CAPÍTULO IV

Con un hombro apoyado contra la pared del salón, bebiendo champaña con aire pensativo, Harry observó cómo su novia acudía a bailar en brazos de otro hombre.

Augusta, resplandeciente con su vestido de fina seda de tono coral intenso, sonreía complacida mientras su compañero, apuesto y pelirrojo, la guiaba en los giros de un atrevido vals. Era innegable que la pareja ofrecía una imagen atrayente en medio de una pista atestada.

– ¿Qué sabes de Lovejoy? -preguntó Harry a Peter, que estaba cerca con expresión aburrida.

– Sería mejor que le formularas la pregunta a cualquiera de las damas. -La mirada de Peter vagó inquieta por el salón-. Al parecer, tiene una excelente reputación entre el bello sexo.

– Es evidente. Esta noche ha bailado con todas las mujeres solteras y ninguna lo ha rechazado todavía.

La boca de Peter se torció en una mueca fugaz.

– Lo sé. Ni siquiera Ángel. -La mirada del joven se recreó unos instantes en la lánguida figura de la prima de Augusta, que bailaba con un barón maduro.

– No me importa que baile con Claudia Ballinger, pero no permitiré que siga haciéndolo con Augusta.

Con aire burlón, Peter alzó una ceja.

– ¿Crees que lo lograrás? A estas alturas ya deberías saber que Augusta se rige por sus propias ideas.

– Como sea, está comprometida conmigo. Es hora de que comience a comportarse con decoro.

Peter rió.

– De modo que ya has elegido novia y piensas convertirla en esposa. Será interesante. No olvides que la señorita Augusta Ballinger proviene de la rama indómita de la familia. Por lo que he oído decir, esa gente nunca se comporta con prudencia. Los padres de Augusta escandalizaron a la sociedad huyendo para casarse.

– Ésa es una vieja historia que ya no debería preocupar a nadie.

– ¿Y los sucesos más recientes? -dijo Peter comenzando a mostrar cierto interés en la conversación-. La forma en que asesinaron al hermano hace dos años…

– Le disparó un asaltante cuando volvía de Londres.

– Ésa es la versión oficial. Si bien los rumores se acallaron, en el momento se tejieron especulaciones de que el joven anduviera involucrado en actividades dudosas.

Harry frunció el entrecejo.

– Siempre surgen especulaciones cuando es asesinado un joven calavera. Richard Ballinger era un tipo atolondrado e imprudente, igual que su padre.

– Sí, y hablando del padre -murmuró Peter, complacido-, ¿no has pensado en la reputación que se ganó el hombre como duelista por la inclinación de su esposa a aceptar otras atenciones? ¿No temes que esa tendencia continúe en la generación actual? Hay quienes afirman que Augusta se parece mucho a su madre.

Sabiendo que Peter le tendía una carnada, Harry apretó los dientes.

– Ballinger era un idiota. De acuerdo a la versión de sir Thomas, no controlaba a su esposa y la dejaba comportarse de manera salvaje. No pienso permitir que Augusta se meta en problemas que me obliguen a concertar citas al amanecer. Sólo los tontos se dejan llevar a un duelo por una mujer.

– Qué pena. Creí que te complacías en los duelos. En ocasiones pensé que tuvieras hielo en las venas en lugar de sangre. En el campo del honor tienen mejor suerte los hombres de sangre fría que los apasionados.

– No pienso probar esa teoría personalmente. -Harry compuso una expresión sombría al contemplar cómo Lovejoy hacía girar a Augusta de modo desinhibido-. Si me disculpas, reclamaré una pieza con mi novia.

– Hazlo. Podrías entretenerla con un discurso acerca del pudor. -Peter se apartó de la pared-. Entretanto, importunaré la velada de Ángel pidiéndole que baile conmigo. Te apuesto cinco a uno a que me rechaza.

– Intenta hablarle del texto que está escribiendo -le sugirió Harry, distraído, dejando la copa sobre una bandeja.

