Ataviada con un vestido verde esmeralda, guantes largos del mismo color y una pluma en el cabello, Augusta permanecía inmóvil en el vestíbulo del teatro. Miraba fijamente a Lovejoy, a quien acababa de localizar, y no podía creer lo que le decía.
– ¿Que no le satisfaga la deuda? ¡No hablará en serio! Empeñé el collar de mi madre al efecto. Era todo lo que me quedaba de ella.
Lovejoy esbozó una sonrisa helada.
– Mi querida Augusta, no he dicho que no lo haga. Estoy de acuerdo con usted. En última instancia, es una deuda de honor, pero no puedo aceptar su dinero. Dadas las circunstancias, no sería correcto. ¡Nada menos que el collar de su madre! ¡Por Dios, no podría hacerlo, la conciencia no me dejaría en paz!
Confundida, Augusta agitó la cabeza. Había ido al Pompeya a recoger el dinero que había conseguido Scruggs esa misma tarde y luego se apresuró a acudir al teatro para arreglar el pago de la deuda con Lovejoy. ¡Y ahora lo rechazaba…!
– No lo entiendo -susurró, procurando que no la oyera ninguno de los que colmaban el vestíbulo.
– Es muy simple. Después de haberlo pensado, creo que no puedo aceptar sus mil libras, mi querida señorita Ballinger.
Augusta lo miró perpleja.
– Es muy bondadoso de su parte, señor, pero insisto -añadió Augusta.
– En ese caso, podríamos arreglar el asunto en un sitio más íntimo. -Lovejoy lanzó alrededor una mirada significativa-. Éstos no son el momento ni el lugar adecuados.
– Pues traigo el dinero conmigo.
– Acabo de decirle que no puedo aceptarlo.
– Señor, le exijo que me permita saldar mi deuda. -Augusta comenzaba a sentirse frustrada y desesperada-. Tiene que devolverme el pagaré por mil libras.
– Desea desesperadamente ese documento, ¿verdad?
– Por supuesto. Esto es muy irregular.
Los ojos de Lovejoy brillaron con divertida malicia mientras aparentaba pensar en la exigencia.
– De acuerdo, creo que podremos arreglarlo. Si se toma la molestia de visitarme dentro de dos noches, alrededor de las once, le devolveré su documento. Señorita Ballinger, venga sola y nos ocuparemos de la deuda.
Al comprender la provocación del sujeto, Augusta sintió un frío que la recorría de pies a cabeza. Se humedeció los labios resecos e intentó mantener la voz serena.
– No puedo acudir a verlo sola a las once de la noche, lo sabe usted, milord.
– Señorita Ballinger, no se preocupe por esa pequeñez. Le aseguro que nadie se enterará de su visita y menos que nadie, su prometido.
– No puede obligarme a hacerlo -murmuró.
– Vamos, señorita Ballinger. ¿Dónde están ese espíritu aventurero y esa temeridad que, según todo el mundo, son rasgos de su familia? No me dirá que la asusta una pequeña cita a medianoche en casa de un amigo.
– Sea razonable, milord.
– Oh, lo seré, querida mía, lo seré. La espero a las once, dentro de dos noches. Si me decepciona, me veré obligado a difundir la noticia de que la última de los Ballinger de Northumberland no paga sus deudas de juego. Imagínese qué humillación. Piense que podría evitarla con una breve visita.
Lovejoy dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Augusta lo contempló sintiendo que se le revolvía el estómago.
– Ah, Augusta, estás aquí -dijo Claudia acercándose a su prima-. ¿Vamos al palco de los Haywood? Nos esperan y va a empezar la obra.
– Sí, sí, claro.
Como de costumbre, Edmund Kean estuvo magnífico en el escenario, pero Augusta no entendió una sola palabra de la obra, ocupada en especular sobre este nuevo giro del desastre que se abatía sobre ella. De cualquier manera que considerara la situación, no había forma de escapar al hecho de que aquel odioso sujeto estuviera en posesión del ominoso papel que decía que le debía mil libras, y que no estaba dispuesto a devolvérselo salvo que ella se comprometiera.
Pero si Augusta era imprudente, no era ingenua. No creía que Lovejoy considerara la visita una cita social. Era obvio que el individuo le pediría algo más que una breve conversación. Estaba claro que no era un caballero. No quería imaginar lo que haría ese hombre con el pagaré en caso de que no concurriera dos noches después. Augusta había observado el brillo helado de sus ojos. Tarde o temprano, utilizaría el documento contra ella. «Quizá vaya a mostrárselo a Graystone», pensó la joven cerrando los ojos y estremeciéndose.
