CAPÍTULO I

La puerta de la biblioteca se abrió sin ruido, pero la ligera corriente de aire hizo vacilar la llama de la vela. Acurrucada en la sombra, en el extremo opuesto de la enorme habitación, Augusta Ballinger interrumpió su intento de abrir con una horquilla la cerradura del escritorio de su anfitrión y quedó inmóvil.

Arrodillada tras el macizo escritorio de roble, contempló horrorizada la vela, que constituía la única fuente de luz. La llamita volvió a titilar al cerrarse con suavidad la puerta. Con creciente pavor, Augusta espió por encima del escritorio y recorrió con la mirada la habitación a oscuras.

El hombre que acababa de entrar permaneció quieto en la densa sombra, cerca de la puerta. Era alto y llevaba una bata negra. En la penumbra, la muchacha no podía verle el rostro, pero aun así contuvo el aliento, sintiéndose más viva que nunca.

Sólo un hombre ejercía semejante efecto sobre ella. No necesitó verlo con claridad para adivinar quién se cernía como un animal de presa allí, en la sombra. Estaba casi segura de que se trataba de Graystone.

Sin embargo, el hombre no recurrió a la alarma, cosa que alivió sobremanera a Augusta. Era sorprendente que se sintiera tan cómodo en la oscuridad, como si fuese su ambiente natural. De pronto, a Augusta se le ocurrió que quizá no advirtiese nada fuera de lo ordinario. Tal vez bajara a buscar algún libro y supusiera que algún descuidado habría olvidado la vela.

Por un instante, incluso, Augusta se atrevió a pensar que quizá no la hubiese visto allí, agazapada al otro lado de la biblioteca. Si era prudente podía salir del embrollo con la reputación intacta. Escondió la cabeza tras el mueble profusamente tallado.

No oyó las pisadas, amortiguadas por la espesa alfombra persa, pero instantes después, oyó que la interpelaban a unos pocos pasos de distancia.

– Buenas noches, señorita Ballinger. Espero que haya encontrado algo edificante que leer bajo el escritorio de Enfield, pero debe de gozar de mala iluminación.

De inmediato, Augusta reconoció la voz masculina de tono sereno, aterrador e imperturbable, y gimió para sus adentros al confirmarse su temor: era Graystone.

¡Qué mala suerte que, entre todos los invitados a la casa de campo de lord Enfield aquel fin de semana, fuese a descubrirla precisamente el amigo de su tío! Harry Fleming, conde de Graystone, era el único que no daría crédito a las excusas que la muchacha había preparado con tanto cuidado.

Graystone inquietaba a Augusta por varias razones, una de las cuales era la desconcertante costumbre de mirar a los ojos como si escrutara el alma, exigiendo la verdad. Y otro rasgo que la perturbaba de aquel sujeto era su desmedida inteligencia.

Desesperada, rebuscó entre las historias que había forjado en previsión de semejante eventualidad. Forzó una sonrisa radiante al tiempo que alzaba la mirada y fingía un ligero sobresalto.

– Hola, milord. No esperaba encontrar a nadie en el estudio a estas horas. Buscaba una horquilla.

– Me parece que hay una en la cerradura del escritorio.

Augusta repitió el gesto de sorpresa y se puso en pie de un salto.

– Caramba, aquí está. Qué lugar más extraño. -Al sacarla de la cerradura y meterla en el bolsillo de su bata de algodón estampada, le temblaron los dedos-. Bajé a buscar algo para leer porque no podía dormir y perdí una horquilla.

Con aire grave, Graystone contempló la sonrisa resplandeciente de la muchacha a la tenue luz de la vela.

– Me extraña que no pueda dormir, señorita Ballinger. Sin duda ha tenido un día agitado. Participó esta tarde en el concurso de tiro al arco para señoras, y luego en la caminata a las ruinas romanas y el almuerzo campestre. Y hay que sumar la danza y el whist de la noche. Cualquiera imaginaría que estaba usted agotada.

