Las mil y una noches
I. INTRODUCCIÓN A CÓRDOBA

La escritura de un libro siempre es el fruto y el testimonio de una posesión. Se escribe, cuando se escribe de verdad, para librarse de una materia al mismo tiempo explícita y oscura que empezó a poseernos mucho antes de que reparásemos en ella, pero el mismo acto de escribir del que esperamos, si no la libertad, sí al menos el alivio del punto final agrava intensamente la posesión al ahondar en sus motivos y nos sumerge en un estado tóxico, de hipnosis y vigilia perpetua, de un gozo gradualmente ensimismado cuyos límites se aproximan a un sentimiento de dolor. Se empieza a escribir un libro como se emprende irreflexivamente un viaje o como se viven las primeras horas de un amor. No sabemos lo que ocurrirá en la página siguiente, ni cómo serán las ciudades que visitaremos, ni a dónde nos llevará este preludio tibio de ternura en el que nos aventuramos igual que en los recodos desconocidos de una calle nocturna. Lo único que sabe o sospecha el escritor, el viajero, el amante, es que está siendo impulsado hacia un territorio donde no van a servirle sus normas usuales, y que valdrá la pena su temeridad en la medida que descubra cosas que no pudo imaginar, no sólo paisajes o ciudades exteriores, sino galerías íntimas de su propia conciencia, islas vírgenes de su imaginación y de su mirada, incluso de su piel.


Ya sé que hay viajeros que antes de partir se fortifican contra la sorpresa y contra lo imprevisto, es decir, contra lo nunca visto. También hay escritores que calculan sus libros tan meticulosamente como un turista sus itinerarios, y amantes que sólo apetecen la rutina y habitan confortablemente el tedio. Pero uno, que ha perdido tantas certezas en los últimos años, ya casi sólo una de ellas conserva, la de que no vale la pena vivir sino lo que no se ha vivido nunca ni decir nada más que lo que nunca ha sido dicho. Paradójicamente, esa singularidad de la experiencia acaba volviéndose el vínculo más poderoso y común con nuestros semejantes, con quienes se parecen tanto a nosotros que son nuestros cómplices sin que lo sepamos, mujeres y hombres a los que nunca veremos porque vivieron antes que nosotros o porque no han nacido. Algunos de ellos viven en nuestro mismo tiempo y acaso respiran el aire de la misma ciudad, y sin embargo nos son tan lejanos como los muertos y los no nacidos, porque no los llegaremos a encontrar. Esa conspiración secreta justifica los libros, los que escribimos y los que leemos. Quien lee es tan poseído como quien escribe, y también, al leer, nada nos maravilla tanto como el descubrimiento de lo que ya sabíamos. Cada día nos roza la convicción platónica de que aprender es recordar, y de que todo amor y toda amistad encubren un reconocimiento, el de las dos mitades escindidas que se encuentran después de un largo destierro en el acto mutuo de la posesión.


También para escribir sobre una ciudad hace falta haber sido previamente poseído por ella. Del encuentro apasionado entre una ciudad y una mirada convertida luego en memoria y palabras han nacido algunos de los más altos episodios de la literatura: palabras, casi siempre, de invocación y de elegía, que quieren simultáneamente apresar a las ciudades en la fuga del tiempo y volverlas imaginarias, salvarlas y mentirlas, hacerlas inmortales y dar noticia dolorosa de su extinción. Se podría establecer un catálogo de escritores y ciudades tan numeroso como el de las parejas de amantes que han merecido el recuerdo del mundo. Baudelaire y París, Dickens -o De Quincey, o Conan Doyle, o Baroja…- y Londres, Bassani y Ferrara, Durrell y Alejandría, Galdós y Madrid, Juan Marsé y Barcelona, Onetti y Santa María (aunque Santa María no exista), Walter Benjamin y todas las ciudades que visitó en su vida y la ciudad abstracta que las resume en una sola, infinita como Bagdad o Berlín, material y también ilusoria, como aquella mujer a la que tanto quiso, Asja Lacis, como las ciudades que visitamos sabiendo que su nombre es casi lo único que permanece en ellas indemne: Granada, Córdoba. La peregrinación de Walter Benjamin por las ciudades se parece a la de aquel personaje de Faulkner, Joe Christmas, para quien todas las calles por las que había deambulado en su vida se prolongaban confundiéndose en una sola calle sin fin, la calle de dirección única que Asja Lacis abrió en la existencia de Benjamin.

