CAPÍTULO XX

Al cabo, Augusta había reunido a toda la casa en el zaguán. Iba y venía frente a ellos, mientras la última doncella salía a tropezones del lecho tibio y ocupaba su lugar al final de la línea. También los perros estaban presentes. Alertados por la conmoción, habían salido de la cocina a ver qué sucedía. A nadie se le había ocurrido encerrarlos ni hacerlos salir.

Claudia acompañaba a Augusta, tensa, con la mirada fija en su prima. Steeples, el mayordomo y la señora Gibbons, el ama de llaves, esperaban ansiosos a que se les diera instrucciones. Los sirvientes estaban azorados, y con ellos Clarissa Fleming. En medio de la crisis, esperaban a que Augusta asumiera el mando.

La principal obsesión de Augusta era pensar que había fracasado en proteger a Meredith. «La cuidaré con mi propia vida, Harry.»

No había cumplido su promesa. No podía fracasar en el rescate de la niña. Por una vez en la vida, tenía que ser fría y lógica, y debía actuar con rapidez. Se dijo que debía dejar a un lado las emociones y pensar con tanta lucidez como lo haría Harry si estuviese allí.

– Préstenme atención, por favor -dijo a los criados reunidos allí. De inmediato, se hizo silencio-. Ya saben ustedes lo que ha sucedido. Lady Meredith ha sido secuestrada.

Algunas de las doncellas comenzaron a llorar.

– Silencio, por favor -exclamó Augusta-. No es hora de sentimentalismos. He estado pensando en lo que ocurrió; la ventana no fue forzada. Es evidente que la abrieron desde dentro. Los perros no ladraron. Steeples, la señora Gibbons y yo hemos recorrido toda la casa y no hay la menor señal de que ninguna entrada haya sido forzada. Creo que se puede sacar una conclusión.

Contuvieron todos el aliento y contemplaron a la señora de la casa.

Augusta observó las caras de los criados.

– Mi hija ha sido secuestrada por alguno de los integrantes de Graystone. Forman ustedes un grupo numeroso. ¿Falta alguien?

A esta pregunta siguió una exclamación colectiva y se miraron todos entre sí. Luego se oyó un gemido desde la fila de atrás.

– Falta Robbie -gritó el cocinero-, el nuevo lacayo.

Al oírlo, una doncella joven que ocupaba la segunda fila rompió a sollozar. Augusta miró a la muchacha mientras se dirigía a Steeples con voz serena.

– ¿Cuándo fue contratado ese Robbie?

– Un par de semanas después del casamiento de su señoría, señora, allá por los días en que se contrató servicio auxiliar para la fiesta. Después se decidió conservar a Robbie. Dijo que tenía familiares en la aldea, que había estado trabajando en Londres y que buscaba un empleo en el campo. -Steeples parecía perturbado-. Tenía excelentes referencias, señora.

Augusta miró a Claudia a los ojos.

– Sin duda, excelentes referencias de Araña.

Claudia apretó los labios.

– ¿Es posible?

– Las fechas coinciden.

En ese momento, la doncella del final de la fila cayó de rodillas sollozando.

– ¿Qué sucede, Lily?

Lily la miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Señora, yo me temí sus malas intenciones, pero creí que sólo pensaría en llevarse algunas piezas de plata. Jamás pude imaginar que hiciera algo semejante, lo juro.

Augusta le hizo una seña.

– Ven a la biblioteca. Quiero conversar contigo en privado. -Miró al mayordomo-. Comience la búsqueda de inmediato. A tenor de los hechos, Robbie debe ir a pie. ¿No es así?

– De los establos no falta ningún caballo -informó un mozo- pero pudiera ser que tuviera uno esperándolo.

Augusta asintió.

– Es cierto. Muy bien. Esto es lo que se hará, Steeples; haga ensillar todos los caballos disponibles incluyendo mi yegua. Los que sepan cabalgar, que los monten. Que todos los demás salgan a pie con antorchas y perros. Envíe a alguien a la aldea que despache un mensajero a Londres para informar a su señoría de lo sucedido. Tenemos que proceder con rapidez.

