A pesar de que había oscurecido, el hombre que iba al volante se dio cuenta de que el paisaje cambiaba. Ya había dejado muy atrás las praderas de Indiana y Ohio. La interestatal recorría los valles, cada vez más profundos, del paisaje de colinas de Pensilvania en dirección al este.
«Sólo unas horas más.»
El conductor puso la radio para combatir la fatiga. Llevaba tantas horas conduciendo que había perdido la cuenta. Recorrió con el dial los programas de entrevistas nocturnos y las emisoras de música country hasta encontrar una de viejos éxitos que le gustara. Sonaba Have you ever seen the rain? de Creedence Clearwater Revival.
A Benjamin Raab le escocían los ojos.
Ahora se llamaba Geller. Era el nombre con el que vivía desde hacía un año.
¿O era Skinner, el que ponía en su carné de conducir? Tanto daba. Eran nombres que nunca recuperaría. En el trabajo, Raab siempre se jactaba de que la capacidad de preparación era uno de sus puntos fuertes.
Y llevaba mucho tiempo preparándose para lo que ahora estaba haciendo.
Raab vio su rostro fugazmente en el espejo retrovisor. Sus ojos habían perdido la ternura y la luz de los últimos veinte años. Su sonrisa… no sabía ni tan siquiera si se acordaba de cómo sonreír. Ahora todo eso pertenecía al pasado, estaba enterrado en las arrugas de su viejo rostro.
Su antigua vida.
Era consciente de que había hecho cosas que ellos nunca entenderían. Había actuado llevado por una parte de sí mismo que nunca había compartido con ellos. Lo desagradable… también formaba parte de todo aquello. «Aquello» se había llevado cuanto tenía. Pensó en el daño que les había hecho a todos. Todas las falsedades que había tenido que llevar a cuestas. Le dolían. Le dolían, hasta que se obligó a olvidar. A enterrarlo en el pasado. Aún ahora le dolían.
Pero bueno, el pasado nunca muere, ¿no?
Raab recordaba a Kate cogiéndole la mano aquella noche, después de que todo se destapara: «Sólo quiero saber si la persona que ha entrado esta noche por esa puerta es la misma que he conocido toda mi vida».
Y cómo él la había mirado y había respondido: «Soy el mismo hombre».
Soy el mismo hombre.
Un Chevy Blazer con matrícula de Pensilvania lo adelantó a gran velocidad. Le recordó el juego con el que se entretenía su familia cuando emprendía largos viajes.
«¡Veo una P!» El Keystone State, el «estado clave» como solía llamarse a Pensilvania. Casi oía a Justin gritar desde el asiento trasero: «¡Ahí hay una N!». Y a Emily responder: «Nueva Hampshire. "¡Libertad o muerte!"».
Una sonrisa asomó a los labios de Raab. Recordó a Justin y a Em peleándose, como púgiles en el ring, hasta que quedaba claro que Justin se había aprendido de memoria los cincuenta estados y Em lo acusaba de hacer trampas y ponía los ojos en blanco diciendo que, de todos modos, era una bobada de juego para críos…
Lo invadió una sensación de absoluta soledad y aislamiento. Los echaba a todos mucho de menos. Pero aun así, no dudaría. Haría lo que tenía que hacer. Tal vez algún día lo entenderían.
Tal vez incluso lo perdonarían. No había sido quien creían que era, pero nunca había mentido.
La familia, les había dicho una y otra vez; lo más importante es siempre la familia.
Raab se colocó tras un camión, en el carril de la izquierda. Una I. Illinois.
¡La tierra de Lincoln!, casi se oyó gritar.
La sangre se limpiaba con sangre, pensó. Ése era el código, la ley que regía su vida. Ése era él. Había acciones que debían enmendarse. No pararía hasta que estuviera hecho.
La cacería no había hecho más que empezar.
La familia seguía siendo lo más importante.
Al día siguiente, Kate apenas pudo trabajar.
Se esforzó lo indecible por apartarlo de su mente: el torrente de preguntas suscitado por la foto de su padre que había descubierto la noche anterior. Miró por el microscopio y anotó el ritmo al que se dividían las células madre, la citosis fagocítica de Tristán e Isolda. No obstante, lo único que veía era el rostro de su padre delante de aquella puerta, y el letrero con aquel nombre escalofriante.
Ahora Kate entendía que buena parte de su vida había sido una enorme mentira.
Tras ver la foto, había buscado en internet la ciudad de Cármenes. No estaba en España, como creía. Estaba en Colombia.
Colombia. De donde eran los Mercado.
En ese instante, todo en la vida de Kate había cambiado. Quería creer en él, pensar en él tal y como era antes. Sin embargo, por segunda vez, vio en su padre a alguien distinto de la persona que siempre creyó conocer. No a una víctima, sino a alguien con un pasado… un pasado que nada tenía que ver con el suyo, con un secreto terrible e importante que ocultar. Un secreto que lo cambiaba todo. Y le daba miedo. La aterraba.
Le habían destrozado la vida a su familia, habían disparado a su mejor amiga. Había muerto gente por proteger esa mentira.
«¿Qué haces tú delante de ese cartel, papá?»
¿Lo sabían los agentes del WITSEC? ¿Lo sabía su madre? ¿Todos estos años? ¿Era todo mentira, cada historia de su pasado, su trabajo, el juicio? ¿Cada vez que la estrechaba entre sus brazos?
Recordó la voz de su madre: «Hay cosas que ya llevo mucho tiempo guardándome y ahora debes saberlas»…
¿Qué cosas? Kate se apartó del microscopio y se levantó.
«¿Qué intentabas decirme, mamá?»
La noche anterior, cuando Greg había llegado por fin a casa, enseguida se dio cuenta de que algo ocurría.
Kate estaba hojeando un montón de viejos correos electrónicos y cartas que había recibido ese año de su madre y de sus hermanos. Necesitaba sentirse cerca de ellos. Su madre había dejado a Emily ir sola a un concierto por primera vez. Third Eye Blind, el grupo favorito de Em. Kate casi podía sentir la emoción de su hermana; habría estado en el séptimo cielo…
– ¿Qué pasa, Kate?
Kate le pasó la foto de su padre que había encontrado.
Al principio él no pareció sorprendido. Ni siquiera enfadado. Al fijarse en las letras que había por encima de la cabeza de Ben, abrió mucho los ojos.
– No lo entiendo… Tiene que haber una razón, Kate. -Su rostro adquirió una expresión perpleja.
– ¿Qué razón, Greg? ¿Qué clase de razón quieres que haya? Que es un mentiroso; que se ha pasado la vida ocultándonos algo; que sí está relacionado con esa gente espantosa. ¿Cómo puede ser, Greg? Que sí hizo esas cosas horribles… Lo siento -manifestó-. Ya no puedo huir más de esto. Tengo que saberlo.
– ¿Qué tienes que saber, Kate? -Greg dejó la foto y se sentó delante de ella en la mesa-. ¿Que tu padre no era quien te imaginabas? Ahora ésta es nuestra vida… no la suya. No sé lo que ha hecho, pero lo que sí sé es que no lo averiguarás mirando por un microscopio. Es peligroso, Kate. Esa gente de ahí fuera… nos hace falta. No puedo ni imaginarme que te ocurriera a ti lo que le ha pasado a Tina.
«Greg tiene razón -pensó Kate ahora recorriendo el laboratorio con mirada extraviada-. No encontraré la respuesta bajo un microscopio.»
Era real y daba miedo, y Kate no sabía por dónde emprender la búsqueda ni lo que encontraría cuando la emprendiera. Ni tan sólo en quién confiar.
Pero tenía que saberlo. La foto lo cambiaba todo.
Porque el nombre de la puerta que tanto le repugnaba -Mercado- significaba que ya no sólo tenía que ver con su padre. El nombre que había en esa puerta también tenía que ver con ella.
Con cada recuerdo, con cada cosa que había tocado. Cada momento de su vida en que había reído.
Los agentes del WITSEC no le permitirían ver a su familia. Tenía que encontrar otro modo de hacerlo.
Greg estaba en lo cierto: la respuesta no estaba bajo una lente.
Estaba ahí fuera. Y Kate intuía dónde.
En el dormitorio de su casa blanca de madera, Sharon empezó a escribir en el ordenador. «Kate…»
Había mil cosas que quería explicarle.
«Primero, quiero decirte lo mucho que te echo de menos y te quiero… y lo mucho que me entristece haberte puesto en peligro. Pero hay cosas, cosas que casi hasta yo misma había olvidado, que tengo que contarte. Es lo que pasa con el tiempo, ya sabes. Con el tiempo y la esperanza. La esperanza de que lo pasado, pasado está (lo cual nunca es cierto), y de que la persona en la que te convertirás es distinta de la persona que eres ahora.»
Un viento frío soplaba en la bahía haciendo vibrar la ventana.
«Es tarde. Justin y Em están durmiendo. A esta hora de la noche, Kate, siento como si estuviéramos solas tú y yo.»
En el piso de abajo, una agente se quedaba despierta toda la noche. Sus teléfonos llevaban localizador. Siempre había un coche al otro lado de la calle.
«Los niños lo llevan bien, supongo. Echan de menos a su padre. Echan de menos muchas cosas. Su vida. A ti. Son jóvenes y están confundidos. Es muy normal que lo estén, y estoy segura de que tú también te sientes así.
»Tu padre podría estar muerto… o no, no lo sé. Pero estoy segura de que no volveré a verlo. Haya hecho lo que haya hecho, no lo juzgues con demasiada dureza. Te quiere. Siempre te ha querido. Os quiere a todos. Ha intentado protegeros, todos estos años. Cuesta mucho guardar secretos; te agujerean las paredes del alma. Olvidar es mucho más fácil.
»Así que voy a decírtelo, Kate… ahora.»
Sharon escribió. Lo escribió todo, las cosas que se sentía obligada a decir. El significado del colgante que le había dejado a Kate. Todo cuanto Kate debía saber. Sobre su padre.
Hasta le contó dónde vivían.
Quería decir tantas cosas… «Que les zurzan; ven, Kate, ven. Te echamos muchísimo de menos. Tenemos que estar juntos. Me importan un comino las dichosas reglas. Encuéntranos, cariño. Ven. Tienes que saber la verdad.»
De su interior brotó todo, desbordándose como un torrente: «Lo siento, Kate. Haberlo mantenido en secreto. Que tengas que estar asustada. Lo de Tina. Que nuestra familia esté separada».
Volvía a sentirse como una verdadera madre, por primera vez en un año.
De repente, una luz brilló fugazmente en la ventana. Siempre la asustaba. Miró el reloj y supo que era la hora.
El vehículo gubernamental se detuvo al final del largo camino que llevaba a la casa, como cada noche. Oyó abrirse la portezuela del conductor, salir al agente, decirle algo ininteligible al compañero. El cambio de guardia.
Sharon miró fijamente la pantalla. Leyó todo lo que había escrito. Puso el dedo sobre el icono «Enviar».
Entonces dudó.
«Vive tu vida», le había dicho a su hija. Y lo decía de corazón. Vive tu vida. No tienes por qué saberlo. Ahí fuera hay esperanza.
Sharon cerró los ojos, como tantas otras veces, ante el mismo mensaje que había escrito tantas otras noches. Sabía que Kate nunca llegaría a leerlo.
Sabía que no debía implicarla.
– Vive tu vida -volvió a susurrar, en voz alta.
Y pulsó «Borrar».
La carta desapareció. Sharon se quedó sentada frente a una pantalla en blanco. Escribió tres palabras más para luego dejar caer la frente sobre la mesa mientras se secaba una lágrima de la mejilla.
