PRIMERA PARTE

1

El oro subió un dos por ciento la mañana en que la vida de Benjamín Raab empezó a venirse abajo.

Estaba reclinado en el escritorio; contemplando la calle Cuarenta y siete, disfrutando de la gran comodidad de su despacho, que se elevaba muy por encima de la avenida de las Américas, con la cabeza ladeada y el teléfono sujeto entre la oreja y cuello.

– Sigo esperando, Raj…

Raab tenía en sus manos un contrato de compra al contado de dos mil libras de oro. Más de un millón de dólares. Los indios eran sus mayores clientes, uno de los principales exportadores de joyas del mundo. «Un dos por ciento.» Raab comprobó la pantalla Quotron. Eso eran treinta mil dólares. «Antes de comer.»

– Vamos, Raj -lo presionó Raab-. Mi hija se casa esta tarde y si puedo, me gustaría llegar a tiempo.

– ¿Que Katie se casa? -El indio parecía dolido-. Ben, en ningún momento me has dicho…

– Sólo es un modo de hablar, Raj. Si Katie se casara, allí estarías tú. Pero, Raj, vamos, que estamos hablando de oro, no de pastrami. No se pudre.

A eso se dedicaba Raab. Comerciaba con oro. Hacía dos décadas que tenía su propia empresa de comercio internacional, cerca del distrito de los diamantes de Nueva York. Había empezado unos años antes, comprando las mercancías almacenadas de las joyerías familiares que cerraban. Ahora suministraba oro a la mitad de los comerciantes de la calle. Y también a varios de los mayores exportadores de joyas del globo.

En el sector, todo el mundo lo conocía. No podía sentarse en un reservado y llevarse a la boca su sándwich de pavo del Gotham Deli de la esquina sin que algún fornido judío ultraortodoxo le avasallase para hablarle de no se sabe qué deslumbrante nueva piedra que vendía (aunque siempre censuraran que él, siendo sefardí, ni siquiera fuera uno de los suyos). Y cuando no era eso, era uno de los mensajeros puertorriqueños que entregaban los contratos dándole las gracias por las flores que había enviado a su boda. O los chinos, tratando de garantizarse unos dólares en algún asunto de divisas. O los australianos, tentándolo con bloques sin cortar de piedras de calidad industrial.

«He tenido suerte», decía siempre Raab. Tenía una esposa que lo adoraba, tres hijos encantadores de los que se sentía orgulloso, su casa en Larchmont -mucho más que una casa- con vistas al estrecho de Long Island y el Ferrari 585, con el que una vez había corrido en Lime Rock, aparcado en un lugar privilegiado del garaje de cinco plazas. Por no hablar del palco en el estadio de los Yankees y las entradas para ver a los Knicks: abajo, en el Garden, justo detrás del banquillo.

Betsy, su ayudante desde hacía más de veinte años, entró llevando una bandeja con una ensalada del chef y una servilleta de tela, la mejor protección frente a la propensión de Raab a mancharse de aceite las corbatas de Hermés. Betsy puso los ojos en blanco.

– ¿Raj i, todavía…?

Benjamin se encogió de hombros al tiempo que atraía la mirada de ella hacia su bloc, donde ya tenía apuntada la cifra: 648,50 dólares. Sabía que este comprador lo aceptaría. Raj siempre lo hacía; llevaban ya años representando este vodevil. Pero ¿es que siempre tenía que alargar tanto la comedia?

– De acuerdo, amigo mío -suspiró finalmente el comprador indio, rindiéndose-. Trato hecho.

– Uf, Raj -resopló Raab fingiendo alivio-. Los del Financial Times están aquí fuera, esperando la exclusiva.

El indio también se echó a reír y cerraron el trato: 648,50 dólares, tal como había escrito.

Betsy sonrió.

– Siempre dice lo mismo, ¿no? -comentó mientras cambiaba el contrato manuscrito por dos folletos de viajes, que dejó junto a la bandeja.

Raab se metió la servilleta por el cuello de su camisa a rayas de Thomas Pink.

– Quince años.

Era imposible entrar en el abarrotado despacho de Raab y no reparar en las paredes y aparadores repletos de fotografías de Sharon, su mujer; de sus hijos: Kate, la mayor, licenciada por la Universidad de Brown; Emily, de dieciséis años, que jugaba en la liga nacional de squash; y Justin, dos años menor; y todos los fabulosos viajes que habían hecho en familia a lo largo de los años.

En la villa de la Toscana. De safari en Kenia. Esquiando en Courchevel, en los Alpes franceses. Ben vestido de piloto con Richard Petty en la escuela de conducción de Porsche.

Y eso es lo que hizo durante el almuerzo: planear su próximo gran viaje, el mejor de todos. Machu Picchu, los Andes y luego una fantástica ruta a pie por la Patagonia. Pronto cumplirían veinticinco años de casados. La Patagonia siempre había sido uno de los sueños de Sharon.

– En mi próxima vida -sonrió Betsy al tiempo que cerraba la puerta del despacho-, me aseguraré de volver como uno de tus hijos.

– En mi próxima vida -respondió Raab-, yo también.

De repente se oyó un gran estrépito fuera, en la oficina. Al principio Raab creyó que se trataba de una explosión o de ladrones. Pensó en hacer sonar la alarma. Se oían voces fuertes y desconocidas que repartían órdenes a gritos.

Betsy volvió a entrar corriendo, con el pánico reflejado en el semblante. Un paso por detrás de ella, se abrieron camino dos hombres vestidos con traje y cazadora azul marino.

– ¿Benjamín Raab?

– Sí… -Se levantó y miró de frente al hombre alto y medio calvo que se había dirigido a él y parecía estar al mando-. No pueden entrar aquí a empujones, así sin más. ¿Qué diablos pasa?

– Pasa, señor Raab -le contestó arrojando sobre la mesa un documento doblado-, que tenemos una orden de detención contra usted de un juez federal.

– ¿Detención…? -De repente había gente con placas del FBI por todas partes. Habían reunido a todos los empleados y les estaban ordenando desalojar la oficina-. ¿Y de qué demonios se me acusa?

– Blanqueo de dinero, cooperación e instigación a actividades delictivas, y conspiración para estafar al gobierno de Estados Unidos -leyó en voz alta el agente-. ¿Qué me dice, señor Raab? Nos incautaremos del contenido de esta oficina como prueba material para el caso.

– ¿Cómo?

Antes de que alcanzara a pronunciar otra palabra, el segundo agente, un joven hispano, lo obligó a volverse, le juntó bruscamente los brazos a la espalda y lo esposó delante de toda la oficina.

– ¡Esto es un disparate! -exclamó Raab retorciéndose y tratando de mirar al policía a la cara.

– Ya lo creo -rió el agente hispano. Le arrebató de las manos los folletos de viajes-. Lástima -dijo guiñando un ojo y volviéndolos a tirar sobre el escritorio-. Tenía muy buena pinta ese viaje.

2

– Mira estos pequeñines -murmuró Kate Raab, mientras observaba detenidamente por el potente microscopio Siemens.

Tina O'Hearn, su compañera de laboratorio, se inclinó sobre el aparato.

– ¡Caray!

En medio de la reluciente luminiscencia que creaba la lente de alta resolución se veían dos células ampliadas y resplandecientes. Una era el linfocito, el glóbulo blanco defectuoso con un anillo de partículas peludas que sobresalía por su membrana. La otra célula era más fina, con forma de garabato y un gran punto blanco en el centro.

– Es el chico Alfa -dijo Kate, corrigiendo poco a poco el aumento-. Los llamamos Tristán e Isolda. Fue idea de Packer. -Cogió una minúscula sonda metálica del mostrador-. Y ahora mira esto…

Cuando Kate lo pinchó, Tristán se abrió paso hacia el linfocito más denso. El glóbulo defectuoso se resistía, pero la célula con forma de garabato volvía una y otra vez, como si buscara un punto débil en la membrana del linfocito. Como si atacara.

– A mí me parecen más bien Nick y Jessica -rió Tina, inclinada sobre la lente.

– Fíjate.

Como si la hubiera oído, la célula con forma de garabato daba la impresión de estar explorando los bordes peludos del glóbulo blanco hasta que las dos jóvenes presenciaron cómo la membrana atacante parecía penetrar en la de su presa y ambas se fusionaban en una sola célula más grande, con un punto blanco en el centro.

Tina levantó la vista.

– ¡Ay!

– Quien bien te quiere te hará llorar, ¿verdad? Es una línea progenitiva de células madre -explicó Kate, levantando la vista del microscopio-. El glóbulo blanco es un linfoblasto, lo que Packer llama el «leucocito asesino». Es el agente patógeno de la leucemia. La semana que viene veremos lo que pasa en una solución plasmática similar a la sangre. Voy a anotar los resultados.

– ¿Haces esto todo el día? -dijo Tina frunciendo el ceño.

Kate soltó una risita. Bienvenida a la vida en la placa de Petri [2].

– Todo el año.

Kate llevaba ocho meses trabajando como investigadora en la Facultad de Medicina Albert Einstein del Bronx para el doctor Grant Packer, cuya labor sobre la leucemia citogenética empezaba a dar de qué hablar en los círculos médicos. Estaba becada por la Universidad de Brown, donde ella y Tina habían sido compañeras de laboratorio en el último curso.

Kate había sido buena estudiante, pero no una «empollona», como recalcaba siempre: tenía veintitrés años y le gustaba pasarlo bien, probar restaurantes nuevos e ir a discotecas; desde los doce años hacía snowboard mejor que casi todos los chavales y tenía un novio, Greg, que llevaba dos años de médico interino en el Centro Médico de la Universidad de Nueva York. Se pasaba casi todo el día inclinada sobre un microscopio, anotando datos o trasladándolos a ficheros digitales, pero ella y Greg -cuando conseguían verse- siempre bromeaban diciendo que con una rata de laboratorio en su relación ya era suficiente. Aun así, a Kate le encantaba su trabajo. Packer empezaba a destacar en el seno de la comunidad científica y Kate tenía que reconocer que trabajar con él era la mejor opción que se le había presentado en mucho tiempo.

Además, Kate creía que su verdadera marca distintiva consistía en el hecho de ser la única persona que conocía capaz de recitar el Ten Stages of Cellular Development de Cleary y que además tuviese un tatuaje de la doble hélice del ADN en el trasero.

– Citosis fagocítica -explicó Kate-. Mola bastante la primera vez que lo ves, pero espera a que sean mil veces. Ahora mira lo que pasa.

Se volvieron a inclinar sobre el microscopio doble. Sólo quedaba una célula: Tristán, la más grande y con forma de garabato. El linfoblasto defectuoso casi había desaparecido.

Tina, impresionada, dejó escapar un silbido.

– Eso mismo en modelo vivo es premio Nobel seguro.

– Igual en diez años. Personalmente, me conformaría con una tesina de licenciatura -respondió Kate sonriendo.

En ese momento, su móvil empezó a vibrar. Pensó que sería Greg, a quien le encantaba enviarle fotos divertidas de las visitas, pero al mirar la pantalla sacudió la cabeza y volvió a meterse el móvil en el bolsillo de la bata.

– Madre sólo hay una… -suspiró.

Kate llevó a Tina a la biblioteca, donde había unas mil repeticiones de la línea de células madre en formato digital.

– ¡La obra de mi vida!

Le presentó a Max, la niña de los ojos de Packer: el microscopio citogenético de dos millones de dólares que separaba los cromosomas en las células y hacía posible todo lo demás.

– Antes de que acabe el mes te sentirás como si salieras con él.

Tina lo observó y se encogió de hombros, como dando su aprobación.

– Los he visto peores.

Fue entonces cuando volvió a sonar el móvil de Kate. Lo sacó. Otra vez su madre. En esta ocasión se trataba de un mensaje de texto.

«Kate, ha pasado algo. ¡Llama a casa enseguida!»

Kate se quedó mirando el teléfono. Nunca antes había recibido un mensaje así. No le gustaba cómo sonaban esas palabras. Hizo un repaso mental a las posibilidades… y todas eran malas.

– Perdona, Tina, pero tengo que llamar a casa.

– No te preocupes. Empezaré a darle palique a Max.

Presa de los nervios, Kate marcó el número de la casa de sus padres en Larchmont. Su madre descolgó el teléfono al primer tono. Kate le notó la voz preocupada.

– Kate, es tu padre…

Algo malo había pasado. Se estremeció de miedo. Su padre nunca había estado enfermo; estaba en plena forma. Si tenía un buen día, hasta podía aguantar un partido de squash con Em.

– ¿Qué ha pasado, mamá? ¿Está bien?

– No lo sé… Acaba de llamar su secretaria. Han detenido a tu padre, Kate. ¡Lo ha detenido el FBI!

3

Le quitaron las esposas en el cuartel del FBI de Foley Square, en Lower Manhattan, y lo llevaron a un estrecho cuarto de paredes desnudas donde había una mesa de madera, unas sillas metálicas y un par de carteles de «Se busca» con las esquinas dobladas y sujetos con chinchetas a un tablón de anuncios que colgaba de la pared.

Raab se sentó y clavó la mirada en un pequeño espejo que sabía que era falso, de esos que salen en las series policíacas de la tele. También sabía lo que debía decirles. Lo había ensayado una y otra vez: se trataba de algún error disparatado; él no era más que un hombre de negocios que no había hecho nada malo en toda su vida.

Al cabo de unos veinte minutos se abrió la puerta. Raab se levantó. Entraron los mismos dos agentes que lo habían detenido seguidos de un joven delgado con traje gris y pelo muy corto que puso un maletín sobre la mesa.

– Soy el agente especial al cargo Booth -anunció el agente medio calvo-. Ya conoce al agente especial Ruiz. Le presento al señor Nardozzi. Es del Departamento de Justicia y conoce su caso.

– ¿Mi caso…?.

Raab se obligó a esbozar una sonrisa dubitativa mientras miraba los gruesos expedientes con algo de recelo, sin creerse la palabra que acababa de oír.

– Vamos a hacerle unas cuantas preguntas, señor Raab -empezó el agente hispano, Ruiz-. Vuelva a sentarse, por favor. Le aseguro que será mucho más fácil si contamos con su plena colaboración y se limita a responder sincera y sucintamente.

– Desde luego -asintió Raab, y se volvió a sentar.

– Y vamos a grabarlo, si le parece bien -dijo Ruiz, poniendo una grabadora estándar de casete encima de la mesa-. Es también por su seguridad. En cualquier momento, si lo desea, puede pedir la presencia de un abogado.

– No me hace falta abogado -dijo Raab negando con la cabeza-. No tengo nada que ocultar.

– Eso es bueno, señor Raab -le respondió Ruiz con un guiño afable-. Cuando la gente no tiene nada que ocultar, este tipo de cosas suele salir mejor.

El agente sacó un montón de papeles del expediente y los ordenó de un modo determinado encima de la mesa.

– ¿Ha oído hablar de Paz Export Enterprises, señor Raab? -empezó volviendo la primera página.