– Sí, señora.

– La señorita Fleming los ayudará a organizar la búsqueda, ¿verdad, señorita Fleming?

Clarissa adoptó una postura marcial.

– Por supuesto, señora.

– Muy bien. Comencemos. -Steeples tomó el mando de las tropas.

Claudia siguió a Augusta a la biblioteca y escuchó con atención mientras Lily desgranaba la historia.

– Creí que le gustaba yo, señora. Él me traía flores y regalitos. Pensé que estaba cortejándome, pero a veces me extrañaba.

– ¿Por qué pensabas que tenía malas intenciones? -insistió Augusta.

Lily suspiró.

– Me comentó que estaba a la espera de mucho dinero, que le bastaría para establecerse toda la vida, que compraría una casita y que viviría como un señor. Yo me reía de él, pero lo decía tan serio que alguna vez lo creí.

– ¿Hubo algo más que te alertara? -preguntó Augusta-. Piensa, muchacha. Está en juego la vida de mi hija.

Lily la miró y luego dejó caer la vista al suelo.

– No es por lo que dijera, señora, sino más bien por lo que hacía cuando creía que nadie lo veía. Varias veces lo sorprendí observando la casa con atención. Fue entonces cuando pensé en si tendría intenciones de llevarse la plata. Iba a decírselo a la señora Gibbons, pero no estaba segura y no quería que Robbie fuera despedido por mi culpa.

Augusta fue hasta la ventana y miró hacia fuera la oscuridad. Pronto amanecería. Steeples se había apresurado a cumplir sus órdenes. Los caballos eran conducidos al frente de la casa. Los perros ladraban excitados. Un grupo con antorchas se introducía en el bosque. «Meredith, querida mía, pequeña Meredith, no temas, te encontraré.»

Augusta hizo a un lado la desesperación que amenazaba con anegarla. Se obligó una vez más a pensar con claridad.

– Aunque fuese a caballo, no llegaría muy lejos antes de la mañana, pues el peso de la niña lo retrasará, y a la luz del día, su presencia sería advertida con facilidad. En consecuencia, debemos suponer que piensa ocultar a Meredith durante el día y viajar de noche.

– No puede recogerse en una posada con la hija de Graystone -dijo Claudia-, no creo que Meredith permaneciera callada.

– Así es. Hemos de suponer que cuenta con algún sitio donde esconderse hasta ponerse en contacto con Araña. No hay por aquí muchos lugares donde Robbie pueda ocultarse con Meredith durante mucho tiempo.

Lily alzó bruscamente la cabeza con la mirada encendida.

– ¡La vieja cabaña Dodwell, señora! No se utiliza porque necesita reparaciones. Robbie me había llevado allá. -Comenzó a llorar otra vez-. Pensé que iría a hacerme una propuesta… ¡tonta de mí!, pero sólo quería dar un paseo.

– Un largo paseo -dijo Augusta recordando la cabaña donde había buscado refugio durante la tormenta. Según su esposo, era la única vacía que había en la propiedad.

– Demasiado largo. Eso le dije yo. Caminamos durante dos horas, y se dedicó a observar el sitio. Cuando hubo visto lo suficiente, emprendimos el regreso. Acabé con los pies destrozados.

– Desde luego, vale la pena comprobarlo. -Augusta adoptó una decisión-. Como han salido todos ya, seré yo quien vaya a la cabaña.

Claudia la acompañó a la puerta.

– Iré contigo. Me vestiré enseguida.

– Voy a pedir a Steeples una pistola -dijo Augusta.

– ¿Sabes usarla? -preguntó Claudia sorprendida.

– Richard me enseñó.


Rompía el alba cuando Augusta y Claudia detuvieron sus caballos detrás de la cabaña. Había allí otra montura, amarrada al viejo cobertizo.

– ¡Dios! -susurró Claudia-. Debe de estar ahí con Meredith. Deberíamos volver a buscar ayuda.

