Catorce meses después…
– Eh, Fergus… ¡venga, chico, vamos!
Una fresca mañana de otoño, Kate fue a hacer footing al parque de Tompkins Square con Fergus, el labradoodle de seis meses que ella y Greg habían adoptado y que, en ese momento, atado a su correa retráctil, perseguía una ardilla a poca distancia.
Los terribles acontecimientos del año anterior parecían muy lejanos.
Ahora se llamaba Kate Herrera, y Greg y ella se habían casado ocho meses atrás en el Ayuntamiento. Vivían en un loft, en el séptimo piso de un edificio de almacenes remodelado, unas cuantas manzanas por encima de la calle Siete, y Greg estaba acabando su último año de residencia.
Kate corría con Fergus casi todas las mañanas antes de ir al trabajo, y también salía temprano a remar otros dos días, los miércoles y los sábados, desde el embarcadero de Peter Jay Sharp en el río Harlem. Seguía trabajando en el laboratorio; en un año tendría el máster, y luego no sabía lo que haría. Greg había pedido trabajo en varios sitios. Todo dependería de dónde acabara ejerciendo. En este último año, habían tenido que distanciarse de muchos de sus viejos amigos.
Kate seguía sin tener idea de dónde estaba su familia. En algún lugar del oeste; eso era todo cuanto sabía. Cada dos semanas le llegaban correos electrónicos y cartas, alguna llamada ocasional a través del programa WITSEC. Em volvía a jugar al squash y empezaba a pensar en la universidad, y a Justin le costaba adaptarse a la nueva escuela y sus nuevos amigos. Quien la preocupaba, no obstante, era su madre. Eso de estar escondida en un lugar nuevo, sin conseguir hacer amigos, la estaba minando. Desde que habían soltado a su padre, Kate se había enterado de que entre él y su madre las cosas estaban bastante tensas.
Kate sólo había visto a su padre en una ocasión, justo antes del juicio. Los del WITSEC lo habían organizado en secreto; no querían que la vieran asistir a las sesiones. Apenas unas semanas antes, habían matado a tiros a uno de los testigos clave, una contable de Argot -una mujer de cuarenta años con dos hijos-, en medio de la Sexta Avenida. En plena hora punta. Todos los periódicos y telediarios se habían hecho eco de la noticia, que había causado una nueva oleada de temor. Ella y Greg bromeaban diciendo que por eso habían comprado el perro. Pero no tenía ninguna gracia, desde luego. Daba un miedo de cojones.
Y, de todos modos, de lo único que Fergus sería capaz si alguien intentaba algo era de matarlo a lametones.
– ¡Venga, compañero!
Kate tiró de Fergus mientras se dirigía hacia un banco. Un mimo callejero actuaba en el sendero, haciendo su número habitual. Allí siempre había algo que ver.
Al final, Concerga, el tipo colombiano de Paz al que todos buscaban, había abandonado el país antes del juicio. Al otro, Trujillo, lo habían soltado porque, sin el testigo principal, el gobierno no podía seguir acusándolo. Habían condenado a Harold Kornreich, el amigo de su padre. Así era como su familia se había desmoronado: su padre en la cárcel, y su compañero de golf… en la prisión federal, cumpliendo veinte años.
Kate miró la hora. Ya eran las ocho pasadas; A las nueve y media tenía que estar en el laboratorio; debía ponerse en marcha.
Contempló un minuto más al artista, mientras partía un pedazo de barrita energética para aumentar su nivel de azúcar. Fergus también parecía divertido.
– Es bueno, ¿eh?
La voz, que provenía de un banco de enfrente, sobresaltó a Kate. Era un hombre con la barba cuidada y canosa, vestido con una arrugada chaqueta de pana y una gorra de golf plana. Tenía un periódico en el regazo. Kate lo había visto en el parque unas cuantas veces.
– No sé si conozco esta raza.
Sonrió y señaló a Fergus. Cuando se inclinó y le hizo señas para que se acercara, el perro, que era más manso que un corderito, lo complació alegremente.
– Es un labradoodle -respondió Kate-. Un cruce de labrador golden y caniche.
El hombre tomó entre sus manos la cara de Fergus.
– Todas estas novedades… Otra cosa de la que no sabía absolutamente nada, ¡y yo que creía que sólo era internet! -dijo sonriendo.
Kate también sonrió. Le pareció notar algún tipo de acento. En cualquier caso, daba la impresión de que Fergus estaba disfrutando con la atención que le dispensaban.
– La he visto por aquí alguna que otra vez -dijo él-. Me llamo Baretto. Chaim, ahora que somos viejos amigos.
– Yo soy Kate -respondió ella. Los del WITSEC le habían dicho que fuera siempre con cuidado y nunca revelara su apellido. Pero este tipo… Se sentía algo tonta manteniendo las distancias. Era inofensivo-. A Fergus creo que ya lo conoce.
– Encantado de conocerte, Kate. -El hombre se inclinó educadamente y tomó la pata de Fergus-. Y a ti también, amiguito.
Por un instante volvieron a contemplar al mimo, y entonces él le dijo algo que la pilló del todo desprevenida.
– Es usted diabética, señorita Kate, ¿verdad?
Kate lo miró y se sorprendió agarrando la correa de Fergus con más fuerza. Se estremeció de la cabeza a los pies.
– No se asuste, por favor. -El hombre trató de sonreír-. No pretendía ser atrevido. Es que la he visto de vez en cuando y me he fijado en que se mide el azúcar después de correr y a veces come un pedazo de algo dulce. No pretendía atemorizarla. Mi mujer era diabética, eso es todo.
Kate se tranquilizó y sintió algo de vergüenza. Le reventaba tener que reaccionar de ese modo, mostrarse tan cautelosa con la gente que no conocía. Aquel tipo le estaba tendiendo la mano y ya está, nada más. Y, sólo por esta vez, resultaba agradable abrirse a alguien.
– ¿Cómo está? -preguntó Kate-. Su mujer…
– Gracias -respondió el hombre cariñosamente-, pero hace mucho que falleció.
– Lo siento -dijo Kate mirando sus ojos brillantes.
El artista callejero acabó su actuación. Todo el mundo le dedicó un aplauso. Kate se levantó y miró el reloj.
– Tengo que irme, señor Baretto. Tal vez nos volvamos a encontrar.
– Eso espero.
El anciano se quitó la gorra. Entonces, por segunda vez, dijo algo que le hizo un nudo en las entrañas.
– Y buenos días [5] también a ti, Fergus.
Kate se esforzó por sonreír, mientras empezaba a retroceder con el corazón latiéndole cada vez más deprisa. Siempre tenía presente la voz de Cavetti: «Si alguna vez algo te parece sospechoso, Kate, te vas y punto».
Tomó a Fergus de la correa.
– Vamos, grandullón, hay que ir a casa.
Kate se dirigió a la entrada del parque, diciéndose a sí misma que no debía mirar atrás. Sin embargo, al acercarse a la puerta de la Avenida C, echó un vistazo a su alrededor.
El hombre se había puesto las gafas y volvía a leer el periódico.
«No puedes ir por la vida poniéndote nerviosa con todo el mundo -se regañó a sí misma-. ¡Ese hombre es más viejo que tu padre, Kate!»
Kate le dio vueltas al episodio del parque durante un par de días. Le daba vergüenza, hasta la ponía un poco de mal humor. No se lo dijo a Greg.
Sin embargo, al cabo de dos días, lo que empezó a asustarla fue el pestillo de la puerta de su piso.
Volvía del trabajo a toda prisa, cargada con la compra, y oyó sonar el teléfono y a Fergus ladrar dentro. Greg estaba en el hospital. Kate metió la llave en la cerradura y la giró, sosteniendo la compra contra la puerta con la rodilla.
La puerta no se abrió. El pestillo estaba cerrado.
Kate se asustó.
El pestillo nunca estaba cerrado.
Nunca lo usaban.
Era uno de esos pesados cacharros de acero, de los que se utilizaban en las puertas de los almacenes. Abrirlo era un verdadero quebradero de cabeza, y siempre se atascaba. El juicio se había acabado hacía tiempo, tenían alarma, y el contrato de alquiler y el teléfono estaban a nombre de Greg.
Kate rebuscó la llave del pestillo y empujó con cuidado la puerta. Algo pasaba…
Kate lo supo nada más entrar.
– ¿Greg…? -lo llamó.
Pero sabía que Greg no estaba. Fergus se le acercó meneando la cola. Kate miró a su alrededor; todo parecía en orden. El piso era de techos elevados, con ventanas altas en forma de arco que daban a levante, a la Avenida C. El desorden de la noche anterior seguía intacto: revistas, cojines, una botella de agua, el mando de la tele en el sofá… tal como lo había dejado esa mañana.
Había algo raro, y espeluznante. Sabía que era un disparate. Acarició a Fergus. Todo parecía igual.
Pero no conseguía librarse de la sensación de que alguien había entrado.
Al día siguiente, ella y Tina estaban tomando un café en la cafetería de la unidad de investigación.
Llevaban un año trabajando juntas y se habían hecho grandes amigas. Como hermanas. De hecho, desde que Tina se había teñido más claro el pelo, la gente pensaba que incluso empezaban a parecerse un poco.
Tina explicaba a Kate el nuevo proyecto que Packer le había asignado.
– … al inyectar esta solución isotrópica en el material nucleico, lo que ocurre básicamente es que se dispersa el fluido de la superficie y…
De pronto, algo captó la atención de Kate al otro lado de la cafetería.
Un tipo, al fondo de la sala, sentado solo a una mesa. Tenía el cabello corto y crespo, patillas y bigote oscuro. Rasgos hispanos. Kate tuvo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte, pero no lograba ubicarlo. De vez en cuando, notaba su mirada clavada en ella.
Trató de seguir atendiendo a lo que Tina le decía, pero no dejaba de observar al tipo, cuya mirada se encontró una o dos veces con la suya. La hacía sentir incómoda, aunque había que reconocer que se había sentido incómoda muy a menudo últimamente, desde que habían matado a esa testigo en la Sexta Avenida.
Cuando volvió a mirar, el tipo se había ido.
– Tierra llamando a Kate. Hola… -Tina chasqueó los dedos-. Ya sé que es aburrido pero ¿estás aún aquí?
– Perdona-dijo Kate-. La solución isotrópica…
Miró a su alrededor…
Y entonces volvió a ver al hombre.
Se había levantado y se abría paso entre las mesas. Hacia ella.
Llevaba un impermeable oscuro abierto, como si fuera a sacar algo. Kate sintió una punzada de pánico.
– Kate -la llamó Tina agitando la mano ante su cara-. ¿Qué pasa?
«Esto es una locura -se dijo a sí misma. Pero su corazón no atendía a razones. Se le salía del pecho-. Este sitio está hasta los topes. Aquí no puede pasar nada.» Él avanzaba directo hacia ella.
Sintió cómo palidecía.
– Tina…
Lo que trataba de encontrar el latino era un busca. Fue directamente hacia ella y se detuvo delante de la mesa. Kate por poco salta de la silla.
– Trabajas para Packer, ¿verdad?
– ¿Cómo?
– Te llamas Kate, ¿verdad? -El tipo latino sonrió-. Hace más o menos un mes estuve en tu despacho. Trabajo para Thermagen. ¿Te acuerdas? Os vendo la Dioxitriba.
– Sí -dijo Kate aliviada-. Me llamo Kate…
Aquello se le estaba escapando de las manos.
Al cabo de un rato, Kate estaba en la estrecha sala de ordenadores que llamaban biblioteca, copiando las notas de los resultados en un CD. Llamaron a la puerta.
Se volvió y vio a Tina en el umbral. Se la veía perpleja y algo preocupada.