La evidencia de su estupidez confirmaría las peores opiniones del conde acerca del carácter de la muchacha. Aunque fuese humillante, tenía que contárselo todo a él. Se disgustaría, lo enfurecería su comportamiento, sin duda ese incidente le daría el impulso final para aceptar la negativa de Augusta y aunque tal pensamiento debería haberla aliviado, por extraño que pareciera, no era así.
Augusta trató de comprender el motivo de su renuencia cuando en realidad no deseaba mantener el compromiso y se había resistido desde el principio. «No -pensó con firmeza-, no es que piense que el matrimonio con Harry sea una buena idea, pero no quiero quedar avergonzada y humillada ante él.» Después de todo, era la última descendiente de los Ballinger de Northumberland: orgullosos, audaces y temerarios, y cuidaría de su propio honor.
Cuando volvían a casa en el carruaje de los Haywood, Augusta llegó a una sombría conclusión. Tendría que hallar la forma de recuperar el pagaré acusador antes de que Lovejoy encontrara, a su vez, la forma de avergonzarla y humillarla.
– Graystone, ¿dónde demonios te habías metido? He recorrido todos los salones y las veladas de la ciudad buscándote. Se avecina un desastre y te quedas sentado tan tranquilo en el club bebiendo vino. -Peter Sheldrake se dejó caer en una silla frente a Harry y siguió refunfuñando mientras asía la botella-. Tendría que haber mirado primero aquí.
– Sí, eso es lo que tendrías que haber hecho. -Harry levantó la vista de los apuntes que había recogido sobre las campañas militares de César-. Antes de irme a dormir, se me ocurrió venir a jugar unas manos. ¿Cuál es el problema, Sheldrake? No te había visto tan agitado desde la noche en que te pescaron con la esposa de aquel oficial francés.
– El problema, no es mío -los ojos de Peter chispeaban de satisfacción-, sino tuyo.
Esperando lo peor, Harry gimió.
– ¿Te refieres a Augusta?
– Sí. Sally me envió a buscarte cuando descubrió que no estabas en casa. Tu mujer se ha iniciado en un nuevo oficio: ladrona de cajas fuertes.
Harry se quedó helado.
– Sheldrake, ¿qué estás diciendo?
– Sally me ha comunicado que ahora prepara la incursión en casa de Lovejoy. Al parecer intentó pagarle la deuda, pero él se negó a aceptar el dinero y no quiere devolverle el pagaré a menos que Augusta vaya a buscarlo en persona mañana a las once de la noche a su casa. Le ordenó que fuera sola. Es fácil imaginar lo que tiene en mente.
– ¡Qué canalla!
– Sí, me temo que está desarrollando un juego peligroso con tu señorita Ballinger. De cualquier manera, no te preocupes. Tu intrépida y ocurrente novia ha decidido coger al toro por los cuernos y esta misma noche ha ido a buscar el documento mientras Lovejoy se encuentra fuera de casa.
– Esta vez le voy a dar una paliza.
Harry se levantó, ignoró la maliciosa risa de Peter y se encaminó a la puerta. «Y después me las veré con Lovejoy.»
Enfundada en unos pantalones y una camisa que habían sido de su hermano, Augusta se agazapó bajo una ventana de casa de Lovejoy y estudió la situación.
La ventana de la biblioteca se abrió con suma facilidad. La muchacha no había tenido que forzar el cristal porque, al parecer, algún criado había olvidado cerrarla.
Augusta exhaló un suspiro de alivio y echó otro vistazo al jardín para asegurarse que nadie la observaba. Todo estaba tranquilo y las ventanas del primer piso, a oscuras. Sin duda, la servidumbre se había acostado o había salido y el propio Lovejoy había acudido a una velada a casa de los Belton y no regresaría hasta el amanecer, según sabía ella.
Convencida de que todo resultaría fácil y simple, trepó al alféizar, cruzó las piernas y se dejó caer en silencio sobre el suelo alfombrado.
Quedó quieta unos instantes tratando de habituarse a la oscuridad. El silencio era opresivo. No se escuchaba un ruido en toda la casa. A lo lejos se oía el traqueteo de los coches que pasaban por la calle y más aquí el susurro de las hojas a través de la ventana abierta.