– No hay tiempo de ir a por ayuda. -Augusta desmontó y le entregó las riendas a su prima-. Y no estamos seguras de que sean ellos. Podría ser cualquier vagabundo o un viajero a quien sorprendiera la noche y encontrara la cabaña. Voy a atisbar el interior.

– Augusta, no me parece que tengamos que intentarlo solas.

– No te aflijas: llevo la pistola. Espera aquí. Si algo sale mal, corre hasta la cabaña más próxima. Cualquiera vendrá en ayuda de la familia Graystone.

Augusta sacó una pistola del bolsillo y la sostuvo con firmeza al tiempo que se abría paso entre los árboles.

Fue fácil llegar hasta la parte de atrás de la cabaña sin llamar la atención. En la pared trasera de la ruinosa vivienda no había ventanas y el cobertizo proporcionaba refugio adicional.

El animal que había allí amarrado miró a Augusta sin interés y la joven pasó junto a él. Primero lo contempló pensativa y luego, entrando al establo, desató aquella vieja yegua, que siguió obediente a Augusta de las riendas alrededor de la cabaña. Luego ella se detuvo y le dio una fuerte palmada en la grupa. Asustado, el animal se lanzó a un trote ágil, cruzando la puerta de la cabaña y dirigiéndose al prado.

En el interior sonó un grito de alarma. La puerta se abrió de golpe y salió un joven, todavía vestido con la librea de Graystone.

– ¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Vuelve atrás, maldita jaca! -silbó frenético al animal que huía.

Augusta alzó la pistola y se parapetó junto a la pared lateral.

– ¡Condenada! ¡Porquería de jaca! ¡Púdrete en el infierno! -Era evidente que Robbie no sabía qué hacer, pero no podía permitirse perder el caballo.

Augusta esperó a que Robbie se perdiera de vista y luego corrió hasta la puerta de la cabaña y entró en la pequeña habitación sosteniendo con firmeza la pistola.

Meredith, atada y amordazada, tendida indefensa en el suelo, miraba asustada hacia la puerta. Entonces reconoció a Augusta y lanzó una exclamación ahogada.

– ¡Meredith! Aquí estoy, querida mía. Ya estás a salvo. -Augusta corrió a ella y le arrancó la mordaza, y luego desató las cuerdas que sujetaban las muñecas de la niña.

Meredith rodeó entonces el cuello de Augusta con los brazos en una explosión de alivio.

– ¡Mamá! Sabía que vendrías, mamá, lo sabía. Tenía tanto miedo…

– Lo sé, querida. Pero ahora tenemos que darnos prisa.

Augusta la cogió de la mano, la sacó de la cabaña y se dirigió a la parte de atrás.

Claudia acudió con el caballo de Augusta.

– Apresuraos -exclamó-. Debemos irnos de aquí enseguida. Se acerca un caballo al galope. Robbie debe de haber atrapado a la yegua.

Augusta escuchó el galope rítmico y fuerte de un veloz animal y barruntó que no era la vieja yegua que había soltado ella, sino el que monta un caballero, pero no había modo de saber si el que se acercaba era amigo o enemigo.

«Es urgente sacar a Meredith de aquí», pensó Augusta.

– Ven, querida. Monta con la señorita Ballinger, deprisa. -Alzó a la niña sobre la montura y Claudia la sostuvo mientras Augusta se apresuraba a retroceder-. Vete ya, Claudia.

– Augusta, ¿qué vas a hacer?

– Tienes que ocuparte de Meredith. Necesito las manos libres para usar la pistola, si hace falta. No sabemos quién es. Ve, Claudia. Yo te seguiré luego.

Claudia hizo girar al caballo, la mirada cargada de preocupación.

– De acuerdo, pero no tardes.

– Ten cuidado, mamá -pidió Meredith.

Augusta montó la yegua y se dispuso a seguirlas. Todavía no podía ver quién se aproximaba, pues lo ocultaba la cabaña. Se inclinó hacia delante, pistola en mano, y espoleó al animal.

