?
– Muchísima gente. Principalmente la familia de tío Joe. Todos los Carson están enterrados aquí. Salvo los últimos… que están sepultados en el pueblo. Ven… las lápidas son sensacionales.
– Ahora no -repuso Michelle, buscando en su mente algún modo de distraer a Sally. Aunque no estaba segura del por qué, el camposanto la atemorizaba-. Tengo hambre. Vamos a mi casa y comamos algo. Después, quizá más tarde, podemos volver aquí.
Sally se mostró reacia a abandonar la expedición, pero ante la insistencia de Michelle, aceptó. Las dos niñas siguieron un rato por el sendero, en un silencio inquieto que finalmente Michelle rompió.
– ¿Realmente se supone que hay un fantasma?
– No estoy segura -replicó Sally-. Algunos dicen que lo hay y algunos dicen que no.
– ¿Quién se supone que es el fantasma?
– Una niña que vivió aquí hace mucho tiempo.
– ¿Qué le pasó? ¿Por qué está todavía aquí?
– No lo sé. Creo que nadie lo sabe. Nadie está seguro siquiera de si ella está realmente aquí o no.
– ¿La viste alguna vez?
– No -repuso Sally, con un titubeo tan leve, que Michelle no supo con certeza si realmente había existido.
Pocos minutos más tarde, las dos niñas penetraron ruidosamente por la puerta del fondo a la enorme cocina, donde June amasaba un pan.
– ¿Tienen hambre? -preguntó.
– Sí, sí.
– Hay bizcochitos en el frasco y leche en el refrigerador. Pero antes lávense las manos. Las dos.
June volvió a su masa, sin hacer caso de la mirada de exasperación que cambiaron Michelle y Sally ante ese recordatorio de la infancia que ya tenían prisa por dejar atrás. Sin embargo, ninguna de ellas pensó en la posibilidad de desconocer la orden. Un instante después, June oyó correr el agua en el fregadero de la cocina.
– Estaremos arriba, en mi cuarto -anunció Michelle, mientras llenaba dos vasos con leche y amontonaba bizcochitos en un plato.
– Con tal que no llenen todo de migas -dijo plácidamente June, sabiendo que ellas se miraban de nuevo.
– ¿Tu madre es así también? -preguntó Michelle mientras subían la escalera.
– Peor -declaró Sally-. La mía aún me obliga a comer en la cocina.
– ¿Qué se puede hacer? -suspiró Michelle sin esperar respuesta.
Condujo a Sally a su habitación y cerró la puerta. Sally se echó sobre la cama exclamando:
– Me encanta esta casa. Y este cuarto, y los muebles y… -Su voz se detuvo de pronto y sus ojos se fijaron en la muñeca instalada en el alféizar de la ventana.- ¿Qué es eso? -susurró-. ¿Es nueva? ¿Cómo es posible que no la haya visto antes?
– Estaba allí mismo la última vez que estuviste aquí -replicó Michelle.
Sally se levantó y cruzó el cuarto.
– ¡Michelle, parece antiquísima!
– Lo es, creo -asintió Michelle-. La encontré en el armario cuando nos mudamos. Se hallaba en un estante, bien atrás.
Sally levantó la muñeca, examinándola cuidadosamente.
– Es hermosísima -dijo con suavidad-. ¿Cómo se llama?
– Amanda.
Sally miró a Michelle con ojos dilatados.
– ¿Amanda? ¿Por qué la bautizaste así?
– No lo sé. Solo quería un nombre a la antigua, y el de Amanda… bueno, se me ocurrió, creo.
– Qué misterioso -dijo Sally, sintiendo que se le hacía piel de gallina-. Así se llama el fantasma.
– ¿Qué? -preguntó Michelle. No tenía sentido.
– Así se llama el fantasma -repitió Sally-. El nombre está en una de las lápidas. Ven conmigo, te lo mostraré.
Sally iba adelante cuando las dos niñas abandonaron el sendero y se dirigieron hacia la ruinosa cerca que rodeaba el cementerio.
Era un solar diminuto, de apenas quince metros cuadrados, y las tumbas parecían olvidadas. Muchas lápidas habían sido derribadas, o habían caído, y casi todas las que seguían en pie tenían un aspecto inestable, como si solo esperaran una buena tormenta para abandonar su solitaria custodia de los muertos. Un roble dañado por los rayos, seco desde hacía mucho, se erguía esqueléticamente en el centro del solar, extendiendo desamparadamente sus ramas hacia el cielo. Era un lugar siniestro, y Michelle vacilaba en entrar.
– Ten cuidado -advirtió Sally a Michelle-. Hay clavos que sobresalen y no se los ve entre la maleza.
– ¿Nadie se ocupa de este lugar? -preguntó Michelle-. Los cementerios de Boston nunca tienen este aspecto.
– No creo que a nadie le importe ya -respondió Sally-. Tío Joe dice que a él ni siquiera lo enterrarán aquí… dice que hacerse enterrar es una pérdida de tiempo y no hace más que ocupar mucho terreno que podría usarse para otra cosa. Una vez amenazó inclusive con retirar todas las lápidas y dejar que el pasto creciera aquí.
Michelle se detuvo mirando a su alrededor.
– Más valdría que lo hubiera hecho -comentó-. Esto da escalofríos.
Michelle esquivó la maraña de malezas al cruzar el camposanto.
– Espera a ver lo que hay por aquí.
Michelle estaba por seguirla cuando de pronto sus ojos se posaron en una de las lápidas. Se alzaba en un ángulo extraño, como si estuviese por caer bajo su propio peso. Lo que había atraído los ojos de Michelle era la inscripción. La volvió a leer:
LOUISE CARSON Nacida 1850
MUERTA EN EL PECADO 1880
– ¿Sally?
Delante de ella, Sally Carstairs se detuvo y se volvió para ver qué había ocurrido.
– ¿Alguna vez viste esto? -continuó Michelle, señalando una lápida.
Ya antes de regresar a mirar, Sally supo cuál era. Segundos más tarde estaba de pie junto a Michelle, contemplando con fijeza la extraña inscripción.
– ¿Qué significa? -preguntó Michelle.
– ¿Cómo voy a saberlo?
– ¿Lo sabe alguien?
– Lo ignoro -repuso Sally-. Una vez le pregunté a mi madre pero tampoco ella sabía. Fuera lo que fuese, sucedió hace cien años.
– Pero es horripilante -dijo Michelle-. ¡"Muerta en el pecado"! ¡Suena tan… tan puritano!
– Y bueno, ¿qué esperabas tú? ¡Esto es Nueva Inglaterra!
– Pero, ¿quién fue ella?
– Una antepasada del tío Joe, supongo. Todos los Carson lo fueron. -Tomó el brazo a Michelle y la tironeó diciendo:- Ven conmigo… la que yo quería mostrarte está allá, en el rincón.
De mala gana, Michelle se dejó apartar de la extraña sepultura, pero mientras se abría paso a través del cementerio, seguía pensando en la peculiar inscripción. ¿Qué podía querer decir? ¿Quería decir algo? Entonces Sally se detuvo señalando.
– Allí -susurró a Michelle-. Mira eso.
Los ojos de Michelle exploraron el terreno adonde señalaba Sally. Al principio no vio nada. Luego, casi perdida bajo las zarzas, vio una pequeña losa de piedra. Se arrodilló y apartó a un costado las espinosas ramas, quitando el polvo de la piedra con la mano libre.
Era un simple rectángulo de granito, sin adornos y gastado por los años. En él se leía una sola palabra:
AMANDA
Michelle aspiró bruscamente el aliento; después examinó la piedra con más atención, pensando que debía tener grabado algo más que solamente el nombre. No lo tenía.
– No comprendo -susurró-. No dice cuándo nació, y cuándo murió, ni su apellido ni nada. ¿Quién era?
Con ojos dilatados Michelle miró fijamente a Sally quien se arrodilló con presteza junto a ella.
– Era una niña ciega -repuso Sally en voz baja-. Debe de haber sido de la familia Carson. Y debe de haber vivido aquí hace mucho tiempo. Dice mi madre que cree que se cayó un día del risco.
– Pero ¿por qué en la lápida no figura su apellido, ni cuándo nació, ni cuándo murió? -insistió Michelle, cuyos ojos, que reflejaban su fascinación, estaban fijos en la gastada losa de granito.
– Porque no está enterrada aquí -susurró Sally-. Jamás encontraron su cuerpo. Debe haber sido arrastrada al mar o algo así. De todos modos, mamá me contó que pusieron esta piedra aquí tan solo como cosa temporaria. Pero como nunca encontraron su cuerpo, jamás colocaron una verdadera lápida.
Michelle sintió que un escalofrío la atravesaba.
– Ahora jamás encontrarán el cuerpo -dijo.
– Lo sé. Por eso dicen que el fantasma estará siempre por aquí. Los chicos dicen que Amanda no se irá hasta que se encuentre su cuerpo. Y como el cuerpo nunca será encontrado…
La voz de Sally calló, mientras Michelle procuraba absorber lo que acababa de escuchar. Casi involuntariamente extendió la mano y la posó un momento sobre la piedra; después la retiró con rapidez y se incorporó diciendo:
– Los fantasmas no existen. Ven, vamos a casa.
Decidida, se dispuso a salir del cementerio, pero cuando advirtió que Sally no la seguía, se detuvo y miró atrás. Sally estaba todavía arrodillada junto al extraño monumento, pero cuando Michelle la llamó, se puso de pie y corrió hacia ella.
Ninguna de las niñas habló hasta que estuvieron fuera del cementerio y de regreso a la casa de los Pendleton.
– Tendrás que admitir que es misterioso -dijo Sally.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Michelle evasivamente.
– A que hayas elegido ese nombre para tu muñeca. Quiero decir que esa habría podido ser la muñeca de ella, olvidada muchos años en ese estante, esperando solamente a que tú la encontraras.
– Qué estupidez -exclamó categóricamente Michelle, pues no quería admitir que lo dicho por Sally era exactamente lo que ella misma había estado pensando-. Habría podido darle cualquier nombre a esa muñeca.
– Pero no lo hiciste -insistió Sally-. La llamaste Amanda. Debe haber habido una razón.
– Fue solamente una coincidencia. Además, Jeff ha vivido aquí toda su vida, y si hubiera un fantasma, él lo habría visto.
– Tal vez lo vio -dijo Sally pensativa-. Tal vez por eso no quiere ir a tu casa.
– No viene porque está ocupado. Tiene que ayudar a su madre -se apresuró a decir Michelle. Su voz se estaba volviendo estridente, y se sintió encolerizada. ¿Por qué hablaba así Sally?- ¿No podemos hablar de otra cosa? -inquirió.
Sally la miró con curiosidad, luego sonrió.
– Bueno. De todos modos, empiezo a asustarme yo misma.
Agradecida por la comprensión de su amiga, Michelle extendió una mano y apretó amistosamente el brazo de Sally.
– ¡Ay! -chilló Sally, dando un respingo y apartándose de Michelle.
"Su brazo", pensó Michelle. "Otra vez le duele el brazo, igual que la semana pasada. Pero, no le sucedió nada, hoy no". Michelle se estremeció, aunque tuvo cuidado de no demostrar su repentina inquietud.
– Perdona -dijo, frotando ligeramente el brazo de Sally-. Pensé que ya estaba mejor.
– Yo también lo pensé -replicó Sally, mirando hacia el cementerio-. Pero parece que no. -Repentinamente quiso alejarse de ese lugar-. Volvamos a tu casa -pidió-. Esto me está dando escalofríos.
Las dos niñas se encaminaron de prisa a la antigua casa en el risco. Cuando llegaron a la puerta trasera, Michelle se estremeció un poco, mirando la niebla de la tarde que se juntaba en el aire, sobre el mar. Después abrió la puerta de un tirón y entró en pos de Sally.
– Papá…
Los Pendleton se hallaban reunidos en la sala delantera, en una habitación que habían adoptado rápidamente como guarida familiar, debido a que la sala de recibo por ser demasiado grande y oscura, no era de su agrado. Cal Pendleton estaba sentado en su sillón grande, con los pies apoyados en un escabel, y Michelle estirada en el suelo, cerca de él, con un libro abierto delante. Estaba apoyada en los codos, con la barbilla descansando en las palmas de sus manos; Cal no podía entender cómo no le dolía el cuello. "La flexibilidad juvenil", decidió. En un sillón antiguo de aspecto espantosamente duro, al lado de la chimenea, June tejía laboriosamente un abrigo para el futuro hijo, alternando las rayas -azules y rosadas- para mayor seguridad.
– ¿Qué? -repuso Cal, todavía concentrado en la revista médica que estaba leyendo.
– ¿Crees en los fantasmas?
Cal apartó la mirada de la página que venía leyendo. Mirando a su esposa, vio que June había abandonado su tejido. Con una sonrisa vacilante, se volvió hacia su hija.
– ¿Si creo en qué? -preguntó.
– ¿Crees en fantasmas?
La sonrisa de Cal se apagó al comprender que Michelle hablaba en serio. Cerró entonces la revista, preguntándose qué había originado una pregunta tan extraña.