– ¿Piensas decirme qué es lo que ha pasado antes?
– ¿Abajo, te refieres? -Kate se encogió de hombros con aire de culpabilidad.
– No. En Italia, en tercero de carrera. ¡Pues claro que abajo!, en la cafetería. ¿Qué pasa, Kate? Se te acerca un tipo cualquiera y casi pierdes la chaveta… en medio de la cafetería. Llevas toda la semana ligeramente en las nubes. Linfoblástico… el otro día lo clasificaste en ciclospórico. ¿Va todo bien?
– No estoy segura -respondió Kate; apartó la silla del ordenador y tomó aire-. Me siento un poco rara. No sé, como si imaginara cosas… ya sabes, relacionadas con mi padre.
– ¿Con tu padre? -Tina se acercó a la mesa. No hacía falta ni que se lo explicara-. ¿Y por qué ahora?
– No sé. Algo encendió la mecha el otro día. -Le contó a Tina la conversación con el tipo del parque, cuando estaba con Fergus-. Puede que sólo sea porque se ha acabado el juicio y ahora está en la calle. Es como si imaginara cosas. Tengo un poco la sensación de estar volviéndome majareta…
– No estás majareta, Kate. Has perdido a tu familia. Cualquiera lo entendería. ¿Y qué dice el bueno del doctor al respecto?
– ¿Greg? Dice que lo que ocurre es que estoy nerviosa, y a lo mejor tiene razón. El otro día tuve la sensación de que alguien había toqueteado las cerraduras de casa y entrado en el piso; estaba convencida. Hasta Fergus me miraba un poco raro.
– Creo que en el centro médico tratan bastante bien la paranoia esquizofrénica aguda. Igual Packer te consigue un descuento -dijo Tina, reprimiendo una sonrisa.
– Gracias -replicó Kate, y le dedicó una mueca burlona de agradecimiento-. A lo mejor es sólo que echo de menos a mi familia, Tina. Ya hace más de un año.
– Ya sé lo que es -dijo Tina.
Kate miró a su amiga.
– ¿Qué?
– Laboroputofobia -respondió Tina.
– ¿Cómo?
– Laboroputofobia -repitió Tina-. En pocas palabras: pasas demasiado tiempo en este dichoso sitio.
– Vale. -Kate se echó a reír-. Gracias a Dios lo hemos pillado a tiempo. ¿Síntomas?
– Mírate en el espejo, cariño. Pero por suerte conozco el remedio: tienes que largarte de aquí, Kate. Vete a casa, pasa una bonita noche romántica con tu príncipe azul. Esta noche ya acabo yo.
– No, si seguro que tienes razón -concedió Kate, y volvió a arrastrar la silla hasta su puesto de trabajo-. Pero es que hoy me quedan cosas por hacer.
– De verdad. -Tina la agarró del brazo-. Recuerda que te llevo ventaja; a mí me falta un año menos para doctorarme. Vete a casa y punto, Kate. No estás loca; echas de menos a tu familia. ¿A quién no le pasaría lo mismo? Ya sabemos por lo que has pasado.
Kate sonrió. Tal vez Tina estuviera en lo cierto. Tal vez eso era cuanto necesitaba: despejarse, acurrucarse en la cama con algo de comida china y una película estúpida de Adam Sandler. Hacer algo romántico. Greg había comentado que tenía la noche libre.
– La verdad es que tampoco me moriré por salir de aquí una noche.
– Pues claro, joder. Así que hazlo, mujer, antes de que me arrepienta. Ya cierro yo.
Kate se levantó y abrazó a su amiga.
– Eres un encanto. Gracias.
– Lo sé. Y, Kate…
Kate se volvió desde la puerta.
– ¿Sí?
Tina le guiñó el ojo.
– Procura no tener un ataque de nervios si de camino a casa se te sienta al lado el tipo equivocado.
Cuando Kate llegó a casa, había velas encendidas por todo el loft. En el equipo de música sonaba algo relajante y romántico: Norah Jones.
Greg salió a recibirla vestido con su camiseta que imitaba a un esmoquin y una corbata al cuello.
– Signora Kate…
Fergus se abrió paso meneando el rabo, también con una corbata alrededor del collar.
Kate miró a Greg con recelo.
– Tina te ha llamado, ¿no?
– A mí no. -Greg le guiñó el ojo señalando a Fergus con la barbilla-. A él.
Kate se rió al tiempo que se quitaba la chaqueta.
– Muy bien, casanova, ¿qué tienes en mente?
Greg la llevó hasta la mesa de cartas plegable que habían comprado por cinco dólares en una tienda de segunda mano y habían instalado delante de las ventanas. El puente de Williamsburg estaba bellamente iluminado. En la mesa había una vela titilante y una botella de vino.
– Iba a segvigle un Mazis-Ghambertin de 1990 -dijo Greg, con un ridículo acento tipo inspector Clouseau que recordaba más a su propio acento mexicano que al francés-. Pego en su lugag he aquí un pjimo lejano, tintogo de dos doglages la botella. -Lo sirvió-. Un gesidente de tegceg año no puede pegmitigse más.
– Cosecha de 2006. Julio. ¡Estupendo! -rió Kate. Greg le puso en el regazo una servilleta de papel-. ¿Y para acompañar…?
– Para acompañar -Greg hizo un gesto elegante hacia la cocina-, un plato que lleva la firma de nuestro chef: ternera con curri verde y Pad Thai de gambas, servidos ceremoniosamente, como siempre, en sus recipientes tradicionales.
Kate vio un par de envases de comida para llevar de su restaurante tailandés preferido, aún en una bandeja y con los palillos al lado.
Rió en señal de aprobación.
– ¿Eso es todo?
– ¿Cómo que si eso es todo? -Greg soltó un bufido burlón-. Para después, y como broche de oro a la cita romántica de sus sueños…
Se sacó de detrás de la espalda una caja de DVD.
Jack Black. Escuela de rock.
– ¡Perfecto!
Kate no pudo sino echarse a reír. La verdad era que esa noche le vendría bien ver una auténtica chorrada bien tonta. Quizá Tina estaba en lo cierto. Quizás era cuanto necesitaba.
– ¿Impresionada, mademoiselle? -preguntó Greg, sirviendo un poco más de vino.
– Muy impresionada -respondió Kate con un guiño-. Sólo que puede que yo también tenga una idea.
– ¿Y de qué se trata? -preguntó Greg, mientras acercaba su copa de vino a la de ella para brindar.
– Irme al cuarto. Pongamos… ¿dos minutos? Sólo para lavarme y perfumarme y salir oliendo fenomenal.
Greg se rascó la barbilla y dejó la tontería del acento.
– Sobreviviré.
Kate se levantó de un salto y le dio un beso burlón en los labios. Luego se metió a toda prisa en el baño y se quitó la camiseta y los vaqueros.
Se metió en la ducha y sintió cómo los poros de su cara resucitaban al contacto con el agua tibia. Con los desquiciantes horarios de Greg y toda la tensión del año anterior, se habían convertido en una especie de matrimonio de ancianos. Habían olvidado lo que era divertirse, sin más.
Kate dejó que el agua le empapara el pelo y se embadurnó con un jabón de aroma sexy a lavanda que había comprado en Sephora.
De pronto, se abrió la mampara de la ducha y Greg se metió dentro con una sonrisa traviesa.
– Lo siento, no he podido esperar.
Los ojos de Kate lanzaron un destello lleno de picardía.
– Pero bueno, ¿cómo es que has tardado tanto?
Se besaron, con el rocío caliente derramándose sobre ellos. Greg la atrajo hacia sí y ella sintió como si cada célula de su cuerpo cobrara vida.
– Qué bien hueles -suspiró él, acariciándole los hombros con la barbilla, mientras con las manos masajeaba sus nalgas firmes, sus pechos.
– Y tú hueles a sala de Urgencias -le respondió ella entre risas-. ¿O es la salsa de chile?
Él se encogió de hombros a modo de disculpa.
– Lidocaína.
– ¡Ah! -Kate abrió mucho los ojos, sintiendo cómo Greg se apretaba afectuosamente contra ella-. Pero ya veo que te has traído el Pad Thai.
Se echaron a reír y entonces Greg le dio media vuelta, inclinándole delicadamente la espalda mientras iba abriéndose paso en su interior.
– Buen plan, Kate.
Él siempre sabía cómo hacer que lo olvidara todo. Ella era consciente de la suerte que tenía. Se mecieron unos instantes, con las manos de él en los muslos de ella. Sentirlo en su interior hacía que una oleada de calor le recorriera todo el cuerpo y se aceleraran los latidos de su corazón. Kate dejó escapar un grito ahogado, su respiración se hizo más profunda. Más rápido y más fuerte después, con el agua salpicándolos mientras sus muslos entrechocaban. Empezaron a subir el ritmo y ella se tensó por dentro. Greg también jadeaba. Había algo bello en la apremiante urgencia de sus movimientos. Kate cerró los ojos. Al cabo de unos instantes lo tenía totalmente pegado a ella, bajo la cálida ducha, y el corazón le latía febrilmente mientras su cuerpo se liberaba y encorvaba al mismo tiempo.
– Perdón por la cena -bromeó él.
– No pasa nada. -Kate se acurrucó en el hombro de Greg y suspiró-. Habrá que conformarse con esto.
Luego cenaron en la cama, directamente de los envases.
Vieron la película de Jack Black y se rieron a carcajadas. Kate apoyó la cabeza en diagonal sobre el pecho de Greg. Fergus estaba hecho un ovillo a los pies de la cama, en su cesto. Hacía mucho que Kate no se sentía tan relajada.
– Maintenant más vino, s'il vous plaît -dijo Kate, inclinando la copa vacía.
– Te toca a ti -respondió él, negando con la cabeza-. Llevo todo el día matándome en la cocina.
– ¿Que me toca a mí? -Le dio una patada, juguetona-. Es mi noche.
– ¿Qué pasa, que no has tenido bastante ya?
– Vale -concedió Kate. Se puso el camisón-. Ya veremos si te traigo algo.
Sonó el teléfono.
– Mierda -suspiró Greg en voz alta.
Habían llegado a odiar el sonido del teléfono a horas imprevistas: solía ser del hospital para que fuera.
Kate lo buscó a tientas. El número de la pantalla no le sonaba. Al menos no era el hospital.
– ¿Diga? -respondió.
– Kate, soy Tom O'Hearn, el padre de Tina.
– ¡Hola!
Le extrañó que llamara tan tarde. Su voz denotaba cansancio y tensión.
– Kate, ha pasado algo terrible…
Kate miró a Greg inquieta, mientras un escalofrío le recorría la espalda.
– ¿Qué?
– Han disparado a Tina, Kate. Está en el quirófano. Es grave. No saben si saldrá de ésta.
Se pusieron el primer chándal que encontraron y fueron en taxi tan deprisa como pudieron hasta el Centro Médico Jacobi, en el Bronx, a unos treinta minutos de allí.
Greg no le soltó la mano en todo el trayecto. Ni al pasar por el puente Triborough ni al llegar a Bronx River Parkway. No tenía sentido. ¿Cómo podían haber disparado a Tina? Kate acababa de dejarla, y su padre decía que ahora estaba en quirófano. «Ponte bien -no dejaba de repetir Kate para sus adentros, tratando de controlar los nervios-. Vamos, Tina, tienes que conseguirlo.»
El taxi se detuvo en la entrada de Urgencias. Greg sabía exactamente adónde ir. Subieron corriendo las escaleras hasta la sala de traumatología, en el cuarto piso.
Kate vio a Tom y Ellen O'Hearn, los padres de Tina, acurrucados en un banco junto al quirófano. Nada más verla, ambos se levantaron de un salto y la abrazaron. Ella les presentó a Greg. Los semblantes preocupados de los O'Hearn reflejaban la misma inquietud profunda que Kate sabía que expresaba el suyo.
