En las proximidades del alcázar, en un mezquino zaguán de la medina de Córdoba, un hombre joven, alto, de facciones regulares, de modales seguros, aunque un poco provincianos, se gana la vida escribiendo con aseada y rápida caligrafía memoriales y solicitudes que se dirigirán a las oficinas del califa, pero se nota en seguida que desconoce la serenidad innata de los otros calígrafos, que levanta los ojos cada vez que se abren o se cierran las puertas de bronce dorado, como si considerase la posibilidad de cruzarlas clandestinamente, como si su verdadera vida no estuviera allí, en su portal de escribano, sino al otro lado de las puertas del palacio real, de las ventanas con celosías desde donde dicen que miran las embozadas mujeres del harén y los eunucos de voz débil y ojos claros, los guardianes del trono, los dueños del poder. Este hombre, Muhammad ibn Abi Amir, vino hace algunos años de su lejana provincia, Algeciras, la al-Yacirat al-Jadra o Isla Verde, donde hace ya cerca de tres siglos desembarcaron los primeros invasores musulmanes. Orgullosamente puede remontar la pureza de su linaje árabe hasta aquellos tiempos heroicos, sin necesidad de pagar a uno de tantos genealogistas embusteros que son capaces de inventarle a cualquiera todo un catálogo de antepasados gloriosos. Su familia, los amiríes, tiene su origen en la misma Arabia, en las tribus nómadas y guerreras del Yemen que participaron en la fundación del Islam, y mucho antes de que el primer omeya desembarcara en las costas de al-Andalus los amiríes ya estaban enraizados aquí: uno de ellos, Abd al-Malik, combatió en el ejército de Tariq ibn Ziyad, recibiendo como botín por su coraje el señorío de un castillo y de unas tierras en la comarca de Algeciras, que tres siglos después seguían perteneciendo a la familia.
En aquellas fincas vivió Muhammad hasta los dieciséis o diecisiete años. El fundador de su familia había sido un guerrero, pero a lo largo de las generaciones sus descendientes prefirieron el ejercicio de las letras y de la judicatura al de las armas. El padre de Muhammad, por ejemplo, había sido un teólogo célebre por su erudición y su piedad, una especie de hidalgo desentendido del mantenimiento de su hacienda que no tuvo reparo en agotar las últimas rentas de aquel antiguo señorío para costearse la peregrinación a La Meca. Ya de regreso, al cabo de varios años de viaje, murió de unas fiebres en Trípoli, y su primogénito, Muhammad, que había vivido hasta entonces dedicado al estudio, decidió abandonarlo todo para probar fortuna en la capital del califato. En Córdoba se alojó en casa de unos parientes y empezó a frecuentar a los maestros que impartían sus enseñanzas en la mezquita mayor. Nos dicen que era un muchacho retraído y extraordinariamente guapo: también -aunque puede ser una mentira posterior de sus enemigos- que era un poco jorobado. Estudió teología y literatura con los mejores maestros, con Abu Alí al-Qalí, del que se decía que era el filólogo más sabio de su tiempo, y que fue preceptor de al-Hakam II. No participaba en las juergas de sus compañeros, y casi nunca probaba el alcohol, aunque no parecía que fuera particularmente devoto. Se enorgullecía de su linaje y aceptaba sin queja su estrecha vida de estudiante provinciano, pero había en él, en su austera reserva, en su codicia de aprender, un rasgo de locura: lo que importaba a otros, le era indiferente. Con insensata certidumbre aseguraba a sus amigos que llegaría a ser el hombre más poderoso de al-Andalus. Vivía en el desasosiego de los trepadores, en el desvelo de una ambición que lo enajenaba de su propia vida. Pero no parecía que se embriagara irresponsablemente de sueños. En los desvaríos de su adolescencia sacrificada y solitaria se adivinaba la frialdad de un método, el progreso oculto de un plan. En las reuniones de taberna desconcertaba a sus amigos preguntándoles qué cargo les gustaría obtener cuando él rigiera el Estado. La ironía de los otros acentuaba su rencor y su determinación de lograr lo imposible.