– ¿No hablamos de eso hace cinco años? -preguntó con indulgencia-. ¿Alrededor de -la misma época en que hablamos de Santa Claus y el conejo de Pascua?
– Bueno, tal vez no fantasmas -titubeó Michelle-. No como esos, de todas maneras. Espíritus, supongo.
– ¿De qué estás hablando? -intervino June. Michelle empezó a sentirse tonta. En ese momento, en la tibieza y la comodidad del cuchitril, las ideas que la habían preocupado toda la tarde parecían necias. Tal vez no habría debido mencionarlas para nada. Reflexionó un momento, luego decidió contarles lo sucedido.
– ¿Conocen ese viejo camposanto que está entre aquí y la casa de los Benson? -empezó-. Sally me lo mostró hoy.
– No me digas que viste fantasmas en el camposanto -exclamó Cal.
– No, no los vi -repuso Michelle desdeñosamente-. Pero allí hay una lápida extraña. Tiene… tiene el nombre de mi muñeca antigua.
– ¿Amanda? -dijo June-. Sí que es extraño.
Michelle asintió con la cabeza.
– Y dice Sally que en esa tumba no hay ningún cuerpo. Dice que Amanda fue una niña ciega que se cayó del risco hace mucho tiempo.
Vaciló un instante, sin saber bien si debía continuar. Intuyendo su indecisión, Cal la apremió.
– ¿Qué más dijo Sally?
– Dijo que algunos chicos creen que el fantasma de Amanda sigue estando por aquí -respondió Michelle con voz queda.
– No le creíste, ¿o sí? -preguntó CaL
– No… -repuso Michelle, pero en su tono de voz se notó que río estaba segura.
– Pues puedes creerme, princesa -declaró Cal-. No existen fantasmas, espíritus, cucos, aparecidos, poltergeists ni otros desatinos semejantes, y no debes permitir que nadie te diga que los hay.
– Pero es misterioso que yo haya bautizado Amanda a la muñeca -protestó Michelle-. Sally piensa que la muñeca inclusive puede haberle pertenecido.
– Es una mera coincidencia, cariño -June levantó su tejido, contó velozmente sus puntos y reanudó su labor-. Esas cosas pasan a cada rato. Así empiezan los cuentos de fantasmas. Algo extraño sucede, por pura coincidencia, pero hay personas que se niegan a creer que haya sido por simple casualidad. Quieren creer que hay otra cosa… suerte, fantasmas, destino, lo que sea. -Al ver que Michelle seguía sin estar convencida, June abandonó de nuevo su tarea-. Está bien -dijo-. ¿Cómo fue que elegiste el nombre para tu muñeca?
– Bueno, quería un nombre que sonara anticuado… empezó Michelle.
– Bien. Así quedan fuera muchos nombres. El tuyo, el mío, y muchos otros que no suenan anticuados. Los anticuados como Agatha, Sophie y Prudence…
– Son todos feos -protestó Michelle.
– Lo cual reduce todavía más la lista -razonó June-. Ahora bien: querías un nombre que fuera "anticuado" pero no feo, y si empiezas con la A, como hacemos casi todos, casi el primero que se te ocurre es…
– ¡Amanda! -terminó Michelle, sonriendo-. Y yo creí que se me había ocurrido, simplemente -murmuró.
– Bueno, en cierto modo así fue -dijo June-. La mente funciona tan rápido, que ni siquiera te diste cuenta de que había pasado por tanto razonamiento. Y así, encanto, es como nacen los cuentos de fantasmas… ¡por coincidencias! Ahora vete a la cama o mañana te quedarás dormida en la escuela.
Michelle se puso de pie y se acercó a su padre. Le deslizó los brazos en torno al cuello y lo abrazó diciendo:
– A veces soy realmente tonta, ¿verdad?
– No más que el resto de nosotros, princesa -repuso Cal. La besó dulcemente, luego le dio una palmada en el trasero-. Vamos, vete a la cama.
Escuchó subir a Michelle, luego miró a su esposa con afecto.
– ¿Cómo lo haces? -preguntó admirado.
– ¿Cómo hago qué? -respondió distraída June.
– Pensar explicaciones lógicas de cosas que no parecen lógicas.
– Talento -replicó June-. Solo talento. Además, si te hubiera dejado pensar una explicación, habríamos estado levantados toda la noche, y habríamos terminado creyendo todos en fantasmas.
Se puso de pie y empujó las brasas, acomodándolas abajo, sobre la parrilla, mientras Cal apagaba las luces. Después, tomados de la mano, también ellos subieron la escalera.
Acostada en su cama, Michelle escuchaba los sonidos de la noche… el oleaje que golpeaba la playa, abajo; los últimos grillos del verano que chirriaban felices en la oscuridad, la ligera brisa murmurando en los árboles, alrededor de la casa. Pensaba en lo que había dicho su madre. Tenía sentido. Y sin embargo… parecía haber algún error en la explicación. Tenía que haber algo más. "Qué tontería", se dijo. "No hay nada más”. Pero mientras los ruidos nocturnos la arrullaban al dormirse, Michelle tuvo la sensación de que sí había otra cosa.
Algo nefasto.
Acaso no debía haber bautizado Amanda a la muñeca…
Cuando Michelle despertó, los ruidos nocturnos habían cesado. Permaneció quieta en la cama, escuchando. En torno a ella, el silencio era casi palpable.
Y entonces lo sintió.
Algo la estaba observando.
Algo que estaba en su habitación. Quiso estirarse las cobijas sobre la cara y ocultarse de aquello que había venido hasta ella, pero supo que no podía.
Fuera lo que fuese, tenía que mirarlo.
Lentamente, Michelle se sentó en su cama, escudriñando con ojos dilatados y asustados, los oscuros rincones del dormitorio.
Junto a la ventana.
Estaba en el rincón, junto a la ventana… una negra silueta, algo de pie allí, de pie e inmóvil, observándola.
Y entonces, mientras ella miraba, empezó a acercársele.
Penetró en el cuarto, en la luz de la luna cuyo brillo plateado entraba por la ventana.
Era una niña, no mayor que ella misma.
Inexplicablemente, el temor comenzó a abandonar a Michelle y fue reemplazado por la curiosidad. ¿Quién era ella? ¿Qué quería?
La niña se acercó más a ella, y Michelle pudo ver que estaba ataviada de manera extraña. Su vestido era negro y llegaba casi al suelo, con grandes mangas abullonadas que terminaban ajustadas en sus muñecas. Sobre la cabeza, casi ocultándole la cara, tenía puesto un bonete negro.
Michelle observaba, paralizada, a la extraña figura que se le aproximaba. A la luz de la luna, la niña volvió la cabeza, y Michelle vio su rostro…
Era un rostro blanco, con la boca pequeña y una naricilla respingada.
Entonces Michelle vio los ojos.
De un blanco lechoso, y brillando tenuemente a la luz de la luna, miraron a Michelle sin verla; y cuando los ojos sin vista se fijaron en Michelle, la niña levantó un brazo y la señaló.
De nuevo inundada por el miedo, Michelle empezó a gritar.
Sus propios gritos la despertaron.
Aterrada, miró a su alrededor el dormitorio vacío, buscando la extraña figura negra que había estado allí apenas un segundo atrás.
El cuarto estaba desierto.
En torno a ella, continuaban monótonos los ruidos nocturnos; la marejada golpeando abajo, incesante, la brisa pulsando siempre los pinos.
Entonces se abrió la puerta de su habitación y allí estaba su padre.
– Princesa… princesa ¿te sientes bien? -Sentado en su cama, con los brazos alrededor de ella, la consolaba.
– Fue una pesadilla, papá -susurró Michelle-. Era espantoso, papá, y tan real. Había alguien aquí. Aquí mismo, en la habitación.
– No, pequeña, no -la consoló Cal Pendleton-. Aquí no hay nadie más que yo. Solamente tú y yo y tu madre. Fue tan solo un sueño, preciosa.
Cal permaneció con ella largo rato, hablándole, tranquilizándola, finalmente, casi al amanecer la besó suavemente y le dijo que se durmiera. Le dejó la puerta abierta.
Michelle permaneció un rato tendida, inmóvil, procurando olvidar el sueño aterrador. No pudiendo dormirse, se levantó de la cama y se acercó al asiento de la ventana. Levantó la muñeca y se sentó en la ventana, contemplando la oscuridad de los últimos momentos de la noche. Cuando la niebla empezaba a levantarse, Michelle creyó de pronto ver algo… una figura de pie en el risco, hacia el norte, cerca del antiguo cementerio.;
Miró de nuevo, esforzando los ojos, pero las brumas giraban en el viento y no pudo ver nada.
Llevándose consigo su muñeca antigua, Michelle volvió a su cama. Cuando el primer gris de la aurora penetraba lentamente en el cielo, se durmió de nuevo.
Junto a ella, con la cabeza apoyada en la almohada, la muñeca ciega miraba hacia arriba inexpresivamente.
Al salir de la habitación de Michelle, Cal no fue directamente a acostarse. En cambio se puso una bata, buscó su pipa y su tabaco y bajó la escalera.
Por un rato anduvo sin rumbo por la casa; luego se instaló finalmente en la pequeña sala de recibo formal, al frente de la planta alta. Con los pies apoyados en alto, encendió su pipa y dejó que sus pensamientos flotaran a la deriva.
Estaba otra vez en Boston, la noche en que aquel niño había muerto… la noche en que su vida había cambiado.
Ahora ni siquiera podía recordar el nombre de aquel niño.
No podía o no quería.
Esa era parte del problema. Había demasiados cuyos nombres no podía recordar y que habían muerto.
¿Cuántos habían muerto por culpa suya?
Del último, el niño llegado de Paradise Point estaba seguro. Pero tal vez hubiese habido otros. ¿Cuántos otros? En fin, ya no habría más.
Sus pensamientos volvían constantemente a ese niño.
Alan Hanley. Así se llamaba. Cal pudo recordar el día en que Alan Hanley había sido llevado a la Clínica General de Boston.
La ambulancia había llegado al caer la tarde, con Alan Hanley inconsciente y Josiah Carson atendiéndolo. El niño se había caído de un tejado.
Ese mismo tejado, como Cal sabía ahora, aunque en ese momento no había tenido importancia.
Josiah Carson había hecho lo que pudo, pero cuando comprendió que las heridas del muchacho eran demasiado graves para ser tratadas en la Clínica de Paradise Point, lo había llevado a Boston.
Y Cal Pendleton lo había atendido.
Al principio había parecido un caso bastante sencillo… algunos huesos rotos y probables lesiones craneanas. Cal había hecho lo mejor posible, inmovilizando la rotura y buscando lesiones internas. Fue entonces cuando había encontrado algo que creyó era un coágulo de sangre formándose dentro de la cabeza del niño. Le había parecido que era una emergencia, y por eso, con Josiah Carson a su lado, observando, había operado.
Alan Hanley murió en la mesa de operaciones.
Y no había ningún coágulo de sangre, ninguna razón para operar.
Aquel incidente había alterado seriamente a Cal, lo había alterado más que cualquier otro suceso de su vida.
No era, y lo sabía, la primera vez que había diagnosticado algo equivocadamente. Casi todos los médicos diagnostican mal de vez en cuando. Pero para Cal Pendleton la muerte de Alan Hanley fue un punto de viraje.
Desde ese momento, jamás había dejado de preguntarse si cometería otro error, y si otro niño iba a morir por culpa suya.
En el hospital todos le decían que lo estaba tomando demasiado en serio, pero la muerte de ese niño continuaba atormentándolo.
Finalmente se había tomado un día libre, yendo en auto a Paradise Point para hablar con Josiah Carson acerca de Alan Hanley…
Josiah Carson lo recibió con indiferencia, y al principio Cal creyó que estaba perdiendo el tiempo. Carson lo culpaba por la muerte de Alan Hanley; pudo verlo en los penetrantes ojos azules del anciano, pero mientras hablaban, algo empezó a cambiar en Carson. Cal tuvo la seguridad de que el viejo doctor le estaba diciendo cosas que no le había dicho a nadie más.
– ¿Alguna vez vivió solo? -le preguntó súbitamente Carson. Pero antes de que él pudiera contestar nada, Carson empezó de nuevo a hablar-. He vivido aquí solo durante años, atendiendo a la gente de por aquí, y manteniéndome casi siempre aislado. Supongo que habría debido seguir así, seguir tratando de hacer yo mismo todos los arreglos de la casa. Pero estoy envejeciendo y pensé… bueno, no importa lo que pensé.
Cal se movió incómodo, preguntándose qué estaba tratando de decirle el anciano.
– ¿Qué pasó ese día? -preguntó-. Quiero decir, antes de que llevara a Alan Hanley a Boston.
– Es difícil decirlo -replicó Carson en voz baja -. Venía teniendo problemas con el techo; hacía falta reemplazar algunas tejas. Iba a hacerlo yo mismo, pero entonces cambié de idea. Pensé que sería mejor buscar a alguien un poco más joven -continuó, mientras su voz se apagaba hasta convertirse en un mero susurro-. Pero Alan era demasiado joven. Debí haberlo sabido… tal vez sí lo sabía. Tenía solo doce años… Bueno, como sea, lo dejé subir allí.
