CUARTA PARTE

55

El vuelo 268 de American Airlines tomó tierra sobre la pista del aeropuerto JFK, y el gran avión frenó hasta detenerse.

Kate, con el brazo derecho en cabestrillo, miraba por la ventana desde su asiento de primera clase. A lo lejos veía la conocida torre de control, junto a la vieja terminal de Saarinen con forma de montura donde ahora estaba JetBlue.

Estaba en casa.

Al otro lado del pasillo había dos agentes de los US Marshals. La habían acompañado hasta el aeropuerto desde el hospital de Seattle donde había pasado tres días. Tenía el hombro bien: la bala lo había atravesado limpiamente. Le habían desinfectado la herida y le habían inyectado sedantes para el estado de choque hasta que había estado lista para el viaje de vuelta. Tendría que llevar el brazo en cabestrillo durante una semana más aproximadamente.

Sin embargo, ni toda la morfina y el Valium del mundo habrían bastado para calmar el verdadero dolor.

El dolor de revivir la horrible escena una y otra vez, siempre que tenía que relatarla a los inspectores. El momento en que se miró llena de perplejidad el agujero del hombro y se volvió hacia su madre, sin comprender.

La imagen de la cabeza de Sharon ligeramente caída hacia delante, el anillo de sangre que le crecía en el jersey. La brutal sorpresa que se había apoderado de ella. «¡Mamá!»

Y las preguntas. El cerebro de Kate no las distinguía con claridad. ¿Y si nunca hubiera ido? ¿Y si hubiera hecho caso de la advertencia del río, como Greg le había rogado? ¿Y si se hubiera limitado a ir hasta la casa del lago y llamar a la puerta? No la habrían dejado ver a su familia. ¿Y si no se hubiera agachado a coger aquel vaso?

Su madre seguiría con vida.

Justin y Emily habían tomado un vuelo a casa el día antes. Estaban con su tía, en Long Island. El funeral sería el jueves. Después de eso, ¿quién sabía? Tal vez eso era todo. El daño estaba hecho. El seguro, pagado.

Habían encontrado algo horroroso en la azotea del hotel desde donde habían disparado, en una bolsa de plástico, junto con el rifle abandonado del francotirador: una lengua cortada. Una lengua de perro. Esta vez el mensaje de Mercado era de una claridad escalofriante. «Esto es lo que hacemos a los que hablan.»

«Maldito seas, papá. -Kate cerró los ojos mientras el avión se detenía y se acoplaba al finger-. Mira la mierda que has provocado.»

Acercaron una silla de ruedas a la puerta. Uno de los agentes cogió el bolso de Kate, la ayudó a levantarse y la condujo por el finger. El corazón casi le estallaba de ansiedad.

Greg estaba de pie al final del pasillo. Llevaba vaqueros y la sudadera de la Universidad Rice. Iba despeinado, tenía los ojos llenos de lágrimas y sacudía la cabeza, con algo de tristeza.

– Bicho…

Kate se levantó de la silla y se fundió en un abrazo con él. Por un instante no hicieron más que estrecharse el uno al otro. Ella era incapaz de mirarlo a la cara, por miedo a apartar la cabeza de su hombro.

– Oh, Dios mío, Greg. -Se estrechó contra él-. Mamá está muerta.

– Lo sé, cariño, lo sé…

Él volvió a dejarla en la silla. Aún estaba débil. Greg se arrodilló y comprobó el cabestrillo.

– Estoy bien. -Los agentes del gobierno estaban apiñados a su alrededor-. Diles que se vayan, Greg. Por favor. Sólo quiero que todo vuelva a ser como antes.

– Lo sé -asintió, inclinando su rostro hacia el de ella.

– ¿Por qué han hecho esto? -preguntó Kate-. ¿Qué quieren de nosotros?

Greg le acarició la mejilla con los nudillos.

– No sé, pero no pienso permitir que vuelvan a hacerte daño. Te lo prometo. Voy a cuidar de ti, Kate. Nos mudaremos; haremos lo que haga falta.

– Papá nos ha salido muy caro, Greg. Y ni siquiera sé si está vivo.

– Ahora ya da igual -dijo-. Tengo bastante con que estés en casa, Kate. Y a salvo. Ahora ya no importa nada más que nosotros dos.

Tomó la silla y la llevó por la terminal. Un coche del gobierno esperaba junto a la acera. Cuando se acercaron, salieron de él un par de agentes. Greg ayudó a Kate a bajar de la silla y meterse en el asiento trasero, y los agentes subieron delante. Comenzó a sonar una sirena en el momento en que el coche arrancó y empezó a moverse.

Greg sonreía mientras se alejaban.

– Fergus estará contento de que hayas vuelto. Creo que a estas alturas ya empieza a estar harto de las comidas que le hago yo.

Kate sacudió la cabeza.

– Lo único que hay que hacer es echárselo en el comedero, Greg.

– Ya. Pues no le gustará cómo se lo echo.

Kate sonrió y apoyó la cabeza en el hombro de él. Apareció ante sus ojos la línea del horizonte de Manhattan. Iba hacia casa.

– Tienes razón -dijo-. La verdad es que ya no importa.

– ¿El qué, bicho? -respondió Greg.

– Nada.

Kate cerró los ojos. En brazos de él, todo parecía estar a años luz. «Seguramente estará muerto.»

56

El jueves fue un día pasado por agua, de llovizna y viento, el día que Kate, Em y Justin se despidieron de su madre.

El servicio fue en el templo Beth Shalom, la congregación sefardí de la calle Sesenta y dos este a la que Kate y su familia habían pertenecido siempre. Sólo se informó a un puñado de viejos amigos, y Kate y los chicos únicamente publicaron una breve esquela en el Times a instancias de Kate y en la que el nombre que aparecía era Raab. Hacía más de un año que su familia se había ido. Kate no tenía claro quién se presentaría.

Escogieron un sencillo ataúd de madera de nogal pulida. A Sharon le hubiera parecido bien, Kate lo sabía. El rabino Chakin, un hombre de pelo cano y voz suave, conocía a la madre y el padre de Kate desde que los chicos eran pequeños. Había oficiado el bar mitzvah de todos ellos. Pero esto… era algo que uno espera no tener que hacer nunca.

Kate estaba sentada en la primera fila con gesto ausente. Cogía con fuerza la mano de Greg y con el brazo rodeaba a Justin y Emily. Cuando la solista del coro cantó el himno de entrada, llenando el santuario con su voz clara y lastimera, fue cuando se dieron cuenta de por qué estaban allí.

Entonces las lágrimas empezaron a derramarse. El rabino entonó:


Rocíame con el hisopo, oh Señor,

lávame, y quedaré más blanco que la nieve.

Aparta de mi pecado tu rostro y borra en mí toda culpa.

Crea en mí un nuevo corazón, oh Dios,

y un espíritu firme, renovado.


Todo parecía tan terriblemente injusto, una pérdida tan inútil… No hacía ni dieciocho meses, todo era perfecto en sus vidas. Los chicos eran felices y sacaban buenas notas. Su padre gozaba de éxito y admiración. Los álbumes de sus vacaciones estaban repletos de fotos de viajes fantásticos. Ahora tenían que enterrar a su madre en silencio y en secreto.

Ahora, nadie sabía siquiera dónde estaba su padre.

Em apoyó la cabeza en el hombro de Kate, sollozando. No lo entendía. Justin tenía la mirada fija en el vacío. Kate atrajo sus rostros hacia ella. Por mucho que quisiera llorar su pérdida, algo más se revolvía en su interior. Indignación. Su madre no se merecía aquello. Ninguno de ellos se lo merecía.

«Maldito seas, papá. ¿Qué has hecho?»

En un momento dado, Kate miró a su alrededor. Tenía la sensación tonta e infantil de que lo vería, al fondo del santuario, y él correría hacia ellos, rogándoles que lo perdonaran con lágrimas en los ojos, y desharía cuanto había pasado con sólo guiñar el ojo y chasquear los dedos, como siempre había hecho. Y podrían volver a ser ellos mismos.

Pero no había ni rastro de él. En su lugar, Kate vio algo igualmente emotivo: todas las filas estaban llenas. El lugar estaba abarrotado de personas que conocía, a muchas de las cuales no veía desde hacía largo tiempo. Rostros del club. Del estudio de yoga de su madre. Dos de las más antiguas amigas de la universidad de Sharon, que ahora vivían en Baltimore y Atlanta.

Compañeros de clase de Westfield, la antigua escuela de Em y Justin, congregados allí. Por ellos.

Kate sintió que las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Mirad -dijo a Justin y a Em-. ¡Mirad!

Se volvieron. Habían negado tanto de ellos mismos durante el año pasado… Pero aquello les demostraba que no estaban solos.

«Mira lo que le has arrebatado -se imaginó Kate reprochándole a su padre-. Ésta era su vida. Era suya, aunque tú estuvieras dispuesto a echarla por la borda. ¿Dónde estás ahora? ¿Por qué no estás viendo esto? ¡Mira lo que has hecho!»

Tras las oraciones, el rabino pronunció unas palabras. Cuando acabó, Kate subió a la bimah. Y miró hacia los bancos repletos pero silenciosos. Greg sonrió, animándola. Estar ahí le suponía un esfuerzo sobrehumano, pero alguien tenía que hablar por su madre. Contempló los semblantes conocidos llenos de lágrimas. La abuela Ruth. La tía Abbie, la hermana de mamá.

– Estoy aquí para contaros algunas cosas sobre mi madre -dijo Kate-, Sharon Raab.

Era agradable decirlo en voz alta. Proclamarlo. Kate reprimió un torrente de lágrimas y sonrió.

– Seguro que ninguno de vosotros supo nunca lo mucho que a mamá le gustaba bailar.

Les contó lo de West Side Story, y lo mucho que a Sharon le gustaba ver reposiciones de Todo el mundo ama a Raymond después de las noticias de la noche, aunque a veces tuviera que escabullirse a la sala de estar para no molestar a su padre. Y lo de cuando consiguió por primera vez sostenerse sobre la cabeza haciendo yoga, ella sola, y los llamó a todos a grito pelado para que bajaran al sótano a verlo.

– Y allí estaba mamá, cabeza abajo, sin dejar de repetir: «¡Mirad! ¡Mirad!». -Los dolientes se echaron a reír-. ¡Todos pensamos que se estaba quemando la casa!

Kate les explicó lo mucho que la había cuidado su madre cuando enfermó, cómo había hecho tablas y horarios para que se controlara la insulina. Y que cuando su vida cambió repentinamente, dando «este giro surrealista e inesperado», ella también había cambiado.

Pero jamás había perdido el orgullo.

– Mantenía unida a la familia. Era la única capaz de hacerlo. Gracias, mamá -dijo Kate, y añadió-: Sé que nunca te pareció haber hecho lo suficiente, pero lo que no sabías es que bastaba con estar a nuestro lado. Voy a echar de menos esa sonrisa y el brillo de tu mirada. Pero sé que con sólo cerrar los ojos estarás justo ahí, a mi lado…, siempre. Oiré esa dulce voz diciéndome que me quieres y que todo saldrá bien. Como siempre. Doy gracias por haber disfrutado de tu presencia en mi vida, mamá. De verdad que ha sido increíble tener a una persona así como guía.

Al final, un violonchelista interpretó Somewhere de West Side Story. Kate, Justin y Em siguieron el ataúd de Sharon hasta el final del pasillo. Se detuvieron y rodearon con los brazos a personas con los semblantes llenos de lágrimas. Gente a quien tal vez no volvería ver. Kate se detuvo en la puerta. Disfrutó de un momento de paz absoluta. «Mira, mamá, saben quién eres.»

Luego el coche fúnebre encabezó la procesión hasta el cementerio de Westchester, donde la familia tenía un nicho familiar. Siguieron a pie el ataúd hasta un pequeño montículo que daba a la puerta del cementerio. Bajo un toldo de piceas había un gran agujero en el suelo. Su abuelo, el padre de Sharon, estaba enterrado allí, y ahora su madre. Había un espacio vacío al lado para su padre, Ben Raab. Sólo asistió la familia. Justin recostó la cabeza sobre el hombro de la tía Abbie y empezó a sollozar. Se había derrumbado de pronto. Kate rodeó a Emily con el brazo. El rabino recitó una plegaria final.

Bajaron a su madre a la tumba.

El rabino les dio lilas blancas. Uno por uno, cada uno de los asistentes se acercó y arrojó una flor sobre el ataúd. La abuela Ruth, que tenía ochenta y ocho años. La tía Abbie y su marido, Dave. Los primos de Kate, Matt y Jill, que habían venido desde la universidad. Todos arrojaron una flor, hasta que no se distinguieron los pétalos y quedó como una colcha blanca.

Kate fue la última. Ella y Greg permanecieron en silencio, con el ataúd a sus pies. Él le apretó la mano. Kate levantó los ojos un momento y a lo lejos, en la carretera, vio a Phil Cavetti y a dos agentes esperando en los coches. Se le heló la sangre.

«No pienso abandonar -prometió-. Pienso averiguar quién hizo esto, mamá.»

Arrojó la última flor.

«Pienso averiguar lo que querías decirme. Voy a atrapar a esos hijos de puta. Cuenta con ello, mamá. Te quiero. No pienso olvidarte ni un segundo. Adiós.»

57

Pasaron dos semanas. El brazo de Kate se iba curando poco a poco, pero no estaba lista para volver al laboratorio. Aún sentía demasiada ira; las heridas internas estaban demasiado tiernas. Le parecía que era ayer cuando había visto morir a su madre en sus brazos.

Kate seguía sin tener ni idea de si su padre estaba vivo o muerto. Lo único que sabía era que un mundo nuevo le había estallado en la cara; un mundo que odiaba. Ya había pasado un año desde que su familia se había escondido. Su madre estaba muerta, su padre había desaparecido. Todas las verdades habían resultado ser mentiras.

Cuando se sintió lo bastante fuerte, Kate fue a Bellevue a ver a Tina.

Su amiga seguía en coma profundo, entre 9 y 10 según la escala de coma de Glasgow. Ahora estaba ingresada en una planta de traumatología de larga duración. Aún estaba conectada a un respirador y le estaban poniendo Manitol vía intravenosa para reducir la inflamación cerebral.

Sin embargo, había momentos de esperanza: la actividad cerebral de Tina había aumentado y sus pupilas mostraban indicios de atención. A veces hasta se movía. Aun así, los médicos afirmaban que no había más de un cincuenta y cinco por ciento de posibilidades de que se recuperara o volviera a ser la misma que antes de que le dispararan.

El hemisferio cerebral izquierdo, el que controla el habla y la cognición, había sufrido daños. No sabían qué pasaría.

Sin embargo, había una buena noticia: habían encontrado al atacante de Tina.

Milagrosamente, resultó que al final sí era un asunto de bandas, un rito de iniciación aleatorio, como había dicho la policía. No tenía nada que ver con la situación de Kate. Tenían bajo custodia al chaval de diecisiete años que lo había hecho. Un miembro renegado de la banda lo había delatado. Las pruebas eran aplastantes. Le podría haber tocado a cualquiera que pasara por esa calle aquella misma noche.

Aquello alivió bastante la presión mental de Kate.

Hoy se quedaría con Tina en la estrecha habitación individual mientras Tom y Ellen iban a comer. Los monitores emitían sus constantes pitidos tranquilizadores; su amiga tenía puesto un gotero para mantener a raya la inflamación y otro para alimentarla e hidratarla. Un grueso tubo respiratorio comunicaba la boca con los pulmones. Había unas cuantas fotos pegadas en las paredes y la mesa de la cama, fotos felices: viajes en familia, la graduación de Tina, una de ella y Kate en la playa, en Fire Island. El respirador marcaba el tiempo con un zumbido continuo.

Aún le dolía mucho verla así. Tina parecía tan frágil y pálida… Kate envolvió con los dedos el puño cerrado e inerte de su amiga y le contó lo que había pasado: que había tenido que marcharse una temporada, cómo se había librado por los pelos en el río Harlem y luego lo de Sharon.

– Ya ves, Teen, ¿qué te parece? Nos han disparado a las dos. Sólo que…

Le falló la voz, incapaz de acabar la frase. «Sólo que mi herida se curará.»

