CAPITULO IX

Muda de asombro, Augusta miró a Harry.

– No comprendo -pudo decir al fin-. Teníamos todos la impresión de que tu primera esposa había sido una mujer admirable.

– Lo sé, y no voy a corregir esa opinión. Yo también, antes de casarme con ella, creía que Catherine era un ejemplo de decoro. -La boca de Harry hizo un gesto amargo-. Puedes estar segura de que no me permitió más que algún casto beso durante nuestro compromiso. Y por supuesto, yo confundí la falta de calidez con la virtud.

– Entiendo. -Augusta se sonrojó recordando cuánto le había permitido ella antes de la boda.

– La noche de bodas, cuando se comportó con tanta frialdad como durante el compromiso, por fin comprendí que no sentía el menor afecto por mí. Sospeché que debía de haber algún otro. Al decírselo, estalló en lágrimas y me explicó que en realidad amaba a otro y que se había entregado a él cuando se supo obligada a casarse conmigo.

– Pero, ¿por qué fue obligada a casarse contigo?

– Por los habituales motivos: mi título y mi fortuna. Los padres de Catherine insistieron y ella aceptó. El amante era pobre y Catherine no había perdido el sentido común hasta el punto de fugarse con él.

– Qué triste para los dos.

– Créeme que deseé que hubiera huido con su amante. Con todo placer le habría pagado para que se la llevara si hubiese conocido mi destino. Pero lo hecho, hecho está. -Harry se encogió de hombros-. Me aseguró que estaba arrepentida y que se esmeraría en ser una buena esposa. Y la creí. Diablos, deseaba creerle.

– No habría sido justo reprocharle la pérdida de la virginidad -dijo Augusta adoptando un semblante serio-, a menos que tú mismo permanecieses intacto.

Harry alzó una ceja y no respondió al comentario.

– De todos modos, no podía hacer más que sacar el mejor partido posible de la situación.

– Entiendo, el matrimonio es indeleble -murmuró Augusta.

– Podríamos habernos llevado bien si Catherine no hubiese mentido. No puedo perdonar ni olvidar la falta de sinceridad.

– No, me imagino que debe de resultarte difícil tolerar a una mujer o a cualquiera que mienta. Eres muy severo en relación con algunas cosas.

Harry la miró con suspicacia.

– En realidad, Catherine nunca tuvo intenciones de ser una buena esposa. Lo único bueno que puedo decir de ella es que al menos no estaba embarazada de su amante. Quedó embarazada en nuestra noche de bodas y aquello la enfureció. Cuando quedó preñada, el amante empezó a perder el interés y ella comenzó a proporcionarle dinero para retenerlo.

– ¡Harry, qué horrible! ¿Y no lo advertiste?

– Al principio, no. Catherine era muy convincente. Cuando me pedía dinero, aducía dedicarlo a sus obras de caridad. No era del todo falso. Su amante carecía de recursos y dependía de la generosidad de mi esposa.

– ¡Oh!

– Dejé que se difundiese el rumor de que hubiera muerto a causa de unas fiebres después del nacimiento de Meredith -dijo Harry en voz monótona-. La verdad es que se recobraba muy bien, cuando se enteró de que su amante la engañaba. Se levantó prematuramente del lecho y acudió a enfrentársele. Cuando volvió, lo hizo muy alterada, había cogido frío y eso le afectó a los pulmones. Volvió a la cama y no se recuperó. En su agonía, deliraba llamando a su amado.

– ¿De modo que descubriste quién era?

– Sí.

– ¿Y qué le ocurrió luego a él? -preguntó Augusta con un presentimiento.

– Al quedarse sin medios financieros regulares, se vio obligado a ingresar en el ejército. Poco después murió como un héroe en la península.

– Qué ironía. ¿Nadie más lo sabe?

– Seguí mi propio consejo. Tú eres la única persona a quien se lo he contado y espero que lo guardes en silencio.

– Por supuesto -dijo Augusta en voz débil, pensando en lo importante que era para Harry conservar el honor-. Después de una experiencia tan desastrosa, no me extraña que te preocupe tanto la decencia.

– No es sólo mi propio orgullo lo que me preocupa -dijo Harry, cortante-. En honor a Meredith, quiero conservar la imagen de perfección de Catherine. Una niña necesita respetar la memoria de sus padres. Tiene nueve años y piensa que Catherine fue una madre devota y una esposa virtuosa.

– Lo comprendo. No intentaré modificar lo que piensa de su madre.

Harry sonrió sin alegría.