– ¿Y qué pasó?
Carson lo miró con fijeza, vacíos los ojos, el rostro caído de cansancio.
– ¿Qué pasó en la sala de operaciones? -preguntó.
Cal se retorció.
– No lo sé. Todo parecía estar yendo tan bien. Y entonces él murió. No sé qué pasó.
Carson asintió con la cabeza.
– Y eso es lo que ocurrió en el techo. Yo lo estaba mirando y todo parecía estar yendo muy bien. Y entonces se cayó. -Hubo un largo silencio, roto por Carson-. Ojalá lo hubiera salvado usted.
Una vez más, Cal se retorció, pero de pronto Carson le sonrió diciendo:
– No es culpa suya. No es culpa suya, y no es culpa mía. Pero supongo que podría usted decir que, juntos, es nuestra culpa. Hay ahora un lazo entre nosotros, doctor Pendleton. ¿Qué sugiere que hagamos?
Cal no tuvo respuesta. Las palabras de Josiah Carson lo habían atontado.
Y entonces, como si comprendiera los problemas que habían estado atormentando a Cal desde el día en que Alan Hanley había muerto, Josiah había formulado una sugerencia. Tal vez Cal debiera pensar en abandonar a su clientela de Boston.
– ¿Y hacer qué cosa? -inquirió Cal con voz hueca.
– Véngase aquí. Hágase cargo de una clientela pequeña, poco exigente, que le entregará un viejo médico cansado. Aléjese de la presión de la Clínica General de Boston. Usted está asustado ahora, doctor Pendleton…
– Me llamo Cal.
– Cal, pues. Como quiera que sea, está asustado. Cometió un error y cree que cometerá más. Y si se queda en la Clínica General de Boston, los cometerá. El mismo miedo lo obligará a hacerlo. Pero si viene usted aquí, podré ayudarlo. Y usted podrá ayudarme a mí. Quiero abandonar, Cal. Quiero abandonar a mi clientela y quiero abandonar mi casa. Y quiero vendérselo todo a usted. Créame; haré que valga la pena para usted.
Para Cal, todo eso tenía sentido. Una clientela tranquila, con la cual no sucedía gran cosa.
Y no había gran cosa que pudiera andar mal.
Ni mucho espacio para cometer errores.
Tiempo de sobra para pensar cada caso y para asegurarse de que lo manejara bien.
Y nadie cerca para darse cuenta de que ya no se sentía competente para ser médico. Nadie, salvo Josiah Carson, c|ue lo comprendía y simpatizaba con él.
Así habían llegado a Paradise Point, aunque inicialmente June había estado en contra. Cal recordó sus palabras cuando él le había explicado la idea.
– Pero, ¿por qué la casa? Entiendo por qué quiere ceder su clientela, pero ¿por qué insiste en que tomemos la casa también? Es demasiado grande para nosotros… ¡No necesitamos tanto lugar!
– Lo sé -replicó Cal-. Pero nos la vende barata y es un excelente negocio. Creo que deberíamos considerarnos afortunados.
– Es que no tiene ningún sentido -se quejó June-. A decir verdad, es casi morboso. Estoy segura de que él quiere desprenderse de esa casa debido a lo que le sucedió a Alan Hanley. ¿Por qué está tan ansioso de que la ocupemos nosotros? Para lo único que servirá es para que tú también recuerdes constantemente a ese niño. Es una locura, Cal. El pretende algo de ti. No sé qué es, pero recuerda lo que te digo. Algo va a suceder.
Pero hasta entonces no había sucedido gran cosa.
Un mal momento con Sally Carstairs, pero él lo había superado.
Y ahora su hija empezaba a tener pesadillas.
De pie frente a su caballete, June procuraba concentrarse en su labor. Era difícil. No era el cuadro lo que la inquietaba… en realidad, le complacía lo que había logrado: estaba surgiendo un paisaje marino, un tanto abstracto, pero reconocible, sin embargo, como la vista desde su estudio. No, el problema no estaba en el trabajo.
El problema era Michelle, pero June aún no había podido determinar por qué estaba preocupada. La pesadilla de la noche anterior no había sido la primera. Por cierto Michelle había tenido su porción normal de malos sueños. Pero cuando Cal había vuelto a la cama poco antes del amanecer, y le había contado el sueño de Michelle, June había tenido una sensación de inquietud. La había seguido teniendo aún cuando se durmió otra vez; la seguía teniendo en este momento.
Con un suspiro de frustración, June dejó a un lado sus pinceles y se acomodó en el taburete, su asiento favorito.
Sus ojos se pasearon intranquilos por el estudio. Estaba satisfecha con lo que había logrado en tan poco tiempo: los últimos desechos viejos ya no estaban, las paredes habían sido fregadas y vueltas a pintar, y el ribete verde había recuperado su alegría originaria. Sus utensilios estaban ordenadamente guardados bajo el mostrador, y en el armario había instalado un bastidor que le permitía tener sus telas verticales y separadas. Ahora, lo único que le hacía falta era dejar de preocuparse y empezar a pintar.
Estaba por intentarlo una vez más, cuando hubo un fugaz movimiento del otro lado de la ventanita que había en el costado del edificio; después un golpecito en la puerta.
– ¿Hola? -preguntó una voz de mujer, vacilante, casi tímida, como si la persona que había llegado a la puerta hubiera estado a punto de irse otra vez sin anunciarse en absoluto.
June iba a levantarse para abrir la puerta, luego cambió de idea.
– Entre -gritó-. Está abierto.
Hubo una ligera pausa; después la puerta se abrió y una mujer menuda, con el cabello pulcramente recogido en un rodete y el vestido cubierto con un delantal floreado, entró titubeante en el estudio.
– Ah, ¿está trabajando? -preguntó la mujer, disponiéndose a retroceder y salir-. Lo lamento terriblemente… no quise molestarla.
– No, no -protestó June poniéndose de pie-. Entre, por favor. La verdad es que estaba solamente pensando.
Una extraña expresión pasó por el rostro de la mujer. ¿Era desaprobación? Luego desapareció rápidamente. Avanzó treinta o cuarenta centímetros en la habitación.
– Soy Constance Benson -dijo-. La madre de Jeff. De la casa vecina…
– ¡Por supuesto! -replicó June con entusiasmo-. En realidad habría ido a verla antes, pero temo que… -Interrumpió la frase, mirando irónicamente su hinchado vientre de embarazada-. Pero realmente eso no es ninguna excusa, ¿verdad? Quiero decir que en realidad debería caminar cantidades enormes de kilómetros cada día, y en cambio me quedo aquí sentada, pensando cosas. Bueno, tres semanas más y el crío debe llegar. ¿Quiere usted sentarse?
Señaló un sofá que había sido rescatado del desván de la casa, pero la señora Benson no se acercó a él. En cambio miró el estudio a su alrededor sin ocultar su curiosidad.
– Por cierto que usted ha hecho maravillas con esto, ¿verdad? -comentó.
– Principalmente limpieza, nada más, y un poco de pintura -repuso June. Entonces vio que la señora Benson miraba el suelo con fijeza-. Y por supuesto, todavía me falta sacar esa mancha -agregó, en tono casi de disculpa.
– No cuente con ello -le dijo Constance Benson-. No sería usted la primera que lo intentó, y no sería tampoco la última que fracasará.
– ¿Cómo dice? -preguntó June, confusa.
– Esa mancha estará allí, mientras este edificio esté aquí -dijo la señora Benson enfáticamente.
– Pero ya ha desaparecido casi toda -protestó June-. Mi marido raspó la mayor parte y parece estar desapareciendo con el fregado.
Constance Benson sacudió la cabeza dubitativamente.
– No sé -dijo-. Tal vez ahora que no hay ningún Carson aquí…
No dijo más, pero siguió arrugando el entrecejo.
– No entiendo -repuso June débilmente-. ¿Qué es la mancha? ¿Acaso sangre?
– Tal vez -replicó Constance Benson-. No creo que nadie pueda decirlo con seguridad, después de tantos años. Pero si alguien lo sabe, habría que preguntárselo al doctor Carson.
– Comprendo -dijo June, sin comprender nada en realidad-. Supongo que entonces debo preguntárselo a él, ¿no es así?
– A decir verdad, vine a verla con respecto a esas niñas -anunció la señora Benson.
Ahora tenía los ojos firmemente clavados en June. En ellos había algo casi acusatorio, y June se preguntó si Michelle y Sally habrían molestado de algún modo a Constance Benson.
– ¿Se refiere usted a Michelle y a Sally Carstairs?
Al ver la expresión preocupada de June, la señora Benson sonrió levemente; era la primera vez que expresaba afecto desde su llegada al estudio. De pronto su cara fue casi linda.
– No se preocupe -se apresuró a decir-. Ellas no han hecho nada malo. Solo quise prevenirla.
– ¿Prevenirme? -preguntó June, ya totalmente desconcertada.
– Se trata del cementerio -continuó Constance-. El viejo cementerio de los Carson que está entre esta casa y la mía…
June asintió con la cabeza.
– Vi a las niñas jugando allí ayer por la tarde. Niñas tan bonitas las dos.
– Gracias.
– Estaba por salir a hablarles yo misma cuando se fueron, por eso decidí no ocuparme del asunto hasta esta mañana.
– ¿Ocuparse de qué? -preguntó June, deseosa de que se explicara.
– Para los niños no es seguro jugar allí.-declaró Constance Benson-. No es nada seguro.
June miró extrañada a la señora Benson. Esto, decidió, era un poco demasiado. Evidentemente, Coínstance Benson era la entrometida local. Eso debía hacer difícil la vida a Jeff. Podía imaginarse a Constance planeando una objeción a todo lo que Jeff quisiera hacer. Por su parte, ella podía simplemente ignorar a esa mujer.
– Bueno, admito que no creo que jugar en un cementerio sea la cosa más alegre del mundo -dijo-. Pero no podría ser especialmente peligroso…
– Oh, no se trata del cementerio -dijo Constance con demasiada rapidez-. Se trata de la tierra donde está el cementerio. No es estable.
– Pero ¿no es granito acaso? -preguntó June con soltura, sin dar indicios de que había captado el evidente miedo de la otra mujer-. ¿Como éste, precisamente?
– Pues supongo que sí -repuso Constance, indecisa-. No sé mucho acerca de esas cosas. Pero esa parte del risco caerá al mar uno de estos días, y yo no querría que haya niños allí cuando eso ocurra.
– Entiendo -dijo June con voz indiferente-. Bueno, por cierto que diré a las niñas que no jueguen más allí. ¿Quisiera usted una taza de café? Hay un poco en el fogón.
– Creo que no -Constance miró el reloj que llevaba firmemente sujeto a la muñeca izquierda-. Debo regresar a mi cocina. Estoy haciendo conservas, usted sabe.
Lo dijo de un modo que dio a June la nítida impresión de que Constance Benson estaba muy segura de que June no lo sabía pero debía saberlo.
– Bueno, venga usted cuando tenga más tiempo -dijo débilmente June-. O tal vez podría ir yo a visitarla.
– Pues eso sería agradable. -Las dos mujeres se hallaban entonces de pie, junto a la puerta abierta del estudio, y Constance contemplaba con fijeza la casa-. Linda casa ¿verdad? -comentó. Antes de que June pudiese responder agregó:- Pero nunca me gustó realmente. No, nunca me gustó.
Y luego, sin despedirse, echó a andar resueltamente el sendero hacia su propio hogar. June aguardó un momento, observándola; luego cerró suavemente la puerta. Tenía la inequívoca sensación e que había terminado de pintar por ese día.
El sol del mediodía era cálido, y Michelle, a la sombra de un gran arce, comía su merienda junto a Sally, Jeff, Susan y algunos condiscípulos más. Aunque Michelle se empeñaba en hacerse amiga de Susan, ésta no quería saber nada. Ignoraba completamente a Michelle, y cuando hablaba con Sally, era habitualmente para criticarla. Pero Sally, con su carácter apacible, no parecía afectada por el manifiesto rencor de Susan.
– Deberíamos hacer una merienda campestre -estaba diciendo Sally-. El verano casi ha terminado, y dentro de un mes será demasiado tarde.
– Ya es demasiado tarde -declaró Susan Peterson con un tono de superioridad que fastidió a Michelle aunque todos los demás parecieron no hacerle caso -. Mi madre dice que cuando pasó el Día del Trabajo, ya no se hacen meriendas campestres.
– Pero el tiempo sigue siendo bueno -insistió Sally-. ¿Por qué no hacemos uno este fin de semana?
– ¿Dónde? -preguntó Jeff.
Si iba a ser en la playa, él iría sin falta. Fue como si Michelle hubiese oído sus pensamientos.
– ¿Qué les parece la caleta, entre la casa de Jeff y la mía? -dijo-. Es pedregosa, pero nunca hay nadie allí, y es tan linda. Además, si llueve, estaremos cerca de casa, así podremos entrar.
– ¿Quieres decir bajo el camposanto? -preguntó Sally-. Eso sería siniestro. Allí hay un fantasma.
– No lo hay -objetó Jeff.