– Claro -confirmó Raab-. Es una de mis mayores cuentas.

– ¿Y qué servicio les presta exactamente? -preguntó el agente del FBI.

– Compro oro para ellos; en el mercado abierto. Pertenecen al sector de los artículos de regalo o algo así. Lo envío a un intermediario en nombre suyo.

– ¿Argot Manufacturing? -terció Ruiz volviendo una página de sus notas.

– Sí, Argot. Mire, si se trata de eso…

– Y Argot ¿qué hace con todo el oro que usted les compra? -lo volvió a interrumpir Ruiz.

– No sé. Son fabricantes. Lo transforman en chapado de oro, o lo que les pida Paz.

– Artículos de regalo -dijo Ruiz con cinismo al tiempo que levantaba la vista de sus notas.

Raab le devolvió la mirada.

– Lo que hagan con él es asunto suyo. Yo me limito a comprar el oro para ellos.

– ¿Y cuánto hace que suministra oro a Argot en nombre de Paz? -preguntó el agente especial Booth tomando las riendas del interrogatorio.

– No estoy seguro. Tendría que consultarlo. Puede que seis, ocho años…

– Entre seis y ocho años. -Los agentes se miraron-. Y después de todo ese tiempo, señor Raab, ¿no tiene usted ni idea de qué productos fabrican con el oro que les envía?

Sonaba a pregunta retórica; pero parecían esperar una respuesta.

– Fabrican muchas cosas. -Raab se encogió de hombros-. Para distintos clientes. Joyas. Cosas chapadas en oro, adornos de escritorio, pisapapeles…

– Pues consumen bastante oro -dijo Booth, recorriendo con la mirada una columna de números- para hacer un puñado de adornos de escritorio y pisapapeles, ¿no le parece? El año pasado más de una tonelada. A unos seiscientos cuarenta dólares la onza, eso son más de treinta y un millones de dólares, señor Raab.

La cifra cogió por sorpresa a Raab. Sintió que una gota de sudor le recorría la sien. Se humedeció los labios.

– Ya le he dicho que yo me dedico a las transacciones. Firmamos un contrato y yo lo único que hago es suministrar el oro. Mire, tal vez si me dijeran de qué va todo esto…

Booth le devolvió la mirada como desconcertado, con una sonrisa cínica que a Raab le pareció que ocultaba algo. Ruiz abrió su carpeta y sacó más hojas. Fotografías; en blanco y negro, de veinte por veinticinco. Todo eran imágenes de objetos cotidianos como sujetalibros y pisapapeles y varias herramientas básicas: martillos, destornilladores, azadas…

– ¿Reconoce alguno de estos objetos, señor Raab?

Por primera vez, Raab sintió que el corazón empezaba a disparársele. Negó con la cabeza recelosamente.

– Recibe pagos de Argot, ¿verdad, señor Raab? -Ruiz lo cogió desprevenido-. Sobornos.

– Comisiones -lo corrigió Raab, irritado por el tono de voz del agente.

– Además de sus comisiones. -Ruiz, sin apartar los ojos de él, deslizó otra hoja sobre la mesa-. Las comisiones en el mercado de materias primas rondan el uno y medio, como mucho el dos por ciento, ¿no? Las suyas llegan hasta el seis, incluso el ocho, señor Raab, ¿no es así?

Ruiz no dejaba de observarlo. De pronto, a Raab se le secó la garganta. Se dio cuenta de que estaba jugueteando con los gemelos de oro de Cartier que Sharon le había regalado cuando cumplió los cincuenta y paró en seco. Su mirada iba y venía de uno a otro agente, tratando de adivinar lo que tenían en mente.

– Como ha dicho, usan bastante oro -respondió-. Pero lo que hagan con él no es asunto mío. Yo me limito a suministrárselo.

– Lo que hacen con él -la voz del agente Booth se volvió firme, estaba perdiendo la paciencia- es exportarlo, señor Raab. Esos artículos de regalo, como usted los llama, no están hechos de acero o latón ni chapados en oro. Son sólidos lingotes de oro, señor Raab. Están pintados y tratados para que parezcan objetos cotidianos, como sospecho que sabrá. ¿Tiene idea de dónde acaban estos artículos, señor Raab?

– En algún lugar de Sudamérica, creo. -Raab trató de recobrar la voz, agarrotada en lo más profundo de su garganta-. Ya se lo he dicho, me limito a comprar el oro para ellos. No sé si acabo de entender lo que pasa.

– Pasa, señor Raab -Booth le miró a los ojos- que ya tiene un pie metido en un buen montón de mierda y nos gustaría saber si también tiene el otro. Dice que lleva trabajando con Argot entre seis y ocho años. ¿Sabe de quién es la empresa?

– De Harold Kornreich -respondió Raab, más convencido-. Conozco bien a Harold.

– Entendido. ¿Y qué hay de Paz? ¿Sabe quién está al frente?

– Creo que se llama Spessa o algo así. Victor. Nos hemos visto unas cuantas veces.

– Pues Victor Spessa, cuyo verdadero nombre es Victor Concerga -Ruiz le acercó una de las fotos-, no es más que socio ejecutivo de Paz. Los estatutos, que el agente Ruiz le está mostrando ahora mismo, son de una sociedad de las Islas Caimán, la BKA Investments, Limited. -Ruiz esparció unas cuantas fotos más sobre la mesa. Fotos de vigilancia de hombres con inconfundible aspecto hispano-. ¿Le suena alguna de estas caras, señor Raab?

Entonces Raab empezó a preocuparse de verdad. Una gota de sudor frío le recorrió lentamente la espalda. Cogió las fotos, las miró de cerca, una por una. Negó con la cabeza, temblando.

– No.

– Victor Concerga. Ramón Ramírez. Luis Trujillo -fue enumerando el agente del FBI que llevaba la batuta-. Estos individuos constan como los principales directivos de BKA, consignataria de los objetos cotidianos en que se convierte su oro. Trujillo -agregó Ruiz empujando hacia Raab una foto donde aparecía un hombre bajo y fornido con traje subiendo a un Mercedes- es uno de los gestores más importantes de la familia Mercado, del cártel colombiano.

– ¡Colombia! -repitió Raab, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

– Y vamos a hablar claro, señor Raab. -El agente Ruiz le guiñó el ojo-. No se trata precisamente de aficionados.

Raab lo miraba fijamente, boquiabierto.

– El oro que usted, señor Raab, compra para Paz, se funde y moldea en objetos caseros de uso común, luego se enchapa o se pinta y se devuelve a Colombia, donde se convierte de nuevo en lingotes. Paz no es más que una tapadera; pertenece en su totalidad al cártel de Mercado. El dinero que le pagan a usted por sus… «transacciones», como usted las llama, procede del negocio del tráfico de estupefacientes. El oro que usted suministra -continuó el agente, abriendo más los ojos- es el modo en que lo envían a su país.

– ¡No! -Raab se levantó de un salto, esta vez con la mirada ardiente y desafiante-. No tengo nada que ver con eso. Lo juro. Suministro oro. Nada más. Tengo un contrato. Victor Concerga vino a mí, como muchos otros. Si lo que pretende es asustarme, muy bien, ya lo ha conseguido. ¡Le ha salido bien! Pero colombianos… Mercado… -Negó con la cabeza-. De eso nada. ¿Qué demonios se ha creído que está pasando aquí?

Booth se limitó a frotarse la mandíbula, como si no hubiera oído ni una palabra de lo que había dicho Raab.

– Cuando vino a verle el señor Concerga, señor Raab, ¿qué fue lo que dijo que quería hacer exactamente?

– Dijo que necesitaba comprar oro, que quería fabricar con él ciertos objetos.

– ¿Y cómo es que para hacerlo primero se lo presentó a Argot Manufacturing?

Raab retrocedió. Ahora veía muy claro adónde iba a parar todo aquello. Argot pertenecía a su amigo, Harold. Él los había presentado.

Y hacía años que Raab recibía un pago generoso como artífice del trato.

Fue entonces cuando Nardozzi, el letrado del Departamento de Justicia que hasta entonces se había mantenido en silencio, se inclinó hacia delante y dijo:

– Entiende el concepto de blanqueo de dinero, ¿no es verdad, señor Raab?

4

Raab se sentía como si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago. Se puso completamente pálido.

– ¡No sabía nada! -exclamó. De repente, el sudor había empezado a empaparle la camisa por detrás-. Está bien, acep… acepté pagos de Argot -tartamudeó-. Era más bien una comisión, no un soborno. No era más que un intermediario; es una práctica habitual. Pero juro que no tenía ni idea de lo que hacían con el oro. Esto es de locos. -Buscó una mirada comprensiva en los rostros de los agentes-. Hace veinte años que me dedico a esto…

– Veinte años. -Ruiz cruzó las manos sobre el vientre y se inclinó hacia atrás-. En algún momento volveremos sobre esa cifra. Pero de momento… ¿dice que Concerga lo vino a ver primero?

– Sí. Dijo que quería fabricar artículos de oro -asintió Raab-, que yo constaría como su agente si encontraba a alguien, que sería muy lucrativo. Lo puse en contacto con Harold. Ni siquiera había oído hablar de BKA Investments. Ni de Trujillo. Harold es un buen hombre; lo conozco desde que empezamos a dedicarnos a esto. Necesitaba trabajo y punto.

– Conoce la ley RICO, ¿verdad, señor Raab? -El fiscal federal abrió su maletín-. ¿O la ley antiterrorista, la Patriot Act?

– RICO… -Raab palideció-. Eso es para mafiosos. ¿La ley antiterrorista? ¿Quién demonios se cree que soy?

– Según la ley RICO, tener conocimiento de la existencia de una empresa delictiva o de una pauta de comportamiento que sugiera participación en una constituye por sí mismo un delito grave, y su papel como agente en el acuerdo entre Paz y Argot, por no hablar del torrente de pagos ilícitos que ha recibido de ellos durante varios años, lo deja bien claro.

– Permítame recordarle también, señor Raab, que, desde 2001, según la ley antiterrorista, es ilegal no declarar los cheques por un valor de más de veinte mil dólares procedentes de cualquier entidad extranjera.

– ¿La ley antiterrorista? -A Raab se le había disparado la rodilla arriba y abajo, como un martillo neumático-. ¿De qué demonios me hablan?

– De lo que hablamos -interrumpió el agente especial Booth, rascándose con indiferencia los cortos cabellos pelirrojos de la sien- es de que la ha cagado a base de bien, señor Raab (disculpe mi falta de delicadeza), y ahora mismo, más le valdría empezar a pensar en cómo salir de ésta.

– ¿Salir de ésta?

Raab sintió el calor de la sala bajo el cuello de la camisa. Por un momento, vio a Sharon y los niños. ¿Cómo reaccionarían? ¿Cómo iba tan siquiera a comenzar a explicar…? Sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas.

– No tiene muy buena cara, señor Raab -dijo el agente Ruiz, como si le preocupara.

Se levantó y le sirvió un vaso de agua.

Raab dejó caer la frente entre las manos.

– Creo que ahora necesito a mi abogado.

– Oh, no le hace falta abogado. -El agente al cargo Booth lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos-. Para salir de ésta, lo que le hace falta es todo el puto Departamento de Justicia.

Ruiz volvió a la mesa y alargó el agua a Raab.

– Naturalmente, tal vez todavía haya un modo de que salve el pellejo.

Raab se pasó las manos por el cabello. Bebió un sorbo de agua y se refrescó la frente.

– ¿Un modo?

– Sí, un modo de que no se pase los próximos veinte años en una prisión federal -respondió Booth, sin esbozar ni una sonrisa.

Raab sintió una punzada de dolor en el estómago. Tomó otro sorbo de agua, conteniendo una mezcla de mucosidad y lágrimas calientes.

– ¿Cómo?

– Concerga, señor Raab. Concerga lleva hasta Ramírez y hasta Trujillo. Ya lo ha visto en las películas; aquí también funciona así. Usted nos ayuda a subir peldaños y nosotros encontramos la manera de hacer desaparecer las cosas. Naturalmente, como comprenderá -añadió el agente del FBI, meciéndose hacia atrás y encogiendo los hombros con indiferencia-, su amiguito Harold Kornreich también entra en el lote.

Raab se quedó mirándolo fijamente sin comprender. Harold era amigo suyo. Él y Audrey habían asistido al bar mitzvah de Justin. Acababan de admitir en Middlebury a su hijo Tim. Raab negó con la cabeza.

– Hace veinte años que conozco a Harold Kornreich.

– El ya está acabado, señor Raab -respondió Booth, poniendo los ojos en blanco-. No querrá que le hagamos las mismas preguntas que le hemos hecho a usted sobre él.

Ruiz rodeó la mesa sin levantarse de la silla con ruedas en que estaba sentado y la acercó a Raab, como si fueran colegas.

– Vive usted bien, señor Raab. En lo que debe pensar es en cómo conseguir que eso no cambie. He visto las fotos que tiene en el despacho. No sé qué tal le sentarían veinte años en una prisión federal a una familia tan agradable como la suya.

– ¡Veinte años!

Ruiz se echó a reír.

– ¿Lo ve? Ya le he dicho que volveríamos sobre esa cifra.

A Raab se le hinchó el pecho de ira. Se levantó de un salto, y esta vez lo dejaron. Fue hasta la pared y empezó a golpearla con el puño; luego se detuvo. Se volvió de nuevo.

– ¿Por qué me hacen esto? Lo único que hice fue presentar a dos personas. La mitad de los que trabajan en la Sexta Avenida habría hecho lo mismo, joder. Me ponen la ley antiterrorista delante de las narices, me proponen que incrimine a mis amigos… Yo sólo compré el oro. ¿Quién demonios se creen que soy?

No dijeron nada. Si limitaron a esperar a que Raab volviera lentamente a la mesa. Le escocían los ojos; se dejó caer en la silla y se los secó con las palmas de las manos.

– Tengo que hablar con mi abogado ahora.

– Si usted quiere que lo representen, es su decisión -respondió Ruiz-. Sea como sea, está perdido, señor Raab. Lo mejor que puede hacer es hablar con nosotros y acabar con esto. Pero antes de hacer esa llamada, hay una última cosa a la que tal vez le gustaría echar un vistazo.

– ¿Y qué es? -preguntó Raab fulminándolo con la mirada, cada vez más y más frustrado.

El agente del FBI sacó otra foto del expediente y la deslizó al otro lado de la mesa.

– ¿Y esta cara, señor Raab? ¿Le suena?

Raab la cogió. Se quedó mirándola, casi con respeto, y palideció.

Ruiz empezó a mostrar una serie de fotos. De vigilancia, como antes. Sólo que esta vez eran de él. Junto a un hombre bajo y fornido de bigote fino, medio calvo. Una la habían hecho a través de la ventana de su propio despacho, desde el otro lado de la calle. En otra estaban los dos en el China Grill, almorzando. A Raab se le cayó el alma a los pies.