– No, no lo harías. Eres bondadosa y leal con las personas que quieres, ¿no es cierto? Fue uno de los motivos que consideré para casarme contigo. Espero que te encariñes con mi hija.

– Desde luego que lo haré -Augusta se miró las manos enguantadas, enlazadas sobre el regazo-, y espero que ella me quiera también a mí.

– Es una niña obediente y hará lo que se le ordene. Sabe que serás su nueva madre y te mostrará el mayor de los respetos.

– El respeto no es lo mismo que el cariño. Se puede obligar a una niña a guardar respeto y buenos modales, pero no se puede obligar a nadie a querer, ¿no crees? -Le lanzó una mirada significativa-. Es el mismo caso de una esposa o un marido.

– Me conformaré con el respeto y los buenos modales, tanto de mi esposa como de mi hija -replicó Harry-, y además, espero la máxima lealtad. ¿He sido claro?

– Por supuesto que sí. -Augusta volvió a manosear la trencilla de su traje-. Sin embargo, he intentado decirte desde el principio que no puedo prometerte ser un modelo de perfección.

Harry esbozó una sonrisa grave.

– Nadie es perfecto.

– Me alegra que lo comprendas.

– Con todo, espero que hagas sinceros esfuerzos en ese sentido -agregó Harry con tono cortante.

Augusta alzó la mirada.

– ¿Estás burlándote de mí?

– Por Dios, no, Augusta. Soy un estudioso aburrido y prosaico, y carezco por completo de la ligereza suficiente para permitirme semejante frivolidad.

Augusta frunció el entrecejo.

– Estás burlándote, Harry. Me gustaría preguntarte algo.

– ¿Qué?

– Dijiste que no tolerarías el engaño por parte de una esposa, pero yo no he sido por completo sincera contigo. No te conté el asunto de la estúpida deuda de juego con Lovejoy.

– No fue un engaño deliberado. Actuaste según tu costumbre, de manera precipitada, en defensa del honor de los Ballinger de Northumberland y, por supuesto, te metiste en problemas.

– ¿Por supuesto? Mira, Harry…

– Si tuvieses un mínimo de sentido común, no me recordarías el incidente. Trato de olvidarlo.

– Será difícil olvidarlo teniendo en cuenta que el «incidente», como tú lo llamas, tuvo como consecuencia que te vieras obligado a casarte conmigo.

– Augusta, tarde o temprano me habría casado contigo. Ya te lo dije.

Perpleja, la joven lo miró.

– Pero, ¿por qué? Todavía no lo comprendo, habiendo otras candidatas más apropiadas en tu lista.

Harry la contempló durante largo rato.

– Al contrario de lo que opinan casi todos, mis principales exigencias en una esposa no son los modales impecables y un comportamiento intachable.

Sorprendida, Augusta abrió los ojos.

– ¿No?

– Los modales de Catherine eran perfectos; pregúntale a cualquiera que la haya conocido.

Augusta frunció el entrecejo.

– Si no se trata de la perfección en los modales y en la conducta, ¿qué es lo que buscas en una esposa?

– Tú misma lo dijiste la noche que te sorprendí en la biblioteca de Enfield: todo lo que quiero es una mujer genuinamente virtuosa.

– Sí, lo sé. Mas sin duda, para alguien como tú, la virtud femenina va de la mano con el respeto por el decoro.

– No necesariamente, aunque admito que sería conveniente. -Harry adoptó una expresión pesarosa-. La virtud de una mujer se basa en su capacidad de ser fiel. He observado que, si bien tienes la desdichada tendencia a ser impetuosa y cabeza dura, eres una joven leal. Tal vez, la más leal que conozco.

– ¿Yo? -Augusta se sorprendió ante la afirmación.

– Sí, tú. No escapa a mi observación que has demostrado gran fidelidad a tus amigos, como a Sally, y también al recuerdo de los Ballinger de Northumberland.

– Como si fuese un perrito…

El conde sonrió ante el tono indignado.

– Me gustan los perritos.

La flamante esposa alzó la barbilla, echando chispas por los ojos.

– Pues en mi opinión, señor mío, la lealtad es como el amor. No puede comprarse con una sortija de bodas.

– Al contrario. Eso ha sido lo que he hecho hace unas horas -dijo el hombre sin inmutarse-. Augusta, será conveniente que recuerdes que no me importa esa emoción a la que llamas amor. Pero espero de ti el mismo respeto y la lealtad que guardas hacia otros miembros de tu familia, presentes o en el recuerdo.

