Antes de abandonar Rabat, vamos a dar un último paseo junto a la torre Hassan. La mañana está nublada y corre una brisa refrescante. En la gran explanada salpicada de columnas blancas (recuerdo simbólico de la mezquita que nunca llegó a terminarse), apenas estamos nosotros, algún paseante y los soldados de la guardia real que vigilan el mausoleo de Mohammed V. No queríamos irnos sin echarle un último vistazo a la torre, cuya forma ocre se recorta más nítida contra el cielo gris. Tal y como está ahora supera los cuarenta metros, pero se cree, comparando sus proporciones con la Kotubia y la Giralda, que si se hubiera terminado mediría cerca del doble. Es sólo media torre, por tanto, y quizá deba a eso la mezcla de gracia y robustez que la distinguen. Una obra inacabada es además una obra con su propia historia y su propio drama. Se la quiere más.
Nos asomamos por última vez sobre la ría. Las casas de Salé casi no se distinguen del cielo. Suenan en el aire los gritos de las gaviotas, y el Bu Regreg baja ancho e imperceptible, como siempre. Unos niños juegan abajo, junto al agua. A veces uno va por un lugar del mundo, no importa cuál, y de pronto su espíritu se encuentra en casa. A mí me ha sucedido en Escocia, en Praga, en Brooklyn, y me sucede ahora al pie de la torre Hassan, donde mi abuelo venía a mirar Salé todas las mañanas.
Pero al viajero siempre le aguarda la jornada, y ésta es tal vez la más apretada de todas, acaso porque es la última. Tras despedirnos de mis primas (mi tía nos acompaña), subimos al coche y vamos en busca de la carretera. Apuramos ya con nostalgia el recorrido junto a las murallas y entre los frondosos bosques de eucaliptos.
Una vez en la autopista, ésta nos lleva rápidamente hasta Kenitra, a sólo cuarenta kilómetros de Rabat. La ciudad fue fundada por los franceses y hasta 1956 se llamaba PortLyautey. De su base aérea despegaron el 16 de agosto de 1972 los cazas F-5 que intentaron sin éxito abatir el avión en el que viajaba el rey. Hoy Kenitra es una aglomeración de medio millón de habitantes, situada junto al caudaloso río Sebu, muy cerca de la desembocadura, y su importante puerto fluvial es la salida natural para los productos de la rica zona agrícola del Garb. El paisaje de esta zona, visible ya en los alrededores de Kenitra, da una idea de la productividad de sus cultivos. Los desarrollaron los franceses, que no pasaron por alto la buena condición del suelo y la abundancia de agua, y los continúan ahora los propios marroquíes. En esta cuenca del bajo Sebu (donde el río ya ha recibido el aporte de caudal del Uerga) se sitúa el centro de la temible potencia agrícola de Marruecos. Las vegas, los campos verdes y las huertas de plantas bajas o frutales tienen muy poco que ver con el paraje desolado del sur o de los alrededores de Fez.
Desde Kenitra puede seguirse a Larache directamente por la autopista o por una carretera que da un cierto rodeo para pasar por Zoco el-Arbaa de Garb y Alcazarquivir (el-Ksar el-Kbir, "la fortaleza grande"). Tomamos la primera opción no sin pesadumbre, conscientes de la mucha ruta que tenemos ante nosotros. Avanzamos paralelos a la costa y dejando a la derecha los fértiles campos. Es un largo trecho sin grandes variaciones, que recorremos desahogadamente. La autopista en esta parte es nueva y aprovecho que voy al volante para pisar el acelerador, sin superar mucho el límite, por si acaso. Cada poco me tengo que apartar del carril rápido para dejar pasar a un flamante BMW o Mercedes metalizado que me empuja con las luces. Son los marroquíes acaudalados, en quienes el coche alemán de lujo es un signo casi tan ine vitable como el grueso reloj de oro.
La autopista muere en Larache, junto a la desembocadura del Lucus, y con ella el territorio del antiguo Marruecos francés. En Larache volvemos a estar en la antigua zona española, y por tanto aquí cerramos el interludio que emprendimos en Xauen. A partir de este punto, volvemos a recorrer la tierra que antaño vio pasar a los nuestros.
Fue aquí, en Larache, donde mi abuelo paterno puso por primera vez pie en África. Era el 6 de marzo de 1920. Al día siguiente le tallaron, resultando útil para el servicio con estatura de 1,605 metros, peso de 59 kilos y 86 centímetros de perímetro.
En África no era mala cosa ser un poco bajo; a los altos les daban más fácilmente. En Larache cumplió mi abuelo su instrucción militar y juró bandera, el 25 de mayo del mismo año 1920. Gran parte del tiempo que restaba hasta diciembre le tuvieron guerreando contra el Raisuni más allá de Alcazarquivir, pero los años veintiuno y veintidós los pasó enteros en la ciudad y en buenos destinos; primero como cabo cartero y luego en la sección ciclista de la Comandancia General, donde ascendió a sargento. Fue por tanto Larache el lugar donde más tiempo estuvo, y el único donde pudo disfrutar de la rutina de guarnición. Eso, entre otras cosas, lo convertía en una etapa insoslayable de nuestro itinerario.
Larache, fundada en el siglo Vii por una tribu venida de Arabia en busca de Lixus, la ciudad romana cuyas ruinas se encuentran a unos pocos kilómetros, tiene una larga historia de vinculación con España, y no siempre para su bien. Ya en 1471 fue saqueada por los castellanos, aunque quienes la harían suya pocos años después serían los portugueses, que no la ocuparon durante mucho tiempo. A principios del siglo Xvii volvió a ser española, en pago por el sultán a Felipe Iii de ciertos favores, pero antes de que empezara el siglo siguiente Mulay Ismaíl ya había echado a patadas a los extranjeros. Durante la estrambótica aventura africana de 1860, que valió (aparte de para restaurar la popularidad de O'Donnell) para conquistar Tetuán y abandonarla poco después, Larache, por su situación costera, fue elegida para el infausto menester de sufrir unos cuantos bombardeos de represalia. Al fin, en 1911, los españoles, al mando de un impetuoso teniente coronel llamado Manuel Fernández Silvestre y en combinación con el Raisuni, tomaron la ciudad que ya no abandonarían hasta 1956. La maniobra invasora no encontró gran oposición. Ya en 1898 el comandante y antiguo residente en Larache José Álvarez Cabrera había publicado un bosquejo de plan de campaña que recomendaba intervenir aquí, en la cuenca del Lucus, y nunca cometer la "insigne locura" de penetrar en el Rif. Según él, la artillería que defendía la plaza estaba en parte compuesta por cañones de 7 y 8 centímetros que databan nada menos que de la batalla de Alcazarquivir, es decir, de 1578.
Larache, donde se instaló una de las comandancias generales del Marruecos español, fue siempre retaguardia segura. Para su suerte y la de su guarnición, jamás llegó el enemigo a acercarse peligrosamente a sus inmediaciones. Por eso se pudo trabajar desde pronto en un mediano desarrollo agrícola, y sus habitantes se contaron desde el principio entre los marroquíes más afectos a los españoles. Los regulares que siguieron hasta el final a Mola durante la terrible retirada de Xauen eran precisamente los regulares de Larache. También se empeñaron los españoles en hacer un puerto, aunque Larache tenía malas condiciones para servir como tal, por las crecidas del Lucus, los bancos de arena y los fuertes vientos ante los que estaba totalmente desprotegida. Hay viejas fotografías que muestran las primeras escolleras construidas por los españoles y la pequeña draga con la que sacaban pacientemente la arena.
Hoy Larache es una de las ciudades marroquíes en las que más intensamente perdura la huella de la presencia española. El entramado de sus calles, el aire de sus edificios, y sobre todo, la traza singular de la antigua plaza de España (hoy de la Libération), recuerdan en todo momento a una pequeña ciudad andaluza. Sobre las fachadas blancas abundan las persianas y los postigos celestes, en una combinación similar a la de Xauen (otra ciudad andaluza, aunque más antigua). Su avenida principal, la de Mohammed V, llena de jardines y de árboles, evoca también paseos ajardinados de las ciudades del sur español. Subimos hacia la plaza precisamente por esta avenida, desde la que se ve lo que queda del Castillo de la Cigüeña. En ese castillo encerraron a los prisioneros portugueses capturados en la batalla de Alcazarquivir. Una vez en la plaza, aparcamos el coche, momento en el que se nos acerca el previsible guardacoches. Es un hombre muy mayor y muy delgado, que saluda con una sonrisa oficial. En el pecho lleva prendida una chapa en la que alguien ha escrito con un pulso tembloroso y un pincel las palabras "garde de estasionamiento". Larache, siempre a las puertas del Marruecos francés, no ha perdido del todo el castellano, que conmueve ver conservado por el mero apego de la gente en esa forma mestiza y seseante.
En la plaza de Larache, amplia y circular, nos sentamos a tomar unas cervezas. Con el sabor de la contundente Flag en la boca, miro a mi alrededor y sospecho que a esta misma plaza debió de venir cien veces mi abuelo a pasear y quizá también a tomarse una cerveza, como nosotros ahora. Al principio era un recluta recién llegado y perdido. Dos años después ya era veterano y sargento y podía elegir buenas mesas en las terrazas. El cielo sobre Larache no está nublado, como lo estaba en Rabat. Es de un azul tan vivo como las persianas de las casas. Las que forman el círculo de la plaza de Larache no tienen tejado, sino azoteas, como es usual en Marruecos (con la excepción de Xauen). Las fachadas están rematadas por almenas morunas, que sugieren una especie de triángulo mediante la superposición de rectángulos cada vez más pequeños. Todo el perímetro de la plaza tiene umbríos soportales (en uno de ellos estamos ahora) y las columnas que los aguantan están unidas por sencillos arcos de medio punto. Todo está exquisitamente encalado, salvo algún arco monumental en piedra ocre. En el centro hay un parque con palmeras. No es un mal sitio para estar, y debía de serlo aún menos cuando Lucus arriba había todos los días rifa de tiros. Mi abuelo se acordaría aquí de su pueblo blanco en las montañas de Málaga, y también de los fregados vividos en Muires y alrededores, con los cazadores de Las Navas. África le guardaba aún momentos peores que aquéllos, pero durante sus años de guarnición en Larache no debió quejarse de su suerte. A fin de cuentas, en la cercana Lixus, fundada por los fenicios hace tres mil años, situaban los griegos el mítico jardín de las Hespérides. Era un refugio envidiable, y sin embargo se da la paradoja de que mi abuelo abandonó Larache voluntariamente. Fue cuando decidió hacerse militar profesional, una vez cumplido el tiempo del servicio obligatorio. Sus planes habían sido siempre emigrar a Argentina, pero uno de sus jefes en la Comandancia General le persuadió de quedarse en el ejército, donde mejor o peor tenía ya un lugar. Aquel jefe era el futuro general Goded, y debió de utilizar entre otros el argumento del buen destino que a la sazón ocupaba mi abuelo, en la escolta del general Sanjurjo. No sería eso lo que lograra convencerle. Cuando descartó su proyecto argentino, mi abuelo fue a ver a Goded y le dijo que si se hacía militar se iría al campo con el batallón. No creía que un profesional debiera quedarse emboscado en la Comandancia General mientras otros que no lo eran se la jugaban en el frente. A la Comandancia, cuando contaba estas cosas, mi abuelo la llamaba siempre la tienda del crimen. Como en cualquier otro establecimiento militar de retaguardia, la corrupción debía de campar a sus anchas por allí.