A los pocos años de su llegada a Córdoba era un excelente calígrafo. Alquiló un zaguán en la medina, muy cerca del alcázar -lo hipnotizaban la proximidad del poder y la visión de sus símbolos- y se dedicó a escribir cartas y solicitudes a cambio de unas pocas monedas. Su buena letra y la soltura de su prosa jurídica en seguida llamaron la atención: al poco tiempo ya era un escribiente subalterno en las oficinas del gran cadí de la ciudad, Muhammad ibn al-Salim. Pero tampoco le duró mucho ese trabajo: puede que a al-Salim lo maravillara su inteligencia, o que desconfiara de él y prefiriera apartarlo cuanto antes de su cercanía. Lo cierto es que cuando el gran visir al-Mushafí le pidió el nombre de un escribano competente para agregarlo al servicio de las oficinas del alcázar al-Salim se apresuró a recomendarle al joven Muhammad ibn Abi Amir, que apenas tenía veinticinco años. No era más que un calígrafo, pero ya había logrado cruzar las puertas de aquel palacio que desde su zaguán de la medina le pareció inaccesible. Recorrería con asombro y envidia -con la envidia abrasada de quienes piensan que el mundo les debe una restitución- los jardines con animales autómatas y las estancias inagotables de la biblioteca del califa. Desde la galería encristalada de Abd al-Rahman II miraría la ciudad y el río y la llanura de Córdoba como un reino que él estaba destinado a ganar. Con mansedumbre, con sigilo, con una atención insomne, obedecería órdenes y copiaría memoriales diciéndose que la fatalidad del tiempo obraba a su favor. Contaba con su inteligencia y con la predilección del visir, que era a su vez el favorito y casi el valido del califa al-Hakam. No era nadie todavía, nadie entre la multitud de dignatarios esclavos, de eunucos, de mercenarios, de escribanos, de poetas a sueldo, de esclavas músicas que cantaban y tañían el laúd al otro lado de cortinas translúcidas. Lo que colmaba las vidas y los deseos de otros, para él no constituía más que un preludio. Se mostraba asiduo y leal con quienes podían favorecerlo en algo. Cada gesto y cada palabra, cada sonrisa suya obedecía a un sólo propósito. Vivía en una perpetua y acechadora simulación. Amaba la filosofía y la literatura, pero procuraba ocultarlo si su interlocutor era uno de esos poderosos teólogos que despreciaban todo lo que no fuera el Corán. Con un geógrafo de la corte podía conversar sobre el Planisferio de Tolomeo: con un filólogo, sobre los méritos y la antigüedad de la poesía de los árabes. Era un letrado sedentario que nunca había ido a la guerra, pero se interesaba también por la estrategia militar y la cuantiosa administración del ejército, porque imaginaba que alguna vez le serían útiles conocimientos tan ajenos a los de su oficio. Poseía la disposición enigmática de quien se ha convertido a sí mismo en un héroe de peripecias futuras. Era el dueño único de un secreto no revelado a nadie, el centro de una conspiración invisible en la que nadie más que él participaba.
En Madinat al-Zahra, en el alcázar de Córdoba, el califa vivía entregado a sus devociones y sus libros. De gobernar diariamente se ocupaban el gran visir, los mayordomos eunucos y la concubina Subh, Aurora, que había despertado en al-Hakam una pasión tardía, no sólo por su melena rubia y sus ojos azules, sino porque le dio dos hijos varones cuando ya temía morir sin descendencia por culpa de su edad y su mala salud. El primogénito, Abd al-Rahman, murió pronto. Al poco tiempo nació el segundo, Hisham, y el califa se apresuró a nombrarlo sucesor y a asignarle rentas y posesiones. Para administrarlas hacía falta un funcionario capacitado y leal: entre los candidatos que el gran visir presentó a la madre del príncipe estaba Muhammad ibn Abi Amir, ese joven brillante y casi desconocido que apenas llevaba un año sirviendo en palacio. Cuentan que su mirada y su rostro hipnotizaban a las mujeres en la misma medida en que sobrecogían a los hombres: la rubia Subh lo eligió, y así, de pronto, a los veintiséis años, Muhammad ibn Abi Amir se convirtió en intendente de los bienes del heredero del trono. Ganaba al mes quince monedas de oro, pero ese sueldo, que envidiaría cualquiera, no era nada comparado con lo que él apetecía y con las ingentes fortunas que ahora pasaban por sus manos. Puede que no lo tentara la avaricia. Desde muy joven se había acostumbrado a la escasez, y no le importaba el dinero en sí mismo, sino por la potestad que le concedía para comprar y corromper a otros hombres. El dinero era un medio de satisfacer su única pasión, igual que los diversos simulacros de amistad, de generosidad y hasta de amor que urdía sin remordimiento para seguir trepando hacia las jerarquías del poder.
Cuando sólo llevaba siete meses como administrador de los bienes del heredero obtuvo un nuevo cargo, mucho más relevante: director de la Ceca o Casa de la Moneda, y después, en el plazo de un año, curador de las sucesiones, tesorero, cadí del distrito de Sevilla y Niebla. En cada una de esas ocupaciones desplegaba una actividad incesante y proteica, y más de una vez debió de sentir el vértigo del jugador que lo apuesta todo en golpes sucesivos de audacia. A los treinta y dos años era jefe del segundo cuerpo de la shurta, la guardia mercenaria que custodiaba al califa y mantenía el orden en las turbulentas calles de Córdoba. En aquel tiempo, en cuanto oscurecía y se despoblaban los zocos, la ciudad era más peligrosa que una selva: cualquiera que saliera de noche sería la víctima segura de ladrones homicidas que abandonaban luego los cuerpos degollados en los callejones. Desde que Muhammad ibn Abi Amir disciplinó a los soldados de la shurta, las cabezas cortadas de los rateros amanecían cada mañana en las esquinas de los zocos, y la noche de Córdoba ya no era temible: los noctámbulos y los mercaderes bendecían su nombre. A los treinta y tres años -faltaba muy poco para que muriera al-Hakam- dirigía la educación del futuro califa y controlaba los fondos secretos del ejército que combatía en el norte de África. Contaba siempre con la protección del gran visir al-Mushafí, con la lealtad de cortesanos a quienes prestaba dinero para sus fiestas ruinosas y prometía el éxito de ciertas delicadas gestiones, una palabra dicha al califa o al visir en el momento preciso, una irregularidad menor en las contabilidades del tesoro que le supondría a alguien un escondido beneficio. La corrupción de los otros era la garantía de su progreso y de su impunidad: sabía comprar la gratitud, pero prefería las lealtades nacidas del miedo y de la avaricia. Poseía la virtud infalible de la seducción: un mendigo al que arrojaba una moneda de cobre o un soldado inválido cuyas quejas se detenía a escuchar le serían tan rabiosamente fieles como un aristócrata al que había regalado un cargamento de monedas de oro para salvarlo de una quiebra escandalosa.
