VII. EL MÉDICO DEL CALIFA

Tal vez sea cierto, como creían los árabes, que los nombres auguran el destino, y que el número tres expresa ciclos cerrados en el tiempo y en las generaciones. En cada uno de los tres siglos que reinó sobre al-Andalus la dinastía omeya hubo un emir que se llamó Abd al-Rahman. En el siglo VIII, segundo de la hégira, Abd al-Rahman el Inmigrado, el fundador, el proscrito; en el IX, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, que edificó un estado tan cuidadosamente como coleccionaba sus placeres y sus libros; en el siglo X, el último y el más resplandeciente de la gloria de Córdoba, Abd al-Rahman al-Nasir lidin-Allah, el siervo del Misericordioso, el que combate victoriosamente por la religión de Dios. Más lacónicos, los cronistas cristianos le llaman Abd al-Rahman III. Para los musulmanes es, por antonomasia, al-Nasir, el vencedor. Cada uno de estos tres hombres que se llamaron igual y que compartieron a lo largo de doscientos años las mismas lealtades de la sangre restableció el poderío de al-Andalus en el filo mismo de su destrucción. El primero encontró una provincia deshecha por la guerra civil. El segundo, un reino aterrorizado por la crueldad de su padre al-Hakam, aquel que ordenó el exterminio de los rabadíes de Córdoba. El tercer Abd al-Rahman, que subió al trono el año 912, había heredado el poder vacilante de su abuelo Abd Allah, a quien también le debía la circunstancia de haber nacido huérfano, pues el viejo emir no tuvo escrúpulo en ordenar el asesinato de uno de sus propios hijos, Muhammad, padre de su nieto y sucesor. Con el tiempo, tampoco al-Nasir rehusó el parricidio: un hijo suyo, por conspirar contra él, fue decapitado en su presencia. Pero eso ocurrió cuando ya no era emir, sino califa de Occidente, y vivía como un minotauro viejo y huraño en el centro del laberinto que construyó para sí y tal vez para la memoria de su concubina que se llamaba Azahar: la ciudad palacio de Madinat al-Zahra, que tenía quince mil puertas y cuatro mil trescientas trece columnas, y sobre cuyo arco de entrada dicen que había una estatua de mujer.

Tenía el pelo rubio, pero se lo tintaba de negro, y los ojos de un azul oscuro. Su piel era muy blanca, y su rostro atractivo, pero sentado a caballo parecía más gallardo que cuando estaba de pie, porque su torso era muy fornido y sus piernas muy cortas, como las de casi todos los omeyas andaluces, de manera que los estribos de oro apenas sobresalían un palmo del vientre de su cabalgadura. Su madre era una esclava franca o vascona; su abuela paterna, una princesa navarra, doña Tota. Tuvo once hijos y dieciséis hijas. Doblegó con la misma inapelable fiereza a los cristianos de los reinos del norte y a los rebeldes árabes o muladíes de al-Andalus, y no permitió que nadie hiciera sombra a su poder, pero también fue el más tolerante de los monarcas omeyas, y estuvo a punto de nombrar gran cadí de Córdoba a un mozárabe, propósito del que se desdijo para no irritar a los alfaquíes rigoristas, guardianes de una ortodoxia que a él le era casi del todo indiferente. Se trató de igual a igual con los emperadores de Bizancio y de Germania y extendió su autoridad hacia el norte de África. Una crónica anónima cuenta sus hazañas con la austeridad de las inscripciones funerales romanas: «Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de crueles gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes». Reinó durante cincuenta años, seis meses y dos días sobre un país que nunca volvería a ser tan poderoso y tan fértil, y vivió obsesionado por la voluntad de dejar tras de sí un estado invencible y un palacio que mantuviera en las generaciones futuras la memoria de su nombre: «Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios -escribió-, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes los borraron las vicisitudes de los tiempos?»

Nunca pudo imaginar que esas vicisitudes a las que tanto temía iban a arrasar su obra entera, su palacio y su estado, en menos de medio siglo. Murió a los setenta y tres años: no había cumplido veintitrés cuando sucedió a su abuelo. Nos dicen que tuvo una adolescencia silenciosa y más bien gris, dedicada al estudio, y que el emir Abd Allah lo había preferido siempre a sus propios hijos. En el emirato omeya la primogenitura no implicaba el derecho a la sucesión, y la abundancia de esposas y concubinas -cuyos hijos, al serlo del cabeza de familia, eran todos igualmente legítimos- volvía particularmente confusa la elección de un heredero y fomentaba los rencores y las conspiraciones, de modo que los emires, para curarse en salud, tendían a mantener apartados del palacio a sus hijos. Los de Abd Allah vivían en lujosas almunias de las afueras de Córdoba, y sólo Abd al-Rahman compartía la difícil intimidad del emir, aunque seguramente no ignoraba que aquel anciano afectuoso que le había regalado su anillo al nombrarlo sucesor era el mismo que ordenó veinte años atrás el asesinato de su padre. Los imaginamos a los dos sordamente unidos por el recelo y la culpa: Abd Allah espiando en su nieto los rasgos sobrevividos del hijo al que mató; Abd al-Rahman, temiendo siempre sucumbir al mismo destino que su padre, desconfiando de la predilección del emir, que fácilmente habría podido convertirse en odio.