Las mismas palabras que escribía cada noche antes de acostarse.
«Te quiero, mamá.»
Nunca quedó del todo claro quién había denunciado al padre de Kate al FBI. Como él mismo había admitido su culpabilidad y tenían su voz grabada, nunca pareció importante de verdad. Se declaró culpable; testificó contra su amigo; fue a la cárcel. El FBI nunca había divulgado la identidad del informante, ni siquiera a lo largo del juicio.
Todas las transcripciones estaban a disposición del público. Kate no había ido nunca al juzgado ni había leído las actas. No había querido ver a su padre así. Pero ahora sí. Bastaba con ingeniárselas para que el secretario judicial se las dejara, y mostrarse prudente con todo el mundo sobre sus motivos para quererlas consultar.
Al cabo de pocos días, le dejaron el mensaje en el contestador automático. «El señor Kipstein me ha pedido que te llamara, Kate. Ya ha llegado lo que buscabas.»
Kate se dirigió al despacho del abogado, en un alto edificio de cristal situado en la esquina de la Cincuenta y cinco con Park. La secretaria la acompañó hasta un gran despacho donde varias pesadas carpetas negras descansaban sobre la elegante mesa de reuniones.
– Ponte cómoda, Kate -le dijo Alice-. Aquí hay agua. Si necesitas algo, sólo tienes que llamarme. El señor Kipstein está en una conferencia; espero que no tarde.
Cerró la puerta.
Kate se dejó caer en una silla de piel y cogió el primer volumen encuadernado. Estaba lleno de documentos legales presentados ante el tribunal: declaraciones, formularios de pruebas, acuerdos de testigos. Kate ni siquiera sabía lo que buscaba. De pronto, su idea le pareció algo estúpida y abrumadora. Sólo rezaba por que allí hubiera algo.
Empezó con las exposiciones de apertura. La inquietaba ver las pruebas acumuladas contra su padre, leer que era responsable de conspiración y de graves delitos. Que se declarara culpable, que confesara sus delitos, que incriminara a su amigo.
Pasó a la parte de la tercera carpeta donde él subía al estrado. El fiscal explicaba al tribunal cómo había conspirado abiertamente para infringir la ley. Que había aceptado sobornos, mordidas. Que los había pasado a su amigo Harold Kornreich. Que siempre había sabido con quién trataba. Durante las repreguntas, el abogado defensor hizo cuanto pudo por desacreditarlo.
ABOGADO: Ha mentido sobre su implicación a prácticamente todo el mundo, ¿verdad, señor Raab?
RAAB: Sí.
ABOGADO: Mintió al FBI cuando lo detuvieron. Mintió al Departamento de Justicia. Mintió a sus empleados. Hasta mintió a su propia mujer e hijos, ¿no es así, señor Raab?
RAAB: Sí.
ABOGADO: Hable más alto.
RAAB: Sí.
A Kate se le puso el corazón en un puño. Toda esa farsa… «¡Hasta ahora nos miente!»
Dolía leerlo; verlo fingir arrepentimiento y a la vez traicionar a su amigo. Tal vez no hubiera hecho bien en venir. Kate hojeó las páginas, leyendo su testimonio. Ni siquiera sabía qué coño andaba buscando.
Entonces algo captó su atención.
Uno de los testigos del gobierno. Su nombre no aparecía, pero los dos letrados se referían a él con un seudónimo: Smith. Decía que trabajaba para Beecham Trading. Beecham era el nombre de la calle donde vivían antes.
Era la empresa de su padre.
A Kate empezó a acelerársele el pulso cuando volvió a inclinarse sobre la carpeta encuadernada en negro con renovado interés. El siguiente en hablar fue Nardozzi, el fiscal del Estado.
NARDOZZI: ¿Qué trabajo desempeñaba en Beecham, señor Smith?
TESTIGO: Llevaba la contabilidad diaria. Los gastos en efectivo, los acuerdos comerciales…
Kate abrió los ojos como platos. «Oh, Dios mío.» ¡Sabía quién era!
NARDOZZI: En el desempeño de su trabajo, ¿gestionó pagos de Paz Enterprises?
TESTIGO: Sí, señor Nardozzi. Era uno de mis principales clientes.
NARDOZZI: ¿E ingresos procedentes de Argot Manufacturing?
TESTIGO: [Asiente] También, señor. Ingresos también.
NARDOZZI: ¿Y sospechó en algún momento de esos ingresos de Argot?
TESTIGO: Sí, señor. Argot era fabricante. Paz le trasladaba su producto directamente, así que había mucho movimiento. Lo comenté ampliamente con el señor Raab. Varias veces. Las facturas… no parecían legales.
NARDOZZI: Cuando dice que no parecían legales, quiere decir que tenían un porcentaje de comisión más elevado de lo normal.
TESTIGO: [En voz baja] Sí, señor Nardozzi. Eso… y que todas correspondían a artículos corrientes pero que se enviaban a paraísos fiscales.
NARDOZZI: ¿Paraísos fiscales?
TESTIGO: Las Islas Caimán, Trinidad, México. Pero yo sabía que no acababan ahí. Hablé de ello con Ben, varias veces durante estos años. Él siempre me daba largas diciendo que sólo era una cuenta diferente con la que se facturaba de otro modo. Pero yo sabía adónde iban. Conocía a la gente con la que tratábamos y el tipo de dinero que entraba. Por muy contable que sea, señor Nardozzi [ríe], no soy tonto.
NARDOZZI: ¿Y qué hizo, señor Smith, con las preguntas que tenía? ¿Después de, como dice, hablar varias veces con su jefe y que él siempre lo disuadiera?
Kate leyó la respuesta. Se apartó de la transcripción. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
TESTIGO: [Pausa larga] Contacté con el FBI.
Kate dio un paso adelante, sorprendiendo al hombre fornido al salir del edificio de oficinas de la calle Treinta y tres.
– ¿Howard?
Howard Kurtzman había trabajado veinte años para su padre. No le costó encontrarlo. La antigua secretaria de su padre, Betsy, conocía la empresa de juguetería donde trabajaba ahora. El contable siempre había sido hombre de costumbres arraigadas. Cada día salía a comer a las doce en punto.
– ¿Kate? -Sus ojos la miraron, nerviosos-. Caray, Kate, cuánto tiempo. ¿Cómo te va?
Kate siempre le había tenido cariño. De pequeña, él era quien llevaba el día a día de la oficina. Uno de esos tipos que siempre parecían el alma del lugar. Era Howard quien siempre enviaba a Kate sus cheques con la asignación mensual cuando iba a la universidad. Una vez hasta la encubrió, cuando ella superó el límite de su tarjeta de crédito en Italia y no quería que su padre se enterara. Howard aún pesaba más de la cuenta, se le había caído algo el pelo de la coronilla y al hablar resollaba un poco. Aún llevaba las mismas deportivas gruesas con plantillas especiales y la misma corbata ancha pasada de moda. Siempre se refería a Kate como «La hija número 1 del jefe».
– Enhorabuena -dijo, ajustándose las gafas-. Me han dicho que te has casado, Kate.
– Gracias.
Lo miró. Había algo en la situación que a Kate se le antojaba ligeramente triste.
– ¿Es casualidad o qué? -trató de reír el contable-. Me temo que el antiguo talonario no da para más.
– Howard, he leído las transcripciones.
Kate dio un paso adelante.
– Las transcripciones… -Se rascó la cabeza, incómodo-. Caray, Kate, ya ha pasado un año entero. ¿Ahora?
– Howard, sé que fuiste tú -respondió Kate-. Sé que eres tú quien lo denunció.
– Te equivocas -negó con la cabeza-. El FBI me citó a declarar.
– Howard, por favor… -Kate puso la mano en el brazo del contable-. Me da igual. Sé que mi padre hizo cosas malas. Sólo quiero saber… ¿por qué lo hiciste? Después de tantos años… ¿Es que te incitaron a hacerlo? ¿Te presionaron? Howard, eras como de la familia.
– Ya te lo he dicho. -Sus ojos iban y venían, inquietos-. Me citaron, Kate. No tenía alternativa.
– Entonces, ¿quizá lo hizo otra persona? Alguien del ramo. ¿Te pagó alguien, Howard? Por favor, es importante. -Kate se dio cuenta de que parecía algo desesperada-. Tengo que saberlo.
Howard la llevó hasta el bordillo, lejos del ir y venir de los transeúntes. Kate se dio cuenta de que estaba asustado de verdad.
– ¿Por qué haces esto, Kate? ¿Por qué vuelves atrás ahora?
– Para mí no se ha quedado «atrás», Howard. Mi padre ha desaparecido; hace una semana que nadie lo ve. Mi madre está hecha polvo. Ni siquiera hay manera de saber si está vivo o muerto.
– Lo siento -respondió él-. Pero no puedes estar aquí, Kate. Tengo una vida…
– Nosotros también, Howard. Por favor, sé que sabes algo. No puede ser que lo odies tanto.
– ¿Crees que lo odio? -Su voz expresaba una tímida negativa, algo que Kate también interpretó como tristeza-. ¿Es que no lo entiendes? Trabajé para tu padre durante veinte años.
A Kate le brillaban los ojos.
– Lo sé.
Él no cedió.
– Lo siento. Te has equivocado al venir aquí, Kate. -Trató de soltarse-. Asúmelo, tu padre era un delincuente, Kate. Hice lo correcto. Tengo que irme.
Kate alargó la mano y cogió el brazo del contable. Apenas podía ocultar sus sentimientos. Conocía a Howard Kurtzman desde pequeña.
– Hice lo correcto, Kate. ¿Es que no lo entiendes? -Parecía que le fuera a dar algo-. Ahora vete, por favor. Ésta es mi vida ahora. Déjame, Kate, y no vuelvas.
Era una fría mañana de octubre. Kate volvía a estar en el río. El agente del WITSEC que la vigilaba la observaba desde el aparcamiento que quedaba por encima de la orilla y del cobertizo del embarcadero.
Kate se separó del pantalán y fue río arriba, hacia el Hudson. Más arriba, en el acantilado de la curva de Baker Field, el sol brillaba intensamente sobre la C pintada de Columbia.
Esa mañana las corrientes estaban algo picadas y había poco tráfico. Kate se sentía bastante sola. Empezó con paladas cada cinco latidos, lo justo para alcanzar su ritmo. El elegante bote se deslizaba con facilidad por las olas. Más adelante encontró una' lancha en medio del río, en el tramo llamado Narrows, entre Swindler's Cove y Baker Field.
Kate hizo una serie para apartarse. «Vale, Kate, ponle ganas… Suéltalo…»
Se inclinó hacia delante y se impulsó hasta coger ritmo, aumentando la velocidad a una palada cada cuatro latidos. Su traje de neopreno no dejaba pasar el viento cortante ni el frío. Siguiendo su pauta, Kate regresó mentalmente al día anterior. Lo inquieto que se había mostrado Howard, lo nervioso que parecía por el mero hecho de encontrársela. Ocultaba algo -Kate lo tenía claro-, pero no pensaba decírselo. Alguien lo había presionado para que fuera al FBI. Y estaba segura de que su madre también sabía algo. Sharon la tenía preocupada, allí sola. Todos la tenían preocupada. Los del WITSEC no se lo estaban contando todo.
Kate remó contracorriente con todas sus fuerzas, impulsándose con las piernas y con el asiento deslizándose a popa. Miró a su espalda. Se acercaba a la curva. La corriente estaba picada, y el viento se hundía en su traje de neopreno. Ya debía de haber recorrido más de kilómetro y medio.