– Sí, supongo que mi insomnio se debe al cambio de ambiente, milord; cuando se duerme en cama ajena…

Los fríos ojos grises, que a Augusta le recordaban un helado mar invernal, lanzaron suaves destellos.

– Interesante observación, señorita Ballinger. ¿Suele dormir a menudo en cama ajena?

Augusta lo miró sin saber cómo entender la pregunta. Percibía una sugerencia claramente sexual en las palabras de Graystone, pero se apresuró a desechar la idea. Después de todo, se trataba de Graystone. Jamás diría o haría nada impropio ante una dama. Pero quizá no la considerara una dama.

– No, milord. No tengo demasiadas oportunidades de viajar y, por lo tanto, no estoy acostumbrada a cambiar de cama con frecuencia. Y ahora, si me disculpa, será mejor que vuelva a la habitación. Si mi prima despierta y no me ve allí, se preocupará.

– Ah, sí, la encantadora Claudia. Sería terrible que se afligiese por la tunantuela de su prima, ¿eh?

Augusta puso mala cara. Era obvio que había caído en la reputación del conde y que la consideraba una grosera. Esperaba que no la creyese también una ladrona.

– No, milord, no quisiera preocupar a Claudia. Buenas noches, señor. -Alzando la cabeza, trató de pasar junto al hombre, pero él no se movió y tuvo que detenerse. Advirtió que era muy alto. Estando tan cerca, le impresionó la fuerza y la solidez que emanaban de él. Augusta se armó de valor.

– Supongo que no querrá impedirme volver al dormitorio, ¿verdad, milord?

Graystone alzó levemente las cejas.

– No quisiera que volviese allí sin llevarse lo que vino a buscar.

A Augusta se le secó la boca. «No puede ser que conozca el diario de Rosalind Morrissey», pensó.

– Milord, ahora tengo sueño. A fin de cuentas, no necesito nada que leer.

– ¿Tampoco el objeto que buscaba en el escritorio de Enfield?

Augusta se refugió en la indignación.

– ¿Cómo se atreve a insinuar que intentara forzar el escritorio de lord Enfield? Ya le he dicho que se me perdió una horquilla y, como usted ha visto, ha aparecido en la cerradura.

– Permítame, señorita Ballinger.

Graystone sacó un trozo de alambre del bolsillo de la bata y lo deslizó con suavidad en la cerradura del cajón. Se oyó un chasquido débil pero claro.

Atónita, Augusta vio cómo Graystone abría el cajón superior del escritorio y observaba el contenido. Luego, con la mano, la invitó a buscar lo que quería.

Con expresión cautelosa, Augusta miró al conde, se mordió el labio inferior unos segundos y se apresuró a inclinarse y revolver el cajón. Encontró el pequeño cuaderno de cuero entre unas hojas y lo cogió sin vacilar.

– Milord, no sé qué decir. -Augusta aferró el diario y miró a Graystone a los ojos.

A la luz titilante de la vela, el rostro de Graystone pareció más sombrío que nunca. No era un hombre apuesto, pero desde el momento en que se lo había presentado su tío, a comienzo de la temporada, se había sentido atraída por él. En aquellos distantes ojos grises había algo que la hacía desear acercarse, aunque tenía la certeza de que al conde no le agradaba. Comprendía que la atracción debía de deberse a la curiosidad femenina. Tenía la sensación de que en lo profundo de ese hombre había una puerta cerrada que le habría gustado abrir, aunque no sabía por qué.

En realidad no era su tipo. Más bien lo consideraba aburrido, pero también tenía algo misterioso e inquietante. El espeso cabello oscuro del conde estaba veteado de gris. Aunque tenía alrededor de treinta y cinco años, parecía contar cuarenta, no por rasgos de blandura, sino todo lo contrario. Trasuntaba cierta dureza que hablaba de experiencia y conocimiento. Comprendió que, como estudioso de los clásicos, traslucía una apariencia extraña, y eso constituía también parte del enigma.