Su incontenible arrojo y su ambición, que lo impulsaron a guerrear sin tregua durante diecinueve años para restaurar la unidad del reino y la soberanía de la corona y a desafiar al sacro imperio romano y al califato de Oriente, tal vez no fueron sino la laboriosa máscara del miedo. Tenía miedo de morir, de ser traicionado o vencido, de que la posteridad lo olvidase. Sus antepasados, que habían gobernado en rebeldía contra los califas de Bagdad, no se atrevieron sin embargo a darse a sí mismos otro título que el de emires. Sólo él, al-Nasir, en un gesto de meditada soberbia, se proclamó califa y príncipe de los creyentes -Amir al-Muminin, de donde viene la estupenda palabra española miramamolín-, consumando así la sedición de su lejano antecesor Abd al-Rahman I y restableciendo, tantos años después de la matanza de Abu Futrus y de la usurpación de los abbasíes, la legitimidad de la familia omeya.

Construyó un alminar para la mezquita de Córdoba y una ciudad más hermosa que ninguna otra en el mundo. Quería que su ciudad surgiera de la nada, como Bagdad, crecida en el desierto, y que existiera sólo gracias a su propio designio. Quería que se pareciera a las ciudades imaginarias de los árabes, a Iram, la ciudad de las columnas, de la que dice el Corán que fue creada como ninguna otra en el mundo, y en la que habitó el pueblo primitivo y tal vez mitológico de Ad, de cuyo linaje provenía la reina de Saba. Nadie vio nunca esa ciudad, pero la descripción que hace de ella el geógrafo Abu Hamid al-Garnatí nos recuerda poderosamente el empeño descomunal de al-Nasir en levantar Madinat al-Zahra: mil príncipes de los gigantes buscaron en el Yemen una tierra amplia, de muchas fuentes y buen clima, y construyeron con ladrillos de color rojo un muro de quinientos codos de alto, para lo cual agotaron las minas de toda la tierra y los tesoros más escondidos. Luego hicieron en su interior trescientos mil palacios y en cada uno de ellos había mil columnas de esmeraldas y jacintos, «y sobre cada columna se extendieron losas de oro y plata sobre las que levantaron alcázares de oro con habitaciones de oro y con incrustaciones de jacintos y aljófares, y en el camino de la ciudad pusieron ríos de oro cuyos guijarros eran jacintos y esmeraldas, y a las orillas de los ríos pusieron árboles cuyas ramas eran de oro y sus hojas y frutos eran diversas clases de esmeraldas, jacintos y perlas». Los príncipes de los gigantes tardaron quinientos años en terminar la ciudad, y luego «marcharon hacia todos los confines del mundo en busca de tapices, alfombras, colchas de seda, vasijas, fuentes, lámparas, marmitas, mesas, jarras, cántaros y toda clase de utensilios de oro, y luego llevaron comidas, bebidas, dulces, perfumes, velas, incienso, áloe, ámbar y alcanfor…». Abu Hamid, que seguramente visitó Madinat al-Zahra, escribió su Libro de las maravillas a finales del siglo XI. En el XVI, los moriscos españoles seguían recordando imaginariamente la ciudad de Ad, ahora con el dolor de ser extranjeros en la misma tierra en la que habían nacido: «Fabricóse muy altos sus muros y resplandiaban y cercábanla ríos muy deleitosos y vergeles y arboledas, la cual alcázar está edificado encrucijado de muchos caminos y carreras, dellas que van la vía del Yemen y otras dellas la vía de Siria…».