La mirada de este hombre que tanto amó las ciudades y fue a morir en la tierra de nadie de un puesto fronterizo es tan de estos tiempos que nosotros miramos como él aunque no hayamos leído sus libros. Pero no es una mirada de plana observación, sino de vaticinio. Él mismo escribió que el París de Baudelaire sólo existió en la realidad muchos años después de que Baudelaire hubiera muerto. Es posible que las ciudades de Benjamin sólo existan con plenitud ahora, y que nuestra mirada sea la heredera de la suya, y que esa sombra que nuestro cuerpo proyecta mientras caminamos sea en parte la sombra de Walter Benjamin. Alguna vez tuve esa sensación mientras estaba en Córdoba. Apenas conocía la ciudad, y no tenía ningún vínculo previo con ella. Recordaba con vaguedad un par de viajes lejanos, la penumbra de la mezquita, el resplandor de oro de los mosaicos, el recorrido apresurado y canónico por la Judería, haciendo hora para volver al autocar. La lógica extravagante del turismo ha convertido a Córdoba en un lugar de paso. Los guías apacientan a la multitud en el patio de la mezquita, la ordenan en fila india, la empujan al interior de las naves con una severidad nunca exenta de premura, la hacen salir media hora después, también en fila india, y sólo le permiten que se disperse en las tiendas de abalorios y de postales y en los premeditados callejones con macetas y fachadas blancas. Así la ciudad permanece en su mayor parte invisible para el forastero, que ni siquiera tendrá la tentación de recordarla después y que tal vez ha sido absuelto de la disciplina de mirar, sustituida por el gesto reflejo de un dedo índice que dispara una cámara fotográfica.

Con frecuencia, al caminar por las ciudades, he observado que el turista se parece a un adicto a la caza menor. Avanza entre los prodigios como un merodeador fatigado, vigilando algo, alza la cámara como si apuntara un fusil y tras el disparo vuelve a colgársela del hombro con el desinterés y el alivio de quien ha cobrado una pieza no demasiado relevante. Uno prefiere ir por ahí desarmado de cámaras y de guías, dejando al azar y al instinto el sentido de sus itinerarios y confiando a la memoria la perduración de las cosas que ve. A uno lo que le gusta, cuando ha llegado a una ciudad y se ha inscrito en el hotel, es salir a la calle para mirarlo todo con codicia indolente, rondar los lugares que ya sabe que lo esperan, perderse a la zaga de la más leve incitación, de una torre o de una palmera vislumbrada a lo lejos o de un olor a jazmines tan poderoso como la cercanía de una mujer deseada. Uno va a las ciudades con el equipaje más liviano posible, y gusta en ellas de la compañía de unos pocos libros y de unas cintas de música, escrupulosamente elegidas, eso sí, que encubran el peligroso silencio de la habitación.

Yo había ido a Córdoba porque tenía que escribir un libro sobre ella. Temprano, hacia las ocho, me despertaba el escándalo de las campanas que llamaban a los primeros oficios en la catedral. Por la ventana veía el campanario que alguna vez fue un alminar, las crestas color ladrillo del muro de la mezquita y las copas de las palmeras del patio, muy altas contra el azul pálido del cielo, que luego, cuando avanzaba la mañana y crecía el calor, se iba volviendo incoloro, casi blanco, un cielo de mediodía candente en el que reverberaba la luz como la cal de una pared. Mirando los colores de Córdoba, tan puros en la primera luz de la mañana, me acordaba de la claridad de los paisajes marroquíes, verde de oasis y rojo de greda, y de la sensación de oír, en medio de un silencio poblado de pasos, en la medina de Xauen, la salmodia de un muecín, amplificada por un precario alta voz sujeto a la ventana del alminar con un cable de plástico. En Xauen había notado que el tiempo que yo llevaba conmigo -llevamos con nosotros nuestro tiempo, como nuestra documentación y nuestra cara- se me volvía inútil, igual que un reloj que se para de pronto. Pero no sentía el anacronismo de un lugar exótico, porque aquel tiempo en el que había ingresado al deambular por la medina no me resultaba desconocido, ni tampoco el rumor de las voces, aunque hablaban en árabe, ni el olor a humo de leña y a tierra apisonada y húmeda en el atardecer. Aquel tiempo arcaico y aquellos sonidos no vulnerados por motores de automóviles los había vivido y degustado yo en las tardes de la infancia, y al oír al muecín me acordé de que a la hora del crepúsculo la llamaban entonces la oración. En el interior de las casas se establecía una opaca penumbra, como en los patios de Xauen y Córdoba, y las mujeres, sentadas junto a las ventanas con la costura en el regazo -tenían una manera cautelosa de mirar a la calle, como si las ocultasen celosías y no visillos echados-, no encendían la luz eléctrica y se quedaban algunos minutos en silencio, o conversando en voz baja. Había que esperar atentamente a la llegada de la noche, había casi que presenciarla en la plenitud de su advenimiento.