– ¿De qué se trata?

– Si mal no recuerdo, sir Thomas dijo que se trataba de la Guía de conocimientos útiles para las jóvenes.

– ¡Buen Dios! -exclamó Peter, abatido-. ¿Acaso todas las mujeres de Londres están escribiendo un libro?

– Eso parece. Anímate -le aconsejó Harry-. Quizás aprendas algo provechoso.

Se aproximó a la pista abriéndose paso entre las personas de coloridos atuendos. Varias veces detuvo su avance al toparse con quienes lo felicitaban por su compromiso.

Desde que la noticia había sido publicada, hacía dos días, Harry advirtió intrigados a sus conocidos por el anuncio de una alianza tan inesperada.

Lady Willoughby, una matrona corpulenta vestida con tonos rosados, golpeó con el abanico la manga de la chaqueta negra de Harry al pasar.

– De modo que la señorita Augusta Ballinger ha quedado a la cabeza de la lista, ¿eh, milord? Jamás lo habría imaginado porque ha sido usted siempre un hombre profundo, ¿no es así, Graystone?

– Supongo que está felicitándome por mi compromiso -dijo Harry con tono frío.

– Por supuesto, la flor y nata de la sociedad se complace en ello. Esperamos que el asunto nos entretenga durante toda la temporada.

Harry entrecerró los ojos.

– No sé, no sé.

– Vamos, milord, admita que es divertido. Augusta Ballinger y usted forman una pareja muy singular. Será interesante observar si logra llevarla al altar sin tener que batirse en duelo o sin necesidad de rogarle a su tío que la envíe fuera del país. Es una Ballinger de Northumberland y esa rama de la familia es bastante tumultuosa.

– Mi novia es una dama -afirmó Harry con serenidad. Por unos instantes sostuvo la mirada de la mujer con calma helada sin que asomara a su rostro la más mínima emoción-. Espero que se tenga presente cuando se hable de ella.

Lady Willoughby parpadeó confundida y se puso encarnada.

– Desde luego, milord, no he querido ofender. Estaba bromeando. Augusta es una muchacha muy vivaz, pero la queremos y le deseamos lo mejor.

– Gracias. Se lo diré.

Harry inclinó la cabeza con helada cortesía y se alejó gimiendo para sus adentros. Era indudable que Augusta, a tenor de su forma de vida, se había ganado la reputación de rebelde. Tendría que domeñarla antes de que se metiera en problemas.

Por fin la divisó en el extremo opuesto del salón charlando y riendo con Lovejoy. Como si hubiese percibido su proximidad, se interrumpió en medio de una frase y se volvió para encontrar la mirada de Harry. Mientras desplegaba el abanico con lánguida gracia, un brillo de curiosidad asomó a sus ojos.

– Me preguntaba cuándo aparecería, milord -dijo Augusta-. ¿Conoce a lord Lovejoy?

– Sí, nos conocemos. -Harry hizo una brusca reverencia. No le agradó la expresión de malicia de Lovejoy. Tampoco le gustaba que estuviera tan cerca de Augusta.

– Desde luego. Pertenecemos a los mismos clubes, ¿verdad, Graystone? -Lovejoy se volvió hacia Augusta y tomó la mano enguantada en gesto galante-. Querida mía, supongo que debo entregarla a su futuro amo y señor -dijo, llevándose a los labios los dedos de Augusta-. Comprendo que todas mis esperanzas están perdidas. Sólo me resta desear que conserve cierta compasión en su corazón por el golpe devastador que me ha asestado al comprometerse con otro.

– Estoy segura de que se recobrará pronto. -Augusta retiró los dedos y despidió a Lovejoy con una sonrisa. Mientras el barón desaparecía entre la gente, se volvió hacia Harry.

Estaba encendida y cierto brillo desafiante matizaba su mirada. Harry reconoció aquel extraño rubor en las dos breves ocasiones que la había visto antes de que fuese anunciado el compromiso.