Ad, rey de los gigantes, había dicho: «Yo haré en la tierra una ciudad semejante a la del Paraíso». Probablemente Abd al-Rahman sintió el mismo deseo temerario y blasfemo, y ya no nos importa que su ciudad haya existido y la otra no, porque las dos se han vuelto tan ilusorias como los reyes que las fundaron, y no hay diferencias notables entre las crónicas de los geógrafos que conocieron Madinat al-Zahra y las lujosas mentiras de los que nos describen los palacios de Ad. Ambos gastaron tesoros inconcebibles en la construcción de sus ciudades. Ad tardó quinientos años en terminar la suya: Abd al-Rahman, su vida entera. Diariamente se empleaban en la obra seis mil sillares de piedra labrada, transportados por mil cuatrocientos mulos y cuatrocientos camellos. Mil cien cargas de limo y yeso se gastaban cada tres días en las obras. De las cuatro mil trescientas dieciséis columnas que hubo en la ciudad, algunas vinieron de Roma, dice Ibn Hayyan, diecinueve del país de los francos, ciento cuarenta fueron ofrecidas por el emperador de Constantinopla, ciento trece, la mayor parte de mármol rosa o verde, llegaron de Cartago, de Túnez, de Sfax y de otras antiguas ciudades devastadas de África. Pero el mayor número de ellas provenían de las canteras de al-Andalus: las de mármol blanco de Tarragona y Almería, las de mármol rayado de Málaga: por cada bloque que llegaba a Córdoba pagaba el califa diez dinares de oro, y trescientos mil gastó durante cada uno de los veinticinco años que vivió desde la fundación de la ciudad. Tenía prisa por verla terminada, lo desesperaban la impaciencia y el miedo de morir sin ver su obra concluida, porque hubiera querido que el trabajo de los arquitectos y los albañiles avanzara tan velozmente como los espejismos de su imaginación. El año 936, cuando los astrólogos hubieron determinado el día y la hora exacta que serían propicios, se enterró la primera piedra en la primera zanja de la nueva ciudad. Apenas seis años más tarde la corte ya se había trasladado a ella. La mezquita de Madinat al-Zahra se concluyó en cuarenta y ocho días, «porque al-Nasir tuvo continuamente empleados en ella a mil hombres hábiles, de los que trescientos eran albañiles, doscientos carpinteros y los demás enladrilladores y mecánicos de varias clases». Tenía cinco naves y un soberbio alminar, y un patio pavimentado de mármol de color de vino en cuyo centro había un manantial de agua helada.

A una legua de Córdoba, en las estribaciones de la sierra que llamaron los árabes monte de la Desposada, se extendieron en pocos años las edificaciones en terrazas de la ciudad del azahar, pero era tan intenso el contraste entre el blanco de los palacios y la vegetación oscura que los rodeaba, que el califa ordenó talar todos los árboles y los ásperos matorrales silvestres y plantar en su lugar higueras y almendros que tintaran de un verde más suave el paisaje. No le bastaba regir ciudades y hombres: quería modificar también los colores y los ritmos de la naturaleza que miraban sus ojos, y cuenta al-Maqqari que cuando ordenó cortar los bosques próximos a Madinat al-Zahra hubo quienes se escandalizaron, porque entendían que estaba desafiando a Dios: «Lo que pretende el califa repugna a la razón, pues aunque se reunieran todas las criaturas del mundo a cavar y a cortar, no lo lograría sino el propio Creador». Pero al-Nasir, como un pintor que diluye en agua los colores, logró difuminar el verde oscuro de la serranía de Córdoba y añadirle cada primavera las manchas blancas de los almendros florecidos.

Cuentan que era cortés, benévolo, generoso, perspicaz: también que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono y en presencia de todos los dignatarios de la corte. A unos esclavos negros que lo habían enojado los hizo maniatar vivos a los cangilones de una noria que no paró de dar vueltas hasta que se ahogaron. Con los años se fue volviendo cada vez más dócil a la bebida y la lujuria: una noche, en un jardín de Madinat al-Zahra, una esclava puso un leve gesto de contrariedad cuando al-Nasir, que estaba muy excitado y muy borracho, la empezó a acariciar y a morderle los labios. La muchacha volvió la cara hacia otro lado, tal vez para eludir su aliento alcohólico. Poseído por la cólera, el califa ordenó a sus eunucos que la sujetaran mientras uno de ellos le acercaba una antorcha a la cara y se la iba quemando para que su belleza no sobreviviera a su desdén.

Siempre había junto a él un verdugo de guardia, con una espada recién afilada y un tapete de cuero para recoger la cabeza y la sangre de algún posible condenado. Ibn Hayyan cuenta una historia que le dijeron que contaba uno de aquellos verdugos, llamado Abu Imran: «… Entró con su espada al aposento donde bebía el califa, y lo halló sentado en cuclillas, como un león sobre sus zarpas, en compañía de una muchacha hermosa como un orix, sujeta en manos de los eunucos en un rincón, pidiéndole misericordia mientras él le respondía de la forma más grosera. Díjole entonces: “Llévate a esta ramera, Abu Imran, y córtale el cuello”. Cuenta éste. “Yo remoloneé, consultándole como de costumbre, mas me dijo: ‘Córtaselo, así te corte Dios la mano, o si no, pon el tuyo’. Y el servidor me la acercó, recogiéndole las trenzas y descubriéndole el cuello, de manera que de un solo golpe le hice volar la cabeza…”».