El metal de las campanas es más enfático que la llamada del muecín. Cada mañana, en Córdoba, cuando me despertaban, yo emprendía la extraña tarea de imaginar una ciudad inexistente caminando sin prisa por la ciudad real. Tenía que buscar a Córdoba en Córdoba, como busca a Roma en Roma el peregrino de Quevedo. Visitaba ruinas e indagaba en ellas y en las páginas de los libros la presencia y la vida diaria de hombres que vivieron hace mil años: hombres que miraron esa misma luz que yo veía y cuyas manos y pisadas gastaron las columnas de mármol y el pavimento de la mezquita. Al cabo de mil años casi nada quedaba de la ciudad que ellos habitaron, pero las columnas aún estaban en pie y el Guadalquivir seguía fluyendo entre las islas de arena y las espesuras de adelfas y cañaverales con la misma lentitud mitológica de los ríos sagrados. Tenía que escribir un libro sobre la Córdoba de los omeyas, sobre ese inconcebible lugar que había sido la capital de Occidente, pero me daba cuenta de que no era hora todavía de encerrarse en una habitación rodeado de volúmenes de Historia. Hacía falta primero olvidarse de todo propósito y salir a la ciudad en cuanto las campanas próximas anunciaran la llegada del día, perderse en ella y ser poseído por ella para encontrar, si era posible, no los despojos de la arqueología, sino las señales intangibles del tiempo, esos caminos ocultos entre el presente y las latitudes más hondas de la memoria que yo había adivinado en Xauen.

Empezamos a conocer una ciudad cuando la vivimos como un hábito, no del tedio, sino de la pasión. Cada mañana, cada uno de los días de mi breve viaje, yo buscaba a Córdoba en Córdoba y me habituaba al deslumbramiento y a la quieta aventura de encontrar lo inesperado y lo desconocido al mismo tiempo que lo presentía. Era como si la ciudad fuese creciendo ante mí y se multiplicara ante mis pasos. Córdoba, ciudad de tránsito para el nomadismo de autocar, sólo entreabre parcialmente su absoluta belleza a quien la recorre sin apuro, a quien descubre en cada calle la tapia hermética de un convento o las columnas de la fachada de un gran palacio abandonado, o un patio que exhala una frescura de pozo bajo el agobio del calor, o una plaza sin nadie donde hay estatuas romanas sin cabeza y columnas taladas como anchos troncos de árboles. Córdoba es el descubrimiento de perspectivas de arcos que llevan los unos hacia los otros como el azar de los dados en el juego de la oca, la fogarada inmóvil de una luz de desierto y la sabiduría de una penumbra calculada y modelada hasta el límite. Tabernas umbrías, con aliento a sótano y a madera empapada de vino, jardines donde se escucha un caudal de agua invisible. En cierto modo, ésa es la dualidad de la mezquita: la sombra de las naves y la claridad del patio, la selva aritmética de las columnas y la arquitectura vegetal de los naranjos y las palmeras.