A pie desde la plaza se llega en un par de minutos a la avenida Mulay Ismaíl, un paseo marítimo colgado sobre el océano que ofrece una hermosa vista. Por desgracia está pésimamente cuidado y en los acantilados junto a los que discurre se amontona todo tipo de basura maloliente. Sólo haciendo abstracción de la pestilencia se puede disfrutar de la imagen de la ciudad blanca que se extiende hasta el cabo Nador, donde todavía hoy se divisa la estilizada silueta del faro que construyeron los españoles.
Al paseo y al mar da también el consulado español, un edificio blanco de persianas azules ante el que vemos la cola de siempre para los permisos de residencia. Aquí la cola no es tan nutrida como en Rabat, por ejemplo, donde han tenido que separar el consulado de la embajada a causa de las multitudes. También cerca vemos las ruinas de un antiguo fuerte que en tiempos dominaba el puerto. Nos acercamos hasta sus muros y entramos dentro del recinto. Quedan las galerías, en dos pisos, las paredes, y un montón de escombros y basura en el centro. Por la disposición, parece como si en este solar hubiera estado instalado un hospital. Aquí, mirando el mar, podían esperar plácidamente los favorecidos con un tiro de suerte (un balazo que te dejaba inútil para el servicio, pero no te mataba) la mejoría que les permitiera regresar a la Península.
Volvemos al fin la espalda al horizonte marino de Larache, por donde llegaron nuestros cañonazos y nuestros civilizadores, y también los campesinos que como mi abuelo vinieron dócilmente a ver si los mataban o no en Marruecos. Callejeando hacia la salida de la ciudad, encontramos muchos letreros en español: tiendas de comestibles, zapaterías, talleres mecánicos. Aquí, en Larache, ya fuera porque la disposición de los lugareños era más pacífica, ya porque desde el principio hubo quien usara un poco más la cabeza que otras partes del cuerpo, nuestra presencia sirvió de algo y caló en la gente, no como en las ásperas piedras de Beni-Urriaguel. Produce algún consuelo comprobar, mirando esos humildes letreros de taller y los verdes campos que rodean Larache, que al final, en alguna parte, todo el sufrimiento y toda la sangre no fueron del todo inútiles.
Cedo el volante a mi tío, ya que en el tramo que ahora nos aguarda será de utilidad su experiencia de conductor durante más de cuarenta años por las carreteras marroquíes. Desde Larache la buena carretera sigue hasta Tánger, pero nosotros no vamos allí directamente sino dando una vuelta por otra carretera de muy inferior condición. Tomamos el camino de Tetuán, hacia el nordeste. Con ello prescindimos también de Arcila, uno de los cuarteles generales del Raisuni, que queda sobre la costa. La región en la que nos internamos, montañosa y no demasiado poblada, es la parte del Yebala donde en los peores tiempos se estableció la última línea de resistencia española. Tras ella sólo quedaban Alcazarquivir, Larache, Arcila, Tetuán y Tánger. Era una cadena de blocaos, alambradas y campos minados, ingeniada por Primo de Rivera para que Abd el-Krim no pudiera atacar las ciudades costeras y terminar de echar a los españoles al mar. Su utilidad a esos efectos, los de conservar el entonces exiguo Marruecos español, la cumplió, aunque no fue tan eficaz a los de impedir el paso de los rebeldes y de los suministros que a través de Tánger les llegaban. Una noche, como demostración, un periodista norteamericano cruzó con una partida de hombres de Abd el-Krim la presunta línea infranqueable, y lo celebraron todos corriéndose una juerga con champán en un hotel de Tánger. Casi todos los pueblos de la ruta, pequeños y aislados, tienen nombre de zoco: et-Tnin de Sidi-el-Yamani, el-Arbaa Ayacha, et-Tleta Yebelel-Habib. La carretera, llena de curvas y pendientes, está muy poco concurrida. El paisaje, por su parte, es una especie de transición entre la llanura de Larache y las montañas que se alzan en las proximidades de Tetuán. Sobre los toboganes de esta ca rretera de Larache a Tetuán experimentaremos algunos momentos de cierta emoción. Mi tío acaba de darse cuenta de que vamos casi sin gasolina. Los kilómetros se suceden sin que aparezca no ya una gasolinera, sino un simple lugar habitado. Tampoco nos cruzamos con ningún vehículo ni nos sigue nadie, lo que nos presagia alguna dificultad si la cosa no cambia pronto, y no es previsible que lo haga, según el mapa, hasta que lleguemos a la carretera Tetuán-Tánger. Aun ahí sólo nos encomendamos a una ligera esperanza, porque el pueblo más cercano está a unos diez kilómetros del cruce. Durante el último trecho mi tío deja en punto muerto el coche en las bajadas y apenas acelera en las subidas, hasta que al fin aparece ante nuestros ojos la cinta gris de la carretera que une Tánger y Tetuán. Es, por cierto, una obra de los españoles, que nunca nos habría podido parecer más providencial. Junto al cruce, flamante y tranquilizadora, se alza una inmensa gasolinera.
Los veinticinco kilómetros que nos quedan hasta Tetuán son un cómodo paseo. Atravesamos tierras de la dura cábila de los Anyera, luchadores contra España desde antiguo. Hacia el sur, a no muchos kilómetros, se encuentra Kudia-Tahar, un nombre que ha quedado vinculado a una ardua hazaña de los españoles que andaban por aquí hace setenta años. El 3 de septiembre de 1925, cuando las fuerzas de desembarco se preparaban para caer sobre Alhucemas, Abd el-Krim, dispuesto a todo menos a dejarse liquidar sin resistencia, desencadenó un ataque en los alrededores de Tetuán. Uno de los puntos elegidos para debilitar el flanco occidental de los españoles y alejarlos de Alhucemas era la pequeña posición de Kudia-Tahar. Los rebeldes se lanzaron sobre ella con el respaldo de numerosas ametralladoras y nueve cañones. Durante el primer día el campamento quedó arrasado e incomunicado, murió el teniente que mandaba la batería de la posición y casi todos los artilleros. Se consiguió reaprovisionarla a duras penas, pero al día siguiente, al romper el alba, el ene migo volvió a bombardear. Inutilizaron todos los cañones menos uno y la guarnición quedó reducida a la mitad. Ello no obstante, el jefe de la posición, el capitán José Gómez Saracíbar, del regimiento del Infante, siguió comunicando a sus jefes, a las horas establecidas, que tenían fe en el éxito. Para entonces el campamento ya sólo era un montón de escombros, rodeado de enemigos por todas partes.
Los de Abd el-Krim siguieron atacando durante toda la noche y la mañana siguiente. Algunos de los cañones enemigos estaban emplazados a menos de mil metros. Murió el capitán y el teniente que le sustituyó también se limitó a transmitir por heliógrafo que resistían. Las tropas que intentaban socorrerles, las pocas que habían quedado en el sector de Tetuán, no lograban pasar. Los suministros, agua, pan, municiones, medicamentos y tabaco, les llegaban a los sitiados por aire, pero los aviones volvían todos acribillados y a veces con el piloto malherido. Hubo más ataques, nocturnos y diurnos, y a partir del día 7 la posición se dio por perdida. El día 8, sin embargo, los poco más de treinta hombres que quedaban vivos rechazaron varios asaltos del enemigo, el último en las mismas alambradas. Y el día 9, cuando el mando comprendió que debía enviar algún socorro a aquella gente aunque fuera distrayéndolo del contingente preparado para el desembarco, el jefe de la posición contestó: "Venga o no el socorro, seguiremos en nuestro puesto mientras aliente un solo hombre de los que aquí estamos defendiendo el honor de España". Palabras de rimbombante fraseología, que adquieren sin embargo un sentido especial cuando provienen de alguien que está rodeado de muertos y heridos y cercado por un enemigo al que sabe implacable. Los soldados, que nunca escribieron heliogramas, debían pegarse sin más al parapeto, coger fuerte el fusil y apretar los dientes. Ya no les quedaba nada que perder. Las dos banderas de la Legión y el tabor de regulares enviados en ayuda de Kudia-Tahar no lograron acercarse hasta el día 12. Durante tres días los sitiados habían seguido rechazando asaltos y aguantando cañonazos y morterazos. Pero aún prometieron a quienes iban en su auxilio que resistirían como fuera hasta el día siguiente.
Fue ese día, el 13, cuando al fin los liberaron. Quedaban poco más de veinte en pie, muchos heridos, y llevaban casi diez días sin dormir. Ellos solos habían parado el ataque de Abd el-Krim; un ataque que habría podido poner en apuros la plaza de Tetuán y retrasar el desembarco, volviendo a dejar en ridículo a los españoles. La resistencia insensata de aquella pequeña posición impresiona incluso a los historiadores críticos, como Woolman, quien asegura que la resistencia de Kudia-Tahar es la prueba de que el soldado español, bien fortificado, abastecido y con la suficiente moral, podía ser superior al rifeño. Aparte de la eterna improvisación (hubo que tener cincuenta héroes donde no se había tenido la prudencia de prever un ataque), ese pequeño Álamo español demostró que episodios como Annual (donde no hubo apoyo aéreo ni columnas de socorro, ni siquiera tardías), fueron masacres evitables. Nunca fallaron los pobres soldados, sino quienes les mandaban. Aun en la guerra que odia, el soldado siempre sigue a un buen jefe.