Ataviado con ropa de descanso, la anchura de los hombros de Graystone, las líneas esbeltas y robustas del cuerpo no se debían a la destreza de ningún sastre. Tenía una contundente elegancia de animal de rapiña que provocaba curiosas sensaciones en la espalda de Augusta. Nunca había conocido a un hombre que le hiciera sentir lo que Graystone.

No comprendía por qué la atraía: tenían temperamentos y modales opuestos. De todas formas, estaba segura de que sus sensaciones caían en el vacío. El estremecimiento sensual, el temblor de excitación que vibraba dentro de Augusta cuando se le acercaba el conde, los sentimientos de ansiedad y anhelo que la embargaban cuando le hablaba, no encontraban resonancia alguna, ni la convicción íntima de la muchacha de que hubiera experimentado pérdidas, lo mismo que ella y de que necesitara amor y alegría para aligerar las espesas sombras que rodeaban sus ojos. Se sabía que Graystone buscaba novia, pero Augusta comprendía que no consideraría nunca a una mujer capaz de desequilibrar una vida tan perfectamente organizada. No, sin duda buscaba una mujer diferente.

Augusta había oído hablar del tipo de esposa que exigía el conde. Teniendo en cuenta que era un sujeto metódico, habría establecido pautas elevadas. Cualquier mujer que aspirara a figurar en su lista tendría que ser un paradigma de virtudes femeninas: de mente y temperamento serios, de modales y conducta dignos, y no haber sido rozada siquiera por comentarios maliciosos. En suma, la esposa de Graystone tendría que ser un ejemplo de decoro. «Precisamente una mujer que no se atreviera a fisgonear en el escritorio del anfitrión en plena noche.»

– Me imagino -murmuró el conde observando el pequeño cuaderno que sostenía Augusta- que cuanto menos se comente será mejor. Supongo que la dueña de ese diario será una amiga íntima.

Augusta suspiró; ya no tenía nada que perder. Era inútil clamar inocencia. Graystone sabía más de lo conveniente sobre su pequeña aventura nocturna.

– Sí, milord, así es. -Augusta alzó la barbilla-. Mi amiga cometió el estúpido error de transcribir en su diario asuntos del corazón, y cuando descubrió que el hombre en cuestión no correspondía esos sentimientos, lo lamentó.

– ¿Es Enfield ese hombre?

La boca de Augusta se apretó en un gesto amargo.

– La respuesta es evidente. El diario se hallaba en su escritorio, ¿verdad? Tal vez lord Enfield sea recibido en los salones más importantes gracias a su título y a sus heroicas acciones de guerra, pero en lo que respecta a las mujeres, es un sujeto despreciable. A mi amiga le robaron el diario al poco de decirle a Enfield que ya no lo amaba. Suponemos que sobornaron a una doncella.

– ¿Suponemos? -repitió Graystone en tono suave.

Augusta ignoró la velada pregunta. No estaba dispuesta a contárselo todo. En particular, no le revelaría cómo había conseguido acudir aquel fin de semana a la propiedad de Enfield.

– Enfield pensaba pedirla en matrimonio y estaba dispuesto a utilizar el contenido del diario para asegurarse de ser aceptado.

– ¿Por qué se molestaría Enfield en chantajear a su amiga para casarse? Actualmente es muy popular entre las damas. Al parecer están muy impresionadas por sus hazañas en Waterloo.

– Milord, mi amiga es heredera de una gran fortuna. -Augusta se encogió de hombros-. Se comenta que, al volver del continente, Enfield perdió considerables sumas de dinero en el juego, y que él y su madre decidieron la boda con una mujer rica.

– Entiendo. No sabía que los comentarios de las pérdidas de Enfield se hubieran extendido hasta tal punto entre el bello sexo. Él y su madre se han encargado de que no trascendiera. Prueba de ello es el presente encuentro.

Augusta esbozó una sonrisa significativa.

– Pues bien, ya sabe usted lo que sucede cuando un hombre busca novia, milord. Lo precede el rumor de sus intenciones y lo advierten las presas más inteligentes.

