La primera imagen de Melilla la obtenemos desde el aire, mientras nuestro minúsculo aeroplano da las preceptivas vueltas de aproximación a la pista de aterrizaje que se ha conseguido habilitar en el poco terreno disponible. Lo más honrado que puede decirse de esta impresión de pájaro es que no resulta en exceso halagüeña. Desde arriba, la ciudad queda delatada no sólo en su angostura, sino también en su desamparada promiscuidad con los alrededores. Para bien o para mal, la vista aérea no reconoce rayas divisorias, y al observador le resulta imposible ceñir la mirada a Melilla, una superficie de unos pocos kilómetros cuadrados arrinconada contra una playa. Sin querer, los ojos se van en seguida a lo demás, a los relieves y elevaciones por los que se desparraman las casas blancas de Marruecos. El país limítrofe alcanza su más apabullante presencia en el monte Gurugú, al que la ciudad queda inapelablemente sometida.
Con una maniobra ajustada, el avión toma tierra. Tras cumplir el consabido ritual de desabrochado de cinturones y recuperación de bultos, nos asomamos a la escalerilla. Una bofetada de aire tropical, caliente y húmedo, nos sacude el rostro y el cuerpo. Es la primera sensación del aire de África, que en nuestro caso tiene esa contundencia con que los desplazamientos aéreos le hacen sentir a uno el cambio de ambiente. Estamos, además, a finales de julio, cuando más inclemente, por caluroso, es el clima aquí.
En el pequeño edificio terminal del aeropuerto, los pasajeros del avión son casi en su totalidad recibidos por personas del lugar. Incluso los que no tienen a nadie esperando se mueven con ese desembarazo que distingue a los que no llegan por primera vez a un sitio. Todos ellos son residentes, actuales o antiguos, o familiares de residentes. No hay un solo turista, salvo que pueda contársenos como tales (y puede, quizá) a nosotros tres. A esta ciudad nadie viene si no tiene alguna razón perentoria o ineludible para venir, y menos en julio, época en la que tantos otros y apetecibles destinos se ofrecen al ocioso. Cuando días atrás, en Madrid, hemos dicho que hoy volaríamos a Melilla, quienes nos escuchaban lo han considerado casi invariablemente una extravagancia. La única excepción al estupor y la incomprensión ha sido una mujer nacida en la ciudad, y que quizá siente por ella la ceguera del cariño. Esta mujer, con todo, ha juzgado algo extraño el resto de nuestro itinerario por Marruecos, que en parte ha recorrido ella misma.
Todos los pasajeros tienen un coche esperando a la puerta, salvo nosotros, que nos vemos obligados a coger un taxi que aguarda sin mucha esperanza a la salida del edificio terminal. Es un Mercedes antediluviano, sucio y corroído, el primero de los miles que veremos durante nuestro viaje. Al volante se sienta un notorio ex legionario, y es imposible equivocarse por la planta, los tatuajes y las insignias en el salpicadero (entre ellas, una de las fuerzas expedicionarias en Bosnia). Hasta lleva la bandera con el águila en la correa del reloj. Le damos la dirección de nuestro hotel, en el centro. Lo ubica, naturalmente, porque no hacerlo implicaría una colosal desmemoria para alguien en su circunstancia. Durante el trayecto, siento la comezón de interrogarle y tratar de sacarle la historia que le llevó allí, al Tercio, y luego, tras licenciarse, le hizo taxista en la exigua ciudad colonial. He tratado con otros ex legionarios, en Málaga, cuando iba allí a pasar el verano con mi familia, y les he oído narrar de corrido a mi padre sus peripecias. Pero quizá éste no participe de la locuacidad proverbial de aquellos, y de hecho su gesto, un poco reconcentrado, no lo augura. Como voy sentado a su lado y me resulta violento no cambiar palabra, elijo un tema neutro y le pido algunas precisiones geográficas sobre la situación del aeropuerto y los puestos fronterizos. En rigor no las necesitamos, gracias al estudio previo del mapa de la ciudad, pero me permiten ir ablandando su costra. Al cabo de pocos minutos llegamos a las inmediaciones del centro y pasamos bajo el puente del antiguo ferrocarril de las minas. Lo reconozco por las fotografías que he visto de él. Eran fotografías de otro tiempo, exactamente de los oscuros días del desastre de 1921, cuando hasta aquí llegaban los cañonazos de los rifeños, pero apenas ha cambiado su inconfundible silueta de hormigón. No obstante mi certeza, consulto con el conductor si ése es el puente del antiguo ferrocarril de las minas. El ex legionario pone un gesto de ostensible asombro. Los forasteros que caen por el aeropuerto deben de ser en general fastidiados padres que acuden de mala gana a la jura de bandera de sus desgraciados hijos, a los que la crueldad del sorteo militar destinó a este agujero africano. Seguramente no es habitual que se interesen por los monumentos de la ciudad, y mucho menos que los señalen como quien reconoce algo que esperaba ver. Desde ese momento es mucho más amable, pero el trayecto se acaba y la ocasión de ahondar ya se ha perdido. Al cabo de cinco minutos estamos ante el hotel, y el ex legionario, a quien hemos dado una razonable propina, nos ayuda a descargar los bultos y se despide con una advertencia amistosa:
– Tengan cuidado con los moros chicos.