Fue entonces cuando vio la lancha en la que había reparado antes. Se acercaba por detrás.
En el río había calles. Ella tenía preferencia. Al principio Kate se limitó a refunfuñar y pensó: «Eh, despierta, capullo». No había nadie más que ellos dos. La embarcación pesaba por lo menos dos toneladas y parecía ir rápido. Sólo con la estela ya la haría volcar.
Kate cambió la remada, apartándose del camino de la otra embarcación en dirección a la costa del Bronx.
Volvió a mirar atrás. La lancha que se aproximaba también había cambiado de dirección; ¡aún la tenía encima! «Por Dios, ¿es que esta gente va dormida todavía?» Ahora los separaban unos cien metros y el casco rojo brillante empezaba a verse muy grande. Kate volvió a levantar los remos y a mirar alrededor. El corazón empezó a acelerársele.
No es que la lancha fuera en su dirección: seguía un rumbo de colisión. Se le venía encima.
Entonces Kate empezó a asustarse. Miró a su espalda, en dirección al cobertizo, y vio al agente del WITSEC, que no podía hacer nada aunque viera lo que pasaba. La embarcación iba hacia ella a toda velocidad. Podía partir en dos su bote de fibra de vidrio. Kate subió el ritmo. «¿Es que no me ven?» La lancha se acercaba, tanto que podía ver a los dos hombres de la cabina. Uno llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una coleta y la miraba fijamente. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que ocurría.
No estaban para nada distraídos. Aquello no era ningún accidente.
Iban a estrellarse contra ella.
Desesperada, Kate la emprendió con los remos, tratando de maniobrar el diminuto bote mientras la embarcación se le echaba encima. ¡Dios mío! Abrió los ojos angustiada y la miró fijamente. «¡Vamos a chocar!» En el último segundo, se oyó una bocina ensordecedora, y la embarcación, con su enorme casco avanzando pesadamente por encima de ella, viró. Se oyó un horrible chirrido: su remo partiéndose en dos. Su bote se levantó en medio de la estela, como un muñeco de trapo, y se partió por la parte trasera del casco.
«Oh, Dios mío… no.»
En cuestión de segundos Kate se encontró en el agua, que estaba sucia y helada y la golpeó como si de un bloque de cemento se tratara. El río se precipitaba al interior de sus pulmones. Kate pataleó y revolvió los brazos atrapada en el violento remolino que había dejado tras de sí la embarcación. Sentía que luchaba por su vida. Trató desesperadamente de impulsarse hacia arriba.
De pronto, se dio cuenta: «No puedes subir, Kate». «Esta gente intenta matarte.»
Cada célula de su cuerpo gritaba, presa de la confusión y el pánico. Kate empezó a bucear moviendo los pies con movimiento de tijera y nadó, rogando por tener suficiente aire en los pulmones y con intención de seguir hasta que la abandonaran las fuerzas. No estaba segura de qué dirección tomar. Cuando sintió que le fallaban los pulmones se abrió paso hacia la superficie como pudo. Durante un instante permaneció desorientada, jadeando, aspirando bocanadas del necesario y tan valioso oxígeno. Vio la orilla, la orilla del Bronx, a unos veinticinco metros. La única persona que podía ayudarla ahora estaba en el otro lado.
Kate se volvió y vio la lancha dando vueltas cerca de donde se encontraba su bote volcado. A poca distancia vio lo que quedaba del casco azul del Peinert, partido en dos, y observó al hombre de la coleta en la popa del barco, escudriñando los restos para luego alzar la vista lentamente y describir con la mirada un arco cada vez más amplio en dirección a la línea de la costa.
Sus ojos se detuvieron justo sobre ella.
«Por Dios, Kate, tienes que salir de aquí ahora.»
Tomó aire y volvió a sumergirse. Por unos segundos, buceó en paralelo a la costa, con un miedo atroz de salir.
Entonces el río se volvió estrecho y poco profundo. Los músculos de Kate empezaron a agotarse. Nadó como pudo los últimos angustiantes metros y se impulsó hacia la superficie para alcanzar por fin la orilla rocosa entre respiraciones entrecortadas, aspirando compulsivamente para recuperar el aliento. Rodó hasta quedar tendida boca arriba, demasiado agotada para preocuparse tan siquiera de su seguridad. Sus ojos volvieron al punto en donde creía que encontraría la embarcación.
Se había ido.
Vio cómo se alejaba a toda velocidad por el río. El de la cola seguía en la popa, devolviéndole la mirada.
Kate apoyó la cabeza en el suelo y tosió, expulsando un chorro de agua aceitosa que olía a combustible. Por alguna razón, en el último instante la embarcación había virado; de lo contrario, estaría muerta.
No sabía si habían intentado matarla o si sólo era un aviso. En cualquier caso, entendía lo que significaba.
Mercado ya no era sólo un nombre o una amenaza.
Ahora era la clave de su supervivencia.
Lo había decidido mucho antes de que llegara la policía.
Mucho antes de que encontraran la lancha, robada el día anterior en un varadero de City Island, abandonada en un embarcadero del East River.
Antes de que le curaran y vendaran el corte en el brazo provocado por el remo astillado, y antes de que Greg corriera al hospital para llevarla a casa y antes de echarse a llorar al verlo y percatarse de la gran suerte que tenía de estar viva.
Lo había decidido en la orilla.
Lo que tenía que hacer.
Con los pulmones ardiéndole y los dedos clavados en la tierra mojada pero tan preciada, con la embarcación que casi la había partido por la mitad alejándose a toda máquina y una inconfundible mirada de lucidez en los ojos del hombre de la cola de caballo.
«Muy bien, habéis ganado -dijo para sus adentros con rabia mientras la lancha se alejaba a toda velocidad-. Me queríais a mí, pues ya me tenéis, hijos de puta. Soy toda vuestra.» Ya no podía mantenerse al margen como si nada.
Si habían conseguido encontrarla a ella, podían localizar a su familia.
Su madre tenía información de por qué había desaparecido su padre. De por qué salía en esa foto. La verdad sobre sus vidas. Podían estar en peligro.
Kate sabía, hasta cuando Greg la abrazaba, lo que tenía que hacer.
Los agentes del WITSEC no la ayudarían a llegar hasta ellos.
Ahora encontrar a su familia dependía de ella.
El médico le dio Valium y Kate durmió un par de horas en el piso. Antes de irse, Greg se arrodilló junto a la cama y le acarició el cabello.
– En la puerta hay un agente y la policía está fuera. Mejor aún: Fergus está montando guardia.
– Bien -dijo Kate medio dormida, y le apretó la mano.
– Tienes que ir con cuidado, Kate. Te amo. No quiero ni pensar en lo que podría haber pasado. Volveré pronto, te lo prometo.
Kate asintió, con los párpados pesados, y cerró los ojos.
Se despertó a media tarde. Aún se sentía algo grogui y mareada, pero por lo demás estaba bien. Llevaba el brazo izquierdo vendado. Miró por la ventana y vio a un hombre del FBI y a un par de agentes uniformados abajo, en la calle. También había un guardia apostado en su planta, delante de la puerta del piso.
Kate se dio cuenta de que no sería fácil hacerlo. No podía enviarles un correo electrónico. No podía llamarlos. Ahora los agentes no estarían dispuestos a perderla de vista.
¿Por dónde demonios podía empezar?
En el cajón inferior del escritorio estaba el clasificador de fuelle donde guardaba los correos electrónicos y la correspondencia que había recibido de ellos el año anterior. Kate nunca los había destruido como le habían indicado. Esos mensajes y postales eran cuanto tenía. Los había leído varias veces.
Tenía que haber algo. En algún sitio…
Puso un cuarteto de cuerda de Bartók en el iPod externo y empezó a hojear los correos electrónicos. La verdad es que siempre había sospechado algo. Una vez Justin le había escrito contándole que tenían embarcadero propio y podían ir a pasear en barca, lo que a su hermano le parecía genial. Su madre le había dicho que el invierno no era para nada riguroso, que básicamente llovía mucho y ya está. Tal vez estaban en el norte de California, se había figurado siempre Kate. O en la costa noroeste. Pero incluso si sus presentimientos eran acertados, seguía siendo una superficie enorme.
Ni tan siquiera sabía su nuevo nombre.
Página a página, ordenó la pila de correspondencia. Al principio casi todo eran notas del tipo «te echamos de menos» además de un montón de quejas. Las cosas ya no eran como antes. Nada era igual. A Justin le costaba hacer nuevos amigos. Em estaba muy picada con papá y los nuevos entrenadores de squash, que no eran tan buenos.
Mamá parecía simplemente deprimida:
«No sabes cuánto te echamos todos de menos, cariño.»
Luego, según fue pasando el año, los mensajes se volvieron algo más alegres. Como les había prometido Margaret Seymour, empezaban a adaptarse. Su madre era miembro de un club de jardinería. Justin había conocido a aquel chaval que tenía un estudio de música en el sótano y habían empezado a grabar. Emily había conocido a algún que otro chico. Había arrasado en las pruebas de acceso a la universidad. Kate encontró la nota que Em había escrito sobre el primer concierto al que su madre la había dejado ir sola.
«3EB», firmaba Em.
No hacía falta traducción. Third Eye Blind.
Su hermana se la había enviado en junio, casi loca de júbilo. «¡Fue tremendo, Kate! ¡Tan divertido! ¡¡¡Stephan Jenkins estuvo impresionante!!!» Se quedaron hasta más de medianoche. Al día siguiente tenían clase. Una de sus amigas había dispuesto que una limusina las llevara a casa.
Al volver a leerlo, Kate sonrió. Entonces, de pronto, su sonrisa se desvaneció. Se concentró en el nombre del grupo.
Third Eye Blind.
¡Eso era! Third Eye Blind. Kate cruzó corriendo la habitación hasta la mesa del ordenador y lo encendió. Introdujo el nombre del grupo en Google.
En unos segundos, su web aparecía en pantalla. Había un enlace para noticias y, haciendo clic en éste, Kate encontró otro enlace correspondiente a la reciente gira veraniega del grupo. Fue descendiendo. El correo de Em tenía fecha del 14 de junio. El 2 y el 3 de junio habían tocado en Los Ángeles. El 6 de junio habían ido a San Francisco.
El 9 y el 10 habían estado en Seattle, Washington.
Em decía que el concierto había sido la semana anterior. Kate empezó a reconstruir lo que sabía. «Volvieron a casa en limusina. Podían pasear en bote.»
Tenía que ser San Francisco o Seattle.
Pero aunque acertara, ¿cómo podía salir a buscarlos? ¿Cómo podía acotar las opciones? En esas ciudades había millones de personas. Era como buscar una aguja en un pajar, como dice el refrán. Y ni siquiera tenía un nombre. Ni siquiera sabía el aspecto que tenía la aguja.
Hasta que cayó en la cuenta.
«De ahora en adelante, iré donde usted vaya -le había dicho su nuevo guardaespaldas, llamado Oliva-. Cuando esté en el trabajo, estaré en el trabajo. Cuando reme, remaré…»
«Caramba, Kate, ¡eso es!»
Ella remaba. Sharon hacía yoga. Y Emily… ¡Emily era la clave!
Kate se levantó y fue hasta la ventana. Vio el coche del agente del WITSEC aparcado abajo, en la calle.
Sabía que de ningún modo podía decírselo a Greg, y empezaba a sentirse desleal y avergonzada por ello. Él le diría que era demasiado peligroso, demasiado arriesgado. Si se lo contaba, nunca, nunca la dejaría ir. No podía planteárselo.
Y primero tendría que librarse de algún modo de esos agentes del WITSEC.