Creyó reconocer también el motivo, aquel encuentro a medianoche refugiada entre sus brazos sobre la alfombra de la biblioteca. Era evidente que la señorita Ballinger, pese a pertenecer a la rama Northumberland, se sentía en extremo incómoda ante aquel recuerdo. Harry se convenció de que era buena señal. Indicaba que, a pesar de todo, la dama tenía sentido del pudor.

– ¿Estás acalorada, Augusta? -preguntó con gentil preocupación.

La joven se apresuró a negar con la cabeza.

– Estoy bien, milord. ¿Acaso ha venido a invitarme a bailar, o a sermonearme acerca de alguna cuestión de buen comportamiento?

– Lo segundo. -Harry la cogió de la mano y la condujo al jardín cruzando las puertas del salón.

– Eso temía. -Augusta jugueteó con el abanico mientras cruzaban la terraza. Luego lo cerró de golpe-. He reflexionado mucho, milord.

– También yo. -Harry la detuvo junto a un banco de piedra-. Siéntate, querida. Tenemos que hablar.

– Ya sabía yo lo que sucedería. -Lo miró ceñuda mientras se sentaba con ademán gracioso-. Milord, nuestro compromiso no dará resultado. Será mejor que lo afrontemos y terminemos de una vez.

Harry apoyó el pie en el banco y un codo sobre la rodilla. Contempló el rostro sincero de Augusta, que lo miraba desde la sombra.

– ¿Estás segura?

– Desde luego. Lo he pensado una y otra vez y no puedo sino llegar a la conclusión de que está cometiendo un grave error. Quiero que sepa que me siento muy honrada con su proposición, pero sería más indicado que lo rechazara.

– Augusta, prefiero que no lo hagas -replicó Harry.

– Pero milord, sin duda ahora que ha tenido tiempo de pensarlo comprenderá que una unión entre nosotros no resultaría.

– Y yo estoy convencido de que sí.

Augusta apretó los labios y se levantó de un salto.

– Más bien creerá usted poder obligarme a comportarme de acuerdo con su idea acerca de la buena conducta femenina.

– Augusta, no pongas en mi boca cosas que no he dicho. -Harry la cogió del brazo y la obligó a sentarse otra vez-. Me refiero a que, con algunos ajustes, podríamos llevarnos bien.

– ¿Y quién de los dos cree usted que tendría que llevar a cabo esos ajustes, milord?

Harry suspiró y dirigió una mirada pensativa hacia el seto que tenían detrás.

– Sin duda, tendremos que atenernos los dos a los cambios que exige cualquier matrimonio.

– Sea más concreto, se lo ruego. ¿Qué cambios en particular espera usted de mí?

– Sería mejor que te abstuvieses de bailar el vals con Lovejoy. Hay algo que no me gusta en ese hombre. Y esta noche te prestaba demasiada atención.

– Pero, ¿cómo se atreve? -Augusta volvió a levantarse indignada-. Bailaré el vals con quien se me antoje y sepa que no permitiré que ni mi esposo ni otro hombre asigne mis compañeros de baile. Y si tal conducta resulta poco refinada para su gusto, es sólo un indicio de cómo soy capaz de comportarme.

– Entiendo. Y, por supuesto, me parece alarmante.

– Graystone, ¿se burla de mí? -Los ojos de Augusta chispeaban de furia.

– No, querida mía, no me burlo. Siéntate, te lo ruego.

– No me apetece, no quiero sentarme. Volveré inmediatamente al salón, buscaré a mi prima y me iré a casa. Y cuando llegue, pienso decirle a mi tío que el compromiso ha quedado roto en este mismo momento.

– Augusta, no puedes hacerlo.

– ¿Por qué no?

Harry la cogió otra vez del brazo y, con suavidad pero con firmeza, la hizo sentar sobre el banco de piedra.