A las diez de la mañana se abrían al turismo las grandes puertas herradas de la mezquita. Pero dos horas antes, a las ocho y media, comenzaban las piadosas tareas de los canónigos en el recinto de la catedral, y entonces uno, polizón solitario, disponía de todo el espacio no pisado por nadie en el que resonaban las notas del órgano y las salmodias litúrgicas. Todo quedaba muy lejos, y el tiempo presente se confundía poco a poco con la pausada duración mineral de aquel otro tiempo que yo había ido a buscar a Córdoba. Friedrich von Schack, que anduvo por estas mismas naves hace más de un siglo, escribió que quien penetra en ellas tiene la sensación de internarse en la oscuridad de una selva sagrada. Yo caminaba sin descanso viendo desplegarse ante mí las perspectivas móviles de las columnas y las floraciones blancas y rojas de los arcos y me parecía que Baudelaire estaba aludiendo a la mezquita cuando escribía que la naturaleza es un templo de vivientes pilares. Caminaba a través del bosque de los símbolos y oía el murmullo de mis pasos como una voz familiar. Y la mezquita, como una selva sagrada, tampoco tenía senderos precisos ni dirección obligatoria. Cualquier lugar era su centro, desde cualquier columna junto a la que me detuviera se multiplicaban las otras en una sucesión infinita. Y la luz, al afianzarse el día, modificaba tenuemente el espacio, lo ensombrecía y lo agrandaba a un ritmo a la vez imperceptible e incesante, como el que rige el crecimiento de las hojas de un árbol.

Pensaba en las alineadas multitudes que humillarían las cabezas contra el suelo y las levantarían luego en un solo gesto unánime cuando este lugar era un santuario islámico. Al fondo, junto a los arcos de oro del mirhab, se alzaría el gran estrado de madera tallada desde donde el emir de los creyentes asistía a la oración. Y me acordaba de pronto, como si me despertara, del propósito que me condujo allí, el de escribir un libro sobre aquellos hombres que habían muerto tantos siglos atrás y que ya eran tan imaginarios como los que pueblan las novelas. Inventar un personaje, dotarlo de nombre y de rostro, rodearlo de una casa y de una ciudad para que se mueva por ellas como el Golem que modeló en arcilla el rabino de Praga -con la modesta finalidad de tener una ayuda en las tareas domésticas- no difiere gran cosa de contar la vida de alguien que dejó de existir hace mil años. La teología, dice Borges, es una rama de la literatura fantástica. ¿No es la Historia una rama de la novela, una ficción de sombras nacida de las ruinas y los libros, un rumor de escrituras y de voces del pasado, de indicios dudosos, de mentiras que los siglos han vuelto verdad y de verdades tan inaccesibles como las estatuas ocultas a muchos metros bajo tierra? Apenas sabemos nada sobre las personas que tratan diariamente con nosotros. Espiamos señales y gestos, queremos dilucidar el pensamiento tras las palabras, pero la verdadera identidad de quienes más nos importan permanece siempre escondida. Inventamos creyendo averiguar. Sin darse cuenta, el historiador también construye una invención, usando, como el novelista, materiales y fragmentos dispersos de la realidad, edificando con ellos un libro igual que los arquitectos musulmanes edificaron la mezquita aprovechando sin el menor apuro columnas de palacios y de templos romanos, igual que un poco tiempo después los saqueadores de Madinat al-Zahra se llevaron sus columnas para sostener con ellas otros arcos en los patios de la ciudad.