– Tal vez lo haya -intervino Michelle. De pronto fue el centro de la atención; hasta Susan Peterson se dio vuelta para mirarla con curiosidad-. Anoche soñé con el fantasma -continuó, iniciando una vivida descripción de su extraña visión.
En la luminosidad del día, su terror la había abandonado, y quería compartir el sueño con sus nuevos amigos. Absorta en el relato, no advirtió el silencioso cambio de miradas de los demás. Cuando terminó nadie habló. Jeff Benson se concentró en su emparedado, pero los demás niños seguían mirando fijamente a Michelle. De pronto se sintió inquieta, preguntándose si debía haber mencionado siquiera la pesadilla.
– Bueno, fue solo un sueño -dijo al prolongarse el silencio.
– ¿Estás segura? -le preguntó Sally-. ¿Estás segura ce que no estabas despierta todo el tiempo?
– Vamos, por supuesto que no -replicó Michelle. Auvirtió que algunos niños cambiaban miradas suspicaces.- ¿Qué ocurre?
– Nada -dijo Susan Peterson con indiferencia-. Salvo que cuando Amanda Carson se cayó del risco llevaba puesto un vestido negro y un bonete negro, igual que la niña con que tú soñaste anoche.
– ¿Cómo lo sabes? -quiso saber Michelle.
– Cualquiera lo sabe -respondió Susan en un tono complaciente-. Siempre vistió de negro, todos los días de su vida. Me lo dijo mi abuela, y a ella se lo dijo su madre. Y mi bisabuela conoció a Amanda Carson -agregó Susan, triunfante.
Sus ojos desafiaban a Michelle. De nuevo se hizo silencio en el grupo. ¿Le estaría diciendo la verdad Susan o todos se estaban burlando de ella? Michelle miró de una cara a la otra, procurando ver qué estaba pensando cada uno de ellos. Solamente Sally le sostuvo la mirada y se limitó a encogerse de hombros cuando Michelle buscó ayuda en ella. Jeff Benson siguió comiendo su emparedado, mientras eludía cuidadosamente la mirada de Michelle.
– iFue un sueño! -exclamó Michelle mientras juntaba sus cosas y se ponía de pie-. Fue solo un sueño, y si hubiera sabido que iban a alborotar tanto por eso, jamás lo habría mencionado.
Antes de que alguno de ellos pudiera formular una respuesta, Michelle se alejó enojada. Del otro lado del campo de juego pudo ver un grupo de niños más pequeños jugando a saltar la cuerda. Un momento más tarde se reunió con ellos.
– ¿Qué le pasa a ésa? -dijo Susan Peterson una vez segura de que Michelle no podía oírla.
Ahora sus amigos la miraron con extrañeza.
– ¿Qué quieres decir con "qué le pasa a esa"? -preguntó Sally Carstairs-. ¡No le pasa nada!
– ¿De veras? -dijo Susan, aparentemente fastidiada por la respuesta-. Ayer te delató, ¿verdad? ¿Por qué crees tú que la señorita Hatcher cambió la distribución de asientos? Fue porque Michelle le contó lo que hicieron ustedes ayer por la mañana.
– ¿Y qué? -replicó Sally-. Simplemente no quería que estuvieses enojada con ella, nada más.
– Me parece que es hipócrita -dijo Susan-. Y no creo que debamos tener nada que ver con ella.
– Eso es una maldad.
– No, no lo es. En ella hay algo realmente extraño.
– ¿Qué cosa?
La voz de Susan bajó hasta un susurro conspirativo.
– El otro día la vi con sus padres y los dos son rubios. Y cualquiera sabe que los rubios no pueden tener hijos morenos.
– Gran cosa -dijo Sally-. Si quieres saberlo, es adoptada. Ella misma me lo dijo. ¿Qué tiene eso de tan raro? Susan Peterson cerró los ojos.
– Vaya, eso lo explica.
– ¿Explica qué? -preguntó Sally.
– La explica a ella, por supuesto. Quiero decir que nadie sabe de dónde vino en realidad, y mi madre dice que si no sabe nada sobre la familia de alguien, no sabe nada sobre esa persona.
– Yo conozco a su familia -hizo notar Sally-. Su madre es muy simpática y su padre me curó el brazo junto con tío Joe.
– Me refiero a su verdadera familia -insistió Susan, mirando con desprecio a Sally-. El doctor Pendleton no es su padre. ¡Su padre podría ser cualquiera!
– Bueno, a mí me agrada -insistió Sally. Susan la miró con enojo.
– Pues claro… tu padre es portero, nada más. El padre de Susan Peterson era dueño del banco de Paradise Point, y Susan nunca dejaba que sus amigos lo olvidaran.
Lastimada por la bajeza de Susan, Sally Carstairs hizo silencio. No era justo que Susan le tuviese antipatía a Michelle solo porque era adoptada, pero Sally no sabía con seguridad qué decir. Al fin y al cabo había conocido a Susan Peterson durante toda su vida, y apenas empezaba a conocer a Michelle. "Bueno" decidió Sally, "no diré nada. Pero tampoco dejaré de ser amiga de Michelle."
June terminó su merienda y dejó los platos en el fregadero. Por el momento dejaría la cocina y procuraría terminar de bosquejar el paisaje marino.
Salió de la casa, rumbo hacia el estudio, y se encontró mirando hacia el norte y pensando lo que le había dicho Constance Benson esa mañana. Y entonces se le ocurrió algo.
Si Constance Benson estaba preocupada por la posibilidad de que esa parte del risco se derrumbara en el mar, ¿por qué no había dicho a June que mantuviera a Michelle alejada también de la playa? Y ¿por qué no mantenía a Jeff lejos de la playa? Apresuró su andar.
Deteniéndose en el sendero, contempló con fijeza el antiguo camposanto. Sería un cuadro magnífico. Podría emplear colores melancólicos, azules y grises, con un cielo plomizo, y exagerar la cerca derruida, el árbol seco y las hiedras que cubrían todo. Hecho de manera correcta, podía ser inequívocamente aterrador. No lograba explicarse por qué Michelle y Sally habrían querido ir allí.
Curiosidad, decidió. Pura y simple curiosidad.
Esa misma curiosidad que había atraído a las niñas al cementerio, la arrastró entonces a ella. Abandonó el sendero y, con sumo cuidado, pasó por sobre la ruinosa cerca.
Las viejas lápidas, con sus anticuadas inscripciones y sus extraños nombres, la fascinaron; eran una serie de monumentos que relataban algo. Empezó a reconstruir la historia de la familia Carson, cuyos miembros habían vivido y muerto sobre el risco. No tardó en olvidar totalmente el estado del terreno, percibiendo únicamente las lápidas.
Entonces llegó a la tumba de Louise Carson.
MUERTA EN EL PECADO -1880
¿Y qué diablos podía significar eso? Si la fecha hubiera sido 1680, ella habría presumido que la mujer había muerto quemada como bruja, o alguna cosa parecida. Pero ¿en 1880? Una cosa era segura: la de Louise Carson no podía haber sido una muerte feliz.
Mientras, inmóvil contemplaba la tumba, June empezó a sentir compasión hacia esa mujer, muerta mucho tiempo atrás. Probablemente hubiera nacido antes de tiempo, pensó June. "Muerta en el pecado". Un epitafio para una mujer deshonrada.
Al darse cuenta de las palabras que había elegido, rió entre dientes. Qué anticuadas sonaban. Y qué insensibles.
Sin darse cuenta bien de lo que hacía, se apoyó en las manos y los pies y comenzó a arrancar las hierbas que cubrían el sepulcro de Louise Carson. Sus raíces eran muy profundas. Tuvo que tirar de ellas con fuerza hasta lograr que se soltaran.
Casi había despejado de malezas la base de la lápida, cuando sintió el primer dolor.
No fue más que una punzada, pero en seguida la siguió la primera contracción.
"Dios mío, no puede ser", pensó.
Incorporándose con esfuerzo, se apoyó pesadamente en el tronco del roble seco.
Tenía que regresar a su casa.
Su casa estaba demasiado lejos.
Al empezar la siguiente contracción, miró frenéticamente hacia el camino.
Estaba desierto.
La casa de los Benson. Tal vez pudiera llegar a casa de los Benson. Tan pronto como disminuyera el dolor, partiría.
Sentándose cuidadosamente en el suelo, esperó. Después de un lapso que pareció eterno, sintió que sus músculos empezaban a aflojarse, y el dolor a mitigarse. De nuevo empezó a incorporarse.
– Quédese donde está -se oyó una voz.
June se dio vuelta y vio a Constance Benson, que acudía de prisa por el sendero. Suspirando agradecida, se dejó caer de nuevo al suelo.
Allí esperó, tendida sobre la tumba de Louise Carson, orando para que el pequeñuelo esperara, para que su primer hijo no naciera en un cementerio.
Luego, mientras Constance Benson se arrodillaba a su lado y le tomaba la mano, June se reclinó.
Otra abrumadora contracción la convulsionó; sintió extenderse la humedad al brotar sus aguas. "Dios santo, aquí no", imploró.
En un camposanto, no.
Sonó la campana de las tres y diez. Michelle juntó sus libros, los introdujo en su bolsa de lona verde y se dispuso a salir del aula.
– ¡Michelle! -Era Sally Carstairs, y aunque Michelle trató de no hacerle caso, Sally le tomó un brazo para retenerla, diciéndole en tono quejumbroso-: No estés enojada. Nadie quiso ofenderte.
Michelle observó a su amiga con desconfianza. Cuando vio la expresión preocupada de Sally, bajó un poco la guardia.
– No entiendo por qué todos seguían insistiendo en que vi algo que no vi -dijo-. Estaba dormida y tuve una pesadilla, nada más.
– Salgamos al pasillo -dijo Sally, mientras desviaba la vista hacia Corinne Hatcher.
Interpretando la mirada de Sally, Michelle la siguió al corredor.
– ¿Y bien? -le preguntó esperanzada.
Sally eludió su mirada. Incómoda, cambió su peso de un pie a otro. Después, clavando los ojos en el suelo, dijo con voz tan queda que Michelle apenas pudo oírla:
– Tal vez tú hayas tenido un sueño solamente. Pero también yo vi a Amanda, y creo que lo mismo Susan Peterson.
– ¿Qué? ¿Quieres decir que tuvieron el mismo sueño que yo?
– No lo sé -respondió Sally, pesarosa-. Pero la vi y no fue un sueño. ¿Recuerdas el día en que me lastimé el brazo?
Michelle asintió con la cabeza: ¿cómo podía olvidarlo? Ese fue el día en que también ella había visto algo. Algo que Sally había procurado dejar de lado diciendo que era "tan solo el olmo".
– ¿Cómo se explica que no me lo hayas contado antes?
– Pensé que no me creerías -respondió Sally como disculpa-. Pero, de todos modos, la vi. Al menos eso creo. Yo estaba afuera, en el patio, cuando de pronto sentí que algo me tocaba el brazo. Al volverme a mirar, tropecé y caí.
– Pero ¿qué viste? -insistió Michelle, repentinamente segura de que aquello, fuera lo que fuese, era importante.
– No… no estoy segura -replicó Sally-. Fue solo algo negro. En realidad, apenas logré vislumbrarlo, y después de que me caí, eso había desaparecido.
Michelle permaneció callada, mirando con fijeza a Sally y recordando esa noche, cuando ella y su padre salían de la casa de los Carstairs y ella había mirado atrás.
Había visto algo junto a la ventana… algo oscuro, como una sombra. Algo negro.
Antes de que pudiera decir a Sally lo que había visto esa noche, Jeff Benson apareció al fondo del pasillo, haciéndole señas.
– Michelle… ¡Michelle! ¡Mamá está aquí y necesita hablar contigo!
– Un segundo… -empezó a decir Michelle, pero Jeff la interrumpió bruscamente.
– ¡Ahora! Se trata de tu madre…
Sin esperar a que él terminara, Michelle se apartó de Sally y echó a correr.
– ¿Qué ocurre? ¿Ha sucedido algo? -preguntó.
Pero Jeff ya la conducía fuera del edificio, hacia el automóvil de su madre. Junto a la acera esperaba un destartalado sedán con el motor en marcha y Constance Benson muy agitada tras el volante.
– ¿Qué ocurre? -preguntó de nuevo Michelle mientras subía al coche.
– Se trata de tu madre -respondió brevemente la señora Benson mientras hacía los cambios de marcha-. Está en la clínica dando a luz.
– ¿Dando a luz? -repitió Michelle en un susurro-. Pero el parto no debía ser hasta dentro de tres semanas. ¿Qué pasó?
Sin hacer caso de su pregunta, Constance Benson apretó el acelerador, soltó el embrague y se apartó de la acera. Yendo hacia la clínica se mordía el labio inferior, concentrándose en conducir y manteniendo silencio.
Michelle estaba sentada en el borde de su asiento, sosteniendo una revista en su regazo, pero sin tratar siquiera de mirarla. En cambio observaba la puerta por la cual, tarde o temprano, entraría su padre. Y entonces, como respondiendo a sus deseos, la puerta se abrió y Cal le sonrió diciendo:
– Felicitaciones. Tienes una hermanita.