La luz de la luna iluminaba el escritorio y algunos de los muebles. Cerca de la chimenea había una silla de respaldo alto. Dos estantes se erguían en la oscuridad, pero sólo contenían un puñado de libros. En un rincón se distinguía un gran globo sobre una base de madera.
Augusta escudriñó la habitación y se convenció de que la puerta estaba cerrada.
De acuerdo con sus observaciones, los hombres solían guardar sus papeles más importantes en los escritorios. Su padre, su hermano y su tío tenían esa costumbre. Esa observación le había permitido adivinar dónde estaría el diario de Rosalind Morrissey. Estaba segura de que hallaría su pagaré en el escritorio de Lovejoy.
«¡Qué pena no haber podido pedirle a Harry que me acompañara!», pensó acercándose al escritorio y agachándose junto a él. Le habría resultado útil la habilidad de abrir cerraduras con un trozo de alambre. Se preguntó dónde la habría adquirido el conde.
Tiró con suavidad del cajón y comprobó que estaba cerrado con llave. Frunciendo la nariz, estudió el mueble. Imaginaba la reacción de Harry si le hubiese pedido que la ayudara esa noche. Ese hombre no tenía sentido de la aventura.
Era difícil distinguir la cerradura en la oscuridad y la joven pensó en encender una luz. Si cerraba las cortinas, nadie la vería. Se puso de pie y comenzó a buscar una lámpara. De espaldas a la ventana, a punto de alcanzar algo que parecía una palmatoria sobre un estante, percibió una presencia.
«Hay alguien más en la habitación. Me han descubierto.» La sacudieron el miedo y el sobresalto. Un grito de pánico se ahogó en su garganta, pero antes de que pudiese reaccionar, una mano se cerró sobre su boca.
– Esto está convirtiéndose en un hábito de lo más desagradable -refunfuñó Harry al oído de la joven.
– ¡Graystone! -Augusta se relajó, aliviada, y la mano se separó de su boca-. ¡Por Dios, me has dado un susto terrible! Creí que fuera Lovejoy.
– ¡Eres una insensata! Bien podría haberlo sido. Cuando me ocupe de ti habrás deseado que lo fuera.
Se volvió a mirarlo y lo vio imponente y oscuro en la sombra. Un largo abrigo negro le cubría la ropa y calzaba asimismo botas negras. La joven advirtió que llevaba el bastón de ébano y que, por una vez, no usaba la rígida corbata blanca. Era la primera ocasión en que lo veía sin corbata. Así ataviado, el conde se confundía en la oscuridad.
– ¿Qué diablos haces aquí? -preguntó en un susurro.
– Intento salvar a mi futura esposa de la prisión de Newgate. ¿Has hallado lo que buscabas?
– No, acabo de llegar. El escritorio está cerrado. Cuando te deslizaste tras de mí, buscaba una vela. -De pronto, Augusta frunció el entrecejo y preguntó-: ¿Cómo sabías que estaba aquí?
– En este momento no importa.
– Tienes una manera inquietante de saber siempre dónde estoy. Se podría creer que leyeras la mente.
– Te aseguro que no cuesta gran cosa. Si te esforzaras, podrías leer la mía esta noche. ¿Qué supones que esté pensando ahora? -Harry se acercó a la ventana y la cerró con suavidad. Luego fue hacia el escritorio.
– Sospecho que debes de estar muy enfadado conmigo, milord -aventuró Augusta siguiéndolo por la habitación-, pero puedo explicarlo todo.
– Después escucharé tus explicaciones, aunque dudo que me parezcan razonables. -Harry se arrodilló tras el escritorio y extrajo del bolsillo el conocido trozo de alambre-. Primero, terminemos con esto y vayámonos.
– Muy buena idea, milord. -Augusta se acuclilló junto a él observando atentamente lo que hacía-. ¿Necesitas una luz?
– No. No es el primer escritorio que abro al tacto. Recuerda que pude practicar con el de Enfield.
– Sí, es cierto, y eso me recuerda algo. Harry, ¿dónde aprendiste…?
La cerradura emitió un chasquido y el cajón quedó abierto.
– Ah -dijo Harry en tono quedo. Augusta se sintió admirada.
– ¿Dónde aprendiste a hacerlo con tanta eficiencia? Te aseguro que es una destreza notable. Yo practiqué con el escritorio del tío Thomas, pero nunca logré tanta habilidad.