– ¿Cómo está? -preguntó.
Aún estaban operando a Tina. Le habían disparado en la nuca.
Justo delante del laboratorio, cuando se iba. En medio de la calle. La cosa no pintaba muy bien. Había perdido mucha sangre, pero todavía resistía.
– Es grave, Kate. -El padre de Tina no hacía más que sacudir la cabeza-. Está luchando pero el tejido está muy dañado. Los médicos dicen que no saben cómo irá.
Greg apretó el brazo de Tom y dijo que trataría de que alguien de dentro les pusiera al corriente.
– ¿Quién puede haber hecho algo así? -preguntó Kate sin acabar de reaccionar mientras se sentaba en el banco junto a Ellen-. ¿Cómo ha sido?
– Al parecer, fue cuando acababa de salir del laboratorio. -Tom se encogió de hombros, impotente-. En medio de la calle. En la avenida Morris. La policía ha venido hace un rato. Por lo visto alguien vio huir a una persona; creen que el asunto puede estar relacionado con bandas callejeras.
– ¿Con bandas? -Kate abrió los ojos sorprendida-. ¿Qué coño tiene que ver Tina con las bandas?
– Alguna clase de rito de iniciación, han dicho. Según parece, esos animales demuestran su valía matando a alguien al azar. Dicen que ha sido como si el agresor estuviera esperando a que apareciera alguien en la calle, y justo entonces ella salió del laboratorio. Acababa de llamarnos, Kate. Unos minutos antes. Estaba en el sitio equivocado a la hora equivocada.
Kate alargó los brazos y lo estrechó con fuerza. Sin embargo, lo que en un principio sólo era un dolor punzante en la boca del estómago empezó a convertirse en algo mucho más aterrador.
«En medio de la calle. Delante del laboratorio.» Kate entendía perfectamente lo que significaba aquello.
– ¿Cuánto tiempo lleva ahí dentro? -preguntó.
– Dos horas ya. Han dicho que era un arma de calibre corto. Un disparo por la espalda. Es por lo único que sigue con vida.
– Tina es fuerte. -Kate apretó la mano de Tom y dio un golpe-cito en el brazo a la madre de Tina-. Se pondrá bien.
«Por favor, ponte bien.»
Greg volvió algo más tarde y dijo que aún la estaban operando.
No podían hacer nada más que esperar, y eso es lo que hicieron. Durante más de dos horas. Kate se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La verdad, que iba tomando forma a toda prisa, empezaba a asustarla de veras. Era ella quien debía haber estado en esa calle. Agarró la mano de Greg.
Por fin, pasada la una de la madrugada, salió el cirujano.
– Está viva -dijo mientras se quitaba el gorro quirúrgico-. Ésa es la buena noticia. La bala le ha entrado por el lóbulo occipital y se ha alojado en el frontal derecho. Aún no hemos podido llegar hasta ella; hay mucha inflamación. Por desgracia, ha perdido mucha sangre. Es un procedimiento muy delicado. Me gustaría poder decirles más ahora mismo, pero no sabemos qué pasará.
Ellen se aferró a su marido.
– Oh, Tom…
– Está luchando -explicó el médico-. Tiene las constantes vitales estables y la hemos conectado a un respirador. De momento vamos a hacer todo lo que podamos, y esperaremos a ver si baja la inflamación. Ahora mismo, para ser sincero, lo único que puedo decirles es que ya veremos.
– ¡Oh, Señor! ¡Dios misericordioso! -Ellen O'Hearn dio un grito ahogado y apoyó la cabeza en el pecho de su marido.
Tom acarició el cabello de su esposa.
– ¿Así que sólo podemos esperar? ¿Cuánto tiempo?
– Veinticuatro o quizá cuarenta y ocho horas. Me gustaría poder darles más información, pero por ahora lo mejor que puedo decirles es que está viva.
Kate se agarró a Greg. La madre de Tina empezó a sollozar.
Tom asintió.
– Suponiendo que salga adelante -tragó saliva con fuerza-, estará bien, ¿no?
Su rostro expresaba claramente a qué se refería: daño cerebral, parálisis.
– Hablaremos de ello cuando llegue el momento. -El médico le apretó el hombro-. Por ahora sólo confiemos en que sobreviva.
Confiemos en que sobreviva…
Kate dio un paso atrás y se dobló por la cintura, sintiendo la cabeza pesada y vacía a la vez. Quería llorar. Se apoyó en Greg. En su fuero interno, las preguntas se habían esfumado. Un temor nuevo e implacable empezaba a surgir en sus entrañas.
Era más una certidumbre que un miedo.
Era ella, Kate, quien siempre cerraba el laboratorio. Era ella quien debería haber salido por esa puerta. Así lo había dicho la policía: «Ha sido como si la estuvieran esperando».
Miró a Tom y a Ellen y quiso decírselo. No había sido una banda callejera.
No obstante, en una cosa sí tenían razón: Tina estaba en el sitio equivocado a la hora equivocada.
En el fondo de su corazón, Kate lo sabía: esa bala era para ella.
Emily Geller cruzó las puertas del instituto y vio el conocido Volvo SUV esperando al final de la larga hilera.
Ni siquiera se había acercado con el coche hasta donde estaba ella.
«Está más raro que un perro verde.» Emily sacudió la cabeza. La verdad era que, desde que había vuelto con ellos, su padre se había comportado de modo algo extraño. No era el mismo de siempre, la persona llena de curiosidad, divertida y vital que la llevaba por ahí a los torneos de squash, la perseguía para que acabara los deberes o se cabreaba con ella cuando llegaban unas facturas de teléfono astronómicas.
Puede que le hubiera pasado algo mientras estaba fuera (todos habían decidido no llamarlo cárcel). Ahora, parecía siempre despistado y distante. Si le explicaba algo que había pasado en la escuela o que le había dado una paliza a alguien en la pista de squash, se limitaba a asentir con la cabeza a modo de respuesta, con esa mirada vidriosa y medio autocomplaciente en los ojos, como si ni tan siquiera estuviera allí.
Nada era como antes.
A Emily no le gustaba aquel sitio. Echaba de menos a sus amigos, a sus entrenadores.
Y, sobre todo, echaba de menos a Kate. Ahora ya no hacían las cosas igual, en familia. Un año más y se marcharía, no dejaba de repetirse Emily; a la universidad. Lo primero que haría sería recuperar su nombre.
– ¿Papá? -Emily dio un golpecito en la ventanilla del pasajero.
Tenía la mirada ausente, en el vacío, como si estuviera profundamente absorto en sus pensamientos.
– Emily llamando a papá… Emily llamando a papá…
Por fin él se percató de su presencia y abrió la puerta del copiloto.
– Em…
Ella arrojó su pesada mochila en el asiento trasero.
– ¿Te has acordado de la bolsa de squash?
– Claro -asintió él; pero tuvo que volver la cabeza para asegurarse de que estaba ahí.
– Ya, vale -gruñó Emily al tiempo que subía al asiento delantero-. La habrá puesto mamá.
Era lo único que aún podían hacer juntos. A él parecía gustarle verla jugar. Claro que donde vivían ahora no había equipo en el colegio y las competiciones no eran lo mismo, pero había un club a unos quince minutos al que iban algunos jugadores profesionales con los que podía entrenar. Era arriesgado, pero Emily anhelaba presentarse a los torneos nacionales en primavera, con otro nombre.
Salieron del aparcamiento de la escuela y circularon por la calle principal de la típica población de área metropolitana donde vivían ahora. Al cabo de un minuto estaban en la autopista.
– Hoy juego con ese tal Brad Danoulis -le dijo Emily. Era aquel gallito que jugaba en una escuela privada, a un par de pueblos de allí-. Siempre anda jactándose de que los chicos pueden comerse con patatas a las chicas. ¿Quieres venir a verlo?
– Claro que sí, fiera -respondió su padre distraído.
Llevaba chaqueta y una camisa a cuadros de vestir, como si se fuera a algún sitio. Y él ya nunca iba a ningún sitio.
– Sólo tengo que hacer una cosa. Luego vuelvo.
– Procura no llegar tarde, papá, ¿vale? -dijo Emily con dureza-. Tengo examen de química y un trabajo para casa, sobre El crisol. De todos modos, querrás ver cómo le doy una paliza a ese tío.
– No te preocupes. Tú mira para arriba; estaré en el sitio de siempre. Allí estaré.
Salieron de la autopista y entraron en el parque empresarial donde estaba el Club de Squash North Bay. Había unos cuantos coches aparcados delante del edificio de paredes de aluminio. Emily alargó la mano y cogió la mochila.
– El mes que viene hay un torneo regional en San Francisco. Tengo que participar. Necesito clasificarme en la Costa Oeste. Podríamos ir. Tú y yo. Como antes.
– Podríamos -asintió su padre-. Nos lo pasábamos en grande, ¿verdad, fiera?
– Todos lo pasábamos bien -respondió Emily, con un toque de amargura. Alargó la mano y sacó la bolsa de squash de la parte trasera-. ¿Algún consejo de última hora?
– Sólo éste. -La miró bizqueando un poco-. Recuerda siempre quién eres, Em. Eres Emily Raab.
Ella lo miró ladeando la cabeza. Todo lo que hacía ahora era raro.
– Supongo que me esperaba algo más del tipo «Machácale el revés, Em».
– Eso también, fiera -dijo, y le sonrió.
Cuando Emily abrió la puerta del club de squash, su padre le hizo un guiño y, por un instante, le pareció atisbar algo del padre de antes, aquel que Emily hacía tanto que no veía.
– Dale una buena paliza, cariño.
Emily le devolvió la sonrisa.
– Lo haré.
Dentro, Brad ya esperaba en la pista, peloteando muy concentrado. Llevaba puesta una camiseta que decía «CABO ROCKS».
Emily entró en los vestuarios, se recogió el pelo en una coleta y se puso los pantalones cortos. Luego salió y fue hacia la pista.
– Eh.
– Eh.
Brad la saludó con la cabeza y, haciendo gala de su chulería, hizo la fanfarronada de pasarle la pelota pegándole por detrás de la espalda.
Emily puso los ojos en blanco con cierto escepticismo.
– ¿Has ido a Cabo?
– Sí. Por Navidad, el año pasado. Estuvo guay. ¿Y tú?
– Dos veces.
Ella ya había empezado a asestar golpes de derecha.
Jugaron tres sets. Brad le tomó la delantera en el primero. Tenía un golpe cruzado letal y era rápido; no se andaba con tonterías. Pero Emily se recompuso. Logró empatar a seis y fueron alternando los puntos hasta que ella ganó con un impecable smash desde la esquina. Brad pareció enfadarse y dio un golpe con la raqueta en el suelo. Hizo como si ella hubiera ganado de chiripa.
– Otra vez.
Em también lo derrotó en el siguiente set, 9-6. Fue entonces cuando Brad empezó a pisar con mucho cuidado con un pie, como si se hubiera hecho daño en el tobillo.
– Así que vas a fichar por Bowdoin… -dijo Emily, a sabiendas de que Bowdoin era un equipo de squash de primera división y que su contrincante no tenía la más mínima posibilidad.
El tercer set fue coser y cantar. Ganó a Brad 9-4.
Se lo merendó.
– Buen partido -dijo Brad, y le estrechó la mano lánguidamente-. Eres buena. La próxima vez no me dejaré.
– Gracias -contestó Emily poniendo los ojos en blanco-. Para entonces seguramente ya se me habrá curado la muñeca.
Se sentó en el banco con una toalla en la cabeza y bebió un buen trago de agua embotellada. Fue entonces cuando le vino a la cabeza. Miró hacia las gradas.