Fergus se acercó meneando la cola, percibiendo algo, y dejó caer su barbilla en la rodilla de Kate.
– Lo siento, cariño. -Kate agachó la cabeza y le acarició las orejas-. Papá me odiará. Pero tengo que irme durante un tiempo. Después de todo, quizá sí supiera el aspecto que tenía la aguja.
Phil Cavetti había estado muchas veces en la sede del FBI de la avenida Pennsilvania.
Pero nunca en la décima planta.
Y cuando el ascensor privado en el que se encontraba, flanqueado por su jefe de los US Marshals y un enlace del FBI, se detuvo, su estómago revuelto le recordó que no estaba precisamente encantado de que su primera visita se hubiera convocado esa noche a las diez.
Se abrieron las puertas y dejaron a la vista un puesto de seguridad con dos soldados armados montando guardia. La escolta del FBI los saludó con la cabeza y acompañó al grupo más allá de un gran espacio de estaciones de trabajo, el hábitat de los analistas y empleados de élite del FBI. Luego pasaron por un pasillo de despachos con paneles de vidrio en cuyas puertas podían leerse los nombres de algunos de los más poderosos agentes de la ley.
La puerta del despacho de la esquina estaba abierta; era el único con el interior aún iluminado. Cavetti se aclaró la garganta y se enderezó la corbata. La puerta rezaba «Subdirector, Narcóticos y Crimen Organizado».
A través de la ventana del despacho se veía la cúpula del Capitolio.
Ted Cummings estaba al teléfono tras su escritorio de cristal, con la corbata aflojada y el semblante no precisamente complacido. Hizo señas a Cavetti y a su jefe, Calvin White, para que se sentaran en un sofá frente a la mesa. El despacho era grande. Había una bandera americana colgada en un rincón. Tras la mesa, fotos del subdirector con el presidente y otros destacados miembros del gobierno, y el emblema del FBI. En el sofá ya había sentado alguien más, alguien a quien Cavetti reconoció de inmediato. Se dio cuenta de que estaba muy por encima de su categoría salarial. El hombre del FBI que los había acompañado salió y cerró la puerta.
– Phil, ya conoces a Hal Roach -le dijo Cal White mientras el hombre de cabello cano se inclinaba hacia delante y estrechaba la mano de Cavetti.
Roach era ayudante del fiscal general de Estados Unidos.
Muy, muy por encima de su categoría salarial, pensó Cavetti.
– Entendido.
El subdirector colgó el teléfono. Se acercó a ellos, se dejó caer en una silla de cuero y suspiró, como si no le entusiasmara especialmente estar ahí y no en casa, con su mujer e hijos; por no hablar del hecho de tener también en su despacho a uno de los responsables de mayor rango del Departamento de Justicia. Resopló y dejó caer una carpeta en una mesa auxiliar que había delante del sofá, y el contenido se salió.
Eran fotos de la tortura y ejecución de Margaret Seymour.
Cummings miró a White y profirió un suspiro perentorio.
– Cal, creo que ya conoce estas fotos… ¿Alguna idea de con quién trabajaba?
White se aclaró la garganta, y volvió la vista hacia Cavetti.
– Phil…
Cavetti tenía muy presente que lo que dijera en los siguientes instantes podía ser decisivo para el resto de su carrera.
– Frank Gefferelli, Corky Chiodo -respondió-, parte de la familia Corelli. Ramón Quintero, de los Corrado. Jeffrey Atkins; puede que recuerde que fue abogado denunciante en el fraude de Aafco…
El subdirector cerró los ojos y asintió con desagrado.
Cavetti se humedeció los labios y contuvo el aliento, antes de soltar un bufido.
– Soltero Número Uno.
Utilizó el nombre en clave, el que sabía todo aquel que trabajara en las altas esferas del cumplimiento de la ley.
Si los primeros nombres habían hecho subir la temperatura, Cavetti sabía que este último haría estallar el jodido generador.
Un silencio de perplejidad se adueñó de la estancia. Todos lo miraban fijamente. Los ojos de Cummings se clavaron en los de White, exasperados, y luego en el ayudante del fiscal general.
– Soltero Número Uno -asintió el subdirector con gravedad-. Genial.
Por un instante, todos parecieron sopesar las implicaciones de que se divulgara la identidad del informante más importante de narcóticos bajo custodia de Estados Unidos. Alguien que llevaba años contribuyendo a condenar a miembros de la familia Mercado. Como se había pasado todo el trayecto en coche planteándose justo lo mismo, la mente de Cavetti se trasladó a la península Nothern, en Michigan, donde sabía que era más que probable que acabara su carrera.
– Señores. -El ayudante del fiscal general se inclinó hacia delante-. Creo que todos llevamos bastante tiempo en el oficio como para percatarnos de cuándo nos hallamos ante un desastre grande de cojones. ¿Saben las implicaciones que tendría que ése fuera el paradero que la agente Seymour divulgó?
– No estamos del todo seguros de que el asesinato de la agente Seymour estuviera relacionado -respondió Cal White, el responsable de los US Marshals, tratando a todas luces de posicionarse.
– Y yo no soy Shaquille O'Neal. -El director del FBI frunció el ceño-. Pero están ustedes aquí…
– Sí -asintió con desánimo el responsable del WITSEC-. Estamos aquí.
– Así que creo que los tres deberíamos comprometernos -dijo el subdirector-; aquí se acaba esta brecha. El otro tipo que falta, este tal «MIDAS» -añadió mirando una hoja de papel-, el que creen ustedes que tuvo algo que ver con. esto, Benjamín Raab… ¿dónde demonios está?
– Se ha esfumado -reconoció Cavetti mientras su jefe lo miraba, impotente-. Es lo que llamamos un Código azul. Desaparecido. Ahora tenemos vigilada a su familia.
– Un Código azul. -El subdirector pareció abrasarlo con su mirada-. ¿Y eso qué es?… ¿El modo que tienen los del WITSEC de decir que no tienen ni puta idea? -Recorrió la estancia con la mirada, indignado, y luego suspiró-. Bueno, pues es lo que hay en cuanto a Soltero Número Dos. Y volviendo a Soltero Número Uno. Supongo que lo habrán ocultado y trasladado…
– Por eso estamos aquí. -Calvin White palideció y se aclaró la garganta-. También es un Código azul.
El miembro de los US Marshals Freddie Oliva formaba parte del WITSEC desde hacía seis años. Se había criado en el Bronx, donde su padre trabajaba de guardagujas en la compañía de transportes metropolitanos. Había ido a la Facultad de Criminología John Jay, se había sacado los estudios previos a la carrera de Derecho y tal vez algún día se sacaría el título de abogado. Sin embargo, ahora mismo había un crío en camino y facturas que pagar, y además esto estaba mucho más cerca de la acción que quedarse sentado en alguna habitación con un auricular en la oreja escuchando la cháchara del Departamento de Seguridad.
A Oliva le gustaba trabajar para los federales. La mayoría de esos tíos eran aspirantes al FBI que no conseguían entrar en el programa de Quantico. No le llegaban ni a la suela del zapato. A veces hacía turnos de guardia en los juzgados o tenía que acompañar a algún pez gordo de la mafia de camino al juzgado. O a una nueva ubicación. Había llegado a hablar con esos padrinos, y a algunos había llegado a conocerlos bastante bien. A lo mejor algún día escribía un libro.
Lo que a Freddie no le gustaba para nada era hacer de canguro. Cualquier interno podía quedarse ahí sentado contemplando cómo hacía pis el chucho. Pero después de lo que había pasado en el río, se iba a pegar a esa tía como una lapa. Al fin y al cabo, aquel asunto no tardaría en acabarse.
Ese tipo, Raab, cometería algún error, se dejaría ver por algún sitio. Lo pillarían y retirarían la protección de la chica. Y él volvería a su trabajo habitual.
– Oliva -crujió de pronto una voz en el auricular-, el sujeto baja ahora por el ascensor.
«Sujeto…» Resopló cínicamente y puso los ojos en blanco. El «sujeto» no era ningún asesino a sueldo tarado que ocultaran para el juicio. Ni ningún condenado a veinte años o a perpetua fugado y en busca y captura.
El sujeto era una bióloga de veintitrés años con un perro que tenía que mear.
– Recibido -respondió con un gruñido.
Oliva abrió la portezuela del coche y estiró los músculos. No le iría mal algo de ejercicio. De estar todo el día sentado en ese maldito coche se estaba quedando más tieso que un palo.
Al cabo de unos instantes, se abrió la puerta del edificio y el «sujeto» salió con Fergus, que tenía los ojos clavados en el bordillo.
Oliva no podía creerse que de verdad le pagaran por ese trabajo.
– ¿Es que nunca libra?
Kate se acercó a él, con el perro atado a la correa tirando de ella.
– Donde vaya usted, voy yo -respondió Oliva con un guiño-. Ya lo sabe, mamita. Ésas son ahora las instrucciones.
– ¿Y las instrucciones incluyen las salidas del perro a hacer sus necesidades? -dijo Kate mirándolo fijamente.
Llevaba puestos unos vaqueros que le sentaban bien, una chaqueta acolchada y una mochila colgada en la espalda. Freddie Oliva se sorprendió pensando que, si hubiera llegado a tener una profesora de biología como ésa, se habría pasado mucho más tiempo en el laboratorio que en el campo de fútbol. Ella alargó el brazo sosteniendo una bolsa de plástico y le dijo:
– Mire, Oliva, así se sentirá útil.
Él sonrió.
– Ya me siento útil.
Le gustaban los clientes con sentido del humor.
Fergus se le acercó meneando la cola. Oliva pensó que en los últimos dos días se había aprendido de memoria cada movimiento del chucho. Primero olisqueaba un poco alrededor del poste; luego contoneaba el culo por el bordillo; después se agachaba y… ¡premio! Oliva se apoyó en el coche, observando. «Joder, Freddie, tiene razón la chica. Tienes que cambiar de trabajo pero ya.»
Kate dejó que el perro tirara de ella más allá del edificio.
Oliva se llevó las manos a los bolsillos de la chaqueta de cuero para protegerse del frío, comprobó el arma y la siguió a poca distancia. Cuando llegaron delante del pequeño colmado donde Kate compraba a veces, ella se volvió.
– ¿Le importa si entro a por pasta de dientes, Oliva? ¿O llamará a Cavetti por si tiene que entrar y ayudarme también con eso?
– No, supongo que ya podrá usted sola -respondió Freddie levantando las palmas de las manos en señal de rendición. Sabía lo que era una mujer enfadada, y no le hacía ninguna falta que ella se enfadara con él-. Cinco minutos. Ya conoce las…
– Sí -le interrumpió Kate exasperada-. Ya conozco las reglas.
Arrastró a Fergus y entró. La conocían y no pareció importarles que el animal entrara con ella. Lo sujetó con la correa en la entrada y se volvió a Oliva con una mueca agria.
«Vale, vale. Yo sólo hago mi trabajo.»
El agente volvió al coche y se apoyó en la capota, sin perder de vista el establecimiento. Una llamada zumbó en la radio. Jenkins. Su reemplazo. Llegaría a las seis. Oliva miró el reloj: veinte minutos, ni uno menos. Estaba deseando ir a casa, fichar por sus tres horas y media, destapar una cerveza, su mujercita y, esa noche, su cena preferida: guachinango -pargo- a la veracruzana. Quizá también jugaran los Knicks.
Se fijó en un par de chavales con camisetas de baloncesto que venían hacia él por la calle. Uno intentaba regatear al otro, que no. era nada malo. Freddie se recordó a sí mismo en la avenida Baychester, donde había crecido, y en cómo por aquel entonces él también manejaba bastante bien la pelota.