– Venga, Tina, necesito que te mejores. Por favor.. Sentada a su lado, oyendo pitar los monitores y el respirador contrayéndose y expandiéndose, la mente de Kate retrocedió en el tiempo. ¿Qué era lo que su madre necesitaba decirle? Ahora nunca lo sabría. La foto… Kate empezaba a pensar que Cavetti bien podía tener razón. Tal vez su padre sí había matado a aquella agente. Tal vez seguía con vida. Su madre ya no estaba; esa respuesta había muerto con ella. ¿Qué hacía él en esa foto?

¿Hasta qué punto estaba su padre relacionado con Mercado? ¿Cuántos años…?

Kate oyó un leve gemido. De repente, sintió que le tiraban del dedo. Casi se le salió el corazón del pecho. Se volvió.

– ¡Tina!

Los ojos de Tina seguían cerrados, los monitores pitaban cadenciosamente. El tubo de la boca no se movió. Sólo había sido uno de esos reflejos involuntarios; Kate ya los había visto antes. Les daban falsas esperanzas. Puede que hubiera apretado demasiado la mano de Tina.

– Venga, Tin… Sé que puedes oírme. Soy yo, Kate. Estoy aquí. Te echo de menos, Tin. Necesito que te pongas bien. Por favor, Tina, necesito que vuelvas conmigo.

Nada.

Kate soltó la mano de su amiga.

¿Cómo podía reprimir su instinto como si nada?, pensó Kate. ¿ Cómo podía fingir que no había nada horrible detrás de lo que había pasado? Seguir con su vida como si nada. Dejarles ganar; no llegar nunca a saberlo. Todo se reducía siempre a la misma pregunta, y ahora esa pregunta tenía que responderse.

¿Quién había denunciado a su padre? ¿Cómo había empezado el FBI a fijarse en él?

Quedaba una persona que aún lo sabía.

– Todos dicen que debería dejarlo correr -dijo Kate-, pero si fueras tú, querrías saberlo, ¿verdad, Teen?

Kate acarició el cabello de su amiga. El respirador zumbó. El monitor cerebral pitó.

«No, no van a ganar.»

58

Kate llamó a la puerta de la lúgubre casa de los años setenta de Huntington, Long Island. El inmueble estaba pidiendo a gritos una capa de pintura. El hombre fornido de gruesas gafas abrió la puerta. En cuanto la vio, dirigió la mirada hacia la calle, por detrás de ella.

– No tendrías que estar aquí, Kate.

– Howard, es importante, por favor…

Howard Kurtzman miró el brazo en cabestrillo de Kate, y su mirada se volvió más dócil. Abrió la mosquitera y la dejó pasar. La llevó hasta la sala de estar, un espacio poco iluminado de techo bajo, con muebles de madera oscura y tapicería descolorida que parecía llevar años sin cambiarse.

– Ya te lo dije en Nueva York, no puedo ayudarte, Kate. Que estés aquí no es bueno para ninguno de los dos. Te voy a dar un minuto, quieras lo que quieras. Luego puedes salir por la puerta del garaje.

– Howard, sé que sabes lo que pasó. Tienes que contármelo.

– Howard, ¿hay alguien?

Su mujer, Pat, salió de la cocina. Al ver a Kate, se quedó de piedra.

A lo largo de los años, Kate había coincidido con ella varias veces en fiestas de la oficina.

– Kate… -dijo mirando el cabestrillo y luego a Howard.

– Los dos lo sentimos cuando nos enteramos de lo de Sharon -dijo Howard. Le hizo señas a Kate para que se sentara, pero ella se quedó apoyada en el brazo acolchado del sofá-. Le tenía mucho cariño a tu madre. Siempre se mostraba agradable conmigo. Pero ahora ya te has dado cuenta, ¿no? Son mala gente, Kate.

– ¿Crees que van a olvidarse de ti sin más, Howard? ¿Crees que van a dejar que te vayas, que se va a acabar sólo porque mires a ambos lados de la calle antes de abrir la puerta? Mi madre está muerta, Howard. Mi padre… no tengo ni idea de dónde está, ni siquiera de si está vivo. Para él no se acabó. -Kate cogió una foto enmarcada de la familia de Howard: hijos mayores, nietos sonrientes-. Ésta es tu familia. ¿Crees que eres libre? Mírame. -Le mostró el cabestrillo-. Sabes algo, Howard. Lo sé: alguien te presionó para que lo denunciaras.

Howard se ajustó las gafas.

– No.

– Entonces te pagaron. Por favor, Howard, me importa un bledo lo que hiciste; no estoy aquí por eso. Sólo necesito saber cosas de mi padre.

– Kate, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo -respondió él-. Ahora estás casada. Múdate; rehaz tu vida. Forma una familia.

– Howard -insistió Kate cogiendo su mano fofa y fría-. No lo entiendes. ¡A quienquiera que estés protegiendo, también intentó matarme!

– A quienquiera que esté protegiendo… -Howard miró a su mujer y luego cerró los ojos.

– Justo después de que me encontrara contigo -dijo Kate-, en el río Harlem, donde voy a remar. ¿Nos observaba alguien, Howard? ¿Sabía alguien que preguntaba por él? Sé cosas de mi padre. Sé que no era exactamente quien yo creía que era. Pero, por favor… mi madre trataba de decirme algo cuando la mataron. ¿Por qué me ocultas cosas?

– ¡Porque es mejor que no lo sepas, Kate! -El contable la miró-. Porque nunca existió ningún puñado de pisapapeles chapados en oro ni Paz Exports. Siempre les vendimos el oro. No lo entiendes… ¡a eso se dedicaba tu padre!

Kate le devolvió la mirada.

– ¿Qué…?

Howard se quitó las gafas. Se tocó la frente; tenía la tez de un blanco lechoso.

– Debes creerme -dijo-. En ningún momento, jamás pensé que esto pudiera hacer daño a nadie. Y menos a Sharon. -Se dejó caer en una silla-. Ni, que Dios me perdone, a ti.

– Alguien te presionó, ¿verdad, Howard? -Kate se le acercó y se arrodilló delante de él-. Te prometo que nunca volverás a saber de mí. Pero, por favor, tienes que decirme la verdad.

– La verdad -replicó el contable sonriendo débilmente- no es para nada la que tú crees, Kate.

– Pues dímela. Acabo de enterrar a mi madre, Howard. -Kate nunca había estado tan decidida-. Esto tiene que acabarse, ahora.

– Te dije que no te metieras, ¿verdad? Te dije que era algo que no te convenía saber. ¡A eso nos dedicábamos! Manejábamos dinero para los colombianos, Kate, los amigos de tu padre. Así es como pagasteis la casa, los coches de lujo. ¿Crees que fui desleal? Quería a tu padre, Kate. Hubiera hecho cualquier cosa por él. -Apretó los labios y asintió-. Y lo hice.

– ¿Qué quieres decir con que lo hiciste, Howard? ¿Quién te pagó para que lo delataras? Tienes que decírmelo, Howard. ¿Quién?

Cuando contestó, fue como si se le estrellara encima un meteoro a velocidad inimaginable, un mundo que acababa con un destello y otro que se erguía en medio de la desolación, estallando ante sus ojos.

– Ben. -El contable levantó la mirada, con los ojos llorosos y muy abiertos-. Ben me ordenó que fuera al FBI. Sí que me pagaron: tu padre, Kate.

59

Kate recordó la escena en el largo viaje que la llevó de vuelta a la ciudad. En medio del traqueteo del vagón de la línea de ferrocarriles de Long Island y la masa de pasajeros anónimos, las palabras de Howard le ardían en la cabeza como restos de un naufragio en llamas.

«Sí que me pagaron: tu padre, Kate.»

Le pagó para que filtrara información al FBI, para que lo denunciara. ¿Por qué? ¿Por qué iba a querer su padre destrozar su propia vida, las vidas de quienes quería? ¿Por qué iba a querer que lo encarcelaran, testificar, tener que esconderse? ¿Cómo podía Kate desenterrar quién era él, por qué había hecho eso, de qué era capaz, a partir de todo aquel confuso rompecabezas en que se había convertido su propia vida?

La voz le llegó desde el fondo de la memoria. Una escena lejana a la que no había vuelto desde que era niña. La voz de su madre, desesperada y confusa, por encima del traqueteo del tren, hizo estremecer y temblar a Kate, incluso ahora.

– Tienes que elegir, Ben. ¡Ya!

¿Por qué recuperaba eso ahora? Lo único que quería era encontrar un sentido a lo que Howard le había dicho.

¿Por qué ahora?

Se vio a sí misma en el recuerdo. Tendría cuatro o cinco años. Era en la vieja casa de Harrison. Se había despertado en mitad de la noche. Había oído voces. Voces enfadadas. Salió de la cama a hurtadillas y fue hasta el rellano donde acababan las escaleras.

Eran sus padres. Estaban discutiendo, y cada palabra la sobresaltaba. Estaba algo asustada. Sus padres nunca discutían. ¿Por qué estaban tan enfadados?

Kate se sentó. Ahora podía distinguir sus voces perfectamente. Envuelto en la neblina de los años, le vino todo a la memoria. Sus padres estaban en la sala de estar. Su madre estaba disgustada, contenía las lágrimas. Su padre gritaba. Nunca antes lo había oído hablar así. Se acercó más al pasamanos. Ahora lo oía claramente, en el tren.

– ¡No te metas! -gritaba su padre-. No te concierne. No es asunto tuyo, Sharon.

– ¿Pues de quién es asunto, Ben? -Kate notaba las lágrimas en la voz de su madre-. Dime, ¿de quién?

¿De qué hablaban? ¿Es que Kate había hecho algo malo?

Se apoyó en el pasamanos. Se deslizó en silencio por las escaleras, una tras otra. Sus voces se oyeron más claramente. Voces llenas de amargura. Alcanzó a verlos en la sala de estar. Su padre llevaba una camisa blanca de vestir y la corbata sin anudar. Tenía el rostro más joven. Su madre estaba embarazada. De Emily, claro. Kate no sabía lo que pasaba. Sólo que nunca antes había oído discutir así a sus padres.

– No te atrevas a decírmelo, Sharon. ¡No te atrevas a decirme eso!

Su madre, sorbiéndose la nariz, le tendió la mano.

– Por favor, Ben, ¡vas a despertar a Kate!

Él se zafó de ella.

– ¡Me da exactamente igual!

Kate se sentó en las escaleras, temblando. Ya no recordaba más palabras. Sólo fragmentos que le llegaban como diapositivas. Había algo completamente distinto y extraño en él, en sus ojos.

Ése no era su padre. Su padre no era así. Él era tierno y amable.

Su madre, de pie delante de él.

– Tu familia somos nosotras, Ben, no ellos. -Sacudió la cabeza, a pocos centímetros de él-. Tienes que elegir, Ben. ¡Ya!

Entonces su padre hizo algo, algo que nunca lo había visto volver a hacer. ¿Por qué le venía ahora a la memoria? Kate volvió el rostro, como había hecho en las escaleras puede que veinte años atrás, para luego enterrar aquel recuerdo -la violencia de sus ojos, lo que hizo- en toda una vida de recuerdos más felices que ella creía reales.

Pegó a su madre en la cara.


«Él quería que pasara esto.»

Fue cuando Kate, de pronto, comprendió. Al bajar del tren, mientras subía las escaleras de Penn Station para salir a la calle. Completamente aturdida.

Su padre quería que pasara esto.

Eso era lo que Howard le había dicho. Quería quedar al descubierto, que sus tratos desde tanto tiempo con los Mercado salieran a la luz. Testificar contra su amigo. Ir a la cárcel. Poner en peligro a su familia, a quien en principio amaba por encima de todo. ¿Por qué? Había montado esta cómoda vida de ensueño para autodestruirse.

Y era capaz de ello. Eso era lo que más asustaba a Kate. Por eso el recuerdo del tren era tan escalofriante. Por enterrado que estuviera, ya lo había visto en él.

Kate caminó entre el gentío hacia la calle Catorce. Se dirigió hacia el este, en dirección al Lower East Side.

¿Sabían los del WITSEC algo de todo aquello? ¿Sabían lo de la foto que había encontrado? ¿Conocían su antigua relación con Mercado? ¿Sabían quién era en realidad? ¿De lo que era capaz? Y aquellas horrorosas fotos de Margaret Seymour… En definitiva, ¿de verdad habían querido los hombres de Mercado matarlo en algún momento?

¿Sabían que su padre había hecho trizas su propia vida?

A Kate le sonó el móvil. Vio que era Greg y no lo cogió. Siguió caminando. No sabía qué decir.

De pronto, debía replantearse su vida de principio a fin. ¿Por qué habría querido su padre hacer daño a Margaret Seymour? ¿Qué información podía haber necesitado de ella? ¿Por qué iba a querer su padre hacerse eso a sí mismo? ¿Cómo podía haber querido hacerles daño a todos? A Sharon, a Emily, a Justin, a la propia Kate.

Era como si la coda del final de una sinfonía discordante la golpeara de lleno en la cabeza.

Aquél había sido el plan de su padre en todo momento.


Cuando volvió al piso, Greg estaba en el sofá viendo un partido de fútbol.

– ¿Dónde has estado? -Se volvió-. Te he llamado.

Kate se sentó junto a él y le relató su encuentro con Howard. Sacudía la cabeza, incrédula, perpleja, sin comprender.

– Papá lo organizó -dijo-. Lo organizó todo. Pagó a Howard un cuarto de millón de dólares para que fuera al FBI. Dijo que cerraba el negocio y se entregaba. Howard necesitaba el dinero; tenía un hijo arruinado. No hubo ningún golpe del FBI. Lo hizo él mismo.

Greg se incorporó, con expresión incrédula y a la vez preocupada.

– No me cuadra.

– Ya. ¿Por qué iba a querer hacernos tanto daño? ¿Por qué iba a querer hacerse esto a sí mismo? Es como si todo formara parte de algún plan. Ya no sé qué creer, joder. Mi madre está muerta, nos escondemos como alimañas. Empiezo a pensar que el FBI tiene razón, que mi padre mató a esa agente. Quería a mi padre, Greg. Para mí lo era todo. Pero ahora sé… que volvía a casa cada noche de toda mi puta vida y nos mentía. ¿Quién coño era mi padre, Greg?

Greg se acercó y se sentó a su lado. Tomó la cara de Kate entre sus manos.

– ¿Por qué haces esto?

Ella sacudió la cabeza, con los ojos vidriosos.

– ¿El qué?

– Meterte otra vez justo en medio de todo esto. Sharon está muerta, cariño. Ha sido pura suerte que no te mataran a ti. Esa gente son como bestias, Kate. También intentaron matarte a ti.

– ¡Porque tengo que saberlo! -gritó Kate, apartándose-. ¿Es que no lo entiendes? Quiero saber por qué murió mi madre, Greg. Lo que trataba de decirme…

»Nadie ha ido a la cárcel, Greg. Ni Concerga ni Trujillo. Ninguno de aquellos contra los que testificó mi padre. Nadie salvo Harold, el tonto de su amigo. Todos se han ido de rositas, todos esos a los que el gobierno realmente quería. ¿No te parece raro? Y luego al cabo de un par de meses, él va y desaparece, y una agente acaba brutalmente asesinada. Nos mintió, Greg. ¿Para qué? ¿Tú no querrías saberlo?

Greg le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.

– No podemos seguir viviendo con esto planeando sobre nuestras cabezas para siempre. Lo único que conseguirás es que te maten. Por favor, Kate, volvamos a nuestras vidas.

– No puedo…

– Y yo no puedo acompañarte, Kate. Así no. Para siempre no. -Le levantó la cara-. Te he llamado hace un rato. Tengo noticias.

– ¿Qué?

– Han llamado del New York Presbyterian. Me han ofrecido el puesto. -Ensanchó la cara con una sonrisa de orgullo-. ¡Estoy dentro!

De médico de guardia. En ortopedia infantil. El Hospital Infantil Morgan Stanley contaba con uno de los mejores programas de la ciudad. Era una gran noticia. Unos meses antes, Kate habría saltado de alegría.

Sin embargo, ahora se limitó a tocarle la mejilla y sonreír. No lo tenía claro.