Augusta se irguió orgullosa.

– ¿Y obtendré yo lo mismo a cambio?

– Puedes estar segura. Cumpliré con mis deberes como marido. -En los ojos de Harry brilló una promesa sensual.

Entrecerrando los ojos, Augusta se negó a dejarse llevar por la provocación.

– Muy bien, señor mío, seremos leales. Pero eso será todo, hasta que yo decida otra cosa.

– Augusta, ¿qué demonios significa esta enigmática afirmación?

Decidida, Augusta volvió el rostro hacia la ventanilla.

– Que en tanto tú no valores el amor, no te lo brindaré yo. -Lo obligaría a comprender que en el matrimonio tenía que haber algo más que un frío intercambio de lealtades.

– Haz lo que te plazca -replicó Harry encogiéndose de hombros.

La joven, abatida interiormente, le lanzó una rápida mirada de soslayo.

– ¿No te importaría que no te amase?

– No, mientras cumplieses tus responsabilidades de esposa.

Augusta se estremeció.

– Eres muy frío. No lo había comprendido. En realidad, al ser testigo de tus últimas acciones, comenzaba a esperar que pudieras ser impetuoso como cualquier Ballinger de Northumberland.

– Nadie es tan impetuoso y temerario como un Ballinger de Northumberland -dijo Harry-. Y yo, menos que nadie.

– Qué pena. -Augusta abrió el bolso y sacó el libro que había llevado para leer en el viaje. Lo abrió y fijó la vista en la página que tenía delante.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó Harry con suavidad.

– Su último libro, señor mío. -No se dignó a levantar la vista-. Observaciones sobre la «Historia de Roma» de Livy.

– Me imagino que te resultará bastante aburrido.

– En absoluto. He leído sus restantes obras y me han parecido muy interesantes.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí, si se pasa por alto una evidente deficiencia que se observa en todas ellas -concluyó.

– ¿Deficiencia? ¿Qué deficiencia, puedes explicármelo? -Harry estaba alterado-. ¿Y puedo preguntarte quién eres tú para opinar? No creo que seas una estudiosa de los clásicos.

– No es necesario estudiar a los clásicos para hallar esa persistente falta en sus obras, milord.

– ¿Sí? Querida mía, ¿por qué no me dices, pues, en qué consiste esa falta?

Augusta alzó las cejas y lo miró a los ojos sonriendo con dulzura.

– Lo que más me molesta en tus trabajos es que en todos ellos dejas de lado el papel y la contribución de las mujeres.

– ¿Las mujeres? -Harry la miró perplejo pero se recobró inmediatamente-. Las mujeres no hacen historia.

– He llegado a la conclusión de que prevalece esa opinión porque en su mayor parte la historia está escrita por hombres como tú -dijo Augusta-. Por alguna razón, los escritores han decidido ignorar las aportaciones femeninas. Me di cuenta cuando quise decorar el salón del Pompeya, me resultó muy difícil encontrar la documentación que necesitaba.

– ¡Dios, no puedo creer lo que estoy oyendo! -Harry gimió. Era demasiado. Era la suya una mujer demasiado emotiva que leía, entre otros, a Scott y a Byron. Luego, a pesar de sí mismo, sonrió-. Algo me dice que aportarás un cambio interesante a mi hogar.


Graystone, la mansión que dominaba la propiedad en tierras de Dorset, era una construcción tan sólida e imponente como el dueño. Era un edificio clásico de grandiosas proporciones que se cernía sobre los jardines impecablemente mantenidos. El sol moribundo de las últimas horas de la tarde resplandecía en las ventanas mientras el coche se acercaba por el sendero zigzagueante.

A su llegada se produjo un vértigo de actividad. Los sirvientes se apresuraron a ocuparse de los caballos después de saludar a su nueva señora.

Ansiosa, Augusta miró en derredor al tiempo que Harry la ayudaba a apearse. «Éste es mi nuevo hogar», se dijo una y otra vez. No acababa de comprender el cambio que se había producido en su vida. Era la condesa de Graystone, la esposa de Harry y aquéllos, sus criados. Por fin tenía un hogar propio.

En el mismo momento que ese pensamiento comenzaba a penetrarla, una niña de cabello oscuro salió corriendo por la puerta abierta y se precipitó escalones abajo. Llevaba un austero y sencillo vestido de muselina blanca sin un frunce, ni una cinta.

– ¡Papá! ¡Papá, ya has llegado! Qué contenta estoy…

La expresión de Harry manifestó un genuino afecto al inclinarse a saludar a su hija.