En ese momento, un remolino de cinco o seis niños y niñas de no más de nueve años se organiza a nuestro alrededor. Es el primer contacto con la mendicidad de Marruecos, abnegada y acuciante como ninguna otra que hayamos conocido, y que en la ciudad española incrustada en el lomo de su miseria se ejerce regularmente a las puertas de los hoteles. Desde temprana edad, los moros, como los llama con superioridad el taxista y cualquier otro español que haya vivido aquí un par de meses, saben que no se puede esperar mucho de los residentes, que están insensibilizados a su portentoso aparato petitorio. Los forasteros, los que recalan en los hoteles, son las víctimas predilectas. Por eso los niños se agarran a nuestros macutos, a las piernas, nos tiran de la ropa. Con esfuerzo (nadie sale a espantarlos, como ocurriría en cualquier otro negocio del implacable occidente o incluso del mismo Marruecos), conseguimos entrar en el hotel. En el mostrador nos aguarda muy ligeramente, sin ninguna curiosidad, un hombre de aspecto amargado. Lo único un poco llamativo que percibo en su mirada es una extrañeza desvaída, la que le produce ver entrar a tres tipos de unos treinta años con aspecto de exploradores. Quién puede tener nada que explorar aquí, a esa edad y en estas fechas, en vez de irse a ligar a Mallorca o a Benidorm? Una décima de segundo después, el hombre del mostrador se provee de una esforzada sonrisa comercial y nos da la bienvenida. Confirma que tenemos una reserva, toma nuestros datos y hace que nos acompañen a las habitaciones. Cada uno toma posesión de la suya. Son dignas, aunque viejas. El aspecto del hotel (las paredes, los muebles, las tapicerías) le hace a uno remontarse a como era la Península en 1970. Después, paseando por las calles de Melilla, abandonadas no pocas de ellas a su suerte por las autoridades, podremos confirmar esa impresión de desfase temporal.
La ventana de mi habitación da a un patio mezquino y sucio. Al asomarme a ella percibo junto a mí la presencia de un aparato antediluviano de aire acondicionado, que arranca con un frágil estruendo varios segundos después de apretar el interruptor. Elijo ese momento y el asmático arrullo de la máquina para hacerme yo mismo, como comprobación, la pregunta: Qué hago aquí, en Melilla, este sábado de finales de julio de 1997? Nada de lo que veo debilita, sin embargo, mi convicción acerca de la conveniencia y aun la necesidad de este viaje. Todo lo contrario. Vengo a Melilla porque esperaba encontrar más o menos esto, un lugar que ha quedado descolgado del tiempo, como un residuo dejado por la historia. Vengo en parte por esa historia, y por eso vengo a finales de julio. Fue a finales de julio de 1921 cuando el ejército español sufrió en la zona de Melilla uno de sus más sonados reveses, quizá el que encabezaría con toda justicia el apretado libro que podría titularse Grandes derrotas de la historia militar española. Cuando menos, es el descalabro más extraordinario del siglo, y aunque casi todos los españoles de mi generación tienen o han debido tener un abuelo o un tío abuelo que participó en aquella infausta guerra, una espesa capa de silencio y de vergüenza la ha mantenido ajena a la conciencia de mis compatriotas. Hace poco se cumplieron 75 años del desastre, y como siempre que se conmemora un número redondo (o semirredondo), salió algún libro y hubo alguna reseña, pero todo se apagó rápidamente, frente a la pujanza de otros asuntos cruciales con los que la actualidad nacional reclamaba entonces la atención del público. Incluso los intentos de refrescar la memoria fueron más bien anecdóticos: mapitas esquemáticos con las líneas y las posiciones dibujadas, frías cifras de muertos (15.000, 20.000) y fotografías viejas que todos miraban con indiferencia, aunque se tratara de cadáveres pudriéndose al sol. Hay que admitir, indudablemente, que no tenían el lujo de colores con que la televisión nos acerca las masacres del momento. También se pudo ver, no obstante, una fotografía nueva, y por tanto en color. Mostraba a alguien sonriente que se había desplazado con ocasión del aniversario a la llanura de Annual, a unos ciento veinte kilómetros de Melilla. Allí, en Annual, estaba el campamento en el que comenzó el holocausto. En la fotografía era una llanura verde de aspecto inofensivo, casi bucólico, porque el conmemorador en cuestión parecía haber viajado allí en el frescor de la primavera.