– Porque a pesar de tu naturaleza alborotada, te considero una joven honorable. Una mujer que bajo ninguna circunstancia concedería sus favores a un hombre para rechazarlo luego.

– ¿Favores? -Atónita, Augusta abrió los ojos-. ¿Qué está diciendo?

Harry decidió que había llegado el momento de presionarla con una ligera amenaza e incluso un ligero chantaje. Augusta necesitaba que se la impulsara en la dirección correcta. Era obvio que se resistía a la idea de casarse.

– Ya conoces la respuesta. ¿O prefieres olvidar lo que sucedió en la biblioteca?

– ¡La biblioteca! ¡Dios mío! -Augusta quedó petrificada mirándolo-. ¡Milord, no pensará que debo honrar mi promesa y mantener el compromiso porque le permitiera que me besara!

– Augusta, disfrutamos de algo mucho más intenso que un beso, debes reconocerlo.

– Sí, admito que las cosas fueron más lejos. -Comenzaba a desesperarse.

– Quedaste medio desnuda -le recordó Harry con calculada grosería-. Y si no hubiese sonado el reloj, habríamos llegado demasiado lejos. Te enorgulleces de ser moderna, pero supongo que no eres cruel.

– No hubo crueldad por mi parte -le replicó-. Fue usted quien se aprovechó de mí.

Harry se encogió de hombros.

– Pero estábamos comprometidos. Tu tío había aceptado la proposición y acudiste a verme en plena noche. Cabría imaginar que provocaste mis atenciones y fuiste generosa en exceso con tus favores.

– No lo creo. Se confunden los hechos. Definitivamente, le aseguro que no le brindé ningún favor, Graystone.

– Te menosprecias, querida mía. -El conde esbozó una sonrisa caprichosa-. Fueron dones preciosos. Nunca olvidaré la sensación de tu adorable pecho encerrado en mi mano, suave, firme y pleno, coronado por un pequeño capullo que floreció en mis dedos.

Augusta lanzó una exclamación de horror.

– ¡Milord!

– ¿Acaso crees que olvidaría la esbelta forma de tus caderas -continuó Harry, consciente de que esa enumeración íntima atentaba contra la compostura de Augusta. «Es hora de que esta dama reciba una dura lección», se dijo-, redondas y bien formadas, tal cual las estatuas griegas? Siempre atesoraré el enorme privilegio de haber acariciado tus bellos muslos.

– Yo no se lo permití -protestó Augusta-. Se limitó usted a tomarse el derecho.

– No alzaste un dedo para impedírmelo, sino que me besaste con sumo ardor y con auténtica pasión.

– No, señor, no fue así. -En ese momento, estaba casi frenética.

Harry elevó las cejas.

– ¿No sentiste nada entonces? Me siento herido. Me decepciona pensar que te brindaras sin sentirlo. Por lo que a mí respecta, fue una cita apasionada y nunca la olvidaré.

– No he dicho que no lo hubiera sentido, sino que no sentí una ardiente pasión. Pero me sorprendí. Usted malinterpreta la situación, milord. No tendría que darle tanta importancia a los hechos.

– ¿Significa que semejantes citas nocturnas ya no las tomas con seriedad?

– No significa nada semejante. -Turbada por entero, Augusta lo miraba cada vez más abatida-. Pero intenta usted ligarme al compromiso porque nos dejáramos llevar en la biblioteca.

– En efecto, esa noche se establecieron ciertas promesas -dijo Harry.

– No hubo ninguna promesa.

– No estoy de acuerdo. Me permitiste ciertos privilegios propios de un prometido y sentí que te ligabas a mí de forma definitiva. ¿Qué podía pensar si me diste la prueba de que me aceptabas como amante y como esposo?

– No di señales de ninguna clase -replicó Augusta sin convicción.

– Perdóname, Augusta Ballinger. No puedo creer que esa noche pretendieras sólo divertirte conmigo. Tampoco podrás convencerme de que cayeras tan bajo que adquirieras la costumbre de jugar con los sentimientos de un hombre en el suelo de su biblioteca. Tal vez seas atolondrada e inquieta, pero me niego a creer que seas malvada, cruel o que no te importe en absoluto tu honor.