– Ivan Berroa -murmuró, mirando la fotografía como alelado.

– Ivan Berroa -asintió el del FBI, reprimiendo una sonrisa.

Justo entonces, se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró otra persona.

Raab abrió los ojos como platos.

Era el hombre de la foto, Berroa; con una ropa con la que Raab nunca lo había visto. No llevaba chaqueta de cuero y vaqueros, sino traje.

Y placa.

– Creo que ya conoce al agente especial Espósito, ¿verdad, señor Raab? Pero si necesita que le refresquen la memoria, siempre podemos poner las grabaciones de sus reuniones, si le parece.

Raab levantó la mirada, con el semblante pálido. Lo habían pillado. La había jodido.

– Como le hemos dicho al principio -dijo el agente Ruiz, empezando a recoger las fotos con una sonrisita-, este tipo de cosas suele salir mejor cuando la gente no tiene nada que ocultar.

5

Kate por poco pierde el tren de las 12.10 en Fordham para ir a casa de sus padres en Larchmont. Se metió en el último vagón cuando las puertas estaban a punto de cerrarse.

No alcanzó más que a coger unos cuantos enseres personales y, por el camino, dejar un críptico mensaje para Greg.

– Ha pasado algo con Ben. Voy para casa. Te avisaré cuando sepa algo más.

Hasta que el tren no hubo salido de la estación y Kate se enfrentó al vacío del vagón propio de aquella hora del día, no cayó en la cuenta -o, mejor dicho, se estrelló en la cuenta- de lo que había dicho su madre.

El FBI había detenido a su padre.

Si no le hubiera notado el pánico en la voz, habría creído que se trataba de alguna broma. Blanqueo de dinero, conspiración… Era un disparate. Su padre era una de las personas más íntegras que conocía.

Claro que de vez en cuando se las arreglaba para llevarse alguna comisión, o cargaba alguna que otra comida familiar en la cuenta de la empresa o amañaba algún que otro impuesto… Todo el mundo lo hacía.

Pero la ley RICO… instigación a actividades empresariales delictivas… el FBI… No tenía ni pies ni cabeza. Conocía a su padre; sabía qué clase de hombre era. De ninguna manera podía…

Kate compró el billete al revisor y luego apoyó la cabeza en la ventana, tratando de recobrar el aliento.

Su padre siempre decía que para él la reputación lo era todo. En ella se basaba su negocio. No disponía de comerciales, ni de un elaborado programa de arbitraje ni de un cuarto trasero repleto de vendedores reventándose a trabajar. Se tenía a sí mismo. Tenía sus contactos, sus años en el sector. Tenía su reputación. ¿Qué podía contar más que su palabra?

Kate recordaba que una vez se había negado a gestionar una gran operación inmobiliaria -una cifra que alcanzaba los siete ceros-, sólo porque el albacea se la había ofrecido también a un competidor amistoso de la misma calle y a papá no le hacía gracia que pareciera que había negociado en contra de su amigo para llevarse el encargo.

Y en otra ocasión había aceptado, al cabo de dos años, la devolución de un diamante de ocho quilates de una venta privada en la que había ejercido de agente. Sólo porque algún tasador sinvergüenza que el comprador había conocido más tarde insistía en que la piedra estaba algo gastada. Una venta de siete cifras. ¿Gastada? Hasta Em y Justin le dijeron que era una locura. ¡La piedra era la misma! Lo que pasaba es que aquella mujer ya no la quería.

El tren de la línea Metro-North pasó traqueteando por delante de las obras del Bronx. Kate se encogió en el asiento. Estaba preocupada por él, por cómo debía de sentirse. Cerró los ojos.

Era la mayor, por seis años. ¿Cuántas veces le había dicho su padre el vínculo especial que eso creaba entre ellos? «Es nuestro secretillo, corazón.» Hasta tenían su propio saludo personal. Lo habían visto en alguna película y con él se habían quedado: un gesto con el dedo.

Ella era algo distinta del resto de la familia. Tenía los ojos grandes y era guapa; todo el mundo le decía siempre que se parecía a Natalie Portman. El cabello, castaño claro, le llegaba a los hombros. El resto de los miembros de la familia eran más gruesos, y morenos. Y esos profundos ojos verdes… ¿de dónde salían? «Esos cromosomas majaras -explicaba siempre Kate-. Ya sabes, el Y dominante-recesivo, que salta una generación.»

– Guapa -le decía su padre tomándole el pelo-; no entiendo cómo has salido tan lista.

Apoyada en el cristal, Kate pensó en cuántas veces había acudido en su ayuda.

En ayuda de todos.

En cómo salía antes del trabajo para ir a casa y llegar a tiempo a sus partidos de fútbol del instituto. En una ocasión incluso adelantó un día un vuelo de vuelta de Asia, cuando su equipo llegó a las finales del distrito. O cómo conducía por todo el nordeste para asistir a los torneos de squash de Emily -estaba clasificada entre las primeras del campeonato de alevines del condado de Westchester- y lograba aplacarla cuando ese famoso temperamento suyo alcanzaba sus máximas cotas al perder un partido difícil.

O los tiempos de Brown, después de que Kate enfermara, cuando ella empezó con lo del remo y él conducía hasta allí los fines de semana para verla remar.

Kate siempre había creído que su padre era un tipo entregado a su familia porque en su juventud él no había disfrutado mucho de la suya. Su madre, Rosa, había llegado de España cuando él era niño. Su padre había muerto allí, de un accidente con un tranvía o algo así. Lo cierto es que Kate nunca había sabido gran cosa de él. Y su madre también había muerto joven, cuando él empezaba a pagarse los estudios en la Universidad de Nueva York. Todo el mundo admiraba a su padre: en el club, en su empresa, sus amigos… Por eso aquello no tenía ni pies ni cabeza.

«¿Qué coño has hecho, papá?»

De pronto, Kate empezó a sentir como si le estallara la cabeza. Notó la familiar sensación de presión atravesándole los ojos, la sequedad en la garganta seguida de un repentino cansancio.

«Mierda.»

Sabía qué podía venir después. Siempre le pasaba con la tensión. Le bastó un segundo para reconocer los síntomas.

Revolvió el bolso en busca del Accu-Chek, su medidor sanguíneo. Se la habían diagnosticado a los diecisiete años, en el último curso del instituto: Diabetes. Tipo 1. Así como suena.

Al principio Kate se había deprimido un poco. Su vida cambió radicalmente. Tuvo que dejar de jugar a fútbol. No se presentó a las pruebas de acceso a la universidad. Los sábados por la noche, cuando todo el mundo salía a comer una pizza o de fiesta, ella tenía que controlar estrictamente su dieta.

Y una vez incluso había caído en un coma hipoglucémico. Estaba en la cafetería del instituto empollando para un examen cuando los dedos se le empezaron a entumecer y se le cayó el bolígrafo de la mano. Kate no sabía qué le pasaba. Empezó a ver las caras algo borrosas; trató de gritar «¿Qué demonios pasa?».

Lo siguiente que recordaba era que se había despertado en el hospital al cabo de dos días, enganchada a lo que debía de ser una docena de monitores y tubos. De eso ya hacía seis años. En este tiempo había aprendido a lidiar con ello, aunque aún tenía que pincharse dos veces al día.

Kate se clavó la aguja del Accu-Chek en el índice. El instrumento digital marcaba 282. Lo normal en ella era unos 90. Madre mía, estaba por las nubes.

Hurgó en el monedero hasta encontrar el kit. Siempre tenía uno de recambio en el frigorífico del laboratorio. Sacó una jeringuilla y el frasco de Humulin. El vagón del tren no estaba abarrotado; no había ninguna razón para no hacerlo ahí mismo. Levantó la jeringuilla y la introdujo en la insulina, extrayendo el aire: 18 unidades. Kate se arremangó el jersey. Para ella era pura rutina. Llevaba seis años haciéndolo dos veces al día.

Se clavó la aguja en la parte blanda del vientre, bajo el tórax. Apretó suavemente.

Qué lejos parecía ahora aquella inquietud inicial sobre lo que implicaba vivir con diabetes. Había entrado en Brown. Se había centrado en otra cosa, había empezado a pensar en la biología. Y allí empezó a remar. Al principio sólo para hacer ejercicio pero con el tiempo, remar imprimió a su vida un nuevo sentido de la disciplina. En tercero -aunque sólo medía 1,65 y apenas pesaba 52 kilos- había quedado segunda en la liga All-Ivy de individuales.

De eso iba su pequeño gesto con el dedo. Aquel símbolo entre ellos. «Em tiene ese carácter suyo -le decía siempre su padre guiñándole el ojo-, pero tú sí que tienes una verdadera lucha interior.»

Kate tomó un trago de agua de una botella y sintió que empezaba a recobrar las fuerzas.

El tren llegaba a Larchmont. Empezó a aminorar la marcha y entró en la estación de ladrillo rojo.

Kate volvió a meter el kit en el bolso. Se levantó, se colgó la cartera del hombro y esperó delante de las puertas.

Nunca lo había olvidado; ni un solo día, ni un solo instante: al abrir los ojos en el hospital tras dos días en coma, el primer rostro que había visto fue el de su padre.

«Ben lo arreglará»; Kate lo sabía. Como siempre. Él se encargaría. Tanto daba qué demonios hubiera hecho. Estaba segura.

Ahora bien, su madre… Suspiró al divisar el Lexus plateado que aguardaba en la esquina cuando el tren se detuvo en la estación.

Eso ya era harina de otro costal.

6

Esa tarde a Raab, instalado en el asiento trasero de la limusina Lincoln negra que su abogado, Mel Kipstein, había conseguido, el viaje de vuelta a Westchester se le hizo largo y pesado.

Una hora antes había comparecido ante la juez Muriel Saperstein en los juzgados de Foley Square. Nunca antes se había sentido tan humillado.

El frío fiscal federal que estaba presente en su interrogatorio se había referido a él como el «cerebro criminal» artífice de un plan ilícito merced al cual los señores de la droga colombianos podían llevarse dinero del país. Y también había mencionado que llevaba años sacando provecho de esa empresa conscientemente y que tenía vínculos con conocidos narcotraficantes.

«No -había tenido que reprimirse Raab para no gritar-, no era para nada así.»

Con cada cargo que oía leer a la juez, sentía como si lo atravesara una cuchilla dentada.

«Blanqueo de dinero. Cooperación e instigación a actividades empresariales delictivas. Conspiración para estafar al gobierno de Estados Unidos.»

Tras una breve negociación, durante la que Raab temió que ni siquiera lo dejaran libre, se fijó una fianza de dos millones de dólares.

– Veo que es propietario de una lujosa casa en Westchester, señor Raab -dijo la juez mirándolo con ojos escrutadores por encima de las gafas.

– Sí, Señoría. -Benjamin se encogió de hombros-. Eso creo.

Garabateó algo en un documento que parecía oficial.

– Me temo que ya no.

Al cabo de una hora, él y Mel se dirigían a Westchester por la Interestatal 95. A Sharon sólo le dijo que estaba bien y que se lo explicaría todo cuando llegara.

Mel pensaba que tenían donde agarrarse, sin duda. Debía de haber una razón para que le hubieran tendido esa trampa. Hasta entonces había representado a Raab en cuestiones como disputas contractuales, el alquiler de la oficina y la creación de un fondo para sus hijos. No hacía ni dos semanas que habían quedado segundos en el torneo de golf de socios contra visitantes en el Century.

– Según la ley, tendrías que haberlos ayudado conscientemente, Ben. Pero ese tal Concerga nunca te dijo lo que pretendía hacer con el oro, ¿verdad?

Raab negó con la cabeza.

– No.

– ¿Nunca te dijo explícitamente que el dinero que te daba se obtuviera por medios ilícitos?

Raab volvió a negar con la cabeza. Bebió un largo trago de una botella de agua.

– Pues si no lo sabías es que no lo sabías, ¿entendido, Ben? Lo que me dices es una buena cosa. Según la ley RICO, tienes que conspirar con «conocimiento» o «intención». No puedes ser partícipe, aunque los ayudaras o instigaras, si no lo sabías.

Por alguna razón, cuando Mel lo decía sonaba bien. Hasta él mismo se lo creía, casi. Había cometido varios errores de cálculo fundamentales. Había actuado a ciegas, como un estúpido, llevado por la codicia. Sin embargo, nunca había sabido con quién trataba ni qué hacían con el oro. Por la mañana tenían una reunión de seguimiento con el gobierno que seguramente sería decisiva para los siguientes veinte años de su vida.

– Pero esto último, Ben, ese tal Berroa… eso complica las cosas. Eso es malo. Tienen tu voz grabada comentando los mismos planes con un agente del FBI. -Mel se acercó a mirarlo-. Mira, Ben, esto es importante. Hace muchos años que somos amigos. ¿Hay algo que no me estés diciendo que pueda influir en la acusación? ¿Algo que el gobierno pueda saber? Ahora es el momento de contármelo.

Raab miró a Mel a los ojos. Hacía más de diez años que eran amigos.

– No.

– Bueno, en algo tenemos suerte. -El abogado pareció sacarse un peso de encima y tomó unas notas en su bloc-. Tienes suerte de no ser quien de verdad buscan; si no, no habría nada que decir. -Mel se quedó mirándolo un momento y luego se limitó a sacudir la cabeza-. Pero ¿en qué coño estabas pensando, Ben?

Raab dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Veinte años de su vida, al garete…

– No lo sé.

Lo que sí sabía es que lo más duro aún estaba por llegar, y tendría que enfrentarse a ello cuando entrara en casa. Cuando cruzara la puerta y tuviera que explicar a su familia, que había confiado en él y lo había respetado, que, por decirlo en pocas palabras, la suave curva ascendente que había sido su vida en las dos últimas décadas se había desplomado. Que todo aquello con lo que contaban y que daban por sentado había desaparecido.

Él siempre había sido la roca, el sostén de la familia. Un apretón de manos suyo era una garantía. Ahora todo estaba a punto de cambiar.

Raab sintió un nudo en el estómago. ¿Qué pensarían de él? ¿Cómo iban a entenderlo?

El coche tomó la salida 16 de la autopista y se dirigió a través de Palmer a la población de Larchmont. Ésas eran las calles, comercios y mercados que veía cada día.

Mañana todo sería ya de dominio público. Saldría en los periódicos. En el club, en las tiendas del barrio y en la escuela de Em y Justin, no se hablaría de otra cosa.

Raab sintió que se le empezaba a encoger el estómago.

«Algún día lo entenderán -se dijo a sí mismo-. Algún día volverán a verme igual que antes: como marido y sostén; como padre; como la persona que siempre he sido. Y me perdonarán.»

Había entrenado a Emily. Le había dado a Kate la insulina cuando estaba enferma. Había sido un buen marido para Sharon durante todos aquellos años.

Eso no era ninguna mentira.

La limusina torció hacia la avenida Larchmont, en dirección al estrecho. Raab se puso tenso. Las casas empezaron a resultarle familiares. Allí vivían las personas que conocía, los padres de los compañeros de clase de sus hijos.