Creo que fue esa fotografía colorida lo que me decidió sobre todo a venir en julio, sin riesgo de verdores refrescantes, para contemplar esa misma llanura como la contemplaron los que en ella murieron, y para sentir en la piel y en los sesos el mismo sol que a ellos los abrasaba mientras los acribillaban desde las colinas. Nunca he sido un militarista (aunque de niño corrí acaso el riesgo, como todos), y en el caso de que lo fuera, supongo que no me interesaría por las derrotas. Lo que desde hace años hace que me apasione ese olvidado y ominoso episodio de la historia de mi país es precisamente el sufrimiento desorbitado que tantos españoles hubieron de experimentar, y la inconmensurable estupidez nacional que les condenó a ello. Tampoco tengo tendencias masoquistas, pero siempre he creído que el sufrimiento revela la naturaleza del ser humano, y aquél de 1921 fue un impresionante apocalipsis, en el que miles de hombres fueron sometidos a las pruebas más duras y quedó al descubierto lo mejor y lo peor de ellos. Por eso, y porque aquellos hombres eran nuestros abuelos, me irritó hasta la náusea ver que con ocasión del aniversario se gastaban con desgana unos pocos cientos de miles de pesetas en adecentar malamente alguno de los cementerios africanos donde se pudre la infinidad de muertos españoles de aquella guerra, muchos de ellos en fosas comunes. Por eso, también, me pareció un insulto que se pusieran en aquellos cementerios unas plaquitas conmemorativas y que fuera a inaugurarlas un funcionario de segundo nivel del Ministerio de Defensa, dando lugar a alguna minúscula noticia de periódico. Ante las tumbas de aquellos hombres, enviados a morir en su día con la aquiescencia y el entusiasmo del rey, sólo acudía ahora un funcionario desconocido. Siempre había abrigado el deseo de viajar al Rif, donde ocurrió todo, pero el día que vi al funcionario corriendo la banderita sobre la placa, con cara de estar archivando sin más aquel desafuero y aquel padecimiento tan extremo debajo, me resolví a hacer sin pérdida de tiempo este viaje.
De todas formas, ésta, con ser importante para determinar el momento y el recorrido, no es la principal razón que me atrae a Marruecos. Ni siquiera es la primera, ya que en rigor su propia existencia depende de algunos otros hechos anteriores. En condiciones normales, yo debería haber sido un español ignorante de aquellos sucesos e indiferente a la suerte de Marruecos y de los marroquíes, como casi todos los españoles. Sin embargo, hay algunas circunstancias más que sutiles que me lo impiden.
Desde hace muchos años guardo un librito impreso en Tánger en 1901. Se llama Guía de la conversación y es un manual de árabe marroquí escrito por un tal Reginaldo Ruiz Orsatti, que se titula como "aspirante a joven de lenguas en la Legación de España en Marruecos". El libro está lleno de anotaciones a lápiz y está firmado con mi nombre y primer apellido. Pero yo no hice las anotaciones, ni puse la firma. El autor de unas y otra es mi abuelo paterno, que sirvió en Marruecos de 1920 a 1926 y compró ese libro para tratar de comprender un poco mejor a los hombres contra los que luchaba. Aunque mi abuelo paterno murió cuando yo era pequeño, todavía pude verle alguna vez con la oreja pegada a su vieja radio, para superar su sordera y poder oír los cantos marroquíes que las emisoras del otro lado del Estrecho retransmitían durante todo el día.