Incorporándose de un salto, Michelle se arrojó en los brazos de su padre.
– Pero, ¿qué hay de mamá? ¿Está bien ella? ¿Qué ocurrió?
– Está perfectamente -la tranquilizó Cal-. Y la pequeña también. Parece que para tu madre y tu hermana, el tiempo no es esencial. Dice el doctor Carson que fue el parto más rápido que ha visto en su vida.
Aunque tuvo cuidado de hablar con tono ligero, Cal estaba preocupado. El parto había sido demasiado rápido. Anormalmente rápido. Se preguntaba qué lo había provocado. Entonces oyó que Michelle preguntaba por la pequeña y dejó de lado el parto.
– ¿Una hermana? ¿Tengo una hermana?
Cal asintió con un movimiento de cabeza.
– ¿Puedo verla? ¿Ahora mismo? Por favor…
Miró implorante a Cal, que la estrechó contra sí.
– Dentro de unos minutos -prometió-. En este momento, me temo que no esté demasiado presentable. ¿No quieres saber qué ocurrió? -suavemente Cal empujó a Michelle a un sillón; luego se sentó junto a ella-. Tu hermana estuvo a punto de nacer en el cementerio -declaró.
Michelle lo miró con fijeza, sin entender, y su sonrisa se borró un poco.
– Tu madre decidió dar un paseo continuó él-. Estaba en el viejo cementerio cuando le empezaron los dolores.
– ¿En el cementerio? -repitió Michelle en voz baja-. ¿Qué estaba haciendo allí?
– ¿Quién lo sabe? -preguntó Cal irónicamente-. Ya conoces a tu madre… nunca se sabe lo que es capaz de hacer.
Entonces Michelle se volvió a la señora Benson.
– Pero ¿dónde estaba cuando usted la encontró? ¿En qué parte del cementerio?
Constance Benson vaciló, pues no quería decir a Michelle dónde había encontrado a June. Pero ¿por qué no?
– Estaba sobre la tumba de Louise Carson – respondió con voz queda.
– ¿Sobre la tumba? -repitió Michelle. "Qué siniestro" pensó para sí, mientras apretaba la mano de su padre.- ¿La pequeña está bien? Quiero decir, es una especie de presagio, ¿verdad? ¿Una niña que nace sobre una tumba?
Cal le apretó la mano, luego deslizó un brazo en torno a ella diciéndole con dulzura:
– No seas tonta. Tu hermana nació aquí mismo, no sobre la tumba de nadie. -Se incorporó atrayendo a Michelle hacia sí.- Ven, vamos a ver a la pequeña, luego a ver cómo sigue tu madre.
Sin decir palabra a Constance Benson, condujo a su hija fuera de la sala de recepción.
– Oh, mamá, qué hermosa es -susurró Michelle, contemplando la diminuta cara que reposaba al lado de June.
Como si respondiera, la pequeña abrió un solo ojo, escudriñó inexpresivamente a Michelle por un momento, luego se durmió otra vez. June sonrió a Michelle.
– ¿Te parece que debemos conservarla?
La cabeza de Michelle se agitó de arriba a abajo con entusiasmo.
– Y llamarla Jennifer, tal como pensábamos.
– A menos -intervino Cal- que quieran llamarla Louise, para conmemorar el sitio donde causó su primer alboroto.
– No, gracias – repuso June con voz baja, pero enfática-. En esta familia no habrá ningún Carson.
Sus ojos buscaron los de Cal, pero éste rompió el momento con rapidez. Sin embargo, Michelle había visto sus extrañas expresiones.
– Madre – preguntó con voz pensativa-. ¿Qué estabas haciendo allí?
– ¿Por qué no iba a estar allí? -replicó June con voz forzadamente alegre-. ¿Acaso no debía caminar todos los días? Por eso caminé hacia el cementerio y luego decidí entrar. Además – agregó, viendo que ni su esposo ni su hija creían que esa fuera toda la verdad-, Constance Benson me dijo que el cementerio no era un lugar seguro, quise verlo con mis propios ojos. Sostenía que estaba por caerse en el mar.
– Me parece que esa mujer está llena de disparates rió entre dientes Cal-. Igual que ésta.
Agachándose, acarició la frente de Jennifer. La pequeña abrió los ojos, miró a su padre con fijeza un momento, luego empezó a llorar.
– ¿Cuándo podremos llevarla a casa? -preguntó Michelle, tendiendo una mano vacilante para tocar a la niñita. Ansiaba desesperadamente levantar a Jennifer, pero no se atrevía a pedirlo.
– La llevaré a casa esta noche -repuso June. Los ojos de Michelle se dilataron de sorpresa.
– ¿Esta noche? ¿De veras? Pero yo pensé… quiero decir…
– ¿Quieres decir que pensaste que debía quedarme en el hospital? ¿Por qué? Aquí tendría solamente una enfermera nocturna para cuidarme, y también a Jennifer. Pero en casa los tengo a ti y a tu padre para darles órdenes.
Michelle se volvió hacia su padre en busca de confirmación.
– No veo motivo para que no vaya a casa.
– Pero la nursery no está lista, ¿o sí?
June sonrió a su hija con ojos alegres.
– Y ¿adivinas quién la preparará?
Mientras Michelle escuchaba, June empezó a enumerar cosas que deberían hacerse en la nursery antes de que ella y la pequeña fueran llevadas a casa. Al estirarse la lista, Michelle se volvió hacia su padre, fingiendo exasperación.
– ¿No tendría que estar débil o dormida, o algo así?
– Así es tu madre… cuando decide hacer algo, lo hace… sin desorden, ni alborotos ni molestias. Tengo la sensación de que inclusive mantenerla en cama dos o tres días va a ser muy difícil.
June terminó la lista y tendió los brazos a su hija diciendo:
– Ahora, dame un beso y vete. La señora Benson te llevará a casa y nosotros llegaremos después de cenar. Tú puedes comer con Jeff y la señora Benson. Ya lo arreglé.
– Pero ni siquiera hablaste con ella… -empezó Michelle.
– En el trayecto hasta aquí -dijo June en tono satisfecho-. Y te diré algo… tener un hijo no es tan difícil como yo creía ni mucho menos.
Abrazó a Michelle con rapidez y luego la despidió.
Momentos más tarde, mientras Cal la miraba, empezó a amamantar a Jennifer por primera vez. Los flamantes padres se miraron contentos.
– ¿Es un ángel o no lo es? -preguntó June.
– Es perfecta -admitió Cal.
– ¿Quieres que nos quedemos contigo? -preguntó la señora Benson al detener su automóvil frente a la casa de los Pendleton.
Fijó en la antigua mansión una mirada dubitativa, como si le costara imaginar que alguien de la edad de Michelle estuviera dispuesta a aventurarse adentro, sola. Pero Michelle ya estaba bajando del vehículo.
– No, gracias. Tengo muchísimas cosas por hacer antes de que mamá y papá traigan a Jenny a casa.
– Quizá podríamos ayudarte -ofrecióla señora Benson.
– Oh, no me molesta -respondió inmediatamente Michelle. Se trata principalmente de arreglar la nursery, nada más: será divertido.
Luego, antes de que la señora Benson pudiera seguir insistiendo, Michelle preguntó a qué hora la esperaban a cenar.
– Siempre comemos a las seis -le contestó Jeff-. ¿Quieres que venga y te acompañe? A veces hay niebla alrededor de esa hora.
– No te preocupes -respondió Michelle un tanto fastidiada… ¿acaso Jeff la tomaba poruña niñita pequeña?- Estaré allí a las seis o un poco antes.
Despidiéndose con un ademán, subió corriendo los escalones y desapareció por la puerta principal.
Michelle cerró la puerta a sus espaldas y subió a sus habitaciones, arrojando su cartapacio en la cama, su suéter en una silla. Después se acercó a la ventana y levantó a su muñeca.
– Tenemos una hermana, Amanda -susurró. Al pronunciar el nombre de la muñeca, recordó de pronto su sueño de la noche anterior y las cosas que le habían dicho sus amigos-. Tal vez debería cambiarte de nombre -dijo a la muñeca, contemplando pensativa sus ciegos ojos pardos. Después lo pensó mejor-. ¡No! Te bauticé Amanda, eres Amanda, ¡y basta! ¿Quieres ayudarme a limpiar la nursery?
Llevando consigo a la muñeca, se dirigió por el pasillo al cuarto contiguo al de sus padres, que iba a ser el de Jennifer. Entró preguntándose qué hacer primero.
Allí estaba todo el moblaje: una camita y una cuna, una cómoda diminuta, cuya tapa podía convertirse en mesa para cambiar. Las paredes estaban recién pintadas, y en las ventanas había cortinas cubiertas de figuras infantiles. En el único sillón grande de la habitación había un animal de paño: el canguro Kanga, con su cachorro espiando tímidamente desde su bolsillo. Michelle colocó a Amanda al lado de los juguetes y se puso a trabajar. No tardó en darse cuenta de que no había tanto por hacer. Encontró una cobija rosada (con rebordes azules por si acaso) y la acomodó cuidadosamente en la cuna. Luego, recogiendo su muñeca, fue al cuarto de sus padres, donde cambió la cama para que June la encontrara limpia y fresca.
Una vez que repasó mentalmente la lista de June varias veces y decidió que había hecho todo lo que podía recordar, tomó a Amanda y volvió a su propio cuarto, donde volcó sus libros escolares del cartapacio. Los contempló con fastidio. Era un insulto que se le exigiera hacer sus tareas escolares el mismo día en que había nacido su hermana menor. Decidiendo que la señorita Hatcher entendería, volvió a su asiento de la ventana, con su muñeca cómodamente sostenida en su regazo.
Mirando por la ventana, la mente de Michelle empezó a vagar. Se preguntaba cómo habían sido las cosas al nacer ella. ¿Tendría acaso una hermana que habría preparado un cuarto para ella? Probablemente no. Con tristeza pensó que probablemente ni siquiera la habrían llevado a casa desde el hospital, por lo menos hasta que los Pendleton fueron en su busca. Los Penedleton.
Nunca pensaba en ellos sino como mamá y papá. Pero por supuesto, comprendió sobresaltada, en realidad no eran sus padres ni nada. ¿Cómo había sido su madre verdadera? ¿Por qué no habría querido a su hija? Mientras daba vueltas mentalmente a la cuestión, apretó más la muñeca, pues empezaba a sentirse sola. De pronto deseó no haber dicho a Jeff y a su madre que la dejaran sola.
– Me estoy portando como una tonta dijo en voz alta, sobresaltada por el sonido de su propia voz en el silencio de la casa-. Tengo una madre maravillosa, y un padre maravilloso, y ahora tengo también una hermana. ¿A quién le importa cómo era mi verdadera madre?
Resueltamente, abandonó el asiento de la ventana y tomó uno de sus libros de estudio. Más valía hacer sus tareas que ponerse tan triste. Se acomodó en la cama, con Amanda bajo el brazo, y empezó a leer sobre la guerra de 1812.
A las cinco y media, Michelle dejó sus libros y echó a andar por el sendero que bordeaba el risco. Aún era de día, pero en el aire había un frío húmedo. La niebla se desprendería del mar mucho antes de que ella llegara a la casa de los Benson. No estaba muy segura de querer andar por el sendero entre la niebla. Desandando sus pasos, regresó a la casa y por la calzada bajó al camino. A su alrededor, los árboles empezaban a cambiar; los atisbos de rojo y dorado entre el verde parecían neutralizar el gris de las brumas que se estaban juntando sobre el mar. Entonces, cuando llegaba frente al viejo cementerio, miró hacia el este. En efecto, la niebla había llegado silenciosamente al risco, y remolineaba despacio hacia ella, mientras su ondulante blancura se convertía en un dorado brillante donde todavía le daba el sol, cada vez más débil, y luego daba paso al frío gris de la masa costanera que tenía atrás.
Deteniéndose, Michelle observó la niebla que se le acercaba lenta e incesantemente, desbordando sobre el camposanto cuyo único rasgo visible, desde donde se encontraba ella, era el retorcido roble. Ante su mirada, la niebla devoró el árbol, que desapareció en lo gris.
De pronto, algo pareció moverse en la niebla.
Al principio fue confuso, apenas una oscura sombra contra el gris.
Titubeando, Michelle dio un paso adelante, abandonando el camino.
La sombra se movió hacia ella, mientras empezaba a oscurecerse y cobrar forma.
La forma de una niña, vestida de negro, cubierta la cabeza con un bonete.
La niña a quien Michelle había visto la noche anterior en su sueño.
¿O acaso no había sido un sueño?
Un miedo incipiente comenzó a hacer presa de Michelle; una sensación de frío la envolvió.
La extraña figura se desplazaba junto con la niebla, avanzando hacia ella. Michelle permanecía inmóvil, como hipnotizada, sin saber bien qué estaba viendo.
La niebla flotaba en torno de la niña vestida de negro, y por un momento ésta desapareció, hasta que el viento cambió y las brumas se abrieron de pronto.
Aún estaba allí, silenciosa, totalmente inmóvil ahora, sus vacíos ojos fijos en Michelle con esa misma mirada lechosa, ciega, que Michelle había visto la noche anterior.