En ese instante resonó un disparo en el bosque, levantando una nube de hojas y tierra frente a los cascos de la yegua. El animal retrocedió espantado agitando en el aire las patas delanteras. En un esfuerzo desesperado por controlar a la yegua, Augusta dejó caer la pistola, pero uno de los cascos traseros resbaló sobre unas hojas secas y la bestia se ladeó.

Augusta saltó de la montura en el momento en que el caballo tropezaba y caía. La joven cayó a tierra desarmada, enredada en las faldas del vestido. La yegua se levantó y huyó entre los árboles hacia la casa.

Cuando pudo recuperar el aliento, un hombre con espesas patillas y cabello empolvado de color acero apareció ante ella. Le apuntaba al corazón con una pistola. De inmediato, a pesar de las patillas y el cabello gris, reconoció los ojos verdes de Lovejoy.

– Ha llegado antes de tiempo, querida mía -refunfuñó Lovejoy haciéndola levantar-. No creí que descubriría tan pronto la desaparición de la hija de Graystone, pero veo que la doncella dijo exactamente lo que debía, y yo estaba seguro de que sacaría usted sus propias conclusiones.

– ¿Era a mí a quien quería, Lovejoy?

– Las quería a las dos -replicó Lovejoy-, pero tendré que arreglármelas sólo con usted. Esperemos que Graystone le tenga tanto cariño como es de esperar, de lo contrario, no servirá de nada. Su hermano lo comprendió enseguida.

– ¡Richard! ¡Usted lo mató, como mató también a Sally! -Augusta se abalanzó hacia él con los puños apretados.

Lovejoy la abofeteó con el dorso de la mano con tanta fuerza que la hizo caer otra vez al suelo.

– ¡Levántate, zorra! Hay que moverse rápido. No sé cuánto tiempo andará Graystone por Londres hasta que advierta quién soy y sepa que salí de la ciudad.

– Él lo matará, Lovejoy. Lo sabe, ¿verdad? Lo matará por esto.

– Hace tiempo que intenta acabar conmigo y, como ve, no ha tenido éxito hasta ahora. Concedo que Graystone es inteligente, pero yo siempre tuve la suerte de mi parte.

– Quizás hasta ahora. Su buena suerte se acabó, Lovejoy.

– En absoluto. Es usted mi amuleto de la suerte, señora, y creo que resultará entretenido. Será un placer apropiarse de lo que le pertenece al maldito Graystone. Ya le advertí que no sería usted una buena esposa.

Lovejoy se acercó y aferró a Augusta del brazo haciéndola levantar.

Sin prestar atención a la pistola, Augusta se alzó las faldas y trató de huir, pero Lovejoy la atrapó en dos zancadas y la abofeteó con crueldad. Le rodeó el cuello con el brazo y apoyó el cañón de la pistola contra su sien.

– Otro intento más y le meteré una bala en el cerebro de inmediato. ¿Ha entendido?

Augusta no respondió. El golpe le aturdía la cabeza. Comprendió que tenía que esperar su oportunidad.

Sujetándola con cautela, Lovejoy se encaminó hacia el potro que había dejado frente a la cabaña.

– ¿Qué quiere decir con que le advirtió a Graystone que yo no sería una buena esposa? -preguntó Augusta, mientras el hombre la obligaba a montar sobre el caballo.

– Pues que no me convenía que se unieran. Temía que, por mediación de usted, tropezara con alguna clave procedente del pasado que lo guiara hasta mí. Si bien era poco probable, la posibilidad me preocupaba.

– Así que pretendía evitarlo cuando me instó a apostar sumas elevadas.

– Exacto. -Lovejoy montó detrás de ella clavándole la pistola entre las costillas-. La idea era comprometerla cuando fuese a recuperar el pagaré, pero no dio resultado, y finalmente ese hijo de perra se casó con usted.

– ¿Adónde me lleva?