En Sea Wall la Lincoln giró a la derecha y, tras una corta manzana, con el estrecho justo delante de ellos, llegaron a los grandes pilares de piedra sin labrar y luego a la espaciosa casa Tudor que había al final del camino ajardinado.

Raab soltó un leve suspiro.

Sabía que les había traicionado: su fe, su confianza. Pero ya no había vuelta atrás. Y sabía que no se acabaría con lo de hoy.

Cuando se supiera la verdad, aún los defraudaría más.

– ¿Quieres que entre contigo? -le preguntó Mel apretándole el brazo cuando el coche se detuvo en el camino empedrado.

– No -respondió Raab.

No era más que una casa. Lo importante era quien estaba dentro. Tanto daba lo que él hubiera tenido que hacer, su familia no había sido una mentira.

– Esto tengo que hacerlo solo -añadió.

7

Cuando la limusina negra llegó al camino, Kate estaba en la cocina con su madre y Em.

– ¡Es papá! -gritó Emily, aún vestida con la ropa de squash, y fue directa hacia la puerta.

Kate vio dudar a su madre. Era como si no pudiera moverse o le diera miedo hacerlo; como si la asustara lo que revelaría esa puerta al abrirse.

– No pasará nada, mamá. -Kate la tomó del brazo y la condujo hasta la puerta-. Sea lo que sea, sabes que papá no dejará que pase nada.

Sharon asintió.

Lo vieron descender del coche acompañado de Mel Kipstein, a quien Kate conocía del club. Emily bajó corriendo las escaleras y se arrojó en brazos de su padre.

– ¡Papá!

Raab se quedó quieto un momento, abrazándola, y miró por encima del hombro de su hija pequeña a Kate y a su esposa, de pie en el rellano. Una sombra cenicienta le teñía el semblante. Apenas era capaz de mirarlas.

– ¡Oh, Ben…! -Sharon bajó lentamente las escaleras, con lágrimas en los ojos.

Se abrazaron. Fue un abrazo que expresaba todo el dolor de la angustia y la incertidumbre, el más profundo que Kate recordaba haber presenciado en años.

– Corazón. -El rostro de su padre se iluminó cuando sus ojos se encontraron con los de Kate-. Qué bien que hayas venido.

– Pues claro que he venido, papá.

Kate corrió hasta el camino y también lo rodeó con sus brazos. Apoyó la cabeza en su hombro. No recordaba haber visto antes vergüenza en el semblante de su padre.

– Y tú también, campeón.

Raab alargó la mano en dirección a Justin, que acababa de aparecer a su espalda, y despeinó el enmarañado cabello castaño de su hijo.

– Eh, papá. -Justin se apoyó en él-. ¿Estás bien?

– Sí. -Se esforzó por sonreír-. Ahora sí.

Entraron todos juntos.

Kate nunca había sentido que aquella enorme casa de piedra a la orilla del agua fuera de verdad su hogar. Su «hogar» había sido el rancho más modesto de los años cincuenta donde se había criado, en Harrison, a un par de pueblos de allí. Con su estrecha habitación de la esquina, forrada de pósteres de U2 y Gwyneth Paltrow, el pequeño estanque pantanoso de detrás y el zumbido constante del tráfico que se alejaba por el puente de la carretera de Hutchinson.

Pero Raab había comprado esta casa cuando ella estaba en el último curso del instituto. La casa de sus sueños, con sus grandes ventanas de estilo paladino que daban al estrecho, la gigantesca cocina donde había dos de todo -dos frigoríficos, dos lavaplatos-, la ostentosa sala de cine del sótano que algún tipo de Wall Street había adornado como un palacete, el garaje de cinco plazas…

Se sentaron todos en el salón de altos techos con vigas a la vista. Kate con su madre, delante de la chimenea. Emily se dejó caer en el regazo de su padre, en el sillón de cuero de respaldo alto. Justin optó por la otomana con flecos.

Se produjo un extraño e incómodo silencio.

– De entrada, cuéntanos qué tal te ha ido el día -bromeó Kate, tratando de rebajar la tensión-, ¿o preferís que os cuente cómo me ha ido a mí?

Eso hizo sonreír a su padre.

– Primero, no quiero que ninguno de vosotros se asuste -dijo-. Vais a oír de mí cosas espantosas. Lo más importante es que entendáis que soy inocente. Mel dice que contamos con argumentos sólidos.

– Claro que sabemos que eres inocente, Ben -dijo Sharon-. Pero ¿inocente de qué?

El padre de Kate soltó un suspiro nervioso y dejó con cuidado a Emily en una silla contigua.

– Blanqueo de dinero. Conspiración para estafar. Cooperación e instigación a actividades empresariales delictivas… ¿queréis más?

– Conspiración… -Sharon se quedó boquiabierta-. ¿Conspiración con quién, Ben?

– Lo que dicen, a grandes rasgos -respondió él, entrecruzando los dedos-, es que he suministrado mercancía a personas que acabaron haciendo cosas malas con ella.

– ¿Mercancía? -repitió Emily, sin entender.

– Oro, cariño -resopló Ben.

– ¿Y qué? -Kate se encogió de hombros-. Te dedicas al comercio, ¿no? Es tu trabajo.

– Te aseguro que he tratado de decírselo, pero en este caso tal vez he cometido algunos errores.

Sharon lo miró fijamente.

– ¿A quién le vendiste ese oro, Ben? ¿De qué clase de gente hablamos?

Raab tragó saliva. Acercó un poco su silla a la de ella y le rodeó la mano con las suyas.

– Narcotraficantes, Sharon. Colombianos.

Sharon soltó un grito ahogado, debatiéndose entre la risa y la incredulidad.

– Será una broma, Ben.

– Escucha, no sabía quiénes eran, y lo único que hice fue suministrarles el oro, Sharon, tienes que creerme. Pero hay más. Les presenté a alguien, alguien que transformaba ilegalmente lo que les vendía en cosas como herramientas, sujetalibros, adornos de escritorio… y las pintaba. Para poder mandarlas de vuelta a casa.

– ¿A casa? -Sharon entrecerró los ojos y miró a Kate-. No lo entiendo.

– Fuera del país, Sharon. De vuelta a Colombia.

Sharon Raab se llevó la mano a la mejilla.

– Oh, Dios mío, Ben, ¿qué es lo que has hecho?

– Mira, esta gente vino a verme. -Raab le apretó la mano con la suya-. No sabía quiénes eran ni a qué se dedicaban. Era una empresa exportadora. Hice lo de siempre: les vendí oro…

– Pues no lo entiendo -le interrumpió Kate-. ¿Cómo pueden detenerte por eso?

– Por desgracia, es un poco más complicado, corazón -respondió su padre, volviéndose hacia ella-. Los puse en contacto con alguien que les proporcionaría lo que querían, y también recibí pagos, lo que hace que parezca que estaba metido en el ajo.

– ¿Lo estabas?

– ¿Si estaba qué, Sharon?

– ¿Estabas metido en el ajo?

– Claro que no, Sharon. Yo sólo…

– ¿Y a quién diablos les presentaste, Ben? -Sharon alzó la voz, tensa e inquieta.

Raab se aclaró la garganta y bajó la mirada.

– A Harold Kornreich. A él también lo han detenido.

– Por el amor de Dios, Ben, ¿qué habéis hecho?

Kate sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago. Harold Kornreich era uno de los amigos de su padre: se dedicaban a los mismos negocios, iban juntos a ferias. Él y Audrey habían ido a su bar mitzvah. Parecían el típico caso de dos pardillos metidos en un chanchullo sin comerlo ni beberlo. Sólo que su padre no era precisamente un pardillo. Y había aceptado dinero… de delincuentes. Narcotraficantes. No hacía falta ser ningún experto en la Constitución para darse cuenta de que aquello no se resolvería así como así.

– A ver… no hay nada que demuestre que supiera exactamente lo que se cocía -dijo su padre-. Ni siquiera estoy seguro de que de verdad quieran ir a por mí.

– Entonces ¿qué quieren? -preguntó Sharon, con los ojos muy abiertos y expresión preocupada.

– Lo que quieren es que cante.

– ¿Que cantes?

– Que testifique, Sharon. Contra Harold. Y también contra los colombianos.

– ¿En un juicio?

– Sí -respondió, y tragó saliva, resignado-. En un juicio.

– ¡No! -Sharon se levantó. Lágrimas de ira y perplejidad brillaban en sus ojos-. ¿Así es como vamos a seguir con nuestra vida como hasta ahora? ¿Incriminando a uno de tus mejores amigos? No lo harás, ¿verdad, Ben? Sería como admitir que eres culpable. Harold y Audrey son amigos nuestros. Vendiste oro a esa gente; lo que hicieran con él es cosa suya. Vamos a luchar, ¿verdad, Ben? ¿Sí o no?

– Claro que vamos a luchar, Sharon. Pero es que…

– Pero ¿es que qué, Ben? -Sharon le clavó la mirada, penetrante como una cuchilla.

– Pero es que los pagos que he aceptado de esos tipos durante todos estos años no me hacen parecer precisamente inocente, Sharon.

Había subido el tono de voz y Kate detectó algo en ella que nunca antes había oído en su padre: tenía miedo y no estaba completamente exento de culpa; tal vez no sería capaz de evitar que pasara nada. Se quedaron todos sentados mirándolo, tratando de adivinar lo que eso significaba.

– No vas a ir a la cárcel, ¿verdad, papá?

Era la voz de Justin, tensa y vacilante.

– Claro que no, campeón.

Su padre lo atrajo hacia él, acarició su espeso cabello castaño y miró por encima de su hombro a Kate.

– Nadie de esta familia va a ir a la cárcel.

8

Luis Prado no era hombre de muchas preguntas.

Llevaba cuatro años en Estados Unidos. Según sus papeles, estaba allí para visitar a una hermana, pero era falso. No tenía familia en el país.

Había venido a trabajar. Lo habían escogido por el modo en que se manejaba en su país, y lo que hacía, lo hacía muy bien.

Se encargaba de algunos asuntos para los Mercado. Trabajos sucios, de esos que se hacen obligado por un juramento. Sin mirar a la gente a la cara, como si fuera transparente. Sin preguntar por qué.

De ese modo había salido de las barriadas de Cármenes y había podido enviar dinero a su mujer y a sus hijos… más del que jamás habría podido imaginar si se hubiera quedado en las barriadas. Así es como pagaba los elegantes trajes que llevaba y las mesas privadas en las salas de salsa… y las mujeres que allí conocía de vez en cuando y que lo miraban con orgullo.

Era lo que lo distinguía de los desesperados [3] de su país. Hombres sin ningún valor. Sin importancia. Nada.

El chófer, un chaval con pinta de gallito llamado Tomás, jugaba con el dial de la radio del Cadillac Escalade mientras conducía.

– ¡Ja! -Tamborileó con las manos en el volante al ritmo invariable de la salsa-. José Alberto. El Canario.

El chaval no tendría más de veintiún años, pero ya se había estrenado y era capaz de conducir por el interior de un edificio si tenía que salir por el otro lado. No tenía miedo y era bueno, aunque tal vez algo imprudente, pero eso era justo lo que necesitaba ahora. Luis ya había trabajado antes con él.

Salieron del Bronx por el norte. Atravesaron una serie de barrios que nunca habían visto; sitios que, cuando Luis era pequeño y vivía en su país, se ocultaban tras verjas altas, con guardias en las entradas. Tal vez, pensaba Luis al pasar, si cumplía los encargos y jugaba bien sus cartas, algún día viviría en una casa como ésas.

Tras dejar la autopista, recorrieron la carretera prestando mucha atención. Volvieron sobre ella para asegurarse de conocer los semáforos, las curvas. Habría que volver a pasar por aquella ruta, rápido, cuando se fueran.

La cosa se remontaba a muy atrás, pensó Luis. Primos, hermanos. Familias enteras. Todos hacían el mismo juramento. Fraternidad. Si tenía que morir por su trabajo, que así fuera. Era un vínculo de por vida.

Bajaron por una calle oscura y sombreada, se detuvieron delante de una gran casa y apagaron las luces del coche. Alguien paseaba un perro a la orilla del agua. Esperaron hasta que dejó de estar a la vista y comprobaron los relojes.

– Vamos, hermano. -Los dedos de Tomás tamborileaban sobre el volante-. ¡A bailar salsa!

Luis abrió la cartera que tenía a los pies. Su jefe había dado instrucciones muy precisas para este trabajo y lo que había que hacer exactamente. A Luis tanto le daba. No conocía a la persona. Para él ni tan siquiera tenía nombre. Sólo le habían dicho que podían hacer daño a la familia, y con eso bastaba.

Con eso ya estaba todo dicho.

Luis nunca pensaba mucho en los detalles cuando se trataba de trabajo. De hecho, al salir del coche, delante de la lujosa y bien iluminada casa, y sacar la pistola automática TEC-9 con un cargador extra, sólo se le cruzó una palabra por la mente: maricón [4]; esto es lo que pasa cuando le haces daño a la familia.

9

Kate decidió quedarse esa noche en casa de sus padres. Su madre estaba hecha polvo y se encerró en la habitación; Emily y Justin parecían traumatizados. Kate hizo cuanto pudo por tranquilizarlos. Su padre nunca les había fallado, ni una sola vez, ¿no? Esta vez no estaba segura de que se lo creyeran. A eso de las nueve, Em conectó su iPod y Justin volvió a su videojuego. Kate descendió a la planta baja.

Había una luz encendida en el estudio. Allí estaba su padre con una revista en el regazo, viendo la CNN en la descomunal tele de plasma.

Kate llamó discretamente a la puerta. Su padre levantó la vista.

– ¿Es buen momento para hablar de mi asignación para el alquiler? -Se quedó en el umbral, haciendo una mueca.

En el rostro de su padre se dibujó una sonrisa.

– Si se trata de ti, siempre es buen momento, corazón. -Bajó el volumen de la tele-. ¿Ya te has pinchado?

– Sí -asintió Kate poniendo los ojos en blanco-. Me he pinchado. He ido a la universidad, papá. Prácticamente vivo con un médico. Tengo veintitrés años.

– Vale, vale… -Su padre suspiró-. Ya lo sé… es instintivo.

Kate se acurrucó junto a él en el sofá. Por un momento eludieron lo obvio. Él le preguntó por Greg, por cómo marchaba todo en el despacho.

– Con la citosis fago…

– Citosis fagocitaria, papá. Y es un laboratorio, no un despacho. Algún día estarás orgulloso de mí por lo que hacemos. Pero nunca sabrás pronunciarlo.

Ben volvió a sonreír y dejó la revista.

– Yo siempre estaré orgulloso de ti, Kate.