En un relato perfecto, aunque no muy celebrado, La busca de Averroes, Borges da noticia de un estupor semejante: escribe sobre un hombre que existió, que vivió en Córdoba y escribió libros de sabiduría perdurable, pero comprende que su tarea es imposible, porque ese hombre, Averroes, le será siempre extraño y remoto, un fantasma sin más sustancia que su nombre y las pocas fechas y datos de su biografía que han llegado a nosotros. En el manuscrito de la Poética de Aristóteles, nos dice Renan, Averroes encontró dos palabras que no supo traducir: tragedia y comedia. Lo más evidente es también muchas veces lo más indescifrable, y los mayores misterios no nos aguardan en la oscuridad, sino en la plenitud de lo visible, en el espacio vacío de la mezquita de Córdoba, en los pormenores que yo iba descubriendo conforme la mirada se habituaba a la penumbra, cuando advertía que ninguna columna es exactamente igual a otra, cuando rozaba con los dedos las incisiones en el mármol y veía que sus tonalidades cambiaban del gris al violeta, al azul oscuro, a un granate apagado. Según Borges -su presencia, mientras estuve en Córdoba, era tan asidua como la de Walter Benjamin-, una veta de una columna de la mezquita es un zahir, uno de esos objetos o matices de la realidad que tienen la virtud maléfica de no ser olvidados y de apoderarse poco a poco y sin remedio de la memoria entera de quien los ha mirado una sola vez. Días más tarde, cuando me fui de la ciudad y empecé a buscar su historia en los libros, pensé que tal vez Córdoba es en sí misma un zahir, y también un aleph, porque hay lugares en ella que parecen contener, escondida e intacta, la integridad del Universo. El califa al-Mamun, cuando fundó Bagdad, quiso que su mismo trazado fuera una alegoría y un resumen del mundo. Por eso sus arquitectos la hicieron de forma circular y abrieron cuatro puertas en sus muros, señalando cada uno de los puntos cardinales, y situaron en el centro el palacio del califa. También Córdoba se nos aparece como una alegoría, si bien nos damos cuenta de que no sabremos nunca desvelar el significado oculto de su belleza ni ahondar en el limo de devastaciones sucesivas y prodigios levantados sobre escombros del que se ha nutrido hasta hoy su perduración. Córdoba es un pergamino rasgado y pulido muchas veces que revela al calor del fuego una escritura invisible, pero las palabras que descubrimos en él pertenecen a un idioma desconocido. En Córdoba nos sobrecogen con igual intensidad el esplendor y la destrucción, y un patio abandonado no es menos noble que esa especie de obelisco barroco sobre el que se yergue, frente al río, la estatua del arcángel San Rafael.

Las únicas ruinas tristes de Córdoba son las actuales: esos ingentes caserones de los que sólo las fachadas quedan en pie, con las ventanas tapadas con ladrillos o con tablones mal clavados a los alféizares, con decrépitos andamios que no parecen haber sido instalados para la reconstrucción, sino para acelerar la caída. Pero las ruinas arcaicas, las de los tiempos de Roma o del califato, poseen una vida y una presencia imperiosas, como si continuaran afirmando, a pesar del desastre, el orgullo de los hombres que edificaron una ciudad tan inmutable y versátil como la corriente del río junto al que nació. Córdoba sobrevive a sus devastadores convirtiendo a las ruinas en símbolos de dolor y ofrece la gloria más alta a los vencidos: cayeron los palacios y los alminares, pero el aire de la noche sigue oliendo al azahar de los naranjos que trajeron los árabes, y sobre los tejados se levantan todavía las copas de las palmeras, descendientes de aquellas que hizo crecer Abd al-Rahman I en los jardines de su destierro. La catedral, esa torpe maquinaria insolente de la que dice Titus Burkhardt que es como una gran araña agazapada sobre las columnas de la mezquita, fue construida sobre ella para declarar la victoria de la Iglesia católica sobre el Islam, pero esa intrusa cercanía manifiesta, por comparación, la infinita superioridad del edificio vulnerado, la transparencia misteriosa de su geometría. La catedral es un prolijo establecimiento religioso: la mezquita es un espacio sagrado.