Nos dicen que era muy alto: que se movía con severos ademanes tiránicos, como si el mundo y la vileza de los otros le hubieran pertenecido siempre, incluso cuando no era más que un calígrafo que se ganaba malamente la vida en un zaguán de la medina. Pero sin duda el mérito más decisivo en su ascenso fue el favor de la concubina Subh: en Córdoba cundía la convicción de que la había hecho su amante, arriesgándose con fría temeridad a provocar la ira del viejo califa, que apuraba al mismo tiempo su último amor y los últimos años de su vida. Imaginamos a Subh como una rubia ambiciosa, razonable y helada, una extranjera -había venido de los reinos del norte- dispuesta a olvidar su origen y su religión y a ganarlo todo en un país hostil. Era la esposa de un enfermo, y Muhammad ibn Abi Amir le ofrecía una juventud exaltada por la inteligencia y la crueldad, pero lo que los unió durante muchos años fue una mutua codicia que cada uno alimentaba en el otro. Para lograr lo que quería, Muhammad necesitaba a Subh: a ella el triunfo de su amante le garantizaba que después de la muerte de al-Hakam su único hijo, Hisham, que empezaría a reinar muy joven, iba a contar con el apoyo del hombre más poderoso y despiadado de Córdoba.
Muy pronto llegó a ser también uno de los más ricos. Se construyó un palacio en el arrabal de la Rusafa, muy cerca de donde se levantaba todavía el que fundó Abd al-Rahman I el Inmigrado. Su fortuna de advenedizo despertaba sospechas, no siempre dictadas por el rencor y la envidia: él procuraba ahogarlas bajo el espectáculo bárbaro de su generosidad. Cualquiera tenía mesa y refugio en su palacio y podía sumarse sin reparo a las fiestas que se celebraban diariamente allí, cualquier poeta que escribiera una tirada de versos en honor de Muhammad ibn Abi Amir o de sus antepasados contaba con una bolsa de monedas de oro. Un ejército de esclavos custodiaba el recinto: el séquito de Muhammad era casi tan lujoso y tan innumerable como el del califa. Sus enemigos se preguntaban durante cuánto tiempo podría mantener la impostura de una riqueza ilegítima, cuándo se hundiría en el desastre su arrogancia de jugador. Para halagar a Subh le regaló la maqueta de un palacio labrada en plata maciza: previamente la exhibió en público a la admiración y la envidia de quien quisiera mirarla. Llevó en procesión por las calles de Córdoba el palacio de plata y al entregárselo a Subh se inclinó con ceremonia ante ella, convirtiendo en desafío para los cortesanos el secreto de su amor. Hasta el califa al-Hakam, que prefería optar por la indiferencia, empezó a recelar. Cuentan que dijo «¿Por qué hábiles manejos se atrae este muchacho a todas mis mujeres y se hace dueño de sus corazones? Aunque se ven rodeadas de todos los lujos del mundo, no aprecian más regalos que los que proceden de él. ¿Hay que pensar que es un sabio mágico o un servidor admirablemente diestro? En todo caso, siento cierta inquietud por los fondos públicos que maneja».
Era cierto que Muhammad había apostado demasiado fuerte: lo sometieron a una investigación y los contables de palacio descubrieron un déficit escandaloso en los fondos que él administraba. Parecía que esta vez ni siquiera la protección del gran visir ni de Subh podrían salvarlo de la vergüenza y posiblemente de la cárcel. Pero Muhammad, al que todos suponían perdido, había tenido la precaución de rodearse de una maraña de deudores: si se arruinaba, muchos otros caerían con él. Cuando el califa, con serena frialdad, le pidió que justificara el dinero desaparecido en la Casa de la Moneda, asintió como si se dispusiera a obedecer una orden rutinaria y pidió tan sólo unas horas de plazo: nunca más que en ese momento le era preciso adoptar un aire de inocencia. Un visir muy rico, Ibn Hudayr, le debía grandes favores, tan especiales que sería incómodo para él que salieran a la luz. Muhammad ibn Abi Amir, desesperado, tranquilo, fue a su casa y le pidió prestado el dinero que le faltaba para cubrir su déficit. Ibn Hudayr accedió. Cuando se revisaron de nuevo las cuentas, cuando parecía inminente la caída de Muhammad, él presentó al califa una contabilidad irreprochable: en la Casa de la Moneda no faltaba ni un solo dinar. Automáticamente los acusadores se volvieron acusados: la honestidad de Muhammad ibn Abi Amir salió fortalecida por el descrédito de la sospecha y la calumnia. Quienes habían creído que lo derribaban, contribuían a su imparable elevación. No hubo piedad para ninguno de ellos: la cualidad más peligrosa de Muhammad ibn Abi Amir era que no olvidaba nunca.