«¿Dónde coño está papá?»
No había vuelto para ver el partido. No estaba sentado donde acostumbraba a verla jugar. Frunció los labios, contrariada y algo enfadada también. Ya eran más de las cinco; le había pedido que volviera a tiempo.
«¿Dónde coño está?»
Emily salió y buscó el Volvo. Ni rastro. Entonces volvió a entrar y se quedó casi otra media hora mirando a dos de los antiguos socios disputarse encarnizadamente una victoria mientras ella hacía los deberes de mates, pendiente de la puerta todo el rato, hasta cabrearse tanto que ya no pudo aguantar.
Sacó el móvil y marcó el número de casa.
«Ahora no podemos atenderle…» anunció el contestador. Aquello ya empezaba a pasar de castaño oscuro. Tendría que haber alguien en casa. ¿Dónde estaban todos? Comprobó la hora: eran más de las seis. Tenía deberes, se lo había dicho. Emily escuchó el mensaje y esperó impaciente a que sonara el pitido.
– Mamá, soy yo. Estoy aún en el club. Papá no se ha presentado.
Pasaron veinticuatro horas. Sin novedad.
Al día siguiente tampoco se produjo ningún cambio en el estado de Tina.
Los cirujanos aún no podían acercarse a la bala. Los escáneres cerebrales eran estables pero la inflamación que rodeaba la herida era enorme, la presión intracraneal, elevada, y no sabían el daño que había sufrido el tejido. Lo único que podían hacer era esperar a que remitiera. No sabían si Tina saldría adelante.
Kate pasó la mayor parte de los días siguientes en el hospital, con Ellen y Tom. Explicó a la policía que Tina había cerrado por ella aquella noche. Que no estaba metida en drogas ni nada ilegal. Que era la última persona sobre la faz de la Tierra que podría estar relacionada con algún tipo de banda.
Los policías aseguraban tener pistas. Habían visto a un hombre con un pañuelo rojo saltar al interior de una furgoneta blanca al otro lado de la calle y dirigirse a la avenida Morris. Los pañuelos rojos eran el sello característico de los Bloods. Según los investigadores, así era como se estrenaban: disparando a una víctima inocente en medio de la calle. Un informante de una banda rival les había dado el chivatazo.
Un rito de iniciación de una banda. Su amiga estaba ingresada, en coma. ¡Cuánto hubiera deseado Kate creer lo mismo!
Esa segunda noche Greg y ella volvieron al piso pasadas las dos de la madrugada. Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño, ni siquiera planteárselo. Sólo podían pensar en Tina. Se quedaron sentados en el sofá, trastornados y aturdidos.
Algún día saldría a la luz; Kate lo sabía. ¿Qué les diría? Tom y Ellen tenían derecho a saberlo.
– Tengo que ponerme en contacto con Phil Cavetti, Greg -dijo Kate-. Los del WITSEC tienen que enterarse.
Kate era consciente de que, en cuanto hiciera esa llamada, todo cambiaría: tendrían que mudarse, eso seguro, y a lo mejor cambiar de nombre. Greg ya casi había acabado la residencia; no podía irse sin más. Justo empezaban a vivir, como quien dice.
¿Es que aquello iba a planear de por vida sobre sus cabezas?
– La policía dice que tiene pistas -respondió Greg, tratando por todos los medios de permanecer tranquilo y recurrir a la lógica-. ¿Y si tienen razón y esto no es más que una trágica coincidencia?
– No tiene nada que ver con ninguna banda -replicó Kate-. ¡Los dos lo sabemos!
Aquello la consumía. Su mejor amiga, no una persona anónima de las noticias, estaba entre la vida y la muerte.
– Greg, ¡los dos sabemos que si han disparado a Tina es porque pensaban que era yo!
Él la estrechó contra su pecho y Kate se esforzó cuanto pudo por sentirse segura en sus brazos. Sin embargo lo sabía. Cavetti y Margaret Seymour se lo habían advertido: Mercado no iba a permitir que aquello se acabara. ¿Qué era lo que habían dicho? Que no era sólo cuestión de venganza; era más que eso. Lo llamaban «seguro». Un seguro de que la próxima vez que alguien como su padre se volviera contra la fraternidad, eso no volvería a pasar.
Al final lograron dormirse allí, el uno en brazos del otro, de puro cansancio.
Y por la mañana decidieron esperar. Sólo un día más… tal vez dos. Lo justo para que la policía agotara las pistas.
Pero Kate se despertó a media noche. Se quedó allí tendida, pegada a Greg, con el corazón desbocado y la camiseta empapada en un sudor pegajoso.
Ellos lo sabían.
Las premoniciones de los últimos días eran correctas. La policía podía agotar cuantas pistas quisiera, pero Kate sólo podría ocultarlo durante ese tiempo.
La habían encontrado. Habría una segunda vez; de eso estaba convencida. Y entonces, cuando la encontraran de verdad, ¿qué pasaría?
¿ Qué pasaría cuando se dieran cuenta de que habían disparado a la persona equivocada?
Kate se revolvió inquieta y se soltó del abrazo de Greg. Permaneció un momento sentada en la oscuridad, con las rodillas pegadas al pecho. Rezó por que su familia se encontrara a salvo, dondequiera que estuviera. Se sacó de debajo de la camiseta el colgante que su madre le había dado antes de irse, el sol dorado partido por la mitad. «Contiene secretos, Kate. Algún día te los contaré.» ¿Lograrían encajar algún día las dos mitades?
«Mamá, cómo me gustaría oírte contar esos secretos ahora.»
Kate se levantó y, en la penumbra del piso a oscuras, fue hasta la puerta, alargó la mano hacia el pesado pestillo… y lo corrió.
– Kate -susurró Tom O'Hearn, y alargó la mano hacia ella-. Vete a casa. -La rodeó con el brazo; estaban los dos sentados en el banco de la UCI -. Se te ve agotada. Esta noche no pasará nada. Ya sé que quieres estar aquí, pero vete a casa y duerme un poco.
Kate asintió. Se daba cuenta de que tenía razón. En los últimos dos días no había dormido ni seis horas. Tenía el azúcar bajo. No había ido a trabajar. Básicamente, desde que habían disparado a Tina, no había estado en ningún sitio que no fuera el hospital.
– Te lo prometo -dijo mientras la acompañaba hasta el ascensor y le daba un abrazo-: si hay novedades te llamaremos.
– Lo sé.
Habían trasladado a Tina a la sala de traumatología craneal del hospital Bellevue, en la calle Veintisiete, el mejor de la ciudad. Kate bajó al vestíbulo y salió a la Primera Avenida. Había oscurecido; eran más de las seis de la tarde. Llevaba todo el día allí. Al no ver ningún taxi, caminó hasta la Segunda y cogió el autobús al centro.
«Bueno, todo va bien.» Kate encontró sitio en la parte trasera y, sólo por un instante, cerró los ojos. Tom tenía razón, estaba agotada. Necesitaba dormir.
Esa mañana había salido del piso sin inyectarse la insulina. Greg volvía a hacer turnos de dieciséis horas, y eso la inquietaba. Sería la primera vez desde que habían disparado a Tina que estaría sola en el piso.
Kate dormitó un poco. El trayecto del autobús pasó en un abrir y cerrar de ojos. Se despertó justo a tiempo de bajar en la Novena, a un par de manzanas de casa. Casi se le había pasado la parada.
En cuanto bajó del autobús y empezó a caminar por la penumbra de la Segunda Avenida, Kate tuvo la sensación de que ocurría algo.
Tal vez fuera el hombre que acababa de apartarse de un edificio justo enfrente de la parada del autobús y, tirando el cigarrillo a la acera, había echado a andar detrás de ella a poca distancia. El ritmo del ruido de sus pasos en la acera coincidía con el de los suyos. Se ordenó a sí misma no mirar atrás.
«Kate, estás paranoica y punto. Esto es Nueva York. El East Village. Está abarrotado. Pasa a todas horas.»
Alcanzó a verlo en el reflejo de un escaparate. Seguía detrás de ella, con las manos en los bolsillos de la chaqueta negra de cuero y una gorra calada hasta los ojos.
¡No estaba paranoica! Esta vez no. No como en el piso. El corazón empezó a latirle cada vez más rápido. Un escalofrío de miedo le recorrió la espina dorsal.
«Acelera el paso -se dijo a sí misma-. Vives a pocas manzanas.»
Kate cruzó la avenida que llevaba a la Séptima. Ahora sentía cómo los latidos de su corazón desbocado le golpeaban las costillas.
Giró y se adentró en su calle. Sentía la presencia de su perseguidor a pocos metros. Más adelante había un supermercado donde compraba a veces. Se dirigió hacia allí obligándose a no mirar a su alrededor y entró casi corriendo.
Durante un instante se sintió segura. Cogió una cesta y se metió en uno de los pasillos, rezando para que no entrara. Metió unas cuantas cosas fingiendo necesitarlas: leche, yogur, pan integral. Pero lo único que hacía era esperar, con la mirada clavada en el escaparate. Aquí había gente. Empezó a calmársele el corazón.
Sacó al monedero y se acercó al mostrador. Sonrió algo nerviosa a Ingrid, la cajera, y reprimió un presentimiento estremecedor. «¿Y si ella fuera la última persona en verme con vida?»
Kate volvió a salir. Durante un breve instante, se sintió aliviada. Gracias a Dios. Ni rastro.
Entonces se quedó petrificada.
¡El tipo seguía ahí! Apoyado en un coche aparcado al otro lado de la calle, hablando por teléfono. Lentamente, sus ojos se encontraron. Eso no se lo esperaba.
«Muy bien, Kate, ¿qué diablos es lo que sabes?»
Se echó a correr. Primero disimuladamente, luego más deprisa, con los ojos clavados en su edificio, en el toldo verde, sólo a unos metros.
El hombre siguió sus pasos a buen ritmo. Una descarga eléctrica le recorrió la columna vertebral. El corazón se le desbocó.
«Por favor, Dios mío, sólo unos metros más.»
Poco antes de llegar, Kate emprendió la carrera. Sus dedos hurgaron en el bolso en busca de la llave. La metió en la cerradura del portal; la llave giró. Kate se lanzó a abrir la puerta, esperando que el hombre fuera ahora a por ella. Volvió a mirar a la calle: el hombre de la gorra se había cambiado de acera y se había detenido unos portales más atrás.
Kate se precipitó al interior del portal mientras las puertas exteriores hacían clic y la cerradura encajaba, afortunadamente. «Ahora ya está. ¡Gracias a Dios!» Kate apoyó la espalda en la pared del vestíbulo. La tenía empapada en sudor. Y el pecho encogido de alivio.
«Esto se tiene que acabar. -Era consciente de ello-. Tienes que decírselo a alguien, Kate.»
Pero ¿a quién?
¿A su familia? «Tu familia se ha ido, Kate. Asúmelo, se ha ido para siempre.»
¿A Greg? Por mucho que lo quisiera, ¿qué iban a hacer, coger los bártulos y marcharse? ¿En el último año de carrera de él?
¿A la policía? «Y ¿qué les dirás, Kate? ¿Que les has estado mintiendo, ocultando cosas? ¿Que tu mejor amiga está en coma con una bala en el cerebro, una bala que era para ti?»
Ahora ya no había tiempo, ya no había tiempo para nada de eso.
Entró en el ascensor y pulsó el botón de la séptima planta.
Era uno de esos pesados, de tipo industrial, que traqueteaba al pasar por cada planta.
Sólo quería llegar a su piso y echar el pestillo de la puta puerta.
En el séptimo, el ascensor se detuvo con chirrido. Kate agarró la llave con fuerza y abrió la pesada puerta exterior del ascensor.