– Podemos quedarnos en Nueva York. Podemos empezar una nueva vida. Te quiero, cariño, pero no puedo hacer esto cada día e imaginarte poniéndote en peligro. Tenemos que dejarlo atrás. Si nos quedamos, debemos hacer frente al futuro. Los dos, Kate. Quieren saber si acepto. ¿Vamos a irnos o a quedarnos, cariño? ¿Vamos a seguir adelante y vivir nuestras vidas? Depende de ti, Kate. Pero tengo que darles una respuesta pronto.

60

El camión de la lavandería torció en la esquina y avanzó por la calle aletargada, para hacer la última parada a eso de las ocho de la tarde. Frenó delante de la casa de tejas azules, tapando el Taurus azul marino que había aparcado junto al bordillo. Una última entrega por hacer.

Con unas camisas al brazo, Luis Prado bajó de la cabina.

La calle estaba oscura, iluminada por una sola farola. La gente estaba en sus casas, recogiendo la mesa después de la cena, viendo American Idol por la tele, chateando.

Luis ya había matado al joven conductor de un solo tiro en la cabeza. Había metido el cadáver entre un montón de ropa blanca sucia y bolsas de la lavandería, en la parte trasera del camión. Saludó con la cabeza a las dos figuras encorvadas en el Taurus, como si ya las hubiera visto antes, y se dirigió al camino que conducía a la casa vecina. Entonces, al llegar a la altura del Taurus, sacó la Sig de nueve milímetros de debajo de las camisas que llevaba en el brazo.

El primer tiro atravesó la ventanilla del pasajero con un ruido amortiguado y fue a dar en la frente del agente que estaba más cerca de Luis, dejando un rastro humeante y una quemadura redonda y negra entre los ojos del agente. Éste se desplomó en silencio sobre su compañero, cuyo semblante se contorsionó en una mueca de terror al tiempo que hurgaba en su chaqueta en busca del arma y, a la vez, buscaba la radio dejando escapar un último grito incomprensible.

Luis apretó el gatillo dos veces más: las balas de nueve milímetros dieron de lleno en el pecho del agente; las manchas de sangre salpicaron el parabrisas y la víctima quedó totalmente inmóvil tras proferir un gemido ahogado. Luis abrió la puerta de un tirón y le disparó una última vez en la frente, por si acaso.

Miró a su alrededor. La calle estaba despejada. Nadie podía ver nada con el camión de la lavandería delante. Luis cogió las camisas y subió las escaleras que conducían a la casa de tejas azules. Tras esconder el arma bajo la ropa, llamó al timbre de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntaron desde dentro. Una mujer.

– El reparto de la lavandería, señora.

Subieron la persiana de la ventana más próxima a la puerta y Luis vio a una mujer rubia con traje color canela que se asomaba y miraba detenidamente el camión blanco.

– ¡En la otra casa! -dijo, señalando a la izquierda.

Luis sonrió como si no comprendiera, mostrando las camisas.

La cerradura de la puerta giró.

– Se equivoca de casa -repitió la guardaespaldas del gobierno, apenas entreabriendo la puerta.

Luis embistió la puerta con el hombro y la abrió de par en par. La agente rubia cayó rodando por el suelo con un grito desconcertado al tiempo que buscaba a tientas y desesperadamente su arma. Dos balas disparadas con silenciador penetraron en la blusa blanca mientras ella levantaba las manos involuntariamente, como para detenerlas.

– Lo siento, hija -masculló Luis, al tiempo que cerraba la puerta-, pero me parece que no me equivoco.

Un perro, el labrador blanco que había visto días antes, salió de la cocina. Luis lo tumbó de un tiro en el cuello. El animal gañó y cayó al suelo en silencio.

Luis sabía que había que trabajar rápido. En cualquier momento, algún transeúnte podía ver a los agentes sangrando en el Taurus. No sabía cuánta gente había en la casa.

Fue a la sala de estar. Vacía. Descolgó un teléfono. No había nadie en la línea.

– Pam -preguntó una mujer desde la cocina. Luis siguió la voz-. ¿Pam, les has dicho que es en la casa de al lado?

Luis se encontró cara a cara con la señora que había visto sacar la basura unos días antes. Estaba junto a la cocina, con una bata rosa, preparando un té. Cuando sus ojos se fijaron en el arma, la taza se le cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. El hornillo de la cocina seguía encendido.

– ¿Dónde está, señora?

La mujer parpadeó, sorprendida, sin saber muy bien lo que pasaba.

¿Chowder? ¡Ven, pequeño! ¿Qué le ha hecho a Chowder? -gritó más alto, retrocediendo hasta la nevera.

– No juegue conmigo, hermana. Le he preguntado dónde está. El perro de los cojones está muerto. No me obligue a preguntárselo otra vez.

– ¿Quién…? ¿Qué le ha pasado a la agente Birnmeyer?

La mujer retrocedió, mirando fijamente los ojos oscuros e implacables de Luis.

Luis se acercó, montó el percutor y clavó la Sig en la mejilla de la mujer.

– Nadie va a ayudarla, señora. ¿Comprende? Así que dígamelo ya. No tengo mucho tiempo.

Los ojos de la mujer brillaron, impotentes y asustados. Luis había visto muchas veces esa mirada, tratando de pensar en qué decir aun sabiendo que podía morir en cuestión de segundos.

– No sé lo que quiere de mí -dijo negando con la cabeza-. ¿Dónde está quién? No lo sé… ¿a quién busca?

Bajó la mirada y contempló el cañón corto del arma de Luis.

– Vaya que sí, ya lo creo que lo sabe. No tengo tiempo de hacer el gilipollas con usted, señora. -Volvió a hacer sonar el percutor-. Ya sabe para qué he venido. Si me lo dice, vivirá. Si no, cuando la encuentre la policía, limpiarán sus restos de este suelo. Así que, ¿dónde está, hermana? ¿Dónde está su marido?

– ¿Mi marido? -preguntó ella-. Mi marido no está aquí, lo juro.

– ¿Está arriba, zorra con canas? -Luis le hundió aún más la pistola en la mejilla-. Porque si está, ahora mismo va a oír tus sesos salpicando este suelo.

– No, lo juro… Lo juro, no está aquí. Se lo ruego. Se ha ido un par de semanas.

– ¿Adónde? -preguntó Luis.

Le echó la cabeza hacia atrás tirándole del pelo y le clavó el cañón en el ojo.

– Por favor, no me haga daño -suplicó la mujer, agitándose mientras él la mantenía agarrada-. Por favor, no sé dónde está… Ni siquiera sé qué hacen aquí estos agentes. ¿Por qué hace esto? Yo no sé nada. Por favor, lo juro…

– Está bien, señora -asintió Luis. Aflojó la mano. Le apartó el arma de la cara. Ella sollozaba-. Está bien.

Aflojó el percutor y el arma dejó de estar en posición de disparo.

– ¿Quién ha dicho que fuera a hacerle daño, hermana? Sólo quiero que piense. Igual ha llamado, igual le ha dicho algo.

Ella, sorbiendo mucosidad y lágrimas, negó con la cabeza.

El hornillo seguía encendido. Llameante. Luis notó el calor cerca de la mano.

– Tranquila -dijo, en voz más baja-. Igual es que usted ya no lo recuerda. De todos modos, sólo queremos hablar con él. Sólo hablar. ¿Comprende?

Le guiñó el ojo. La mujer asintió, aterrorizada y no muy convencida, con la cara pegada a la camisa de él, empapándola de lágrimas. Respiraba frenética y entrecortadamente.

– Tranquila. -Luis le dio una palmadita en el pelo-. Me parece que probaremos con otra cosa.

Cogió la delgada muñeca de la mujer. A ella le temblaba la mano.

– ¿Sabe a qué me refiero, hermana?

Le puso la palma de la mano boca arriba y recorrió con los dedos una de las líneas. Entonces se la acercó más a la llama ardiente.

– ¡No! Por el amor de Dios. Por favor… ¡no!

De pronto ella empezó a forcejear. Luis no la soltó sino que la acercó aún más a la llama. Entonces el pánico inundó los ojos de la mujer, que casi se le salían de las órbitas.

– A lo mejor ahora se le refresca la memoria. Va siendo hora de que me diga dónde está, hermana.

Al cabo de unos minutos, Luis Prado volvía a subir a la cabina del camión de la lavandería. Giró la llave del contacto y, tras una última mirada a los cuerpos amontonados en el Taurus del gobierno, puso el vehículo en marcha y abandonó la silenciosa calle. Nadie lo siguió. En total, no habían sido más que unos minutos. Había bastado con presionar un poco para conseguir lo que había ido a buscar.

Luego no la había hecho sufrir más.

Unas cuantas manzanas más colina abajo, Luis detuvo el camión en el aparcamiento de una estación cerrada de tratamiento de aguas. En la parte trasera de la cabina, Luis se cambió deprisa. Limpió con esmero el volante y el tirador de la puerta del conductor. Tiró la ropa sucia en la parte de atrás, sobre la ropa blanca que tapaba el cadáver del repartidor, salió del camión y atravesó rápidamente el aparcamiento en la oscuridad.

Había otro coche aparcado, un deportivo alquilado al que se subió inmediatamente.

– ¿Y bien…? -preguntó el conductor cuando Luis cerró la puerta.

– No estaba. -Luis se encogió de hombros-. Está en Nueva York. Hace semanas que no viene por aquí.

– Nueva York.

El conductor pareció sorprendido. Se ajustó la americana. Tenía el semblante preocupado, como si hubiera albergado la esperanza de no tener que llegar tan lejos.

– Es lo que me ha dicho su mujer antes de morir. Debo de estar perdiendo facultades; no he podido averiguar dónde.

– Da igual… -El conductor, un hombre moreno y delgado, se dio la vuelta metiendo la marcha atrás y salieron del aparcamiento desierto-. Yo sé dónde.

61

Fergus, atado a la correa, tiraba de Kate mientras se dirigían al parque.

Se había pasado toda la noche pensando en lo que Greg había dicho. No sólo en la propuesta, que Kate sabía que su marido debía aceptar, sino también en seguir adelante. Intentar dejar el pasado atrás. ¿Y qué había decidido?

La tarde anterior había llamado a Packer. Le había dicho que por fin estaba lista para volver al laboratorio. Todavía tenía el hombro bastante agarrotado; hacía un par de días que le habían quitado el cabestrillo y le esperaban varias semanas de fisioterapia. Sin embargo, aún podía serles de ayuda. Le iría bien despejar la mente. Llevaba semanas sin poder correr ni remar, y con la tensión por la muerte de Sharon y lo que Howard le había explicado, tenía el azúcar por las nubes. No obstante, Greg estaba en lo cierto: aquello la estaba matando poco a poco. Tenían que hacer frente al futuro, volver a algo parecido a una vida normal.

– Venga, pequeño -dijo tirando de Fergus-. Esta mañana sólo una vuelta cortita. Mami va a llegar tarde.

Tenía que llevar a Fergus con cuidado, sólo con la mano izquierda. Se puso en marcha con un trote suave, dejando la correa floja mientras hacía footing junto a él. Al cabo de una o dos manzanas se había quedado sin resuello. «Por Dios, Kate, estás fatal.» Soltó la correa y dejó correr a Fergus tras una ardilla. Se sentó, sacó una barrita energética, se comió un trozo y esperó hasta recuperar fuerzas. Estaría bien volver a la rutina.

Un hombre de pelo oscuro peinado hacia atrás, con chaqueta negra de cuero y gafas de sol, se sentó en el banco de enfrente.

Kate lo miró, tensa. «Vale…»

Por un instante fingió no haberse dado cuenta; pero las alarmas se le empezaron a disparar. Algo no encajaba. Kate buscó con la mirada a Fergus. Ya había experimentado antes una sensación como ésa.

El hombre levantó la vista y entonces sus miradas se encontraron. A Kate se le aceleró el pulso. ¿Dónde coño estaba Fergus? Era hora de irse.

Al levantarse, oyó una voz a su espalda.

– Kate.

Kate se volvió, con el corazón desbocado. Entonces, al ver quién era, soltó un suspiro nervioso de alivio. Gracias a Dios…

Era Barretto, el hombre de la barba con quien ya había coincidido allí. Ella era consciente de que tenía cara de haber visto un fantasma.

– No quería asustarte. -Sonrió. Iba, como siempre, vestido con la arrugada chaqueta de pana y la gorra de golf. Era de lo más comedido y educado-. Hacía tiempo que no te veía. ¿Te importa que me siente?

– La verdad es que me tengo que ir -respondió Kate, recorriendo rápidamente el sendero con los ojos hasta posar la mirada en el hombre del banco.

El anciano no pareció percatarse.

– Al menos déjame saludar a mi viejo amigo -dijo él refiriéndose a Fergus, pero ella tuvo la sensación de que intentaba que se sintiera cómoda-. Sólo un momento.

– Claro. -Kate sintió que se relajaba-. Vale.

Hablaron de todo y de nada, del trabajo y la familia de ella. A Fergus siempre había parecido caerle bien, pero esta vez todo era un poco extraño. Era como si la hubiera estado esperando.

– Te has hecho daño -le dijo él, preocupado.

Se sentó junto a ella, a una respetuosa distancia.

Pasó una madre con dos niños. Fergus llegó trotando y saludó a Barretto como a un viejo amigo.

¡Fergus! -El anciano sonrió, dando unas palmaditas en el hocico del perro-. Cuánto tiempo.

– No es nada -dijo Kate-. Lo siento, pero llego tarde al trabajo. Hace tiempo que no me paso por allí…

– Lo sé. -El anciano la miró. Puso la mano sobre el perro-. Siento lo que le pasó a tu madre, Kate.

Kate retrocedió, con los ojos repentinamente como platos, como si no lo hubiera oído bien.

¿Cómo podía saberlo? Hacía semanas que no lo veía. Nunca le había dicho su verdadero nombre. Aunque hubiera leído la esquela en los periódicos, eso no la relacionaba con su madre.

– ¿Y cómo es que sabe usted lo de mi madre?

Entonces el hombre hizo algo que sorprendió a Kate: hizo un gesto con la cabeza en dirección al hombre que estaba sentado en el otro banco. Éste se levantó y se alejó diligentemente. A Kate se le empezó a acelerar el corazón. No sabía lo que pasaba, pero sí sabía que no era normal. Le enganchó la correa a Fergus y comenzó a levantarse. Recorrió el lugar con la mirada, en busca de la entrada del parque.

En busca de un poli. De un transeúnte.

– ¿Quién es usted? -le preguntó, con recelo.

– Por favor. -El hombre extendió la mano y le tocó el brazo con la palma-. Quédate.

– ¿Quién es usted? -volvió a preguntar Kate, en tono casi acusador.

– No tengas miedo -dijo el hombre de la barba. De repente, sus ojos azules brillaron con una intensidad de la que Kate no se había percatado antes. Tenía la voz suave, pero lo que dijo la atravesó como una sierra cortando un hueso-. Soy Óscar Mercado, Kate -respondió él.

62

A Kate se le heló la sangre en las venas.

Óscar Mercado era quien había asesinado a sangre fría a su madre ante sus ojos. El jefe de la familia de criminales Mercado. Seguramente también había matado a su padre. Kate no sabía qué hacer. Su gorila estaba a tan sólo unos metros. Tenía que salir de allí. Se aferró a Fergus con fuerza y miró fijamente los glaciales ojos azules del anciano. Quería gritar de pánico, pero no le salía la voz.

– Kate, por favor. -Él le tendió dulcemente la mano, pero ésta fue a dar en el banco-. No tienes nada que temer de mí. Te lo prometo, soy yo quien debería tener miedo. Soy yo quien tiene algo que temer de ti.

Kate se levantó.

Fue presa de una repugnancia casi incontrolable y deseó matar a ese hombre… a ese hombre que había asesinado a su madre. Que estaba tras el intento de matarla a ella en el río. Su cártel, su fraternidad, era responsable de todas las desgracias que había sufrido su familia.

– Tu padre… -empezó a explicar el anciano.

– ¿Mi padre qué? -Kate lo fulminó con la mirada-. Mi padre está muerto. Usted…

– No, Kate -dijo Mercado con tono inofensivo sacudiendo la cabeza. Sus pupilas azules brillaban como ópalos en sus ojos caídos-. Tu padre no está muerto. Está vivo. De hecho, es tu padre quien me persigue a mí.

– ¿Qué? No le creo. -Sus ojos se inundaron de rabia-. Es mentira.