Aparece ante nosotros Tetuán, otra ciudad blanca encaramada a la montaña. Tetuán, o Aita Tettauen ("los ojos del manantial"), también parece en lontananza una ciudad andaluza, y casi desde su misma fundación, allá por el siglo Xiv, ha conocido y sufrido la presencia española. Al final de ese siglo fue arrasada por Enrique Iii de Castilla, pero cien años después fueron otros españoles, los moriscos expulsados de Granada, quienes la reconstruyeron y la hicieron florecer. Los cristianos la hostigaron durante siglos, a causa de sus actividades corsarias, iniciadas en el siglo Xvi por la princesa descendiente de moriscos Sida al Horra, también llamada la Noble Dama y la Princesa de Xauen. Al Horra, a la sazón gobernadora de Tetuán, se alió con el fa moso corsario otomano Barbarroja, y juntos sacaron pingües beneficios a costa de las flotas portuguesa y española. Los españoles volvieron a entrar en Tetuán en 1860, cuando O'Donnell decidió matar la mosca de un incidente fronterizo sin importancia con el cañonazo de una invasión. La justificación y la gloria de aquella guerra, sobradamente hinchadas por los partidarios del general en reivindicación del orgullo nacional, la herencia de Isabel la Católica y otras majaderías, fueron ridiculizadas con ingenio por Galdós en su episodio nacional Aita Tettauen. En la novela de Galdós, uno de aquellos vocingleros belicistas, metido a cronista de la campaña, cae víctima del pánico del combate, mientras un estrafalario personaje, disfrazado de moro, penetra el primero en la ciudad y enamora a una hebrea, en una suerte de "haz el amor y no la guerra". La ocupación se mantuvo durante dos años, y tras ellos los españoles se fueron por donde habían venido; no volverían hasta 1913, cuando instalaron en Tetuán la capital de su parte del Protectorado y la sede del jalifa. También fue en Tetuán, a mediados de los cincuenta, donde se organizaron los mayores disturbios en favor de la independencia, agitados entre otros por Abd el-Jaleq Torres, uno de los conspiradores que organizaron la liberación del viejo Abd el-Krim en Port-Said.
Frente a Tetuán se alzan majestuosas las montañas del macizo de Gorgues. Aun en verano, con los campos cercanos agostados y amarillos, los cañones y valles que se abren en el macizo ofrecen un espectáculo digno de contemplarse. La ciudad entera, colgada sobre otra montaña, parece estar asomada para verlo. Nos detenemos a la entrada, desde donde se domina el doble panorama. A un lado, Tetuán, extendida sobre la ladera; al otro, las montañas donde empieza el territorio agreste del Gómara. La primera vez que vi esas montañas fue en un libro de historia. Era una fotografía de 1924, y en ella se veía a una batería española situada en Tetuán disparando hacia las cumbres. Desde allí vinieron siempre las amenazas a Tetuán, y por los ásperos desfiladeros tuvieron que meterse muchas veces los españoles.
En una de esas incursiones le tocó ir a mi abuelo con su compañía de ametralladoras. Fue en noviembre de 1925, durante la proclamación del jalifa. Los españoles organizaron la fiesta como colofón de su victoria de Alhucemas, pero temían que alguna acción enemiga pudiera empañarla. Así que mientras el jalifa, el virrey de opereta al servicio de la potencia colonial, era agasajado en su palacio de Tetuán, mi abuelo y otros muchos pringaban por las veredas del Gómara. Todo a beneficio de los fastos, aunque es verdad que por primera vez en mucho tiempo aquellos soldados se sentían victoriosos. El ejército, como cualquier grupo, estimula la solidaridad, y sentir como propio lo de todos ayuda a sobrellevar las penalidades. En cualquier caso, los moros no atacaron, y mi abuelo y los demás pudieron regresar a sus acuartelamientos sin contratiempos.
El Tetuán que vive en mi mente es el ya ido de los libros, con su medina intrincada y salpicada de plazoletas, sus cafetines llenos de legionarios y sus burdeles de primera clase para oficiales y de cualquier clase para los soldados. Así es como lo describe Arturo Barea. También es el Tetuán de la música que todavía aquí se conserva, y que trajeron consigo los andaluces (hebreos y musulmanes) a quienes los Reyes Católicos expulsaron.
A partir de ahora es, además, la ciudad acostada en la montaña. No quisiéramos que se quedara ahí, pero mi tío nos hace ver que andamos algo apretados para llegar de día a Tánger. No hemos salido temprano de Rabat y ya son las tres. Debatimos si entramos en Tetuán a comer, lo que casi nos aboca a llegar tarde a Tánger, o si seguimos adelante y paramos a comer sobre la marcha en algún lugar a medio camino entre Tetuán y Ceuta. Con todo el dolor de nuestro corazón, resolvemos volver al coche y continuar. A veces ocurre eso, en un viaje; a veces un sitio te lo tienes que saltar y de ese modo sigue viviendo en tu imaginación. A Tetuán le hacemos una promesa, que nos une a él más que haberlo visto por dentro. La próxima vez que vengamos a Marruecos le reservaremos el tiempo que necesite y nos tomaremos sin prisa un té en alguna de sus plazas.
Dejamos atrás Tetuán y por una carretera bastante transitada (sobre todo por emigrantes que vienen en sentido contrario) recorremos los pocos kilómetros que nos separan del mar. Salimos al Mediterráneo pasado Cabo Negro, a la altura de Mdiq. El sitio tiene su encanto, con la masa alta y oscura del cabo cerrando a un lado el horizonte. Vemos una terraza en la que sirven comidas y donde mi tío nos propone sentarnos a tomar un almuerzo rápido. El camarero, que nos atiende desde el principio en español, propone pescaíto. Nos hallamos en una zona turística, por cuyo aspecto bien podríamos estar en cualquier playa de Málaga o Granada; según podemos comprobar, el restaurante y la comida están en consonancia con esa impresión.
Desde Mdiq seguimos por la costa hasta Restinga. El mar, a la derecha de nuestra marcha, es un plato de color azul turquesa. Las olas apenas levantan tres dedos del agua. Esta parte del Mediterráneo está totalmente abrigada, salvo que el Levante sople fuerte, y no es ése hoy por cierto el caso. En las playas hay algunos bañistas que chapotean en el mar como si fuera un estanque, bajo la tarde radiante y perezosa.
Sobre la arena se divisan multitud de barcas, en las que reconocemos las que normalmente solemos ver en los telediarios, encalladas en las costas de Cádiz. Son las ya celebérrimas pateras, donde los marroquíes se suben por decenas rumbo al paraíso, aunque a veces vayan a parar al fondo del mar o a los Nissan de la Guardia Civil. La misma España que vino aquí a civilizarlos, ahora no quiere saber nada de ellos. La civilización es mercancía perecedera, y en todo caso se reparte sólo cuando toca y a domicilio. Ya han quedado atrás los fraternales lazos hispanomagrebíes y todas esas pamplinas. Ahora somos policía fronteriza de Europa y nos pagan por no dejar pasar el pescado entre las redes. Y ellos, los hijos del Magreb, sueñan solamente atinar a ser como su proverbio dice: Metlah er-rih fi esh-shebca. Como el viento en la red.
Paralela a la ruta se ve a trechos una vía férrea abandonada. Es la vía del ferrocarril Tetuán-Ceuta, antaño una vía estratégica del antiguo Protectorado y en consecuencia objetivo constante de los cabileños. En Tetuán sabían si el tren había pasado o no en función de si encontraban o no pescado en los mercados. Pero desde Ceuta venía no sólo la cosecha del mar, sino muchas otras cosas que en Tetuán se necesitaban imperiosamente. Por eso los trenes tuvieron que acabar armándose con ametralladoras.
Entre finales de 1924 y principios de 1925, cuando peor estaban las cosas para el tren Ceuta-Tetuán, le tocó a mi abuelo, con sus cuotas del regimiento Borbón 17, hacer la escolta y manejar aquellas ametralladoras. Cuotas se les llamaba a los soldados que pagaban por librarse de África. Y así habría debido suceder a los que iban al regimiento Borbón, que estaba acuartelado en Málaga. Pero tan pronto como destinaron a ese regimiento a mi abuelo, después de haberse pasado cuatro años en Marruecos, embarcaron al Borbón 17 en un vapor y lo mandaron a la zona de Ceuta, donde la situación era delicada. De todos (no sólo soldados, sino también oficiales y suboficiales), el único veterano de África era mi abuelo, que se convirtió en algo así como un protector de los novatos. Durante sus primeros cuatro meses en Marruecos, los cuotas tuvieron que dar el callo en el tren y se hartaron de oír silbar tiros sobre sus cabezas. Decía mi abuelo que se portaron bien, aunque al principio estaban todos cagados, como correspondía a gente de juicio. La costa de Restinga, desde donde les tiraban, es más bien árida y pre senta accidentes donde el enemigo podía apostarse bien. Los días malos debía ser un infierno, pero los buenos podía uno volver un ojo al mar y relajarse ante la vista; todo lo que pueda relajarse uno junto a una ametralladora en un nido de sacos terreros puesto encima de un tren.
Pronto avistamos Ceuta. Desde aquí abajo es un enorme peñón que se mete en el mar y que se une al continente por una escueta línea blanca. Su situación natural, mucho más ventajosa que la de Melilla, justifica sobradamente que cuando Portugal se separó de España y hubo que partir el ajuar, España insistiera en quedarse con ella. Si a la rotundidad de su peñón (el llamado monte Hacho) se une el hecho de que está en la misma boca del Estrecho de Gibraltar, el asunto no tiene ninguna duda. La carretera que nos lleva hasta allí, siempre paralela a la costa y a la vieja vía férrea, registra un nutrido tráfico de frente, en su mayoría coches europeos con grandes fardos en el techo. Ese trajín viario contrasta con la molicie que reina al lado del mar. Durante el trayecto al calor de la tarde vemos muchos campings y lugares de vacaciones (entre ellos, un Club Méditerranée), y sobre el agua los triángulos de colores de los veleros de recreo.
Más allá de Restinga se pasa junto a un viejo edificio con aspecto de estación férrea, en cuyo letrero semiborrado aún se lee la palabra española Castillejos. El nombre se lo pusieron las tropas de O'Donnell, cuando bajaron por aquí dándoles estopa a los cabileños de Anyera. A esta altura había un par de fortines, que los nuestros machacaron con sus cañones. Una de las deliciosas ventajas de la guerra de 1860 era que los moros no tenían nada que se pareciera ni remotamente a los modernos cañones españoles.