Kate miró a su alrededor. La sala de estar estaba llena de fotos de todos los viajes que habían hecho. Colgada en la pared, había una máscara de los indios del noroeste que habían comprado cuando fueron a esquiar a Vancouver. Una cesta africana que habían traído de Botswana, adonde habían ido de safari. Kate siempre se había sentido a gusto en esa sala, repleta de los más cálidos recuerdos. Ahora todos esos recuerdos parecían amenazados.

Kate lo miró a los ojos.

– Papá, tú me lo dirías, ¿verdad?

– ¿Decirte el qué, cariño?

Vaciló.

– No sé. Si de verdad has hecho algo malo.

– Ya te lo he dicho, Kate. Mel cree que contamos con buenas posibilidades para enfrentarnos a esto. Dice que la ley RICO…

– No me refiero desde el punto de vista legal, papá. Quiero decir si de verdad has hecho algo malo. Algo que debamos saber.

Se volvió hacia ella.

– ¿Qué es lo que me estás preguntando, Kate?

– No estoy segura. -No le salían las palabras-. Si supieras…

Él asintió, sin apartar los ojos de ella, y entrecruzó las manos. No respondió.

– Es que para mí es importante, papá, saber quién eres. Todas estas cosas, estos viajes, el modo en que siempre hablábamos de la familia… para mí no son simples palabras, fotos y recuerdos. En este momento todos necesitamos creer en algo para pasar por esto, y yo escojo creer en ti porque es en lo que siempre he creído. -Kate sacudió la cabeza-. Ahora mismo no es que me apetezca mucho empezar a buscar a otra persona.

Ben sonrió.

– No hace falta, corazón.

– No me cuesta nada animar a mamá -dijo Kate con los ojos brillantes- y recordarles a Emily y Justin que tú nunca nos fallas… ¡porque nunca lo has hecho! Pero tengo que saber, por encima de todo, papá, que la persona que ha entrado esta noche por esa puerta, y que mañana va a salir a luchar como sé que lo harás, es la misma que he conocido toda mi vida. La persona que siempre creí conocer.

Su padre la miró, luego le tomó la mano y se la masajeó, tal como ella recordaba de cuando estaba enferma.

– Soy el mismo hombre, corazón.

Los ojos de Kate se llenaron de lágrimas. Asintió.

– Ven aquí…

La atrajo hacia sí y Kate apoyó la cabeza en él. La hizo sentir como siempre que estaba entre sus brazos. A salvo. Especial. A miles de kilómetros de cualquier amenaza. Se secó las lágrimas de la mejilla y levantó el rostro hacia él.

– Blanqueo de dinero, conspiración… -dijo mirándolo a los ojos-. No encaja contigo, papá.

Él asintió, apesadumbrado.

– Lo sé. Lo siento.

– Si fueras un delincuente fiscal… -Kate se encogió de hombros-. O ladrón de joyas. Eso ya sería otra cosa.

Su padre sonrió.

– La próxima vez le pondré más ganas.

De repente, Kate fue incapaz de contenerse, apretó la mano de su padre y notó que un torrente de lágrimas le surcaba las mejillas; se sintió como una boba, igual que una cría pequeña, pero le era imposible reprimirse. Le dolía que después de que su padre hubiera controlado siempre tanto las cosas, ahora no pudiera evitar que su vida fuera a cambiar. No importaba cuánto intentara hacer ver que aquello terminaría. No terminaría. Planearía sobre sus cabezas. Era algo malo.

– ¿Sabes que están hablando de entre quince y veinte años? -dijo su padre en voz baja mientras la abrazaba-. En una prisión federal, Kate. Nada de televisor de plasma. Para entonces ya estarás casada, y con críos… de la edad que tiene Em ahora.

– Harás lo que tengas que hacer, papá -dijo Kate, estrechándolo más fuerte-. Estamos contigo, pase lo que pase.

Se oyeron unos pies arrastrándose. Sharon se asomó a la puerta. Iba en bata, con una taza de té en la mano. Dedicó a Ben una mirada algo inexpresiva.

– Me voy a acostar.

Fue entonces cuando oyeron el clic de la portezuela de un coche que se abría delante de la casa. Oyeron pasos que se acercaban a la entrada.

– ¿Quién es? -La madre de Kate se volvió.

Su padre suspiró.

– Será el puto New York Times.

De pronto, los disparos hicieron estallar las ventanas.

10

Se produjo una demoledora ráfaga de disparos: cristales por doquier, balas silbándoles por encima de la cabeza, fogonazos en medio de la oscuridad.

Raab se lanzó sobre Kate. Por un instante, Sharon se quedó ahí, paralizada, hasta que él alargó la mano y la agarró de la bata, arrastrándola hasta el suelo, y las estrechó a ambas con fuerza contra su cuerpo.

– ¡No os levantéis! ¡No os levantéis! -gritó.

– Por el amor de Dios, Ben, ¿qué pasa?

El ruido era espantoso, ensordecedor. Las balas rebotaban por todas partes, impactando en armarios y paredes. Nada quedaba de la gran ventana de estilo paladino. La alarma de la casa resonaba. Todos gritaban, con la cara pegada al suelo. El ruido era tan espantoso y sonaba tan cerca, justo sobre ellos, que Kate tuvo la aterradora sensación de que quien fuera que estaba disparando había entrado en la sala.

Estaba segura de que iba a morir.

Entonces, de pronto, oyó voces. Gritos. El mismo pensamiento los paralizó a todos de inmediato. «Los niños. Arriba.»

El padre de Kate arqueó la espalda y gritó en medio del estruendo:

– ¡Em, Justin, no bajéis! ¡Echaos al suelo!

Prosiguió la ráfaga. Tal vez fueron veinte o treinta segundos, pero a Kate, acurrucada con las manos en los oídos y el corazón desbocado, se le hizo eterno.

– Aguantad, aguantad -repetía su padre, cubriéndolas.

La joven oyó gritos, lloros. Ni siquiera sabía si eran suyos. La ventana estaba abierta de par en par. Las balas volaban en todas direcciones. Kate rezaba: «Seas quien seas, quieras lo que quieras, por favor, Dios, por favor, no entres».

Y entonces todo quedó en silencio. Tan rápido como había empezado.

Kate oyó pasos que se retiraban, un motor y un vehículo alejándose con una sacudida.

Se quedaron pegados al suelo durante largo rato. El miedo les impedía hasta levantar la vista. El silencio era igual de aterrador que el ataque. Sharon gimoteaba. Kate estaba tan petrificada que no podía ni hablar. Se oía un martilleo continuo muy cerca, fuerte, por encima del pitido de la alarma.

Poco a poco, casi con júbilo, Kate se dio cuenta de que era el sonido de su propio corazón.

– Se han ido -suspiró por fin su padre, rodando por el suelo hasta quitarse de encima de ellas-. Sharon, Kate, ¿estáis bien?

– Creo que sí -farfulló Sharon.

Kate se limitó a asentir. No podía creérselo. Había agujeros de bala por todas partes. Cristales por el suelo. Aquello parecía un campo de batalla.

– Oh, por Dios, Ben, ¿qué demonios está pasando?

Entonces oyeron voces que bajaban por las escaleras.

– ¿Mamá… papá…?

Justin y Emily entraron corriendo a la sala.

– Oh, gracias a Dios…

Sharon se levantó literalmente de un salto y los estrechó entre sus brazos, cubriéndolos de besos. Y luego también a Kate. Todos lloraban, sollozaban, se abrazaban los unos a los otros, con lágrimas de alivio en los ojos.

– Gracias a Dios que estáis bien.

Poco a poco el pánico empezó a desvanecerse, cediendo paso al horror de ver lo que había pasado. Sharon miró a su alrededor y comprobó los estragos sufridos por la que había sido su preciosa casa. Todo estaba hecho añicos. Tenían suerte de estar vivos.

Sus ojos volvieron a posarse en su marido. En ellos ya no había terror. Había otra cosa: reproche.

– ¿Qué demonios nos has hecho, Ben?

11

– El objetivo de esta reunión -explicó el fiscal federal James Nardozzi mirando fijamente al otro lado de la mesa, con los ojos clavados en Mel- es que usted y su cliente entiendan completamente la gravedad de los cargos a los que se enfrenta, y determinar el curso de actuación que más le favorezca, y que más favorezca a su familia.

La sala de reuniones del despacho del fiscal federal en Foley Square, en Lower Manhattan, era estrecha y con paneles de cristal. En sus blancas paredes colgaban fotos de George W. Bush y el fiscal general. Booth y Ruiz estaban sentados enfrente de Mel y Raab. En un extremo de la mesa, un taquígrafo, que parecía un maestro de escuela, tomaba nota de todo. La familia de Raab estaba recluida en la casa, ahora acordonada y custodiada por el FBI.

– Para empezar, el señor Raab cree que no ha hecho nada malo -respondió enseguida Mel.

– ¿Nada malo? -El fiscal federal frunció el ceño, como si no hubiera oído bien.

– Sí. Niega haber sido consciente en algún momento de estar participando en un plan para blanquear dinero o estafar al gobierno de Estados Unidos. En ninguna ocasión ha ocultado las sumas de dinero que percibía de estas transacciones. Incluso se encuentra al corriente en el pago de todas sus obligaciones fiscales con respecto a las mismas. Las actividades existentes entre el señor Kornreich y el señor Concerga, fueran las que fueran, se llevaron a cabo en su totalidad sin el conocimiento de mi cliente.

El agente especial Booth se volvió hacia Mel, sorprendido.

– ¿Su cliente niega ser consciente de que Paz Export Enterprises era una empresa fundada para recibir mercancía transformada, destinada a blanquear dinero para el cártel de la droga de los Mercado? ¿Y que sus acciones sirvieran para ayudar o instigar a la comisión de dichos delitos cuando presentó a Paz a Argot Manufacturing?

Raab, nervioso, miró a Booth y a Ruiz. Mel asintió.

– Sí.

El fiscal federal suspiró con impaciencia, como si aquello fuera una pérdida de tiempo.

– Lo que sí admite mi cliente -continuó Mel- es que puede haber actuado de modo insensato, si no equivocado, al no sospechar que se tramaba algo, sobre todo considerando los resultados habituales, en general lucrativos, de la empresa del señor Concerga. Sin embargo, la aceptación de los pagos no supone el conocimiento de la identidad del usuario final ni de los fines con que se utilizaba el producto acabado.

El agente especial Booth se rascó un momento la cabeza y asintió pacientemente.

– Como ha explicado el señor Nardozzi, señor Raab, tratamos de darle la oportunidad de mantener unida a su familia, antes de tomar otras medidas.

– La ley RICO establece muy claramente -dijo Mel- que el sospechoso debe idear deliberada y conscientemente…

– Señor Kipstein -el agente Ruiz interrumpió al abogado de Raab a media frase-, ya sabemos lo que establece la ley RICO. El hombre que ayer presentamos a su cliente es un agente especial del FBI. El agente Espósito se identificó como un conocido del trabajo de Luis Trujillo, y su cliente le ofreció hacer negocios con él del mismo modo que contribuía a la transformación de oro para Paz. Eso es blanqueo de dinero, señor Kipstein, y conspiración para cometer una estafa.

– Le tendieron una trampa a mi cliente -adujo enseguida Mel-. Lo empujaron a cometer un acto ilícito. Pusieron su vida, y la de su familia, en peligro. Eso es incitación a la comisión de un delito. Es más que eso; a mi modo de ver, ¡es exposición temeraria!

Booth se reclinó.

– Sólo le diré que tal vez en ese punto su modo de ver sea un poco borroso, letrado.

Su semblante parecía el de un jugador de póquer ocultando una mano ganadora.

Booth le hizo un gesto de asentimiento a Ruiz, que revolvió en su carpeta y sacó una casete.

– Tenemos la voz de su cliente grabada, señor Kipstein. En los últimos ocho años ha viajado a Colombia en seis ocasiones. ¿Quiere que reproduzca lo que dijo? -Deslizó la casete hasta el otro lado de la mesa-. ¿O nos ponemos a trabajar en lo que hoy nos ocupa, que es salvar la vida de su cliente?

– No faltaba más -respondió Mel Kipstein.

El agente se encogió de hombros y alargó la mano hacia la grabadora.

Raab puso la mano en el brazo de su abogado.

– Mel…

El abogado lo miró de hito en hito.

Raab siempre había sabido que algún día pasaría. Hasta cuando fingía a diario que nunca llegaría el día, que todo seguiría igual para siempre.

Tenían su relación con Argot, las cantidades que había recibido. Tenían su voz grabada. La ley RICO sólo necesitaba establecer un patrón delictivo. El mero hecho de estar al corriente de dicha actividad bastaba para condenarlo. Según la ley de narcotráfico, podían encerrarlo veinte años.

Lo sabía. Siempre lo había sabido. Sólo que no estaba listo para sentirse tan vacío. No estaba listo para que doliera tanto.

– ¿Qué es lo que quieren de mí? -preguntó con desánimo.

– Ya sabe lo que queremos de usted, señor Raab -respondió Booth-. Queremos que testifique. Queremos a Trujillo. Queremos a su amigo. Que nos diga todo lo que sepa de Paz y Argot. Veremos lo que el señor Nardozzi está dispuesto a hacer.

Le expusieron sucintamente cómo iban a embargarle los bienes.

La casa. Las cuentas bancarias. Los coches. Querían que incriminara a todo el mundo, incluido su amigo; de lo contrario, lo meterían entre rejas.

– Naturalmente, si no le parece bien, podemos quedarnos sin hacer nada. -Ruiz se encogió de hombros con una sonrisa de deleite-. Dejarlo ahí fuera, que se las arregle usted solo. Dígame, señor Raab: después de lo de anoche, ¿cuánto cree que duraría?

Raab se apartó de la mesa de un empujón.

– ¡Yo sólo compré el oro! -Los fulminó con la mirada-. No he robado nada, no he hecho daño a nadie. Presenté a dos personas. Hice lo que cualquiera habría hecho.

– Miren -dijo Mel, con una voz que revelaba desesperación-, mi cliente es un miembro respetado de la comunidad empresarial y de la sociedad. Nunca antes ha estado implicado en ningún delito. Desde luego, aunque sus acciones contribuyeran inadvertidamente a la comisión de un delito, esos cargos son, como poco, una exageración. No dispone de la información que buscan. Ni siquiera es él a quien de verdad quieren. Eso tendría que contar para algo.

– Sí que cuenta, señor Kipstein -respondió el agente Booth-. Es la razón por la que estamos hablando con usted, señor Raab, y no con Harold Kornreich.

Raab lo miró fijamente y tocó el hombro de Mel. Se acabó. Ya, estaba. De repente, vio todas las consecuencias cerniéndose sobre él, como las vigas de un edificio derrumbándose.

– Oigan, me están destrozando -dijo mirando fijamente a Booth-: mi vida, mi familia. Han acabado con ellas. Todo ha desaparecido.

El hombre del FBI cruzó las piernas y miró a Raab.

– Francamente, señor Raab, teniendo en cuenta lo de anoche, me parece que tiene cosas más importantes de las que preocuparse.