– Por supuesto, me importa -dijo la muchacha entre dientes-. Los Ballinger de Northumberland concedemos importancia al honor. Somos capaces de morir por él.

– En ese caso, el compromiso sigue adelante. Ahora estamos ambos obligados. Fuimos demasiado lejos para retroceder.

Se oyó un crujido y Augusta miró el abanico. Lo había apretado con tanta fuerza que había quebrado las frágiles varillas.

– ¡Ah, demonios!

Harry sonrió y estiró la mano para asirle la barbilla. Las largas pestañas se elevaron revelando la expresión afligida y acosada de sus ojos. El conde se inclinó y la besó suavemente en los labios.

– Confía en mí, Augusta. Nos llevaremos bien.

– No estoy segura, milord. Después de haber reflexionado, no hago más que pensar que estamos cometiendo un grave error.

– No hay error posible. -Harry oyó los primeros acordes del vals que emergían de las ventanas-. ¿Me harías el honor de concederme este baile, querida?

– Creo que sí -dijo Augusta sin entusiasmo poniéndose de pie-. No tengo demasiadas alternativas. Si me negara, alegarías que el decoro indica que debo bailar contigo porque somos prometidos.

– Ya me conoces -murmuró Harry cogiéndola del brazo-. Soy muy estricto con las normas.

Mientras la conducía hasta el salón iluminado, observó que Augusta aún apretaba los dientes.


Esa misma noche, algo más tarde, Harry se apeó del coche en la calle Saint James y subió los escalones de cierto establecimiento. La puerta se abrió inmediatamente y cruzó aquella atmósfera tan particular de un club masculino bien organizado.

«No hay nada parecido», pensó Harry mientras se sentaba junto al fuego y se servía una copa de coñac. No era de extrañar que a Augusta se le hubiera ocurrido entretener a Sally y a otras amigas con un remedo del club de la calle Saint James. Un club masculino era un bastión contra el mundo, un refugio, un segundo hogar donde se podía encontrar compañía o estar solo, según se deseara.

En el club, un hombre podía sentirse a gusto con los amigos, ganar o perder fortunas en las mesas de juego u ocuparse de asuntos privados. En el correr de los últimos años, él mismo había concertado algunos negocios.

Aunque se había visto obligado a pasar mucho tiempo en el continente durante la guerra, cada vez que iba a Londres intentaba pasarse por el club. Y cuando no podía hacerlo en persona, se aseguraba de que un par de sus agentes acudiesen a los más importantes, pues el espionaje tenía cabida sobre todo en aquellos lugares.

En ese mismo club al que asistía ahora había conocido el nombre del responsable de la muerte de uno de sus oficiales de inteligencia más apreciados, y al poco, el asesino sufrió un desafortunado accidente.

En otro establecimiento similar, en la misma calle Saint James, había conseguido adquirir la agenda de cierta cortesana, dama que disfrutaba de la compañía de los espías franceses que, disfrazados de emigrados, invadían Londres durante la guerra. Mientras descifraba el código que había utilizado esa mujer, Harry se topó por primera vez con el nombre de Araña. Por desgracia, la mujer fue asesinada antes de que pudiera hablar con ella. Su doncella le explicó que uno de los amantes la había apuñalado en un arranque de celos, pero la atribulada doncella no sabía cuál de ellos había cometido el crimen.

El nombre secreto de Araña persiguió a Harry mientras trabajó para la Corona. En oscuros callejones morían hombres con ese nombre en los labios. Sobre los cuerpos de los correos secretos se encontraban cartas de los espías franceses que citaban al misterioso Araña. Los movimientos de tropas y los planes tácticos estaban destinados a que él los interceptara.