Aquella figura alzó un brazo envuelto en negra tela y la llamó con una seña.
Casi involuntariamente Michelle dio un paso adelante.
Y la extraña visión desapareció.
Michelle se quedó totalmente inmóvil, aterrorizada.
La niebla, ya muy cerca de ella, estaba empezando a rodearla; suaves tentáculos de bruma, fríos y húmedos, se extendían hacia ella, igual que momentos antes de que la oscura aparición la llamara.
Lentamente, Michelle empezó a retroceder en la niebla.
Cuando su pie tocó el empedrado del camino, la firme sensación del pavimento debajo de ella pareció quebrar el hechizo. Apenas unos segundos antes, la niebla parecía haberse convertido casi en una cosa viviente. Ahora volvía a ser tan solo niebla.
Mientras la luz cada vez más tenue de la tarde se filtraba entre la bruma, Michelle corrió por el camino hacia el refugio de la casa de los Benson.
– ¡Hola! -exclamó Jeff al abrir la puerta-. Iba a ir en tu busca… tenías que estar aquí a las seis.
– ¡Pero no pueden ser las seis todavía! -protestó Michelle-. Salí de casa a las cinco y treinta y cinco y tardé apenas unos minutos en llegar aquí.
– Ya son las seis y media -repuso Jeff, señalando el reloj de pared que dominaba la sala de los Benson -. ¿Acaso te detuviste en el cementerio?
Michelle fijó en Jeff una mirada penetrante, pero nada vio en sus ojos, salvo curiosidad. Estaba por contarle lo sucedido cuando volvió a recordar la conversación de ese día a la hora de la merienda. Bruscamente cambió de idea.
– Parece que nuestro reloj está mal -dijo-. ¿Qué hay de cena?
– Carne asada – respondió Jeff, haciendo una mueca antes de conducir a Michelle al comedor, donde su madre estaba esperando.
Cuando Michelle entró en la habitación, Constance Benson la observó críticamente.
– Nos estábamos inquietando, iba a enviar a Jeff en tu busca.
– Disculpe -replicó Michelle, deslizándose en su silla-. Creo que nuestro reloj debe estar atrasado.
– O eso, o estuviste perdiendo el tiempo -declaró severamente Constance-. No me gusta que se pierda el tiempo.
– Fue la niebla -contestó Michelle-. Cuando vino la niebla, me detuve a mirarla.
Michelle tendió la mano y se sirvió asado sin advertir que tanto Jeff como su madre la miraron con fijeza, desconcertados.
Constance miró hacia la ventana. Si había habido niebla, ella no la había visto, por cierto. El atardecer le parecía perfectamente despejado.
Cal tendió la mano para apretar cariñosamente la de June. Ya casi habían llegado a su casa. Conducía lentamente, yendo de un lado a otro para eludir los peores hoyos del camino. Respiró aliviado cuando por fin entraron en la calzada de su casa.
Detuvo el automóvil lo más cerca posible de la vivienda y tomó a la pequeña de los brazos de su esposa.
– Déjame instalar a Jennifer en su cuarto, después volveré a buscarte.
– No soy una inválida repuso June, mientras bajaba del coche y se encaminaba hacia la puerta principal-. "Un poco vacilantes, pero estamos de pie". ¿De dónde es eso?
– De Quién le teme a Virginia Woolf. Salvo que la cita no es oportuna: el personaje esfaba ebrio.
– Me vendría bien un trago -señaló June sin entusiasmo-. Supongo que no puedo beber vino…
– Supones bien -repuso Cal, mientras sostenía a Jennifer con un brazo y ofrecía el otro a June, quien lo aceptó agradecida.
– Está bien, tener un hijo no fue tan fácil como yo sostenía. La cama me hará sentir bien.
Entraron en la casa a oscuras. June aguardó al pie de la escalera mientras Cal llevaba arriba a Jennifer. Un instante más tarde regresaba. Apoyándose pesadamente en él, June subió con lentitud.
– Ojalá no tenga que hacer nada -dijo fatigada cuando ya estaba arriba-. ¿Está todo listo?
– Solo falta que te metas en la cama, que está ya preparada. Además, Michelle nos dejó un mensaje. Quiere que la llamemos a casa de los Benson tan pronto como lleguemos aquí.
– Como si no fuéramos a hacerlo -rió June entre dientes-. A Michelle no se le olvida nada.
Se quitó la bata y la túnica de hospital que le habían dado en la clínica. Luego, antes de ponerse su cómodo camisón de franela, se miró en el espejo.
– Dios mío, ¿estás seguro de que ya terminé? ¡Parece que estuviera todavía embarazada!
– Te verás así dos o tres semanas -le aseguró Cal-. No es nada anormal. Solo una cantidad de tejidos extra que debe volver al lugar de donde vino. Ahora acuéstate.
– ¡Sí, señor! -replicó June, haciendo la venia débilmente. Acomodándose en la cama, se reclinó en las almohadas.- Y bien, aquí estoy -dijo, sonriendo a su esposo-, ¿Por qué no me traes a Jennifer y luego llamas a Michelle? Sin duda nos habrá visto pasar.
Después de traer a la pequeña del cuarto contiguo, Cal tomó el teléfono.
– Hasta dejó el número de los Benson en el mensaje -comentó.
– Me habría sorprendido que no lo hiciera -June bajó la parte superior de su camisón y acomodó a la niñita contra su pecho. Ávidamente Jennifer comenzó a mamar.
– ¿Señora Benson? ¿Está allí Michelle? -preguntó Cal por teléfono, sin dejar de mirar cariñosamente a su esposa y su pequeña hija.
Tendió una mano para tocar la diminuta cabeza de Jennifer mientras esperaba a que Michelle acudiera al teléfono.
– ¿Papa? ¿Ya están en casa? ¿Mamá está bien?
– Estamos en casa y todos nos hallamos muy bien. Puedes regresar cuando quieras. Y date prisa. Tu hermana come y crece, y si quieres verla pequeñita, mejor será que vengas antes de los diez próximos minutos.
Hubo un breve silencio en la otra punta. Cuando Michelle volvió a hablar había en su voz un elemento de inseguridad que a Cal le pareció inusitado.
– Papá… ¿podrías venir a buscarme?
Cal arrugó el entrecejo, y June, advirtiendo su cambio de expresión, lo miró con curiosidad.
– ¿A buscarte? Pero estás a solo algunos cientos de metros de distancia…
– Por favor -imploró Michelle-. Solamente esta vez…
– Aguarda un segundo -repuso él. Tapando la bocina con una mano, se dirigió a June.- Quiere que la vaya a buscar.
Se lo notaba perplejo, pero June se limitó a encogerse de hombros.
– Pues ve a buscarla.
– No estoy seguro de que deba dejarte sola -dijo Cal.
– Estaré perfectamente bien. No estarás ausente más de cinco minutos. ¿Qué puede ocurrir? Me quedaré aquí acostada alimentando a Jennifer.
Cal retiró la mano de la bocina.
– Muy bien, preciosa. Estaré allí en dos o tres minutos. ¿Estarás lista?
– Te esperaré junto a la puerta principal -replicó Michelle con voz mucho más vigorosa.
Cal se despidió de ella y volvió a colocar el auricular en la horquilla.
– No lo entiendo. Tan independiente que es, y de repente quiere que la vaya a buscar a menos de medio kilómetro de distancia.
– No me parece tan sorprendente -repuso June con-indulgencia-. Afuera está oscuro, hay que pasar cerca de un cementerio y, admitámoslo, casi no le hemos hecho caso en todo el día y probablemente quiera algo de atención. Dios mío, querido, tiene apenas doce años. A veces creo que lo olvidamos.
– Pero esto no es habitual en ella. Sabe que hay muchísimas cosas por hacer…
– Ya las hizo ella -señaló June-. Vamos, no te demores más y ve a buscarla. Ya habrías podido ir y estar de vuelta.
Cal se puso la chaqueta, dejó a su esposa y a su hijita y salió de la casa.
Antes de que Cal pudiera tocar la bocina del automóvil, se abrió la puerta principal de los Benson. Un instante más tarde, Michelle estaba en el auto, junto a él.
– Gracias por venir -dijo mientras su padre hacía los cambios de marcha.
Cal Pendleton la miró con curiosidad.
– ¿Desde cuándo le tienes miedo a la oscuridad?
Michelle se retiró al otro lado del asiento, y Cal lamentó en el acto su crítica implícita.
– No hay problema -se apresuró a añadir-. Tu madre está en cama, alimentando a la pequeña y todo está muy bien. Pero, ¿qué fue lo que te afectó?
Apaciguada, Michelle se acercó más a su padre.
– No lo sé -esquivó, pues no quería decirle lo que había visto esa tarde en la bruma-. Creo que simplemente no quise pasar de noche junto al cementerio.
– ¿Acaso Jeff ha estado contándote cuentos de fantasmas? -inquirió Cal.
Michelle sacudió la cabeza.
– No cree en fantasmas. Por lo menos eso dice -agregó, subrayando apenas la última palabra-. Pero esta noche es tan oscura que no quise andar sola. Lo siento.
– Está bien.
Hicieron el resto del corto trayecto en silencio.
– Trabajaste mucho esta tarde.
Con Jennifer tranquilamente dormida en el hueco de su brazo, June sonrió a su hija mayor, indicándole con un ademán que se acercara y se sentara en el borde de la cama.
– Todo estaba perfecto. Debes de haber trabajado toda la tarde.
– No llevó mucho tiempo -repuso Michelle con los ojos clavados en la recién nacida-. ¡Qué pequeña es!
– Es el único tamaño en que vienen. ¿Te gustaría sostenerla?
– ¿Puedo? -exclamó Michelle con voz llena de ansiedad.
– Toma -June alzó a la niñita, la entregó a Michelle y luego se acomodo de nuevo contra las almohadas-. Debes sostenerla como a las muñecas -le aconsejó-. Sostenía con el codo y deja que se apoye en tu brazo.
Mientras Michelle contemplaba el diminuto rostro que depositaba contra su pecho, Jennifer abrió los ojos y eructó.
– ¿Está bien ella?
– Está perfectamente bien. Si se pone a llorar, dámela. Mientras no llore, no ocurre nada.
Como para demostrar la afirmación de su madre, Jennifer cerró los ojos y se volvió a dormir.
– Cuéntame todo -dijo de pronto Michelle, apartando finalmente sus ojos de la pequeña y mirando a su madre con ansiedad.
– Pues no hay mucho que contar. Estaba dando un paseo cuando me empezaron los dolores. Eso fue todo.
– Pero, ¿en el cementerio? -insistió Michelle-. ¿No te dio escalofríos?
– ¿Por qué motivo?
– Pero Jenny no debía nacer todavía. ¿Qué ocurrió?
– Nada ocurrió. Simplemente Jenny decidió que ya era tiempo, nada más.
Hubo un silencio mientras Michelle daba vueltas a las cosas en su mente. Cuando por último volvió a hablar, su voz fue vacilante.
– ¿Por qué estabas junto a la tumba de Louise Carson?
– Tenía que estar junto a una tumba, ¿verdad? Después de todo, estaba en el cementerio -replicó june con cuidado de que su voz fuese tranquila y convincente. Y se preguntó el por qué.
– ¿Viste su lápida? -preguntó Michelle.
– Por supuesto que sí.
– ¿Qué te parece que querrá decir?
– Estoy segura de que no quiere decir absolutamente nada -repuso June tendiendo los brazos para recibir a Jennifer que estaba otra vez despierta y empezaba a llorar. Casi de mala gana, Michelle devolvió la pequeña a su madre.- Hay que alimentarla -explicó June-. Después podrás tenerla de nuevo.
Michelle se incorporó, sin saber si debía permanecer en la habitación mientras su madre amamantaba a la recién nacida.
– ¿Por qué no preparas té? -sugirió June-. Y dile a tu padre que suba ¿De acuerdo?
June observó a Michelle que salía de la habitación mientras Jennifer empezaba a chuparle ávidamente el pecho. Trató de imponerse tranquilidad, pero le fue imposible. Algo le había pasado a Michelle. No lograba imaginarse qué era aunque estaba casi segura de que se relacionaba con el cementerio, pero ¿qué?
Michelle estaba despierta en su cama escuchando el silencio de la casa. Le parecía demasiado silenciosa.
Por eso, estaba segura, era que no podía dormir.
Por eso, y por el hecho de hallarse totalmente sola en esa parte de la casa.
En el otro extremo del pasillo.
Allí estaban todos los demás.
Su padre y su madre, y su hermanita menor. Todos menos ella.
Salió de la cama, se puso su bata sobre los hombros y salió de su cuarto.
Se detuvo un momento junto a la habitación de sus padres, escuchando luego abrió silenciosamente la puerta y entró.
– Mamá…
June se dio vuelta y abrió los ojos, sorprendida al encontrar a Michelle de pie junto a su cama.
– ¿Qué hora es?
– Son apenas las once -repuso defensivamente Michelle. June se sentó con esfuerzo.
– ¿Qué ocurre? -Es que… es que no podía dormir.
– ¿No podías dormir? ¿Por qué?