– Señorita Ballinger, ¿por casualidad apunta usted a mis propias intenciones?

Augusta sintió que le ardían las mejillas, pero no retrocedió ante la mirada fría y desaprobadora. A fin de cuentas, siempre descubría esa expresión reprobatoria cuando hablaba con él.

– Milord, ya que lo pregunta -dijo la joven con firmeza- le diré que es bien sabido que busca usted una mujer muy particular, y se comenta que procede con relación a una lista.

– Fascinante. ¿Y se sabe quién se incluye en la lista?

Augusta lo miró con expresión hostil.

– No. Sólo que es muy breve. Pero se comprende, teniendo en cuenta unas exigencias tan estrictas y rigurosas.

– Esto se pone cada vez más interesante. Señorita Ballinger, ¿cuáles serían mis exigencias?

Augusta deseó haber cerrado la boca. No obstante, la prudencia jamás había sido el fuerte de los Ballinger oriundos de Northumberland. Aceptó el desafío con temeridad.

– Se dice que, como la esposa de César, la suya debe estar por encima de cualquier sospecha en todos los aspectos, una mujer seria, de refinada sensibilidad, y un modelo de decoro. En síntesis, milord, usted busca la perfección. Le deseo buena suerte.

– Por el tono crítico, me da la impresión de que a usted no le parece fácil encontrar a una mujer realmente virtuosa.

– Eso depende de cómo defina la virtud -replicó en tono agrio-. Según he oído, la definición de usted es exageradamente estricta. Hay pocas mujeres que sean un dechado de virtudes. Es muy aburrido ser un ejemplo, ¿sabe usted? Si estuviese buscando una heredera, como Enfield, la lista sería mucho más larga. Y se sabe que las herederas no abundan.

– Desafortunadamente o por suerte, según se mire, no necesito una heredera. Por lo tanto, estoy en condiciones de tener en cuenta otros parámetros. De todos modos, señorita Ballinger, me asombra la cantidad de información que tiene de mis asuntos personales. Parece muy enterada. ¿Podría preguntarle cómo está al tanto de los detalles?

Claro que Augusta no pensaba hablarle de Pompeya, el club de damas que ella misma había contribuido a fundar, fuente inagotable de chismes e informaciones.

– Milord, en la ciudad nunca faltan fuentes de información.

– Es cierto. -Graystone entrecerró los ojos, pensativo-. En las calles de Londres, las murmuraciones son tan abundantes como el lodo, ¿no es así? Está usted en lo cierto al suponer que preferiría una esposa que llegara a mí sin haber sido salpicada por comentario alguno.

– Como he dicho, milord, le deseo buena suerte. -«Es deprimente escuchar de boca del propio Graystone la confirmación de los rumores acerca de esa infame lista», pensó Augusta-. Espero que no lamente haber fijado tan elevadas exigencias. -Apretó más aún el diario de Rosalind Morrissey-. Si me disculpa, quisiera regresar a mi dormitorio.

– Por favor.

Graystone inclinó la cabeza con aire de grave cortesía y se apartó para dejarla pasar.

Aliviada por haber podido escapar, Augusta se apresuró a rodear el escritorio y se alejó del conde con rapidez. Tenía una aguda conciencia de lo íntimo de la situación. Si, vestido con el atuendo formal para una velada, Graystone le resultaba de por sí impresionante, en ropa de dormir era demasiado para sus rebeldes sentidos.

Augusta había cruzado ya la mitad de la biblioteca cuando recapacitó en algo. Se detuvo y se dio la vuelta para mirarlo.

– Necesito hacerle una pregunta.

– ¿Sí?

– ¿Se siente obligado a mencionarle este desagradable incidente a lord Enfield?

– Señorita Ballinger, ¿qué haría usted en mi lugar? -preguntó en tono seco.

– Pues, desde luego sería más caballeroso guardar silencio sobre el asunto -afirmó Augusta de inmediato-. Después de todo, está en juego la reputación de una dama.