Sabía, mejor que nadie, recordar y esperar: para que se afianzara definitivamente su poder era preciso que muriera el califa al-Hakam. Con un niño enfermizo en el trono de Córdoba, él, Muhammad, que había sido su mentor casi desde que nació y era además el amante de su madre, no tendría ningún obstáculo que lo detuviera. De su parte estaban el gran visir al-Mushafí y el general Galib, antiguo esclavo de Abd al-Rahman III que había llegado a ser con los años el militar más glorioso de al-Andalus. Pero tenía motivos para desconfiar de los influyentes eunucos de palacio, cuyos jefes eran Faiq al-Nizami, gran maestre del guardarropa y los tapices, y Chawdar, supremo orfebre y halconero mayor. Ambos gozaban de la privanza más íntima con el califa. Cuando murió, después de una larga agonía, sólo ellos dos estaban presentes. Consideraron que, si el niño Hisham subía al trono, Muhammad ibn Abi Amir y sus aliados no tardarían en despojarlos de todos sus privilegios, incluso era posible que adoptaran la precaución suplementaria de ejecutarlos. Solos a medianoche en la alcoba donde yacía aún el cadáver de al-Hakam II, Faiq y Chawdar decidieron mantener en secreto su muerte durante algunas horas, tal vez hasta que amaneciera, y ganar tiempo mientras tanto: harían que en lugar de Hisham fuera nombrado califa su tío al-Mugira, uno de los últimos hijos de Abd al Rahman III. Era un joven oscuro y más bien retraído que vivía fuera de palacio, en una quinta a orillas del Guadalquivir, ajeno por completo a la corte y a toda tentación de poder.
Pero los eunucos, con una ingenuidad suicida, contaron su plan al gran visir al-Mushafí, creyendo su promesa de que lo secundaría. Lo que hizo al-Mushafí fue enviar aquella misma noche a Muhammad ibn Abi Amir, con un destacamento de cien esclavos armados, a casa del príncipe al-Mugira. Antes del amanecer, Muhammad lo despertó para darle la noticia de que su hermano, el califa, acababa de morir. Cuando al-Mugira, aturdido todavía por el sueño, vio a los soldados que rodeaban su jardín con las espadas desnudas, comprendió que a pesar suyo estaba condenado. Muerto de miedo, llorando, juró al impasible Muhammad que nunca reclamaría el trono ni conspiraría contra su sobrino, que lo único que deseaba era seguir viviendo como hasta entonces, retirado de todo, que le bastaba lo que poseía, su casa en el campo y las rentas que cobraba como miembro de la familia omeya. Pero Muhammad ibn Abi Amir se mantuvo inflexible, educado, casi complaciente. Miró a aquel príncipe de sangre real humillarse ante él y dándole la espalda salió al jardín, al aire fresco y perfumado de la noche de octubre, e hizo una señal lacónica a los soldados. Tal vez oyó desde lejos los gritos de al-Mugira, borrados por la corriente próxima del Guadalquivir. Lo estrangularon en su dormitorio y colgaron su cadáver de una cuerda. A la mañana siguiente se sabría en Córdoba que el príncipe al-Mugira se había suicidado. En la Historia, que suele ser una historia universal de la infamia, el príncipe al-Mugira ocupa unas líneas y unas pocas horas: las que duró la noche de la muerte del califa al-Hakam. Su nombre ha perdurado por la única razón de que es una víctima en estado puro, un inocente del que no sabríamos nada si no hubiera sido sacrificado. Vivió veintiocho años tan oscuramente como cualquier otro hombre del que no quedan rastros en la memoria de nadie. Sin duda pensaba que su voluntaria mediocridad lo salvaría. Una noche de octubre oyó golpes en su puerta y voces alarmadas de esclavos y dos o tres horas más tarde ya estaba muerto y volvía para siempre a la oscuridad. Muhammad ibn Abi Amir ni siquiera quiso ver cómo lo mataban.
Pero el porvenir no fue más piadoso con los eunucos Faiq y Chawdar, que sin darse cuenta habían tramado la perdición del príncipe al-Mugira. A Faiq le arrebataron todas sus dignidades y durante el resto de su vida, expulsado del alcázar, vivió prisionero en una casa de Córdoba. Chawdar fue desterrado, y murió años después en las Baleares, acordándose siempre de aquella noche junto al cadáver del califa en la que estuvo a punto de ganarlo todo y todo lo perdió. Inmediatamente después del entierro de al-Hakam, en la mañana del dos de octubre del año 976, los imanes proclamaron en la mezquita mayor el nombre del nuevo califa, que fue sacado en procesión por las calles de Córdoba entre un séquito de guerreros y eunucos, vestido de púrpura y llevando sobre su cabeza infantil un turbante tan alto como una tiara. Era un niño de complexión muy débil, de piel translúcida, de pelo rubio y ojos muy claros. Los gritos de la multitud y el estrépito de los militares lo asustaban, y le hacía daño la luz del sol. Muhammad ibn Abi Amir, al-Mushafí y Galib ocupaban lugares de privilegio junto al sitial del monarca.