Al tiempo que abría el cajón, Harry le lanzó una mirada de soslayo.
– La habilidad de fisgonear en cajones ajenos no es algo admirable. No me parece el tipo de destreza que debe aprender una joven.
– No, ¿verdad, Graystone? Consideras que sólo los hombres tienen derecho a hacer cosas interesantes.
Augusta observó el contenido del cajón. Entre los papeles cuidadosamente ordenados no vio nada que se asemejara al pagaré. Se inclinó para buscar entre otros pequeños objetos. La mano de Harry se cerró sobre la de Augusta.
– Espera, lo buscaré yo.
Augusta suspiró.
– Eso significa que sabes lo que estoy buscando, ¿no es así?
– Mil libras que le debes a Lovejoy. -Harry inspeccionaba con rapidez el contenido del cajón central. No encontró nada, lo cerró y comenzó a abrir los otros.
Era evidente que Harry lo sabía todo. Augusta consideró prudente dar paso a las explicaciones.
– Graystone, se trata de un error.
– En eso estamos de acuerdo. Un estúpido error. -Terminó de revisar los cajones y se irguió-. Sin embargo, nos hallamos ante un problema mayor. No hay rastros de tu pagaré.
– Estaba segura de que lo guardaría aquí. Todos los hombres que conozco guardan los papeles importantes en su escritorio.
– O bien no has conocido a muchos hombres, o no te has enterado de todos sus secretos. Muchos guardan los documentos importantes en una caja de seguridad. -Harry rodeó el escritorio y se dirigió a los estantes.
– Una caja de seguridad, claro. ¿Cómo no se me habrá ocurrido? ¿Dispondrá de una Lovejoy?
– Sin duda.
Harry observó algunos de los volúmenes que había en los estantes. Sacó los más grandes y los abrió. Cuando comprobó que no contenían nada, volvió a dejarlos en el mismo sitio en que los había encontrado. Al ver lo que hacía, Augusta comenzó a revisar otra hilera de libros. No encontró nada. Asustada ante la posibilidad de que no hallaran el documento, giró y casi tropezó con el globo. Se apresuró a recuperar el equilibrio.
– ¡Caramba, qué pesado! -murmuró. Harry se volvió y miró fijamente el globo. -Claro, es el tamaño exacto.
– ¿Qué quieres decir? -exclamó Augusta asombrada, observando que se acercaba al globo y se arrodillaba junto a él. De pronto comprendió lo que se le había ocurrido-. Qué inteligente, milord. ¿Puede ser la caja de seguridad de Lovejoy?
– Es probable. -Harry trabajaba con el mecanismo que sostenía el globo sobre el marco. Deslizaba los dedos sobre la madera con la suavidad de un amante, probando y tanteando. Hizo una pausa-. Ah, sí, aquí está.
Hizo saltar un resorte oculto y la mitad superior del globo se abrió, exhibiendo el interior hueco. Un rayo de luna iluminó algunos papeles y un pequeño estuche que había dentro.
– ¡Harry! Aquí está. Ésta es mi nota. -Augusta metió la mano y sacó el pagaré-. La tengo.
– Perfecto. Salgamos, entonces. -Harry cerró el globo-. ¡Maldición!
Se quedó inmóvil al percibir el sonido ahogado de la puerta principal que se abría y luego se cerraba. Se escuchó ruido de pasos en el vestíbulo.
– Lovejoy ha vuelto. -Augusta miró a Harry-. Rápido, la ventana.
– No hay tiempo. Viene hacia aquí.
Harry se puso de pie. Aferró el bastón y la muñeca de Augusta y tiró de ella hasta el sofá que había al otro lado de la habitación. Se agazapó detrás, Augusta junto a él y el bastón en la mano. La muchacha tragó saliva y procuró no moverse.
Los pasos se detuvieron ante la puerta de la biblioteca. Augusta contuvo el aliento, contenta de que Harry estuviese con ella.
Se abrió la puerta y alguien entró en la habitación. Augusta dejó de respirar durante un instante. «¡Buen Dios! ¡Qué lío! Y todo por mi culpa. Podría envolver al conde de Graystone, paradigma del decoro, en un escándalo. ¡Nunca me lo perdonaría!» Junto a ella, Harry no se movió. Si estaba alarmado ante la posibilidad de la humillación y el desastre, no lo demostró. Parecía en exceso sereno, hasta despreocupado, aunque la situación se acercaba a un punto crítico.