12

– Se trata de su seguridad personal -lo interrumpió el agente Ruiz.

– Mi seguridad… -Raab palideció de pronto, al recordar lo sucedido la noche anterior.

– Sí, y la de su familia, señor Raab -asintió el agente.

– Creo que es hora de explicar unas cuantas cosas. -Booth abrió un dossier-. Ahora mismo hay una guerra, señor Raab, una guerra por el control entre facciones de los cárteles de la droga colombianos. Entre los que operan en este país y los que lo hacen allí, en Sudamérica. ¿Ha oído hablar de Óscar Mercado?

– Claro que he oído hablar de Óscar Mercado -respondió Raab, palideciendo. Todo el mundo le conocía.

Ruiz deslizó hacia él una foto en blanco y negro desde el otro lado de la mesa. Rostro delgado y curtido, cabellos largos, ojos insensibles y vacíos. Tenía la barbilla cubierta por una espesa perilla, y traía a la memoria imágenes de familias y jueces asesinados por haberse puesto en medio.

– Se sospecha que Óscar Mercado lleva varios años oculto en Estados Unidos o México -empezó a explicar el agente Booth-. Nadie lo sabe. La gente con quien usted hacía negocios forma parte del brazo financiero de su organización. Esa gente asesina a sangre fría, señor Raab, y protege hasta la muerte lo que considera suyo. En los últimos años, su organización se ha visto sacudida por varias deserciones internas. El patriarca familiar ha fallecido. Hay una guerra por el control. No van a permitir que «el típico ejecutivo judío de escuela de empresariales» que lleva varios años viviendo tan ricamente con lo que saca de ellos desmonte todo lo demás con su declaración en un juicio.

– Ya ha visto lo que hace esa gente, señor Raab -intervino Ruiz-. No se limita a ir a por ti, como en esas películas de la mafia. Estamos hablando de la fraternidad, señor Raab, de la fraternidad de Mercado. Matan a tu familia. A tu mujer. A tus preciosos críos. Joder, hasta te matan al perro como ladre. ¿Vio en las noticias lo de aquella familia entera que asesinaron en Bensonhurst el mes pasado? Dejaron a un bebé de seis meses en una trona, con una bala en la cabeza. ¿Está preparado para eso? ¿Está su mujer preparada para eso? ¿Y sus hijos? Permítame preguntarle, señor Raab: ¿está preparado para no pegar ojo ni una sola noche durante el resto de su vida?

Raab se volvió hacia Mel, sintiendo un retortijón en la tripa, cada vez más fuerte.

– Podemos luchar, ¿no? Nos arriesgaremos a ir a juicio.

Booth habló con más crudeza.

– No nos está escuchando, señor Raab. Está en peligro. Toda su familia está en peligro, sólo por el hecho de encontrarse aquí.

– Y aunque opte por luchar -añadió Ruiz tímidamente-, nunca estarán del todo seguros de lo que puede llegar a decir, ¿verdad, señor Raab? ¿Está preparado para afrontar ese riesgo?

El retortijón de Raab fue a más, acompañado de náuseas.

– Lo tienen agarrado por las pelotas, señor Raab. -El agente hispano se rió entre dientes-. Me extraña que no se lo planteara cuando se paseaba por el centro con ese Ferrari suyo tan lujoso.

Raab se sentía como si las tripas se le estuvieran deslizando lentamente por un acantilado. Estaba acabado. De nada servía mantener su defensa; ahora tenía que hacer lo que le correspondía.

Ya no podía evitar que aquel tren se estrellara. Que se estrellara contra él. Veinte años de su vida arrancados…

Miró con tristeza a Mel.

– Tienes que cuidar de tu familia, Ben -le aconsejó el abogado, agarrándole el brazo.

Raab cerró los ojos y soltó un doloroso suspiro.

– Puedo llevarlos hasta Concerga -le dijo a Booth tras abrir de nuevo los ojos-. Y también hasta Trujillo. Pero tengo que proteger a mi familia.

Booth asintió, y dirigió a Ruiz y al fiscal federal una mirada triunfante.

– A cambio de su testimonio -dijo Nardozzi-, podemos pedir prisión preventiva para usted y trasladarle junto con su familia a un lugar seguro. Podemos conseguir que conserve un porcentaje de sus activos, para que pueda mantener un estilo de vida similar al actual. Cumplirá diez meses en algún lugar… hasta el juicio. Luego usted y su familia simplemente van a desaparecer.

– ¿Desaparecer? -Raab lo miró boquiabierto-. ¿Como en el Programa de Protección de Testigos, se refiere? Eso es para mañosos, delincuentes…

– En el programa WITSEC hay todo tipo de personas -lo corrigió Booth-. Lo único que tienen en común es el temor a sufrir represalias por su testimonio. Allí estará seguro. Y, lo que es más importante, su familia también. Nunca nadie ha conseguido traspasar el programa cuando se han respetado las reglas. Hasta puede escoger la zona del país donde deseen vivir.

– No tiene alternativa, señor Raab -lo apremió Ruiz-. Su vida no vale nada, ya sea en la calle o en prisión, tanto si se enfrenta a estas acusaciones como si no. Se cavó su propia tumba el día que empezó a tratar con esta gente. Desde entonces lo único que ha hecho es ir cambiando de sitio la mugre.

«¿Cómo vamos a hacer frente a esto?», pensó Raab mientras las palabras del agente se le clavaban como balas huecas. ¿Y Sharon y los niños? Su vida, todo cuanto conocían, todo con lo que contaban… ¡desaparecido! ¿Qué podía decirles para que lo entendieran?

– ¿Cuándo…? -asintió Raab, derrotado, con los ojos vidriosos-. ¿Cuándo empieza todo esto?

Nardozzi sacó unos papeles y los deslizó sobre la mesa, delante de Raab. Una hoja que parecía oficial con el encabezamiento «Departamento de Justicia de Estados Unidos. Formulario 5-K. Acuerdo de testigo colaborador». Destapó un bolígrafo.

– Hoy, señor Raab. En cuanto firme.

13

Estaban todos reunidos en casa. Kate y Sharon podaban unas hortensias en la cocina, tratando de mantener a raya los nervios, cuando un sedán azul y un todoterreno negro giraron y comenzaron a avanzar por el camino.

Ben había llamado hacía una hora. Les había dicho que tenía que hablarles de algo muy importante, pero no quiso explicarles cómo había ido la reunión con el FBI. En todo el día no habían salido de casa. Los niños no habían ido a la escuela. Policías y agentes del FBI patrullaban constantemente los alrededores de la casa.

Un hombre y una mujer con traje bajaron del sedán seguidos de Raab. El todoterreno dio media vuelta y bloqueó la entrada del camino.

– Tengo un mal presentimiento -dijo Sharon dejando las tijeras.

Kate le respondió asintiendo con la cabeza mientras contenía la respiración. Esta vez ella también lo tenía.

Su padre entró en la casa y se quitó el abrigo, lívido. Le guiñó el ojo a Kate, con poco entusiasmo, y abrazó con formalidad a Sharon.

– ¿Quién es esta gente, Ben?

Él se limitó a encogerse de hombros.

– Hay que hablar de varias cosas en familia, Sharon.

Se sentaron en torno a la mesa del comedor, lo que no contribuyó precisamente a tranquilizarles, porque nunca se sentaban allí. Ben pidió un vaso de agua. Apenas podía mirarlos a los ojos. Un día antes habían estado pensando en las pruebas de acceso a la universidad de Em y planeando su viaje de invierno. Kate nunca había notado tanta tensión en la casa.

Sharon lo miró, inquieta.

– Ben, nos estás empezando a asustar a todos.

Él asintió.

– Hay algo que no os comenté anoche -dijo-. Alguien más vino a verme a la oficina, y también se lo presenté a Harold. Alguien que buscaba el mismo trato que el tipo del que os hablé, Paz: transformar dinero en efectivo en oro y sacarlo del país.

Sharon negó con la cabeza.

– ¿Quién?

Él se encogió de hombros.

– No lo sé. De todos modos, da igual. Tal vez me propuso algunas cosas que yo no debería haber aceptado. -Bebió un sorbo de agua-. Tal vez tienen grabadas cosas que dije.

– ¿Grabadas? -Sharon abrió los ojos sorprendida-. ¿A qué clase de cosas te refieres, Ben?

– No sé… -Miraba al vacío con expresión extraviada; seguía evitando mirar a los ojos a ninguno-. Nada muy concreto. Pero lo suficiente para, sumado a los pagos que recibí, complicar de verdad las cosas. Con lo que todo tiene bastante mala pinta.

– ¿Mala pinta…?

Sharon empezaba a preocuparse. Y Kate también. ¡Anoche les habían disparado! El mero hecho de que las conversaciones se hubieran grabado era una locura.

– ¿Qué nos estás diciendo, Ben?

Él se aclaró la garganta.

– Ese otro tipo… -logró decir por fin, levantando la mirada-, era del FBI, Sharon.

Fue como si un peso muerto hubiera caído en el centro de la habitación. Al principio nadie dijo nada, sólo miraban horrorizados.

– Oh, Dios mío, Ben, ¿qué has hecho?

Empezó a contárselo con voz ronca y monótona. Todo el dinero de los últimos años -con el que había pagado la casa, los viajes, los coches- era dinero sucio. Dinero de la droga. Lo sabía pero había seguido haciéndolo, hundiéndose cada vez más. No había sido capaz de dejarlo; y ahora lo tenían: tenían su voz grabada ofreciendo el mismo trato a un agente secreto, tenían las cantidades que había recibido, sabían que había organizado el enlace.

Kate no podía creer lo que oía. Su padre iba a ir a la cárcel.

– Podemos luchar, ¿no? -dijo su madre-. Mel es buen abogado. Mi amiga Maryanne, del club, conoce a alguien que ha llevado casos de fraude de valores. Aquellos de Logotech. Les consiguió un trato.

– No, no podemos luchar, Sharon -respondió Ben-. Esto no es un fraude de valores. Me han negado los derechos y he tenido que hacer un trato. Puede que tenga que ir una temporada a la cárcel.

– ¡A la cárcel!

Raab asintió con la cabeza.

– Luego tendré que testificar. Pero eso no es todo. Hay más. Mucho más.

– ¿Más? -Sharon se levantó. Aún llevaba puesto el delantal-. ¿Qué puede haber más que esto, Ben? ¡Casi nos matan! ¡Mi marido acaba de decirme que irá a la cárcel! ¿Más…? Suplica. Paga una multa. Devuelve lo que te llevaste injustamente. ¿Qué diablos quiere de ti esta gente, Ben? ¿Tu vida?

Raab se puso en pie de un salto.

– No lo entiendes, Sharon. -Fue hacia la ventana-. No se trata de una mala transacción. ¡Son colombianos, Sharon! Puedo perjudicarlos. Ya viste lo que hicieron anoche; son mala gente. ¡Asesinos! Nunca permitirán que vaya a juicio.

Descorrió las cortinas. Había dos agentes apoyados en el todoterreno a la entrada del camino. Un coche de policía aparcado junto a los pilares bloqueaba la entrada.

– Esta gente, Sharon… no han venido por hacerme el favor de traerme a casa. Son agentes federales; están aquí para protegernos. Eso es exactamente lo que quieren de mí esos hijos de puta. -Se le llenaron los ojos de lágrimas y la congoja inundó su voz-. ¡Quieren mi vida!

14

Sharon se dejó caer de nuevo en la silla con la mirada vidriosa, distante y perpleja. Un silencio denso se instaló en la estancia.

Kate miró fijamente a su padre. De pronto, lo veía distinto; ahora se daba cuenta. Ya no había por qué ocultarlo. Él lo sabía; cada noche al cruzar la puerta; en cada viaje que emprendían juntos; hasta cuando anoche la abrazó y le prometió que nunca iría a la cárcel…

Mentía.

Lo sabía.

– ¿Qué estás diciendo, papá? -preguntó Justin, boquiabierto-. ¿Que esta gente quiere matarte?

– ¡Ya lo has visto, Just! Lo viste anoche. Puedo dejar al descubierto parte de su organización. Puedo desenmascararlos en el juicio. Son gente peligrosa, hijo. El FBI… no cree que podamos volver a hacer vida normal.

– ¿Podamos…? -Emily se levantó de un salto, esforzándose por entender-. ¿Quieres decir todos nosotros? ¿Es que estamos todos en peligro?

– Ya viste lo que pasó anoche, cariño. No creo que ninguno de nosotros pueda arriesgarse.

– Y cuando hablas de «vida normal», ¿a qué te refieres, papá? ¿A que estos guardas nos acompañarán por un tiempo cuando vayamos a la escuela o al centro? ¿A que, en pocas palabras, vamos a estar prisioneros?

– No, no me refiero a eso -le respondió Raab sentándose de nuevo-. Lo siento, pero es mucho más que eso, Em.

Se produjo una pausa, como si un terremoto hubiera sacudido el tejado y ellos estuvieran ahí sentados observándolo a punto de derrumbarse. Pero no era el tejado, sino sus vidas, lo que de pronto se venía abajo. Todos miraban fijamente a Raab, tratando de imaginar lo que eso significaba.

– Ben, vamos a tener que mudarnos, ¿verdad? -dijo Sharon con gravedad. Ni siquiera era una pregunta. Las lágrimas le nublaban los ojos-. Vamos a tener que escondernos, como delincuentes. Los hombres de ahí fuera han venido para eso, ¿verdad, Ben? Se nos van a llevar de casa.

Ben Raab apretó los labios y asintió.

– Eso creo, Shar.

Ahora las lágrimas surcaban libremente las mejillas de su mujer.

– ¿Adónde nos van a llevar, papá? -gritó Emily contrariada-. ¿Te refieres a algún lugar de por aquí? ¿A otra escuela cerca?

Era su vida lo que le estaban arrancando de repente. La escuela, los amigos. El squash. Todo lo que conocía.

– No creo, Em. Y me parece que no podrás decirle a nadie dónde estás.

– ¡Mudarnos! -Se volvió hacia su madre; luego hacia Kate, esperando que alguien dijera que aquello era alguna especie de broma-. ¿Cuándo?

– Pronto. -Su padre se encogió de hombros-. Mañana, pasado…

– ¡Esto es un disparate, joder! -chilló Emily-. ¡Oh, Dios mío!

Era como si, al llegar a casa, les hubiera dicho que toda la gente que conocían, todo cuanto hacían había desaparecido en algún terrible accidente. Sólo que en este caso más bien eran ellos los desaparecidos.

Todos a cuantos conocían, su historia… su vida hasta ese momento quedaría en blanco, muerta.

Abandonada.

– ¡No pienso irme a ningún sitio! -gritó Emily-. Yo me quedo; vete tú. Tú eres quien nos ha hecho esto. ¿Qué coño has hecho, papá?

Salió disparada del salón, y sus pasos resonaron en las escaleras. Se oyó un portazo en su dormitorio.

– Tiene razón -dijo Kate-. ¿Qué has hecho, papá?