Al-Nasir no confiaba en nadie, ni siquiera en la aristocracia árabe cuyos jefes tribales habían regentado hasta entonces la administración y el ejército. Antes que a los soldados andaluces, que no eran por lo común muy eficaces en la guerra, prefería a los violentos mercenarios bereberes. Como los déspotas de Oriente, se rodeaba de una cohorte populosa de eunucos y esclavos, los saqaliba de ojos azules, comprados o raptados de niños en los países de la Europa oriental, algunos de los cuales desempeñaban los oficios más altos de la jerarquía cortesana -gran repostero, caballerizo de las yeguadas reales, superintendente de correos, supremo orfebre, halconero mayor- y lograban atesorar, gracias a la predilección del califa, ingentes fortunas que les permitían adquirir a su vez tierras, palacios y esclavos, ganándoles con frecuencia el odio y el resentimiento de los árabes, que no eran ya, como hasta entonces, miembros de una comunidad de tribus dominadora y elegida, sino súbditos de un Estado omnipotente que se encarnaba en el califa. La antigua lealtad tribal, la asabiya igualitaria de los guerreros nómadas que habían salido de los desiertos de Arabia para conquistar el mundo, quedaba ahora aplastada bajo la maquinaria de un poder absoluto que dictaba sus normas, tan inapelables como las de la divinidad, desde los salones con paredes laminadas de oro y las oficinas áulicas de Madinat al-Zahra. «Su orgullo le extravió -dice de al-Nasir un cronista anónimo- cuando el estado de su reino era tal que si hubiera perseverado en su antigua energía, con la ayuda de Dios, habría conquistado el Oriente no menos que el Occidente. Pero se inclinó, Dios lo haya perdonado, por los placeres mundanos; apoderóse de él la soberbia, comenzó a nombrar gobernadores más por favor que por mérito, tomó por ministros a personas incapaces, e irritó a los nobles con los favores que otorgaba a los villanos…».

Cuando ya no le quedaba nadie a quien vencer, debió de sentir como una injuria el miedo a la enfermedad y a la muerte: temía ser envenenado. Una vez alguien le habló de un médico de la Judería de Córdoba que hablaba todos los idiomas conocidos y había inventado una sustancia que curaba todas las enfermedades. Lo hizo llamar a su palacio. Lo nombró médico de cabecera y también inspector de las aduanas del reino, y con el tiempo se acostumbró a encargarle altas misiones diplomáticas. No le importaba que fuera judío: de un hombre le interesaban más su sagacidad o su coraje que el credo al que obedeciera.

El nombre del médico era Hasday ibn Shaprut. Había nacido dos años antes de que al-Nasir subiera al trono. Comparado con el califa, era joven, y probablemente descreía de todo lo que más le importaba a Abd al-Rahman: el fajr o magnificencia y la hayba, que era el respeto temeroso o el puro terror de los hombres que no se atrevían a levantar los ojos hacia su cara. A Hasday ibn Shaprut lo que lo apasionaba era saber: había aprendido árabe, romance y latín, hablaba fluidamente el griego y leía sin contratiempo los pasajes más difíciles del Talmud. El latín se lo enseñaron los sacerdotes mozárabes: aprendió medicina de los físicos musulmanes y judíos, y cuando sus padres le sugirieron que buscara una esposa les respondió que estaba demasiado absorto en sus estudios para desear a una mujer. Quería descubrir de nuevo la medicina mitológica que curaba todas las dolencias. Quería comprender y hablar todos los idiomas y descifrar todos los enigmas de los humores y de las constelaciones, porque en el mapa nocturno del universo estaba la clave cifrada del cuerpo humano, y los mismos cuatro elementos que componían el mundo material -el agua, el fuego, el aire, la tierra- se combinaban en el organismo de los hombres según un misterioso equilibrio que el médico tenía que restablecer, si se quebraba, imitando con su sabiduría las leyes de la naturaleza.