– Meredith, me preguntaba dónde estarías. Ven a conocer a tu nueva madre.

Conteniendo el aliento, Augusta se preguntó cómo la recibiría la niña.

– Hola, Meredith. Es un placer conocerte.

Meredith se volvió hacia Augusta y la miró con un par de inteligentes y cristalinos ojos grises, casi idénticos a los de su padre. Era una hermosa niña.

– Es imposible que seas mi madre, ella está en el cielo -dijo la niña con innegable lógica.

– Esta señora ocupará su lugar -afirmó Harry-. Debes llamarla mamá.

Meredith observó a Augusta con atención y se volvió otra vez hacia su padre.

– No es tan bella como mamá, en el retrato en la galería. Ella tenía cabellos dorados y hermosos ojos azules. A esta mujer no la llamaré mamá.

A Augusta se le encogió el corazón, pero forzó una sonrisa al ver que Harry comenzaba a enfadarse.

– Meredith, estoy segura de que tu madre era la mujer más bonita del mundo. Si era tan hermosa como tú, debió de ser muy bella. Pero quizá te gusten otras cosas de mí. Entretanto, llámame como prefieras. No es necesario que me digas «mamá».

Harry la miró ceñudo.

– Meredith tiene que respetarte y así lo hará.

– Estoy convencida de que lo hará. -Augusta sonrió a la pequeña que, de súbito, parecía abatida-. Hay muchas maneras respetuosas de llamar, ¿verdad Meredith?

– Sí, señora. -La niña lanzó a su padre una mirada inquieta.

Harry alzó las cejas en gesto de reprimenda.

– Te llamará mamá, y se acabó la discusión. Bien, Meredith, ¿dónde está tía Clarissa?

Una mujer alta y enjuta, con un vestido sobrio y sin adornos, de color pizarra, apareció en lo alto de la escalera.

– Aquí estoy, Graystone. Bienvenido a casa.

Clarissa Fleming descendió las escaleras con paso majestuoso. Era una mujer agradable, de unos cuarenta y cinco años, que adoptaba un porte digno y rígido. Contemplaba el mundo con observadores ojos grises, como si quisiera fortalecerse contra la desilusión. El cabello encanecido se recogía severo sobre su nuca.

– Augusta, ésta es la señorita Clarissa Fleming -dijo Harry, haciendo rápidamente las presentaciones-. Ya te he hablado de ella. Es una familiar que me hizo el favor de convertirse en institutriz de Meredith.

– Claro que sí. -Augusta dirigió una sonrisa a la mujer pero en lo profundo suspiró desdichada pues tampoco recibía por ese lado una bienvenida demasiado cálida.

– Esta mañana se nos ha dado la noticia de la boda -dijo Clarissa con mordacidad-, algo apresurada. Pensábamos que se celebraría dentro de cuatro meses.

– Las circunstancias cambiaron de súbito -dijo Harry, sin extenderse en disculpas ni explicaciones, componiendo una sonrisa fría y remota-. Es algo sorprendente pero, aun así, estoy seguro de que le darás la bienvenida a mi mujer, ¿verdad, Clarissa?

Clarissa inspeccionó a Augusta de pies a cabeza.

– Por supuesto -dijo-. Si me sigue, le mostraré su dormitorio. Supongo que después del viaje querrá refrescarse.

– Gracias. -Augusta miró de soslayo a Harry que se dedicaba a impartir órdenes a los criados. Meredith estaba a su lado, la manecita pequeña en la del padre. Ninguno de los dos le prestaba ya la menor atención.

– Tengo entendido -recitó Clarissa mientras subían los escalones y entraban en el amplio vestíbulo de mármol- que está usted emparentada con lady Prudence Ballinger, autora de varios libros de estudio muy útiles para las jóvenes.

– Lady Prudence era mi tía.

– Ah, entonces, ¿es usted una de los Ballinger de Hampshire? -preguntó Clarissa con entusiasmo naciente-. Una familia de categoría, destacada por sus intelectuales.

– En realidad -dijo Augusta alzando orgullosa la barbilla- desciendo de la rama de Northumberland.

– Entiendo -dijo Clarissa, pero el entusiasmo se había extinguido en su mirada.


Esa noche, ya tarde, Harry estaba sentado solo en su recámara con una copa de coñac en una mano y un ejemplar de Las guerras del Peloponeso, de Tucídides, en la otra. Pero hacía largo rato que no leía una palabra, pensando en su preciosa esposa, que permanecía en la cama, en la habitación contigua. Ya hacía un buen rato que no llegaba el menor ruido.