Como habían previsto, entre los tres se repartieron los máximos cargos del Estado. Al-Mushafí y Galib fueron nombrados hayibs, o primeros ministros, y Muhammad visir al-dawla, o consejero mayor, y wali al-madinat, o gobernador de Córdoba, también llamado señor de la noche -sahib al-leil- porque los soldados a sus órdenes rondaban las calles de la ciudad desde que oscurecía hasta el amanecer. No se fiaba de los árabes, porque los sabía levantiscos y dados a las conspiraciones: contrató mercenarios cristianos y bereberes a los que pagaba de su propio tesoro y a nadie más que a él juraban lealtad. A los treinta y seis años había alcanzado la cima del poder, pero aún no estaba sólo ni se sentía del todo firme en ella: dependía de un niño sin voluntad manejado por su madre y de dos viejos cortesanos -Galib y al-Mushafí- que en el fondo lo despreciaban como a un advenedizo, aunque lo habían alentado siempre para aprovecharse de su audacia.
Primero aniquiló a al-Mushafí. Organizó contra él una minuciosa cacería, lo acusó de robo al tesoro público, de venalidad, de nepotismo, de abusos de poder, de impiedad y de lujuria. El califa firmó el decreto que despojaba a su primer ministro de todos sus cargos y confiscaba todas sus propiedades y lo envió a la cárcel junto a sus hijos y a todos los parientes que medraban con opulencia a su sombra. En pocos días, al-Mushafí, que había gozado de la amistad de al-Hakam II y vivido siempre en la omnipotencia y el lujo, se vio reducido a una miseria peor que la de un pordiosero. Lo confinaron en una mazmorra, injuriaron su nombre, lo sometieron a tortura. Viejo y fracasado, ni siquiera conservó la dignidad, aunque es posible que no la hubiera conocido nunca. Desde la cárcel escribía a Muhammad ibn Abi Amir mensajes de abyecta sumisión, incluso se le ofrecía como esclavo y profesor de sus hijos: «Que Dios te perdone. ¿No puede tu misericordia concederme un tardío perdón? Si he cometido sin premeditación una gran falta, tu poder es, sin embargo, más grande y más alto que mi delito. ¿No has visto a algún servidor traspasando los límites de sus derechos, pero también a un señor perdonando? Son menos culpables quienes habiendo alcanzado tu indulgencia han reparado sus faltas. Perdóname, para que el Eterno te perdone». Al escribir estas cosas probablemente se acordaba al-Mushafí que el hombre a quien debía su ruina había sido en otro tiempo un escribano sin porvenir al que él mismo protegió. Pero Muhammad era tan poco dado a la clemencia como a la gratitud. Dejó que al-Mushafí agonizara durante meses y años en la cárcel, urdió contra él un inacabable juicio público y lo hizo arrastrar a su presencia, ante toda la corte, vestido con harapos y empujado y golpeado por los guardias. Cuentan que el antiguo visir dijo a uno de ellos, que lo había tirado al suelo de una patada: «Despacio, hijo mío, llegarás a lo que deseas. Me gustaría que la muerte pudiera comprarse, pero Dios le ha fijado un precio demasiado alto». Ninguno de sus antiguos protegidos lo defendió. Ni siquiera lo miraban a los ojos. Para que apurase el horror, Muhammad no lo condenó a muerte: lo dejó seguir envejeciendo en la cárcel, lo condenó al suplicio de la enfermedad y del miedo incesante. Cansado de que no muriera, lo mandó estrangular cuando ya estaba tan viejo y enfermo que no se sostenía en pie. En su celda se encontraron estos versos: «No te fíes de la fortuna, porque nos procura muchos cambios. Antes me hizo desafiar a los leones, hoy me obliga a temblar delante de un zorro. ¡Qué humillación para un hombre valeroso, deber siempre implorar la clemencia de los viles!».
Para hundir a al-Mushafí, el general Galib se había aliado con Muhammad: incluso accedió a casarlo con una hija suya. Pero Galib también era peligroso, porque contaba con muchas lealtades en el ejército, y aún a los setenta años cabalgaba hacia la batalla a la cabeza de sus tropas con una capa de púrpura y un casco dorado. Cuando advirtió -para su desgracia, muy tarde- que después de la caída de al-Mushafí él era la siguiente presa de su yerno, levantó contra él una rebelión militar, pero ni siquiera así lo pudo vencer. El soldado más heroico de al-Andalus, el que había aplastado durante medio siglo a los ejércitos cristianos y a las tribus bereberes del Magrib, murió en una batalla contra el antiguo escribano de Córdoba. Tenía casi ochenta años, y, al dar la orden de ataque a sus soldados, su caballo tropezó y Galib se rompió el pecho contra el arzón de su silla: de nuevo el azar se ponía de parte de Muhammad ibn Abi Amir. Para vencer a Galib había contado con la ayuda del general Chafar ibn Alí. Supuso que si éste luchaba con tanto coraje contra otros, alguna vez lo haría contra él: Chafar ibn Alí murió al poco tiempo de una puñalada en la espalda al salir, borracho, de una cena que Muhammad había ofrecido en su honor.
Algunas veces adornaba sus venganzas con rasgos de un venenoso humorismo. El poeta Ramadí, que había escrito con frecuencia versos satíricos contra él, fue detenido por participar en una conspiración. A todos los conjurados, salvo a Ramadí, los decapitaron. Muhammad había reservado para él otro castigo. Lo dejó en libertad, pero ordenó en un bando, bajo pena de muerte, que nadie lo mirara ni le dirigiera la palabra. Durante el resto de su vida, Ramadí deambuló como un fantasma por las calles de Córdoba, tan solo entre la multitud como en mitad de un desierto, hablando a hombres y mujeres que se volvían mudos en su presencia, buscando desesperadamente una sola mirada que no eludiera sus ojos. Debió enloquecer poco a poco, debió de sentir que no existía, puesto que nadie reparaba en él, y al cabo de los años ya ni siquiera intentaría romper el círculo de silencio que lo rodeaba. En Córdoba le llamaron el muerto.