Echó otro vistazo a la tienda al otro lado de la calle. «Caray, estará mirando todas las marcas que tienen.» Pasaron varios minutos. No quería hacer enfadar demasiado a la chica. Al día siguiente tenía que verla, y al otro. Pero Freddie empezó a pensar que había transcurrido ya demasiado tiempo. Lo suficiente para comprar una clínica dental entera, y no digamos un tubo de pasta de dientes. De pronto, una sensación de vacío empezó a reconcomerlo por dentro.
Algo pasaba.
Oliva se apartó del capó del coche y gritó a la radio:
– Finch, voy hacia la tienda. Hay algo que no me gusta.
Empujó la puerta. Lo primero que vio lo tranquilizó: Fergus estaba ahí sentado, con la correa atada al estante de los periódicos. Kate no podía andar muy lejos.
Entonces vio el papel doblado y enganchado en el collar de Fergus. Al abrirlo, se le cayó el alma a los pies.
«Oliva -decía la nota-. Asegúrese de que Fergus haga pis de camino a casa. Mi marido volverá a eso de las seis.»
Oliva hizo una pelota con el papel.
– ¡Hija de puta!
Salió disparado hacia el otro lado de la caja y corrió desesperado arriba y abajo por los pasillos. «Ni rastro, joder.»
Había una entrada en la parte trasera, detrás de donde despachaban la carne. Oliva salió por ella. Daba a un callejón que desembocaba en la calle Octava, una manzana entera más allá. En el callejón no había un alma. Un crío con delantal apilaba cajones y cajas.
– ¿Adónde coño ha ido? -le gritó Oliva.
El crío se quitó un auricular del iPod.
– ¿Adónde ha ido quién, tío?
Freddie Oliva cerró los ojos. ¿Cómo iba a explicarlo? Alguien trataba de matar a esa chica. Su padre podía haber matado a una colega. Golpeó la pared de ladrillos con la palma de la mano.
Kate Raab se había esfumado.
Luis Prado detuvo su Escalade negro en la calle, a la mitad del camino que se dirigía a la casa de tejas azules en la avenida jalonada de árboles de Orchard Park, Nueva York, a las afueras de Búfalo. Apagó las luces.
Aquello era muy tranquilo, pensó Luis: críos, familias, aros de baloncesto colgados en los garajes. No como aquellos otros torcidos y oxidados en las canchas sucias donde él se había criado. Aquí nunca pasaría nada malo. ¿Verdad?
Cogió los prismáticos y vio a través de las lentes de visión nocturna dos siluetas apalancadas en el Ford sin matricular que había aparcado justo enfrente de la casa de las tejas azules.
El del volante parecía medio dormido. El otro fumaba un cigarrillo, seguramente reflexionando sobre la mala suerte que había tenido de que le asignaran este trabajo. Luis escudriñó la manzana. No había furgonetas ni vehículos de reparto, las bases de vigilancia donde podían ocultarse más agentes: aparte de los federales del Taurus, no veía a nadie más por allí.
Un camión de la lavandería dobló la esquina y enfiló la calle. Se detuvo delante de una casa cercana. Salió un repartidor y dejó un fardo en la entrada. Llamó al timbre.
Luis Prado sabía que la próxima vez que fuera allí la cosa sería desagradable. Como con aquella bonita agente federal en Chicago. Aquello había sido cruel. Estaba muy bien entrenada y Luis había tenido que hacer uso de todas sus habilidades y todo su estómago. Pero al final les había servido. Al final habían conseguido lo que necesitaban saber. Gracias a eso, había llegado hasta aquí.
La puerta del garaje, al abrirse, captó la atención de Luis. Salió una mujer de mediana edad y aspecto agradable con el cabello gris recogido en un moño. Llevaba un perro atado con correa, un labrador blanco. Parecía alegre, simpático. La mujer metió una bolsa de basura en uno de los contenedores y dejó que el perro se dedicara a lo suyo. Uno de los agentes del Ford salió y recorrió una corta distancia por el camino. Los dos charlaron un momento. La mujer no abandonó la seguridad del garaje. Luis miró más atentamente: no vio a nadie más dentro.
El camión de la lavandería avanzó pesadamente por la calle y pasó de largo.
Los dos del Taurus no serían un gran problema. Ya había hecho esto antes.
«La fraternidad es tu destino.» Luis suspiró. Estaba escrito. Ya había elegido. Esperaría, vigilaría hasta ver aparecer a su objetivo. Tapó con un periódico la Sig de nueve milímetros que tenía en el asiento del copiloto.
La próxima vez sería él quien se dedicara a lo suyo.
Dos días más tarde, el taxi de Kate se detenía delante del edificio estucado de estilo español encajonado detrás del Arby's de un centro comercial de Mill Valley, California, al otro lado de la bahía de San Francisco.
– ¿Es aquí, señora? -preguntó el taxista, comprobando los números adhesivos color amarillo que había en las puertas de vidrio del edificio.
Kate trató de leer el letrero. Era el cuarto sitio que visitaba aquel día. Estaba empezando a tener algo de jet lag, se estaba desanimando y comenzaba a pensar que tal vez su idea no era tan brillante después de todo, sino sólo una absurda pérdida de tiempo que más adelante no le acarrearía nada más que un montón de problemas.
– Sí, es aquí -respondió mientras abría la portezuela.
El nombre que había en la entrada era Golden Gate Squash.
Kate había decidido empezar por la zona de la bahía. Sabía que no podía alquilar un coche: la podían localizar, así que iba cogiendo taxis. El día anterior había ido hasta Palo Alto y San José. Hoy ya había ido al Athletic Club del centro, luego había cruzado la bahía hasta un complejo deportivo de Berkeley. Nadie había reconocido la foto de Em. En ninguno de esos clubes.
San Francisco sólo era una de las ciudades: Kate tenía que ir a tres más, siguiendo la gira del grupo. Y a muchos más clubes.
Después de darle esquinazo a Oliva se había ido directamente al aeropuerto. La pequeña escapada con Fergus era lo único que le había dado motivos para sonreír en las últimas semanas. Lo que no resultaba ni la mitad de divertido era la nota que había dejado para Greg y haber tenido que fugarse sin ser sincera con él. Había escrito: «Sé que te costará entenderlo, Greg, pero tengo que averiguar algo, por mucho que finjamos que esto acabará; y no podía dejar que me disuadieras diciéndome que es un disparate, lo que sé que habrías hecho. Es un disparate, una tontería. Sólo quiero que sepas que estoy a salvo, que te quiero y que pensaré cada día en ti. Por favor, trata de no preocuparte. Te llamaré cuando llegue, sea donde sea que voy. Te quiero, pero tengo que hacerlo.
»¡¡¡Y no olvides la pastilla para el corazón de Fergus antes de acostarte!!!»
Era duro ocultarle cosas. Kate se sentía desleal. Era su marido, su mejor amigo. En principio, debían compartirlo todo. Confiaba en él más que en nadie en el mundo. Sabía que, por lo menos, tenía que llamarlo. La noche anterior, en el hotel, había cogido el teléfono para decirle que estaba a salvo y sólo había llegado a marcar el número. Luego había colgado. Algo la frenaba. Kate no sabía el qué.
Quizá que él no lo entendiera, y ella no quería oírlo. Quizá simplemente tuviera que mantener ese aspecto de su vida aparte.
Kate abrió la puerta del club de squash. Enseguida oyó el fuerte ruido de los golpes de la pelota estrellándose en las paredes de madera dura. Había varias pistas de paredes blancas, con las partes delanteras de vidrio transparente, y sólo una pareja jugando. Dos hombres sudados y con toallas envueltas al cuello que sin duda acababan de terminar bebían a grandes tragos, comentando el partido. Kate se acercó a un hombre pelirrojo, de aspecto atlético y con camiseta de squash, que había tras el mostrador de la entrada.
– Perdone, estoy buscando a una persona. ¿Le importaría echar un vistazo?
– En absoluto.
Le pasó la foto de Emily, una del año pasado, de los Juegos Macabeos Juveniles.
– Es mi hermana. Creo que juega aquí.
El jugador pelirrojo miró la foto un buen rato. Negó con la cabeza.
– Lo siento. No la he visto nunca. -Tenía acento inglés y le sonrió, como disculpándose.
– ¿Está seguro? -lo presionó Kate-. Se llama Emily. Tiene diecisiete años. Está federada en la Costa Este; se ha mudado aquí con mi padre. Sé que juega en algún lugar del centro. Es que quiero darle una sorpresa…
El jugador de squash volvió a encogerse de hombros, al tiempo que devolvía la foto a Kate.
– Soy el encargado del programa de la categoría de alevines. Si jugara aquí, la conocería. Ya lo creo que la conocería. ¿Ha mirado ya en Berkeley?
Kate suspiró, decepcionada.
– Sí -respondió. Volvió a meter la foto en el bolso, y añadió-: Gracias, de todos modos.
Mientras salía, dio un último vistazo algo desesperado a su alrededor, como si Em se le hubiera escapado al entrar pero pudiera surgir ahora de pronto, de la nada. Sabía que aquélla había sido una apuesta arriesgada. Aunque hubiera acertado en su presentimiento, había montones de lugares donde podían estar y también montones de cursos de squash. Kate se sentía algo boba jugando a los policías. Era científica, no detective.
Volvió a salir.
– ¿Regresamos al hotel? -preguntó el taxista cuando subió otra vez al coche; llevaba todo el día paseándola arriba y abajo.
– No -respondió Kate sacudiendo la cabeza-. Al aeropuerto.
Phil Cavetti cogió el puente aéreo de las siete de la mañana de vuelta a Nueva York y fue directamente del aeropuerto de La Guardia a la sede del FBI en Lower Manhattan.
Como dice el refrán, a perro flaco todo son pulgas.
Por si no hubiera bastante con encontrar muerta a una de las compañeras con quien estaba más unido, para colmo uno de los sujetos del caso de esa agente estaba implicado en el asesinato. Y ahora, en otro de los casos de ella, una de las bazas más valiosas del gobierno en todo el programa WITSEC, un hombre cuya información les había servido para sacar de la calle a docenas de delincuentes, también estaba desaparecido en combate.
Cavetti no conseguía atar cabos, su mente sólo era capaz de llegar al punto en que su propia carrera se cruzaba con el desastre. Y no le gustaba lo que veía. Ya ni se planteaba lo del norte de Michigan: ahora tenía más papeletas para los campos helados de Dakota del Norte. Era imprescindible encontrar a Raab. Aún más imprescindible que encontrar a Soltero Número Uno.
Y ahora, por extraño que pareciera, Kate Raab también había desaparecido.
Cuando llegó, Nardozzi y el agente especial Alton Booth ya lo esperaban en la sala de reuniones del Edificio Javits.
– Más vale que sea importante. -El fiscal dejó el móvil, con el semblante francamente molesto-. Tengo a un abogado en prácticas preparando las repreguntas a un taxista paquistaní acusado de conspirar para volar el mostrador de TKTS, ese de venta de entradas en Times Square.
Cavetti sacó tres carpetas del maletín.
– Créame, lo es.
Dejó caer sobre la mesa los informes que había preparado para el subdirector, todos con el sello de «Acceso restringido». Contenían el informe del FBI sobre Margaret Seymour, la posterior desaparición de Benjamin Raab y el incidente del río Harlem que implicaba a su hija Kate. Se habían omitido un par de detalles indispensables.
– ¿Y cómo coño está Kate Raab? -preguntó Alton Booth, soplando en su café.
– Desaparecida.