– Me gusta oírlos, a los morillos -solía decir-. Me trae recuerdos.
Mi abuelo nunca contaba casi nada de la guerra. Si acaso, pequeñas anécdotas de campamento, pero jamás acciones de combate. Cuando mi padre o cualquier otro le preguntaba cómo había sido la campaña, respondía con su laconismo de andaluz de los montes:
– A tiro limpio -y cambiaba de tema.
Sin embargo, mi padre pudo averiguar algunas cosas por antiguos compañeros de armas de mi abuelo, y estas historias, junto con las que sí consintió en contarle su padre, me las refirió luego muchas veces a mí. Con esas historias que le escuchaba a mi padre fue naciendo en mí la atracción por África en general y por Marruecos en particular, donde mi abuelo había protagonizado todos aquellos hechos extraordinarios. Me asombraban especialmente las pifias de su mono Luisito, que tenía entre otras la insolencia de deshojar los librillos de papel de fumar de los oficiales. Yo sólo había visto monos en el zoo, y a los seis o siete años eran para mí el colmo de lo exótico.
Lo más curioso de todo era que por aquel entonces yo ya había estado en África y en Marruecos. Había ido allí con mis padres cuando tenía tres años, para visitar a una hermana de mi madre que vivía en Rabat. Sin embargo, mis recuerdos eran muy someros, como corresponde a un niño de esa edad. Apenas quedaba en mi memoria la impresión de la explanada frente a la torre Hassan, en Rabat, y una muy borrosa imagen del puerto de Tánger. En cierto modo me fastidiaba aquella sensación, de haber estado en el lugar y no acordarme, y maldecía la inconsciencia de los niños de tres años, que viajan a un lugar fascinante y no se enteran de nada. Aquella rabia no hacía más que acrecentar mi interés por Marruecos, y así fue como a edad más bien temprana, once o doce años, mi padre me permitió leer un libro que se llamaba El desastre de Annual, de Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March. En él se narraba en forma novelada el desastre de 1921, y la historia, la peripecia de aquellos hombres simples arrojados al horror absoluto, me pareció tan poderosa como ninguna otra que hubiera leído hasta entonces, y como quizá muy pocas me lo han parecido después. Los episodios terribles se sucedían, desde el cerco de la posición de Igueriben, donde los sitiados, sin agua, habían terminado por beber colonia, tinta y orines, hasta la trágica rendición de Monte Arruit. Lo que se contaba en la novela era atroz, y lo era singularmente para un chico de doce años que no había tenido que soportar una existencia demasiado dura, pero ya en aquel temprano instante de mi conciencia hubo en aquellos acontecimientos algo que me impedía considerarlos sólo aciagos: fue la primera intuición de su carácter esclarecedor, la aproximación a la experiencia de unos hombres que eran derrotados, en la forma más espantosa en que la derrota pudiera manifestarse, y que aun así asumían el desafío de intentar sobrevivir.
Después de ese libro y en años sucesivos vinieron otros, entre los que quizá ninguno, aunque unos eran más sistemáticos, otros más documentados, y otros de más valor literario, me impresionó como el primero. Un lugar de excepción merecen sin embargo Imán, de Ramón J. Sender, y}La ruta}, de Arturo Barea, donde también se sentía el acercamiento a lo que más me concernía de la remota guerra de Marruecos: el dolor y la perplejidad de aquellos hombres arrancados de su tierra y llevados por fuerza al salvaje matadero del Rif. La afición marroquí, que había empezado como una herencia de la sangre, se había convertido así, merced a las páginas de todos aquellos libros, en una herencia del espíritu que debo a quienes los escribieron; una de las más intensas que me han acompañado y supongo que me acompañarán.