Muhammad ibn Abi Amir no perdonaba a nadie y no descansaba nunca. Tras la ruina sucesiva de al-Mushafí y de Galib, por encima de él quedaba en al-Andalus una sola figura: la del califa Hisham II. Era un niño frágil y precozmente corrompido -Dozy supone con disgusto que entre su madre y Muhammad lo indujeron a una piedad delirante y a una temprana y abrumadora experiencia de la lujuria y del alcohol-, pero el nuevo primer ministro no podía deshacerse sin peligro de él. Como no era prudente matarlo, decidió volverlo invisible, reducirlo gradualmente a la inexistencia. En dos años se construyó a las orillas del Guadalquivir una ciudad palacio más grande y más ostentosa todavía que Madinat al-Zahra -retadoramente le dio un nombre parecido: Madinat al-Zahira, la ciudad florecida- y trasladó a ella todas las oficinas del Estado y el tesoro real. Al califa lo encerró en el alcázar de Córdoba, custodiado por guardias a los que él, Muhammad, sobornaba para que no cumplieran más órdenes que las suyas y para que vigilaran de día y de noche a Hisham y le contaran con exactitud cada palabra o gesto suyo. «Cercó de un muro el alcázar del califa -escribe al-Maqqari- e hizo abrir en todo su circuito un ancho foso, poniendo además guardias y velas que custodiasen las puertas. Apartó al califa de la vista de todos, mandó a los porteros que no permitiesen entrar persona alguna en su presencia ni que recibiese la menor noticia de los negocios públicos. Así tenía a su señor como preso en sus manos e ignorante de cuanto sucedía…». La seguridad de Hisham era demasiado valiosa como para exponerlo a algún peligro. Muhammad dispuso que sólo acudiera a la mezquita en las dos fiestas mayores del año, y aun entonces no salía a la calle, sino que cruzaba por un pasadizo que terminaba en la maqsura, de modo que los fieles difícilmente podían vislumbrar su silueta lejana y desconocida. En último extremo, cuando era del todo imprescindible que el califa saliera -para visitar, por ejemplo, el palacio de su primer ministro-, un pregonero seguido de gente armada lo precedía, ordenando a los cordobeses que abandonaran las calles y cerraran las puertas. Hisham II, oscilando torpemente sobre su caballo y aturdido por la pereza y el alcohol, miraba como en sueños una ciudad fantasma, súbitamente silenciosa y vacía.
Para que su usurpación fuera tolerada, para mantenerse como dueño absoluto de al-Andalus, Muhammad tenía que convertirse también en el señor de la guerra. Uno de los mandamientos del Islam era el de combatir a los infieles: la guerra santa o yihad constituía una tarea tan grata a Dios como la peregrinación a La Meca o el hábito de la oración y la limosna. Al-Hakam II había preferido firmar tratados de paz con los reinos cristianos, pero a Muhammad ibn Abi Amir su infatigable instinto de dominación lo empujaba a la costumbre de la guerra, a los desfiles militares en las afueras de Córdoba, al fiero espectáculo de los ejércitos que volvían del norte trayendo largas hileras de esclavos cristianos y acémilas con los serones rebosantes de cabezas cortadas. Los andalusíes tenían fama de jinetes mediocres y poco dados al heroísmo. El ejército seguía organizándose según las antiguas filiaciones tribales, los yunds árabes y sirios de la época de la conquista, pero poco a poco sus contingentes más numerosos no fueron los de soldados andaluces, sino los de mercenarios bereberes y eslavos, incluso cristianos de los reinos del norte atraídos por la excelente paga y el trato que recibían. Para acabar con la influencia de la antigua aristocracia árabe y romper del todo la peligrosa solidaridad tribal, que podría volverse contra él, Muhammad ibn Abi Amir impuso una nueva organización militar según la cual árabes, bereberes, esclavos negros y cristianos se mezclaban por igual en los regimientos. Que en las tropas del califato sirvieran castellanos, navarros y leoneses es una circunstancia que irrita profundamente a los historiadores católicos, en especial a don Francisco Javier Simonet, que llama a esos soldados apóstatas y traidores a su patria. Lo cierto es que también, según los azares de la guerra, hubo mercenarios musulmanes en los ejércitos cristianos, y que el mismo Cid Campeador no tuvo ningún escrúpulo en luchar de vez en cuando al servicio de algún rey musulmán. Las relaciones entre ambos mundos eran mucho más fluidas de lo que la historia posterior ha querido enseñarnos: un hijo de Muhammad, Abd Allah, se sublevó contra él y fue acogido en la corte de Garci Fernández, conde de Castilla, obteniendo un puesto de mando en su ejército, si bien no la inmunidad frente a la ira de su padre, que cruzó la frontera para capturarlo, asoló varias ciudades mientras iba en su busca y al final, cuando lo hizo prisionero, le cortó la cabeza y la hizo enviar a Córdoba, conservada en salmuera, como ejemplo de inflexibilidad y aviso para rebeldes futuros.