– ¿Desaparecida? Vamos, que salió por tabaco, como suele decirse. Creí que después de lo del río la mantendrían vigilada las veinticuatro horas del día.
– Más bien salió por pasta de dientes, dejando al agente al cuidado del chucho -replicó Cavetti, y cerró los ojos, apesadumbrado-. Hace dos días tomó un vuelo de la United con destino a San Francisco. A partir de ahí, sabe tanto como yo. Fue lo bastante lista como para no alquilar un coche en el aeropuerto. Nuestros chicos están comprobando los taxis.
– Los taxis. -Booth lo miró, implacable-. Mire, Phil, me parece que ese jodido Código azul suyo empieza a parecer el metro en hora punta, hasta los topes.
Cavetti sonrió. El agente del FBI no sabía la que le caería a continuación.
– Entonces ¿cuál es su opinión? -preguntó Nardozzi-. ¿Por qué se habrá ido? ¿Y por qué a San Francisco? ¿Porque alguien la llamó?
– Sólo podemos suponer que su padre se ha puesto en contacto con ella. No ha llamado; sólo dejó esta nota tan poco clara. También existe la posibilidad de que trate de ponerse en contacto con su familia. -Se volvió hacia el hombre del FBI-. Estaría bien apostar a alguien allí. Ahora.
Booth anotó algo en un papel y suspiró.
– Caray, Phil, tanta preocupación por la chica es de lo más enternecedora. Si con esto de la protección de testigos no te acaba de ir del todo bien, la próxima vez igual tendrías que plantearte el Departamento de Niños y Familias.
– Me preocupa, Al. De verdad.
Nardozzi lo atravesó con la mirada.
– Hay algo que todavía no nos has dicho, Phil. ¿Por qué diablos estamos aquí? ¿Por qué me han sacado de los juzgados?
– Margaret Seymour. -Cavetti se aclaró la garganta. Había llegado el momento de atar cabos-. Era la misma agente del caso…
– ¿La misma agente de quién? -Alton Booth dejó el café y se levantó.
Cavetti volvió a abrir el maletín. Esta vez sacó un anexo del informe, que contenía los detalles indispensables que se habían omitido. Sobre a quién protegía Maggie Seymour. Sobre Soltero Número Uno.
Lo arrojó sobre la mesa y tragó saliva.
– Me temo que la zona Código azul, Al, está más hasta los topes de lo que crees.
El día anterior Kate había estado en Portland. Hoy en Seattle; en Bellevue, de hecho, un elegante barrio residencial justo al otro lado del lago Washington.
Era consciente de que se le acababan las opciones.
Aquella mañana había estado en el centro, en el Seattle Athletic Club. En vano. Lo mismo con otros dos clubes de squash de Redmond y Kirkland. Y también uno de la Universidad de Washington.
Kate sabía que con éste ya casi acababa. El cartel de la entrada decía «Squash profesional en Bellevue». Había seguido la gira del. grupo, hilado los detalles que había logrado reunir a partir de los correos de su familia pero, básicamente, la cosa se acababa ahí. Se le habían acabado las ciudades, los centros de squash. Si éste también resultaba ser un callejón sin salida, Kate no tenía ni idea de adónde iría luego.
Salvo a casa.
El club era un edificio gris de paredes de aluminio encajonado en la parte trasera de un parque empresarial en el que desembocaba una gran calle comercial. Le habían dicho que allí iba a entrenarse un jugador profesional pakistaní muy conocido. En la calle principal estaban todas las tiendas típicas de una zona, residencial cara: Starbucks, Anthropologie, Linens-N-Things, Barnes & Noble.
El taxi la dejó en la entrada, tal como ya había hecho cuatro veces ese mismo día, y se quedó esperando.
Kate cruzó las puertas. A estas alturas, todos los clubes de squash del país se le antojaban iguales. En éste había cuatro pistas limpias y blancas, rodeadas de vidrio, con gradas elevadas para los espectadores. Estaba lleno. Las pelotas resonaban en las paredes. Estaba cayendo la tarde y las pistas estaban abarrotadas de críos. Debía de ser por los cursillos extraescolares para jóvenes.
Bueno. Suspiró, nerviosa, y se volvió hacia una guapa joven que había tras el mostrador, vestida con camiseta blanca de piqué con el logotipo del club bordado.
Una última vez…
Kate sacó la foto de Emily.
– Perdone que la moleste. -La joven no parecía para nada molesta-. ¿Por casualidad conoce a esta chica?
Mientras le pasaba la foto, Kate ya estaba repasando mentalmente las opciones que tendría por delante a continuación. Llamar a Cavetti. Disculparse por escaquearse del agente, por haber embarcado al FBI en una persecución para encontrarla, y luego suplicarle que quebrantara las reglas y le revelara dónde estaba su familia. Enfrentarse a Greg. Esa opción tampoco le hacía demasiada gracia. Ella también tenía bastante que explicar.
La chica del mostrador asintió.
– Es Emily Geller.
– Emily Geller -repitió la chica-. Es una de nuestras mejores jugadoras. Se mudó aquí desde el este del país.
De la sorpresa y la alegría, Kate por poco se queda sin sangre en las venas.
Geller. Kate no dejaba de darle vueltas a aquel extraño apellido mientras indicaba al taxista que se detuviera a cierta distancia de la manzana donde se encontraba la casa de madera blanca cuya parte trasera daba al lago donde desembocaba Juanita Drive, en Kirkland.
«Bonita casa», pensó Kate. Hasta a oscuras, tenía algo que le gustó de inmediato. Podía ser la casa de cualquiera. De la familia de al lado. El mero hecho de saber que su madre, Em y Justin estaban dentro la hizo sonreír. Geller.
– ¿Es aquí adonde vamos, señorita?
Recordó el día en que vieron su casa de Larchmont por primera vez. Su madre se quedó en el enorme vestíbulo, con los ojos como platos. «Qué grande es.» Su padre la llevó hasta las ventanas que daban al estrecho, sonriendo con orgullo. «Nosotros la llenaremos.» Em volvió y tomó la mano de Kate. «No os lo vais a creer. -Sus ojos rebosaban entusiasmo-. Tiene torre y todo.»
«Nosotros la llenaremos, Sharon.»
«Y luego lo dejaremos todo atrás.»
– ¿Quiere que me acerque hasta ahí? -se volvió para preguntar el taxista tocado con turbante.
– No -respondió Kate, que no estaba segura de qué hacer-. Pare aquí y ya está.
El taxi se detuvo junto al bordillo, delante de una moderna casa de madera de cedro y vidrio bajo unos imponentes árboles de hoja perenne, dos casas más allá. Kate estaba nerviosa. Vio dos coches en la calle. Sabía que debía de haber agentes del WITSEC patrullando por toda la zona, que seguramente también habían sido alertados respecto a ella y que, si la encontraban, estaría esposada en cuestión de segundos.
Sin embargo, el hecho de que su familia estuviera tan cerca, pero fuera de su alcance, la hacía consciente de que ahora no podía echarse atrás. Hacía un año que no los veía. De repente, Kate no tenía claro qué hacer. No sabía si había agentes dentro ni si tenían los teléfonos pinchados. ¿Y si los esperaba en el club de squash? ¿Y si daba media vuelta y lo hacía otro día?
– ¿Qué quiere hacer, señorita? -preguntó el taxista, esta vez señalando el taxímetro.
– Lo siento. No estoy segura.
Finalmente sacó el móvil. Los dedos, sudados, le temblaban ligeramente, y se sentía igual que cuando estaba en su bote, aferrada a los remos, en la línea de salida de una carrera importante. Nerviosa, marcó el número que le había dado la chica del club de squash. Empezó a sonar. Tenía un nudo en el estómago. En cualquier momento esperaba empezar a oír gritos y ver luces encendiéndose.
Respondió Emily.
– ¿Diga?
Kate apenas podía contenerse.
– ¿Qué te parecería la cita de tus sueños con todos los gastos pagados, con Stephan Jenkins de Third Eye Blind?
Hubo una pausa.
– ¿Kate?
– Sí, Em… -Kate sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas-. Sí. Soy yo, cariño…
De pronto oyó a Emily que empezaba a gritar:
– ¡Es Kate! ¡Es Kate! -Sonaba como si estuviera haciendo pedazos las escaleras de la casa-. ¡Mamá, Just, Kate está al teléfono! ¿Cómo has conseguido este número? ¡Es increíble que llames aquí! ¿Estás loca de atar o qué?
Kate se echó a reír atolondrada.
– No sé… Igual sí.
Oyó voces en el fondo. A su madre y a Justin al lado del teléfono.
Em no quería soltarlo.
– Dios mío, ha pasado tanto tiempo… Tengo tanto que contarte, Kate. ¿Dónde estás? -preguntó Emily.
Kate miró fijamente la casa. Por un instante tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar la voz.
– Estoy aquí fuera.
Kate indicó al taxista que apagara las luces y esperara, lo que éste, al darse cuenta de que no era más que un participante involuntario en alguna lacrimógena reunión familiar, aceptó de mala gana.
Entonces, agazapada en la oscuridad, se escondió en un sendero que le había indicado su madre, que iba más allá de la casa de cedro y vidrio. Era un camino local que daba al lago, con un pequeño embarcadero al final.
Kate era consciente de que no podía llamar tranquilamente al timbre de la puerta y dejar que todos saltaran a sus brazos, como siempre había imaginado. No podía hacerlo con esos perros guardianes del WITSEC merodeando por ahí. Por lo que sabía, se había desatado una especie de búsqueda, y a estas alturas no tenía del todo claro si estaban ahí para proteger a su familia de cualquier ataque o si esperaban que su padre o ella dieran señales de vida. En cualquier caso, ahora mismo esos tipos eran prácticamente los últimos en quienes estaba dispuesta a confiar.
No pensaba volver atrás.
Una cerca blanca discurría paralela a la propiedad, separando las dos parcelas con una hilera de densos setos y pinos. Se veían luces en el interior de la casa vecina.
Kate observó que había una mujer en la cocina vestida con una sudadera tipo Adidas a rayas, dando de comer a dos niños pequeños en la barra de la cocina.
De pronto, Kate percibió movimiento al otro lado de la cerca.
Pasos que hacían crujir la grava del camino. El ruido inesperado de la portezuela de un coche abriéndose y una luz que se encendía. A Kate se le paró el corazón. Se agachó tanto como pudo junto al seto.
La casa de su familia tenía uno de esos garajes independientes, apartado de la casa. Había un coche, y alguien salía de él. Oyó el chisporroteo entrecortado de una radio por encima de ella, a pocos metros.
– Kim al habla… Voy a dar la vuelta y a comprobar la fachada.
Kate se puso tensa.
Se pegó más al seto, agarrándose a una rama para sostenerse. Hasta que la rama empezó a ceder.
Kate se quedó allí, inmóvil. Por un momento, estuvo segura de que iba a caer redonda. «Ya puestos, sólo me falta hacer sonar una alarma, joder.» Contuvo la respiración tanto como pudo, tratando de pensar cómo se justificaría cuando hubieran encendido las luces y sacado las pistolas, si la pillaban rondando de extranjis por un terreno que no era el suyo.
Al poco rato volvió a oír el sonido de la radio y los pasos que se alejaban por el camino.
– Vuelvo a ser Kim, regreso a la casa…
Todo el cuerpo de Kate pareció resoplar en un espasmo de alivio. Al oír cómo se cerraba la puerta mosquitera, empezó a correr bien encogida hacia el patio trasero. Era grande. Vio una piscina y un trampolín; incluso una media rampa para patinar sobre ruedas. Encontró una puerta y descorrió el pestillo en silencio. La cerca se prolongaba hasta el lago.