Excepcionalmente, ser judío en Córdoba no era una amenaza ni una desgracia. El circunspecto erudito y desatado sionista Eliyahu Ashtor, de quien he aprendido casi todo lo que estoy contando sobre Hasday ibn Shaprut, dice que nunca en la historia de la diáspora, salvo en los tiempos de los omeyas andaluces, hubo ocho generaciones seguidas de judíos que no conocieran el chantaje de la dudosa tolerancia o el terror indudable de la persecución. Los cristianos, los descendientes de los conquistadores árabes, los españoles conversos al Islam, tendían incorregiblemente a la discordia y a la sublevación. A diferencia de todos ellos, los judíos nunca levantaron motines ni fueron desleales al poder: durante tres siglos, en Córdoba, las sinagogas no conocieron la profanación. Mercaderes judíos traían sedas y especias de los confines de la India y de China, doctores expertos en las sutilezas de la Torá profesaban en las academias judías de Granada y Lucena; cirujanos judíos, precisos como relojeros, capaban a esclavos cristianos en las factorías de eunucos que hicieron celebradas y prósperas a las ciudades de Almería y Verdún. De cada diez esclavos sometidos a la castración, había seis que sucumbían: el precio de los supervivientes era tan alto que sólo un príncipe lo podía pagar. Al-Andalus exportaba eunucos a todos los harenes de Oriente: tres mil trescientos ochenta y siete -«algunos dicen que tres mil trescientos cincuenta», asegura al-Maqqari- pululaban al servicio de Abd al-Rahman III por las estancias de Madinat al-Zahra, y más de seis mil mujeres cuyos rostros y cuerpos se sucedían cada noche ante la mirada del califa para que eligiera a una sola, perdido en la locura y en el tedio de una ilimitada disponibilidad: construía palacios y compraba hombres y mujeres para que lo aturdiera el espectáculo de su omnipotencia y a lo único a lo que tal vez aspiraba era a perderse y a volverse invisible en medio de tanta multitud, en el centro de su palacio amurallado y geométrico.

Pero a Hasday ibn Shaprut le era indiferente aquella obscena profusión de delicias. Aunque gozaba del favor del califa, se sabía íntimamente extranjero: había llegado a ser un médico muy rico y un cortesano de temida y deseada influencia, pero no olvidaba que pertenecía a un pueblo desterrado, y que una arbitrariedad del soberano o el éxito de una cualquiera de las conspiraciones de la envidia podrían arrojarlo para siempre de la corte. Su padre era un comerciante rico y piadoso de Jaén que a principios de siglo se había establecido en Córdoba, donde fundó una sinagoga y protegió muy generosamente a poetas que escribían en hebreo y a estudiosos de la Torá. Habría querido que su primogénito, Hasday, se consagrara a la teología, pero éste prefirió la medicina desde su adolescencia, y como había leído en la traducción árabe de un libro de Galeno -De antidotis- que los médicos de la antigüedad curaban los dolores más graves con una pócima llamada triaca, cuya composición ya no recordaba nadie, se obsesionó con el propósito de inventarla de nuevo, y al cabo de varios años de indagar en tratados fragmentarios y oscuros, y con frecuencia mal traducidos del griego, del latín o el siríaco, y de probar mixturas de hierbas con la perseverancia de un alquimista, averiguó otra vez la fórmula perdida durante setecientos años, y del mismo modo que su primer descubridor, Andrómaco de Creta, había llegado a médico de Nerón, él, Hasday, logró serlo del califa Abd al-Rahman III: siendo un poderoso contraveneno, la triaca convenía particularmente a los reyes, y aún en el siglo XVIII los boticarios que la preparaban no podían hacerlo sino en presencia de las autoridades.

Una norma hipocrática dictaminaba que los medicamentos simples eran preferibles a los compuestos, pero la triaca de Hasday ibn Shaprut contenía sesenta y una sustancias, entre las cuales la casi omnisciente enciclopedia Espasa enumera las que siguen: polvos de valeriana, contrahierba, genciana, escordio, manzanilla, canela y pimienta de Ceilán, carne de culebra hervida, anís, fruto de enebro, corteza de naranja, mirra, azafrán, sulfato ferroso desecado, opio, quina de Loja, miel de saúco, vino de Cariñena y miel superior. Hasday mezclaba esta última con la de saúco y con cuatrocientos gramos de vino, colaba la mezcla por un tamiz de cerdas y, calentando el líquido nuevamente, le añadía el azafrán y el sulfato ferroso. Agitando siempre la mezcla, le agregaba el opio desleído en un poco más de vino y luego las demás sustancias. Dejaba fermentar la masa, removiéndola cada cierto tiempo, y cuando la fermentación había cesado trasegaba el producto final en vasijas de porcelana o de loza. Los tratadistas de farmacopea aseveraban que la triaca tenía un efecto antiespasmódico, tónico y calmante, y que también curaba las mordeduras de los animales venenosos, pero a uno le hace acordarse de aquel bálsamo de Fierabrás cuya fórmula juraba conocer don Quijote y que tantos vómitos y sudores les hizo padecer a él y a su escudero Sancho Panza.