Cuando empezó a trepar en el poder, Muhammad ibn Abi Amir era un letrado que no había tenido nada que ver con la guerra ni con la administración militar. En pocos años se convirtió en el general más temible, en un héroe que cabalgaba siempre en la vanguardia y parecía invulnerable a las lanzas y a las espadas del enemigo, en un estratega sin descanso que emprendió cincuenta y dos campañas contra los reinos cristianos y volvió victorioso de todas. La Crónica General de Alfonso el Sabio lo llama saña de Dios: igual que en los tiempos de Tariq y de Musa ibn Nusayr, cuando el reino de los visigodos se desplomó en pocos meses como asolado por un cataclismo, los cristianos sentían que Muhammad ibn Abi Amir era el instrumento de un castigo divino que se cebaba en ellos. «Con tales designios -escribe el siempre apocalíptico Simonet-, y para azote de una grey y pueblo degenerado, puso Dios en manos de este hombre las armas del poder y la fortuna, y el nuevo Atila, conociendo la misión a que era llamado, se propuso cumplirla con su natural saña para gloria de su soberbia y de la fanática creencia que profesaba…». Llevaba siempre consigo al campo de batalla un Corán que había copiado él mismo y una pequeña arqueta en la que sus criados, cuando se desnudaba por la noche, guardaban el polvo cuidadosamente sacudido de sus vestiduras de guerra: quería que cuando muriera lo esparcieran sobre su cadáver y que lo enterraran cubierto por él.
Continuamente llegaban a Córdoba desde el norte de África tribus enteras de bereberes para enrolarse en sus ejércitos. Eran jinetes más belicosos que los andaluces, debilitados, dice Ibn Jaldún, por los largos años de abundancia y de paz, inútiles ya para la guerra. Combatían con la misma furia de los nómadas de los desiertos de Arabia y eran fanáticamente leales no al califa ni al Estado, sino a Muhammad ibn Abi Amir, a quien debían su salario y el cuantioso botín que les era repartido después de cada victoria. Los cordobeses los despreciaban como a bárbaros y les tenían miedo, porque eran cada vez más numerosos en las calles de la ciudad y casi nunca se castigaban sus abusos: vinieron tantos, con su piel oscura, con sus turbantes negros, sus modales salvajes y su idioma extranjero, que hubo que ampliar otra vez la mezquita mayor para que cupieran en ella durante la oración de los viernes. Pero, gracias a ellos, al-Andalus estaba conociendo una superioridad militar que no había sido tan absoluta ni en los tiempos de Abd al-Rahman III, y los esclavos de guerra afluían, a precios irrisorios, a los mercados de Córdoba, y el país conocía una prosperidad que muy pronto sería recordada con más nostalgia que la Edad de Oro: la vida en Córdoba, bajo la dictadura de Ibn Abi Amir, fue más apacible y regalada que nunca, la comida era barata y abundante, la ley inflexible, pero también imparcial, las calles nocturnas tan seguras como los caminos más desolados.
En los arrabales de la ciudad cundía el hervidero incesante de los tallares de guerra: en ellos se fabricaban anualmente trece mil escudos, doce mil arcos, doscientas cuarenta mil flechas, tres mil tiendas de campaña. Al final de cada primavera, los ejércitos desfilaban en las explanadas abiertas junto al Guadalquivir y en la mezquita se bendecían los estandartes de guerra, que los generales ataban a sus lanzas. Cuarenta y seis mil jinetes dice Ibn Hayyan que formaban parte de una de las últimas expediciones de Muhammad ibn Abi Amir, y también veintiséis mil infantes, ciento treinta atabaleros que aterrorizarían a los enemigos con sus golpes de tambor, tres mil camellos que transportaban el material pesado y cien mulos cargados con los molinos destinados a moler el trigo para los soldados. El equipaje de Muhammad ibn Abi Amir y el de sus oficiales y esclavos viajaba sobre dos mil acémilas: llevaba en él los grandes arcones con el tesoro de guerra, las cien tiendas de su séquito, los treinta pabellones de lujo en el que descansaban sus invitados y los embajadores, los palanquines para las mujeres que acompañaban a la expedición, las cargas de flechas y de cotas de malla, de aceite, de petróleo para encender el fuego griego, de estopa y de pez. Entre la formidable muchedumbre que viajaba hacia el norte por las calzadas romanas había no sólo soldados y mujeres, sino también poetas que recitaban versos épicos para alentar las cargas de caballería y mercaderes judíos y cristianos que compraban a los soldados después de cada batalla la parte del botín que les había correspondido. El ejército se aprovisionaba sobre el terreno: por eso las expediciones solían organizarse en la época de la cosecha de cereales, y eran suspendidas en los años de sequía. Cada jinete, armado con una lanza, una espada y un hacha de doble filo, llevaba consigo a un escudero con una acémila en la que se cargaban la tienda de campaña, las armas defensivas y las reservas de proyectiles. Los soldados se infantería iban armados con una pica y una maza, y algunas veces con jabalinas y hondas, y usaban un escudo de madera. El de los jinetes, la adarga, era un disco de cuero tensado sobre armazón de madera. Los mejores escudos eran los fabricados con piel de antílope del Sahara, que tenía fama, una vez curtida, de ser impenetrable a las lanzas.