Ahora no había moros en la costa. Kate corrió agachada hasta el final de la cerca, donde el solar descendía hasta el lago. Se escurrió por una abertura entre la maleza y consiguió apartar una malla metálica que había tras la cerca y atravesarla.
Ahora estaba frente a la parte trasera del jardín de sus padres.
La casa estaba iluminada. Los focos colocados en las copas de los altos árboles apuntaban hacia el agua. En el porche cerrado de la parte de atrás había unas cuantas sillas de madera de las típicas de jardín, y Kate vio en él a un agente con radio, apoyado en la pared.
También vio el cobertizo del que su madre le había hablado y, a sus pies, un pequeño embarcadero.
El corazón le latía a toda velocidad. ¿Cómo llegaría hasta allí?
El hombre del porche la vería correr. Seguro que oiría cualquier ruido inesperado. Debía de haber unos veinte metros hasta el cobertizo.
Kate se arrastró por la línea de la pendiente hasta el borde del lago, agarrándose a la maleza y las hierbas para acabar deslizándose hasta el pequeño terraplén de la orilla. Avanzó por el borde, con las deportivas hundiéndosele en el suelo empapado. Todo bien hasta el momento. Sólo le quedaban unos metros. No sabía dónde estaba nadie; sólo que estaba oscuro y que lo que estaba haciendo era una locura.
Por fin consiguió llegar a la base del embarcadero. Sólo medía unos treinta metros y tenía amarrada una pequeña lancha motora. Kate se mojó los vaqueros al deslizarse por uno de sus laterales pero continuó y, agarrándose a una rama, se impulsó hasta el cobertizo, donde se escondió. La única luz provenía de los focos de los árboles. Lo había logrado. El agente del porche apenas se había movido.
La puerta del cobertizo estaba entornada. La abrió un poco más y entró. Del techo colgaba una bombilla desnuda, apagada. No se atrevió a encenderla. En la oscuridad, tropezó con un remo, pero no lo tumbó. Había un bote de remos apoyado contra la pared y unos salvavidas de color naranja apilados ordenadamente en un estante. Por lo demás, todo era oscuridad, desolación y humedad. Se oía el canto de las cigarras.
Ahora sólo quedaba esperar.
Kate avanzó en silencio hasta el otro lado de la cabaña, donde había una pequeña ventana que daba a la casa. El tipo seguía ahí sentado.
De pronto, notó una mano en el hombro.
Casi muerta del susto, se volvió.
Para su gran alivio, se encontró frente a frente con el semblante feliz de su madre.
– Oh, Dios mío, mamá…
Kate dio un grito ahogado, al tiempo que agarraba a su madre por los hombros. Se miraron largamente para luego fundirse la una en brazos de la otra sin poder contenerse.
– Kate… -Sharon la estrechó con fuerza y le acarició el cabello-. Oh, Dios mío, no puedo creer que seas tú.
Kate no pudo evitarlo: empezó a sollozar.
Era por ver el rostro de su madre, por fin, después de ese viaje imposible que le había destrozado los nervios. Simplemente, todo se vino abajo. Entonces Emily y Justin también salieron con sigilo de las sombras. Em abrazó a Kate como una loca. Justin no dejaba de sonreír.
Kate no podía creer que los estuviera viendo de verdad. Ellos no podían creer que la estuvieran contemplando de verdad. Sharon se llevó un dedo a los labios para que todos moderaran su entusiasmo.
– ¿Cómo nos has encontrado? -preguntó Em.
– Fue gracias a ti.
Kate la abrazó. Les contó lo del correo electrónico sobre Third Eye Blind y que había seguido la gira, que había visitado tres ciudades en los últimos tres días, enseñando la foto de Em por todos aquellos clubes de squash, sin estar segura en ningún momento de si algún día los encontraría.
Y ahora estaba aquí.
– Me da igual cómo nos has encontrado -dijo Sharon y la estrechó con fuerza-. Lo único que sé es que estoy muy contenta de que lo hayas hecho. Deja que te mire.
Dio un paso atrás. Kate se apartó el pelo de los ojos.
– Me habéis hecho arrastrarme por el jardín trasero y luego me he metido en el lago. Seguro que parezco el monstruo de los pantanos.
– No -dijo Sharon sacudiendo la cabeza, con los ojos brillantes, incluso bajo esa tenue luz-. Yo te veo guapa.
– Vosotros también estáis guapos.
Kate sonrió y se volvieron a abrazar los unos a los otros.
Justin había crecido y medía más de metro ochenta; era larguirucho y desgarbado y conservaba su densa mata de pelo. Emily había adquirido las formas de una joven: la melena le llegaba por los hombros, con un mechón rubio que a Kate le pareció muy elegante, y llevaba dos pequeños aros de plata en la oreja izquierda.
Y su madre… Estaba oscuro, eran las ocho de la tarde. No llevaba nada de maquillaje. Iba vestida con un jersey azul claro de Fair Isle y una falda de pana. Kate vio arrugas en torno a las comisuras de los labios y unas patas de gallo cuya presencia no recordaba.
Sin embargo, tenía los ojos brillantes y muy abiertos, y en su rostro se dibujaba una sonrisa cálida.
Kate la abrazó.
– Tú también estás estupenda, mamá.
La acribillaron a preguntas. ¿Cómo estaba Tina? ¿Y Greg? Kate sacudió la cabeza con gesto de culpabilidad.
– No sabe ni que estoy aquí.
Entonces se hizo un silencio. Se quedaron todos mirándola, volviendo a la realidad.
– ¿Qué haces aquí, Kate? -le preguntó su madre en un susurro-. Ya sabes lo arriesgado que es hacer esto ahora.
– ¿Habéis sabido algo de papá? -preguntó Kate, asintiendo.
– No. No nos dicen nada. Ni siquiera sabemos si está vivo o muerto.
– Creo que está vivo, mamá. He encontrado algo, algo que tengo que enseñarte. -No quería soltarlo todo, no delante de Justin y Em-. Al principio pensé que debían de estar mintiendo y ocultándome algo. Entraron en el piso y me pincharon los teléfonos.
– ¿Quién, Kate? -preguntó Sharon perpleja.
– Los del WITSEC. Cavetti. El FBI. Pero luego encontré esa foto en una carpeta llena de cosas de papá que dejaste en casa. -Empezó a rebuscar en la chaqueta-. Cambia las cosas, mamá. Lo cambia todo.
Su madre le puso la mano en el brazo.
– Tenemos que hablar de varias cosas, Kate. Pero aquí no.
Oyeron movimiento procedente de la casa. El agente que Kate había visto bajaba las escaleras del porche trasero y estaba iluminando ampliamente el jardín con una linterna.
Sharon, al tiempo que apartaba a Kate de la luz, susurró:
– No puedes estar aquí, cariño. Nos vemos mañana. En el centro. Te llamaré. Pero ahora debes irte.
– No pienso irme -dijo Kate-, ahora no. -Rodeó con los brazos a Em y a Justin-. No sé cuándo podré volver a veros a todos.
– Tienes que marcharte, Kate. Llamaremos a Cavetti. Le diremos que nos seguiste la pista, que estás aquí. Tendrá que dejar que te quedes unos días. De momento, mañana nos vemos en el centro y hablamos de unas cuantas cosas.
Kate atrajo a Em y a Justin hacia ella, asintiendo de mala gana.-
– ¿Quién anda ahí? -gritó uno de los agentes.
La luz de la linterna se acercó algo más. Sharon empujó a Kate hacia la puerta del cobertizo.
– ¡Tienes que irte!
Le tocó cariñosamente la cara; entonces se le iluminaron los ojos. Con cuidado, sostuvo entre los dedos lo que Kate llevaba al cuello.
– Llevas el colgante.
– Nunca me lo quito -respondió Kate.
Se abrazaron por última vez. Entonces Kate saltó del embarcadero y se deslizó por el terraplén hasta el lago.
– Mañana te contaré algo sobre él -dijo su madre.
El día siguiente amaneció claro y radiante. Desde la habitación de su hotel junto al centro, Kate veía el estrecho de Puget y el sol reflejándose en los rascacielos de paredes de cristal. Abrió la ventana y el graznido de las gaviotas penetró en la habitación junto con una ráfaga de fresco aire de mar.
Hacía mucho que Kate no se levantaba con tanta expectación.
Sharon llamó sobre las nueve y le dijo que se reuniera con ella a mediodía en un restaurante llamado Ernie's, en el Pike Place Market, el lugar más concurrido que conocía. Kate intentó decidir cómo llenaría las siguientes tres horas. Se puso las mallas de lycra y salió a hacer footing por la avenida Western, deteniéndose de vez en cuando para mirar los coloridos veleros que salpicaban el estrecho, la deslumbrante imagen de los rascacielos perfilándose en el horizonte sobre ella y la punta de la famosa torre que llamaban la «Aguja Espacial». Luego paró a tomar un café y un bollo en un Starbucks que presumía de ser uno de los tres primeros que se habían inaugurado. A eso de las once regresó al hotel, se cambió y se puso una chaqueta acolchada verde y unos vaqueros.
Del hotel a Pike Place Market sólo había un paseo. Kate llegó algo antes de la hora y dio una vuelta por el muelle y las tiendas abarrotadas. Ernie's era un café grande y bullicioso con terraza, justo en el centro del alegre mercado. La plaza estaba llena de jóvenes familias y turistas; los tenderetes pregonaban sus objetos de artesanía, los patinadores se deslizaban entre la bulliciosa multitud, había artistas callejeros, malabaristas, mimos…
Kate se detuvo en un puesto de baratijas y compró un colgante con un pequeño corazón de plata pulida para su madre. Lo que llevaba grabado le pareció divertido.
«Chica de azúcar.»
Mientras esperaba mirando el reloj, el mar y la alegre escena, le vino a la cabeza un viejo recuerdo enterrado en los recovecos de su mente desde hacía mucho.
Estaba en la antigua casa. Tendría ocho o diez años, y ese día no había ido al colegio porque estaba enferma, y ante la poco halagüeña perspectiva de quedarse todo el día en casa recuperándose, le había insistido a su madre para que saliera a alquilarle una película.
– ¿Y si te enseño yo una película? -Su madre sonrió.
Kate no sabía a qué se refería.
Pasaron las horas que siguieron en el suelo del cuarto de estar, Kate en pijama. De una caja de cartón con cosas viejas, Sharon sacó un número manoseado y con pinta de antiguo de Playbill, la revista de teatro, con las esquinas de algunas páginas dobladas.
El original de West Side Story.
– Cuando tenía tu edad, era lo que más me gustaba -dijo su madre-. Mi madre me llevó a verla al teatro Winter Garden de Nueva York. ¿Qué te parece si te llevo?
Kate sonrió.
– Vale.
Entonces su madre metió una casete en el vídeo y encendió el televisor. Las dos, acurrucadas en el sofá, vieron la historia de Romeo y Julieta y sus familias, ahora en la piel de Tony y María, los Sharks y los Jets. A veces su madre cantaba, y se sabía toda la letra -«When you're a Jet, you're a Jet all the way, from your first cigarrette to your last dying day»- y cuando interpretaron el gran número de baile del gimnasio -I like to be in America!-, Sharon se levantó de un salto e imitó los pasos a la perfección, emocionada, bailando en perfecta sincronía con el personaje de Anita, levantando las manos y taconeando. Kate recordaba muy bien cómo la había hecho reír.
– Todas querían ser María -dijo su madre-, porque era la más guapa. Pero yo quería ser Anita por cómo bailaba.
– No sabía que supieras bailar así, mamá -dijo Kate, pasmada.