– No muy lejos. -Tomó las riendas y espoleó el caballo-. Haremos un agradable viaje por mar y nos recluiremos en una remota población de Francia, mientras la ira y la frustración devoran vivo a Graystone.

– No comprendo. ¿Para qué me necesita?

– Usted es mi elemento de negociación, querida. Teniéndola como rehén podré cruzar el Canal y llegar a mi refugio de Francia. Graystone pagará un crecido rescate. Si no lo hace por amor, lo hará por su sentido del honor. Y cuando se permita negociar su libertad, lo mataré.

– ¿Y después, qué? -lo desafió Augusta-. A la larga, todos sabrán quién es usted. Mi esposo tiene amigos.

– Así es, pero yo también resultaré muerto, asesinado por el valiente Graystone, que murió tratando de salvar a su pobre esposa, la que, a su vez, por desgracia también murió. Algo muy trágico. Será molesto asumir una nueva identidad, pero ya lo he hecho antes.

Augusta cerró los ojos mientras el caballo proseguía al galope.

– ¿Por qué mató a Richard?

– Su hermano se metió en un juego que lo desbordaba. Se unió al Club de los Sables, que atraía a jóvenes como él. No sé cómo se enteró de que un espía llamado Araña era miembro también. Supuso que, sin duda, utilizaba el lugar para su información. Pero esos audaces oficiales jóvenes hablan por los codos cuando han bebido. No me fue difícil descubrir el asunto.

– Pensarían que era usted uno de ellos.

– Desde luego. Aunque no creí que su hermano supiera quién era Araña, sino solamente de su existencia, preferí no correr riesgos, porque había decidido acudir a las autoridades y darles la información. Y una noche, lo seguí hasta su casa.

– Le disparó por la espalda y después, dejó aquellos comprometedores documentos sobre su cadáver.

– Incendié el «Sable» y me aseguré de que se quemaran los registros del club y la lista de miembros. Pronto fue olvidado el lugar. Pero basta de evocaciones desagradables. Nos espera un largo viaje.

Lovejoy frenó al caballo junto a un pequeño puente. Desmontó e hizo bajar a Augusta sin contemplaciones. La joven se tambaleó y cuando se apartó el cabello de los ojos vio un esbelto coche cerrado, oculto entre los árboles. Tiraban de él dos bayos de aspecto vigoroso que había amarrados a un árbol.

– Señora, tendrá que perdonarme por lo que sin duda será un incómodo viaje. -Lovejoy ató las manos de Augusta y la amordazó con un corbatín-. Pero quédese tranquila; lo peor no ha pasado. Por lo general, el Canal es muy agitado.

La arrojó al interior del pequeño coche, bajó las cortinillas y cerró la portezuela de un golpe. Unos momentos después, Augusta lo oyó subir al pescante y chascar las riendas.

Los caballos arrancaron a paso veloz. Perdida en la oscuridad del carruaje, Augusta no podía saber en qué dirección iban, pero Lovejoy se había referido a un viaje por mar.

El puerto más cercano era Weymouth. «¡No será tan audaz como para abordar un navío en el mismo puerto!», pensó Augusta.

Entonces recordó que se podía decir cualquier cosa de Araña, pero no que no fuese tan audaz como despiadado.

No podía hacer otra cosa que esperar la oportunidad de huir o de atraer la atención de alguien. Entretanto, tenía que reprimir la desesperación que amenazaba con invadirla. Por lo menos, Meredith estaba a salvo. Pero el pensamiento de no volver a ver a Harry era insoportable.


No supo cuánto tiempo había pasado hasta que el aroma del mar, el traquetear de una carreta y el crujir de leña despertaron a Augusta. Escuchó con atención tratando de adivinar dónde estaban. No cabía duda de que era un puerto, lo cual significaba que Lovejoy la había llevado a Weymouth.

Entumecida, Augusta se enderezó en el asiento haciendo muecas al sentir que las cuerdas le cortaban las muñecas. Logró aflojar la mordaza sin que Lovejoy lo advirtiera ayudándose de un accesorio de bronce cerca de la portezuela.