Y, a fin de cuentas, la identidad del hombre que Harry había llegado a considerar como un enemigo personal en el inmenso tablero de ajedrez de la guerra, permanecía en el misterio. «Es una desgracia que me resulte tan difícil dejar sin resolver los enigmas», pensó Harry. Habría dado cualquier cosa por conocer la identidad de Araña. Desde el principio, el instinto le decía que aquel hombre debía de ser inglés y no francés. Lo enfurecía que el traidor no fuese descubierto. Por culpa de Araña habían muerto buenos agentes y combatientes aguerridos.

– Graystone, ¿está leyendo su futuro en las llamas? No creo que encuentre ahí las respuestas.

Harry alzó la mirada cuando la voz perezosa de Lovejoy interrumpió sus meditaciones.

– Sabía que aparecería tarde o temprano, Lovejoy. Quería intercambiar unas palabras con usted.

– ¿En serio? -Lovejoy se sirvió coñac y se apoyó al descuido contra la repisa de la chimenea. Hizo girar el líquido dorado en la copa y sus ojos verdes adquirieron un brillo malévolo-. Primero me permitirá que lo felicite por su compromiso.

– Gracias. -Harry esperó.

– La señorita Ballinger no parece adecuada a su estilo. Me temo que ha heredado la tendencia familiar hacia la imprudencia y el comportamiento atolondrado. Será una unión peculiar, si no le importa que se lo diga.

– Sí me importa -Harry mostró una sonrisa fría-, y tampoco me gusta que baile usted con ella.

La expresión de Lovejoy fue de maliciosa expectativa.

– A la señorita Ballinger le encanta el vals. Me aseguró que le parecía un compañero muy diestro.

Harry volvió a contemplar el fuego.

– En favor de los involucrados, sería conveniente que encontrara otra mujer a la que impresionar con sus habilidades de danza.

– ¿Y si no lo hago? -lo provocó Lovejoy con suavidad.

Harry lanzó un hondo suspiro y se levantó.

– En ese caso, me obligará a adoptar otras medidas para proteger a mi prometida de sus atenciones.

– ¿Cree que puede hacerlo?

– Sí -respondió Harry-. Claro que puedo, y lo haré. -Levantó la copa y bebió lo que quedaba en ella. Luego, sin añadir palabra, dio media vuelta y salió.

«¿Qué quería decir con que no me batiría a duelo por una mujer?», pensó Harry con amargura. Comprendió que un momento antes había estado a punto de lanzar un desafío. Si Lovejoy hubiera entendido la insinuación, la situación podría haber terminado en algo tan irritante y melodramático como un duelo de pistolas al amanecer.

Harry sacudió la cabeza. Hacía sólo dos días que se había prometido y Augusta ejercía ya un efecto inquietante en la existencia tranquila y ordenada del conde. Todo aquello le hacía preguntarse cómo sería su vida cuando se casara con esa mujer.


Augusta, acurrucada en el sillón azul junto a la ventana de la biblioteca, miró ceñuda la novela que tenía sobre el regazo. Hacía cinco minutos que intentaba leer la página que tenía delante, y cada vez que llegaba a la mitad del primer párrafo, perdía la concentración y debía volver a comenzar.

No podía pensar en otra cosa que no fuese Harry.

Le resultaba imposible creer en la serie de precipitados acontecimientos que la habían llevado a la situación actual.

Sobre todo, no comprendía su propia reacción ante los hechos. Desde el instante en que se había encontrado entre los brazos de Harry en el suelo de la biblioteca, arrastrada por los primeros impulsos de la pasión, se sentía envuelta en una neblina.

Cada vez que cerraba los ojos, la inundaba la excitación de los besos de Harry, el calor de su boca la arrasaba y el recuerdo de sus íntimas caricias aún seguía debilitándola.

Y Harry seguía insistiendo en que se casaran.

Se abrió la puerta y la joven alzó la vista, aliviada.

– Augusta, estás aquí. Te estaba buscando. -Claudia entró sonriendo en la habitación-. ¿Qué estás leyendo? Otra novela, supongo.