Al entrar en territorio cristiano, al otro lado de la tierra de nadie, la caballería se entregaba metódicamente al pillaje: se asaltaban los almacenes de grano, se incendiaban las cosechas y los monasterios y caseríos aislados, se talaban los árboles. Más que una duradera expansión territorial, se buscaba un rico botín y la humillación militar del enemigo. Los combates a campo abierto entre grandes ejércitos eran menos frecuentes que las rápidas incursiones de la caballería ligera, que se retiraba a sus posiciones después de quemar una aldea y pasar a cuchillo sus defensores. Si las tropas cristianas y andalusíes se encontraban frente a frente en una llanura, a veces se sucedían peleas singulares entre paladines de los dos ejércitos, jinetes solitarios que cabalgaban el uno hacia el otro cubiertos con sus cotas de malla y se mataban entre sí mientras las dos multitudes adversas los contemplaban en silencio. Tras los desafíos de los paladines se desborda la batalla campal: «Los infantes, con sus escudos y sus lanzas, se colocan en varias filas -escribe Abu Bakr al-Turtusí a finales del siglo XI-: apoyan sus lanzas oblicuamente sobre sus hombros, hincadas en el suelo y con la punta dirigiéndose hacia el enemigo; tienen la rodilla en el suelo y el escudo en el aire. Detrás se sitúan los arqueros, y a sus espaldas la caballería. Cuando los cristianos cargan contra los musulmanes los infantes no se mueven, permanecen rodilla en tierra, y al llegar cerca el enemigo, los arqueros le asestan una ráfaga de flechas, mientras los infantes lanzan sus venablos y les oponen las puntas de sus lanzas. Sólo después infantes y arqueros abren sus filas, apartándose a derecha y a izquierda, y a través de ese espacio libre la caballería se lanza contra los enemigos y los pone en fuga, si es que Dios así lo ha decidido…».
Al final del verano, antes de que empezaran las lluvias, las multitudes de Córdoba presenciaban el regreso de los soldados victoriosos: ante ellos cabalgaba siempre Muhammad ibn Abi Amir: únicamente a él se le debía tanta gloria, tal abundancia de cautivos y de cabezas cortadas que se colgarían luego en hileras alrededor de las murallas, tantas campanas de iglesias que se usarían como lámparas en las mezquitas y banderas ensangrentadas de los enemigos vencidos. El año 981, al volver de una campaña contra el reino de León, Muhammad ibn Abi Amir se permitió el atrevimiento que culminaba definitivamente su impostura. Usando para sí mismo un privilegio que sólo pertenecía a los califas, se impuso el sobrenombre de al-Mansur billah: «el que vence por Dios». Quienes se acercaran a él debían arrodillarse y besarle la mano y llamarle «señor». El califa no era nadie, una sombra cada vez más perdida tras los muros del alcázar y los esplendores narcóticos de Madinat al-Zahra. Él sólo, al-Mansur o Almanzor, como lo llamaron los cristianos, regía Córdoba y aplastaba y perseguía a sus enemigos y agrandaba la mezquita y quemaba los libros de al-Hakam II y emprendía guerras sin descanso contra los reinos cristianos, llevando el terror y la destrucción mucho más al norte de lo que había llegado nunca un ejército musulmán, atravesando Galicia para arrasar Santiago de Compostela y la basílica del Apóstol, quemando Barcelona y pasando a cuchillo a todos sus habitantes, inmune siempre al desaliento, a la fatiga, a la compasión, la vejez, poseído por una insaciable voluntad de acción, vengándose de cada uno de sus enemigos y asesinando por precaución a sus más leales cómplices, imaginando que no era sólo un primer ministro ni un general nunca derrotado, sino un rey, y que a pesar de la existencia de aquel vano califa de Córdoba sería él, al-Mansur, quien fundaría un nuevo linaje, para que su dominio sobre al-Andalus no terminara con su muerte.
Siguió guerreando sin tregua hasta el final de sus días, y cuando ya no pudo cabalgar, deshecho por la vejez y maniatado al dolor, fue hacia la batalla tendido en un palanquín y tiritando de fiebre, y la muerte lo encontró en el castillo de Medinaceli, al regreso de una campaña victoriosa, cuando tenía sesenta y dos años. Había dispuesto que su mortaja se comprara con dinero de las rentas de su casa solar de Algeciras, para que no estuviera manchado por la vileza con la que obtuvo su fortuna. Esparcieron sobre su cadáver el polvo adherido a su ropa durante treinta años de batallas, y cuando se supo en Córdoba que había muerto, las mujeres se desgarraron los vestidos y se ensuciaron el pelo con ceniza y alguien gritó: «¡Ay de nosotros! ¡Murió el que nos proveía de esclavos!». Los cristianos, que nunca pudieron vencerlo mientras vivía, inventaron para él una derrota póstuma, la nunca sucedida batalla de Calatañazor, nombre que aún perduraba, novecientos cincuenta años después de su muerte, en nuestras enciclopedias infantiles. Pero Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur billah murió sin conocer la medida abismal de su propio fracaso. Sabemos sin embargo que lo presintió. Un día, cuenta al-Maqqari, cuando paseaba con un amigo por sus jardines de al-Zahira, Muhammad ibn Abi Amir se echó a llorar y dijo: «Desdichada Zahira, quisiera conocer al que dentro de poco te ha de destruir. Ya veo saqueado y arruinado este hermoso palacio, ya veo a mi patria devorada por el fuego de la guerra civil».