A partir de aquí, la proximidad de Ceuta condiciona completamente el paisaje. Por la vía del viejo ferrocarril español, inútil desde hace décadas, caminan decenas de personas, unas rumbo a Ceuta y otras que vienen de allí. Muchos cargan al hombro bol sas de basura de tamaño industrial, llenas a reventar de cosas que han comprado o que intentan vender al otro lado de la frontera. Normalmente se trata de lo primero. Ceuta, como Melilla, sirve de proveedora de muchos productos apreciados en Marruecos, que cada día miles de personas intentan traerse de contrabando. Cuando llegamos a Fnideq, un pueblo que se extiende a lo largo de la carretera, cerca ya del puesto fronterizo, la imagen es alarmante. Centenares de hombres, mujeres y niños pululan por la vía y por la cuneta, caminando como sonámbulos, arrastrando su carga u observando codiciosos a quienes llevan algo a cuestas. El trozo de la feliz Europa engastado en este saliente de África tiene el poder de trastornarlo todo a su alrededor. Mi tío nos dice que muchos van y vienen por la vía porque intentan no cruzar la frontera por el puesto, donde los gendarmes vigilan. Pero hay gendarmes en las calles de Fnideq, que ven pasar a los cientos de contrabandistas como quien ve caer una tempestad. No van a detenerlos a todos. Por eso, al contrario, han llegado a establecer con ellos un acuerdo sobreentendido. Cuando el gendarme deja pasar, el contrabandista le desliza un billete que el gendarme no mira. Por la noche, al llegar a casa, el gendarme se vacía los bolsillos de los pantalones y cuenta lo que ha sacado. Los sueldos de los gendarmes no son altos, y ésta es una buena ayuda que no debe de suponerles un gran cargo de conciencia. Nadie puede ponerle puertas al campo.
Las comarcas limítrofes con Ceuta viven de este comercio. Y el contrabando en general da de comer a muchos marroquíes y a no pocos gendarmes, algunos no tan inocentes como los que dejan pasar a los pequeños traficantes que vemos en Fnideq. Si se elige bien el género, y no hace falta que sea dinero, una maleta no registrada puede servir para introducir una fortuna. Una vez detuvieron a uno con varios cientos de corbatas Hermés en sus maletas. Cometió el error de intentar sobornar al gendarme diciendo que llevaba pantalones vaqueros, otra mercancía preciada, pero no tanto. La fortuna que puede dar en Marruecos el comercio, sobre todo el ilegal, es incomparablemente más rápida que la que puede obtenerse trabajando en un oficio. Para algunos, que ni siquiera tienen dónde trabajar, el trapicheo es simplemente la única forma de comer.
Continuamos por la carretera hasta que avistamos la bandera rojigualda y los edificios del puesto fronterizo. Más allá del acantilado está Ceuta, la nutriente de toda esta gente que reza cada noche para que ese territorio nunca sea marroquí y no se le estropee su medio de subsistencia. Conocemos la ciudad. Como tantos españoles, hemos ido alguna vez a comprar allí artículos sin impuestos, que luego hemos pasado más o menos de contrabando ante nuestros propios policías.
Pero sólo por el vicio de la avaricia, no por necesidad. No vamos a entrar hoy en Ceuta. Además de haberla visto ya, la cola es disuasoria. Damos media vuelta para ir en busca del camino de Tánger.
Se nos queda para siempre impresionado, en la memoria y en el corazón, el espectáculo de los centenares de caminantes sobre las vías abandonadas y la cuneta polvorienta de Fnideq. Andan y miran como podrían mirar y andar los refugiados y los fugitivos de una guerra. Y hay una guerra. La que la fría Europa libra contra ellos para que nunca puedan vivir como los europeos, porque de ello depende en muchos aspectos nuestra prosperidad. Para empezar, sólo se es próspero cuando se tienen cosas de las que carecen otros. Pero también nos conviene por otras razones que ellos sigan pasando ropa y cachivaches en bolsas de basura para poder malvivir. Así, cuando se pone una fábrica o se organiza una explotación agraria en Marruecos, basta con pagar un par de perras de jornal. Así, además, hay donde colocar los trastos que ya no tienen valor allende el Estrecho; a cambio sacamos cosas más baratas, las que ellos nos producen. Cada viaje de esta gente con su hato al hombro, felicitémonos, nos hace un poco más ricos.
La carretera que lleva desde Fnideq hasta Tánger, primero por las montañas y luego por la costa comprendida entre el Yebel Musa y el Cabo Malabata, no es en modo alguno una ruta principal. De hecho, hasta hace no mucho era difícilmente transitable en sus primeros tramos. Mi tío nos cuenta que una vez que intentó ir a Tánger por aquí tuvo que volverse porque no podía seguir. En compensación de todas estas penalidades, la ruta atraviesa uno de los paisajes más hermosos de Marruecos.
Al principio la carretera transcurre entre las poderosas montañas que se alzan en la frontera que separa Ceuta del resto del continente. La imagen que ofrecen estas montañas, verdes y misteriosas, con la bruma que les llega del Atlántico, es tan seductora que el viajero no puede evitar detenerse, y admirarlas a placer desde alguno de los muchos miradores que van surgiendo en la cuneta. Los ojos se pierden entre los valles y recorren sin uno quererlo una nítida herida trazada en las laderas. Esta herida la forman las alambradas y la pista de la línea fronteriza, que tantos intentan traspasar cada día. Algunos vienen del propio Marruecos. Otros vienen desde el lejano río Níger, han cruzado el Sáhara y en estas montañas queman su última etapa. Les parece la salvación, pero antes de poder pasar a la Península los almacenarán en un campo de internamiento (aunque pueden buscarse muchos eufemismos, hay un solo nombre exacto).
La carretera impide ir deprisa y nadie lamenta que así sea. De vez en cuando nos cruzamos con algún coche, pero en general circulamos solos. Sobre algún altozano, aquí y allá, se divisan pequeñas casas aisladas. Junto a la carretera hay a veces paradas de autobús en las que espera un único cliente, como si no existiera el tiempo. La altura le da profundidad y volumen al paisaje, y la brisa que llega desde el océano cercano entra purifi cante en nuestros pulmones. Hemos pasado del camino polvoriento a la limpia senda montañera y el ánimo lo agradece. Pasamos cerca del pueblecito de Biutz. Fue en estos riscos y despeñaderos, hoy tan bucólicos, donde el entonces capitán Franco recibió su famoso tiro en la barriga, sobre cuyas consecuencias tan malvadas especulaciones hubo siempre. Andaba guerreando junto al Raisuni contra los Anyera, que debían complacerse en atraer a los soldados españoles a este terreno especialmente desventajoso. El ambicioso capitán de infantería, entonces un chaval de veinticuatro años que ya buscaba la gloria, sólo sacó en el asalto a aquel blocao un mal balazo. Estos valles y barrancos vieron su angustia, una angustia como quizá nunca sufriera. Pero no era más que un aplazamiento. La Cruz Laureada que entonces le denegaron sus jefes, considerando que nada había de heroico en su desempeño, se la autoconcedería él, ya como Caudillo, en 1939.
Desde antes de Biutz domina la estampa la masa granítica del Yebel Musa, el monte que con el peñón de Gibraltar (Yebel Tarik) forma las míticas Columnas de Hércules. Levanta menos de 900 metros, pero lo hace directamente desde el mar y eso le da toda una apariencia. Su nombre, el de uno de los caudillos musulmanes que dirigieron la invasión de AlÁndalus, imprime carácter a la mirada que desde su cima África apunta a Europa. Es una mirada codiciosa y también la mirada amarga de la nación bereber, que todavía no puede creer que los cristianos restauraron la barrera del Estrecho.
Junto al Yebel Musa hay un estrecho valle y sobre él un pueblo. Al fondo del valle se ve una playa apetecible y parece que poco explotada. Nosotros continuamos sin embargo hacia el occidente, la dirección primordial de nuestro viaje. Pronto la carretera se acerca a la costa y podemos disfrutar de la solitaria quietud de este litoral, el más septentrional de Marruecos, donde el Mediterráneo pierde su nombre y su reino a manos del Atlántico. Es una costa poco ha bitada, y en la franja más próxima al océano está cubierta de una tupida vegetación, gracias a la brisa del Estrecho. La tarde es buena, apacible y soleada. Aun así, cuando nos detenemos para estirar las piernas junto a la orilla sentimos el golpe y el frescor del viento. Aunque el mar está en calma, ya no es la superficie lisa y clara del Mediterráneo frente a Restinga, apenas cincuenta kilómetros atrás. El Atlántico es oscuro y turbio, y su paz está erizada de crestas que el viento peina con sus dedos innumerables. Al fondo, hacia el este, se alza el Yebel Musa, esquina de todas las tormentas. Más allá del mar se divisa la costa española, tan cerca que desconcierta un poco. Es muy corto el salto y demasiado limpia la vista, desde esta cornisa de África.
La carretera costera continúa ofreciéndonos a la derecha el espejo ligeramente encrespado del Atlántico, bajo la luz de la tarde, y a la izquierda los relieves de los montes que se acercan a morir al mar. Entre ellos advertimos, a medida que avanzamos en dirección a Tánger, un número creciente de chalés. No son espectaculares, pero resultan más que deseables por su favorecido emplazamiento frente al océano. En esta costa todavía no se ha producido ninguno de los destrozos de los que suelen ser víctimas las costas en nuestro tiempo. Quizá hace demasiado viento y el mar de enfrente es demasiado bronco para que prospere como zona turística. Otra razón para mirar con arrobo las casas que se levantan en las laderas de los montes, y para alabarles el gusto a sus dueños.
El camino nos lleva sin grandes variaciones hasta Alcazarseguer (elKsar es-Sghir, "la fortaleza pequeña"). La carretera apenas roza el pueblo propiamente dicho. Cruza sobre el río y describe una curva mientras se encarama a su barrio más alto. Nos detenemos en esa curva y desde ella contemplamos la playa. En primer término vemos la desembocadura del río el-Ksar, sobre cuyo valle, semioculto entre los montes, se asienta el resto del pueblo. Al lado de esa desembocadura hay unas ruinas casi irreconoci bles, las de la pequeña fortaleza que le da su nombre al lugar. Antaño fue un puesto defensivo desde el que las tropas del sultán ejercían su control sobre la zona.
En octubre de 1458, el aventurero portugués Duarte de Meneses tomó la fortaleza en un audaz golpe de mano. Aguantó el sitio a que le sometieron a continuación y una vez que se deshizo de sus sitiadores se dedicó a guerrear por las montañas de Anyera. Duarte de Meneses fue un tipo notable, mezcla de héroe y bandolero. Durante años, desde su base de Alcazarseguer, se movió a sus anchas por todo el territorio entre Tetuán, Ceuta y Tánger, exigiendo tributos y desvalijando a quien le venía en gana. Su fama y la perspectiva de ganancias atrajeron a varios centenares de mercenarios castellanos, que se enrolaron en su ejército al mando de un tal Fernando Arias Saavedra. Pero Duarte de Meneses también fue un organizador. Dio a Anyera una constitución, cuyos dieciocho puntos redundaban principalmente en su propio provecho. Lo curioso del caso es que con esa constitución la región vivió en relativa paz.