Había dos hombres de pie frente a ella.
«¡Oh, no!»
El corazón le dio un brinco. Kate retrocedió y trató de gritar. Pero ¿para qué? Nadie la oiría.
Sabía para qué estaban allí.
Entonces uno de los hombres se adelantó.
– ¿Señora Raab? -Alargó las manos para asirla por los hombros.
– Kate.
Ella levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo reconoció. Rompió a sollozar, mirando su cabello canoso.
Era Phil Cavetti. El agente del WITSEC.
Kate se abalanzó literalmente sobre él, con el cuerpo petrificado de miedo.
– Tranquila, Kate -dijo él, y la estrechó con cuidado entre sus brazos.
Kate asintió, con la cara pegada a la chaqueta de él.
– Creí que me seguían. Creí…
– Lo siento. -Cavetti la abrazaba con fuerza-. Seguramente era uno de mis hombres. El de la parada del autobús. Sólo queríamos asegurarnos de que fueras para casa.
Kate cerró los ojos y cogió aire, temblorosa, sintiendo una indescriptible mezcla de nerviosismo y alivio. Notó cómo se calmaban los latidos de su corazón y se separó de él, tratando de recobrar la compostura.
– ¿Cómo es que han venido?
– Éste es James Nardozzi -dijo Cavetti, presentándole al hombre que lo acompañaba: delgado, de mandíbula pronunciada, vestido con impermeable, traje gris liso y corbata roja también lisa-. Es del Departamento de Justicia.
– Sí -asintió Kate, algo apesadumbrada-. Lo recuerdo del juicio.
El abogado sonrió fríamente.
– Tenemos que hacerte algunas preguntas, Kate -dijo el agente, del WITSEC.
– Claro. Aún le temblaban algo las manos. Le costó un poco acertar a meter la llave en la cerradura y descorrer el pestillo. Fergus estaba en la puerta, ladrando-. Tranquilo, chico…
Abrió la puerta del piso y encendió las luces. Kate no recordaba haber sentido nunca una sensación de alivio tan abrumadora.
Gracias a Dios que estaban aquí. Dio por sentado que era por Tina. De todos modos, quería contárselo. Ya no podía seguir ocultándolo por más tiempo.
– Vale. -Dejó la compra en la encimera-. Dispare… ¡Qué expresión más poco apropiada! -Sonrió.
Poco a poco, Kate fue recuperando su centro de gravedad.
– Adelante. Sé por qué han venido.
Phil Cavetti la miró algo extrañado. Lo que dijo la alejó nuevamente de su centro de gravedad.
– ¿Cuándo fue la última vez que supiste algo de tu padre, Kate?
– ¿Mi padre…?
Kate lo miró pestañeando, con los ojos muy abiertos, y negó con la cabeza.
– No he hablado con él desde el juicio. ¿Por qué?
Cavetti miró al letrado del gobierno; luego se aclaró la garganta.
– Tenemos que enseñarte algo, Kate.
Se sacó del impermeable un sobre de papel Manila y fue hasta la barra de la cocina. El tono imperioso que empleaba había asustado un poco a Kate.
– Lo que voy a enseñarte es altamente confidencial -dijo mientras lo abría-. Puede que también te resulte desagradable. Tal vez quieras sentarte.
– Me está poniendo nerviosa, agente Cavetti.
Kate lo miró, mientras se sentaba en un taburete. El corazón le volvía latir deprisa.
– Lo entiendo.
Empezó a distribuir por la barra una serie de fotos en blanco y negro de veinte por veinticinco.
Fotos de la escena de un crimen.
Kate contuvo un escalofrío, convencida de que estaba a punto de ver a su padre en esas imágenes. Pero no. Todas las fotos eran de una mujer. En ropa interior. Atada a una silla.
Algunas fotos eran de cuerpo entero y otras de primeros planos: su rostro, partes de su cuerpo, cubiertas de heridas. Eran aterradoras. La cabeza de la mujer colgaba hacia un lado. Tenía manchas de sangre: en los hombros, en las rodillas. Kate se estremeció. Observó que se debían a varias heridas de bala. Cautelosa, puso la mano en el hombro de Cavetti.
Había marcas en los dos pechos de la mujer, marcas profundas. La siguiente imagen era un primer plano de uno de los pechos. Ahora Kate distinguió de qué eran las marcas: la habían quemado. En los pechos y los pezones. La habían carbonizado. El pezón derecho había desaparecido por completo; se lo habían arrancado.
– Lo siento, Kate -dijo Phil Cavetti poniéndole la mano en el hombro.
– ¿Por qué me las enseña? -Kate lo miró-. ¿Qué tienen que ver con mi padre?
– Por favor, Kate, sólo un par más.
Cavetti mostró dos o tres fotos más. La primera era un primer plano descarnado de la parte izquierda del rostro de la víctima. Estaba completamente inflamado y amarillento, lleno de mora-tones desde el ojo hasta la mejilla. Fuera quien fuera, apenas resultaba reconocible.
Kate reprimió una arcada de bilis. Aquello era repugnante, horrible. ¿Qué clase de monstruo sería capaz de hacer eso?
– Las heridas que ves -Cavetti dejó por fin el sobre- no pretendían ser fatales, Kate. Pretendían mantener a la víctima viva el mayor tiempo posible, para prolongar su agonía. No hubo abuso sexual. Todas sus pertenencias estaban en orden. En una palabra, esta mujer fue torturada.
– ¿Torturada? -A Kate se le revolvieron las tripas.
– Para obtener información, creemos -intervino el letrado del Gobierno-. Para inducirla a hablar, señora Raab.
– Creía que habían venido por Tina. -Kate levantó la vista para mirarlos, confusa.
– Sabemos lo de la señora O'Hearn -dijo Phil Cavetti-. Y sabemos lo que debe de significar para ti, Kate, en todos los sentidos. Pero, por favor, lo siento, una más…
El agente del WITSEC sacó una última fotografía del sobre y la puso sobre la barra, delante de Kate.
Era aún más brutal. Kate apartó los ojos.
Mostraba el otro lado del rostro de la mujer: tenía los ojos, magullados e hinchados, en blanco bajo los párpados; el cabello castaño y enmarañado le caía por delante, cubriéndole algo la cara.
Pero no lo suficiente como para ocultar el agujero oscuro, del tamaño de una moneda, que tenía en la parte derecha de la frente.
– ¡Por el amor de Dios! -Kate trató de coger aire, deseando volver a apartar la mirada-. ¿Por qué me enseña esto? ¿Por qué me pregunta por mi padre?
Pero entonces algo la detuvo. Abrió los ojos como platos, petrificada.
Volvió a mirar la foto. Había visto algo. La cogió lentamente entre sus dedos y se quedó mirándola fijamente.
– Oh, Dios mío… -Kate dio un grito ahogado y palideció.
«La conozco.»
Al principio no se había dado cuenta; las heridas de la pobre mujer la desfiguraban tanto… Pero de repente los rasgos -el lunar a la derecha de la boca- se apreciaron claramente.
Kate se volvió hacia Phil Cavetti, con las tripas retorciéndosele de asco.
La mujer de la foto era Margaret Seymour.
– Oh, por Dios, no… -Kate cerró los ojos, presa de las náuseas-. No puede ser. Es horrible…
Margaret Seymour había sido una mujer atractiva y agradable. Había hecho cuanto estaba en su mano para facilitarle el cambio de vida a Em. A toda la familia. A todos les caía bien. No… Dios mío.
– ¿Quién lo ha hecho? -Kate sacudió la cabeza con repugnancia-. ¿Por qué?
– No lo sabemos. -Phil Cavetti se levantó, fue hasta el fregadero y le sirvió un vaso de agua-. Ocurrió el jueves de la semana pasada, en una zona de almacenes en las afueras de Chicago. Lo único que sabemos es que la agente Seymour fue allí a reunirse con alguien… relacionado con un caso. Sé lo inquietante que resulta esto.
Kate dio un trago largo de agua, incapaz de dejar de sacudir la cabeza.
Cavetti le apretó el brazo.
– Como hemos dicho antes, creemos que la intención no era matarla enseguida, sino hacerla hablar. Que revelara algo.
– No comprendo…
– El paradero de una reasignación, señora Raab -terció el abogado del Estado-, de alguien del programa.
De pronto, Kate comprendió. La invadió un temblor de preocupación.
– ¿Por qué me enseña todo esto, agente Cavetti?
– Verás, Kate, hemos encontrado algo en el coche de la agente Seymour… -El agente del WITSEC se interrumpió y sacó otra cosa del sobre.
Esta vez no era una fotografía, sino una hoja de papel de carta en blanco, que parecía sacada de un bloc pequeño con agujeros, dentro de una bolsa de plástico.
Kate lo miró, confusa.
– Quienquiera que hiciera esto repasó el coche, Kate, de arriba abajo, para asegurarse de que estuviera limpio. Esta hoja aún estaba sujeta a un cuaderno, en el salpicadero. Habían escrito algo en la página de encima… y la habían arrancado.
– Está en blanco.
Kate se encogió de hombros. Sin embargo, al mirar más de cerca, pudo ver el contorno apenas visible de la escritura de alguien.
– Aquí, con luz ultravioleta -dijo Cavetti sacando otra foto-, puedes verlo aumentado.
Kate tomó la nueva foto. Habían anotado algo. Cinco letras cobraron vida, escritas de puño y letra de Margaret Seymour.
M-I-D-A-S.
– ¿Midas? -Kate puso cara de extrañada-. No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?
Cavetti la miró fijamente.
– MIDAS es el nombre en clave que asignamos a tu familia, Kate.
Fue como si le hubieran asestado un puñetazo en pleno estómago, dejándola sin oxígeno en los pulmones.
Primero Tina, en la puerta del laboratorio. Luego Margaret Seymour, la agente que llevaba el caso de su familia. Ahora le preguntaban si había tenido noticias de su padre.
– ¿Qué pasa, agente Cavetti? -Kate se levantó-. ¡Mi familia! Podría estar en peligro. ¿Les ha informado? ¿Ha hablado con mi padre?
– Por eso estamos aquí. -El hombre del WITSEC hizo una pausa y la miró a los ojos-. Por desgracia, tu padre ha desaparecido, Kate.
– ¿Desaparecido? -Los labios de Kate pronunciaron la palabra con dificultad-. ¿Desaparecido desde cuándo?
– La semana pasada dejó a tu hermana en un club de squash y luego desapareció -dijo Cavetti, volviendo a formar una pila con las fotografías y dejándolas a un lado-. No sabemos dónde se encuentra. ¿Estás segura de que no se ha puesto en contacto contigo?
– ¡Pues claro que estoy segura! -La angustia hizo presa en ella. Su padre había desaparecido. Habían asesinado salvajemente a la agente que llevaba su caso-. ¡Mi madre! ¡Mis hermanos! ¿Están bien?
– Están a salvo, Kate -la tranquilizó Cavetti levantando la palma de la mano con cautela-. Bajo custodia.
Kate volvió a mirarlo, tratando de averiguar lo que aquello significaba exactamente. ¡Bajo custodia!
Se levantó del taburete y se llevó una mano a la cara. Sus peores temores se habían hecho realidad. Habían intentado llegar hasta ella. Habían matado a Margaret Seymour. Era posible que hubieran encontrado a su familia. Kate se encaminó hacia el sofá y se sentó en el brazo. Una cosa sí sabía: su padre, fuera lo que fuera lo que hubiera hecho, amaba a su familia.
Si había desaparecido, es que había pasado algo. Nunca se iría así sin más.
– ¿Está muerto mi padre, agente Cavetti?
Él negó con la cabeza.