Cerró los puños como si fuera a golpearlo, pero algo la retuvo. Él se quedó allí sentado; no hizo ademán de ir a defenderse de la rabia de ella. En el semblante de aquel hombre, Kate vio reflejada la destrucción de todo aquello en lo que una vez había creído y confiado. Sin embargo, de repente no sentía miedo, sólo incertidumbre e indignación. Las palabras de él resonaban en su interior.

– ¿Qué quiere decir con que lo persigue?

– Por eso lo organizó todo para que hicieran una redada en su empresa, Kate. Por eso orquestó su propia detención. Por eso consiguió que lo incluyeran en el Programa de Protección de Testigos… Creo que ya sabes estas cosas, ¿no, Kate?

Ella se quedó hipnotizada por la mirada de él, incapaz de apartar los ojos.

– ¿De qué coño habla? ¿Que mi padre destrozó su vida, destrozó nuestras vidas, sólo para que lo metieran en el programa?

– No para que lo protegieran, Kate. -El hombre sonrió-. Para infiltrarse en él.

¿Infiltrarse? No tenía sentido. Pero había algo en lo que decía que se le antojaba muy próximo a la verdad.

– ¿Por qué? ¿Por qué me cuenta esto? Dice que mi padre está vivo. ¿Por qué habría de creerlo? Usted asesinó a mi madre. ¡Yo estaba allí! ¿Por qué habría de creer nada de lo que usted dijera?

– Porque tu padre y yo teníamos la misma agente, Kate. Margaret Seymour. Porque ambos pertenecíamos a la misma sección del WITSEC, especializada en informantes relacionados con drogas. -Alargó la mano y le tocó el brazo. Esta vez ella no se lo impidió-. Ya hace veinte años -levantó los ojos para mirarla- que yo también estoy en el programa.

Kate lo miró: esa alimaña cuyo nombre ya era por sí mismo sinónimo de violencia y muerte, el hombre por el que su padre hubiera ido a juicio, para hacerlo caer. Tenía los ojos claros, azules y limpios.

– No. -Le apartó el brazo. Era un asesino, un delincuente fugado-. Usted es Mercado. El FBI dijo que era usted quien quería matar a mi padre. Sólo trata de utilizarme para encontrarlo.

– Kate… -dijo él sacudiendo la cabeza-. El FBI dice muchas cosas para mantener mi tapadera. No soy yo quien ha dirigido el cártel de los Mercado durante todos estos años. He estado delatándolos. He estado dentro del programa de testigos. El cártel me quiere muerto, Kate, igual que tú crees que quieren matar a tu padre. Margaret Seymour era la agente de mi caso; conocía mi paradero, mi identidad. Por eso tu padre desapareció: para encontrarme, Kate. Para perseguirme, por haberlos delatado. Y puedo demostrártelo. Te lo puedo demostrar; es tan cierto como que estoy delante de ti, Kate Raab.

Al oírle decir su nombre fue como si le dieran un puñetazo en plena boca del estómago. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo sabía lo de su padre? Nunca lo había divulgado. Le escudriñó el rostro, los pómulos pronunciados, la barbilla redonda oculta bajo la barba, la expresión resoluta y lúcida de sus ojos azules.

«Oh, Dios mío…»

De pronto, se dio cuenta. Fue como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo. Lo miró fijamente, petrificada, sin aliento, apenas capaz de hablar.

– Yo lo conozco. Usted es quien sale con él en la foto. Los dos, de pie bajo una puerta.

– En Cármenes. -El rostro del hombre se iluminó mientras asentía con la cabeza.

Kate contuvo el aliento.

– ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe todo esto? ¿De qué conoce a mi padre?

Los ojos del anciano lanzaron un destello.

– Benjamín Raab es mi hermano, Kate.

63

A Kate le fallaron las rodillas y tuvo que agarrarse enseguida al respaldo del banco para no caerse.

Sus ojos se clavaron en el rostro de aquel hombre, examinaron sus pómulos prominentes, su boca curvada, las familiares arrugas de su padre en la barbilla. De pronto, todo el miedo que le inspiraba se esfumó y lo único que quedó fue la certidumbre de que lo que decía era verdad.

– ¿Cómo? ¿Cómo que es su hermano? -Sacudió la cabeza, perpleja.

– Kate… siéntate.

Mercado le tendió la mano, y ella se sentó.

– ¿Por qué? ¿Por qué ahora, después de todos estos años?

– Acaba de morir un anciano, Kate -respondió-. En Colombia, en el sitio que ya conoces, Cármenes. Ese hombre era mi padre, Kate. Tu abuelo.

– No. -Kate volvió a sacudir la cabeza-. Mi abuelo está muerto. Murió hace años. En España.

– No, el padre de tu padre siempre ha estado vivo, Kate -dijo Mercado-. Durante los últimos veinte años, ha sido mi protector.

Kate parpadeó, sin comprender.

– ¿Su protector?

– Ya te lo explicaré -respondió Mercado, volviendo a ponerle delicadamente la mano en el brazo-. Ya ves que no tienes nada que temer de mí. Te han ocultado muchas cosas. Al fallecer el anciano, todo ha cambiado. Durante todos estos años mantuvo a raya a los que hubieran ido a por mí, pero los viejos compromisos ya no cuentan.

– ¿Qué compromisos? ¿De qué habla?

– ¿Has oído hablar de la fraternidad [8]? -preguntó Óscar Mercado.

Kate asintió con recelo.

– Ya sé que esta palabra no te inspira más que miedo, pero para nosotros es un vínculo de honor. Es una obligación más fuerte que el amor, Kate. ¿Puedes entenderlo? Incluso más fuerte que el amor que un padre pueda sentir por su hija.

Ella lo atravesó con la mirada. ¿Qué diablos le estaba diciendo?

– No.

Mercado se humedeció los labios.

– Tu padre lleva años manejando dinero para la fraternidad. Ése era su trabajo, Kate; su deber. Pero le quedaba una deuda por saldar, más urgente y hasta más real que la cómoda vida que se había construido. Incluso después de veinte años. Incluso después de que aparecieras tú, Kate… y Emily y Justin. Entiendo esta deuda. Yo haría lo mismo en su lugar. Es cosa de sangre, Kate; es más fuerte que el amor. La deuda era yo.

– ¿Usted?

– Yo fui quien los delató, Kate. Él haría cualquier cosa, cualquier cosa que esté a su alcance, para vengar ese agravio.

– ¿Me está diciendo… que está vivo? -preguntó Kate, con la voz entrecortada-. ¿Que era parte de esa fraternidad, de esa familia?

– Ya lo creo que está vivo. De hecho, puede que ahora nos esté observando.

Kate recorrió el lugar con la mirada. La repentina idea de que estuviera ahí fuera, no muerto sino observándolos, le resultaba aterradora. Si estaba vivo, ¿por qué no intentaba contactar con ella? Sharon estaba muerta. La propia Kate había resultado herida. Emily y Justin lo necesitaban. Aceptar todo aquello era demasiado.

Ella era su hija. Fuera cual fuera esa deuda, aquel juramento que lo obligaba, era imposible que ninguna idea retorcida sobre los lazos de sangre pudiera haberlo llevado a olvidar eso o a ser tan cruel.

– Es mentira. -Volvió a levantarse-. Me está utilizando para atraerlo hacia usted. Mi madre está muerta; su gente la mató. Ustedes acribillaron nuestra casa a balazos. Lo vi; estaba allí. Y ahora va y me cuenta lo de esa ridícula fraternidad y que cuanto había en mi vida no era más que una especie de tapadera. ¡Es todo mentira, joder!

– Lo sabes -dijo Óscar Mercado en voz baja-. Viste la fotografía, Kate.

Ella no quería creerlo, pero la mirada solemne de aquel hombre era limpia y resuelta, y Kate podía reconocer en aquellos ojos al hombre que salía en la fotografía, bajo aquella puerta, rodeando a su padre con el brazo. Su hermano.

– Pero no me basta -dijo-. Conozco a mi padre. Sé lo que yo sentía. Me ha dicho que podía demostrármelo, así que hágalo. ¿Cómo?

– Con esto, espero.

El anciano se llevó la mano a la chaqueta arrugada, sacó algo envuelto en un pañuelo y se lo entregó a Kate.

Al desenvolverlo, su mundo volvió a transformarse. Supo que él decía la verdad y que lo sabía todo de ella. Se quedó allí de pie, mirándolo, mientras los ojos se le llenaban de pronto de lágrimas.

Era la otra mitad del sol roto que le había dado su madre.

64

En aquel momento, el mundo de Kate se vino abajo.

Un terremoto interior la sacudió con tanta virulencia que sintió como si la estuviera partiendo en dos. Se quitó la cadena que llevaba al cuello con el mismo medio sol roto. Sostuvo en la palma de la mano el de Mercado y el suyo, uno junto al otro.

Encajaban perfectamente.

– ¿Conocía a mi madre? -le preguntó observándolo detenidamente, clavando la mirada en sus ojos azul claro.

– Más que eso, Kate. Éramos familia.

– ¿Familia…?

Él asintió. La tomó de la mano. Esta vez Kate no se estremeció. Tenía las manos duras, pero en ellas había ternura. Entonces le explicó una parte de su propia historia que Kate nunca había conocido.

– Lo que tu padre te dijo era cierto. Llegó aquí de pequeño; pero no desde España. Desde Colombia, desde nuestro país. Su madre era la amante de mi padre. Cuando mi propia madre murió de una infección en los pulmones, la madre de Ben pasó a ser el gran amor de nuestro padre.

– Rose.

Kate asintió. Su mente regresó rápidamente a las fotos que había encontrado de la mujer, y recordó el rostro del hombre que la acompañaba, con su padre recién nacido. Su abuelo.

– Rosa. -Él sacudió la cabeza y lo dijo en español-. Era una mujer guapa, Kate. De Buenos Aires. Estudió pintura. Rebosaba vida. Naturalmente, no se casaron nunca. Incluso en la época actual, en Colombia, este tipo de unión nunca se permitiría.

Kate entendió lo que le decía.

– Porque era judía -dijo.

– Sí, ella era judía -respondió él en castellano, asintiendo-. Cuando tuvo un hijo de él, fue necesario que se mudara.

– Mi padre… -Kate volvió a apoyarse en el banco.

– Benjamín… como el padre de ella. Así que Rosa vino aquí.

De pronto, las preguntas sobre el pasado de su padre empezaron a aclararse. Por eso no sabía nada de la vida de su abuela. No habían llegado de España. Él les había ocultado la verdad todo ese tiempo. El resto parecía encajar como las últimas piezas de un rompecabezas: su padre había organizado su propia detención. Había ido a reunirse con Margaret Seymour, exactamente como habían dicho Cavetti y el FBI. Y esa foto de los dos hombres bajo la puerta, con ese nombre escalofriante sobre sus cabezas: Mercado. Ese otro hombre de la instantánea estaba ahora ante ella. Su hermano. Ahora todo cobraba sentido. Sus ojos se posaron en el colgante roto: los medios soles de oro.

«Guarda secretos, Kate -le había dicho Sharon al colgárselo del cuello -. Algún día te los contaré.»

¡Su madre lo sabía!

– Tu madre me dio esto -dijo Mercado-. Sabía que algún día sería yo quien te lo explicaría, no él. Ahora ya sabes -el hombre sonrió- que lo que le pasó no fue culpa mía.

– ¡No! -Por ahí Kate sí que no pasaba. Le temblaban las manos, pero hablaba con voz firme-. Me está diciendo que mató a su propia esposa. No puede ser. La quería. Los vi; durante más de veinte años. Eso no era ninguna mentira.

– Ya te digo, Kate, que este vínculo es más fuerte que lo que tú conoces como amor. Durante todos estos años en que he estado dentro del programa, ni una sola vez he difundido lo que acabo de decirte. Nunca lo traicioné.

– ¿Por qué me explica esto? ¿Por qué ha aparecido? ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Quiero que me ayudes a encontrarlo, Kate.

– ¿Para qué? ¿Para poder matarlo y que así él no lo mate a usted? Independientemente de lo que haya pasado, sigue siendo mi padre. Hasta que me diga, mirándome a los ojos, que hizo esas cosas. Él, no usted… Me está diciendo que todo aquello en lo que he confiado durante toda mi vida es mentira.

– Mentira no. Protección. Por tu propia…

– ¡Una mentira!

Óscar Mercado la tomó de la muñeca y le abrió suavemente la palma. Cogió los dos colgantes del sol azteca roto, alargó la mano y se los colgó del cuello. Las dos mitades bailaron unos instantes sobre el pecho de Kate hasta detenerse en una posición que hacía que parecieran sólo uno. Un solo corazón de oro.

– Si quieres la verdad, Kate, aquí la tienes. Es tu oportunidad. La puerta está abierta; ¿quieres cruzarla?

65

Phil Cavetti aparcó el coche frente a la casa de tejas azules -ahora acordonada- de Orchard Park, Nueva York. La calle estaba inundada de luces resplandecientes. Mostró la placa a un policía local que montaba guardia frente al camino acordonado que conducía a la entrada de la casa. En el rellano había un colchón para perro y, no muy lejos, una pequeña placa que rezaba «la casa de Chowder, el mejor perro del mundo».

La puerta estaba abierta.

Al entrar, lo primero que vio Cavetti fue la silueta de la primera víctima trazada en el suelo: Pamela Birnmeyer. Hacía seis años que trabajaba como agente de los US Marshals, en la división de Garantías y Contratos. Había coincidido con ella en una ocasión. Su marido era profesor de informática de un instituto de la zona y tenían un hijo de dos años. Seguramente por eso se había prestado a hacer un servicio peligroso. Dinero extra.

Cavetti reprimió una bocanada de bilis. Llevaba años sin poner los pies en una escena del crimen.

Siguió el rastro de destrucción hasta la cocina. Tuvo que esquivar a dos de la Científica que estaban arrodillados, tratando de obtener huellas del suelo. Se habían llevado el cuerpo de la segunda víctima, pero aún podía verse una mancha roja brillante sobre el frigorífico blanco, allí donde su cuerpo se había derrumbado hasta caer al suelo.

Volvieron a revolvérsele las tripas.

Su mirada se cruzó con la de Alton Booth, que estaba al otro lado de la estancia. El agente del FBI le hizo un gesto para que se acercara.

– Justo cuando empezabas a plantearte la jubilación… -le dijo con un gruñido cínico, y le pasó a Cavetti una pila de fotos en blanco y negro.

A éste le dieron ganas de vomitar. En veintiséis años jamás se había enfrentado a algo así. Nunca había perdido a un testigo. Nunca le habían destapado una identidad. Nunca, nunca habían traspasado el programa.

Y ahora esto.

La mujer había muerto por el impacto de una bala de nueve milímetros en el cerebro, pero no era eso lo que le había mareado como a un novato ante su primer asesinato truculento. Eran sus manos. Lo había leído en el informe, pero las fotos aún eran peores. Tenía las palmas negras, carbonizadas. Las dos. Se lo habían hecho con un hornillo de la cocina. La habían torturado, como a Maggie. Al asesino le hubiera bastado con una mano para asegurarse de que no sabía una mierda. Pero dos, las dos palmas… eso era sólo por amor al arte.

– Por lo menos, supongo que ahora ya tenemos una idea de lo que pudo haber revelado Margaret Seymour. -Booth puso los ojos en blanco.

Cavetti conocía a esa gente. El marido de la víctima era más que una simple baza para una investigación. Cavetti le había asignado su actual identidad hacía veinte años. Lo había visto forjarse una nueva vida. Casarse.

Se sentía responsable.

– Lo peor es que estoy casi seguro de que la pobre mujer ni siquiera lo sabía. -Cavetti suspiró, asqueado-. No tenía ni idea de quién era en realidad su marido. -Devolvió las fotos-. ¿Alguna pista?

– Un camión de la lavandería -respondió Booth-. Una vecina dijo que anoche hubo uno aparcado delante de la casa sobre la hora del asesinato. Lo encontramos en una planta de tratamiento de aguas cerrada, más allá de la colina. Al chaval del reparto le metieron dos balazos en el pecho y luego arrojaron su cuerpo con las camisas y las sábanas. Con él son cinco en total. Eso sin contar el chucho. Conque dime -el hombre del FBI miró a su alrededor-, ¿quién mata de este modo?