– Así es, y no precisamente la de su amiga. En esta ocasión está en peligro la suya, ¿no es así, señorita Ballinger? Ha arriesgado usted la joya más valiosa de una mujer: su reputación.

«¡Maldito individuo: qué arrogante animal! Y además, pomposo.»

– Milord, es cierto que acabo de correr un riesgo -dijo la joven en el tono más helado que fue capaz-. Debe usted recordar que desciendo de los Ballinger de Northumberland, y no de los de Hampshire. Las mujeres de mi familia no observan demasiado las reglas sociales.

– ¿No cree que la mayoría de esas reglas apuntan a su propia protección?

– En absoluto. Están formuladas para conveniencia de los hombres, y nada más.

– Señorita Ballinger, lamento disentir con usted. Existen ocasiones en que las reglas de sociedad son en extremo inconvenientes para un hombre. Y le aseguro que ésta es una de ellas.

Augusta frunció el entrecejo en un gesto dubitativo, pero decidió dejar correr el comentario.

– Según entiendo, está usted en los mejores términos con mi tío, y no querría que fuésemos enemigos.

– Estoy de acuerdo. Le aseguro que no tengo intención de ser su enemigo, señorita Ballinger.

– Gracias. De todos modos, para ser franca debo decirle que usted y yo tenemos muy poco en común. Somos por completo opuestos en lo que se refiere a temperamento e inclinaciones, como sin duda comprende. Es usted un hombre sujeto a los dictados del honor, del buen comportamiento y de todas esas normas engorrosas que rigen la sociedad.

– ¿Y usted, señorita Ballinger? ¿A qué está sujeta?

– A nada, milord -afirmó la joven con candidez-. Quiero vivir la vida en plenitud. A fin de cuentas, soy la última de los Ballinger de Northumberland y como tal, prefiero mil veces correr ciertos riesgos que sepultarme bajo el peso de un montón de aburridas virtudes.

– Me decepciona, señorita Ballinger. ¿Acaso no ha oído decir que la virtud contiene la recompensa en sí misma?

Augusta volvió a mirarlo ceñuda, con la vaga aprensión de que estuviera provocándola, pero luego pensó que aquello era improbable.

– No he tenido demasiadas pruebas en ese sentido. Por favor, responda a mi pregunta. ¿Se siente obligado a comunicarle a lord Enfield mi presencia en la biblioteca esta noche?

La contempló con los ojos casi ocultos tras los párpados, las manos hundidas en los bolsillos de la bata.

– ¿Usted qué cree, señorita Ballinger?

Augusta se tocó el labio inferior con la punta de la lengua y esbozó una sonrisa.

– Milord, creo que está usted atrapado en la maraña de sus propias reglas. No puede contarle a Enfield este incidente sin violar su propio código de honor, ¿no es así?

– Tiene razón. No diré una palabra a Enfield, pero por motivos personales, señorita Ballinger. Y como no está enterada de esos motivos, le sugiero que no saque conclusiones.

Reflexiva, la muchacha inclinó la cabeza a un lado.

– La razón de su silencio sería el respeto a mi tío, ¿no es así? Es su amigo, y no quisiera avergonzarlo a causa de mis acciones.

– Eso se acerca más a la verdad, pero no lo explica todo, de ninguna manera.

– Bueno, cualquiera que sea el motivo, se lo agradezco. -Al comprender de pronto que tanto ella como su amiga Rosalind Morrissey estaban a salvo, sonrió. Pero entonces recordó que quedaba sin responder una pregunta-. Milord, ¿cómo sabía usted que yo pensaba hacer esto?

Esta vez fue Graystone quien sonrió. La peculiar curva de sus labios tuvo el efecto de provocar en Augusta un estremecimiento de alarma.

– Con un poco de suerte, esta cuestión la mantendrá desvelada un buen rato esta noche, señorita Ballinger. Piénselo bien. Quizá le beneficie reflexionar acerca del hecho de que los secretos de una dama están siempre expuestos a las murmuraciones. Por lo tanto, una joven prudente cuidaría de no correr el riesgo que ha asumido usted esta noche.