En tiempos, la fortaleza despedía a los guerreros almohades que partían desde aquí hacia la Península Ibérica para hacer la guerra santa. Hoy es el mudo escenario de los juegos de un grupo de muchachos que corretean entre sus muros. En su conjunto el paraje resulta bastante tranquilo. La playa no es del todo mala, el río es más bien modesto y los campos cercanos no parecen descuidados ni tampoco todo lo contrario. Sobre la arena de la playa descansan un buen número de pateras. Alcazarseguer, por su situación privilegiada frente a las costas españolas y la poca distancia, es una de las bases principales de los transportistas de peregrinos al mundo de los sueños. Es todo un símbolo, si se piensa, que sus clandestinas travesías sigan la misma derrota que llevaban las naves de los expedicionarios almohades que llevaron a cabo las invasiones de antaño.
Hemos parado en Alcazarseguer para contemplar a nuestras anchas esta playa. El 1 de marzo de 1925, Primo de Rivera ordenó un desembarco para reprimir una revuelta de las cábilas de la zona. Era un problema incómodo, porque Alcazarseguer estaba detrás de las líneas españolas. La operación fue un ensayo del futuro desembarco de Alhucemas, a menor escala. Pero la escala es lo de menos cuando uno va en la barcaza y sabe que en las costas hay enemigos dispuestos a hacerle un agujero en la cabeza. En una de las barcazas que se acercaron hasta Alcazarseguer el 1 de marzo de 1925 iba mi abuelo, con su sección de ametralladoras y sus}cuotas} apenas curtidos en los apuros del tren Ceuta-Tetuán. La arena de esta playa que hoy pisan despreocupadamente los chavales marroquíes, la tuvo que pisar él con la mirada fija en los montes desde donde les disparaban. Y como sargento y veterano, debía estar pendiente de que los hombres que iban a su cargo no se dejaran desbaratar por el miedo. La historia no registra que aquella operación, que alcanzó sus objetivos, encontrara grandes obstáculos. Eso no quiere decir gran cosa: aunque por debajo del centenar de muertos la historia no se inmute, conviene recordar alguna vez que con que sólo haya diez muertos ya son diez los mundos destruidos. Una vez que consolidaron la cabeza de puente y obligaron a replegarse a los levantiscos, las tropas fijaron sus posiciones. Una gran parte de la fuerza de desembarco se retiró, pero a mi abuelo lo dejaron en Alcazarseguer con una máquina y su dotación para cubrir el parapeto.
Aquí pasó seis meses, mirando cara a cara al enemigo. Cuando llegó el verano, le dieron orden de soltar unas ráfagas todas las noches, cambiando de hora, para que los moros no pudieran recoger la cosecha del sembrado que había enfrente de la posición. Los que no se habían rendido por las armas, se rendirían así por hambre. La orden era fácil de cumplir y se cumplió. Algunas noches los moros respondían, pero entonces acudían más soldados al parapeto y la respuesta se acallaba pronto. Una mañana, a plena luz del día, el oficial de servicio vio con los prismáticos a un anciano moro agachado sobre el sembrado. Parecía estar recogiendo el cereal, justo lo que se trataba de impedir. Ni corto ni perezoso, se llegó donde mi abuelo y le ordenó que abatiera al viejo con la ametralladora. Mi abuelo miró al oficial, miró hacia el sembrado, apuntó la máquina y en el momento en que tuvo en el punto de mira al viejo, pensó que él no iba a matar a un pobre hombre que estaba indefenso y cogiendo algo para comer. Sabía que el moro, si se le presentaba la ocasión, no vacilaría en liquidarle, pero eso no le pareció razón suficiente. Tiró alto. El viejo, al oír silbar las balas sobre su cabeza, salió corriendo. El oficial, que seguía la escena con los prismáticos, recriminó duramente a mi abuelo por su falta de puntería. "Se me ha ido", repuso mi abuelo, aunque aquella ametralladora Hotchkiss tiraba de miedo y no se le había ido nunca. "Y si quería arrestarme que me arrestara", solía terminar la historia mi abuelo. "Yo no iba a matar a un viejo por la espalda para darle gusto a un imbécil". Por aquel entonces, a mi abuelo apenas le quedaban unos meses y un par de pedazos más de guerra en Marruecos. Tras las operaciones de noviembre en los alrededores de Tetuán, y una vez desaparecidas las necesidades extraordinarias, el regimiento Borbón 17 y sus cuotas fueron devueltos a su lugar natural, la confortable guarnición de Málaga. Embarcaron en Ceuta el 2 de enero de 1926, en el vapor Isleño. En cuanto a mi abuelo, nunca volvió a poner el pie en África.
Celebro conocer Alcazarseguer, y también contemplar su playa y sus campos rodeados de montes pelados. Quienes hoy desembarcan aquí, cada madrugada, son los que pasan a los emigrantes al otro lado del Estrecho. Llegan después de dejar su carga, satisfechos con el dinero ganado en la travesía. Algunas veces no llegan todos, y otras por el contrario llegan más de los esperados, porque si ven a tiempo a la Guardia Civil se dan media vuelta con el pasaje a cuestas. Sus intentos cotidianos, a despecho de las inclemencias del Estrecho, nos recuerdan, incluso a los más cínicos y endurecidos, que algo no anda bien. Pero gracias a mi abuelo Lorenzo, este lugar también me ayuda a no avergonzarme de los míos. Aquí, en Alcazarseguer, alguien cuya sangre corre por mis venas se negó a darle muerte infame a un hombre. Era una orden, la guerra lo ampara todo, aquel viejo estaba ya listo; pero consuela que alguna vez la humanidad de un sentimiento tuerza el curso que ha dictado la despiadada inercia de las circunstancias.
A medida que nos aproximamos a Tánger, el litoral está más habitado y el tráfico aumenta. Desde Alcazarseguer nuestra referencia constante es el cabo Malabata, que aparece al fondo a contraluz. La ruta transcurre durante algunos kilómetros por el interior y vuelve a acercarse al mar antes de superar el cabo. Las vistas sobre el Atlántico en esta zona son excepcionales, una sucesión de acantilados sobre los que la carretera se asoma peligrosamente. A la altura del cabo mismo la carretera vuelve hacia el interior y ataja hacia la bahía de Tánger. Vamos sorteando diversas alturas hasta que al final, al otro lado de una de ellas, la bahía se ofrece ante nuestros ojos.
Desde la carretera no se tiene una mala perspectiva de Tánger, pero la ciudad se extiende hacia el occidente y por tanto sólo se ve su lado más oriental. Nos cuenta mi tío que el gran palacio que tiene la hermana del rey (con un trozo de costa acotado y todo) está en el extremo oeste de la ciudad, donde también se encuentran los mejores barrios, los de los extranjeros. Por lo pronto, la llegada a Tánger desde oriente depara un paisaje lleno de anodinos edificios modernos, en su mayor parte torres de apartamentos de veinte y más pisos. Muchos están a medio construir. Según nos aclara mi tío, algunos llevan así años. Al parecer el boom inmobiliario de Tánger se alimenta en gran medida del dinero del narcotráfico, y no es la primera vez que ocurre que un edificio se interrumpe porque su dueño entra en prisión o se ve obligado a huir del país antes de terminar de construirlo. Según nos cuentan, el interior de los edificios es casi invariablemente ostentoso, todo lleno de mármol y de los materiales más caros. Vemos un par de carteles publicitarios de conocidas empresas españolas de suelos y revestimientos, que sin duda hacen su agosto con la furia constructiva tangerina. El revés de la carta son los edificios paralizados, algunos en el puro esqueleto, con sus estoicos vigilantes quizá puestos por los bancos o quizá por el capo mismo, en espera de mejores tiempos.
Entramos en la ciudad a la caída de la tarde. El tráfico en las calles céntricas, sobre todo en el boulevard Mohammed V, es literalmente insufrible. Tánger tiene cerca de medio millón de habitantes y en verano viene a ser la capital de vacaciones de Marruecos. Hoy no se ve tanto turismo internacional como dicen que había en tiempos, pero tampoco falta del todo (de vez en cuando uno se cruza con una rubia fatal o con un tipo bronceado de mediana edad que conducen un descapotable de lujo). Y a eso hay que sumar el turismo marroquí, hoy el principal. En Tánger hay infinidad de hoteles, que reciben huéspedes sobrados para ocupar sus plazas. La ciudad, por lo demás, no resulta en este primer contacto demasiado deslumbrante. Prescindiendo de su favorable situación natural, imposible de apreciar desde estas calles céntricas colapsadas por los atascos, diríase que carece de atractivo. Puede recordarse a propósito de esto el severísimo juicio que hiciera Domingo Badía, cuando cayó por aquí a comienzos del siglo Xix: "La ciudad de Tánger por la parte del mar presenta un aspecto bastante regular. Su situación en anfiteatro, las casas blanqueadas, las de los cónsules, las murallas que rodean la ciudad, la alcazaba o castillo, edificado sobre una eminencia, y la bahía, bastante capaz y rodeada de colinas, for man un conjunto bastante bello, pero cesa el encantamiento al poner el pie en la ciudad y verse uno rodeado de todo lo que caracteriza la más repugnante miseria". Pese a sus notorias carencias, Tánger no parece hoy tan mísera como entonces. Sin embargo, el viajero la encuentra apagada, mortecina.
¿Qué fue de la ciudad cosmopolita, centro de todas las intrigas norteafricanas y atracción de viajeros y literatos? El escritor marroquí Tahar Ben Jelloun describía no hace mucho su hundimiento:
Tánger naufraga, dulce, cierta, inevitablemente. La ciudad se deja morir de un mal al que parece no poder sobreponerse. Las gentes de Tánger, gentes de la medina, gentes simples, no comprenden por qué han de seguirse interesando por una ciudad que ha camuflado su pasado y que ha sido en buena medida desfigurada por un urbanismo anárquico, obediente a imperativos injustificables; una ciudad cada vez más dejada a sí misma, sucia, ruidosa, mal cuidada, por no decir abandonada. Todo induce a suponer que no es una fatalidad. Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para que Tánger se instale en una dulce y lenta decadencia, alimentada de nostalgia y de repostería rancia.