Dicen que sus primeros arquitectos, al trazar los arcos que se abren hacia el techo, quisieron sugerir una forma como de bosque de palmeras, y que el patio, aislado de la ciudad tras los muros, con sus fuentes de agua limpia para las abluciones y sus rumorosos árboles, es una metáfora del Paraíso: «Quienes sean piadosos tendrán junto a su Señor jardines en que corren los ríos», promete el Corán. Y aunque no haya leído estas cosas en los libros, uno siente, al llegar al patio de la mezquita, que ha alcanzado un modesto edén, y no precisa una lección de teología para agradecer el agua que le limpia la cara y las manos y le sacia la sed y las sombras de los naranjos. Uno anda por allí, aturdido al principio a causa de la luz, como si todavía caminara por el interior de las naves, porque es cierto que su multiplicación se parece a la de los árboles, se acerca al estanque para beber un poco de agua, se sienta luego bajo las arcadas para fumar un cigarrillo o leer el periódico, apoyando la nuca y la espalda en la pared, cansado, feliz, deleitándose en la pereza. Al otro lado de los muros se oía la ciudad, pero todavía no era tiempo de volver a ella, aunque el patio ya hubiera sido tomado por escuadrones de japoneses y de alumnas de colegios de monjas, hirsutas damas de falda gris y calzado ortopédico que algunas veces usaban terminantes silbatos para disciplinar a sus pupilas. En el patio de la mezquita, donde leía todas las mañanas un libro de Walter Benjamin -Calle de dirección única-, me gustaba percibir como una costumbre íntima el tiempo y los sonidos de Córdoba para nutrirme de ellos en ese viaje al pasado que aún no había emprendido. Para mirar el paisaje de la ciudad e imaginarme cómo era hace mil años subía al campanario. En las paredes pueden verse incrustados algunos arcos del antiguo alminar. La primera vez me detuvo en mi ascenso una puerta cerrada sobre la que había un pequeño cartel escrito muy torpemente con bolígrafo: «Para subir llamar a la puerta. Entrada 10 ptas». Todo tenía tal aire de abandono el papel, una hoja cuadriculada de bloc, estaba amarillento que supuse que esa puerta llevaba años cerrada. Pero cuando llamé, previendo que nadie me respondería, una mujer abrió. Tenía el pelo blanco y vestía una bata de casa más bien desaliñada. En su presencia, en los muebles del pequeño cuarto de estar al que daba directamente la escalera, había algo de anacrónico, como si esa mujer habitara allí desde hacía tanto tiempo que ya nadie se acordara de ella ni del motivo inexplicable por el que se le concedió ese lugar para vivir. Cruzar su menesteroso comedor para seguir subiendo hacia el campanario costaba, efectivamente, diez pesetas, y cuando uno le pagaba -venciendo la incómoda sensación de estafar a una anciana- ella guardaba las monedas en un bolsillo de la bata y cerraba otra vez la puerta. (Más tarde, cuando bajé, vi aquel comedor con muebles tapizados de skay y estampas en las paredes invadido por una populosa expedición de orientales con pantalón corto y cámaras fotográficas. Braceando entre ellos para encontrar la salida, me acordé de esa película de Buñuel en la que lentos carros de bueyes transitan por un salón aristocrático y una vaca rumia tendida bajo el dosel de una cama Luis XV).

Córdoba es una ciudad tan llana que sólo se la puede dominar entera desde la altura de sus torres, desde la cima barroca del campanario de la catedral. Sólo desde allí se descubren sus jardines escondidos, la monotonía ocre de los tejados entre los que se abre el rectángulo de un patio, la extensión blanca del caserío que se prolonga hasta la orilla del Guadalquivir y hacia las primeras estribaciones de la sierra, donde también ahora, como en el tiempo de los omeyas, se multiplican las quintas de los poderosos, breves oasis de delicia para defenderse del calor y del estrépito de la ciudad. Allí estuvo el primer palacio de Abd al-Rahman I, que se llamó al-Rusafa para repetir el nombre de otro palacio de Siria, desde esta misma torre tal vez podía distinguirse a lo lejos la ciudad áulica de Madinat al-Zahra, de murallas tan blancas que un poeta musulmán la compara a una muchacha desnuda entre los brazos de un etíope. A un lado el río con sus molinos abandonados, el puente que llevaba al arrabal que fue destruido para siempre durante el reinado del temible al-Hakam I; al otro, los tejados y las torres de la ciudad perdiéndose hacia el doble azul de la serranía y del cielo, un azul casi blanco en el límite del horizonte. El horror y la gloria, el hormigueo de las generaciones, el fuego de los incendios, los gritos de los héroes, de los verdugos y las víctimas: todo eso había ocurrido en la ciudad que yo tenía ante mis ojos, tan impasible en la distancia como una llanura desierta en la que muchos años atrás hubiera sucedido una batalla. Aquí estuvo la biblioteca de al-Hakam II, tan vasta como la de Alejandría; aquí vivieron Ibn Hazm y el infatigable al-Mansur, que levantó cincuenta expediciones victoriosas contra los reinos cristianos; a un precipicio de esta sierra se lanzó el extravagante inventor Abbas ibn Firnas, atado a una máquina de volar que tenía alas de seda; tal vez desde las torres de la iglesia que hubo en este mismo lugar antes de que se construyera la mezquita vio alguien llegar a los jinetes árabes y bereberes que conquistaron Córdoba para el Islam en el otoño del 711. La Historia es eso, una ficción nacida del gusto de saber lo que no puede recordarse, un gran teatro de sombras custodiadas en los libros o surgidas de las ruinas y del suelo estéril como nacían los hombres de las piedras sembradas por aquel Deucalión que en la mitología griega restaura el linaje humano tras el diluvio universal.