No sabemos si Hasday administró alguna vez su medicina al califa, pero hay noticias de que lograba con frecuencia curaciones reputadas como milagrosas, y de que gracias a su sabiduría un rey destronado recuperó no sólo su salud, sino también su reino. Era Sancho I de Castilla, a quien llamaban el Gordo o el Craso, porque padecía una obesidad tan monstruosa que le resultaba imposible montar a caballo y hasta caminar sin que el sudor y el ahogo lo desfallecieran. Su cómica gordura y su falta de carácter le habían enajenado el respeto de sus súbditos, y una intriga cortesana, urdida por el conde Fernán González, lo arrojó del trono sin que nadie, ni él mismo, hiciera nada por defender su corona, que cayó en manos, por cierto, de un primo suyo jorobado y canalla llamado Ordoño el Malo. Al huir de Castilla, Sancho buscó refugio en la corte de Pamplona, pues era nieto de la enérgica Tota, reina de Navarra, y por lo tanto primo de su teórico enemigo el califa de Córdoba. La reina Tota, una anciana invencible que poseía hasta el exceso el coraje que le faltaba a Sancho, aquel gordo sin consuelo, decidió que para que recuperase el trono de Castilla le hacía falta primero adelgazar y luego conseguir un aliado más poderoso que sus adversarios castellanos. La gordura de Sancho, infatigable comilón, era una enfermedad, y los mejores médicos estaban en Córdoba, al otro lado de la frontera de los reinos cristianos: el único aliado posible era el califa de al-Andalus. Más de una vez los ejércitos del Abd al-Rahman habían asolado Navarra en sus expediciones de verano, y no sólo era un monarca enemigo, sino también un infiel, pero la reina Tota, que al fin y al cabo podía considerarlo miembro de su familia, le escribió una carta solicitando su ayuda y la de alguno de sus médicos.

El califa le envió a Hasday ibn Shaprut. Hablaba la lengua romance y poseía una paciente astucia y una ilimitada capacidad de convicción. Curaría a Sancho, explicó, cumpliendo las instrucciones de Abd al-Rahman, pero no en Pamplona, sino en Córdoba, y los ejércitos andalusíes combatirían de su lado, pero era preciso que él y su abuela viajaran a la capital de al-Andalus para rendir homenaje al califa. Cualquiera habría jurado que aquellas condiciones nunca las aceptaría la iracunda reina Tota, que tantas veces se batió cuerpo a cuerpo contra los soldados musulmanes: sonriendo ante ella, con la cabeza baja, hablando suavemente, Hasday ibn Shaprut logró -«por el encanto de sus palabras, por la fuerza de su sabiduría, por el poder de sus astucias y de sus numerosos artificios»- lo que de antemano parecía imposible. El año 958, una lenta caravana de clérigos y caballeros navarros encabezada por la reina y su nieto cruzó las despobladas fronteras del norte y se encaminó hacia Córdoba siguiendo las antiguas calzadas romanas. Cuando entraron en la ciudad, Sancho I de Castilla caminaba apoyándose en Hasday ibn Shaprut. Para Abd al-Rahman, que dos reyes cristianos vinieran hasta su mismo palacio y se humillaran solicitando su ayuda constituía la cima de su orgullo y tal vez el cumplimiento de una venganza íntima, de una voluntad de poseer y doblegar que nunca fue saciada: a los judíos de Córdoba les importaba más que el mediador de aquella sumisión hubiera sido uno de los suyos, y cuando vieron a Hasday en el desfile que avanzaba por un camino alfombrado hasta Madinat al-Zahra, sintieron gozosamente que el mérito y el triunfo de su compatriota los enaltecían a todos y mitigaban las vejaciones inmemoriales de la diáspora. «¡Saludad, montañas, al jefe de Judá! -escribió un poeta hebreo en aquella ocasión-. ¡Que la risa aparezca en todos los labios, que las áridas tierras y las florestas canten y que se regocije el desierto! Mientras él no estaba aquí, los soberbios dominaban sobre nosotros, nos vendían y nos compraban como esclavos, sacaban sus lenguas para engullir nuestras riquezas, rugían como leones, y todos nosotros estábamos espantados, pues nos faltaba nuestro defensor… Dios nos lo ha dado por jefe; Él le ha dado el favor con el rey, que lo ha nombrado príncipe y exaltado a la cima. Sin flechas y sin espadas, con su sola elocuencia, ha quitado fortalezas y ciudades a los abominables comedores de puercos…». Aunque un poco paranoico, el poeta judío contaba la verdad: a cambio del severo y fulminante régimen de adelgazamiento que le impuso Hasday ibn Shapruty que incluía carreras matinales en torno al perímetro de Madinat al-Zahra-, Sancho I de Castilla, libre ya de su apodo infamante y restablecido en el trono gracias a los ejércitos andalusíes, entregó al califa diez plazas fuertes, y siguió recordando hasta el final de su vida la amistad de aquel médico judío que parecía saberlo todo sobre todas las cosas y que lo había guiado, dejándole que se apoyara en su hombro cuando la fatiga lo asfixiaba, hasta el centro mismo de un palacio cuyas estancias le parecieron tan infinitas como el número de los soldados que montaban guardia en el camino de Córdoba a Madinat al-Zahra y en los umbrales sucesivos de cada una de sus quince mil puertas. Sancho venía de un país pobre y bárbaro donde los reyes habitaban castillos de piedra lóbrega y desnuda que olían a estiércol, a la paja húmeda que se esparcía en el suelo como remedio contra el frío, al humo de sebo de las lámparas. Durante los días que permaneció en Madinat al-Zahra anduvo como perdido en el deslumbramiento y la extrañeza de un sueño. Vio jardines de árboles traídos en caravanas y en naves desde todos los confines del mundo, y estanques donde se agitaban los colores relucientes de los peces del Índico. Vio especies de fieras más amenazadoras que las que inventaban los miniaturistas en los códices del Apocalipsis, y autómatas de ojos de vidrio que se inclinaban mecánicamente ante él y que le daban miedo, porque por unos segundos los confundía con criaturas humanas, y pájaros de plumas verdes y rojas que hablaban imitando voces de mujeres. Al-Nasir era muy aficionado a ellos, y prefería entre todos a un docto estornino al que habían adiestrado para que recitara un poema cada vez que Hasday ibn Shaprut practicaba una sangría al califa: «Oh, sangrador -cantaba el pájaro, posándose en el hombro del médico- trata con cuidado al Príncipe de los Creyentes, pues estás sangrando una vena por la que corre la vida del Universo».