Cavetti no respondió; los dos sabían la respuesta. La mafia rusa. Los cárteles de la droga. Los colombianos.

– Ese tío, Raab… -Booth sacudió la cabeza-. ¿No empieza a parecerte que igual hemos hecho el primo?

No era sólo cosa de Raab, Cavetti estaba seguro. Raab no era un asesino; por lo menos, no de esta calaña. Aun así, Raab llevaba hasta Margaret Seymour. Maggie llevaba hasta Mercado. Y Mercado llevaba hasta aquí.

Raab y Mercado.

De pronto, Cavetti presintió quién sería el siguiente.

Le devolvió las fotos a Booth.

– Ya sabes dónde encontrarme. Avísame si surge algo.

El hombre del FBI sonrió.

– ¿Ya has visto bastante? ¿Adónde vas? -le preguntó.

– A la puta zona de Código azul -respondió Cavetti-. Es donde le ha dado a todo el mundo por meterse, ¿no?

66

Kate oyó el ruido de un coche en medio de la lluvia, circulando a toda velocidad por la calle en mitad de la noche. La farola que había delante de la ventana del dormitorio parecía brillar más que nunca. Kate tenía los ojos abiertos. El reloj de la mesilla de noche marcaba las 3.10 de la mañana.

No podía dormir.

La pregunta de Mercado no dejaba de retumbar en sus oídos: «La puerta está abierta, Kate. ¿Quieres cruzarla?».

¿Cómo iba a seguir negándolo?

Su padre había sido parte de los Mercado. Habían sido su familia, no sólo su hermandad, sino su propia familia, su verdadera familia, desde que nació. Fraternidad. Su propio padre había estado al mando. Lo había ocultado a todos a cuantos quería. «Si es que nos quiso alguna vez», se dijo. Ahora estaba en libertad y podía ir a por su hermano por haberlo traicionado. La madre de Kate estaba muerta. Su hermano y su hermana estaban escondidos.

Esa clase de verdad no hacía libre a nadie.

No dejaba de regresar mentalmente a la foto de la mujer morena de aspecto europeo que llevaba en brazos a su hijo recién nacido. La abuela de Kate. Habían llegado desde Colombia, no desde España.

«Durante años, ha sido mi protector», había dicho Mercado de su abuelo. El abuelo que ella creía muerto en España desde hacía décadas. Ahora sí estaba muerto. Los viejos compromisos ya no contaban y eso había abocado a su padre a una espiral de venganza y represalias tan vil, tan increíble, que cada vez que lo pensaba era como si le asestaran un puñetazo en la boca del estómago. Su familia había sido sacrificada para que su padre pudiera meterse en el programa.

El programa que había mantenido a su hermano oculto durante veinte años.

Kate se apartó de la ventana. ¿Qué era lo que les había dicho Margaret Seymour?: «Soy como una especialista en los Mercado».

Tenían la misma agente.

Lo que Mercado le había contado era verdad; Kate se daba cuenta, por mucho que le doliera aceptarlo. Por mucho que eso convirtiera los últimos veinte años de sus vidas en una endeble fachada.

Lo vio en su cara: sabía lo de Rosa; conocía el verdadero nombre de Kate; tenía la mitad que encajaba con el sol roto. Su padre estaba vivo. A Kate eso ya no la alegraba; la angustiaba. Sabía que todo tenía que ser cierto.

«Tu familia somos nosotros, Ben, no ellos. Tienes que elegir.»

Ahora sabía lo que esas palabras significaban. «Su deber.» Lo que más dolía era que hubiera mentido todos estos años. A todos.

Kate se incorporó, con el camisón empapado en un sudor frío. Junto a ella, Greg se removió. Ya no tenía claro qué era lo correcto. Decirle a Cavetti todo lo que sabía. La inquietante foto que había encontrado: Ben y Mercado. Lo que Howard le había revelado. Que su padre se había hecho caer a sí mismo. Todo lo que el anciano le había contado en el parque.

¿Por qué?

El WITSEC nunca había jugado limpio con ella. Siempre había protegido a Mercado. Siempre había sabido su secreto.

Era a su padre a quien buscaban desesperadamente.

En algún momento, a Kate la venció el cansancio y se sumió en un sopor breve, irregular. Tuvo un sueño: su padre estaba en la glorieta donde ella le dijo por primera vez que no entraría en el programa.

Parecía tan distante, tan derrotado. Tan poca cosa. Su tacto era tembloroso y asustado.

Cuando se volvió hacia ella, en sus ojos había un brillo malévolo.

Kate abrió los ojos de golpe. El reloj marcaba las 4.20. Tenía la almohada empapada de sudor y el corazón desbocado.

Había interpretado mal la reacción de su padre.

Kate siempre había creído que no era más que una expresión de vergüenza. Por eso era incapaz de mirarla. Una vergüenza que nunca antes había tenido que sobrellevar. Pero no era eso lo que había en su semblante.

Era el semblante del hombre de la escena que había recordado en el tren. Una pesadilla de la infancia. Alguien a quien nunca antes había visto, agarrando a su madre por el brazo, con un brillo desconocido en los ojos.

¡Con el puño levantado!

«¿Quién acribilló esa noche nuestra casa? -se preguntó de pronto Kate-. ¿Quién mató a mamá?»

¿De verdad quería Kate cruzar esa puerta?

«¿Por qué sales en esa foto, papá?»

Desde el otro lado de la cama, Greg alargó la mano en la oscuridad, buscándola a tientas.

Ella se dejó envolver por sus brazos y se acurrucó junto a él. Greg le susurró:

– ¿Pasa algo?

Kate ya no sabía en quién confiar.

– ¿Siempre podré contar contigo, Greg? ¿Sí? ¿Siempre podré confiar en ti?

– Claro que sí, bicho. -La estrechó aún con más fuerza.

– No, necesito oírtelo decir, Greg. Ya sé que es una tontería, pero sólo por esta vez, por favor…

– Puedes confiar en mí, Kate -dijo él en voz baja. Ella cerró los ojos-. Pase lo que pase, cariño, siempre me tendrás.

67

Al día siguiente, Kate volvió al trabajo. Ya había pasado casi un mes. Con ella y Tina fuera del laboratorio, habían quedado en suspenso un montón de cosas. Kate esquivó las inevitables preguntas tan bien como supo. Dijo que su madre había estado enferma y que ella se había dislocado el hombro con una caída. Era agradable volver, aunque se le hacía un tanto extraño.

Sin Tina.

Packer había contratado a un nuevo investigador para ocupar el puesto de Tina. Era un doctorando indio llamado Sunil que había estudiado física celular en Cambridge.

Parecía bastante agradable, aunque Kate era consciente de que seguramente se había mostrado algo fría con él al principio. Era como aceptar que Tina no volvería nunca, y Kate no quería sentirse así. Packer lo asignó al proyecto en que había estado trabajando Tina. Aún no había cogido el ritmo.

Se hacía raro no tenerla por allí. Sin embargo, había que seguir adelante con el trabajo.

Kate se encontró con una montaña de cosas que poner al día. Había toneladas de datos que actualizar, el informe sobre el estado actual del proyecto por completar, montones de formularios del gobierno que rellenar. Packer estaba solicitando otra beca a la National Science Foundation.

Aún tenía el hombro demasiado rígido para dedicarse a algunas de sus antiguas tareas. Kate no quería ni imaginarse a sí misma tirando al suelo uno de los platillos para el cultivo con una valiosa línea de células madre sistémicas y armando un estropicio.

Sin embargo, llegó un momento en que ya no pudo aguantar y dejó el papeleo.

Entró en el laboratorio y se llevó de la nevera dos platillos llenos de portamuestras.

Citoplasma leucémico prototipo #3. Célula madre nucleica modelo 272B.

Tristán e Isolda.

Kate se las llevó hasta el Siemens. Puso la célula leucémica en la platina y conectó el potente microscopio. La célula con forma de garabato y el conocido punto en el centro apareció ante sus ojos, brillante. Kate sonrió.

– Eh, nena… -Era como saludar a una vieja amiga-. Hacía mucho que no nos veíamos -dijo Kate, ajustando la configuración de la lente.

Entonces se puso las gafas de aumento, colocó el diminuto catéter sobre el platillo y luego, con la precisión propia de quien domina esos jueguecitos de bolas que salían en las bolsas de palomitas Cracker Jack, aisló la célula en el diminuto tubo de vidrio y la metió en el portamuestras del leucocito.

Redujo el aumento del Siemens. Aparecieron las dos células.

– Tenéis cara de culpabilidad -dijo Kate sonriendo-. ¿No me la habréis pegado con otra mientras yo no estaba, verdad?

Volverlas a ver le resultaba familiar y emocionante. Kate contempló una diminuta reproducción del mundo entero contenido en esas pequeñas agrupaciones. Un mundo de claridad y orden. Si había algo en lo que siempre podía confiar, era en la perfecta simetría de la verdad contenida en una simple célula.

Sondó la célula madre. Era como si de repente el reloj hubiera retrocedido y todo fuera tal como lo había dejado: Tina podría estar a punto de asomar la cabeza y declarar una «emergencia cafeínica»; Sharon estaba viva; el móvil de Kate nunca había vibrado para decir que habían detenido a su padre. Era agradable esconderse allí por un momento, aunque supiera que era un sueño.

– Kate.

Kate levantó la cabeza. Era Sunil.

– Perdona. Me han dicho que tú podías enseñarme a descargar datos de imagen en la máquina digital.

– Claro. -Kate sonrió. Después de todo, era majo-. Estaba saludando a unos viejos amigos. Nos vemos en la biblioteca en un momento, ¿vale?

El le devolvió la sonrisa.

– Gracias.

Cuando salió, Kate dejó descansar la frente en el brazo del microscopio. La verdad era que no tenía ni idea de si Tina estaría de vuelta algún día, si volvería alguna vez a ser la misma. Aferrarse a esa esperanza era una estupidez. El trabajo no se detenía.

Con cuidado, volvió a poner las células en los platillos esterilizados correspondientes y se encaminó a la nevera para devolverlos a su sitio.

Le vibró el móvil. Greg, supuso, para felicitarla por su primer día de vuelta al trabajo. Kate lo abrió al tiempo que se arrodillaba para alcanzar un estante inferior de la nevera. Se pegó el teléfono a la oreja.

– ¡Eh!

Al otro lado de la línea escuchó una voz que no había oído en meses. Antes era una voz amiga. Ahora le dio escalofríos. El platillo para cultivos se le resbaló de la mano y fue a dar contra el suelo.

– Hola, gorrión.

68

– ¿Papá…?

Kate se quedó paralizada. No tenía claro qué decir ni qué hacer. Por un lado, la entusiasmaba saber que estaba vivo, oír por fin su voz. Por el otro, no sabía lo que sentía. Había deseado tanto oír la voz de su padre… y ahora estaba muerta de miedo.

– Papá, nadie sabía ni si estabas vivo.

– Siento haberte preocupado, cariño. Pero estoy aquí. Estoy aquí… No sabes lo mucho que me alegra oír tu voz.

Kate se incorporó y apoyó la espalda en la puerta del frigorífico. Sus ojos se posaron sobre el platillo hecho añicos en el suelo.

– Necesito hablar contigo, Kate.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

– Papá, sabes lo que ha pasado, ¿verdad? Mamá ha muerto.

Hubo una pausa.

– Lo sé, cariño. -Su padre suspiró.

– Le dispararon. La enterramos la semana pasada. Si lo sabías, ¿por qué no estabas allí?

No sabía lo que debía decirle. ¿Lo de la foto? ¿Lo de Mercado? Se calló lo que de verdad quería decir.

– Todos piensan que has hecho esas cosas horribles. Creen que mataste a tu agente, Margaret Seymour. Me enseñaron fotos del cadáver. Eran horrorosas… Papá, ¿dónde has estado? Todo el mundo estaba preocupadísimo por ti. ¿Por qué no has llamado?

– ¿Quién, Kate? -respondió su padre sin alterar la voz, extrañamente-. ¿Quién cree esas cosas?

– Cavetti. El FBI.

De repente, Kate se interrumpió. No tenía ni idea de hasta qué punto podía explicarle cosas.

– Necesito que no te creas nada de lo que te digan, Kate. Yo no maté a esa agente; no le he hecho daño a nadie. Esa gente mató a mi esposa, Kate, a tu madre. He tenido que esconderme y no he podido llamar. Me han arrebatado cuanto quería en la vida. No los crees, ¿verdad, Kate?

– No quiero creerlos, papá, pero…

– No puedes creerlos, Kate. Necesito verte, cariño. Soy yo quien te habla. Yo…

Ella cerró los ojos y cogió el teléfono con las dos manos.

Era su padre, la misma voz familiar y tranquilizadora en la que siempre había confiado. ¿Y si todo formara parte de algún plan para tenderle una trampa? ¿Para que pareciera que había matado a esa agente? ¿Y si el culpable de todo siempre hubiera sido Mercado y lo que habían pretendido todo el tiempo era que su padre saliera a la superficie, utilizarla a ella para llegar a él?

Una punzada de miedo la atravesó.

– Papá, tienes que ir a ver a los del WITSEC. No puedes estar toda la vida escondiéndote. Debes entregarte.

– Me temo que no es tan fácil, gorrión. Creo que los del FBI dejaron que sucediera lo de Sharon. Creo que Mercado tiene metidos en el ajo a ciertos elementos de dentro. Hasta podrían estar cerca de ti, Kate. Necesito verte, cariño. No tengo nadie más a quien recurrir.

– Por favor… -Las manos, frías, le temblaban-. Tienes que contactar con ellos. Debes entregarte.

Quería decirle que había visto la foto. Cuánto deseaba decir: «Lo sé… Lo sé. Lo de tu hermano… Lo de Mercado… Hablé con Howard. Sé que lo montaste todo tú».

Cuánto deseaba preguntarle quién había disparado contra: su casa esa noche, mientras ellos se acurrucaban en el suelo, aterrorizados. Quién había matado a su madre.

Kate esperó. Esperó a que él dijera algo, cualquier cosa, esperó contra toda esperanza, con los ojos apretados, que nada de todo aquello fuera verdad. Tenía las palabras en la punta de la lengua pero se las tragó y se quedó callada. Porque tenía miedo. Miedo de oír la respuesta de él.

Miedo de cruzar esa puerta.

Miedo de lo que él pudiera decir.

– No puedo hacer nada de eso, Kate; ahora no. Lo que de verdad necesito es que tú me creas, que oigas mi voz. Yo no maté a esa agente, Kate. No la torturé, ni a ella ni a nadie. Te lo juro por la vida de tu madre. Por nuestras vidas. Eso aún significa algo para ti, ¿no?

Ella dio un profundo suspiro entrecortado y cerró los ojos.

– Sí…

– Sea lo que sea lo que he hecho, independientemente de lo que haya pasado, sigo siendo tu padre, Kate. Tú me conoces. Sabes que sería incapaz de hacer algo así. Fue Mercado quien mató a tu madre, Kate. Quien mató a mi esposa. No dejes que te envenenen. Eres la única esperanza que me queda.

– Ya quisiera, papá. -Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Es sólo que…

– ¿Es sólo que qué, Kate? ¿Quién ha hablado contigo? Tengo que saberlo. Son gente manipuladora, cariño, por eso no podía ponerme en contacto contigo. Así estabas a salvo de todo esto. No podía implicarte… Mira a Tina.

– ¿Tina?

– Mira lo que le ha pasado, Kate.

Casi sonaba a amenaza. Y ¿cómo sabía lo de Tina?

De pronto, se dio cuenta de que le tenía un miedo atroz. La voz con la que había crecido, en la que siempre había confiado, ahora la dejaba petrificada de miedo.

– Necesito preguntarte algo, papá.

– Lo que sea, Kate. Sé que me he equivocado en muchas cosas. Adelante.

– Tu madre, Rosa…

– ¿Qué pasa con la abuela Rosa, cariño? ¿Por qué te importa tanto ahora?

Kate se humedeció los labios.

– Vino de España, ¿verdad? Después de que muriera tu padre, poco después de nacer tú.

– Pues claro que vino de España -respondió su padre-. De Sevilla. Mi padre tenía allí una sombrerería. Ya conoces la historia, Kate. Lo atropelló un coche en la calle. ¿Quién ha hablado contigo?

– Nadie.

Kate se sintió completamente vacía y sola.