Pero antes de llegar a este estado, Tánger ha recorrido un largo camino a través de la historia; tan largo que la lista de quienes la poseyeron abarca casi todos los grandes imperios de los últimos tres milenios. Tinga (romanizada después como Tingis) es una voz de origen bereber que significa, al parecer, «la ciudad de la laguna». El primer núcleo debió ser fundado por bereberes rifeños hace más de tres mil años. Sobre el asentamiento originario establecieron los fenicios el que durante mucho tiempo fue su último puerto, donde para ellos acababa el mundo conocido. Después pasaron por aquí los cartagineses de Amílcar, camino de España, y los romanos, que convirtieron Tingis en la capital de la Mauritania Tingitana y engrandecieron la ciudad. En los tiempos de los Severos, Tingis era una de las perlas de África. Poseía su foro, sus templos, su mercado, y las tierras que la rodeaban estaban cubiertas de olivos, trigo y viñas. Después de los romanos, poseyeron la ciudad los vándalos de Genserico, los bizantinos de Belisario, y finalmente los conquistadores musulmanes Uqba ibn Nafi y Musa ibn Nusayr. Tras una sublevación bereber que le dio una fugaz independencia, Tánger pasó sucesivamente por las manos de todas las dinastías y movimientos dominantes en el Magreb en los siglos siguientes: los idrisíes de Fez, los Omeyas de Córdoba, los fatimíes de Túnez, los almorávides, los almohades, los benimerines. Durante el dominio de estos últimos nació en la ciudad el célebre explorador y geógrafo Ibn Battuta. En 1437, el infante portugués Don Enrique, que venía de conquistar Ceuta de chiripa, creyó que podría repetir suerte con Tánger e intentó un asedio y posteriormente un asalto a la ciudad. La aventura paró en desastre. Los sitiadores portugueses acabaron sitiados por una harka de rifeños y yebalíes que les obligó a rendirse en vergonzosas condiciones el 16 de octubre de ese mismo año. Tres décadas más tarde, en 1471, los portugueses ocupaban pacíficamente la ciudad, abandonada por los marroquíes. Tánger perteneció después al imperio español de Felipe Ii, y tras volver brevemente a Portugal pasó a manos de la corona británica, como dote de la infanta Catalina de Braganza en su boda con Carlos Ii. Los británicos no la defendieron demasiado bien y el siempre atento Mulay Ismaíl la incorporó a su imperio a fines del siglo Xviii. Desde entonces fue marroquí, pero la decisión de los sucesivos sultanes de obligar a los diplomáticos europeos acreditados ante su corte a establecerse en la ciudad, para mantenerlos alejados de Fez, hizo de Tánger el lugar más internacional de Marruecos.
Durante el siglo Xix se sucedieron las intrigas y los tratados, hasta que en 1880 la Convención de Madrid, firmada por los plenipotenciarios de trece países, reguló el estatuto de los diplomáticos y extranjeros asentados en la ciudad y garantizó en contrapartida la independencia del imperio jerifiano. Pero todos los grandes estados europeos tenían sus cálculos sobre Marruecos, y en los primeros años del siglo Xx maniobraban ya para acabar con esa reconocida independencia marroquí. A las intrigas de Francia, Gran Bretaña y España, el káiser Guillermo Ii respondió con un golpe de efecto. El 31 de marzo de 1905, a la cabeza de una imponente escuadra, entró en la rada de Tánger y desembarcó en la ciudad, donde le recibió una multitud entusiasta de 100.000 personas. Tras proclamar su respeto a la independencia de Marruecos y su esperanza de que el país otorgara iguales oportunidades a todos los demás países, descubrió sus intenciones: «Mi visita a Tánger tiene por finalidad hacer saber que estoy decidido a hacer todo lo que esté en mi poder para salvaguardar eficazmente los intereses de Alemania en Marruecos. Porque considero al sultán absolutamente libre, es con él con quien quiero entenderme acerca de los medios apropiados para salvaguardar sus intereses».
Resultado indirecto de aquella bravuconada fue el Acta de Algeciras de 1906, donde las potencias coloniales reequilibraron transitoriamente sus intereses en África y se gestó el embrión del futuro Protectorado francoespañol. En 1912, al instaurarse dicho Protectorado, se otorgó a Tánger régimen internacional y quedó bajo el gobierno de una comisión con representación francesa, británica y española. La internacionalización se completó en 1925, cuando se incorporaron al gobierno de la ciudad Portugal, Bélgica, Italia, los Países Bajos y los Estados Unidos. El ex sultán Mulay Hafid, el mismo con el que el káiser decía querer entenderse en 1905, luego depuesto por los europeos y por aquel entonces residente en la ciudad, ironizaría sobre este gobierno multinacional con una ocurrente pará bola. En el juicio final, las gentes de Tánger comparecen ante el juez supremo y éste les dice: «Sois los peores y los últimos de los hombres, ¿cómo lo habéis conseguido?" A lo que los tangerinos responden: «Hemos pecado, pero nuestro gobierno era internacional y estábamos administrados por todos los representantes de Europa». Y entonces Dios les dice: «Bastante castigo habéis tenido ya. Vamos, entrad al paraíso».
Con el intervalo de la ocupación española entre 1940 y 1945, Tánger continuaría bajo la administración de las potencias signatarias del acuerdo de 1925 hasta 1956, el año de la independencia de Marruecos. Fue precisamente en Tánger, en 1947, donde Mohammed V reivindicó esa independencia. Hay fotografías en las que el rey aparece rodeado por una multitud compacta, completamente vestido de blanco y montado en un caballo del mismo color. Alguien sujeta un parasol sobre su cabeza. La figura solitaria del rey que vino a Tánger a pedir su reino tiene un emotivo aire de fragilidad.
Tratados y pactos aparte, el caso es que desde fines del siglo Xix Tánger estuvo en manos de los extranjeros, dirigidos por las legaciones diplomáticas respectivas. Por intentar abusar de ellos perdió el Raisuni su cargo de bajá de la ciudad. La corporación municipal tenía 20 representantes europeos y 20 indígenas, pero en la práctica la que gobernó Tánger durante años fue la llamada Comisión de Higiene, «ninguno de cuyos miembros sabía qué cosa higiene fuese, aunque hubo entre ellos más de un médico», si hemos de atender al cáustico veredicto del geógrafo pro bereber Gonzalo de Reparaz. Esta comisión, manejada libremente por los diplomáticos extranjeros, organizaba los servicios públicos y mantenía el orden en la ciudad. Bajo su gobierno Tánger venía a ser mitad africana, mitad europea, y en el fondo no era ni lo uno ni lo otro.
Hasta que le echaron de la ciudad y de su puesto en la Legación por escribir un artículo tildado de anties pañol, Reparaz, como otros muchos compatriotas, vivió y trabajó en Tánger. Gracias a él disponemos de un retrato que nos acerca a cómo eran los aproximadamente 6.000 españoles que vivían en Tánger en 1909. Según Reparaz, la colonia estaba encabezada por una élite formada por empleados del Estado, el Banco de España, la Compañía Transatlántica y la Red Telefónica, más un pequeño número de tenderos y comerciantes. La Junta de Comercio española y el Casino español de Tánger venían a ser los dos centros principales de esta minoría acomodada. Después de ellos, venía un populoso segmento inferior compuesto por «arrieros, cabreros, carboneros, albañiles, canteros, hortelanos; gente muy pobre y en gran parte sospechosa». Y finalmente, la colonia la completaba «una masa considerable de sujetos sin oficio conocido, zánganos de todas clases, hampones, fugados de presidio, mal relacionados con la Guardia Civil, betuneros, vendedores de cacahuetes, mendigos de oficio, etcétera». De esta plebe española afirma Reparaz: "El ochenta por ciento no sabe leer ni escribir. Vienen, ignórase de dónde; viven, no se sabe cómo; van, a donde pueden". Los desheredados españoles de Tánger, según el testimonio de Reparaz, eran bebedores, jugadores, viciosos y blasfemos, y vivían en su mayoría en patios infectos a los que llamaban aduares, como los poblados marroquíes. Por otro lado, la mayor parte de las prostitutas de Tánger eran españolas. Cobraban 30 céntimos, mucho menos que las francesas. Las meretrices españolas eran las únicas mujeres europeas que podían permitirse los moros, y éstos no sólo disfrutaban regularmente de ellas sino que también las maltrataban si les venía en gana.
Resulta todavía perceptible al atravesar las calles de Tánger la mezcla promiscua entre lo europeo y lo africano que la ciudad ha albergado durante décadas. El estatuto internacional trajo aquí por oficio a funcionarios de las potencias participantes en el gobierno de la ciudad, y atrajo por distintas razones a aventureros y exilados de toda clase y condición (algunos después ilustres y en buena medida forjadores de la leyenda, como el inevitable Paul Bowles). Aquí se alentaron continuas conspiraciones, desde la de Reparaz en favor de la penetración pacífica de España en Marruecos, hasta la de las distintas potencias que durante la guerra del Rif entraron en tratos con los rebeldes. Tánger era el lugar ideal para estas maniobras, en la retaguardia española y estratégicamente asomada al punto de encuentro entre el Mediterráneo y el Atlántico. La convivencia entre europeos y marroquíes tuvo momentos pasmosos, como la época de los incorregibles secuestros del Raisuni, y otros de agravio, como los encantadores días de la ciudad internacional, cuando los opulentos europeos paseaban absortos entre la miseria de la kasba y vivían un sueño oriental en medio de la cochambrosa pesadilla del resto. Cuenta Ramón Buenaventura, cuya juventud transcurrió en la Tánger de poco antes de la independencia, que había incluso playas separadas, para moros y europeos, y que cuando fue a Madrid le extrañó que los barrenderos fueran españoles, porque para el adolescente tangerino ése era oficio de moros. Pese a haber nacido en la ciudad, Buenaventura confiesa que no habló con una chica marroquí hasta los veinticuatro años. Hoy todo está mucho más difuminado y sin embargo Tánger conserva el rastro de aquel tiempo en que en la ciudad coexistían dos mundos, el de los excéntricos y las recepciones en las embajadas y el de los que luchaban simplemente por no morirse de hambre. La imagen misma de la ciudad, quitando las modernas adherencias, es la de esa herida nunca suturada.
En las calles, esta tarde, vemos sobre todo turistas nacionales y unos pocos extranjeros. Son una masa ruidosa, anárquica, apresurada. Pero de pronto, en mitad de la avenida, aparece una marroquí elegantísima, que camina despaciosa y solemne junto a una criada. Va erguida, con la cabeza cubierta de la misma seda verde que el resto del cuerpo y el rostro tapado por un velo negro. Por sus formas se adivina que ya no es una mujer joven, pero el desconocido sólo atisba de ella sus quietos e implacables ojos oscuros, que lo contemplan todo como un vil espectáculo de decadencia. Puede ser una hija de la vieja Tánger, que forjó su orgullo para que los usurpadores extranjeros no la miraran con altanería, como a una mora cualquiera. Quién sabe, quizá ahora los echa de menos. Es de las pocas tangerinas, por cierto, que vemos con el rostro velado.