– No lo sé -respondió Michelle en voz baja sentándose en la cama-. Tal vez haya bebido demasiado té.
– Eso pasa con el café, cariño -repuso June.
Sintió que Cal se movía a su lado, entonces, de pronto la pequeña comenzó a llorar. Despertando bruscamente, Cal encendió la luz. Entonces vio a Michelle.
– ¿Qué haces aquí? ¿Por eso llora la pequeña?
Viendo a Michelle súbitamente a punto de llorar, June procuró calmar la situación.
– La niña tiene hambre y Michelle no podía dormir. ¿Por qué no me alcanzas a Jenny y después bajas y calientas de nuevo el té? Michelle puede quedarse conmigo mientras yo alimento a esta gritona.
Hizo un guiño a Michelle, que de pronto se sintió mejor.
– Yo traeré a Jenny -ofreció.
Suspirando pesadamente, Cal se puso la bata y bajó la escalera. June aguardó a que se alejara. Luego trató de disculparse por él.
– No quiso decir que era culpa tuya que Jenny estuviera llorando. Solo estaba dormido, nada más.
– Está bien -repuso Michelle con indiferencia-. Creo que me sentía sola, simplemente.
– Bueno, la casa es muy grande -repuso june. Se le ocurrió una idea y sin esperar a meditarla, sugirió:- Tal vez deberíamos trasladarte a esta punta, más cerca de nosotros.
– Oh, no -se apresuró a responder Michelle-. Me encanta mi cuarto. Tengo la sensación de que mi lugar es allí. Desde que encontré a Mandy…
– ¿Mandy? Creía que se llamaba Amanda.
– Bueno, así es. Pero Mandy es lo mismo, igual que algunas personas abrevian mi nombre llamándome Mickey. ¡Ay! Pero Mandy es lindo.
Cal volvió a entrar en la pieza trayendo una bandeja con tres humeantes tazas de té.
– Solo por esta vez – anunció-. De ahora en adelante, solo porque Jennifer tiene hambre no significa que hagamos una merienda. Y tu, jovencita, tendrías que estar acostada. Mañana tienes que ir a la escuela.
– No te preocupes. Me sentí sola, nada más. -Bebió un sorbo de su té; luego se incorporó. ¿Me vas a arropar?
Cal le sonrió al responder.
– Hace años que no lo hago.
– ¿Solo esta noche? -insistió Michelle, suplicante.
Cal miró a su esposa: luego asintió con la cabeza.
– Muy bien -dijo. Termina tu té y vamos.
Después de vaciar su taza, Michelle se inclinó para besar a su madre: luego siguiendo a su padre, salió del cuarto y se dirigió a su propio dormitorio.
Introduciéndose en la cama, se acomodó las cobijas en torno a la barbilla y ofreció la mejilla a su padre. Cal se inclinó, la besó, luego se irguió.
– Te dormirás en seguida – prometió.
Estaba por apagar la luz para regresar junto a June y la pequeña cuando de pronto Michelle le pidió su muñeca.
– Está en el alféizar de la ventana. ¿Podrías alcanzármela?
Cal levantó la antigua muñeca y contempló su rostro de porcelana.
– No parece muy real, ¿verdad? -comentó mientras entregaba la muñeca a Michelle.
En actitud protectora, ésta la arropó bajo las mantas, con la cabeza apoyada en su hombro.
– Es muy real – dijo a su padre.
Este le sonrió después apagó las luces. Cerrando despacio la puerta al salir, echó a andar por el pasillo.
Una vez más Michelle quedó sola en su habitación, escuchando el silencio de la casa. Mientras la oscuridad se acumulaba opresivamente a su alrededor, acomodó más a la muñeca y le susurró suavemente:
– No es como yo creía que iba a ser. Anhelaba tanto tener aquí a Jenny. Pero ahora que llegó, todo es tan distinto. Ellos están todos allí, juntos, y yo estoy sola. Ahora mamá tiene que cuidar a Jennifer. Pero yo ¿a quién tengo? -Entonces se le ocurrió algo.- Yo podría cuidarte, Mandy. Realmente podría… -Estrechó más a la muñeca mientras una lágrima le goteaba por la mejilla.- Cuidaré de ti tal como mamá cuida de Jenny. ¿Te gustaría eso? Yo seré tu madre, Amanda, y te daré todo lo que desees. Y tú te quedarás conmigo, ¿verdad? Para que nunca vuelva a estar sola.
Llorando silenciosamente, con la muñeca apretada muy junto a ella, Michelle se quedó dormida.
Michelle despertó el sábado de mañana con el suave rumor de los pájaros gorjeando. Se quedó quieta en la cama, disfrutando al saber que esa mañana no tenía que darse prisa, esa mañana podía permanecer acostada unos minutos y gozar del sol que inundaba su cuarto, cuyo calor se filtraba a través de las cobijas, colmándola de una sensación de bienestar. Aquel iba a ser un buen día.
Aquel era el día de la merienda en la caleta.
Hasta aquella mañana, Michelle no había estado segura de que iría a esa merienda al aire libre.
El dolor causado por los sarcasmos de Susan Peterson había empezado a desvanecerse al cabo de tres días; hasta el recuerdo de la extraña niña que había aparecido primero en su sueño, luego el martes en el camposanto, se estaba desvaneciendo. Y desde la llegada de Jennifer, Michelle había tenido la mente demasiado llena de otras cosas para dedicarse mucho a la imagen vestida de negro que había parecido pedirle algo.
Ahora, rodeada por la luz del sol, se preguntó por que se había preocupado; por que la noche anterior, al llamarla Sally Carstairs, le había dicho que tal vez no pudiera ir. Por supuesto que iría. Y si Susan Peterson trataba de fastidiarla, ella se negaría simplemente a dejar que eso la afectara.
Tomada la decisión, Michelle abandonó la cama y se puso unos gastadísimos pantalones de pana, una camisa rústica y sus zapatos de gimnasia. Cuando se disponía a bajar, sus ojos se fijaron de pronto en su muñeca, todavía reposando en la almohada donde ella siempre la dejaba de noche. Levantándola, Michelle la apoyó cuidadosamente en el alféizar de la ventana.
– Ya está -dijo suavemente-. Ahora puedes pasarte el día sentada al sol. Pórtate bien.
Se inclinó y besó levemente a la muñeca, tal como había visto a su madre besar a su hermana. Luego salió de su habitación, cerrando la puerta. Cuando Michelle entró en la habitación, June dijo:
– Parece que alguien piensa ayudar a su padre. -Apartó la vista de los huevos que estaba friendo, y al ver la expresión de Michelle le sonrió-. No me mires así… me acostaré tan pronto como termine el desayuno. Pero debo empezar a levantarme. Necesito ejercicio. Hace tres días que estoy en cama y estoy enloqueciendo allá arriba! – Luego, para impedir las protestas de Michelle, señaló el refrigerador diciendo -: Allí hay jugo de naranja.
Michelle abrió el refrigerador y sacó el jarro de jugo.
– ¿Ayudar a papá en que? -preguntó.
– La despensa. Hoy comienza la remodelación.
– Oh…
– ¿Acaso no quieres ayudarle? -preguntó June, intrigada.
Por lo general, era imposible mantener a Michelle lejos de su padre, pero esta mañana parecía casi desilusionada por la perspectiva.
– No es eso replicó Michelle vacilante-. Es solo que algunos de nosotros preparábamos una merienda al aire libre…
– ¡Una merienda al aire libre! No dijiste nada al respecto.
– Es que no sabía con seguridad si iría. A decir verdad, me decidí recién, al levantarme. ¿Puedo… puedo ir, verdad?
– Claro que puedes – replicó June-. ¿Qué tienes que llevar?
– ¿Llevar adonde? -preguntó Cal, saliendo de la escalera que conducía al sótano.
– Hoy habrá una merienda al aire libre -explicó Michelle-. Yo, Sally, Jeff y algunos chicos más. Algo así como el último día de playa, supongo.
– ¿Quieres decir que no me vas a ayudar en la despensa?
– ¿Acaso tú renunciarías a una merienda al aire libre? -preguntó June mientras distribuía los huevos en tres platos y conducía a su marido y a su hija al comedor-. Tal vez yo lleve a Jenny y participe.
– Pero somos solamente nosotros, los chicos -protestó Michelle.
– Estaba bromeando, nada más -se apresuró a decir June-. ¿Qué tal si preparo unos huevos con salsa picante?
– ¿Lo harías?
– Claro… ¿A qué hora será la merienda?
– Nos reuniremos todos en la caleta a las diez.
– Ah, magnífico gimió June. Realmente, Michelle ¿no habías podido advertirme un poco antes? Apenas si tendré tiempo para preparar los huevos, y mucho menos congelarlos.
– No los prepararás anunció Cal antes de volverse hacia Michelle-. Permití a tu madre que se levantara a preparar el desayuno, solo si prometía volver en seguida a la cama. Si quieres huevos con salsa picante tendrás que prepararlos tú misma.
– Es que no sé.
– Entonces tendrás que aprender. Ya eres una muchacha grande y tu madre tiene que cuidar a una niña pequeña -declaró Cal, pero al ver la expresión consternada de Michelle, se ablandó-. Te propongo algo. Después del desayuno, enviaremos a tu madre de vuelta a la cama. Tú lavarás los platos y yo veré qué puedo hacer en cuanto a los huevos. ¿De acuerdo?
La cara de Michelle se iluminó: Al fin y al cabo, todo iba a estar bien. “Pero todo es distinto", pensó mientras empezaba a levantar la mesa. "Ahora que ellos tienen a Jenny, todo es distinto".
Decidió que esto no le agradaba mucho.
Con andar apresurado, Michelle bajó por el sendero hacia la caleta. Eran ya las diez y media y ella iba a ser la última en llegar. En una mano apretaba la bolsa que contenía los huevos con salsa picante. Aún estaban tibios, tal como su madre había previsto. Tal vez nadie se diera cuenta. Podía verlos, cien metros al norte, trepando sobre las rocas, siguiendo la marea menguante, permaneciendo cerca de Jeff que se desplazaba con soltura sobre los afloramientos de granito. Una sola persona estaba todavía sobre la playa, pero ya desde el sendero Michelle reconoció el cabello rubio de Sally Carstairs. Al llegar a la playa, Michelle empezó a correr.
– ¡Hola! -gritó. Sally alzó la vista y la saludó con un ademán.- Lamento llegar tarde. Papá terminó recién los huevos. ¿Crees que alguien se dará cuenta de que no están fríos?
– ¿A quién le importa eso? Temía que no vinieras.
Michelle miró a Sally tímidamente.
– Estuve a punto de no venir. Pero es un día tan lindo…
Su voz se apagó y Sally la vio mirar el reborde de granito donde Susan Peterson estaba arrodillada junto a Jeff.
– No te preocupes por ella – dijo Sally-. Si empieza a fastidiarte de nuevo, no le hagas caso simplemente. Se burla de todo.
– ¿Cómo sabías que es eso lo que me preocupaba?
Sally se encogió de hombros.
– También yo solía preocuparme por ello. Solo porque su padre es un personaje importante, ella cree serlo también.
– ¿No te agrada ella?
– No lo sé -repuso Sally pensativa-. Creo que en realidad no pienso en ello. Quiero decir, la conozco de toda mi vida y siempre ha sido mi amiga.
– Sensacional – dijo Michelle.
Sentándose en una manta, junto a Sally, tomó una botella de bebida gaseosa.
– ¿Puedo beber un sorbo de esto?
– Bébetela toda -repuso Sally-. Yo ya no puedo beber más. ¿Qué es lo sensacional?
– Conocer a alguien de toda la vida. No hay nadie a quien haya conocido toda mi vida -explicó Michelle. Su voz descendió casi hasta un susurro.- A veces me pregunto quién soy en realidad.
– Tú eres Michelle Pendleton. ¿Quién ibas a ser, si no?
– Es que soy adoptada -dijo lentamente Michelle. Bueno, ¿y qué? Sigues siendo tú.
Súbitamente deseosa de cambiar de tema, Michelle se puso de pie.
– Bueno, vamos a ver qué encontraron ellos.
A lo lejos, en las rocas, todos se apretujaban en torno a Jeff, quien sostenía algo en la mano.
Era un pulpo diminuto, de apenas siete centímetros de diámetro, que se retorcía indefenso en la palma de Jeff. Al acercarse Michelle y Sally, Jeff lo ofreció sonriendo.
– ¿Quieren tenerlo?
Era un desafío. Sally se encogió, retrocediendo. Pero Michelle extendió la mano, al principio titubeante, y tocó la resbaladiza superficie de la piel del pulpo.
– No muerde -le aseguró Jeff, lanzando una mirada desdeñosa a Susan Peterson.
Vacilante. Michelle tomó al pequeño ser marino y le dio vuelta cuidadosamente. El diminuto pulpo estiró un tentáculo, se afirmó contra el dedo de ella y se enderezó.
– ¿No se morirá fuera del agua? -preguntó Michelle.
– Por un rato, no – repuso Jeff-. ¿Se aferra a ti?
Michelle tomó uno de los tentáculos y tiró con suavidad. Hubo una ligera sensación de cosquilleo cuando las ventosas de susción se desprendieron de la piel de ella.