Abatida, Augusta frunció la nariz.

– No tendría que habérselo preguntado. Es evidente que una persona de temperamento altanero aprovecharía cualquier oportunidad de reprimenda. Sin embargo, lo perdono esta vez porque estoy agradecida por su ayuda tanto como por su silencio.

– Y espero que continúe así.

– Estoy segura. -En un impulso, Augusta volvió hacia el escritorio, se detuvo ante el conde y, poniéndose de puntillas, le estampó un breve beso en el borde de la mandíbula. Bajo la suave caricia, Graystone permaneció inmóvil como una piedra. Augusta supo que lo había desasosegado y no pudo resistir la tentación de reír-. Buenas noches, milord.

Impresionada por su propia audacia y por el éxito de su incursión, giró en redondo y corrió hacia la puerta.

– ¿Señorita Ballinger?

– ¿Qué, milord? -Se detuvo y se dio la vuelta otra vez, esperando que no notara su sonrojo.

– Olvida llevarse la vela. La necesitará para subir las escaleras. -La recogió y se la ofreció.

Augusta vaciló un instante y luego se acercó al hombre. Le arrebató la vela y, sin añadir palabra, se apresuró a salir del estudio.

«Es una suerte que no figure en su lista», se dijo mientras volaba escaleras arriba hacia el pasillo del dormitorio. Era indudable que una Ballinger de Northumberland no podría encadenarse a un hombre tan anticuado e inflexible. Además de las notables diferencias de temperamento, tenían pocos intereses en común. Graystone era consumado lingüista y estudioso de los clásicos, tal como Thomas Ballinger, tío de Augusta. Se dedicaba al estudio de los clásicos y publicaba imponentes tratados siempre bien recibidos por los entendidos.

Si Graystone fuese uno de los nuevos poetas cuyos versos ardientes y ojos llameantes estuvieran de moda, Augusta habría comprendido su inclinación. Pero el conde no era un escritor de esa clase. Más bien producía aburridas obras como Una discusión acerca de algunos elementos en la Historia de Tácito, y Discurso sobre una antología de las Vidas de Plutarco. Ambos habían sido publicados recientemente con gran éxito de crítica. Y por ignotas razones, ella había leído ambas obras de cabo a rabo.

Apagó el candil y entró en silencio en el dormitorio que compartía con Claudia. De puntillas, se acercó a la cama y cogió el camisón. Un rayo de luna que se escurría por una abertura a través de las espesas cortinas iluminaba la silueta de su prima dormida.

Claudia tenía el cabello dorado pálido característico de los Ballinger de Hampshire. La adorable cara de nariz patricia yacía de lado sobre la almohada. Las largas pestañas ocultaban los suaves ojos azules. Su bien ganado apodo de Ángel le había sido conferido por los caballeros de la alta sociedad que la admiraban.

Augusta se enorgullecía del flamante éxito social de su prima. A fin de cuentas, había sido ella, a sus veinticuatro años, quien había asumido la tarea de lanzar a Claudia, más joven, al mundo de la alta sociedad, en retribución a su tío y a su prima por recibirla en su hogar tras la muerte de su padre, ocurrida hacía dos años.

Sir Thomas, un Ballinger de Hampshire, gozaba de gran fortuna y no carecía de recursos para afrontar los gastos derivados de la introducción de su hija en sociedad, ni de la generosidad suficiente para encargarse de los de Augusta. A pesar de ser viudo, carecía de contactos para moverse en sociedad, así como del savoir faire. Y, en ese aspecto, Augusta podía contribuir de manera eficaz.

Aunque en diferentes aspectos eran como el día y la noche, Augusta quería mucho a su prima. A Claudia jamás se le habría ocurrido deslizarse escaleras abajo después de medianoche para introducirse en el escritorio del anfitrión. Tampoco tenía interés en unirse al club Pompeya. Por otra parte, le habría escandalizado la sola idea de estar, a altas horas, en bata de noche, conversando con un sabio tan distinguido como el conde de Graystone. Poseía un ajustado sentido del decoro.