En medio del silencio que siguió, Kate se dio cuenta. Su padre era consciente de que ella no había hablado sólo con el WITSEC y el FBI. Mercado estaba en lo cierto: de eso iba todo; por eso la llamaba ahora. Eso era lo que su padre perseguía.

Y él lo sabía.

– Necesito verte, Kate. Eres la única con quien puedo contar ahora.

– No creo que sea buena idea.

– Claro que es buena idea. Cuando estabas enferma, siempre que necesitaste algo, estuve a tu lado, ¿no? Ahora necesito a alguien, Kate. No puedes dejarme sin más. Ya tendrás noticias; me encargaré de hacértelas llegar. Pero lo que necesito aún más es que no confíes en nadie hasta que te vea. En nadie. Me lo prometes, ¿verdad, cariño?

– Papá, por favor…

– Me lo debes, Kate. No digas nada a nadie hasta que hablemos. Ni al FBI, ni a Cavetti. Ni siquiera a Greg. Sabes que nunca te haría daño, ¿verdad?

– Lo sé, papá. -Kate cerró los ojos.

– Así, ¿puedo contar contigo? ¿Me lo prometes?

Tenía la boca seca y pastosa. Asintió, y la palabra brotó de sus labios como un peso muerto:

– Sí.

– Ésa es mi pequeña. -La voz de su padre recuperó el timbre tranquilizador-. Estaremos en contacto. Ya sabes que ahora lo único que cuenta es la familia, corazón. Como siempre te he dicho. La familia. Es cuanto nos queda.

Colgó. Kate se quedó de pie en medio del austero laboratorio.

Nadie había hablado de torturar a Margaret Seymour.

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía saber las monstruosidades que le habían hecho?

Ahora lo único que contaba era la familia.

69

– ¡Kate!

Acababa de volver del trabajo. Greg estaba en no sé qué congreso de dos días por su nuevo trabajo. Había pasado por la lavandería de la Segunda Avenida y estaba metiendo la llave en la cerradura del portal de su edificio.

Kate se volvió, nerviosa, esperando ver a su padre. En los últimos días vivía con el temor de que la esperara en cada rincón.

Pero se encontró cara a cara con Phil Cavetti.

– ¿Es que nunca os limitáis a llamar en vez de presentaros así? -Kate resopló, sin saber si sentirse inquieta o aliviada.

– Hace tiempo que no te veo -respondió él disculpándose con una sonrisa-. ¿Te importa si hablamos?

– Todo va bien, Cavetti. Quería escribir, pero es que últimamente he andado algo agobiada. Ya no necesito la protección.

Él asintió con la barbilla.

– Arriba, quiero decir.

Kate no había olvidado en ningún momento cómo la habían utilizado. Que habían entrado en su piso y pinchado los teléfonos. Que se lo habían ocultado todo -la desaparición de su padre, fingiendo protegerla-, cuando a quien en realidad protegían todo el tiempo era a Mercado y sus secretos. Ahora Kate comprendía que ocultaban mucho más.

En el ascensor, Cavetti le miró el hombro y le preguntó cómo se encontraba.

– Mejor -respondió Kate, y le sonrió levemente al darse cuenta de que había sido algo brusca-. De verdad. Gracias.

– No te ofendas, pero a mí no me parece que estés tan bien.

Kate sabía que todo aquello le había hecho mella. Era consciente de que tenía el rostro algo hinchado y demacrado. Desde que había hablado con su padre no había comido del todo bien; ni dormido. Aún no podía remar. Se había olvidado de inyectarse la insulina una o dos veces. Hacía años que no tenía el azúcar tan alto.

– No se moleste en seguir haciéndome la pelota -dijo Kate-. No sirve de nada.

El ascensor se abrió en el séptimo.

– Se acuerda del sitio, ¿verdad, Cavetti? ¿Se acuerda de Fergus?

Kate abrió la puerta, el perro se acercó y olisqueó a Cavetti. El agente del WITSEC respondió al comentario asintiendo con aire culpable.

– Lleva solo todo el día, conque dispongo de un minuto antes de que se lo haga en la alfombra. ¿Quería hablar conmigo?

– Acabo de volver de Búfalo -respondió él.

Kate asintió, fingiendo estar impresionada.

– Supongo que el trabajo puede llegar a resultar aburrido, pero por lo menos tienes oportunidad de viajar a lugares desconocidos y emocionantes -dijo sentándose en el brazo del sofá.

Cavetti no la imitó.

– Han matado a una mujer en Búfalo -titubeó-. Me llamaron para que fuera a echar un vistazo.

Kate resopló con desdén.

– Ah, ¿y esta vez no hay fotos?

– Kate, escucha, por favor. -Se adelantó un paso hacia ella-. No sólo la mataron: le calcinaron las palmas de las manos. Alguien se las sostuvo sobre una llama de gas hasta que se le desollaron, literalmente. Era una mujer de cincuenta años, Kate.

– Lo siento. -Kate lo miró fijamente-. Pero ¿por qué está aquí? ¿Es que va a decirme que también fue mi padre?

– Además han asesinado a dos hombres del FBI, a una agente de los Marshals que le hacía de guardaespaldas y a un inocente.

Kate se estremeció. Sintió una punzada de dolor en el estómago. Lo lamentaba.

– Kate, tengo que preguntarte algo, y debes ser sincera conmigo, pienses lo que pienses. ¿Cuándo hablaste con él por última vez, Kate?

Ella bajó la mirada. Le daba miedo. Sabía que tenía que contárselo: lo de la foto de Mercado y su padre, lo del anciano del parque, la llamada de su padre del otro día… Habían muerto cinco personas más. Cuanto más lo ocultara, más implicada estaría. Temía que Cavetti pudiera ver a través de ella y que todo estallara.

– Kate, la mujer con las palmas de las manos quemadas. Primero una. Luego la otra. Para entonces seguramente ya se habría desmayado del dolor. Luego le pegó un tiro en la cabeza.

– No fue él.

– Era para que hablara -continuó Cavetti-. Como en Chicago. Han muerto tres más de mis hombres. Tu padre está buscando a alguien. Ya no se trata de protegerlo a él.

– Y entonces ¿de qué coño se trata?

Kate lo fulminó con la mirada.

«Sé lo de Mercado -quería decir-. Sé que habéis estado protegiéndolo todo este tiempo. ¿Qué queréis de mi padre?»

– ¿Has sabido de él, Kate? ¿Sabes dónde está?

– No.

– Tienes que decírmelo, Kate, independientemente de lo que opines del WITSEC… o de mí. Sé que no he sido del todo sincero, pero cuando vine aquí, como ahora, sólo perseguía una cosa: tu absoluta seguridad. Arriesgaría mi propia vida por eso. Si ocultas algo, estás involucrándote más en un asunto que no podrás controlar.

Tenía razón. Se estaba poniendo justo en medio. Habían muerto cinco personas más. Pero ¿qué iba a hacer ella? ¿Encontrarse con su padre y que se lo llevaran esposado?

Kate lo miró detenidamente.

– No puedo ayudarlo. -Sacudió la cabeza.

El agente del WITSEC asintió. Kate sabía que no estaba convencido. Cavetti se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel doblado.

Otra fotografía.

– Ya sabía que no podría resistirse, Cavetti.

– Lo que voy a enseñarte sólo lo han visto unas cuantas personas. -Tal como estaba doblada la foto, sólo se veía la mitad-. Quiero que la mires atentamente y me digas si has visto antes a este hombre.

Se la dio. A Kate le tembló la mano al cogerla. Cuando la miró, se le paró el corazón.

Era el hombre del parque. Óscar Mercado. Con la barba raída, la gorra de tweed plana. Como si hubieran hecho la foto justo el día antes.

Sintió que la recorría una descarga. No sabía en qué se estaba metiendo, sólo que cada vez se metía más. Y ya no sabía quién decía la verdad.

Sus ojos se encontraron con los de Cavetti.

– No.

El agente del WITSEC asintió con un suspiro escéptico. Kate le devolvió la foto. Él la miró como si llevara la mentira impresa en el rostro.

– Eres una chica lista, Kate, pero ahora necesito que seas más lista que nunca y honesta conmigo. ¿ Estás segura?

– ¿Quién es?

– Nadie. -Cavetti se encogió de hombros-. Sólo una cara.

Tal vez si se lo decía ella podría hacer lo mismo, pensó. También era su oportunidad de sincerarse.

Ella volvió a negar con la cabeza.

– No.

– Como hoy estoy de estrenos -el agente se alisó el pelo cano-. so-, voy a hacer otra cosa que nunca he hecho antes.

Esta vez se llevó la mano al bolsillo lateral y sacó un objeto sólido, envuelto en un pañuelo blanco.

A Kate se le puso el corazón en un puño.

– No puede rastrearse -le explicó Cavetti-. Si alguna vez sale a la luz que te la he dado, lo negaré. No pueden relacionarla conmigo. Guárdala en un cajón; puede que la necesites. No puedo decirte más. Lleva un seguro en un extremo. Se retira. ¿Lo entiendes?

Kate asintió, haciéndose cargo de pronto de lo que le decía. Cavetti se levantó y dejó el objeto envuelto sobre la silla.

– Como ya te he dicho, Kate, lo que trato de hacer es por tu propia seguridad.

– Gracias -respondió ella en voz baja, y lo miró a los ojos con una sonrisa leve pero agradecida.

Cavetti se encaminó hacia la puerta. Kate se levantó. De pronto, todo el enfado y la desconfianza que pudiera inspirarle se evaporaron. «Díselo, Kate.»

– ¿Quién era? -preguntó Kate-. La mujer de Búfalo.

Cavetti se metió la mano en el bolsillo. Volvió a sacar la foto. Esta vez desdobló la parte que estaba oculta.

Junto al hombre de la gorra de golf plana había una mujer de mediana edad sonriente, de rostro afable, con un labrador blanco sentado junto a las rodillas.

Kate se quedó quieta, mirando la foto.

Cavetti se encogió de hombros y se la volvió a meter en el bolsillo al tiempo que abría la puerta.

– Sólo la esposa de alguien.

70

En medio de todo lo malo, había algo bueno. Greg aceptó el empleo en el New York Presbyterian.

El Centro Morgan Stanley contaba con uno de los mejores programas en ortopedia pediátrica de la ciudad, y además, les permitía quedarse en Nueva York. Greg bromeaba diciendo que seguramente le tocaría estar de guardia cada dos fines de semana durante un año y que, como residente de poca categoría, tendría que trabajar todas las navidades y días de Acción de Gracias -y seguro que hasta el Día del Orgullo Haitiano también, ya puestos…-, pero el puesto venía acompañado de un verdadero sueldo de médico: más de ciento veinte mil además de una prima contractual de cuarenta mil dólares. Y un despacho que daba al río Hudson y al puente de George Washington.

El viernes por la noche Kate le organizó una cena en el Spice Market para celebrarlo, con varios de sus amigos de Urgencias.

A la mañana siguiente, un amigo les prestó una furgoneta y trasladaron al despacho todos los viejos libros de medicina de Greg y otras pertenencias que abarrotaban el piso. Aparcaron en la avenida Fort Washington y lo subieron todo por el Harkness Pavilion hasta Ortopedia Pediátrica, que estaba en el séptimo piso.

El despacho de Greg era pequeño -había espacio para poco más que una mesa con tablero de formica, dos sillas forradas en tela y una estantería-, pero contaba con unas vistas impresionantes. Y hacía mucha ilusión ver su nombre escrito en negrita en la puerta: Dr. Greg Herrera.

– ¿Y bien? -Greg, cargado con una caja de cartón llena de libros, abrió la puerta de un puntapié y dejó a la vista el Hudson-. ¿Qué te parece?

– Me parece que me voy a agenciar el espacio que quedará libre en el piso después de sacar todo esto -dijo Kate, que llevaba una lámpara de mesa, sonriendo.

– Sabía que estarías orgullosa de mí, cariño. -Greg le guiñó el ojo.

Greg descargó sus cajas y Kate empezó a colgar los diplomas médicos en la pared.

– ¿Y esto?

Kate cogió una vieja fotografía tomada durante unas vacaciones en Acapulco, donde, algo piripis y con los ojos vidriosos tras haber estado bebiendo margaritas en pleno día, habían posado en la mesa del Carlos' Charlie del lugar con un chimpancé. Lo del chimpancé estaba preparado, por supuesto, y la foto les había costado cincuenta dólares. El animal debía de ser el único en todo el bar que no iba borracho.

Kate sostuvo la fotografía junto a los diplomas.

– No. -Greg sacudió la cabeza-. No es muy hipocrática. Mejor me espero a tener plaza de socio titular.

– Sí, iba a decirte lo mismo -asintió Kate, y volvió a dejar la foto sobre la mesa-. De todas formas, me parece un buen momento para darte…

Se agachó y sacó un paquete envuelto con papel de regalo de una de las cajas de cartón.

– Para mi doctor Kovac personal. -Kate sonrió. Siempre bromeaban sobre el simpático médico croata de Urgencias. A Kate le parecía que Greg tenía el mismo pelo enmarañado, los mismos ojos soñolientos y ese acento incomparable-. No quería que te sintieras desplazado el primer día de trabajo.

Greg desató el lazo y al ver lo que contenía se echó a reír.

Era una vieja cartera de médico de cuero negro; debía de ser de los años cuarenta. Dentro había un estetoscopio y un martillo para los reflejos que también parecían de la época.

– ¿Te gusta?

– Me encanta, bicho. Sólo que… -Greg se rascó la cabeza, como perplejo-. No tengo claro ni si sé para qué sirven estas antigüedades.

– Lo compré en eBay -aseveró Kate-. No quería que te sintieras desplazado desde el punto de vista tecnológico.

– Me aseguraré de llevarlo siempre que visite. -Sacó el estetoscopio y lo puso sobre la camiseta de Kate, en el corazón-. Di «ah».

– Ah -dijo Kate, riendo.

Greg lo desplazó seductoramente hacia uno de sus senos.

– Eso, ah… Otra vez, por favor.

– Tú sólo asegúrate de que la única persona con quien lo utilices sea yo -dijo ella tomándole el pelo-. Pero, no, ahora en serio… -Kate le rodeó el cuello con los brazos y metió la pierna entre las suyas-. Estas últimas semanas no habría salido adelante sin ti. Estoy muy orgullosa de ti, Greg. Ya sé que he hecho locuras, pero al decirte esto no cometo ninguna: vas a ser un gran médico.

Era uno de sus primeros momentos de ternura en mucho tiempo y Kate se dio cuenta de cuánto los había echado de menos. Le dio un beso.

– Supongo que te habrás enterado de que ya soy médico -dijo él; luego se encogió de hombros y esbozó una sonrisa avergonzada.

– Ya -respondió ella, apoyando su cabeza en la de él-, pero no rompas el encanto.

Siguieron desempaquetando las cosas de Greg. Unas cuantas fotos y recuerdos, incluyendo una pieza de madera pintada que ella le había regalado, donde se podía leer «PERSEVERANCIA», en letras mayúsculas negritas. Una tonelada de viejos tomos de medicina. Greg se subió a la mesa y fue poniendo en los estantes los libros que Kate le pasaba, de dos en dos o de tres en tres. Casi todos eran libros de texto encuadernados en tela de los tiempos de la facultad de medicina. «La mayoría por leer», reconoció Greg. Los había aún más viejos. Un par de libros de texto de filosofía cubiertos de polvo de cuando iba al instituto. Unos cuantos que se había traído consigo al mudarse. En español.

– ¿Por qué demonios dejas a la vista estas antigüedades? -preguntó Kate.

– Por la misma razón que todos los médicos: nos hace parecer listos.

Kate se puso de puntillas, tratando de pasarle otros tres.

– Pues toma, Einstein.

De pronto, se le cayó uno de la mano y le dio en el hombro antes de caer al suelo.

– ¿Te has hecho daño? -preguntó Greg.

– No.

Kate se arrodilló. Era un viejo ejemplar de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. En español, su lengua materna. Greg debía de haberlo traído de México. Seguramente llevaba años en el fondo de esa vieja caja.

– Eh, mira esto.

Tenía abierta la solapa. En la carátula había un anotado nombre, con tinta descolorida.

Kate se quedó fría.