– El anticuario. -Augusta cerró el libro-. Es muy entretenido. Hay muchas aventuras, una heredera perdida y peligrosas huidas.

– Ah, sí. La última novela de Waverly. Debí imaginarlo. ¿Todavía tratas de descubrir la identidad del autor?

– Debe de ser Walter Scott. Estoy segura.

– Como mucha otra gente. El misterio de la identidad del autor contribuye en gran medida a que se vendan los libros.

– No lo creo. Son historias muy agradables. Se venden por las mismas razones que los poemas épicos de Shelley: son entretenidos. No se puede resistir la tentación de volver la página para ver qué sucede a continuación.

Claudia le lanzó una suave mirada de reproche.

– Ahora que eres una mujer comprometida, ¿no crees que tendrías que dedicarte a lecturas más elevadas? Quizás alguno de los libros de mi madre fueran más apropiados para una dama a punto de convertirse en la esposa de un hombre serio y bien educado. No querrás avergonzar al conde por falta de información.

– A Graystone no le vendría nada mal un poco de conversación frívola -murmuró Augusta-. Es un individuo demasiado estricto. ¿Sabes que me prohibió bailar más con Lovejoy?

– ¿En serio? -Claudia se sentó frente a su prima y se sirvió una taza de té de la tetera que había sobre la mesa.

– Me ordenó que no lo hiciera.

Claudia lo pensó.

– Tal vez no sea mal consejo. Lovejoy es demasiado atrevido, te lo aseguro, y me inclino a pensar que sería capaz de aprovecharse de una dama que le permitiese demasiadas libertades.

Augusta elevó los ojos al cielo como pidiendo paciencia.

– Lovejoy es fácil de manejar y, además, un caballero. -Se mordió el labio-. Claudia, ¿te molestaría que te hiciera una pregunta delicada? Me gustaría que me aconsejaras con respecto al decoro y, para serte sincera, no se me ocurre nadie que pudiese hablarme con más conocimiento que tú acerca del tema.

Claudia irguió aún más la espalda y adoptó un aire grave y atento.

– Intentaré orientarte lo mejor que pueda, Augusta. ¿Qué es lo que te preocupa?

De pronto, Augusta deseó no haber comenzado, pero ya era tarde. Se sumergió en el tema que le quitaba el sueño desde la noche del baile.

– ¿Te parece razonable que un hombre se arrogue el derecho de pensar que una dama se comprometiera porque le permitiera besarla?

Reflexionando, Claudia frunció el entrecejo.

– Por supuesto que una dama no debería permitir a nadie, excepto al novio o al esposo, que se tomara semejantes libertades. Mamá lo expresó con suma claridad en Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes.

– Sí, lo sé -dijo Augusta impacientándose-. Pero seamos realistas, estas cosas suceden. Las personas se roban besos en los jardines. Eso se sabe. Y mientras sean discretos, nadie tiene la obligación de anunciar el compromiso después de un beso.

– Supongo que hablamos de manera hipotética -dijo Claudia lanzándole una mirada suspicaz.

– Por supuesto. -Augusta agitó la mano en un gesto despreocupado-. El tema surgió de una discusión con unas amigas en Pompeya, y tratábamos de llegar a una conclusión acerca de lo que se espera de una mujer en esa situación.

– Augusta, sin duda sería preferible que no te enzarzaras en esas discusiones.

Augusta rechinó los dientes.

– Sin duda, pero, ¿podrías responderme la pregunta?

– Bueno, pienso que permitir a un hombre que la bese a una es ejemplo de un comportamiento deplorable, pero no sobrepasa los límites, ¿entiendes lo que quiero decir? Sería de desear que la dama en cuestión tuviese una noción más ajustada del decoro, pero no podría condenársela por un beso robado. Yo, al menos, no la condenaría.