– La verdad es que no lo sabemos. Vamos a asignarte protección, Kate. Tal vez tu padre esté bien, de un modo u otro. Tal vez intente ponerse en contacto contigo. Tú misma podrías ser un objetivo.
– Ya lo he sido -respondió Kate. Entonces levantó de repente la mirada, sobresaltada-. Ha dicho que sabían lo de Tina.
Al principio Cavetti no respondió. Algo incómodo, se limitó a mirar en dirección a Nardozzi.
Kate se levantó y los miró fijamente.
– Sabían lo de Tina y no se pusieron en contacto conmigo en ningún momento. Ustedes…
– Kate, sabemos cómo debe de sentirse con lo ocurrido, pero la policía…
Aturdida, trató de relacionar mentalmente la cronología de los acontecimientos: lo de Tina había sido tres días atrás; lo de Margaret Seymour, según decían, el jueves pasado. Su padre… ¿Cómo podía estar su padre desaparecido desde entonces? ¿Por qué no la habían avisado?
– Quiero hablar con mi familia -exigió a Cavetti-. Quiero asegurarme de que estén bien.
– Lo siento, Kate, no es posible. Ahora están bajo custodia, para su protección.
– ¿Qué quiere decir para su protección?
– Kate -dijo Cavetti, impotente-, quienes están al mando de las operaciones de Mercado serían capaces de cualquier cosa para tomar represalias contra tu padre. Puede que ya lo hayan hecho. Han traspasado la seguridad de la agencia. Hasta que sepamos lo que ha pasado, lo peor que podemos hacer es comprometer la seguridad de tu familia. No hay otra manera de hacer las cosas.
Kate le respondió fulminándolo con la mirada.
– ¿Me está diciendo que son prisioneros? ¿Que yo también soy prisionera?
– Nadie sabe lo que la agente Seymour puede haber revelado, Kate -dijo Nardozzi en voz baja-. Ni a quién.
Fue como si un coche la hubiera atropellado de frente, embistiéndola con un golpe brutal de duda e incertidumbre que la hubiera dejado dando tumbos.
Su padre había desaparecido. Margaret Seymour estaba muerta. No la dejaban ponerse en contacto con el resto de su familia. Kate miró a Cavetti. Era la persona a quien su familia había confiado sus vidas. Y le estaba mintiendo. Lo sabía. Le ocultaba algo.
– Quiero hablar con mi familia -exigió Kate mirándolo a los ojos-. Mi padre puede estar muerto. Tengo derecho.
– Lo sé -dijo Cavetti-. Pero debes confiar en nosotros, Kate… Están bien.
A Kate le asignaron un agente de protección para que la vigilara.
El tipo bajito con bigote y gorra de béisbol que la había seguido al bajar del autobús resultó ser un agente del FBI llamado Ruiz.
«Quizá todo acabara bien», se dijo Kate a sí misma: todo lo que estaba pasando, lo que le había sucedido a Tina. Greg estaba trabajando otra vez y no volvería hasta tarde. A decir verdad, Kate dormiría algo más tranquila sabiendo que había alguien allí.
Pero no podía dormir: no sabía lo que le había pasado a su padre, si estaba vivo o muerto. Pensó en su madre y en Em y Justin. En dónde diablos estarían. En si se encontrarían bien. En lo aterrados que debían de estar. «Dios mío, daría cualquier cosa por oír sus voces.» Si algo sabía Kate era que, hubiera hecho lo que hubiera hecho su padre, fuera quien fuera, nunca los abandonaría sin más.
Se notaba la boca pastosa. Necesitaba beber algo. Notaba un hormigueo en los dedos de las manos y los pies. Tanta tensión no le convenía. Sacó el Accu-Chek del bolso y comprobó su nivel de azúcar. Maldita sea, se le había disparado. Eso no era nada bueno.
Era consciente de que últimamente había bajado el ritmo. No corría ni remaba desde hacía una semana.
Hoy no había comido más que la poca ensalada que había picado en la cafetería del hospital.
Sacó una jeringuilla del armario de la cocina, cogió la ampolla de Humulin de la nevera y se pinchó.
«Venga, Kate, tienes que cuidarte o tanto dará quién coño te encuentre.»
Atrajo al perro hacia sí y le acarició las orejas caídas.
– ¿Estás bien, Fergus?
Kate se preparó algo de comer: un poco de atún de lata, mayonesa, kétchup, chutney y un huevo picado. La famosa receta de papá. Se llevó el cuenco al escritorio del ordenador, junto a la ventana. Entró en Yahoo! Sabía que sería en vano, pero hubiera dado cualquier cosa sólo por ver un mensaje de Em o su madre.
Nada.
Kate tecleó el correo electrónico de Sharon: Yogagirl123. No le llegaban los mensajes directamente, sino que se reenviaban a través de algún tipo de sitio web de intercambio de información del WITSEC, así que siempre tenía que andar con cuidado con lo que decía. Esta vez empezó a escribir sin más, con copia para Em y Justin.
Mamá, chicos, estoy preocupada por vosotros. Ni siquiera sé si llegaréis a recibir esto. Sé que papá ha desaparecido. Tengo mucho miedo de que le haya ocurrido algo malo.
Tengo algo que explicaros, algo que ha pasado aquí, pero sobre todo quiero oír vuestras voces. Me han dicho que estáis bajo custodia protectiva. Si os llega esto, por favor pedid permiso para llamarme.
Os quiero a todos. Ruego a Dios que papá esté bien y vosotros también. Mi corazón está con vosotros, chicos. Escribidme, llamadme, dad señales de vida. No sabéis lo mucho que deseo oír vuestra voz.
K.
Kate hizo clic en «Enviar» y vio desaparecer el mensaje. Se dio cuenta de que no le estaba enviando el mensaje a nadie.
Llamó a Greg, le salió el contestador y colgó sin dejar mensaje. Nunca se había sentido tan sola. Se acurrucó con Fergus en la cama, con la tele puesta.
A eso de las dos de la madrugada Greg la despertó de un sueño ligero. En la tele estaban poniendo una reposición de Urgencias.
– Qué bien que estés en casa -murmuró Kate, buscándole a tientas la mano.
– He pasado a ver a Tina -respondió él-. Han tenido que intervenirla para rebajar la presión del cerebro. Le han sacado algo de líquido y le han raspado un poco de tejido muerto.
Kate se incorporó, alarmada.
– ¿Está bien?
– Está luchando, Kate. -Greg se encaramó a la cama junto a ella, aún vestido-. Ya conoces a Tina; alargará esto una eternidad sólo para hacernos sudar la gota gorda -dijo, tratando de parecer optimista-. Lo siento, cariño. Lo de Ben. Lo de tu familia. Siento no haber podido estar aquí contigo.
Kate asintió, con la angustia reflejada en el semblante.
– He visto las fotos, Greg. De lo que le pasó en Chicago a esa agente. Era horrible. No tienen ni idea de dónde está mi padre. Estaba pensando que si le hicieron eso a ella…
– No te lo plantees, Kate. -La atrajo hacia sí y se acurrucó junto a ella-. Ni lo pienses. No puedes saberlo.
– Él no se iría sin más, Greg. No de esa forma. Puedes decir lo que quieras, pero él no desaparecería sin más.
– Ya lo sé… -respondió Greg, acariciándole el cabello con dulzura.
Se quedaron tumbados un rato, Kate bien pegada a él. Entonces él se echó a reír.
– Bueno, ya he conocido a Ruiz.
Kate se esforzó por sonreír.
– Tú eras el que siempre decía que quería un edificio con portero.
Él le acarició la mejilla.
– Sé que tienes miedo, Kate. Ojalá pudiera llevarte conmigo a algún sitio. Ojalá pudiera resguardarte de todo esto. Protegerte.
– Como Superman -dijo Kate, estrechándolo entre sus brazos-. Superhombre…
Greg le levantó la barbilla con el dedo.
– Sé que lo estás pasando muy mal con todo esto. Lo de Tina. Pero de una cosa puedes estar segura, bicho: yo no me iré. Estoy aquí, Kate. No me iré a ningún sitio. Te lo prometo.
Ella apoyó la cabeza en él y cerró los ojos. Por un momento, se sintió segura. Lejos de todo. Esa sensación era lo único a lo que podía aferrarse ahora mismo.
Asintió suavemente, apoyándose en él.
– Lo sé.
Sonó el teléfono. Kate abrió los ojos, medio dormida.
Ya era de día, casi las once. Debía de haber estado agotada; nunca dormía hasta tan tarde. Greg ya se había ido. El teléfono volvió a sonar y Kate buscó a tientas el auricular.
– ¿Diga?
– ¿Kate? ¿Cari…?
La voz la sacudió como una descarga de pura adrenalina.
– ¡Mamá! ¿Eres tú?
– Sí, soy yo. ¿Cómo estás, cariño? No me dejarán hablar mucho rato. Sólo quería que supieras que estamos bien.
– ¡Oh, Dios mío, estaba tan preocupada, mamá! Sé lo de papá; sé que ha desaparecido. Los del WITSEC han estado aquí.
– Me lo han dicho -respondió su madre-. No aparece desde el miércoles. Nadie sabe nada de él, Kate; no sabemos dónde está.
– Oh, Dios mío, mamá. -Kate cerró los ojos, volviendo por un momento a las horribles fotos de la noche anterior-. Mamá, no sé cuánto te habrán contado, pero Margaret Seymour está muerta. Cavetti estuvo aquí. Me enseñaron fotos de ella. Creen que fue la gente de Mercado; trataban de obtener información, puede que de papá. Era horroroso, mamá. La torturaron. Tenéis que ir con cuidado. Puede que sepan dónde estáis.
– Estamos bien, Kate. Nos tienen bajo custodia las veinticuatro horas del día. Sólo que no hemos sabido nada de tu padre.
– ¿Y ellos qué te dicen? -preguntó Kate, nerviosa, luchando contra el miedo de que su padre estuviera muerto de verdad.
– No me dicen nada, cariño. No sé qué pensar.
– A mí tampoco. ¿Cómo está Em? ¿Y Justin?
– Están bien, Kate -respondió su madre-. Intentamos mantener la normalidad dentro de lo posible. Esta semana Em tiene torneo. Le va bien. Y Justin es Justin. Ya mide más de metro ochenta.
– Dios mío, cómo me gustaría oírles la voz.
– No puede ser, Kate. Están aquí los del WITSEC. Dicen que tengo que colgar ya.
– Mamá… ha pasado algo más que tienes que saber. Algo malo. Han disparado a Tina O'Hearn.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó entrecortadamente su madre-. ¿Disparado?
– En la calle, justo delante del laboratorio. La policía cree que es algo relacionado con bandas, pero yo no me lo creo, mamá. Esa noche ella cerraba por mí. Creo que pensaron que era yo.
– Kate, procura pasar desapercibida. Y deja que esa gente te proteja.
– Ya lo hacen, mamá, están aquí. Sólo que…
– ¿Cómo está Tina, cariño? -preguntó Sharon-. ¿Está muerta?
– No, pero es grave. Está aguantando pero han tenido que operarla un par de veces. No saben lo que pasará, mamá. En serio que necesito veros.
– Ya me gustaría, Kate. De verdad. Hay cosas que ya llevo mucho tiempo guardándome y ahora debes saberlas. Pero, Kate…
Una voz masculina interrumpió la comunicación, indicándoles que debían colgar ya.
– ¡Mamá!
– Kate, ve con cuidado. Haz lo que te digan. Ahora me mandan colgar. Te quiero, mi vida.
Kate se levantó de un salto, sosteniendo el teléfono con las dos manos.
– ¡Mamá! -Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Diles a Justin y a Em que les quiero. Diles que les echo de menos. Que quiero veros pronto.