– ¿A que no? -Su madre volvió a dejarse caer en el sofá con un suspiro de cansancio-. Créeme, hay montones de cosas que no sabes de mí, cariño.
Vieron el resto de la película, y Kate recordaba haber llorado cuando su madre cantó There's a place for us con los fatalmente predestinados Tony y María. Kate recordaba lo cerca que se había sentido de su madre, cómo aquel episodio se convirtió en algo que siempre recordaba con cariño. A lo mejor algún día tendría oportunidad de compartirlo con su propia hija.
Sonrió dulcemente. «Hay montones de cosas que no sabes de mí.»
– ¿Cari…?
Kate se volvió. Sharon estaba de pie ante ella. Llevaba un jersey naranja de cuello alto, gafas de sol de concha y su frondosa melena recogida con un pasador.
– ¡Mamá!
Se abrazaron las dos. Se miraron la una a la otra, ahora a la luz del día. Su madre estaba guapísima. Era estupendo estar allí.
– Si te digo en qué pensaba justo ahora, no te lo vas a creer -le confió Kate algo avergonzada, protegiéndose los ojos del sol.
– Cuéntame… -Sharon sonrió y cogió a Kate por el brazo-. Vamos, tenemos que ponernos al día de muchas cosas.
Hablaron de un millón de cosas. De Justin y Emily, de cómo les iba. De cómo estaba Tina. De la diabetes de Kate. De Greg. De que estaba acabando la residencia y había enviado currículos, pero ahora mismo no sabían dónde acabarían el año que viene.
– Igual nos toca venir aquí a vivir con vosotros -dijo Kate con una sonrisa.
– Estaría bien, ¿no?
Hablaron mucho sobre su padre.
Pidieron la comida a un guapo camarero de aspecto atlético, bronceado como un profesor de snowboard. Kate tomó la ensalada de pollo vietnamita y Sharon la ensalada Niçoise. Cada poco se levantaba viento y Kate se apartaba el pelo de los ojos.
Por fin, el viento les concedió una tregua y Sharon se levantó las gafas. Tomó la mano de Kate y, con expresión algo preocupada, le recorrió la línea de la vida en la palma.
– Cariño, creo que deberías decirme por qué estás aquí.
Kate asintió.
– La semana pasada pasó algo, mamá, en el río…
Le contó a su madre lo de la embarcación que casi la había atropellado y que había partido su bote en dos.
– Oh, Dios mío, Kate… -Sharon cerró los ojos sin soltarle la mano. Cuando volvió a abrirlos, los teñía llenos de lágrimas-. No sabes cuánto siento que estés metida en esto.
– Me parece que ya es tarde para eso, mamá. Creo que siempre ha sido tarde -dijo Kate mientras buscaba la cartera en el bolso-. Tengo algo que enseñarte, mamá.
Sacó la vieja fotografía de su padre que había encontrado en la casa y se la pasó por encima de la mesa.
Sharon la cogió. Kate no tenía claro si la había visto antes; sin embargo, no parecía importar. Sharon levantó la mirada. Sabía lo que era. Sabía lo que significaba. Se veía perfectamente, escrito en las arrugas de su rostro con una mezcla de pesar.
– La has encontrado -dijo Sharon, sin asomo de sorpresa.
– ¿Sabes de qué va? -preguntó Kate-. ¿Qué coño pinta papá ahí, mamá? Está en Colombia, no en España. Mira lo que pone en la puerta, detrás de él. -Su voz empezó a transmitir lo nerviosa que estaba-. ¿Puedes leerlo, mamá?
– Ya sé lo que pone -respondió Sharon, apartando los ojos-. La dejé para ti, Kate.
Kate se quedó mirándola, pasmada.
– Te he escrito casi cada día -dijo su madre, volviendo a dejar la foto en la mesa y alargando la mano para coger la de Kate-. Tienes que creerme. He tratado de explicártelo cien veces… pero nunca fui capaz de pulsar la tecla de «Enviar». Ha pasado tanto tiempo que casi lo había olvidado. Pero no sirve de nada; no desaparece.
– ¿Olvidado qué, mamá? No lo entiendo. -Kate cogió la foto y la sostuvo ante los ojos de Sharon-. ¡Es mi padre, mamá! ¿Quién coño es en realidad? ¿Qué hace delante de ese cartel?
Sharon asintió y sonrió, con algo de resignación.
– Tenemos mucho tiempo perdido que recuperar, cariño.
– Estoy aquí, mamá.
Se levantó viento y un vaso de plástico salió volando de la mesa. Kate se agachó instintivamente a cogerlo.
No oyó el ruido.
Al menos así es como lo recordaba las mil veces que había vuelto a reproducir mentalmente ese momento después.
De repente, Kate sintió una fuerte y abrasadora quemazón en el hombro… como acero fundido sobre su carne, un impacto por la espalda que por poco la tiró de la silla.
Los ojos de Kate se posaron en esa parte de su cuerpo. El tejido de su chaqueta estaba rasgado. Había un agujero rojo. No le dolía. No se asustó. Sabía que algo horrible acababa de pasar, pero no sabía el qué. Empezó a salirle sangre. Al cabo de un segundo, su cerebro fue consciente de ello.
– ¡Dios mío, mamá, creo que me han pegado un tiro!
Sharon estaba erguida, aún sentada pero, por alguna razón, no respondía a la desesperación de su hija. Ya no llevaba las gafas de sol, tenía la cabeza algo ladeada e inclinada hacia delante, las pupilas fijas y vidriosas.
Un círculo oscuro se iba extendiendo sobre el naranja de su jersey.
– ¡Mamá!
En ese instante se disipó la bruma que envolvía el momento y Kate, incrédula, se fijó en el agujero de su hombro y el anillo de sangre que iba creciendo en el pecho de Sharon. La bala la había atravesado limpiamente y había dado en el pecho de su madre. Kate se la quedó mirando, horrorizada.
– ¡Oh, Dios mío, mamá, no!
Se oyó otro silbido acercándose y el grito de una mujer al explotar un vaso de la mesa de al lado; después, un disparo impactó en la acera. Para entonces Kate ya se había levantado de un salto y se había abalanzado sobre su madre, cubriendo su cuerpo inmóvil, insensible, zarandeándola, gritando «¡Mamá, mamá!» a la palidez del rostro de Sharon mientras ésta caía al suelo.
Se oían gritos en todas direcciones, gente cogiendo a niños, mesas volcadas. «¡Están disparando! ¡Abajo todo el mundo! ¡Todos al suelo!»
Sin embargo, Kate se quedó como estaba. Sabía que su madre estaba muerta. Le apartó el cabello de la cara y le limpió unas gotas de sangre roja oscura que le había salpicado la mejilla.
Sólo era capaz de estrecharla con fuerza entre sus brazos.
«¡Oh, Dios mío, mamá…!»
Los vehículos de emergencia llegaron hasta la plaza, con las luces emitiendo destellos. La policía ordenó al gentío que circulase. Una técnica sanitaria se arrodilló junto a Kate hablándole con voz tranquilizadora y trató de que dejara de aferrarse a su madre.
Kate no la soltaba. No podía.
Cuando la soltara, sería como admitir que era real.
La policía dispersó a la multitud, que se agolpó a distancia en un arco amplio, murmurando sin parar. Todos señalaban un edificio rojo que había tras ellas, el hotel Lapierre. Habían disparado desde allí. Kate no miró, se limitó a seguir estrechando a su madre. «¿Qué es lo que querías decirme, mamá? -Miró fijamente las verdes profundidades en calma de los ojos de Sharon-. ¿Qué es lo que no te han dejado decir esos hijos de puta?»
Le dolía el hombro pero apenas lo notaba. Una técnica sanitaria asiática seguía tratando de llevarse a su madre.
– Tiene que recostarse, señorita, por favor. Estamos aquí para ayudarla. Le han disparado. Sólo déjenos examinarla.
Kate no dejaba de sacudir la cabeza, repitiendo una y otra vez:
– Estoy bien…
Todo le recordaba a alguna serie policíaca de esas que había visto cien veces.
Sólo que ahora la estaba viviendo en sus propias carnes. Era a ella a quien le tomaban la tensión, a ella a quien le pedían que se tumbara, ella la que tenía ahora el brazo envuelto en sensores. Era a su madre a quien trataban de arrancarle de los brazos.
– Nos ocuparemos de ella. Ya puede dejárnosla.
Finalmente Kate soltó a su madre. Depositaron a Sharon con cuidado sobre una camilla con ruedas. De pronto, Kate se sintió muy sola. Y asustada. Tenía el jersey empapado de sangre. El sonido de las sirenas la sacó de su ensimismamiento; fue entonces cuando, por primera vez, sintió que las lágrimas le surcaban las mejillas.
Era verdad.
– Tendrá que ir al hospital. -La técnica sanitaria se arrodilló junto a Kate y la obligó a reclinarse-. Ella también irá al mismo sitio. Le prometo que la verá allí. ¿Cómo se llama?
Kate dejó que la pusieran con cuidado en una camilla. Levantó la mirada hacia el cielo azul. Por un instante, recordó la imagen de ese mismo cielo azul que había visto desde la habitación del hotel.
– Kate.
Su mente empezó a vagar sin rumbo hasta llegar a Justin y Emily. ¿Quién se lo diría? Tenían que saberlo. ¿Adónde irían ahora? ¿Quién se haría cargo de ellos? Y Greg… De pronto, Kate se dio cuenta de que tenía que llamarle y decirle que estaba bien. «Tengo que llamar a mi marido», dijo. Trató de sentarse. No estaba segura de si la habían oído.
Empezaron a llevarse a Kate hacia la ambulancia. Ya no podía aguantar más. Empezó a sentirse atontada. No conseguía reprimir las ganas de cerrar los ojos.
De pronto, se dio cuenta de que estaba dejando atrás algo… algo muy importante.
– ¡Esperen! -Kate alargó la mano y agarró del brazo a uno de los técnicos sanitarios.
La camilla se detuvo. La mujer se inclinó hacia ella.
– Ahí hay una cosa. Una foto. Es de mi padre. -Trató de señalar, pero no podía mover el brazo derecho. Y ya no sabía en qué dirección-. No puedo dejarla. Está por ahí, en algún lugar.
– Wendy, tenemos que irnos -intervino su compañero de modo tajante.
– Por favor -suplicó Kate tratando de incorporarse. Apretó el brazo de la técnica-. La necesito. Por favor…
– Un segundo, Ray -respondió la técnica sanitaria.
Kate volvió a dejar caer la cabeza. No oía las sirenas ni la muchedumbre, sólo el graznido de las gaviotas y los sonidos de la bahía fluyendo dulcemente hasta sus oídos. Había sido un día de esperanza y promesas. La brisa le acarició la cara y, por un instante, olvidó por qué estaba allí.
La técnica sanitaria volvió a arrodillarse y le puso algo en las manos.
– ¿Es esto?
Kate recorrió la foto con los dedos, como si estuviera ciega. Había estado en las manos de su madre.
– Sí. -Estaba salpicada de sangre. Kate alzó la vista hacia la mujer-. Gracias.
– Ahora mismo hay que llevarla al hospital. Tenemos que irnos.
Kate notó una sacudida de la camilla y luego cómo la levantaban. Resonó una sirena. Ya no pudo aguantar más. A su alrededor, todo era caos. Confusa, cerró los ojos.
Lo que vio la asustó: su padre, de pie bajo aquella puerta, son-riéndole.
Y cuatro palabras que quería pronunciar. La pregunta que su madre nunca llegó a responder.
«¿Por qué estás ahí?»