Los pasos cruzaron la alfombra. Se oyó un tintineo de cristal, como si alguien hubiese cogido el botellón de cristal que había cerca de la silla de respaldo. «Quienquiera que sea, encenderá la luz», pensó Augusta espantada. Pero después los pasos regresaron a la puerta, que se cerró con suavidad, y las pisadas resonaron en el vestíbulo. De nuevo, Augusta y Harry estaban solos en la biblioteca.
Harry aguardó unos segundos y luego se puso de pie haciendo levantarse a Augusta. Le propinó un suave empujón.
– La ventana. Apresúrate.
La muchacha se precipitó a la ventana y la abrió. Harry la cogió de la cintura y la alzó sobre el alféizar.
– ¿De dónde diablos has sacado esos pantalones? -murmuró.
– Eran de mi hermano.
– ¿Acaso no tienes sentido de la decencia?
– Muy escaso, milord. -Augusta se dejó caer sobre la hierba y se volvió para asegurarse de que el conde saliera por la ventana.
– Hay un coche esperándonos en el callejón. -Harry cerró la ventana y cogió a la joven del brazo-. Vamos.
Augusta miró por encima del hombro y vio que se encendía una luz en la ventana de la planta superior. Habían estado en peligro y aún no estaban a salvo. Si aquel hombre echaba un vistazo por la ventana y miraba hacia el jardín, descubriría sin dificultad dos siluetas oscuras que corrían hacia la verja. Mas no se escuchó alarma alguna mientras Harry y Augusta salían de allí.
Augusta sintió que los dedos de Harry se cerraban sobre su antebrazo como grilletes de hierro al tiempo que la conducía deprisa y corriendo por la calle. Pasó un coche de alquiler y luego una calesa que traqueteaba llevando a dos jóvenes petimetres borrachos. Pero nadie prestó atención al hombre del abrigo negro ni a su acompañante.
A mitad de la calle, Harry detuvo a Augusta y giró hacia un callejón. El sendero estaba bloqueado por un elegante coche cerrado que lucía un escudo familiar.
– Es el coche de lady Arbuthnot. -Augusta se volvió hacia Harry con expresión alarmada-. ¿Qué hace aquí? Sé que es amiga tuya pero me imagino que no la habrás hecho venir a estas horas. Está demasiado enferma para viajar.
– No ha venido. Tuvo la bondad de prestarme el coche para que el mío no fuese reconocido en esta zona de la ciudad. Entra, rápido.
Augusta comenzó a obedecer, pero de pronto advirtió la figura sentada en el pescante. Iba envuelto en una capa sujeta por cordones y llevaba un sombrero casi hasta las cejas, pero la joven lo reconoció de inmediato.
– Scruggs, ¿es usted?
– Sí, señorita Ballinger, sí -gruñó Scruggs en tono apenado-. Me sacaron de la cama tibia sin un saludo siquiera. Aunque me enorgullezco de ser un buen mayordomo, no me pagan para que lleve las riendas. Con todo, me ordenaron que ocupara esta noche el lugar de John, el cochero, y lo haré lo mejor que pueda, aunque no creo que me agradezcan siquiera con una propina.
– No debería exponerse al aire nocturno -dijo Augusta, frunciendo el entrecejo-. No es bueno para su reumatismo.
– Eso es muy cierto -admitió Scruggs-. Ya quise hacérselo entender a ese individuo altanero y poderoso al que se le antoja vagabundear en plena noche.
Harry abrió con brusquedad la puerta del coche.
– Por favor, Augusta, no te preocupes por el reumatismo de Scruggs. -La sujetó por la cintura-. Ahora tienes que preocuparte de ti misma.
– Pero Harry… quiero decir, milord… oooh. -Augusta aterrizó con ruido sordo sobre los almohadones de terciopelo verde cuando Harry la arrojó sin miramientos al interior oscuro del carruaje. Mientras se enderezaba, lo oyó hablar con Scruggs.
– Conduce hasta que te diga.
– ¿Adónde, buen hombre? -La voz de Scruggs parecía otra desde el interior. Ya no se percibía el matiz ronco.
– No importa -replicó Harry-. Alrededor de algún parque o hacia las afueras de la ciudad, es lo mismo. Limítate a no llamar la atención. Tengo que hablar con la señorita Ballinger y no se me ocurre lugar mejor donde gocemos de la intimidad y la comodidad para hacerlo que dentro del coche.