Una cosa era verlo así, no la persona fuerte y respetada por la que siempre lo había tenido sino alguien débil, derrotado. Eso podía afrontarlo. La gente engaña a su mujer o pierde el juicio, roba en la empresa. Los hay que hasta van a la cárcel. Pero esto… Haberlos puesto a todos en peligro, haberlos convertido a todos en objetivo… A todos aquellos a los que en principio quería. Kate no podía dar crédito. Su familia se estaba resquebrajando ante sus ojos.

– ¿Y Ruthie, Ben? -Sharon lo miró con los ojos vidriosos. Hablaba de su madre-. No podemos dejarla sin más. No se encuentra bien.

Raab se limitó a encogerse de hombros, impotente.

– Lo siento, Shar…

– No lo entiendo -dijo Justin-. ¿Por qué no podemos vivir aquí y ya está? ¿Por qué no pueden protegernos y punto? Es nuestra casa.

– Nuestra casa… -suspiró Raab- ya no será nuestra. El gobierno va a embargarla. Puede que tenga que ir a la cárcel hasta que se celebre el juicio. Creen que podrán conmutarme la pena por el tiempo cumplido. Luego me reuniría con vosotros.

– ¿Te reunirías con nosotros…? -Sharon dio un grito ahogado. Abrió los ojos desmesuradamente; había en ellos una expresión temblorosa, implacable -. ¿Te reunirías con nosotros dónde exactamente, Ben?

Él negó con la cabeza. Tenía la mirada perdida.

– No lo sé, Shar…

15

En el piso de arriba, Emily estaba fuera de sí. Kate hizo cuanto pudo por calmarla. Su hermana estaba tumbada boca abajo en la cama, con los brazos y las piernas extendidos, llorando y dando puñetazos al colchón.

Tenía sus torneos, su entrenador, su clasificación en la liga de la Costa Este… Este año todas sus amigas cumplían dieciséis años. El sábado siguiente se presentaba a las pruebas de acceso a la universidad.

– Éste es nuestro hogar, Kate. ¿Cómo vamos a arrancar de cuajo nuestras vidas, irnos y ya está?

– Ya lo sé, Em…

Kate se tumbó a su lado y abrazó a su hermana, como cuando eran niñas y escuchaban música juntas. El techo del cuarto de Em estaba pintado de color azul cielo, con una bóveda de pegatinas de estrellas que brillaban en la oscuridad.

Kate las miró.

– ¿Te acuerdas de cuando vivíamos en la otra casa y el precio del oro estaba por los suelos? Ese año no fuimos a ninguna parte porque papá estaba pasando una mala racha. Yo iba al instituto, pero tú estudiabas en Tamblin. No te sacó de ahí, Em, aunque le costó. No lo hizo para que pudieras seguir jugando al squash.

– Eso no arregla nada, Kate. -Emily la miró, airada, y se secó las lágrimas-. No arregla lo que ha hecho. Tú ya te has ido; no estás aquí. ¿Qué se supone que vamos a decirle a la gente? Mi padre es narcotraficante y está en la cárcel y, además, nos tenemos que ir por unos años, así que nos vemos en la universidad. Es nuestra vida, Kate…

– Y eso no se resuelve, Em, ya lo sé. Sólo que…

Em se incorporó y la miró fijamente.

– ¿Sólo que qué, Kate?

– Tienes razón -reconoció Kate-. Eso no arregla nada.

Justin estaba sentado en el escritorio, con el ordenador, tirado hacia atrás y con los pies en la mesa, como en trance, jugando a un videojuego. Kate le preguntó qué tal estaba. Él se limitó a mirarla con expresión extraviada y le respondió entre dientes, como siempre.

– Estoy bien.

Ella volvió a su antiguo cuarto al final del pasillo.

Lo conservaban más o menos como cuando ella vivía en casa. A veces aún se quedaba a dormir los fines de semana o durante las vacaciones. Kate levantó la vista hacia las estanterías rojas, que todavía albergaban muchos de sus viejos libros de texto y carpetas. Las paredes estaban empapeladas con sus viejos pósteres. Bono, de U2. Brandi Chastain, la famosa foto futbolística donde salía arrodillada, cuando el equipo estadounidense se llevó el oro olímpico. A Kate siempre le había gustado más Brandi que Mia Hamm. Leonardo DiCaprio y Jeremy Bloom, el surfista mongol. Volver aquí siempre resultaba agradable.

Pero esta noche no. Em tenía razón. Con eso no se arreglaba.

Kate se dejó caer en la cama y sacó el móvil. Seleccionó un número de la memoria y comprobó la hora. En ese momento necesitaba a alguien. Gracias a Dios, él descolgó el teléfono.

– ¿Greg?

Se habían conocido en Beth Shalom, el templo sefardí de la ciudad al que asistía su familia. Él fue directamente hacia ella en el kiddush, tras los servicios del Rosh Hashanah. Ella se había fijado en él desde el otro lado del santuario.

Greg era estupendo. Una especie de judío errante de Ciudad de México. Aquí no tenía familia. Cuando se conocieron, estaba en el último curso de medicina en Columbia; ahora era residente de segundo año de ortopedia infantil. Era alto, delgado, desgarbado, y a Kate le recordaba un poco a Ashton Kutcher, con esa mata de pelo denso y castaño.

Desde hacía un año vivían prácticamente juntos en el piso de ella del Lower East Side. Ahora que empezaban a ir en serio, la gran pregunta era dónde acabaría ejerciendo él. ¿Qué pasaría con ellos si tenían que irse de Nueva York?

– ¡Kate! Dios mío, estaba de lo más preocupado. Con esos mensajes crípticos que has dejado… ¿Todo bien por ahí?

– No -respondió Kate. Contuvo las lágrimas-. No anda todo bien, Greg.

– ¿Es Ben? Dime qué ha pasado. ¿Está bien? ¿Puedo ayudaros en algo?

– No, no es cosa de médicos, Greg. No puedo explicártelo. Pronto te lo contaré, te lo prometo. Pero hay algo que necesito saber.

– ¿El qué, bicho?

Así es como la llamaba. Su mascota. Parecía muy preocupado por ella. Se lo notaba en la voz.

Kate se sorbió las lágrimas y preguntó:

– ¿Me quieres, Greg?

Se produjo una pausa. Sabía que lo había sorprendido, que se estaba comportando como una niña boba.

– Ya sé que nos lo decimos sin parar, pero ahora es importante para mí oírlo. Es que necesito oírlo, Greg…

– Claro que te quiero, Kate. Ya lo sabes.

– Ya lo sé -respondió Kate-. Pero no me refiero sólo a eso… Quiero decir que puedo confiar en ti, ¿verdad, Greg? Quiero decir… ¿con lo que sea? ¿Conmigo…?

– Kate, ¿estás bien?

– Sí, estoy bien. Es que necesito oírtelo decir, Greg. Ya sé que suena raro.

Esta vez él no dudó.

– Puedes confiar en mí, Kate. Te lo prometo, puedes. Pero dime qué demonios está pasando ahí. Déjame que vaya. Tal vez pueda ayudar.

– Gracias, pero no puedes. Sólo necesitaba oír eso, Greg. Ahora todo está bien. -Se había decidido-. Yo también te quiero.

16

Kate lo encontró en el porche trasero, sentado en una silla Adirondack bajo la fría brisa de finales de septiembre y contemplando el estrecho.

Ya le notaba algo distinto. Tenía los dedos cerrados delante de la cara y la mirada fija en el agua, con un vaso de bourbon en el brazo de la silla, a su lado.

Ni siquiera se volvió.

Kate se sentó en el columpio de enfrente. Él la miró por fin, con una sombra inquietante en los ojos.

– ¿Quién eres, papá?

– Kate… -Se volvió y quiso cogerle la mano.

– No, necesito oírtelo decir, papá. Porque, de repente, no lo tengo claro. De repente, trato de entender qué parte de ti, qué parte de todo esto no es una mentira disparatada. Con todo eso que pregonabas sobre lo que nos hacía ser fuertes: nuestra familia… ¿Cómo has podido, papá?

– Soy tu padre, Kate -respondió él, hundiéndose aún más en la silla-. Eso no es mentira.

– No. -Sacudió la cabeza-. Mi padre era aquel hombre honrado en quien se podía confiar. Él nos enseñó a ser fuertes y a cambiar las cosas; él no me decía mirándome a los ojos que confiara en él y al día siguiente confesaba que toda su vida era una mentira. Lo sabías, papá, sabías en todo momento lo que hacías; lo sabías cada día que volvías a casa con nosotros, joder, cada día de nuestras vidas…

Él asintió.

– Lo que no es mentira es que te quiero, gorrión.

– ¡No me llames así! -exclamó Kate-. Nunca vuelvas a llamarme así. Así es como lo pagarás. Mira a tu alrededor, papá, mira el daño que has hecho.

Su padre se estremeció. De pronto, a Kate le pareció que empequeñecía, que se debilitaba.

– No puedes levantar como si nada este muro en el centro de tu vida y decir: «Por este lado soy una buena persona y un buen padre, pero por el otro soy un mentiroso y un ladrón». Ya sé que lo sientes, papá; estoy segura de que te duele. Me gustaría apoyarte, pero no sé si seré capaz de volver a mirarte del mismo modo.

– Pues no te quedará más remedio, Kate. Para pasar por esto, todos vamos a necesitarnos los unos a los otros, ahora más que nunca.

– Pues de eso se trata -replicó Kate negando con la cabeza-. No voy con vosotros, papá. Me quedo.

Raab se volvió, con las pupilas fijas y dilatadas. Alarmado.

– Tienes que venir, Kate. Podrías estar en peligro. Sé que estás muy enfadada; pero si testifico, cualquiera que pueda conducir hasta mí…

– No -lo interrumpió ella-. No. No tengo por qué, papá. Tengo más de veintiún años. Mi vida está aquí, mi trabajo, Greg. Tal vez puedas arrastrar contigo a Em y Justin, y Dios quiera que encuentres el modo de reparar el daño que has hecho; pero yo no me voy. ¿No te das cuenta de que has destrozado vidas, papá? Y no sólo la tuya: las de personas a las que querías. Les has arrebatado a alguien a quien querían y admiraban. Lo siento, papá. No dejaré que arruines también la mía.

Él la miraba fijamente, atónito por lo que estaba oyendo. Entonces bajó la mirada.

– Si no vienes -dijo-, ya sabes que puede que tardes mucho en volver a vernos.

– Lo sé -respondió Kate- y eso me rompe el corazón, papá. Casi tanto como mirarte ahora.

Él contuvo la respiración y le tendió la mano, como buscando algún tipo de perdón.

– Yo sólo compré el oro -dijo-. Jamás he visto una bolsa de cocaína.

– No, papá, no es tan fácil -respondió Kate, enfadada. Le cogió la mano, pero esos dedos no eran los mismos que había tocado el día anterior; ahora eran extraños, desconocidos y fríos-. Mira a tu alrededor, papá. Ésta era nuestra familia. Lo que has hecho es mucho peor que eso.

17

Al día siguiente por la tarde, dos miembros de los US Marshals se presentaron en la casa.

Uno de ellos, alto y fornido y de cabello canoso, se llamaba Phil Cavetti. La otra, una mujer agradable y atractiva de unos cuarenta años llamada Margaret Seymour, y que les cayó bien enseguida, explicó que sería quien llevara su caso. Les dijo que la llamaran «Maggie».

Eran del WITSEC. El Programa de Protección de Testigos.

Al principio Kate dio por sentado que sólo habían venido a explicarles el programa, lo que tenían por delante. Sin embargo, tras hablar unos minutos con ellos, quedó claro lo que en realidad pasaba.

Habían venido a poner bajo su custodia a la familia ese mismo día.

Les dijeron a todos que hicieran una sola maleta. El resto, según les explicaron, incluyendo los muebles y los objetos personales, llegaría en unas semanas. ¿Llegaría adónde?

Justin metió el iPod y la PlayStation en una mochila. Em recogió con gesto mecánico sus raquetas y gafas de squash, un póster de Third Eye Blind y unas cuantas fotos de sus mejores amigos.

Sharon estaba hecha polvo. No podía creer que hubiera partes de su vida que no podía llevarse, que tenía que dejar atrás.

Su madre. Sus álbumes familiares. La vajilla de porcelana de la boda. Todas sus cosas queridas.

Sus vidas.

Kate hizo cuanto pudo por ayudar.

– Llévatelas -dijo Sharon, dejando en manos de Kate unas carpetas llenas de viejas fotos.

– Son de mi madre y mi padre, y de sus familias…

Sharon cogió un pequeño jarrón que contenía las cenizas de su viejo schnauzer, Fritz. Miró a Kate, a punto de perder la compostura. «¿Cómo voy a dejar atrás estas cosas como si nada?»

Cuando hubieron hecho las maletas, bajaron todos al salón. Ben, vestido con americana y camisa a cuadros desabrochada, no decía gran cosa. Sharon llevaba vaqueros y chaqueta, y el cabello recogido hacia atrás, como si fuera a emprender un viaje o algo así. Se sentaron todos en silencio.

Phil Cavetti empezó a exponer lo que iba a ocurrir.

– Su marido pasará a disposición del fiscal federal hoy -informó a Sharon-. Empezará a cumplir condena en un lugar seguro hasta el juicio. Serán ocho o diez meses. Según el acuerdo que ha firmado, tendrá que testificar en los juicios adicionales que vayan surgiendo. -Luego se dirigió a los demás-: El resto de ustedes estará en custodia preventiva hasta que se fije un lugar definitivo. Bajo ninguna circunstancia pueden revelar a nadie dónde se halla ese lugar. -Miró a Em y a Justin-. Eso significa que ni un correo electrónico a vuestro mejor amigo ni un mensaje de texto. Es por su propia seguridad… ¿entienden?

Asintieron tímidamente.

– ¿Ni siquiera a Kate? -preguntó Em levantando la mirada hacia su hermana.

– Ni siquiera a Kate, desgraciadamente -dijo Phil Cavetti negando con la cabeza-. Una vez instalados, podemos concertar unas cuantas llamadas y podrán enviar correos electrónicos a través de un sitio web de intercambio de información del WITSEC. Y también podremos organizar visitas con la familia un par de veces, al año, en un lugar neutral y bajo nuestra supervisión.

– Un par de veces al año -suspiró Sharon tomando la mano de Kate.

– Eso es. Se les darán nuevas identidades, nuevos carnés de conducir, números de la Seguridad Social. A ojos del mundo, nada de esto ha existido. ¿Entendéis que es sólo por vuestra propia seguridad? -preguntó mirando a los chicos-. Vuestro padre está haciendo algo que le granjeará el odio de la gente contra la que va a testificar, y ya habéis visto de primera mano de lo que son capaces. La agente Seymour y yo hemos llevado varios casos similares, incluso de miembros de la propia familia Mercado. Si seguís las reglas, no os pasará nada. Aún no ha habido un solo caso en que el protegido haya sido descubierto.