Confirmamos la reserva en el hotel, bastante céntrico, y seguimos avanzando hacia el oeste a través de la ciudad, o lo que es lo mismo, muy tortuosamente. El eje que forman el boulevard Mohammed V, el boulevard Pasteur y la rue de Belgique no es demasiado ancho y los coches lo colapsan con facilidad. Nos armamos de paciencia y aprovechamos para observar el paisaje tangerino. En este momento pasamos junto a la terraza del boulevard Pasteur, un lugar de reunión con una hermosa vista sobre la bahía. Un poco más allá está la place de Mohammed V, antigua de France, y en ella, discreto y casi insulso, avistamos el café de París, afamado centro de reunión de la antigua ciudad internacional. Decepciona su aspecto, lúgubre y pasado de moda.
Si hubiéramos podido venir a este café una tarde cualquiera de fines de los años sesenta, nos habríamos encontrado con un viejo rifeño tomando apaciblemente su té a la hierbabuena o su café en alguna mesa apartada. A cualquiera le habría costado reconocer en aquel parroquiano a Mohammed Azerkán, ex ministro de asuntos exteriores de la República del Rif, Pajarito para los españoles. Retirado en Tánger, apuraba sus últimos años sin que nadie supiera que era el mismo hombre que había osado rechazar el ultimátum de España y proclamar ante sus embajadores el orgullo rifeño. No resistió hasta la muerte, como prometiera en sus bellas misivas, pero si hay una palabra a la que se puede y se debe ser infiel, ésa es sin duda la que compromete la propia destrucción.
La rue de Belgique lleva hasta la place de Kuwait. Desde ella tomamos la avenue Sidi Mohammed ben Abdallah y después la rue de la Montagne. A partir de aquí el tráfico empieza a perder intensidad, y pronto se hacen empinadas las calles. Estamos subiendo a una de las colinas que forman el anfiteatro sobre la bahía. Cuando al fin la coronamos, tenemos por primera vez una imagen despejada de la ciudad. Tánger se nos aparece como una gran olla blanca, con sus casas apretadas las unas contra las otras. Sobresale la altura de la kasba, rodeada por sus murallas, y dentro de ella el minarete de la mezquita. En lo alto de las colinas localizamos bonitas villas, a las que cabe imaginar deliciosas vistas sobre la bahía y la ciudad. Manteniendo nuestra dirección llegamos a algunos de los barrios periféricos más pudientes. Aquí desaparece la mugre y el caos casi por completo. Las calles y las casas recuerdan a las de cualquier urbanización de la Costa del Sol. Como en cualquiera de esas urbanizaciones, se ve pasar a chicos y chicas en ciclomotores y hay coches de distintas nacionalidades aparcados frente a los chalés. A partir de ahora nos encontramos también con algunos hoteles de lujo, cuyos jardines de ensueño apenas se dejan ver desde la puerta siempre rigurosamente vigilada.
La ruta sube y baja, siguiendo los relieves de las colinas. Esta parte occidental y arrabalesca de Tánger resulta todo lo amena y escrupulosa que no es su zona céntrica. Sigue imperando una blancura uniforme, que a la luz de la tarde se atenúa blandamente. Y aunque las casas nos impiden ver el mar, se huele su cercanía. Así llegamos ante lo que podría parecer la entrada de otro hotel, si no fuera por los soldados armados de la puerta, que nos mueven más bien a suponer que es el palacio de alguien importante. Por estas colinas, en resumen, se extiende una Tánger rica y prohibida, reservada únicamente a los privilegiados, que mira displicente hacia el centro donde se amontona la chusma. Nunca me ha interesado mucho esta clase de ciudades, pese a su relumbre. Todas tien den a parecerse y a atraer cierto tipo de manifestaciones de la cursilería universal, con las que se dilapida la belleza natural sobre la que normalmente se organiza el tinglado.
Vislumbramos un bosque al fondo de la carretera. Más allá se pone el sol, al que venimos persiguiendo desde Melilla. Viéndole declinar, sentimos como si se nos escapara algo más que la luz. Se nos acaba Tánger, si esto sigue mereciendo el nombre, pero todavía nos quedan unos kilómetros hasta el cabo. Allí, precisamente allí, corresponde que terminemos nuestro viaje. Somos viajeros tradicionales y nuestra ruta debe morir en un finisterre. A éste de África le dicen Cabo Espartel.
Por una extraña casualidad, los tres cabos donde he tenido la más palpable sensación de fin del mundo son cabos noroccidentales. Al noroeste está el Cabo Finisterre, el último lugar de España y el primero a donde llega el viento del Atlántico. He aspirado ese aire intacto sobre sus castigadas rocas, donde hasta en los días más sosegados golpea un mar roto de espumas. En el último noroeste se encuentra también Cape Wrath, el Cabo de la Ira, donde los páramos de las Highlands escocesas se asoman temerosos a un acantilado que cae a pico sobre un mar ancho y salvaje. También he ido allí y en un prado próximo a su faro he disfrutado la limpia soledad del paraje extremo. Y ahora toca este Cabo Espartel, punta noroccidental de Marruecos y de África, viejo finisterre fenicio y remate insustituible de nuestro viaje marroquí.
Desde los últimos barrios de Tánger, la carretera hacia el cabo recorre un paraje de colinas boscosas. Vemos a bastantes familias de picnic entre los árboles, o en los promontorios desde los que se contempla la ciudad en lontananza. Hay tráfico de excursionistas que regresan, aunque ya son menos los que nos acompañan en dirección al cabo. Por aquí se halla también el Mirador de Perdicaris, llamado así en homenaje al falso estadounidense secuestrado por el Raisuni. Ignoramos si haberle dado su nombre al mirador tiene algún fundamento concreto en la peripecia de aquel sujeto o si se trataba sólo de buscar algo que sonara para los turistas.
Al fin la carretera tuerce hacia el cabo propiamente dicho, siempre sin salir del bosque. Tras un recodo, aparece la torre amarilla del faro, de planta cuadrada y un vago aire morisco, mezcla de minarete y torreón defensivo, que le confiere cierta singularidad. Fueron los extranjeros, tras el acuerdo alcanzado en 1865 entre el sultán y el cuerpo diplomático acreditado en Tánger, quienes levantaron este faro sobre el Cabo Espartel. Sólo la torre sobresale en medio de la densa vegetación. El resto del edificio queda semioculto por una línea de palmeras. En su conjunto, la imagen, lánguidamente colonial, es digna del extremo africano, como lo es del español el macizo faro de Finisterre o corresponde al escocés el modesto faro blanco de Cape Wrath. Los cabos del fin del mundo no estarían completos sin su faro, que es a la vez su atalaya, su antorcha y su insignia.
El paisaje del cabo, por lo demás, no es muy impresionante. Al final de la carretera hay un aparcamiento y alrededor de él algunos puestos de recuerdos y baratijas. Desde aquí, los árboles impiden obtener una buena perspectiva del contorno oceánico. En los espacios que quedan abiertos a nuestra vista, se extiende esta tarde un mar de color gris azulado, con matices violetas. Hemos llegado a tiempo de ver ponerse el sol, cuyos rayos iluminan en un último esfuerzo la pared occidental del faro y levantan de la superficie del agua un destello melancólico. El Atlántico está hoy tan quieto que ni siquiera se le ve golpear los peñascos que emergen del agua en las inmediaciones del cabo. Al norte se adivina la costa española, y al oeste, donde el día muere por momentos, la inmensa distancia del océano inacabable. No sin esfuerzo conse guimos encontrar un sitio desde el que poder mirar también hacia el sur. Lo que desde él se nos ofrece es la larga línea de las playas que se extienden hasta Arcila, sesenta kilómetros de arena dorada que constituyen una de las principales atracciones turísticas de Tánger. La franja amarilla se prolonga hasta más allá de donde llega la vista.
Dejamos que nos anochezca en el Cabo Espartel. En la ciudad ya no hay ninguna atracción turística abierta y todo lo que podremos hacer es pasear por sus calles, para lo que tenemos todavía unas horas. No vamos a visitar ninguno de los muchos museos de Tánger, ni podremos tampoco conocer la propia ciudad con demasiada profundidad. Pero no importa, porque en nuestro viaje Tánger sólo es esto, el final, este híbrido irrepetible de Europa y África desde el que daremos el salto de regreso. Aquí se nos deshace entre los dedos Marruecos; aquí empezamos a sentir ya la nostalgia. Tánger, en su lenta ruina, es una ciudad apropiada para este tipo de sensaciones, y también es lugar a propósito este cabo que se alza silencioso y solitario sobre el océano.
Mirando el Atlántico sentimos la suave desolación del viajero a quien ya no aguardan más descubrimientos, la tristeza del iluso a quien ya no le cabe esperar más sorpresas. El viaje está cumplido y toda la meditación que hacemos en este instante final es que tendremos que volver. Ningún viaje es necesario ni sirve para mucho si no se siente al final esto, este deseo y esta convicción de que habrá que repetirlo algún día. Ningún viaje es verdadero, en el fondo, si no descubre una patria del alma a la que el alma quiera siempre retornar. Desde ahora, nuestras almas también son un poco marroquíes. Cuando el recuerdo de Marruecos nos reclame, como una droga, sufriremos el síndrome de abstinencia y nos dejaremos recaer. ¿Cuándo? ¿Cuántas veces? Que Alá lo decida.
De vuelta hacia el centro de Tánger, sintonizamos en la radio del coche una emisora española. Tarda bien poco en irrumpir la melodía de la indiscutible canción nacional del verano, La Flaca. Ahora que empezamos a prepararnos para volver, nos produce un regusto agridulce oírla. Es una canción pegadiza, en la que uno se deja ir con facilidad. Gracias a ella, seguimos viendo Marruecos, pero en nuestros oídos suena España, disfrazada de son caribeño. Imagino una terraza de Madrid, donde a estas horas puede estar sonando esta misma música. Mañana estaremos allí, y será placentero que al volver a oír esta canción nos acordemos de Tánger. A veces uno sospecha que lo mejor de la vida es la capacidad de juntar en cualquier parte y de cualquier manera las impresiones dejadas por todo lo que a uno le ha conmovido. Uno va haciendo acopio de impresiones y, en cualquier lugar donde se halle, todas esas impresiones conviven en su interior. Nadie tiene más, ni menos, que la suma de sus impresiones y sus heridas.
Nos acercamos hasta el puerto para comprar los pasajes del barco. Los conseguimos en un despacho de billetes de la avenue d'Espagne. De noche no se aprecia bien, pero la fila de los viejos edificios blancos que forman esta avenida es una de las imágenes más conocidas de Tánger, y la primera que sale en las películas cuya acción se sitúa en la ciudad. El despacho de billetes es un lugar cochambroso, un tanto siniestro. Nos atienden en español y nos suministran con diligencia nuestros pasajes. A la salida nos encontramos con un grupo de marroquíes que conducen un coche con matrícula de Valencia y que miran muy interesados el nuestro. Nos preguntan si somos españoles y no dejan de observarnos hasta que arrancamos y desaparecemos.