El coche se detuvo. Augusta oyó voces y luego se abrió la puerta. Lovejoy, todavía disfrazado, se introdujo dentro. Llevaba en la mano una larga capa y un sombrero negro con tupido velo.

– Un momento, buen hombre -le dijo a alguien por encima del hombro-. Tengo que atender a mi pobre esposa. No se siente muy bien.

Augusta intentó eludir el sombrero, pero Lovejoy le mostró el cuchillo que llevaba en la mano y se quedó quieta, comprendiendo que el sujeto no tendría el menor escrúpulo en clavárselo entre las costillas.

En un tiempo asombrosamente breve, cubierta con el velo y envuelta en la capa, Augusta fue sacada del coche. Lovejoy debía parecer un marido solícito mientras la guiaba por el muelle de piedra hasta un barco pequeño que había amarrado. Los pliegues de la capa ocultaban el cuchillo.

Augusta espió a través del espeso velo negro, atenta a cualquier oportunidad de escapar que pudiera presentarse.

– Le llevaré el equipaje, señor -dijo una voz ronca cerca de ellos.

– Mi equipaje ya debe de estar a bordo -replicó Lovejoy. Comenzó a subir la plancha-. Dígale al capitán que quiero zarpar de inmediato. Tenemos marea.

– Sí, señó -dijo la áspera voz-. Está esperándolo. Le diré que ha llegado usté.

– Apresúrese. Le he pagado mucho dinero por sus servicios y espero ser satisfecho.

– Sí, señó. Pero primero le mostraré su camarote. Me parece que su señora esposa necesita ir directamente a acostarse, ¿eh?

– Sí, sí, muéstrenos el camarote. Luego dígale al capitán que zarpe. Y fíjese en lo que hace con esa cuerda, hombre.

– Un estorbo en el camino, ¿no es así? Al capitán no le gustaría. Dirige un buen barco. Me azotará por esto. Será mejor que saque esta porquería del paso.

– ¿Qué diablos…? -Lovejoy tropezó, trató de recuperar el equilibrio y entonces la cuerda se enroscó como una víbora alrededor de una de sus botas y aflojó la mano que sujetaba a Augusta.

Augusta aprovechó la oportunidad. Gritando, se arrojó fuera del alcance de los brazos de Lovejoy mientras él trataba de erguirse.

Oyó a su raptor que lanzaba un grito de ira al verse obligado a soltarla. A través del velo vio que el marinero canoso de voz áspera se acercaba a agarrarla, pero el envión lo hizo caer enredado en su capa.

– ¡Maldición! -murmuró Peter Sheldrake cuando Augusta y él cayeron al extremo de la plancha y se precipitaron al agua helada del puerto.

Harry vio a su amigo y a Augusta y supo que su esposa estaba a salvo; Peter se encargaría de ella.

El conde tenía que vérselas con el enfurecido Lovejoy, que ya se había levantado y blandía el cuchillo.

– ¡Maldito! -susurró Lovejoy-. No obstante el mote de Némesis, la Araña siempre bebe la sangre de sus víctimas.

– Araña, ya no habrá más sangre.

Lovejoy se lanzó hacia delante con el brazo extendido para clavárselo en el vientre, pero Harry se ladeó y logró atraparlo tratando de cambiar la dirección en el último instante.

Los dos perdieron el equilibrio. Lovejoy y Harry con él, sujetando el brazo que sostenía el cuchillo, cayeron pesadamente y rodaron cerca del borde de la plancha.

– Araña, ya has ido demasiado lejos. -Sin soltar el brazo de Lovejoy, Harry intentó doblar hacia atrás la mano del atacante. La punta de la hoja quedó muy cerca de él-. Siempre has ido un paso adelante. Muchas muertes, demasiada sangre, demasiado astuto… Pero al final, has perdido.