Hay libros que uno sueña despierto antes de empezar a escribirlos, libros que uno presiente, todavía velados en su imaginación, pero ya vivos e impacientes en ella, en el espectáculo de las ciudades y de las vidas. Sin que hubiera escrito ni calculado una sola palabra, yo veía mi libro en las calles de Córdoba, y por eso, algunas veces, las recorría como quien está leyendo y se muere de impaciencia por averiguar lo que ocurre en la próxima página. Me gustaba perderme en los callejones y entrar en todos los portales, en las honduras lóbregas de todas las iglesias vacías, y cuando estaban clausuradas las puertas miraba un patio prohibido a través de una cerradura o de una rendija entre dos tablas, y casi siempre veía lo mismo, lugares desertados donde crecían malezas entre los escombros. Dice el gran Ibn Jaldún que la extinción es el porvenir de todas las dinastías y de todas las ciudades. Para entender el dolor de Ibn Hazm por la decadencia de la Córdoba que había conocido en su primera juventud no hace falta visitar las excavaciones de Madinat al-Zahra ni leer las crónicas donde se cuentan los saqueos y asedios que padeció la ciudad durante las guerras civiles del siglo XI. La memoria y la evidencia continua de la destrucción forman parte de Córdoba tan indisolublemente como las hojas podridas y los árboles derribados que fecundan el subsuelo de un bosque. A cinco metros bajo el pavimento de las calles actuales dice Torres Balbás que yacen los restos de la Córdoba romana, piedras quemadas y cenizas, estatuas sin rostro y losas y columnas de patios que han seguido repitiéndose en la ciudad hasta ahora mismo como arquetipos platónicos.

Una mañana me llamó la atención la alta fachada de una casa que parecía sostenerse en pie gracias únicamente a las vigas que la apuntalaban. Unos maderos fuertemente clavados defendían la puerta, pero el candado estaba roto y conseguí entrar. En el vestíbulo, a la izquierda, había una pequeña ventana oval que me recordó a una taquilla, y en la pared colgaba el anuncio de una actuación musical. De la puerta que daba entrada a un gran salón con columnas de hierro y techo de cristal ya no quedaban más que los goznes. Vi una barra como las que tenían los ambigús en los cines antiguos: tras ella había un espejo roto y un anaquel de botellas cubierto de polvo, incluso un fregadero de cinc con cristales de vasos. Al caminar pisaba astillas de vidrio y restos de basura, botellas de licores que estuvieron de moda hace diez o quince años, envoltorios de plástico. Del techo de cristal sólo quedaba intacto el armazón metálico, y al fondo había un escenario tal vez destinado en otro tiempo a modestas atracciones musicales, a melancólicos concursos de poesía o de belleza local. Imaginé un baile violentamente interrumpido por alguna catástrofe, mujeres huyendo hacia las salidas de emergencia con tacones de aguja y ceñidas faldas de los años sesenta. Detrás del escenario había una pared de ladrillo medio derruida, y la luz indiferente del sol resaltaba un jardín con falsos arcos musulmanes. Aún no conocía estas palabras de Ibn Hazm: «Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido y no se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha mudado en estéril desierto; la sociedad, en soledad espantosa; la belleza, en dispersos escombros; la tranquilidad, en encrucijadas aterradoras». Él escribía sobre un barrio de Córdoba arrasado hace casi mil años, pero la sensación de soledad y despojo era la misma, y hasta el miedo: vi las cenizas de una hoguera reciente y una o dos agujas hipodérmicas, oí los pasos de alguien que se movía en una habitación cercana. Salí huyendo de aquel lugar con la sensación de haberme salvado de una trampa.