Pero todavía había de suceder algo más para terminar de atarme a esta tierra. Quiso el azar que cuando yo tenía dieciséis años Mi otro abuelo, el materno, muriera mientras pasaba una temporada con mi tía en Rabat. Los gastos de repatriación eran altos, el seguro de decesos que mi abuelo había estado pagando previsoramente durante toda su vida no los cubría y ninguno de los hijos tenía dinero sobrante. De modo que mi abuelo materno fue enterrado en el cementerio católico de Rabat. De esa forma extrema culminaba la vinculación de mi otra rama familiar a Marruecos, una vinculación que había comenzado más de veinte años antes mi tía, cometiendo la unánimemente reputada locura de casarse con un marroquí e irse a vivir a África con él. A mis dieciséis años, la de mi abuelo materno era la primera muerte de alguien con quien había convivido de verdad. Más que con mi otro abuelo, por la mayor proximidad geográfica, y hasta edades más conscientes. Cuando supe que lo enterraban allí, en el cementerio católico de Rabat, me hice una promesa: algún día iría a ese cementerio y pondría sobre su tumba un puñado de tierra de Madrid. Mi abuelo me había acostumbrado a pasear sobre esa tierra, por los senderos de los parques madrileños, y estos paseos, que pueden parecer sólo una expansión trivial, no lo son en absoluto para mí. En cierto modo, mi alma depende de ese rito, que he repetido con devoción durante toda mi Vida. Me dolía de veras que mi abuelo no tuviera en su tumba ni un poco de aquella tierra que había querido y me había enseñado a querer. Si estaba algún día a mi alcance, yo debía subsanar esa falta.
Después de repasar todas estas razones, mi mente vuelve al lugar en el que estoy: a la habitación del hotel de Melilla, a las puertas de ese Marruecos mítico al que vengo, con la conciencia y la temblorosa emoción del adulto, a cumplir aquella promesa de mi adolescencia y a buscar los demás rastros de mi herencia espiritual y sanguínea. Imagino que puede ser difícil para algunos de mis compatriotas comprender el arrebato que me trae aquí. Sé que para muchos Marruecos es hoy día un destino casi rutinario, porque está cerca y resulta asequible a ese turismo de saldo que los verdaderamente pudientes desprecian. La gran paradoja es que esa facilidad no favorece demasiado el conocimiento que los españoles tienen de la vida marroquí. El Marruecos de los folletos y los viajes organizados es apenas un puñado de mercados morunos y mezquitas y, ante todo, una amplia oferta de hoteles lujosos que quedan tirados de precio para los turistas españoles. Entre otras cosas, ese Marruecos excluye cautelarmente el Rif, por donde comienza nuestro viaje (y al que todas las guías turísticas atribuyen peligros que sólo aceptan los que bajan al moro en busca de hachís). El Marruecos consabido es el circuito de las ciudades imperiales, de Fez a Marrakech, cuidadosamente jalonado de comodidades occidentales para que los turistas se paseen por el paisaje sin tener que mezclarse mucho con una gente que en realidad no les importa y a la que consideran naturalmente inferior.
Nosotros no somos aventureros, ni nos damos aires de Lawrence de Arabia; pero no es ése el Marruecos al que venimos. Venimos a otro sitio, y porque venimos con fe, sabemos que vamos a encontrarlo. Sólo los viajeros banales y los que andan al descuido se exponen a la decepción.
Salimos para dar nuestro primer paseo a pie por las calles de la ciudad. De forma natural desembocamos en la plaza de España, donde se sitúan el edificio del gobierno de Melilla y el del casino militar, con mucho los más esplendorosos que se ofrecen a nuestra vista. Nadie puede negar que se encuentran en un estado impecable, que denota la generosa disponibilidad de fondos para su cuidado. Enfrente está el puerto, y en primer término una central eléctrica que abastece de energía a la ciudad. Un poco a mano derecha queda el parque Hernández, y un poco más acá la avenida principal, por donde encaminamos nuestros pasos.
El ambiente del centro de Melilla, en este sábado estival, resulta moderadamente animado. Se ve a la gente ir y venir, aunque no hay mucha actividad en las tiendas que se alinean en la pequeña avenida, una típica calle comercial no muy distinta de las que existen en todas las ciudades españolas. Tengo el recuerdo de Ceuta y la comparación es inevitable. En lo mercantil, Melilla parece más amortecida: los bazares se ven menos surtidos, los vendedores menos esperanzados. Para venir aquí hay que coger el avión o el barco de Málaga, que tiene una travesía mucho más larga y una frecuencia mucho más baja que los transbordadores que unen Ceuta con Algeciras. Melilla dispone de las mismas ventajas fiscales y tiene una tradición de libre comercio más o menos ininterrumpida desde el Tratado de Aranjuez, firmado en 1780 con el sultán de Marruecos, pero su situación geográfica es claramente desventajosa frente a la otra ciudad española de África.