– ¡Canalla! -El insulto pareció encender nuevos fuegos en los ojos chispeantes de Lovejoy. Los dientes se exhibieron en una mueca salvaje al tiempo que trataba de clavar el cuchillo en su oponente-. Tampoco esta vez perderé.

Harry sintió la fuerza que daba la obsesión al brazo de Lovejoy. Se escabulló con desesperación a un lado para evitar el ataque y al mismo tiempo deslizó los dedos hasta la muñeca del contrario. La retorció con toda su fuerza y sintió que algo se quebraba. La hoja del cuchillo apuntaba hacia arriba.

En ese momento, Lovejoy cayó aullando sobre su propio cuchillo. Se contrajo y rodó de lado, luego aferró el mango y se lo sacó del pecho de un tirón.

Manó la sangre roja de la muerte.

– Araña nunca pierde -musitó Lovejoy en un susurro ronco mirando a Harry con ojos incrédulos-. No puede perder.

Harry inspiró tratando de recobrar el aliento.

– Estás equivocado, Lovejoy. Estábamos destinados a encontrarnos y ha sobrevenido la cita fatídica.

Lovejoy no respondió. Sus ojos se tornaron vidriosos y murió de la misma muerte que había infligido a tantas víctimas. Rodó sobre la plancha y cayó al mar.

Harry oyó que Augusta lo llamaba, pero no tuvo fuerzas para levantarse. Se quedó tendido, exhausto, y escuchó los pasos de su esposa que se aproximaban.

– ¡Harry!

Al sentir agua sobre la cara, abrió los ojos y sonrió; la vio empapada. Llevaba las faldas mojadas y el cabello pegado a la cabeza. El amor y la angustia ardían en sus ojos: nunca le había parecido tan bella.

– ¡Harry! Harry, ¿estás bien? Dime, ¿estás bien? -Se acuclilló junto a él acunándolo contra su cuerpo.

– Estoy bien, mi amor. -Sin importarle la ropa mojada, la abrazó-. Ahora que sé que estás a salvo, estoy bien.

Augusta se apretó a él.

– ¡Dios, estaba aterrada! ¿Cómo te enteraste de lo que pasaba? ¿Cómo adivinaste que me traería a Weymouth? ¿Cómo supiste qué barco pensaba abordar?

Respondió a las preguntas Peter, que en ese momento se acercaba.

– Araña tuvo siempre una suerte endiablada, pero Graystone es capaz de adivinar las intenciones del mismo demonio.

Augusta se estremeció y lanzó una mirada al extremo de la planchada. Lovejoy flotaba boca abajo en el agua.

– Querida, estás helada -dijo Harry. Se levantó y la hizo volverse para que no viese el cadáver-. Tienes que cambiarte de ropa.

La condujo hasta el calor de una taberna cercana.


Augusta, Harry y Peter regresaron a Graystone a última hora de la tarde y los habitantes de la casa corrieron a recibirlos. Los criados, con amplias sonrisas, se decían unos a otros que ya sabían que el amo rescataría a la señora.

Clarissa Fleming resplandecía de alivio en lo alto de la escalera mientras Meredith corría al encuentro de sus padres.

– ¡Mamá, estás a salvo! Sabía que papá te salvaría: él me lo dijo. -Meredith rodeó a Augusta con los brazos y la estrechó con fuerza-. ¡Oh, mamá, qué valiente eres!

– Tú también, Meredith -dijo Augusta, sonriendo-. Nunca olvidaré lo valiente que fuiste cuando te encontré en la cabaña. No lloraste, ¿verdad?

Con el rostro oculto en la falda de Augusta, Meredith hizo un gesto vehemente de negación.

– En ese momento, no. Pero lloré después, cuando la señorita Ballinger me trajo aquí y me di cuenta que tú no nos seguías.

– En ese momento, no sabía qué hacer -dijo Claudia, la mano enlazada en la de Peter-. Oí el disparo y me desesperé. No podía volver sin poner en peligro a Meredith, de modo que seguí adelante. Cuando llegamos a casa, Graystone y Peter acudían también aquí por su lado y enseguida adivinaron que Lovejoy se dirigía a Weymouth.