– Sí, yo pienso lo mismo -dijo Augusta, ansiosa-. Y por cierto que el hombre en cuestión no tiene derecho a pensar que la dama le prometiera matrimonio porque le robara un beso.

– Bueno…

– Dios sabe que he paseado por los jardines en el transcurso de un baile y he visto a numerosos caballeros y damas abrazándose. Y no se precipitan luego al salón a anunciar sus respectivos compromisos.

Claudia hizo un gesto afirmativo.

– No, creo que no sería justo que un caballero creyera que una dama establece un compromiso en firme basándose sólo en un beso.

Complacida y aliviada, Augusta sonrió.

– No es justo en absoluto, Claudia. Yo he llegado a la misma conclusión. Me alegra que pienses así.

– Claro que -continuó Claúdia, pensativa- si mediara algo más que un beso, cambiarían las cosas.

Augusta se desesperó.

– ¿Te parece?

– Sí, sin duda. -Claudia bebió un sorbo de té mientras pensaba en la hipotética situación-. Estoy convencida. Si la dama respondiera a semejante conducta por parte de un caballero con el más mínimo ardor… es decir, si permitiera otras intimidades o lo alentara de algún modo…

– ¿Sí? -exclamó Augusta, alarmada por el sesgo que tomaba la conversación.

– En ese caso me parecería justo que el hombre supusiera que la mujer le retribuye sus atenciones. Tendría motivos para creer que la dama se ha comprometido por medio de esas acciones.

– Comprendo. -Augusta contempló con aire abatido la novela que tenía sobre el regazo. De pronto, su imaginación se colmó de imágenes de sí misma en lamentable abandono en brazos de Graystone en la biblioteca. Le ardieron las mejillas y rogó que su prima no lo advirtiese y le hiciera preguntas-. ¿Y si el caballero fuera demasiado audaz en sus avances? -arriesgó con cautela-. ¿Y si, de algún modo, la instara a que le permitiera ciertas intimidades que al comienzo la mujer no pensaba permitirle?

– Una dama es responsable de su propia reputación -afirmó Claudia con tan altiva certidumbre que le recordó a la tía Prudence-,En primer lugar, cuidará de comportarse con tan perfecto decoro que no se presenten semejantes situaciones.

Augusta hizo un mohín, pero no dijo nada.

– Y desde luego -continuó Claudia con gravedad si el caballero al que nos referimos fuera un hombre de excelente crianza y gozara de una reputación impecable en cuanto al honor y el decoro, el caso resultaría más claro aún.

– ¿Sí?

– Oh, sí. En ese caso se comprendería por qué estaba convencido de que se le hubieran formulado ciertas promesas. Un individuo de tal dignidad y de tan refinada sensibilidad desde luego esperaría que la dama cumpliera esas promesas implícitas: lo exigiría el honor de la mujer.

– Claudia, ése es uno de los rasgos que siempre he admirado en ti. Aunque eres cuatro años menor que yo, tienes una clara noción de lo que es apropiado. -Augusta abrió la novela y dirigió a su prima una sonrisa tensa-. Dime, ¿no sientes a veces que una vida absolutamente decorosa sería un poco aburrida?

Claudia sonrió con calidez.

– Augusta, desde que vives con nosotros, la vida no tiene nada de aburrida. A tu alrededor siempre sucede algo interesante. Y ahora tengo yo otra pregunta que formularte.

– ¿De qué se trata?

– Quisiera que me dieras tu opinión acerca de Peter Sheldrake.

Augusta la miró sorprendida.

– Ya conoces mi opinión acerca de él, yo hice que te lo presentaran. Me gusta mucho. Me recuerda a mi hermano Richard.

– Esa es una de las cosas que me preocupan -confesó Claudia-. Tiene cierta tendencia a la inquietud y a la imprudencia. No sé si debería alentarlo.

– Sheldrake no tiene nada de malo. Heredará el título de vizconde y una bonita fortuna. Más aún, tiene sentido del humor, que es más de lo que puedo decir de su amigo Graystone.

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