Bebió otro sorbo de coñac e intentó concentrarse en el libro, pero fue en vano. Cerró el volumen de golpe y lo arrojó sobre la mesa próxima.

Durante el viaje se había prometido demostrarle a Augusta que podría ejercer un sutil control sobre sí, pero ahora se preguntaba si no sería una sutileza excesiva. La joven le había arrojado el guante echándole en cara la precipitación con que le había hecho el amor en el coche de Sally. Según Harry, aquello representaba el desafío de demostrarle que no era un esclavo de sus deseos. No estaba dispuesto a ser el Antonio de Cleopatra.

Con todo, no podía culpar a Augusta por pensar así. Después de la manera como la había seducido en el coche, la joven tenía derecho a suponer que no sería capaz de quitarle las manos de encima. No existía mujer capaz de resistirse a emplear ese poder que, en manos de una chica atrevida, audaz como Augusta, podía resultar peligroso. Había decidido mantenerse firme desde el comienzo del matrimonio y demostrar que no carecía de continencia. «Comienza del mismo modo en que piensas continuar», se dijo.

Había dado las buenas noches a Augusta a la entrada de la habitación con suma cortesía, pero le resultó un feroz tormento. Se preguntó si estaría despierta esperándolo. «La duda le hará bien -pensó-. Esta mujer es demasiado cabezota y muy dada al desafío, como lo demostró el asunto con Lovejoy, justamente tratando de demostrarme que no tenía la obligación de rendirse a mis deseos.»

Harry se levantó y cruzó con pasos largos la habitación para servirse otra copa. Hasta el momento había sido demasiado complaciente con Augusta: ése era el problema, un exceso de indulgencia. ¿No era acaso una Ballinger de Northumberland? Necesitaba una mano firme que le sujetara las riendas. Si querían un futuro feliz, tenía que doblegar las inclinaciones temerarias del temperamento de su esposa.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, se preguntaba con más insistencia si hacía bien al retardar su presencia. Bebió otro trago y sintió que una suerte de calor se le agitaba en la ingle.

De pronto, con una clarividencia otorgada por el licor, comprendió que había otro modo de encarar la situación. Siguiendo la lógica -y el conde se ufanaba de su propio sentido lógico- podía concluirse que podía ser conveniente afirmar sus derechos como esposo desde el principio. Sí, ese razonamiento era mucho más sensato que el anterior. A fin de cuentas, no tenía que demostrar control sobre sí mismo sino su papel dominante en el matrimonio; que era el dueño y señor de su casa.

Bastante más complacido con esta nueva corriente de ideas, dejó la copa en la mesa y se decidió a abrir la puerta del dormitorio. De pie en el umbral, escudriñó entre las sombras que rodeaban la cama:

– Augusta.

No hubo respuesta. Entró en la habitación y vio que nadie ocupaba la cama adoselada.

– ¡Maldición, Augusta!, ¿dónde estás?

Al no recibir respuesta, dio media vuelta y vio abierta la puerta que daba al pasillo. Algo se oprimió en su pecho al comprender que su mujer no estaba en el dormitorio. «¿Qué treta se le habrá ocurrido?», se preguntó saliendo al pasillo. «Si es otro truco para hacerme dar vueltas, le pondré punto final sin dejar lugar a dudas.»

Llegó hasta el vestíbulo y distinguió una figura fantasmal. Ataviada con una bata de color pálido que flotaba alrededor y una vela en la mano, Augusta se encaminaba hacia la galería que ocupaba el frente de la casa. Harry, curioso, decidió seguirla.

Mientras la perseguía sigilosamente, se dio cuenta de que lo inundaba el alivio. Comprendió que había temido que Augusta hubiese metido sus cosas en un bolso y huido en plena noche. «Tendría que haberlo imaginado -pensó-. Augusta no es de las que escapan a nada.»

La siguió a través de la galería y se detuvo a observarla, mientras la muchacha recorría lentamente la fila de retratos. Se detenía ante cada uno y levantaba la palmatoria para examinar cada rostro en su marco dorado. La luz de la luna que se filtraba por las altas ventanas alineadas al frente de la galería la bañaba con un resplandor plateado que le confería un aspecto más espectral aún.

Antes de acercarse, Harry esperó a que llegara junto al retrato de su padre.

– Dicen que nos parecemos -dijo con calma-. Nunca me ha parecido un cumplido.