Antes de irnos trato de echar un vistazo al puerto, pero no es demasiado lo que se ve desde aquí. Recuerdo la historia (acaso algo novelada) que cuenta Reparaz que le sucedió en este mismo puerto de Tánger una noche de 1911. Al parecer paseaba solo por el muelle cuando unos hombres con navajas, afirma él que contratados por notables de la colonia española con la aquiescencia del rey, le salieron al paso con intenciones inequívocamente hostiles. Hacía poco que Reparaz había publicado su famoso artículo, al que debía ya la enemistad de casi toda la colonia, así que estaba prevenido. Según él, hizo ver a los matones que llevaba una pistola y los puso en fuga. La denuncia forma parte de un grueso alegato titulado Alfonso Xiii y sus cómplices, en el que acaba acusando al rey de absolutismo encubierto, connivencia en la malversación de fondos públicos y aceptación de sobornos (en forma de acciones liberadas de todas las sociedades que se constituían para negociar en África). Uniendo a todo eso la acusación de genocidio por los más de 60.000 españoles muertos en la guerra, Reparaz termina maldiciendo para siempre la monarquía. No es el libro más ecuánime de su autor, y en sus páginas se adivinan algunos rencores y llega a sospecharse cierto egocentrismo, pero en varias cosas tiene razón. Primera, en denunciar la torpe alianza entre los militares y el rey contra los políticos. Segunda, en sostener que en Marruecos las armas debían usarse lo justo, porque sólo con las armas no se iba a ninguna parte. Y tercera, en proclamar que la escabechina marroquí había de costarle la corona a quien fue su constante alentador.
Vamos al hotel. En un alarde de fortuna, aparcamos a apenas treinta metros de la puerta. La maniobra está ajustada y un anciano guardacoches viene en seguida a guiar a mi tío. Después se vuelve a una silla de tijera que tiene colocada en una esquina, para poder controlar más calles. Allí esperará a que volvamos para pagarle por su vigilancia.?Cuánto tiempo? Hasta mañana nosotros no moveremos el coche.
Después de cambiarnos de ropa, nos encontramos en el vestíbulo del hotel. Está lleno de familias, niños que corren aquí y allá y padres resignados que los gobiernan como buenamente pueden. La mayor parte son marroquíes. El hotel no está mal, aunque resulta un poco antiguo, como muchos de Marruecos. A veces a uno le sorprende encontrar tanto mobiliario de los años setenta, esa época en la que la fealdad de los objetos, instalada en las mentes de todos los diseñadores, nos tenía sitiados.
Salimos a dar una vuelta a pie por la ciudad. El boulevard Pasteur está esta noche de bote en bote. Los paseantes lo recorren arriba y abajo, muchos vestidos para la ocasión. Por la manera de moverse y la indumentaria, son en su mayoría marroquíes urbanos que vienen a Tánger de vacaciones. Pasan coches con la música alta, algunos con matrícula marroquí y muchos con matrícula extranjera, aunque en general son también marroquíes los conductores. En las tiendas, la mayoría de ellas abiertas (el horario comercial en Marruecos puede prolongarse casi indefinidamente), reina una escasa actividad. Cuando entramos a curiosear en un par de comercios, los vendedores se nos echan literalmente encima. Pero todo nos parece feo y caro y no compramos nada. Lo que sí compramos son varios cucuruchos de cacahuetes, a un dirham cada uno. Muchos de los transeúntes los van comiendo y no queremos ser menos.
Durante nuestra caminata, encontramos alguno de los vestigios de la ciudad internacional. Nos tropezamos con un instituto español, un centro judío o un liceo francés. En la terraza del boulevard Pasteur nos acodamos junto a los viejos cañones que en otro tiempo vigilaban la bahía. Hoy los niños se suben en ellos y el resto de la gente charla alrededor. Viene una brisa fresca que hace bajar la temperatura y que invita a quedarse aquí. Desde este lugar se siente la desidia de Tánger. Ninguno de sus habitantes parece estar interesado en defenderla frente al enjambre de visitantes que se enseñorean ruidosamente de sus calles sucias. Uno sospecha al tangerino en ese hombre que está sentado sobre un poyo con los ojos vacíos, o en aquel otro que camina por la avenida sin prisa y que observa en silencio el espectáculo de los forasteros. Será verdad que Tánger se muere y que a nadie le importa, y menos que nadie a quienes en ella viven o tan sólo subsisten. Cabe suponer que cualquiera de ellos cambiaría su agujero en la legendaria y decadente ciudad por un piso nuevo e insípido en un arrabal de la próspera Casablanca.
Precedidos por mi tío, nos internamos por las calles de la ciudad nueva. Estos barrios no resultan muy atrayentes. Son como los de cualquier ciudad de provincias, o más bien como los más astrosos de cualquier ciudad de provincias. La basura se amontona en la puerta de los comercios y atufa intensamente el ambiente. Las aceras están llenas de coches mal aparcados, que obstruyen todos los pasos. Y sin embargo, esta Tánger resulta familiar y hospitalaria, como si sus calles fueran las de nuestra propia ciudad. Es posible, incluso probable, que uno se sienta extranjero paseando por algunos rincones de la ciudad en la que vive y que en cambio sienta que pertenece a determinados espacios de otra en la que está de paso. La ciudad interior está hecha de retazos de varias ciudades diferentes, algunas lejanas, muchas imprevistas. La ciudad interior es esa ciudad por la que solemos pasear cuando la conciencia se ha retirado y el sueño decide, inapelable, a dónde vamos y en qué nos metemos. No nos sorprendería mucho que la próxima vez que nos soñemos, fuera en estas anónimas calles de Tánger.
No caminamos por aquí a bulto. Mis tíos nos conducen a un restaurante en el que suelen comer cuando vienen a Tánger. Lo regenta un judío y nos aseguran que es confortable y tranquilo. El restaurante resulta tener una terraza en un callejón peatonal, donde nos instalamos. La noche se ha quedado fantástica, ni fría ni calurosa. El dueño saluda a mi tío y nos preguntan qué vamos a comer. Todos lo tenemos claro. Es la última noche y no podemos dejar de pedir pinchos de carne. Los pinchos de carne de Marruecos no se parecen mucho a los que normalmente le sirven a uno en España. Para empezar aquí la carne no es de cerdo, sino de cordero, y la aromática combinación de especias tiene un grado de refinamiento bastante superior al grosero adobo de los pinchos españoles.
Mientras damos cuenta de nuestra cena bajo el cielo estrellado de la noche tangerina, hablamos con mis tíos del futuro. No es un momento demasiado bueno en Marruecos. Hay crisis económica y sobre todo una crisis social. El auge de los integristas islámicos, especialmente intenso en los barrios humildes de las ciudades, no es un fenómeno casual. Cuando la gente no encuentra pan y el gobierno no le ofrece soluciones, la predisposición a pedírselas a Alá se incrementa. En teoría el rey es el príncipe de los creyentes y jefe religioso del país, pero no es difícil para los líderes integristas defender ante la gente que el Islam que ellos predican es más puro. A fin de cuentas ellos no juegan al golf, ni tienen debilidad por los lujos, occidentales o no. Pese a todo, existe una relativa convicción de que mientras el rey viva y siga con su política de mano dura frente al fanatismo religioso, el problema estará controlado. De lo que pase después, ya nadie responde. Se percibe incluso un fatalismo, una resignación a que todo empeore o aun llegue a los extremos dementes de Argelia. De momento la frontera está cerrada, pero a nadie se le oculta que ésa no es la solución. Algunos tienen sus ilusiones puestas en las elecciones del año próximo, en que la oposición al gobierno actual gane * y el rey no impida las reformas que todos piden a gritos. Muchos dudan de que eso sea suficiente.
Después de repasar este panorama, el gesto de mis tíos se vuelve sombrío. Si las cosas se pudren como en Argelia, tendrán que irse, porque mi tía pasaría a ser un objetivo de la venganza integrista. Tampoco creen que mis primas, a la larga, vayan a quedarse en Marruecos. Es duro que cuando uno se acerca a la vejez acudan al horizonte semejantes nubarrones y la vida entera se llene de incertidumbre. Pero no quieren que nuestras últimas horas en Marruecos transcurran en torno a estos asuntos.
– De momento la cosa no es grave -trata de animarse mi tía-. Así que tenéis que venir más, y tú tienes que traer a tu mujer. Podéis hacer una escapada a Agadir, que es un sitio precioso, limpio y cuidado como Europa.
Al final de la cena, tomamos un té. Lo saboreamos despacio, mientras la brisa nos acaricia el rostro. Hemos aprendido a hacerlo y hemos comprado teteras y té verde. La hierbabuena podemos cultivarla nosotros mismos. Tomar este té en Madrid será un rito de recuerdo. Mientras alcemos la tetera para hacer espuma, evocaremos los tés que tomamos en Nador, Alhucemas, Meknés, o este último de Tánger. Y haremos los tres vertidos de los tuaregs del desierto: el que es amargo como la vida, el que es dulce como el amor, el que es suave como la muerte.
Antes de acostarme me asomo a la terraza de la habitación del hotel, sobre el boulevard Mohammed V. La avenida está bastante iluminada, pero el resto de la ciudad tiene una luz débil. Brillan las estrellas en lo alto y me acuerdo de un pasaje de Reparaz, escrito en el exilio argentino muchos años después, donde el geógrafo evoca las noches que se pasaba extasiado en su azotea de Tánger, mientras contemplaba las constelaciones en el firmamento que se extendía sobre su cabeza llena de proyectos frustrados. También soy partidario de las terrazas y las azoteas, y aunque este balcón no sea demasiado amplio, me quedo un rato sentado en él con la cara vuelta al cielo. No quiero pensar en nada, y menos aún quiero improvisar resúmenes que siempre son falsos e inútiles. Sólo tengo ante mí las estrellas sobre Tánger y el silencio que se apodera de la ciudad.
Vuelvo a asomarme un cuarto de hora después y en una esquina diviso a al guien que me resulta conocido. Es el viejecillo que nos guarda el coche. Está sentado en su silla de tijera y se frota las manos. De pronto hace un poco de frío, y más para un hombre de su edad. Comprendo con un sobresalto que va a pasarse la noche en vela, y que mañana, cuando vayamos a recoger el coche, nos estará esperando para mostrarnos que no ha sufrido ningún daño y recibir su recompensa. Será más de lo normal, pongamos unos cinco dirhams. O lo que es lo mismo, setenta y cinco pesetas. Una noche de vela y frío por setenta y cinco pesetas. Y el viejecillo no se quejará de su suerte. Me dirijo a la cama con un amargo sentimiento de vergüenza.