La avenida no es fea. Hay muestras relativamente cuidadas de arquitectura modernista, que se deben entre otros a un tal Enrique Nieto, un seguidor de Gaudí instalado en la ciudad a comienzos de siglo, y a las veleidades artísticas de algunos ingenieros militares. Esta zona inmediata a la plaza de España es con mucho la parte más atractiva de la ciudad, y la única en la que parece haberse hecho un esfuerzo decidido de preservación. Melilla siempre ha estado sometida a la incertidumbre que se deriva de su condición de ciudad incrustada en territorio extranjero, y nunca se ha invertido en ella más de lo imprescindible. Es significativo que a principios de siglo, cuando más exaltado estaba el imperialismo español sobre Marruecos, los alquileres fueran tan elevados como para permitir la amortización de los inmuebles por sus propietarios en un plazo de cuatro o cinco años. Nadie se fiaba de un plazo más largo para recuperar su dinero, porque Melilla siempre ha estado expuesta al fin, a caer en las manos del moro, de las que tan trabajosamente se la viene defendiendo desde hace ya quinientos años.
La avenida se acaba pronto. A medida que nos alejamos y empezamos a subir, aparece ante nosotros la faz menos lucida de la ciudad. Las calles están sucias, los edificios, viejos y descuidados. Las tiendas son sustituidas por los mercadillos callejeros, donde la actividad sí es febril. En ellos se venden productos de aseo personal y de limpieza doméstica, ropa, fruta, hortalizas. A medida que nos internamos en esta zona, ya no cabe hacerse ilusiones: estamos, de golpe, en una ciudad musulmana.
Hasta entonces, mientras avanzábamos por la avenida, nos hemos cruzado esporádicamente con algunos moros de diversos pelajes. Entre todos nos han llamado la atención algunos de edad madura y aspecto señorial, vestidos con chilabas y camisas impolutas, siempre blancas. Detenidos en una esquina o un portal, departían con ese aplomo y esa falta de apresuramiento que distinguen a quienes han conseguido sujetar las riendas de la vida. En modo alguno se les veía disminuidos o apocados en la avenida principal de la ciudad gobernada por los europeos. He podido, al paso, fijarme en el costosísimo reloj de oro de uno de ellos, y me han asaltado intuiciones razonables acerca de la manera en que se ganan el respeto de quienes tienen en la mente y en la sangre la irresistible propensión a menospreciarles. Se trata de esa lejana consecuencia de la Revolución Francesa que tan incorrecto resulta enunciar en su cruda realidad: todos los hombres con dinero en el bolsillo en una cantidad mínimamente apreciable son más o menos iguales ante la ley. La ley que al final se impone siempre, la de la selva.
Sin embargo, ahora que la atildada ciudad colonial ha quedado atrás y se desata el súbito desaliño de la ciudad moruna, el paisaje humano se vuelve más móvil y variopinto. Los graves moros de blanco que aquí nos tropezamos, más escasos, son todavía más impresionantes por la altivez con que observan al resto. Pero el interés está ahí, en los demás. En los vendedores que porfían a gritos para endosar su mercancía, en las mujeres que revuelven desabridas los géneros, en los niños indisciplinados y en la muchedumbre de hombres ociosos, que apoyados en las paredes lo examinan todo con una mirada oscura y torva. Son los primeros de los muchos que veremos. Hombres en la plenitud de sus fuerzas, mirando pasar la vida como si esperaran algo que saben que no ha de ocurrir nunca. Son tantos y marcan de tal forma el paisaje de las ciudades y los pueblos magrebíes que les han inventado un nombre, los hittistes, "los que sostienen las paredes". Los que aquí vemos deben estar acostumbrados a vigilar al europeo, pero nuestro aspecto manifiestamente forastero nos depara un escrutinio que parece alcanzar una minuciosidad especial. También tendremos que irnos haciendo a ese escrutinio, que se agravará en cuanto atravesemos la frontera.
Recorriendo el mercadillo me veo a mí mismo en Madrid, hace veinte años, cuando en los rastrillos de los barrios o en el Rastro céntrico se vendían esos mismos productos: artículos para la subsistencia que hoy todo el mundo compra en España en los hipermercados que nos pusieron los franceses o en los que unos pocos espabilados autóctonos levantaron imitándoles. Muchos de los compradores en el mercadillo de Melilla son plausiblemente visitantes del otro lado de la frontera, que vienen a hacerse con champú, detergente o falsa ropa de marca, para su uso propio o, en mayor medida, para luego revender la mercancía en Marruecos, donde se cotiza bien.