A Augusta se le ocurrió que Claudia debía de ocupar un lugar en la lista de candidatas de Graystone.


Abajo, en la biblioteca, Harry permaneció largo rato en la oscuridad mirando a través de la ventana los jardines iluminados por la luna. No había querido aceptar la invitación de Enfield para pasar el fin de semana en su casa. Por lo general trataba de evitar semejantes acontecimientos. Solían resultar aburridos, una pérdida de tiempo como la mayor parte de las frivolidades sociales, pero esta temporada buscaba esposa y su presa tenía la desconcertante inclinación de aparecer en las situaciones más inesperadas.

«Con todo, esta noche no me he aburrido», reconoció Harry, ceñudo. Realmente, la tarea de evitarle problemas a su futura novia había animado esa breve excursión al campo. «¿Cuántas citas nocturnas me veré obligado a sostener -se preguntó-, antes que nos casemos y pueda estar tranquilo?»

«Es una pequeña embrollona enloquecedora.» Ya hacía años que tendría que haberse casado con un esposo de firme voluntad. Necesitaba un hombre que le impusiera límites rígidos. Esperaba que no fuese demasiado tarde para controlar ese temperamento desbocado.

Aunque Augusta tenía ya veinticuatro años, no se había casado por diversos motivos, entre ellos, una serie de muertes en la familia. Sabía por sir Thomas que Augusta había perdido a sus padres cuando cumplió dieciocho, en un accidente. El padre de Augusta conducía el carruaje en una carrera alocada y su esposa había insistido en acompañarlo. Por desgracia, sir Thomas admitía esa temeridad como un rasgo preponderante en la rama Northumberland de la familia.

Augusta y su hermano Richard habían quedado desamparados con muy poco dinero. Al parecer, otra característica de los Ballinger de Northumberland era la actitud negligente en los asuntos económicos y financieros. Richard había vendido el patrimonio salvo una casita en la que vivía con Augusta, y utilizó el dinero para comprarse un grado de oficial. Al poco murió, no en el campo de batalla, en el continente, sino asesinado por un asaltante, cerca de la casa, con motivo de un viaje a Londres para ver a su hermana.

Según sir Thomas, Augusta había quedado desolada por la muerte de Richard. Estaba sola en el mundo. El tío insistió en que fuese a vivir con él y con su hija, y al final, ella aceptó. Durante meses se hundió en una honda melancolía que nada podía aliviar. Parecía haberse extinguido todo el fuego y la chispa que caracterizaba a los de Northumberland.

Y entonces sir Thomas tuvo una idea brillante. Le pidió a Augusta que asumiera el compromiso de preparar a su prima para su entrada en sociedad. Claudia, una encantadora y refinada joven de veinte años, nunca había tenido posibilidades en la ciudad, pues su madre había muerto dos años antes. «El tiempo pasa», le explicó con gravedad a Augusta, y Claudia se merecía una oportunidad. Sin embargo, como miembro de la rama intelectual de la familia, carecía del conocimiento necesario para desenvolverse en sociedad. Augusta, en cambio, poseía la habilidad, el instinto y los contactos para iniciar a su prima, a través de su reciente amistad con Sally, lady Arbuthnot.

Al principio Augusta se mostró renuente, pero luego se zambulló en la tarea con el entusiasmo propio de los Ballinger de Northumberland. Trabajó sin descanso para hacer de Claudia un éxito absoluto, y los resultados fueron espectaculares y al mismo tiempo inesperados. A la aristocrática y lánguida Claudia la motejaron de inmediato de Ángel, y también Augusta recabó el éxito.

Sir Thomas le confiaba a Harry que estaba muy complacido y esperaba que las dos jóvenes lograran matrimonios convenientes. Pero Harry pensaba que no sería tan sencillo. Tenía la sospecha de que, al menos Augusta, no tenía la menor intención de conseguir un marido conveniente. Se divertía demasiado. Con su brillante cabello castaño y vivaces y traviesos ojos de color topacio, si de verdad hubiera deseado casarse, la señorita Augusta Ballinger podría haber tenido docenas de pretendientes, el conde estaba seguro de ello.