En ese instante el tiempo se detuvo; fue entonces cuando Kate vio su vida a un lado, una vida que sabía que ahora se quedaba atrás… y algo distinto al otro, algo que no quería ver. Y por mucho que quisiera evitar que pasara, aquel momento no iba a detenerse.

Leyó lo que ponía.

– ¡Kate!

Fue como si le hubieran vaciado de oxígeno los pulmones. O algo parecido al horror de un avión que de repente acelera y desciende en picado… algo escalofriante que lo cambiaba todo, imposible de creer, pero real.

«Gregorio Concerga» era el nombre que había escrito, con una caligrafía que conocía muy bien, inclinada a la derecha.

No Herrera. Kate reconoció el nombre de inmediato: Concerga; había sido uno de los secuaces de Mercado. Recorrió la página con la mirada y vio otra cosa.

«Escuela Nacional, Cármenes, 1989.»

Kate levantó la mirada. Hacia Greg. Él estaba lívido.

Entonces fue como si ella viajara en ese avión… y todo estuviera a punto de estallar.

71

Kate retrocedió tambaleándose, como si hubiera explotado una granada y todo se hubiera vuelto negro. ¿Lo había leído bien? Volvió a mirar el libro: «Gregorio Concerga. Cármenes. 1989», y luego de nuevo a Greg. El terror pétreo que vio reflejado en su semblante le confirmó que no se equivocaba.

– Kate, no sé de dónde diablos ha salido eso.

Kate miró fijamente el rostro de su esposo. De pronto, vio a una persona que nunca antes había visto.

– Dios mío, Greg, no…

Sacudió la cabeza. Sentía un nudo en la boca del estómago.

– Kate, escucha, tú no lo entiendes.

El bajó de un salto de la mesa.

No, no lo entendía.

De repente, todo empezó a aclararse.

– ¿ Cómo sabía mi padre lo de Tina? -preguntó Kate.

Greg parecía algo confuso.

– ¿Qué?

– Tina; sabía que le habían disparado. ¿Cómo iba a saberlo? Todo eso pasó después de que desapareciera. ¿Cómo coño iba a saberlo, Greg?

– ¡No lo sé! -le respondió él dando un paso hacia ella-. Escucha, cariño, esto no es lo que tú crees…

– ¿Lo que yo creo? -La sorpresa hacía que le hirviera la sangre-. Oh, Dios, Greg, ¿lo que yo creo?

Kate tiró el libro al suelo. Tenía los dedos entumecidos, inútiles. Se apartó de él, caminando de espaldas hacia la puerta.

– ¿Cómo sabía que habían torturado a Margaret Seymour, Greg?

Él avanzó hacia ella.

– Kate, por favor…

– ¡No! -le gritó amenazándolo con los puños-. Oh, Dios mío, Greg, ¿qué has hecho?

Se dio cuenta de que tenía que salir de allí y siguió hacia la puerta. Los ojos de Greg se posaron sobre el libro caído en el suelo. Kate empezó a correr. Antes de llegar a la puerta, alcanzó a verlo arrodillarse y recoger el libro.

– Kate, ¿adónde vas? Por favor.

Ella se precipitó hacia el pasillo, apartando una camilla desocupada que le bloqueaba el paso. Necesitaba salir, necesitaba aire.

– ¡No me sigas! -le rogó.

Al llegar a la puerta del ascensor, Kate estampó la palma de la mano contra el botón.

Oía la voz de Greg llamándola.

– Kate, espera, por favor…

Lo oía corriendo tras ella. Desesperada, buscó las escaleras con la mirada, aplastando una y otra vez el botón con la mano. «¡Por favor!»

Milagrosamente, se abrió por fin la puerta del ascensor y ella se abalanzó al interior. Pulsó febrilmente el botón «Cerrar puertas». Greg apareció con sigilo tras la esquina y trató de meter el brazo entre las puertas que se cerraban. Por suerte, había llegado un segundo tarde.

Kate pulsó el botón «Vestíbulo».

Mientras bajaba el ascensor, Kate se llevó las manos a la cara y se apoyó en los paneles de la pared. Se le revolvía el estómago.

«Tienes que pensar.» Recorrió mentalmente la película de su relación, desde que se habían conocido. Hacía cuatro años. Se habían conocido en el templo. En Nueva York. Rosh Hashanah. Greg estudiaba medicina.

No tenía familia aquí. A su padre le cayó bien, y a ella también. Entonces su padre lo invitó a casa. Era como si le hubieran tendido una trampa.

Kate sintió náuseas. ¿Es que todo formaba parte del maldito plan?

El ascensor se detuvo por fin traqueteando en el vestíbulo. Kate salió disparada, rozando a una madre y a su hijo que estaban a punto de cogerlo.

– Eh…

Atravesó a toda prisa el vestíbulo de techos altos y salió por las puertas de cristal, con la mente hecha un revoltijo de ideas y miedos.

Lo único que sabía era que había confiado en Greg… y, de pronto, él también formaba parte de todo aquello. Él había sido lo único en su vida que podía considerar real.

Kate se abrió paso entre las puertas giratorias y se encontró en la avenida Fort Washington. Tenía que irse y pensar. No podía ver a Greg ni oír sus explicaciones. Seguramente ahora estaría bajando las escaleras tras ella.

Tenían la furgoneta aparcada al otro lado de la entrada trasera, en la calle Ciento sesenta y ocho. Kate corrió en dirección contraria, hacia Broadway.

Un guardia de seguridad salió de la entrada con una radio y la llamó. Kate no se detuvo ni a pensar. A media manzana, miró a su alrededor y vio a Greg abriéndose paso por entre las puertas giratorias, llamándola:

– ¡Kate, escucha, por favor!

Kate no dejó de correr. No sabía lo que haría al llegar a la esquina. Lo único en que podía pensar era en perderse entre la multitud.

Broadway estaba abarrotado: colmados, almacenes de ropa, una tienda de calzado deportivo Dr. J's, locales de comida rápida. El cruce con la Ciento sesenta y ocho era uno de los más concurridos de esa parte de la ciudad.

Kate buscó desesperadamente un taxi.

Tenía delante una boca de metro. Bajó corriendo las escaleras. Recordó que llevaba una tarjeta de metro en la cartera y la buscó a tientas en el bolso, frenéticamente, con los dedos temblorosos. La encontró, la metió en el torniquete y pasó.

La línea de Broadway.

En un primer momento se encaminó a la escalera del andén que conducía al centro, pero entonces se detuvo.

No sabía cuánto tardaría en llegar el próximo tren. Al no verla en la calle, tal vez Greg bajaría hasta aquí. Igual aún estaba en el andén cuando él la alcanzara.

Entonces Kate recordó que la Ciento sesenta y ocho era el punto donde se unían las líneas de Broadway y la Octava Avenida. Buscó en los carteles de arriba hasta ver el círculo verde que simbolizaba la línea IND. Lo siguió, corriendo hacia el este por un largo pasillo. No sabía si Greg la habría seguido. Entonces le pareció oír su voz tras ella, bajando las escaleras. «Kate… Kate…»

Se le aceleró el corazón. «Por favor, déjame sola.»

Había poca gente en el largo túnel del metro. Un grupo de adolescentes con jerséis de los Knicks y zapatillas de baloncesto. Al pasar junto a ellos, oyó sus voces resonando en el techo bajo.

– ¡Cuidado, señora!

Iba tan rápido como podía. No sabía si tenía a Greg detrás. Entonces vio el círculo verde que indicaba su tren. Una escalera mecánica conducía al andén. Kate la tomó.

Había unas cuantas personas de pie en el andén que llevaba al centro. Greg no la buscaría ahí. Kate se asomó al túnel oscuro, rogando por que llegara el tren. A cada instante estaba segura de que Greg aparecería por las escaleras mecánicas a grandes zancadas y la encontraría. Por fin vio una luz a lo lejos. «¡Menos mal! Deprisa, por favor…»

El tren llegó hasta el andén traqueteando y Kate subió de un salto. Se dirigió a la parte delantera del convoy, con la mirada fija en las escaleras mecánicas. Rogó por no verlo. No podría soportarlo.

Por suerte, las puertas del tren emitieron un pitido y se cerraron.

Kate se pegó a las puertas y soltó un largo y profundo suspiro de alivio. Luego reinó una calma extraña e incómoda.

El corazón le latía como una locomotora desbocada. Le dolían los ojos de tanto llorar. La luz de su pasado se extinguió cuando el tren salió de la estación y se adentró en el túnel oscuro. No tenía ni idea de adónde iba.

72

Phil Cavetti abrió las puertas del sombrío y casi vacío bar, el Liffey, en la calle Cuarenta y nueve este. Cuando entró, ninguno de los parroquianos se dignó siquiera a levantar la vista.

Un surtido de viejos de aspecto andrajoso con cervezas delante proferían gritos frente a un partido de fútbol en la tele. Una de las paredes estaba cubierta de fotos en blanco y negro de famosas estrellas del fútbol y tenores. En otra habían colocado una bandera nacional gaélica a modo de tapiz. Cavetti se acercó a la barra y se situó junto a un hombre medio calvo con impermeable color canela, encorvado sobre su cerveza.

– ¿Bebes solo?

El hombre se volvió.

– Pues no sé. Brad y Angelina se dejarán caer en cualquier momento.

– Siento decepcionarte.

– Que les den. -Alton Booth retiró el periódico del taburete de al lado -. Algo me dice que me van a plantar.

Cavetti se sentó.

– Tomaré lo mismo que él -indicó al musculoso hombre con coleta y los brazos cubiertos de coloridos tatuajes que había tras la barra.

– ¡Shirley Temple! -gritó el barman.

Algunos apartaron la mirada del partido y se volvieron.

– Sabe que soy poli, ¿no? -Cavetti resopló, divertido.

– Aquí lo saben todos. Te has sentado a mi lado.

El barman le sirvió a Cavetti una Killian's, acompañada de una sonrisita que daba a entender que lo había calado nada más entrar. Cavetti tomó un trago de cerveza.

– Aquí me tienes, Al. Supongo que no me has hecho venir por mis encantos.

– Pues no, lo siento.

El hombre del FBI se encogió de hombros, como avergonzado, y le pasó un sobre de papel Manila deslizándolo por la mesa. Cavetti abrió el cierre y extrajo el contenido.

Fotos.

Se echó a reír.

– No has podido resistirte, ¿eh?

– No entiendo el chiste.

– Kate Raab me dijo lo mismo. Siempre que voy a verla, me presento con fotos.

– Ya verás como le lleguen unas cuantas como éstas.

Phil Cavetti sacó lo que contenía el sobre. Había una carátula que rezaba «pruebas del delito», de la sede del FBI en Seattle. En la primera página decía: «Pike's Market. Homicidio de Sharon Raab, también conocida como Sharon Geller».

– Un equipo de agentes de nuestro personal en la zona investigó la escena del crimen -explicó Booth-. Las tomó la cámara de seguridad de un garaje, a una manzana del hotel. El agente al cargo, toda una promesa, anotó las matrículas de todos los vehículos que salieron de aparcamientos de la zona en los primeros minutos posteriores al accidente.

– Muy meticuloso -asintió Cavetti impresionado, hojeando las fotos.

Eran todas de la parte trasera del mismo coche: un Chrysler Le Baron. Años antes, Cavetti había conducido uno igual. Éste era más nuevo, con matrícula de Michigan: EV6 7490.

– De alquiler -dijo el hombre del FBI, adelantándose a la siguiente pregunta-. Dos días antes. Lo devolvieron al día siguiente en el aeropuerto de Sacramento.

Cavetti lo miró con impaciencia.

– ¿Me pido otra cerveza, Al, o piensas darme algún nombre?

– Skinner.

Cavetti abrió los ojos como platos.

– El puto…

«Kenneth John Skinner» era el nombre en uno de los permisos de conducir que les había llevado hasta Benjamin Raab.

O sea que, después de todo, no era cosa de Mercado; sólo estaba montado para que lo pareciera. Raab estaba tras ello, aunque él no hubiera apretado el gatillo.

Ese hijo de puta había matado a su propia esposa.

– ¿La foto viene con alguna explicación de lo que está pasando?

– Lo que yo sé es que tenemos a cuatro agentes muertos, Phil. Y que Óscar Mercado ha desaparecido. Deduzco que nos enfrentamos a un hombre al que hemos subestimado enormemente. El problema es que el subdirector Cummings empieza a suponer lo mismo.

– ¿Cummings?

– El subdirector quiere que esto se acabe, Phil. Quieren a Raab, a Mercado… que todo esto se mantenga en secreto. Se acabaron las tonterías del dichoso Código azul. Su orden es: «No importan los medios»…

– No importa a quién se ponga en peligro -asintió Cavetti-. No importa quién se ponga en medio.

Booth se volvió a encoger de hombros.

– Tus chicos se están fastidiando los unos a los otros, Phil. -Booth pidió otra cerveza-. O eso, o esto es algún montaje de cojones para no tener que pagar pensiones alimenticias.

– Tienes razón. -Cavetti bebió un último trago y se levantó, dando una palmadita a Booth en la espalda-. A su hija no le va a hacer ninguna gracia.

Miró a Booth, luego recorrió con la mirada el lúgubre bar.

– ¿Qué es lo que te gusta de este sitio, Al? -preguntó, buscando un billete en el bolsillo.

Booth lo detuvo.

– En los setenta, yo me partía el espinazo en la patrulla que se encargaba de los Westies. -Los Westies eran la sanguinaria banda de Hell's Kitchen cuyos miembros siempre se utilizaban como carne de cañón para la calle-. Aquí estaba el cuartel general. Me pasé tantas horas vigilando ahí fuera, que un día salió el encargado y me trajo una cerveza. Desde entonces, no he pagado ni una vez.

Cavetti se echó a reír. Él también tenía unas cuantas historias del estilo.

No estaba contento, sin embargo. El día anterior había hablado con Kate Raab. Estaba seguro de que no había sido sincera con él cuando le preguntó por su padre.

Ahora temía el doble por ella.

73

Kate se quedó en el tren durante lo que se le antojaron horas. Viajó hasta el centro, hasta la calle Cincuenta y nueve. Luego fue vagando como en una nube por entre el gentío de la estación abarrotada y tomó la línea de Broadway hacia el norte.

Su mundo acababa de partirse en dos.

Había visto cómo mataban a su madre; a su mejor amiga, víctima de los disparos y ahora en coma; a su padre, pasar de ser la persona que más quería y admiraba en el mundo a convertirse en alguien cuya voz la colmaba de dudas y temores.

Pese a todo lo que había pasado, nunca se había sentido sola, porque siempre había tenido a Greg. Sabía que siempre podía regresar con él. Él la hacía sentir plena.

Hasta ahora.

Ahora no sabía adónde acudir. ¿A la policía? ¿A Cavetti? Contarles todo: la relación de su padre con Mercado, que había organizado su propia detención, que iba tras su propio hermano, que había hablado con él.

Que tal vez su propio marido también tuviera algo que ver.

El traqueteo del tren la tranquilizó. Viajó hasta el norte, más allá de la calle Ciento sesenta y ocho. No sabía adónde ir; sólo tenía claro que debería tomar una decisión pronto. No podía ir a casa: allí estaría Greg y no podía enfrentarse a él. Ahora no.

Fue en ese momento cuando anunciaron por megafonía: «Próxima estación: calle Dyckman».

Fue como si lo hubiera soñado. Ésa era la respuesta. Al menos por un rato. Kate se bajó, corrió por las escaleras y se encaminó al río.

Hasta el cobertizo sólo había un paseo.

En medio del frío intenso de aquella tarde de noviembre, Kate se apoyó en el embarcadero. Aquel día sólo había unos cuantos remeros incondicionales haciendo frente al frío cortante. Un equipo de ocho de algún club se impulsaba al pasar junto a la gran C de Columbia. A Kate le llegaba la voz del timonel: «Palada… Palada…». Se acurrucó en la sudadera, con la brisa húmeda azotándole la cara y el cabello.

¿Había estado todo organizado desde siempre? ¿Había estado Greg implicado todo el tiempo? Cuando se conocieron, cuando se enamoraron, siempre que reían, bailaban, hablaban de sus vidas, compraban cosas para el piso. Cada vez que hacían el amor. ¿Formaba todo parte del mismo plan?