En el mercado de fruta y hortalizas, por el contrario, son los vendedores los que deben venir del otro lado, porque parece más bien dudoso que en Melilla haya mucho sitio para huertas. Otro síntoma es que entre los compradores abundan aquí los españoles, inexistentes en el mercadillo por el que acabamos de pasar. El género no es abundante y por lo común tiene buen aspecto, pero no ese buen aspecto aséptico y plastificado de las fruterías europeas, sino el de lo recién arrancado de la tierra. Sentados en el suelo junto a sus productos se hallan quienes los venden, mujeres y hombres gastados por el esfuerzo, que pueden ser también quienes los cultivan. Son taciturnos, como quien defiende algo que se ha sacado de dentro, marcando con ello la diferencia con los vocingleros del mercadillo de ropa y droguería, que revenden lo que antes compraron.
A ambos lados de la marquesina bajo la que se organiza el mercado de fruta hay mesas y sillas y en ellas vemos a los primeros hombres (porque son hombres, siempre) entregados al despacioso ritual del té a la hierbabuena. Nos fijamos en el té de color verde apagado, en el que flotan las hojas de color verde vivo de la hierbabuena recién arrancada. Los vasos humean y sólo muy de vez en cuando se ve a algún bebedor largar un trago ruidoso al brebaje ardiente. Lo principal es darle vueltas al vaso, cogiendo el filo entre el pulgar y el índice, y para algunos ni siquiera eso, sino sólo dejar la mano muerta junto al té humeante, viendo pasar a los transeúntes. Sentimos la curiosidad de probarlo, pero no hay una sola mesa libre ni perspectivas de que se desocupe alguna. Así que nos disponemos a desandar el camino hecho, en dirección al mar.
Todavía en la ciudad musulmana, dos sensaciones intensas y dispares salen a nuestro encuentro. Una, omnipresente en el calor de este mediodía, es el olor. Un olor parcialmente fétido, de alimentos en descomposición, que me recuerda el olor que más de una vez percibí hace muchos años en algún rincón desheredado de ciudades españolas. El olor fuerte y a la vez turbiamente estimulante de lo que se pudre al sol. La segunda sensación la experimentamos al cruzarnos con un grupo de moras muy jóvenes. Van con vestidos largos de colores oscuros, pero llevan la cabeza sin cubrir y una de ellas una airosa cabellera suelta. Sus ropas son granates, sus cabellos muy negros y la piel muy blanca. Ríe ruidosamente y se mueve con rapidez y desparpajo. A los tres nos sorprende la poderosa belleza de la muchacha. Uno tiene la sospecha, no sé si fundada o arbitraria, de que en las fantasías de los españoles, rendidas por el cine y la televisión al arquetipo nórdico, las mujeres marroquíes ocupan un espacio subalterno, si es que ocupan alguno. De hecho, quizá ninguno esperaba que aquí hubiera mujeres así, con ese atractivo descarado y esa blancura subrayada por el fulgor nocturno de los ojos, cuyo misterio vuelve anodina la blancura de las europeas. Pero también a eso habremos de habituarnos, porque no es la primera mora bonita con la que vamos a tropezarnos, ni mucho menos. Por casualidad me acuerdo ahora de un libro en el que pude comprobar cómo un español muy significado ponderaba la belleza de las marroquíes. Debería haber tenido más en cuenta aquel caso a la hora de forjar mis expectativas, porque no se trataba precisamente del español más fogoso y sensual que vieron los siglos. El libro era Diario de una bandera y su autor el entonces comandante del Tercio de Extranjeros y más tarde general superlativo de todos los ejércitos Francisco Franco Bahamonde.
Vamos buscando por las calles un atajo para llegar a la playa. En el hotel, antes de salir, hemos recabado consejo sobre cuál era la mejor playa de la ciudad. El hombre de la recepción, un poco menos distante que a nuestra llegada, se ha reído y nos ha dicho que sólo hay una. Yo creía que había dos, y en realidad así es, pero una de ellas está en una estrecha ensenada en Melilla la Vieja, la parte más antigua de la ciudad, y nadie la usa. La otra, la playa utilizable, empieza a partir del antiguo muelle minero, al que en tiempos iba a parar el ferrocarril, y que ahora han convertido en una especie de complejo con restaurantes y bares y amenidades diversas. La playa baja de norte a sur, porque Melilla afronta el Mediterráneo hacia el oriente.