Scruggs se aclaró la voz. Cuando volvió a hablar, la voz seguía pareciendo diferente, vagamente familiar.
– Eh, Graystone, ¿no te parece absurdo viajar sin rumbo en plena noche? En este momento no estás precisamente de buen ánimo.
– Scruggs, cuando necesite tu consejo te lo pediré. -La voz de Harry tenía el filo de un cuchillo-. ¿Está claro?
– Sí, milord -respondió Scruggs en tono cortante.
– Muy bien. -Harry se metió en el coche y cerró de un portazo. Estiró el brazo y cerró las cortinillas cubriendo los cristales de las ventanas.
– No había necesidad de gritarle -dijo Augusta con tono de reproche mientras Harry se dejaba caer en el asiento frente a ella-. Es un anciano y el reumatismo lo hace sufrir mucho.
– No me importa el reumatismo de Scruggs. -Harry habló con voz demasiado suave-. En este momento, eres tú quien me preocupa, Augusta. ¿Qué demonios hacías esta noche en el estudio de Lovejoy?
Augusta comprendió que estaba furioso. Por primera vez deseó estar a salvo en su dormitorio.
– Me pareció que estabas enterado de que perdí un pagaré jugando con ese hombre. ¿Te lo dijo Sally?
– Tienes que perdonar a Sally, estaba muy preocupada.
– Sí, yo traté de pagar la deuda, pero Lovejoy se negó a aceptar el dinero. Debo decir que no es un caballero. Tuve la impresión de que pensaba utilizar mi firma para humillarme o quizá contra ti. Me pareció conveniente recuperarla.
– ¡Maldición, Augusta, en primer lugar no tendrías que haber jugado con Lovejoy!
– Bueno, ahora que lo pienso, comprendo que fue una equivocación. De hecho, estaba ganando, pero me distrajo otro asunto. Sacó a colación a mi hermano y, de pronto, comprendí que había perdido una suma importante.
– Augusta, una dama con idea del comportamiento apropiado jamás se habría visto envuelta en semejante situación.
– Sin duda estás en lo cierto. Sin embargo, ya te advertí que no era la clase de mujer con que te casarías, ¿verdad?
– Eso no tiene que ver -replicó Harry entre dientes-, porque nos casaremos igualmente; Augusta, déjame decirte aquí y ahora que no toleraré otro incidente como éste. ¿He sido claro?
– Muy claro, pero debo señalar que en este caso estaban en juego mi honor y mi orgullo. Tenía que hacer algo.
– Tendrías que haber recurrido a mí.
Augusta entrecerró los ojos.
– No te ofendas, pero no creo que fuese buena idea. ¿De qué habría servido? Me habrías sermoneado y armado una escena tan desagradable como ahora.
– Me habría ocupado del asunto -dijo Harry con expresión lúgubre-. Y no habrías arriesgado tu integridad y tu reputación como ha sucedido esta noche.
– Milord, creo que esta noche se han expuesto la integridad y la reputación de los dos -Augusta esbozó una sonrisa dirigida a aplacarlo-, y debo añadir que has estado imponente. Me alegro de que aparecieras en ese momento. Si no hubieses descubierto el pagaré en el globo, yo nunca lo habría hallado. Por fortuna todo salió bien y tendríamos que sentirnos agradecidos.
– ¿De verdad crees que voy a dejar las cosas como están?
Augusta se irguió, orgullosa.
– Por supuesto, comprendo que consideres mis acciones más allá de lo tolerable. Si ya no soportas la idea de casarte conmigo, sigue en pie mi ofrecimiento de rechazar el compromiso. Estoy dispuesta a renunciar y dejarte en libertad.
– ¿Dejarme en libertad, Augusta? -Harry la cogió de la muñeca-. Ya no es posible. He llegado a la conclusión de que nunca me libraré de ti. Me has hechizado para toda la vida y ya que será mi destino, me gustaría gozar de cualquier consuelo posible en compensación a lo que tendré que soportar.
Antes de que Augusta tuviera tiempo de comprender lo que se proponía, Harry la había hecho cubrir la breve distancia que los separaba. Se encontró tendida sobre los fuertes muslos del hombre y se aferró a los hombros del conde mientras la boca de éste se posaba sobre la de ella.