– ¡Oh! ¡Cómo puedes hacer eso!
Era Susan. Se apartó de Michelle, con las manos en la cara, fruncida por la repugnancia. Con traviesa sonrisa, Michelle arrojó el serpenteante ser a Susan, que lanzó un grito y lo esquivó. El pulpo cayó de nuevo en el agua, donde inmediatamente desapareció, dejando al huir un rastro de arena agitada, remolineante.
– ¡No hagas eso! -exclamó Susan, mirando furiosa a Michelle.
– No es más que un pulpito -rió Michelle-. ¿Quién puede temerle a un pulpo tan pequeño?
– Es horrible -declaró Susan.
Volviéndose, echó a andar hacia la playa. Lamentando repentinamente lo que había hecho, Michelle intentó disculparse, pero Susan no le hizo caso. Los demás niños miraron primero a Susan, luego a Michelle, como si procuraran decidir qué hacer. Luego, al ver que Susan continuaba alejándose sobre las rocas, todos comenzaron a seguirla. Solamente Salí y Carstairs se quedó atrás.
– Tal vez no debieras hacer cosas así -dijo suavemente Sally-. La enfurecen.
– Lo siento -replicó Michelle -. Sólo quise hacer una broma. ¿No es capaz de aceptar una broma?
– Ella no cree que las cosas son graciosas cuando son a costa de ella. Solamente cuando son a costa de otras personas. Es probable que ahora empiece a fastidiarte.
– Y si lo hace ¿qué? -preguntó Michelle, sintiéndose de pronto muy valiente-. Sabré aguantar. Ven conmigo… más vale que volvamos a la playa.
El sol estaba alto en el cielo, y los niños, dispersos por la playa, masticaban emparedados, regándolos con una provisión aparentemente infinita de bebidas gaseosas. Michelle estaba sentada con Sally Carstairs, pero percibía incómodamente a Susan Peterson que, a poca distancia, compartía una manta con Jeff Benson. Aunque no le había hablado, Susan había estado observándola, como si la juzgara. En ese momento dejó en el suelo su gaseosa y lanzó a Michelle una mirada maliciosa.
– ¿Viste últimamente al fantasma? – preguntó.
– No hay ningún fantasma – repuso Michelle con voz apenas audible.
– Pero lo viste la otra noche, ¿verdad? -La voz de Susan era ya más sonora e insistente.
– Fue un sueño – dijo Michelle-. Solamente un sueño.
– ¿Lo fue? ¿Estás segura?
Michelle miró furiosa a Susan, pero ésta le devolvió la mirada sin pestañear. Michelle sintió que la cólera se acumulaba en su interior. u¿Qué es?", se preguntó. “¿Por qué siempre la hago enojarse conmigo?"
– ¿No podemos hablar de otra cosa? -preguntó.
– A mí me gusta hablar del fantasma -respondió serenamente Susan.
– ¡Pues a mí no! -exclamó Sally Carstairs-. ¡Creo que hablar del fantasma es tonto! Quiero oír algo sobre la hermanita de Michelle.
Michelle sonrió agradecida a Sally.
– Es hermosa, y se parece mucho a mi madre -declaró.
– ¿Cómo puedes saberlo? -preguntó Susan Peterson con voz helada; en sus ojos brillaba una gozosa malicia.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó a su vez Michelle-. Jennifer se parece mucho a mi madre. Todos lo dicen.
– Pero tú ni siquiera sabes quién es tu madre -dijo Susan-. Eres adoptada.
Súbitamente Michelle sintió que todos los niños la miraban, preguntándose qué diría luego ella.
– No por eso mis padres dejan de ser mis padres -repuso cuidadosamente.
– ¿Quién dijo lo contrario? -replicó Susan-. Salvo que los Pendleton no son realmente tus padres, ¿verdad? No sabes quiénes son tus padres, ¿o lo sabes?
– Claro que son mis padres -replicó Michelle. Se incorporó haciendo frente a Susan-. Ellos me adoptaron cuando yo era muy pequeñita y siempre han sido mis padres.
– Eso fue antes -dijo Susan, sonriendo ahora al ver cómo aumentaba la cólera de Michelle.
– ¿Qué quieres decir, antes?
– Antes de que tuvieran su propia hija. La única razón por la cual hay personas que adoptan niños, es porque no pueden tener uno propio. Entonces, ¿para qué te necesitan ya tus padres?
– No digas eso, Susan Peterson -gritó Michelle-. Jamás digas eso. Mis padres me quieren tanto como los tuyos a ti.
– ¿De veras? dijo Susan, con una dulce voz que desmentía la expresión de su cara. ¿De veras te quieren?
– ¿Qué se supone que quiere decir eso?
Tan pronto como esas palabras salieron de su boca, Michelle deseó no haberlas pronunciado. Debía simplemente ignorar a Susan… recoger simplemente sus cosas y marcharse. Pero ya era demasiado tarde. Todos los otros niños escuchaban a Susan, pero miraban a Michelle.
– ¿Acaso no pasan más tiempo con la pequeña que contigo? ¿No la quieren más en realidad? ¿Y por qué no? Jenny es su verdadera hija. ¡Tú no eres más que una huérfana cualquiera que ellos recogieron cuando creyeron que no podían tener hijos propios!
– Eso no es cierto -exclamó Michelle.
Pero al hablar, supo que no estaba tan segura como procuraba aparentar. Las cosas eran diferentes ahora. Lo habían sido desde que naciera Jenny. Pero eso era solo porque Jenny era pequeñita y necesitaba más que ella. No significaba que sus padres no la quisieran. ¿O sí? Por supuesto que no. Ellos la amaban. ¡Sus padres la amaban!
De pronto Michelle quiso estar en casa… en casa con su madre y su padre, en casa donde estaría cerca de ellos, sería parte de ellos. Aún era su hija. Ellos aún la querían… aún la aceptaban… ¡por supuesto que sí! Sin molestarse en recoger sus cosas, Michelle se volvió y empezó a correr por la playa hacia el sendero.
Sally Carstairs se incorporó de un salto y se dispuso a correr en pos de Michelle, pero la voz de Susan Peterson la detuvo.
– Déjala ir -dijo Susan-. Si no es capaz de soportar algunas bromas… ¿quién la necesita?
– Pero eso fue una maldad, Susan -declaró Sally -. Fue una maldad pura y simple.
– ¿Y qué? -replicó descuidadamente Susan-. Tampoco fue muy amable de su parte arrojarme ese pulpo.
– Pero ella no sabía que te afectaría tanto.
– Sí que lo sabía -replicó Susan-. Y aunque no lo supiera, no debió haberlo hecho. No hice más que desquitarme.
Sally volvió a sentarse en su manta, preguntándose qué hacer. Quería ir tras Michelle y traerla de vuelta, pero lo más probable era que de nada sirviera hacerlo. Susan no iba a dejarla tranquila… ahora que sabía como afectar a Michelle, seguiría simplemente haciéndolo. Y si Sally continuaba siendo amiga de Michelle, Susan se la tomaría con ella también. Sally sabía que no era capaz de soportar eso.
– Sí que sabe correr, ¿verdad?
Al oír que los otros niños se reían de la pregunta de Susan, Sally alzó la vista. Michelle estaba casi al pie del sendero. Sally decidió que, aunque los demás niños fueran a mirar, ella no lo haría. Además, no podía. Sabía que, si lo hacía, empezaría a llorar, y no quería hacer eso. No delante de Susan.
Las palabras de Susan Peterson castigaban los oídos de Michelle al correr por la playa.
¿Para qué te necesitan?
¿No la quieren más a ella, en realidad?
No era cierto, se dijo. Nada de eso era cierto. Pero al correr, las palabras parecían seguirla. Arrastradas por el viento, punzándola, hostigándola.
Al llegar al sendero inició la subida.
Su respiración, ya trabajosa debido a su furia y por haber corrido, era cada vez más dificultosa. Pronto empezó a jadear; sentía que el corazón le golpeaba el pecho
Quería detenerse, quería descansar, quería sentarse un minuto apenas para tomar aliento, pero sabía que no podía hacerlo.
Ellos estarían allá, en la playa, observándola. Casi podía oír la voz de Susan, dulce y maliciosa:
– Ni siquiera puede subir por el sendero.
Se obligó a mirar arriba para saber hasta dónde tenía que llegar antes de encontrarse a salvo en la cima, donde no podían verla desde la playa.
Lejos.
Demasiado lejos.
Y ahora estaba llegando la niebla.
Al principio fue tan solo una cosa gris, una leve nebulosidad que enturbiaba su visión.
Pero después, mientras ella subía el sendero poniendo con esfuerzo un pie tras otro, se juntó en torno a ella, fría y húmeda, aislándola, dejándola sola, ya no a la vista de sus atormentadores de la playa, pero también lejos de casa.
Debía estar cerca de la cima. ¡Tenía que estarlo!
Era como una pesadilla, un sueño en el cual uno tiene que correr, pero sus pies, atascados en una especie de fango, se niegan a moverse. Michelle sintió que el pánico la iba dominando.
Fue entonces cuando resbaló.
Durante una fracción de segundo, pareció que no era nada… apenas una leve tercedura cuando su pie derecho golpeó una piedra suelta y se dobló hacia afuera.
De pronto, no hubo bajo su pie nada que la sostuviera. Fue como si el sendero hubiera desaparecido.
Se sintió empezar a caer a través de la aterradora niebla gris.
Lanzó un grito, una sola vez, luego la niebla pareció apretarse en torno a ella, y el gris se volvió negro…
– ¡Doctor Pendleton! ¡Doctor Pendleton!
Cal oyó la voz que lo llamaba. El terror que esa voz trasmitía, le hizo soltar su martillo y precipitarse a la cocina. Llegó a la puerta trasera en el preciso instante en que Jeff Benson llegaba de un salto a la galería.
– ¿Que ocurre? ¿Qué ha sucedido?
– Es Michelle -gritó Jeff, con el pecho agitado; el aliento le salía en fuertes jadeos-. Estábamos en la playa y ella volvía a casa, y… y…
Se le quebró la voz y se desplomó en el escalón más alto, tratando de recobrar el aliento.
– ¿Que sucedió? -De pie junto a Jeff, Cal trató de no gritar.- ¿Está bien ella?
Jeff sacudió la cabeza, desesperado.
– Estaba en el sendero, todos la estábamos mirando cuando de pronto resbaló y… oh, doctor Pendleton, venga pronto.
Cal sintió la primera arremetida de pánico, ese mismo pánico que había sentido al ver a Sally Carstairs, el pánico que tenía sus raíces en Alan Hanley. Y ahora se trataba de Michelle.
Había caído, tal como había caído Alan Hanley.
A través de su repentino terror, oyó la voz de Jeff Benson que le imploraba:
– Doctor Pendleton, por favor… ¿Doctor Pendleton?…
Se obligó a moverse, a salir de la galería, a cruzar el césped hacia el borde del risco. Miró abajo, pero en la playa no pudo ver nada salvo un grupo de niños congregados abajo.
"Dios querido, haz que ella esté bien"
Empezó a bajar el sendero, al principio con lentitud, después temerariamente, aunque cada paso parecía durar una eternidad. Detrás de sí oía a Jeff, tratando de contarle lo sucedido, pero las palabras del muchacho no tenían sentido para él. En lo único que podía pensar era en Michelle, su cuerpo ágil yaciendo en las rocas, al pie del risco, quebrado y retorcido..
Por fin llegó a la playa y se abrió paso entre el grupo de niños que permanecían impotentes alrededor de Michelle.
Cal se arrodilló junto a su hija, le tocó la cara.
Pero no fue su cara lo que vio. Tal como había ocurrido con Sally Carstairs, vio en cambio la cara de Alan Hanley, moribundo, mirándolo con fijeza, azuzándolo.
Su mente vaciló. No era culpa suya. Nada de todo eso era culpa suya. Entonces, ¿por qué se sentía tan culpable? Culpable… y furioso. Furioso contra estos niños que lo hacían sentir incompetente, ineficaz. Y culpable, siempre culpable.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, puso los dedos en la muñeca de Michelle.
Su pulso latía con firmeza.
Entonces, mientras él se inclinaba contra ella, sus ojos parpadearon y se abrieron. Lo miró con sus inmensos ojos pardos asustados y llenos de lágrimas.
– ¿Papá? ¿Papá? ¿Estoy bien?
– Estás perfectamente, pequeña, perfectamente. Ya te pondrás bien.
Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, sabía que eran falsas.
Sin detenerse a pensar, Cal levantó a Michelle en sus brazos. Ella gimió suavemente, luego cerró los ojos.
Cal empezó a subir el sendero acunando a su hija contra su pecho.
uSe pondrá bien", se decía. "Estará perfectamente".
Pero mientras subía el sendero, los recuerdos volvían a él. Los recuerdos de Alan Hanley.
Alan Hanley había caído y se lo había puesto a su cuidado. Y él le había fallado a Alan… el niño había muerto:
No podía fallarle a Michelle. No a su propia hija. Pero ya mientras la llevaba a la casa, sabía que era demasiado tarde.
Ya le había fallado.