– ¡Harry! -La llama titubeó cuando Augusta se volvió, llevándose la mano a la garganta-. ¡Por todos los santos! No sabía que estuvieras ahí… me has dado un susto terrible.

– Discúlpame. ¿Qué hace aquí, en plena noche, señora?

– Sentí curiosidad, milord.

– ¿Con respecto a mis ancestros?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Bueno, milord, estaba acostada en la cama cuando pensé que ahora son también los míos y que no conocía a ninguno de ellos.

Harry cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó un hombro contra la pared, bajo el rostro adusto de su padre.

– En tu lugar, yo no me preocuparía por proclamarme descendiente de esta gente. Según me han contado, no hubo entre ellos una sola alma buena.

– ¿Y tu padre? Tiene un semblante fuerte y noble. -Observó el retrato.

– Tal vez cuando posó lo poseía. Yo sólo lo recuerdo como un hombre amargo y enfadado que nunca superó el hecho de que mi madre huyera con un conde italiano a poco de mi nacimiento.

– Por todos los cielos, qué terrible. ¿Qué sucedió?

– Murió en Italia. Al enterarse, mi padre se encerró en la biblioteca durante una semana y se emborrachó hasta quedar inconsciente. Cuando salió, prohibió que volviera a mencionársela en esta casa.

– Entiendo. -Augusta lo miró tratando de descubrir qué sentía-. Al parecer, los condes de Graystone no tuvieron demasiada fortuna con sus esposas.

Harry se encogió de hombros.

– Las distintas condesas de Graystone fueron famosas por su carencia de virtud. Mi abuela tuvo más aventuras de las que pueden contarse.

– Bueno, es la lacra de la sociedad, Harry. Como la mayoría de los matrimonios se hacen por dinero y prestigio más que por amor, se explica que ocurran estas cosas. Yo creo que por instinto las personas buscan el amor y si no lo encuentran en el matrimonio, lo buscan fuera de él.

– Augusta, no pienses nunca en buscar fuera del matrimonio cualquier cosa que sientas que te falte.

Despejándose el cabello oscuro del rostro, Augusta lo miró enfadada.

– Con toda sinceridad, milord, ¿acaso los distintos condes de Graystone fueron más virtuosos que sus respectivas mujeres?

– Tal vez no -admitió Harry, recordando la serie de aventuras apasionadas del abuelo y el interminable desfile de costosas amantes del padre-. No obstante, es más notable la falta de virtud en la mujer que en el hombre, ¿no lo crees?

De inmediato, Augusta se enfureció, tal como Harry imaginaba. Observó el brillo apasionado de la lucha que surgía en los ojos de la muchacha al lanzarse de lleno a la refriega. Blandió la palmatoria ante ella como si fuese una espada. El resplandor de la llama bailaba sobre su rostro, realzando los pómulos altos y confiriéndole un singular atractivo.

«Parece una pequeña diosa griega -pensó Harry-. Quizás una Atenea joven, vestida para la guerra.» Sonrió ante la imagen, y el fuego en la entrepierna que estaba molestándolo desde hacía rato ardió con más fuerza.

– ¡Qué odiosa afirmación! -estalló Augusta-. Es la clase de declaración que sólo un hombre demasiado arrogante es capaz de hacer. Debería darte vergüenza, Graystone. Esperaba que tuvieras un juicio más equitativo y razonable. Después de todo, eres un estudioso de los clásicos. Te disculparás por ese comentario tonto, vacío e injusto.

– ¿Sí?

– Sí.

– Quizá más tarde.

– Ahora -replicó-. Te disculparás ahora.

– Señora, después de haberla llevado a la recámara, dudo que me quede aliento para decir nada, y menos aún para disculparme.

Desplegó los brazos y se acercó con movimiento fluido y veloz.

– Harry…, ¿qué estás haciendo? Déjame.

Se debatió unos instantes mientras su esposo la alzaba en brazos. Pero después de que Harry cruzara la antecámara, entrara en el dormitorio y la dejara sobre la cama adoselada, Augusta no ejercía ya más que una leve resistencia.

– ¡Oh, Harry! -murmuró en tono anhelante. Le rodeó el cuello con los brazos al tiempo que el hombre se tendía junto a ella-. ¿Vas a hacerme el amor?

– Sí, querida mía, eso voy a hacer. Y esta vez -le dijo con dulzura- trataré de hacerlo mejor. De Atenea, la bella guerrera, te convertiré en Afrodita, la diosa de la pasión.

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