Vio dos fuentes por las que manaba de día y de noche el agua llegada desde los veneros de la sierra por los canales de los acueductos. Una de ellas tenía forma de elefante, y la otra de león con las fauces abiertas. Vio en el salón del trono, cuya traza imitaba la del palacio de Salomón, una gran taza de mármol en la que había esculpidas doce figuras de oro rojo -un león, un antílope, un cocodrilo, un águila, un dragón, una paloma, un halcón, un pato, una gallina, un gallo, un milano y un buitre- y que tenía en su centro un surtidor no de agua, sino de mercurio, sobre el que pendía del techo una perla mayor y más pura que cualquier otra de la que se tuviera noticia.

«Daban entrada al salón ocho puertas de cada lado, adornadas con oro y ébano, que descansaban sobre pilares de mármol y de cristal transparente», dice al-Maqqari. La perla y la taza de mármol las había traído de Constantinopla el obispo cristiano y embajador del califa Recemundo de Córdoba, que se llamaba en árabe Rabí y era un experto en la composición de calendarios y horóscopos. Planchas de oro brillaban en las paredes y en los techos: en los capiteles de las columnas y en los calados arabescos que repetían con precisión abstracta los ramajes de los árboles del Paraíso había piedras preciosas incrustadas. Algunas veces, sobre todo cuando entraba en el salón la luz del mediodía o cuando de noche se hallaban encendidas todas las lámparas, el califa ordenaba a un esclavo que removiera el estanque de mercurio: entonces al forastero le parecía que se quebraba la luz y el orden del espacio, y que las columnas y la gran perla al-Jatima y el salón entero giraban y se deshacían en prismas de instantáneos reflejos. Sólo cesaba el vértigo cuando el califa hacía una señal y la superficie del mercurio quedaba otra vez tan inmóvil como la de un lago helado: al visitante, sobrecogido por la solemnidad, por el terror y el asombro, le parecía que un simple gesto de Abd al-Rahman podía dislocar o restablecer la rotación del Universo.

A aquel salón fue a donde condujo Hasday ibn Shaprut a Sancho el Gordo y a su abuela Tota, y les sirvió de intérprete con el califa, pues éste, protocolariamente, fingía no hablar romance. Allí llegaron también, acompañados por Hasday, los embajadores del emperador Otón I de Alemania, que se habían pasado en Córdoba casi tres años esperando una audiencia, y los del basileus Constantino VII Porfirogéneta, que traían en el catálogo de sus regalos el libro más valioso que Hasday era capaz de imaginar: un manuscrito en griego de la Materiamédica de Dioscórides, que contenía la descripción de todas las plantas conocidas y desconocidas y de sus propiedades curativas y mágicas. A los embajadores de Bizancio, al-Nasir los recibió sentado en un trono de oro, flanqueado a derecha e izquierda por sus hijos, sus visires, sus chambelanes, sus libertos y los oficiales de su casa, desplegando en torno suyo una abrumadora escenografía de figuras inmóviles contra muros de oro que sin duda habría merecido la aprobación del emperador Constantino Porfirogéneta, del que se sabe que era más dado al ejercicio de las letras que al del poder, y que había escrito un tratado exhaustivo sobre la etiqueta de la corte de Constantinopla.