El nombre único de una ciudad, como el de una persona, es una simplificación. Yo conocí una Córdoba de serenidad y penumbra, de silenciosos jardines y caudales de agua (en uno de ellos, en un estanque del alcázar, una mujer se bañaba los pies blancos y ateridos, y el frío del agua le incitaba la risa), y también vi una ciudad de bloques de pisos y avenidas triviales, y una desolada Córdoba en la que se oscurecía prematuramente la tarde y olía a meadas de borrachos y a ladrillos podridos de humedad. La plaza de la Corredera, que anduve buscando en vano con el auxilio de un mapa y en la que me encontré de pronto cuando ya no la buscaba, tiene una sórdida perspectiva de soportales y zaguanes de casas de renta antigua en los que se abren temibles pensiones y tabernas para bebedores terminales, para borrachos mendigos que antes de beber dejan sobre el mostrador un puñado de monedas. La Corredera, como los patios abandonados, es un paréntesis en el espacio y también en el tiempo de Córdoba, una hermosa plaza inmediatamente desmentida por la suciedad y la pobreza, un sumidero cerrado sobre sí mismo en el interior de la ciudad. La habitan viejos que posiblemente morirán solos en sus cuartos de alquiler y alcohólicos que se peinan furiosamente hacia atrás el pelo sucio y aplastado. Basta salir de allí y alejarse un poco hacia otras calles para sentir que uno no ha estado en esa plaza, que no ha visto esas caras de muerto en las ventanas enrejadas, mirándolo como fantasmas o leprosos que se sorprenden de que un extraño se atreva a visitar su reino.

Pero Córdoba no es una ciudad decadente, una de esas altivas ciudades, enfermas de pasado, en las que se vuelve irrespirable la vida. Cuando Abd al-Rahman el Inmigrado la conquistó e hizo de ella la capital de su reino tal vez pensó que se parecía a Damasco, y que su llanura y su río eran el reflejo simétrico de aquella patria perdida a la que nunca podría volver. Al cabo de tantos siglos Córdoba mantiene la definitiva gallardía sin énfasis de una columna sola y vertical sobre la tierra estéril. El tiempo la gasta, pero no la derriba; ella misma está hecha de la sustancia del tiempo y de la materia de los sueños: alma del tiempo, espada del olvido, escribió don Luis de Góngora, que vino a morir a su ciudad y está enterrado en la mezquita. Córdoba es simultáneamente todas las ciudades que ha sido desde que la fundaron, pero la memoria de Roma y del califato y de los esplendores funerales de la Contrarreforma no convierte sus calles en las heladas escenografías de un museo. Del pasado queda en el presente un rescoldo de sabiduría y de lúcida predisposición hacia esos placeres regidos por el gusto que tanto amó el emperador Adriano. En algunas tabernas de Córdoba la penumbra y el vino son dos obras maestras del placer de vivir. Las calles parecen hechas a la medida del viajero indolente, y su trazado curvo gradúa los placeres de la caminata y la mirada con una exactitud de dibujo científico o de crescendo musical serenamente contenido. Córdoba, lejana y sola, ofrecida y ausente, es a la vez un reducto no vulnerado de la vida y un laberinto de la literatura, sobre todo de noche, cuando han cerrado los bares y no hay nadie en las calles, cuando la cal de las paredes y la negrura del cielo la convierten en una ciudad abstracta donde el aire huele a jazmines azules, en uno de esos grabados que ilustraban los libros de los viajeros románticos.

Un viaje, una ciudad, un libro: al volver boca arriba los naipes se nos desvela inapelablemente la trama del azar. Si no hubiera tenido que escribir este libro yo no habría viajado a Córdoba, no habría mirado desde la ventana de la habitación de un hotel el campanario de la catedral, más alto cuando lo iluminan los reflectores nocturnos, ni poseería ahora el recuerdo del agua que se escuchaba en la oscuridad junto a la orilla pantanosa del río. Uno sólo puede escribir sobre las ciudades que forman parte de su vida, que no son siempre aquellas en las que ha vivido más tiempo. Los omeyas reinaron en Córdoba durante doscientos sesenta y cinco años, a lo largo de nueve generaciones de hombres, pero desde la distancia de ahora mismo casi nos parece que la suya fue una edad fugaz. Y sin embargo el tiempo de unos pocos días y noches crece en la memoria y se hace más firme en cada una de las palabras escritas para contar, lejos de Córdoba, el testimonio de una posesión.

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