– Cuando comprendimos que era tarde para arrancarte de sus garras, dedujimos que era Weymouth el lugar adonde debíamos dirigirnos -explicó Harry-. Cabalgamos directamente y llegamos antes. Una vez allí, buscamos el Lucy Ann.

– Es un viejo barco contrabandista -dijo Peter-. Al parecer, el capitán había trabajado con Araña durante la guerra. Lo convencimos de que nos permitiera utilizar el barco durante unas horas.

– ¿Lo convencisteis? -Claudia sonrió incrédula.

– Graystone utilizó la lógica con él y el hombre vio la luz de la razón -dijo Peter, sin inmutarse-. Tu primo Richard guardaba información sobre Araña en el poema en clave. La noche que lo mataron quería entregárselo a las autoridades británicas.


– Peter tenía razón -decía Harry después-. Soy bueno con la lógica.

Augusta sonrió. Estaba tendida en brazos de su marido, a oscuras, en la cama. Se sentía tibia, segura y querida. Por fin había llegado al hogar.

– Sí, Harry, todo el mundo lo sabe.

– Sin embargo, no soy demasiado inteligente respecto a otras cosas. -Apretó el brazo con que la rodeaba y la acercó más a él-. Por ejemplo, no fui capaz de darme cuenta de que hubiera encontrado el amor.

– ¡Harry! -Augusta se apoyó sobre un codo y lo miró a los ojos-. ¿Estás diciendo que estabas enamorado de mí desde el principio?

La boca de Harry esbozó una sonrisa lenta y traviesa que hizo estremecerse a Augusta.

– Eso mismo. De lo contrario, mi irracional comportamiento durante nuestro compromiso y con el matrimonio no tendría ninguna explicación.

Augusta apretó los labios.

– Sí, es un modo de decirlo. ¡Oh, Harry, esta noche soy muy feliz!

– Eso me deleita más de lo que puedo expresar, mi amor. He descubierto que mi felicidad está ligada a la tuya para siempre. -La besó con suavidad en la boca y luego se puso serio y la observó-. Hoy arriesgaste tu vida para salvar a Meredith.

– Es mi hija.

– Y tú guardas una lealtad feroz a los miembros de tu familia, ¿no es así? -Sonrió y le pasó las manos por el cabello-. Mi pequeña tigresa…

– Harry, es magnífico volver a tener una familia.

– Antes de salir de Londres, me dijiste que Meredith era mi gran debilidad, pero estabas equivocada. Tú eres mi gran debilidad: te amo, Augusta.

– Y yo te amo a ti, Harry, con todo el corazón.

Harry hurgó con su mano en la nuca y el cabello de Augusta se derramó sobre su brazo mientras volvía a besarla.


A la mañana siguiente, Harry se despertó de golpe al sentir que su esposa saltaba de la cama y buscaba el orinal.

– Discúlpame -le dijo Augusta, inclinándose sobre el recipiente-. Me siento mal.

Harry se levantó y le sostuvo la cabeza.

– Deben ser nervios, sin duda -afirmó el conde cuando su esposa terminó de vomitar-. Creo que ayer fue un día demasiado agitado. Deberías pasar el día en cama, querida.

– No son nervios -protestó Augusta mientras se limpiaba la cara con un paño húmedo-. Ningún Ballinger de Northumberland ha enfermado de nervios.

– Bueno, en ese caso -dijo Harry con calma- debes de estar embarazada.

– ¡Buen Dios! -Augusta se sentó de golpe al borde de la cama y lo miró perpleja-. ¿Será posible?

– Yo diría que constituye una buena posibilidad -le aseguró Harry, satisfecho.

Augusta reflexionó unos momentos y luego sonrió, radiante.

– Creo que la combinación de la sangre de los Ballinger de Northumberland y la de los condes de Graystone resultará interesante. ¿Qué opinas tú?

Harry rió.

– Sin duda, mi amor.

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