– Nosotros también te echamos de menos, Kate.
La línea se cortó. Kate se quedó allí sentada, con el auricular caído sobre el regazo. Por lo menos estaban a salvo. Ésa era la mejor noticia que podían darle.
Entonces se dio cuenta de algo. Algo importante. Algo que Sharon había dicho y que, ahora, al darle vueltas mentalmente, no parecía encajar.
Margaret Seymour. Cavetti había dicho que la habían asesinado a las afueras de Chicago. El jueves pasado. Para conseguir información.
El jueves…
Así pues, ¿cómo podía el asesino haber utilizado lo averiguado para encontrar al padre de Kate? Ben había desaparecido la noche anterior.
– ¿Está muerto mi padre, agente Cavetti? -preguntó Kate atravesando las puertas del despacho del agente del WITSEC, en el Edificio Javits de Federal Plaza, mientras lo miraba a los ojos sin pestañear.
Había presentes dos personas más: Nardozzi, el letrado del gobierno, de facciones angulosas, y un hombre alto y medio calvo de cabello pelirrojo claro, que no se movió del rincón. Se lo presentaron como el agente especial Booth del FBI.
– No lo sabemos, Kate -respondió Cavetti, devolviéndole la mirada.
– Yo creo que sí. La semana pasada entraron en mi piso. Un pestillo de la puerta que nunca utilizamos estaba corrido. Al principio me preocupaba que alguien fuera a por mí, pero luego, cuando empezó a pasar todo esto, se me ocurrió que… -Kate le lanzó una mirada acusadora-. ¿Tengo los teléfonos pinchados, agente Cavetti?
– Kate. -El hombre del WITSEC se levantó y rodeó la mesa hasta llegar a ella-. Ya sabes que la seguridad de nuestra agencia está comprometida. Una de nuestras agentes ha sido asesinada salvajemente. Alguien intentaba sonsacarle información, y sabemos que tenía que ver con el caso de tu padre.
– Pero resulta que mi padre desapareció el miércoles… ¿no es así, agente Cavetti? -preguntó Kate-. A Margaret Seymour no la mataron hasta el día siguiente. Así que se lo vuelvo a preguntar: ¿está muerto mi padre?
– Señora Raab… -Nardozzi se aclaró la garganta.
– Herrera -lo corrigió Kate con severidad-. Ustedes quisieron que me cambiara el apellido. Es Herrera.
– Señora Herrera -dijo el abogado poniéndose de pie-. Debería estar enterada de que actualmente hay más de cuatro mil quinientas personas al amparo del Programa de Protección de Testigos. Muchas de ellas son gente normal que lo único que quería era hacer lo correcto a pesar de las represalias. Denunciantes, testigos. Otras son personajes muy conocidos del crimen organizado. Gente que ha hecho caer a familias enteras, que ha ayudado a condenar a muchos. Nombres que, de divulgarse, se reconocerían muy fácilmente.
– Aún no ha contestado a mi pregunta -insistió Kate.
– Hay otros -continuó el fiscal del Departamento de Justicia-con quienes, en ocasiones, el gobierno llega a acuerdos en privado, personas que nos han ayudado en varios frentes de investigación. La fiabilidad de esta protección -le indicó con la cabeza que se sentara-, en el sentido de ofrecer una vida segura a quienes se arriesgan a testificar, se ha convertido en el eje central del sistema judicial federal tal y como hoy lo conocemos. Por eso se han asestado buenos golpes al crimen organizado en las dos últimas décadas; por eso se ha reducido considerablemente el narcotráfico a gran escala. También puede muy bien ser la razón por la que no han atacado este país desde el 11 de septiembre.
– ¿Por qué me cuenta todo esto? -Kate se dejó caer en una silla enfrente de ellos.
– Porque, señora Herrera -se adelantó el agente del FBI-, su padre compró un teléfono móvil hace dos semanas, a nombre de su hermano. Justin, ¿verdad?
Sorprendida, Kate asintió, casi de forma automática.
– Al principio no hubo llamadas pero el jueves las cosas empezaron a cambiar. Fue el día después de que desapareciera su padre. Hubo una llamada a Chicago.
Kate sintió que veía un diminuto rayo de luz al final del túnel.
– El número al que se efectuó la llamada, señora Herrera -dijo el hombre del FBI arrojando una carpeta sobre la mesa, delante de ella-, era la línea segura de Margaret Seymour.
Kate pestañeó.
– No comprendo.
¿Qué trataban de decirle, que su padre estaba vivo?
– Kate, un hombre que coincide con la descripción de tu padre embarcó en un vuelo la noche del miércoles, en una ciudad cuyo nombre no revelaremos, con destino a Minneapolis -dijo Phil Cavetti, mostrándole unas páginas-. El pasaje se compró a nombre de un tal Kenneth John Skinner, un corredor de seguros de Cranbury, Nueva Jersey, que hace dos años había denunciado el robo del permiso de conducir. Mostramos la foto de tu padre a varias agencias de alquiler de vehículos del aeropuerto de Minneapolis. El mismo Kenneth John Skinner alquiló un coche en la oficina que Budget tiene allí, y el mismo hombre lo devolvió al cabo de dos días. Según sus registros, el cuentakilómetros marcaba mil trescientos kilómetros.
– Vale… -Kate asintió, sin saber muy bien cómo sentirse.
– Si hace números, seguro que verá que mil trescientos kilómetros es más o menos la distancia de ida y vuelta entre Minneapolis y Chicago.
Kate lo miró fijamente. Por un instante, la invadió un chispazo de alegría. ¡Le estaban diciendo que su padre estaba vivo!
Sin embargo, el silencio sepulcral de ellos dio al traste con ese instante.
– En el sistema GPS del coche constaban las consultas que se habían realizado, Kate. Estaba programado para ir al polígono de Barrow, en Schaumburg, Illinois, a pocos kilómetros del centro.
– Bien… -A Kate ya le empezaba a latir más rápido el corazón.
Cavetti le puso una foto delante. Una de las fotos de la escena del crimen de Margaret Seymour.
– A Margaret Seymour la asesinaron en un almacén vacío del polígono de Barrow, Kate.
A Kate se le paró el corazón. De pronto, vio claro lo que tenían en mente.
– ¡No!
– Ya sabes que tu padre desapareció el día antes de que mataran a la agente Seymour. Creemos que la agente Seymour iba a reunirse con tu padre.
– ¡No! -Kate sacudió la cabeza. Cogió la foto de Margaret Seymour. Sintió náuseas-. ¿Qué están diciendo? -Empezó a notar que le fallaban las piernas.
– Ese permiso de conducir lo robaron hace dos años, Kate. Se habían emitido tarjetas de crédito con el mismo nombre. Date cuenta de que quienquiera que lo hiciera llevaba mucho tiempo planeándolo.
– ¡Esto es un disparate! -Kate se levantó, fulminándolos con la mirada.
Ellos no creían que hubieran matado a Margaret Seymour para averiguar dónde estaba su padre. Lo que creían era que él, el padre de Kate, la había matado. Que había asesinado a su propia agente.
– Así que la respuesta a tu pregunta -Phil Cavetti se recostó en el respaldo- sobre si tu padre está vivo o muerto es, por desgracia, algo más complicada.
– ¡No! -Kate levantó la voz y sacudió la cabeza, incrédula-. ¡Se equivocan! Independientemente de lo que haya hecho, mi padre no es ningún asesino.
Sus ojos se clavaron en la horrible foto del crimen. La imagen del rostro inexpresivo de Margaret Seymour casi le dio arcadas.
– Fue allí a reunirse con él, Kate -dijo Cavetti-. Se escapó de tu familia. Eso lo sabemos.
– ¡Me da igual! -Se puso roja de frustración. Era imposible. Demasiado horrible hasta para planteárselo-. Ustedes arrastraron a mi padre a una condena. Le arrebataron su vida. Ni siquiera tienen pruebas de que aún esté vivo.
Cogió la carpeta. De buena gana la hubiera estrellado contra la pared. La cabeza le daba vueltas. Trató de centrarse en los hechos.
Alguien había comprado un móvil a nombre de su hermano. Eso no podía negarlo. Alguien había embarcado en un avión rumbo a Minneapolis la misma noche en que su padre desapareció. Alguien había hecho esa llamada a Margaret Seymour y había alquilado un coche. El GPS llevaba al lugar del asesinato. La nota que había garabateado Margaret Seymour.
MIDAS.
¿Por qué…?
– ¿Por qué iba a querer matarla? -gritó Kate-. ¿Qué razón podía tener para matar a la única persona que trataba de mantenerlo a salvo?
– Puede que supiera algo que no quisiera que ella revelara -respondió Booth, el hombre del FBI, encogiéndose de hombros-. O que estuviera tratando de impedir que saliera a la luz algo que ella había descubierto.
– Pero usted lo sabría. -Se volvió hacia Cavetti-. Usted era el superior de Margaret Seymour. Constaría en su expediente. ¡Joder, estamos hablando de mi padre!
– Fuera lo que fuera, sabemos que se reunió con ella, Kate. -El agente del WITSEC se limitó a mirarla-. En cuanto al resto… ata cabos tú misma.
Kate se dejó caer en la silla de nuevo.
– Puede que haya hecho alguna que otra estupidez que le haga parecer malo. No sé por qué habrá tratado de contactar con Margaret Seymour. Puede que alguien lo persiguiera; puede que fuera ella quien contactara con él. Pero esas fotos… -Sacudió la cabeza con los ojos desorbitados, horrorizada-. Lo que hicieron… Eso no es cosa de mi padre. No es ningún asesino. ¡Usted lo conoce, agente Cavetti! ¿Cómo puede pensar que fuera él?
De pronto, Kate cayó en la cuenta de algo que la indignó.
El pestillo. De su piso.
Volvió a mirar a Cavetti.
– Por eso no me advirtieron, ¿verdad? Cuando dispararon a Tina. Fueron ustedes los que entraron en el piso. Me estaban utilizando para encontrar a mi padre. Querían saber si se había puesto en contacto conmigo.
Cavetti la miró sin disculparse.
– Kate, no tienes ni idea de lo que está en juego en este caso.
– ¡Pues dígamelo, agente Cavetti! -Kate volvió a levantarse-. Dígame lo que está en juego y yo le daré mi versión. Mi padre podría estar muerto. O, aún peor -añadió señalando la foto-, podría haber hecho eso. Y tengo a una amiga debatiéndose entre la vida y la muerte con una bala en el cerebro que puede que fuera para mí. Eso es lo que yo me juego, agente Cavetti. Sea lo que sea lo que ustedes se jueguen, ¡espero que sea algo por lo que valga la pena pasar por todo eso!
Kate agarró el bolso y fue hacia la puerta.
– Tratará de contactar con usted, señora Herrera -dijo el hombre del FBI-. Se lanzará un aviso de personas desaparecidas, pero tenga presente que hay mucho más que eso.
– He visto las fotos, agente Cavetti -replicó Kate y sacudió la cabeza, enfadada-. Y no es cosa suya. No es cosa de mi padre, por muchos cabos que se aten. Testificó para ustedes. Fue a la cárcel. Se supone que es usted quien debería protegernos; pues protéjanos, agente Cavetti. Si tan seguro está de que mi padre está vivo… ¡encuéntrelo!
Kate se dirigió hacia la puerta y la abrió.
– Encuéntrenlo. O les prometo que lo haré yo.
Palada…
Kate se inclinó hacia delante y se dio impulso con las piernas.
Palada… Cada cinco latidos. A un ritmo perfectamente sincronizado. Con los músculos en tensión.