Le volvieron a entrar náuseas, ese acceso violento, arrollador e imparable. Cuando se le pasaron dejaron paso a una sensación de aturdimiento, como si le hubieran dado una paliza y roto todos los huesos. Como si se estuviera quedando sin fuerzas.

«Han ganado. Te han derrotado, Kate. Déjalo, no busques más explicaciones. Ve a buscar a Cavetti y punto; cuéntaselo todo. ¿A quién proteges ahora? ¿Por qué no haces lo único sensato que puedes hacer, sin más? Suéltalo. No tienes nada que guardarte.» Se llevó las manos a los ojos y se echó a llorar. Habían ganado. La habían derrotado. No le quedaba nadie. Ya no tenía nadie en quien confiar.

Su teléfono volvió a vibrar. Era Greg -le había estado dejando mensajes desesperados-, tal vez por decimoquinta vez. «Kate, cógelo, por favor…»

Esta vez levantó la tapa del teléfono. Sin saber por qué. Una ira implacable se abría paso por todos y cada uno de los poros doloridos de su cuerpo.

– ¡Kate! -gritó Greg cuando la oyó descolgar-. Por favor, deja que me explique.

– Explícate. -Su voz era un gruñido apagado y desdeñoso. Si le hubieran quedado fuerzas le habría gritado-. ¿Por qué no empiezas por quién eres, Greg? ¿Con quién estoy casada? ¿O cuál es tu verdadero apellido? ¡Mi apellido! ¿Por qué no empiezas por ahí? ¿Quieres explicarte, Greg? Explícame lo que he sentido los últimos cuatro años. Junto a quién duermo. Empieza por cómo me encontraste.

– Kate, escucha, por favor… Reconozco que hace cuatro años me pidieron que te conociera…

– ¿Que me conocieras?

No podía haber dicho nada que sonara más cruel.

– Para vigilarte, Kate. Nada más, te lo juro. No puedo mentirte; lo que has visto en ese libro es verdad. Me llamo Concerga y no soy de Ciudad de México. Lo siento, Kate. Pero me enamoré de ti. Eso siempre fue real. Esa parte es la verdad. Lo juro por mi vida. Ni en un millón de años se me hubiera ocurrido que esto podía llegar a salir a la luz.

– Pues sí, Greg -respondió ella-. Ha salido. ¿Para quién trabajas entonces, Greg?

– No trabajo para nadie, Kate. Por favor… soy tu marido.

– No, no eres mi marido. Ya no. ¿Para quién me has estado vigilando? Porque ya se ha acabado, Greg. Quedas relevado de tus funciones, de ese deber tuyo. La deuda está saldada.

– Kate, no es lo que crees. Por favor, dime dónde estás. Déjame ir a hablar contigo. -Su voz transmitía desesperación y le dolía no responder, pero ya no controlaba lo que era real y lo que no-. Te quiero, Kate. No me rechaces.

– Vete -dijo Kate-. Vete y ya está. Tu trabajo ha acabado.

– No -replicó él-. No pienso hacerlo. No pienso irme.

– Te lo digo en serio, cariño -respondió-. Ahora no puedo hablar contigo. Vete y punto.

74

Sólo había un lugar al que Kate pudiera ir.

Aunque se lo habían prohibido expresamente.

Estaba de pie ante el cabo azul ribeteado de blanco de Hewlett, Long Island, y el agente del WITSEC que la había visto acercarse por la calle e interceptado la llevaba ahora firmemente cogida del brazo.

Se había quedado en el cobertizo hasta después de caer la tarde. Había necesitado dos trenes y el resto de la tarde para decidirse. Sabía que no la seguían, pero no podía arriesgarse a llamar y que le dijeran que no. ¿Adónde más podía ir?

Al abrirse la puerta de la casa, la tía Abbie la contempló con los ojos como platos.

– ¡Kate! Oh, Dios mío, ¿qué haces aquí?

A la hermana de su madre le bastó un segundo para darse cuenta de que ocurría algo.

– Tranquilo -dijo Abbie, y asintió en dirección al agente metiendo a Kate en casa deprisa y rodeándola con los brazos-. ¡Em, Justin, bajad enseguida!

Kate era consciente de que su aspecto era lamentable. Llevaba toda la tarde acurrucada a la orilla del río. Tenía frío y estaba mojada, con el pelo despeinado por el viento y las mejillas en carne viva.

Habría que estar ciego para no darse cuenta de que había estado llorando.

Sin embargo, en cuanto sus hermanos bajaron disparados las escaleras, felizmente sorprendidos, todo se iluminó. Em dio un chillido y se abrazaron, dichosos, como aquella noche en el cobertizo de Seattle, antes de que todo se desbaratara. Em y Justin llevaban allí desde el entierro. Bajo custodia. Los hijos de David y Abbie estaban en la universidad. La idea era que se quedaran allí durante el resto del semestre y empezaran una vida nueva en primavera.

– Necesito quedarme aquí -pidió Kate a Abbie-. Sólo un día o dos.

– Claro que puedes quedarte -respondió Abbie, cuyo único motivo de duda era la sombra inquieta que reflejaba el rostro de su sobrina y que no lograba descifrar.

– ¡Puedes dormir en mi cuarto! -gritó Emily, con regocijo-. Quiero decir… en el de Jill…

– No pasa nada. -La tía Abbie sonrió-. A Jill no le importará. Ahora es tu cuarto, durante todo el tiempo quieras. Y también el tuyo, Kate.

– Gracias. -Kate le devolvió la sonrisa, agradecida.

– ¿Por qué has venido, Kate? ¿Qué es lo que ocurre? -Las preguntas de Emily y Justin parecían acribillarla desde todas las direcciones. En ese preciso momento se sentía tan agotada que lo único que en verdad quería era dejarse caer. La condujeron hasta la sala de estar y la dejaron hundirse en una butaca-. ¿Estás bien? ¿Dónde está Greg?

– Trabajando -respondió.

– ¿Qué ha pasado, Kate? -No eran tontos. Se lo leían en los ojos.

– Dejad sola a Kate -les ordenó la tía Abbie.

Algo empezó a reanimarla. Algo que Kate echaba de menos desde hacía mucho.

La alegre sonrisa de su hermana, el moderno corte de pelo algo loco de su hermano. Abbie junto a ella, sentada en el brazo de la butaca, con una suave mano sobre su hombro. Aquí no había posibilidad de error, ni dudas. Para ella, ellos eran su hogar.


Su tío David llegó a casa sobre las siete. Trabajaba en el centro como jefe de ventas para una moderna casa de joyería. Cenaron en el comedor. Estofado, puré de patatas, salsa. Era la primera comida sólida que Kate ingería en días.

Todos la bombardearon a preguntas. ¿Cómo iban las cosas por el laboratorio? ¿Qué tal progresaba Tina? ¿Qué pasaba con Greg?

Kate las esquivó tan bien como supo, contándoles que le habían dado el empleo en el New York Presbyterian y que ahora podrían quedarse en Nueva York, lo que era estupendo.

Justin explicó que irían al instituto de Hewlett durante lo que quedaba de semestre. Con escolta del WITSEC.

– Luego, en primavera, igual a la escuela privada esa, Friends Academy.

– Jill y Matt estudiaron allí -intervino Abbie-, así que los han admitido.

– El equipo de squash de Friends va el tercero de la liga de la Costa Este -anunció Emily-. En otoño podré empezar a jugar torneos.

– Eso es genial -dijo Kate sonriendo. Miró a Abbie y David-. Gracias por lo que estáis haciendo. Mamá estaría orgullosa.

– Vuestra madre no hubiera dudado en hacer lo mismo por nosotros -respondió Abbie antes de dejar el tenedor y apartar la mirada.

Y Kate sabía que estaba en lo cierto.


Más tarde, David ayudó a Abbie con los platos, dejando que Justin y Emily pasaran un rato con Kate.

Subieron los tres al cuarto de Emily, en el segundo piso; el cuarto de su prima Jill. Estaba empapelado con fotos recortadas de Beyoncé, Angelina Jolie y Benjamin McKenzie, de la serie The O.C. Kate se acurrucó en la cama abrazándose a un cojín; Em se sentó a sus pies, con las piernas cruzadas; Justin dio la vuelta a una silla de escritorio y ahí se dejó caer.

Emily la miró, preocupada.

– A ti te pasa algo.

– No me pasa nada.

Kate negó con la cabeza. Sabía que su voz no sonaba convincente.

– Venga, Kate. Mira qué pinta tienes. Estás más blanca que el papel. Tienes los ojos rojísimos. ¿Cuándo te tomaste la medicina por última vez?

Kate hizo memoria. Ayer, puede que anteayer… Lo que de pronto la asustó fue que no conseguía recordarlo.

– Tan tontos no somos, Kate -dijo Justin-. Sabemos cuál es el trato.

La condición para que sus tíos los acogieran era que Kate aceptara no presentarse sin previo aviso hasta que las cosas se calmaran.

– ¿Es por Greg? ¿Ha pasado algo? Kate, ¿por qué has venido?

Kate asintió. Al cruzar aquella puerta y verles las caras se había dado cuenta de que tenían derecho a saberlo.

– Vale. -Se incorporó-. No sé cómo os lo vais a tomar cuando os lo diga, pero papá está vivo.

Por un instante, los dos se quedaron mirándola fijamente, sin hacer nada.

Emily se quedó boquiabierta.

– ¿Que está vivo?

– Sí -respondió Kate-. He hablado con él. Está vivo.

Justin por poco se cae de la silla.

– Madre mía, Kate, ¿y qué ibas a hacer, soltarlo así como de pasada si salía el tema?

¿Cuánto podía explicarles sin llegar a explicárselo todo? Margaret Seymour. Mercado. La foto que había encontrado. La verdad sobre su abuela y de dónde venía su padre. ¿Cómo podía contarles esas cosas sin más? ¿Cómo iba a destruir su mundo, igual que habían destruido el suyo? ¿Lo correcto no era protegerlos, si no de que les hicieran daño, al menos de que supieran demasiado?

– ¿Dónde está? -preguntó Emily, atónita.

– No lo sé. Dijo que se pondría en contacto conmigo. La policía lo busca en relación con cosas que han pasado. Pero está bien. Sólo quería que lo supierais. Está vivo.

El semblante de Emily se sonrojó, primero de entusiasmo y luego de confusión.

– ¿Es que no quiere vernos? ¿Es que ni tan siquiera sabe lo de mamá? ¿Dónde, Kate, dónde diablos ha estado todo este tiempo?

Kate no respondió. Se limitó a seguir mirándolos. Sabía exactamente lo que sentía su hermana: algo a medio camino entre la sorpresa y el enfado.

– Hay algo que no nos estás diciendo, ¿verdad, Kate? Sobre por qué has venido. Mamá está muerta. ¡Estamos en el dichoso Programa de Protección de Testigos! Puedes decírnoslo. Ya no somos unos críos.

Justin la miró fijamente.

– Papá ha hecho algo malo de verdad, ¿no? -Kate no respondió, pero fue como si la pregunta ya se hubiera respondido silenciosamente. Como si su hermano se hiciera cargo-. No nos escondemos sólo de Mercado, ¿verdad?

Los ojos de Kate brillaron y sacudió la cabeza lentamente.

– No.

– Oh, Dios mío…

Kate ya lo había decidido. Incluso antes de llegar allí esa noche. Lo que tenía que hacer. Sólo que necesitaba verlos antes.

Porque aún podían estar protegidos, ¿no? Aún podían ir a la escuela. Podían reír, jugar al squash, salir los fines de semana, presentarse a las pruebas de acceso a la universidad. Vivir sus vidas. Aún podían tener fe y esperanza. No tenían por qué saberlo, joder.

El rostro de Emily se ensombreció.

– ¿Estás en peligro, Kate? ¿Es por eso que has venido?

– Chsss…

Kate puso el dedo sobre los labios de su hermana. Alargó los brazos y Em se apoyó sobre ella. Ni siquiera Justin pudo resistirse, y se unió a ellas. Los dos se recostaron sobre su hermana mayor, apoyando las cabezas sobre sus hombros, y se quedaron mirando el techo. Ella los atrajo más hacia sí.

– ¿Te acuerdas de cuando nos sentábamos así en tu cuarto, Em? -dijo Kate-. Con esas estrellas que tenías, y hablábamos de cómo sería tu primer beso… ¿O cuando me contaste la noche que te escabullíste y cogiste el Range Rover de mamá cuando se durmieron?

– ¿Te llevaste el coche? -preguntó Justin.

– ¡Puff! -respondió Em, bruscamente-. ¡Si no estuvieras siempre pegado al ordenador como un ciberfreaky atontado, igual te enterabas de algo!

– No se lo dije nunca.

Kate apretó el hombro de su hermana.

– Claro que no se lo dijiste nunca. Pero ¿tú qué eres, una especie de espía de mamá y papá o qué?

Por unos instantes nadie dijo nada. Se quedaron ahí tumbados sin hacer otra cosa que mirar el techo.

Entonces Emily preguntó:

– ¿Qué es más importante, Kate, saber que tu familia te quería, aunque no fueran quienes creíste una vez? ¿O ver cómo son en realidad y sentirte completamente traicionada?

– No lo sé -respondió Kate. Sin embargo, por primera vez, sentía que sí lo sabía. Su padre. Greg. Lo había decidido. Asió Con fuerza los dedos de Em-. ¿Cómo puedes querer de verdad algo que no es verdad?

75

A la mañana siguiente, Kate metió unas monedas en una cabina de un 7-Eleven de Hewlett. Se habían acabado los móviles. Nada que pudiera localizarse.

Esa noche había pensado mucho en lo que tenía que hacer. Sabía que se estaba arriesgando. Al sentir a Emily junto a ella, su inocente respiración mientras dormía, todas sus dudas se habían disipado.

Aquello tenía que acabarse.

Las monedas cayeron. Sonó el tono de marcar. Kate cogió aire y marcó el número. Esperaba que alguien respondiera.

Su padre. Cavetti. Mercado. Greg. Todos la habían traicionado, y todos eran personas en quienes tal vez confiaría una última vez. Durante la noche, todos y cada uno de ellos habían desfilado por su mente inquieta.

Al oír la voz, no se permitió vacilar.

– De acuerdo. Haré lo que me pediste -dijo.

– Me alegro, Kate -respondió la voz-. Has decidido lo correcto.

Acordaron dónde se verían. Algún lugar seguro, público, donde hubiera mucha gente y Kate se sintiera en casa.

Aquello tenía que acabarse. Había muerto gente. Ya no podía seguir fingiendo que no era cómplice. Pensó en la mujer sonriente de la foto con Mercado, la esposa de aquel hombre. ¿Estaría aún viva si Kate hubiera actuado antes?

¿Y su madre?

Kate hurgó en el bolso en busca de otra moneda de 25 centavos. En el fondo, se topó con la pistola que le había dado Cavetti.

– En alguien tengo que confiar -respondió Kate tapando la pistola con el neceser-. No veo por qué no puedes ser tú.

El teléfono de Luis Prado sonó poco después.

Estaba en Brooklyn, en el piso destartalado donde vivía de alquiler, con una fornida puta de cincuenta dólares llamada Rosella sentada a horcajadas sobre él y restregándole sus grandes pechos por la cara. La cama barata de metal chirriaba y se sacudía contra la pared llena de desconchones.

El móvil los interrumpió.

– No pares, cariño.

Luis buscó el teléfono a tientas y tiró sin querer una foto que tenía en la mesilla, de su mujer e hijos en su país.

– Mierda…

El número le reveló que era la llamada que llevaba esperando todo el día.

– Negocios, nena -suspiró al tiempo que se sacaba de encima a la chica.

– Luis…

– Necesito que te prepares -dijo quien llamaba-. Esta noche hay trabajo para ti.

– Estoy preparado. -Luis, juguetón, recorrió con la mano la mejilla de Rosella-. Llevo todo el día apuntando al objetivo.

– Perfecto. Te llamo más tarde para darte los detalles. Y, ¿Luis?

– Sí.

– En esto tendrás que echar mano de toda tu lealtad. Hazlo bien -dijo la voz al otro lado de la línea- y podrás volver a casa. Para siempre.

Su lealtad nunca se había puesto en duda. Siempre había hecho los trabajos que querían. Su mujer estaba en su país, sus hijos. Sólo había visto una vez a su pequeño recién nacido.

Luis Prado no vaciló.

– Aquí estoy.

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