Como los monarcas orientales, al-Nasir quería que el espectáculo de su omnipotencia cegara y sometiera a los hombres. El viaje de un embajador desde Córdoba a Madinat al-Zahra se parecía calculadamente al de un insecto hacia el centro de la tela donde aguarda la araña. Es fácil imaginar el asombro y el miedo de Sancho de Castilla, el espanto que atribuye Ibn al-Arabí a unos mensajeros del rey de los francos: desde que salieron de Córdoba avanzaron entre una doble fila de soldados, bajo un dosel de espadas anchas y desnudas que se cruzaban amenazadoramente sobre sus cabezas, como nervios de bóvedas. «Sólo Dios sabe el miedo que les entró», dice complacidamente Ibn al-Arabí. Desde la puerta de Madinat al-Zahra hasta el salón del trono se extendía una alfombra de brocado rojo. En la primera estancia donde entraron había un hombre con vestiduras de seda sentado en un sillón de maderas preciosas, y su mirada y su presencia les infundieron tal pavor que cayeron de rodillas. «Alzad vuestras cabezas -les dijo el chambelán que los acompañaba- porque éste no es el califa. Sólo es uno de sus esclavos». Cruzaron jardines cada vez más dilatados y espesos y llegaron a otras salas cuya magnificencia era semejante a la de las vestiduras de los hombres ante los que volvían a prosternarse, convencidos de que ahora sí se encontraban en presencia del califa: «Es otro esclavo, levantaos», repetía el chambelán, sonriendo.

Salieron por fin a un patio no muy grande, con el suelo de arena, donde había un hombre sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas. Tenía la cabeza baja y parecía absorto. Vestía una ropa gastada y vulgar, y cuando alzó los ojos hacia ellos, los embajadores advirtieron que eran de un extraño color azul oscuro. Se quedaron en pie, sin avanzar, imaginando tal vez que aquel hombre era una especie de eremita. Frente a él ardía una hoguera. A su derecha había un libro, y a su izquierda una espada. «He aquí al califa», les dijo el chambelán, y entonces se arrodillaron apresurada y torpemente y no se atrevieron a levantar las cabezas de la arena hasta que Abd al-Rahman les habló. «Dios nos ha ordenado que os invitemos a esto -señaló el libro, que era un Corán- y si rehusáis, a esto -y señaló la espada-. Y vuestro destino, cuando os quitemos la vida, es esto -concluyó, indicándoles la hoguera que ardía ante él». «Se llenaron de terror -dice al-Arabí-, les ordenó salir sin que hubieran dicho una sola palabra y acordaron con él la paz en las condiciones que quiso imponerles».

Ese hombre solo, sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas, es todavía más desconocido y más temible que el otro, el que se yergue en un trono de oro macizo ante un estanque de mercurio sobre el que pende una perla. La estancia mejor guardada y más secreta de Madinat al-Zahra es un patio con el suelo de arena donde no hay nada más que una hoguera, una espada y un libro. Puede que Hasday ibn Shaprut fuera uno de los pocos hombres de su tiempo que tuvo acceso a ese lugar, a ese recinto escondido donde el monarca más poderoso y más rico de Occidente reposaba en el suelo como un beduino, como si su ciudad y su reino fueran espejismos y no poseyera nada más que lo que habían poseído sus antepasados del desierto: la arena, las palabras, la espada, el fuego que iluminaba la noche. Tal vez, de todos los hombres que conocieron a al-Nasir, Hasday fue el único que no le temió. Su mirada de médico averiguaba en él lo que otros no veían, los primeros signos de la vejez y de la decadencia, el lento progreso infalible de la muerte. En marzo del año 961, el califa se expuso al viento frío de la sierra, que batía crudamente las explanadas de Madinat al-Zahra. Se temió que hubiera contraído una pulmonía, y su final pareció irremediable, pero Hasday, una vez más, logró una curación sorprendente, y a principios de verano, el califa, que ya había cumplido setenta años, volvió a conceder audiencias y a interesarse con el desasosiego de siempre por las obras de su ciudad, que no parecía que fueran a acabar nunca. Pero el médico estaba seguro de que el restablecimiento de al-Nasir era ilusorio. A principios de otoño, cuando volvieron los fríos del norte, el califa empeoró y Hasday supo que esta vez ni siquiera la pócima que había inventado veinte años antes lo podría salvar. Murió el 16 de octubre. Faltaban quince años para que su hijo, al-Hakam, diera por terminada la construcción de Madinat al-Zahra, y algo más de cuarenta para que todos sus palacios y sus jardines con lagos y animales salvajes fueran arrasados. Poco después de su muerte, alguien encontró entre sus papeles uno en el que había recordado y enumerado los días felices de su vida. Así pudo saberse que Abd al-Rahman al-Nasir, a lo largo de su reinado de medio siglo, había conocido exactamente catorce días de felicidad.

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