Lo asombraba su propio innegable interés en esa joven. A primera vista, no era lo que él esperaba de una esposa, pero aun así no podía ignorarla ni sacársela de la cabeza. Desde el instante en que lady Arbuthnot, una vieja amiga, le sugirió que añadiese a Augusta a la lista de candidatas, Harry se sintió fascinado por ella.

De este modo llegó a entablar una amistad personal con sir Thomas con el fin de acercarse a su futura esposa, aunque ella desconocía el motivo de la relación. En realidad, eran pocas las personas que conocían las sutiles conspiraciones de Harry, antes de revelarlas él mismo.

De sus conversaciones con sir Thomas y con lady Arbuthnot, Harry se enteró de que, si bien Augusta era voluntariosa e inquieta, brindaba por otro lado una lealtad inquebrantable a su familia y a los amigos. Hacía harto tiempo que Harry había aprendido que la lealtad era una virtud inapreciable. Más aún, en su mente, lealtad y virtud eran sinónimos. Incluso se podía pasar por alto una escapada como la de esa noche sabiendo que podría confiarse en la joven aunque, una vez casados, él no pensaba permitir que continuara esa suerte de tonterías.

En el transcurso de las últimas semanas, Harry llegó a la conclusión de que, si bien imaginaba que en ocasiones se arrepentiría, de igual forma se casaría con Augusta. En el aspecto intelectual le resultaba irresistible: jamás lo aburriría. Además de su capacidad de lealtad absoluta, Augusta era fascinante e impredecible. A Harry siempre lo habían atraído los enigmas, y no podía ignorar a la muchacha en ese sentido.

Y como sello fatal de su destino, había un hecho innegable que lo atraía hacia Augusta. Cada vez que se acercaba a ella, todo su cuerpo se tensaba de expectativas. En Augusta vibraba una energía femenina que capturaba los sentidos del conde. Cuando estaba solo por las noches, la imagen de la muchacha comenzaba a hechizarlo. Cuando estaba con ella, se sorprendía recorriendo con la mirada la curva de los pechos, demasiado expuestos por los escandalosos escotes que usaba con gracia natural. La cintura breve y la suave redondez de las caderas lo tentaban y seducían cuando la observaba moverse con aquel sutil balanceo que le provocaba la contracción de los músculos de la parte inferior del cuerpo.

«Con todo, no es hermosa -se dijo por centésima vez-, al menos, en el sentido clásico de la belleza.» Sin embargo, admitía que sus ojos apenas rasgados, su nariz respingona y su boca risueña tenían encanto y vivacidad. Últimamente sentía un ansia creciente por saborear aquella boca.

Ahogó una maldición. Era muy similar a lo que había escrito Plutarco acerca de Cleopatra. Aunque la belleza de aquella reina no era notable, su presencia resultaba irresistible y embrujadora.

No cabía duda de que estaba loco al pensar en casarse con Augusta. Se había dispuesto a buscar una mujer absolutamente diferente: serena, seria y refinada, una buena madre para Meredith, hija única del conde, y libre de cualquier viso de murmuración.

Las mujeres de los Graystone habían acarreado el desastre a la familia, el escándalo para el título, y habían dejado un legado de infelicidad de generación a generación. Harry se negaba a casarse con una mujer que continuara esa amarga tradición. La próxima Graystone tenía que estar por encima de cualquier reproche y de cualquier sospecha: «Como la esposa de César».

El conde estaba empeñado en la búsqueda de lo que los hombres inteligentes consideraban una joya más preciada que los rubíes: una esposa virtuosa. En cambio, había hallado una muchacha temeraria, cabeza dura y en extremo explosiva llamada Augusta, capaz de transformar la vida de Harry en un infierno.

Comprendió que, por desgracia, había perdido todo interés por cualquiera otra de las candidatas.

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