Y luego deslizarse…
El bote de competición Peinert X25 se deslizaba con elegancia y a toda velocidad por las aguas del río Harlem. El sol de primera hora de la mañana brillaba en los bloques de pisos de la orilla. Kate mantenía los remos en posición mientras se deslizaba hacia delante, para luego volver a la posición inicial, una y otra vez. Su palada era fluida y compacta.
«Rema…»
Estaba desahogándose con el río, descargando toda su indignación. Sus dudas. Dos veces por semana, como un reloj, remaba antes de ir al trabajo. Hiciera frío o lloviese. Pasaba bajo los puentes del ferrocarril, más allá de Baker Field, hasta el río Hudson. Más de tres kilómetros. Tenía que hacerlo para combatir la diabetes, pero ese día lo necesitaba para poder estar tranquila.
Palada…
Kate se centró en el ritmo, al estilo zen: dos respiraciones por palada. Con el corazón a 130. Con el agua salpicándole el rostro.
Con la camiseta de neopreno bien pegada al cuerpo, se volvió a mirar la estela que iba dejando, como huellas de esquíes perfectamente marcadas en la nieve.
Palada…
No les creía. A los agentes del WITSEC. ¿Cómo iba a creerles? Ni siquiera podían demostrarle si su padre estaba vivo o muerto.
Había crecido con él. Él le había dado su amor, fuera lo que fuera lo que había hecho. Siempre iba a verla remar, siempre la animaba. La ayudó a superar su enfermedad. Le enseñó a luchar.
En alguien tenía que creer, ¿no?
Los del WITSEC estaban ocultando algo. En pocas palabras, la habían utilizado para llegar hasta él. «No sabes lo que está en juego en este caso.»
El dolor del pecho se volvió más intenso. «Sí que lo sé.»
Kate llegó hasta los acantilados del otro lado de Baker Field, a algo más de kilómetro y medio. Entonces dio media vuelta y aceleró el ritmo mientras avanzaba a contracorriente.
Ahora cada cuatro latidos.
Su madre también sabía algo, pensó Kate. «Hay cosas que ya llevo mucho tiempo guardándome, y ahora debes saberlas.»
¿El qué? ¿Qué trataba de decirle?
No era justo que Kate tuviera que estar separada de ellos: Sharon, Justin y Em. No era justo que tuvieran que pasar por esto sin ella.
En el río también había dos equipos de la Universidad de Columbia entrenando. El embarcadero de Peter Jay Sharp, donde guardaba su bote, estaba a poca distancia.
Kate se aplicó al máximo en los últimos doscientos metros.
Aumentó la velocidad hasta alcanzar el ritmo que tenía en la universidad, con los muslos impulsando la marcha y el cuerpo balanceándose hacia delante y hacia atrás en el interior del bote. Entonces la embarcación comenzó a deslizarse cortando limpia y uniformemente la superficie del agua con la quilla.
Más deprisa.
Aumentó el ritmo hasta hacer una palada cada tres latidos, moviendo piernas y brazos al unísono de modo impecable.
Kate sintió que los músculos de la espalda se le tensaban, que su pulso se aceleraba y el fuego le ardía en los pulmones.
En los últimos cincuenta metros, emprendió un esprint total. Kate miró a su espalda: ya tenía delante el cobertizo del embarcadero. Palada, palada… Kate hizo una mueca; le ardían tanto los pulmones que parecían estar a punto de estallarle.
Finalmente bajó el ritmo, y la elegante embarcación se deslizó por la imaginaria línea de meta. Kate soltó los remos y se llevó las rodillas al pecho con un gesto de dolor. Se subió las Oakleys hasta la frente y dejó caer la cabeza sobre los brazos.
«Pero ¿qué clase de bestia se han creído que es?»
Volvió mentalmente a la imagen de las horribles fotos de la escena del crimen. Esa pobre mujer golpeada y asesinada. ¿Qué podía saber ella que hubiera llevado a su padre a hacerle eso? ¿Qué razón podía tener? Era un disparate; tanto daban los hechos.
De repente empezó a asustarse. Toda su vida la asustaba.
Kate subió los remos y dejó que el bote llegara solo hasta el cobertizo del embarcadero. Había vuelto la voz; la voz en su interior que con tanta vehemencia había defendido a su padre hacía apenas un día.
Sólo que esta vez le decía algo distinto. Una duda que no lograba disipar.
«¿Quién diablos eres, papá?»
«¿Quién?»
El vigilante estaba de pie en la orilla. Se había subido al capó del coche, con los prismáticos enfocando el río, y tenía la mirada fija en la muchacha.
La había seguido muchas veces y la había visto sacar la embarcación de rayas azules en medio de la neblina de las primeras horas de la mañana. Siempre a la misma hora: las siete. Los miércoles y los sábados. La misma ruta. Lloviera o tronara.
«No eres muy lista, chica [6].»
Masticó una bola de hojas de tabaco que tenía en el carrillo.
«El río puede ser peligroso. Y a una chica guapa como tú pueden pasarle cosas malas ahí fuera.»
«Es fuerte», pensó el vigilante, impresionado. En cierto modo la admiraba. Siempre se esforzaba mucho. Le gustaba cuando recorría los últimos metros hasta el final como una campeona. Le ponía ganas. El vigilante rió para sus adentros. Machacaría casi a cualquier tío.
La observó detenerse en el embarcadero, guardar los remos y subir la esbelta embarcación al pantalán. Luego se sacudió el sudor y la sal del cabello.
«Es bonita [7].» En cierto modo, confiaba en no tener que hacerle nunca nada ni causarle daño. Le gustaba observarla. Tiró los prismáticos al asiento del Escalade, junto a la TEC-9.
Pero si tenía que hacerlo, qué lástima… Se metió dentro de la camisa una gran cruz de oro colgada de una cadena.
Ella debería saberlo mejor que nadie. El río es un lugar peligroso.
Esa noche Kate se quedó en casa. Durante una temporada, Greg tenía turno de urgencias hasta tarde. Le había prometido que cambiaría el horario para poder estar con ella por la noche; era cuando Kate se sentía más sola.
Se esforzó por llenar el tiempo trabajando en su tesis, El Trypanosoma cruzi y las estrategias moleculares de los patógenos intercelulares que interactúan con sus células huésped. Los tripanosomas eran parásitos que bloqueaban la fusión de lisosomas en la membrana plasmática que contribuía a la reparación celular. Kate sabía que resultaba muy denso, e ilegible… si no eras una de las catorce personas en el mundo a quienes les chiflaba la exocitosis lisosómica.
Pero esa noche Kate no estaba por la labor. Se subió las gafas hasta la frente y apagó el ordenador.
Las dudas sobre su padre no dejaban de asediarla. Qué creer. En quién confiar. ¿Estaba vivo o muerto? Se trataba del hombre con quien había vivido toda su vida, a quien respetaba y adoraba, que la había educado, le había inculcado sus valores, que nunca le fallaba. Ahora no tenía ni idea de quién era ese hombre.
Le vino algo a la cabeza. Kate se levantó y fue hacia el armario de estilo irlandés que habían comprado en un rastro y donde ahora tenían la tele. Se arrodilló y abrió el cajón de abajo. Muy al fondo, debajo de una vieja sudadera de Brown y un montón de manuales y revistas, encontró lo que ella misma había sepultado allí.
El sobre con fotos y recuerdos que había encontrado en el tocador de sus padres hacía más de un año.
Kate nunca había reunido el valor suficiente para mirarlo.
Cerró el cajón, se llevó el sobre al sofá y se acurrucó entre los cojines. Vació el contenido encima del viejo baúl que utilizaban como mesa de centro.
Eran un montón de cosas que nunca había visto. Las cosas de su padre. Algunas instantáneas de él y Sharon cuando iban a la universidad: de finales de los sesenta, con melenas a lo loco y tal. Un par de certificados gemológicos. El programa de su ceremonia de graduación, en 1969.
Y otras cosas que se remontaban mucho más atrás en el tiempo. Kate nunca había visto nada de aquello.
Cartas a su madre, Rosa, escritas con letra de principiante, apenas legible. Del campamento de verano. De los primeros viajes. Kate se dio cuenta de que no sabía gran cosa del pasado de su padre. Sus primeros años eran como una imagen borrosa.
Su madre había llegado de España. Kate no sabía casi nada de su abuelo; había muerto en España cuando Ben era pequeño, por un accidente de coche o algo así. En Sevilla. Allí había una gran comunidad judía.
Kate sacó del montón una fotografía en blanco y negro muy manoseada de una mujer guapa con sombrero elegante, de pie, cogida del brazo de un hombre menudo con un sombrero de fieltro, delante de una cafetería. En España tal vez.
Estaba segura de estar viendo a su abuelo.
Kate sonrió. Rosa era guapa. Morena, de aspecto europeo y altivo. Todo cuanto Kate sabía de ella era que le encantaban la música y el arte.
Y encontró más fotografías. Una era de Rosa a caballo en el campo, con una chaqueta de montar anticuada y botas, y el cabello recogido en trenzas. Y otra, en un tranvía, en una ciudad que Kate no reconoció, con un bebé en brazos que identificó como su padre. Vio los rasgos familiares en su rostro de niño. Los rasgos de ella… Casi se le saltaron las lágrimas, lágrimas de alegría. ¿Por qué las habían escondido? Eran fascinantes. Le estaban descubriendo la historia de una familia, una familia que nunca había conocido.
Kate miró de cerca el rostro aún no plenamente definido del hombre que la había criado. ¿Qué costaba menos de aceptar, se preguntó a sí misma, que estuviera muerto por ahí, asesinado por traición, o que estuviera vivo, oculto tras abandonar a su familia y cometer ese horrible crimen?
Kate hizo un montón con las fotos y las viejas cartas. Fuera había un agente del gobierno en un coche sin matrícula, protegiéndola. A lo mejor Ben había ido a reunirse con Margaret Seymour. A lo mejor tenía que hablarle de algo. Pero no la había matado. Kate conocía a su padre. Le bastaba con mirar esas fotos para vérselo en la cara.
Estaba segura.
Kate empezó a meterlo todo otra vez en el sobre y, al hacerlo, cayó una de las últimas fotos del montón.
Era una instantánea pequeña y descolorida de su padre cuando era joven. Parecía hecha con una vieja Kodak. Rodeaba con el brazo a otro hombre unos años mayor que él y que Kate no reconoció. No pudo sino reparar en lo mucho que se parecían.
Estaban de pie delante de una gran puerta de madera. Parecía la entrada a una quinta, o tal vez a una vieja estancia, a un rancho, con montañas al fondo. Detrás había algo escrito: «Cármenes, 1967». Entonces debía de tener unos dieciocho años.
«Cármenes»… ¿Dónde estaba eso? ¿En España?
Kate volvió a poner la foto boca arriba. Al fondo, sobre la puerta, había escrito un nombre. Trató de descifrarlo; eran letras de madera, algo oscurecidas, difíciles de leer. Se la acercó más y entornó los ojos.
Se le heló la sangre.
Volvió a fijarse, esforzándose por leer el nombre casi ilegible. «No puede ser.» Corrió al escritorio donde tenían una lupa. Abrió el cajón de arriba. Cogió la lupa y despejó la mesa, ahora ya con el corazón acelerado. Apoyó la lupa en la foto y miró fijamente.
No a los dos hombres que había en primer plano, sino por encima de ellos, sin aliento, completamente incrédula.
Al nombre que había en la puerta.
Le entraron ganas de vomitar. Sintió que le temblaba cada hueso del cuerpo. Miró de cerca el rostro juvenil de su padre, el hombre que un día habría de criarla. En ese momento se dio cuenta de que no sabía quién era. Nunca lo había sabido. Ni de lo que era capaz. Ni lo que podía haber hecho.
El nombre que aparecía en la puerta, por encima de la cabeza de su padre, era Mercado.