– Ya sé que todo esto debe de asustarles -intervino Margaret Seymour. Tenía un pequeño lunar a la derecha de la boca y un ligero acento sureño-. Pero cuando encuentren un hogar, no estará tan mal. Me he encargado de muchas reubicaciones como la suya; familias en situaciones parecidas. Hasta podría decirse que soy como una freak especialista en los Mercado. Tendrán más de lo que tiene la mayoría de las familias: dinero suficiente para vivir cómodamente. Tal vez no acabe de ser el estilo de vida al que estaban acostumbrados, pero haremos lo posible por encontrar un lugar cómodo. -Sonrió a Emily que, a todas luces, lo estaba pasando mal-. ¿Has ido alguna vez a California, cariño? ¿O a la costa noroeste?

– Juego al squash, agente Seymour. -Em se encogió de hombros-. Estoy federada.

– Llámame Maggie. Y te prometo que seguirás haciéndolo, cariño. Lo solventaremos. Irás a la escuela y a la universidad, como hubieras hecho aquí. Uno se adapta a las cosas. Sabrás arreglártelas. Y lo más importante: estaréis juntos. Naturalmente -añadió mirando a Kate-, sería mejor si os fuerais todos.

– No, ya está decidido. Yo me quedo -dijo Kate, aferrando más fuerte la mano de su madre.

– Entonces tendrás que tratar de no llamar para nada la atención -insistió Phil Cavetti-. Te iría bien cambiar de domicilio. Asegúrate de que las facturas del teléfono y la luz no vayan a tu nombre.

Kate asintió.

– Ya hablaremos de cómo hacernos cargo de todo cuando tus padres se hayan ido.

– ¿Podremos volver algún día? -preguntó Em, no muy convencida.

– Como suele decirse, «nunca digas de esta agua no beberé».

– La agente Seymour sonrió-. Pero la mayoría de familias acaba sintiéndose cómoda en su nuevo hogar. Echan raíces. Por desgracia, los Mercado tienen buena memoria. Creo que lo mejor es que consideréis esto como una nueva fase de vuestra vida. Ahora seréis estas nuevas personas. Te acostumbrarás. Lo juro sobre un montón de raquetas de squash. ¿Algo más?

– Así que se acabó todo. -Sharon tomó aire y recorrió rápidamente la habitación con la mirada, a punto de echarse a llorar-. Nuestra casa. Nuestros amigos. Nuestra vida. Todo lo que hemos construido.

– No -replicó Kate negando con la cabeza. Tomó la mano de su madre y la apretó firmemente contra su pecho-. No se ha acabado todo, mamá. Esto es lo que habéis construido; no lo olvides nunca. Nos llamamos Raab, mamá. Kate, Justin y Emily Raab. Eso nunca nos lo podrán arrebatar.

– Oh, cariño, te voy a echar tanto, tanto de menos…

Su madre la abrazó con fuerza durante un largo rato. Kate notó lágrimas, las lágrimas de Sharon, en el hombro. Emily se unió a ella y las dos la abrazaron.

– Tengo un poco de miedo -declaró Em.

Aunque en la pista de squash se mostrara dura como el acero, no era más que una chica de dieciséis años a punto de separarse de cuanto conocía en la vida.

– Yo también tengo miedo, cielo -respondió Kate, estrechando más a su hermana-. Tienes que ser fuerte -le susurró al oído-. Ahora quien lucha eres tú.

– Entonces estamos todos de acuerdo -interrumpió su padre.

Apenas había pronunciado una palabra en toda la reunión. Phil Cavetti asintió en dirección a un joven agente del WITSEC que había junto a la puerta y que se acercó y tomó a Raab del brazo respetuosamente.

– Está bien. -Sharon se secó los ojos y echó un último vistazo a su alrededor-. No pienso decir nada más. Sólo es un lugar; habrá otros. Vámonos y punto.

De pronto, Kate se dio cuenta de que veía a su familia -tal como la conocía hasta entonces- por última vez. No se trataba de un viaje: no iban a volver. Caminó hasta la puerta con los brazos alrededor de Em y Justin. Los miró, con el corazón latiéndole atropelladamente.

– No sé qué decir.

– ¿ Qué vamos a decir? -Su madre sonrió y le secó las lágrimas de la mejilla-. Tengo algo para ti, mi amor.

Se sacó un pequeño joyero marrón de la chaqueta y lo puso en la mano de Kate.

Kate abrió la tapa. Dentro había una fina cadena de oro con un colgante. Era un medio sol hecho de oro labrado y con un diamante incrustado. Tenía las esquinas recortadas, como si lo hubieran partido en dos. Parecía azteca, o puede que inca.

– Contiene secretos, Kate -susurró Sharon mientras se lo colgaba a su hija del cuello-. Tiene una historia. Algún día te la contaré; algún día encajarán las piezas, ¿de acuerdo?

Kate asintió, conteniendo las lágrimas.

Entonces, de pronto, se volvió a mirar a su padre.

– Te he hecho una transferencia a tu cuenta -le dijo él fríamente-. Mel se ocupará de ello. En principio, tendrás que mantenerte con eso durante un tiempo.

– Estaré bien -asintió Kate.

No acababa de tener claro cómo se suponía que debía sentirse.

– Ya sé que estarás bien. -Entonces la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos. Kate no se resistió. No quería. Apoyó la cabeza en el hombro de su padre-. Sigues siendo mi hija -le dijo-. Sientas lo que sientas, eso no cambiará.

– Lo sé, papá.

Kate aspiró por la nariz tratando de contener el llanto y le devolvió el abrazo.

Se separaron. Las lágrimas humedecían las mejillas de Kate. Miró por última vez sus ojos marrones de párpados caídos.

– Pórtate bien, gorrión. Y contrólate el azúcar. Ya sé que tienes veintitrés años, pero si no estoy yo aquí para recordártelo, ¿quién lo hará?

Kate asintió y sonrió.

– Pórtate bien tú también, papá.

Un agente federal lo tomó del brazo. Lo llevaron afuera, hasta un todoterreno negro con faros en el techo. Besó a Sharon.

Raab abrazó a Justin y a Em, y luego subió al coche. Empezó a lloviznar.

De pronto, Kate sintió que la presión que albergaba en su interior estaba a punto de estallar.

– Aún podría ir. -Se volvió hacia su madre-. Sólo hasta que papá salga…

– No -la interrumpió Margaret Seymour con rotundidad-. Aquí es o todo o nada, Kate. Si vienes, vienes para siempre. No podrás marcharte.

Sharon agarró a su hija y sonrió, casi imperceptiblemente.

– Vive tu vida, Kate. Es lo que quiero que hagas. Por favor…

Kate, titubeante, asintió con la cabeza a modo de respuesta. Entonces todo empezó a desmoronarse, esa compostura que tanto se había esforzado por guardar.

Los agentes los llevaron hasta un Explorer de los US Marshals que había llegado en silencio. Su equipaje ya estaba en el maletero. Subieron. Kate se acercó corriendo y apoyó la palma de la mano en la ventanilla mojada.

– Os quiero a todos…

– Yo también te quiero -le dijo su madre articulando bien para que le leyera los labios.

Juntó su mano extendida con la de Kate desde el otro lado del cristal.

El Explorer empezó a alejarse. Kate se quedó mirando, petrificada. Ahora las lágrimas rodaban a placer por sus mejillas. Le costó horrores no abalanzarse sobre el coche, arrancar la puerta y precipitarse en el interior. No podía dejar de pensar que quizá era la última vez que los veía.

– ¡Nos vemos pronto! -gritó cuando se alejaron.

Todos se volvieron tras el vidrio oscurecido y le dijeron adiós con la mano. El Explorer se detuvo al final del camino. Luego giró en los pilares de piedra. Un guiño de las luces de los frenos… y desaparecieron.

Kate se quedó allí de pie con la mano levantada, bajo la lluvia que cada vez calaba más.

Entonces dos agentes subieron a los asientos delanteros del todoterreno. Encendieron el motor. Kate veía el rostro de su padre a través del cristal teñido de gris. De pronto, el pánico le atravesó las entrañas.

El vehículo empezó a alejarse.

Kate avanzó unos pasos tras él.

– ¡Papá!

Ahora el corazón le latía a toda velocidad. No podía dejarlo marchar así. Tanto daba lo que hubiera hecho; quería que lo supiera. Él tenía que saberlo.

Lo quería. Sí, lo quería. Empezó a correr tras el vehículo.

– ¡Papá, para, por favor…!

El todoterreno se detuvo casi al final del camino. Kate avanzó uno o dos pasos más, y el vidrio de la ventanilla trasera descendió poco a poco.

Vio su rostro. Se miraron, con la lluvia arreciando cada vez más. En su semblante había tristeza, una muda resignación. Kate sintió que tenía que decir algo.

Entonces el vehículo volvió a moverse.

Cuando el vidrio de la ventanilla empezó a subir y sólo pudo verle los ojos, Kate hizo lo único que se le ocurrió, lo único que sabía que él entendería, mientras el vehículo se alejaba.

Le dijo adiós con un dedo.

18

Greg detuvo el coche delante de los pilares de piedra de Beach Shore. Un coche sin matrícula de los US Marshals estaba allí, impidiendo el paso. Hacía tres días que la familia de Kate estaba bajo custodia preventiva.

Un joven agente salió del coche y comprobó la documentación de ambos, mirando muy de cerca a Kate. Luego asintió cordialmente y les hizo señas para que pasaran.

Mientras se acercaban por el largo y empedrado camino, Kate miró fijamente la casa, que estaba silenciosa y cerrada.

– Esto es de lo más increíble, Greg -dijo-. Es mi casa.

Kate no tenía ni idea de dónde se encontraba su familia; sólo sabía que estaban a salvo y bien y que pensaban mucho en ella; eso le había dicho Margaret Seymour.

El garaje de cinco plazas estaba vacío. Ya habían embargado el Ferrari de su padre, y también el Chagall, los grabados de Dalí y lo que había en la bodega, según le habían dicho. El Range Rover de su madre estaba aparcado fuera, en la curva. No tardaría en reunirse con todo lo demás.

Era cuanto quedaba.

En la puerta había un cartel. Habían embargado la casa. Le bastó con cruzar la puerta y entrar en el vestíbulo de techos altos para sentir la inquietud y la soledad más profundas que jamás había experimentado.

Las cosas de la familia estaban empaquetadas y dispuestas en el primer corredor, listas para embarcar a algún destino desconocido.

Sus pertenencias estaban allí… pero su familia se había ido.

Kate recordó el aspecto de la casa el día que se trasladaron.

– Qué grande es -había dicho su madre después de soltar un grito ahogado.

– Nosotros la llenaremos -había respondido su padre, sonriendo.

Justin encontró un cuarto con buhardilla en el tercer piso y se lo adjudicó. Luego salieron todos y miraron hacia el estrecho.

– Es como un castillo, papá -había dicho Em, atónita-. ¿De verdad es nuestra?

Ahora lo único que llenaba la casa era aquel vacío inquietante. Como si todos hubieran muerto.

– ¿Estás bien? -Greg le apretó la mano.

Los dos estaban de pie en el vestíbulo.

– Sí, estoy bien -mintió Kate.

Subió al segundo piso, mientras Greg comprobaba cómo estaba todo por abajo. Kate recordaba los sonidos del lugar: los pasos resonando en las escaleras, Emily quejándose a gritos de su pelo, su padre viendo la CNN en la pantalla grande del cuarto de estar. El perfume de las flores de su madre.

Se asomó al cuarto de Emily. Aún había fotos pegadas en las paredes: instantáneas con sus amigos de la escuela, su equipo de squash de los Juegos Macabeos Juveniles. Se habían tenido que ir tan deprisa… Aquéllas eran cosas importantes.

¿Cómo podían haber quedado atrás?

Una por una, Kate empezó a despegar las fotos. Luego se sentó en la cama y se quedó mirando al cielo azul estrellado.

Se dio cuenta de que echaría de menos ver crecer a su hermana pequeña. No la vería ir al baile del colegio ni graduarse. Tampoco la vería merendándoselos a todos y quedando campeona de su escuela. Ni siquiera volverían a tener el mismo apellido.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Kate, furiosas e inexplicables.

Greg llegó corriendo por las escaleras.

– Eh, ¿dónde estás? ¡Mira esto! -gritó.

Entró en la habitación de Em llevando unas grandes caretas de Bill Clinton y Monica Lewinsky, de alguna fiesta de Halloween a la que habían ido sus padres el año anterior. Se detuvo al ver el semblante de Kate.

– Ay, Kate.

Se sentó a su lado y la estrechó entre sus brazos.

– ¡No lo puedo evitar! -dijo ella-. Estoy enfadadísima, joder.

– Ya lo sé… Ya lo sé… -respondió él-. Tal vez no hemos hecho bien en venir. ¿Nos vamos?

Kate negó con la cabeza.

– Ya estamos aquí. A la mierda; vamos a hacerlo.

Cogió las fotos de Emily y antes de bajar abrió la puerta del cuarto de sus padres. Había montones de cajas. Ropa, perfumes, fotos. Todo empaquetado, listo para que se lo llevaran.

Uno de los cajones del tocador estaba abierto y Kate vio algo dentro: una carpeta de piel abarrotada de papeles viejos que nunca había visto antes. Debía de ser de su padre. Estaba llena de documentos y fotos viejas: de cuando él y Sharon empezaban a salir, de cuando él estudiaba en la Universidad de Nueva York y ella hacía primero en Cornell… Unos cuantos certificados gemológicos. Una foto de su madre, Rosa. Cartas. ¿Cómo iba a dejar todo eso atrás como si nada?

Cerró la carpeta tras meter dentro las fotos de Em. Aquello era todo cuanto Kate tenía.

Bajaron y se detuvieron por última vez en el vestíbulo.

– ¿Estás lista? -preguntó al fin Greg. Kate asintió-. ¿Quieres llevártelas? -dijo sonriendo mientras le mostraba las caretas de Bill y Monica.

– No; mi padre odiaba a Clinton. Le hacían gracia las chorradas así.

Greg las tiró en un cubo de basura que había junto a la puerta. Kate se volvió por última vez.

– No sé cómo sentirme -dijo-. Voy a salir por esa puerta y dejar atrás todo mi pasado. -La invadió una oleada de tristeza-. Ya no tengo familia.

– Sí que la tienes -dijo Greg, y la atrajo hacia él-. Me tienes a mí. Casémonos, Kate.

– Genial. -Se sorbió la nariz-. Tú sí que sabes cómo acabar de hacer polvo a una chica cuando está por los suelos. A la mierda el bodorrio, ¿no?

– No, en serio -respondió-. Nos queremos. Dentro de dieciocho meses estaré ejerciendo. Me da igual que seamos sólo tú y yo. Hagámoslo, Kate… ¡casémonos!

Ella lo miró fijamente, muda de asombro, con los ojos brillantes.

– Ahora yo soy tu familia.

Загрузка...