De camino hacia la playa, atravesamos por la parte de la ciudad que no se puede considerar centro histórico ni tampoco arrabal desfavorecido, o lo que es lo mismo, esa parte de la ciudad en la que vive el común de sus gentes, tan frecuentemente ninguneada por los viajeros que a cualquier ciudad llegan en busca de exotismo. Yo debo confesar, en cambio, mi debilidad por estas zonas anodinas y funcionales. Mirándola bien, esta parte de Melilla no es muy diferente de la parte equivalente de otras ciudades que conozco. El trazado de las calles y el aspecto de los edificios recuerdan mucho a los barrios residenciales de Málaga levantados hace cuarenta o cincuenta años, caracterizando a Melilla como una ciudad antes andaluza que española. Y la afinidad con Málaga no es casual, habiendo dependido siempre de ella, en lo administrativo y en sus líneas vitales de comunicación y aprovisionamiento.
La gente que nos tropezamos por aquí (no mucha) es en buena proporción gente de avanzada edad, sobre todo mujeres. Las generaciones de soldados que me preceden en mi familia me permiten identificar al instante el porte difícilmente confundible de las viudas militares. Mujeres vestidas dignamente, porque disponen de una pensión suficiente al menos para eso, y que se mueven con prudencia y energía. Me admira que se hayan quedado, en lugar de regresar a la Península. Pero muchas de ellas pueden haber nacido en Melilla, donde conquistaron en tiempos la preciada pieza (según el criterio de la ciudad-guarnición) de un oficial o suboficial joven. Y otras han debido pasar aquí gran parte de su vida y carecen de los medios para reconstruirla en otra parte. La pensión de las viudas militares da para no tener que mendigar, pero no para emprender aventuras.
¿Qué españoles viven en Melilla, aparte de estas viudas contumaces? Y al decir españoles, en este punto, me refiero a quienes lo son de procedencia. Casi prefiero utilizar la palabra español en esa acepción restringida, aunque sea inexacta (muchos magrebíes de Melilla son también españoles de pasaporte), porque la alternativa, llamar a los de origen peninsular cristianos, como hace algún folleto sobre la ciudad, me resulta anticuada y aún más impropia. Sin lugar a dudas, la colonia más nutrida la forman los militares, ya sean profesionales o de reemplazo. Melilla siempre ha sido una plaza militar y todavía hoy se mantiene lo que ya es sólo una especie de aparatosa ficción defensiva. Nadie en su sano juicio admite que la guarnición aquí estacionada, con ser relativamente numerosa, baste para repeler un eventual ataque marroquí, pero el hecho es que aquí siguen los regimientos, los pertrechos y los miles de soldados. Otra fracción importante de la población son los funcionarios, los de la administración local y los de las delegaciones de la administración estatal. Para una pequeña ciudad de sesenta mil habitantes hay que aplicar en todos sus negociados, aunque sea mínimamente, el aparato de la burocracia del estado moderno, desde la sanidad hasta los juzgados y desde Hacienda hasta la policía. Y eso supone un buen puñado de funcionarios. No son pocos los policías, por ejemplo, ya que deben vigilar la pujante inmigración ilegal y controlar sus efectos nocivos. Todos estos funcionarios lamentan más o menos su suerte, pero no todo es desgraciado para ellos. Pagan la mitad de impuestos que sus compañeros de la Península y se benefician de precios más bajos en casi todos los artículos de consumo. No pocos tienen un apartamento en la Costa del Sol en el que pasan los fines de semana (quizá sea por eso por lo que hoy, sábado, apenas hay nadie en la calle). El resto de los habitantes de origen peninsular se reparte entre comerciantes y profesionales liberales. Al parecer hay un buen número de médicos, que tienen un floreciente negocio. Los marroquíes son muy aficionados a sus servicios, lo que les proporciona una ingente clientela transfronteriza. Aparte de eso, poco más queda para hacer de Melilla esa ciudad española en el norte de África que propugna sin tregua ni desfallecimiento la propaganda institucional. He conocido a bastantes melillenses que viven en la Península y que aman su tierra (como cualquiera), pero que sólo vuelven a Melilla de visita, cuando vuelven. ¿A qué otra cosa podrían volver? Y sin embargo, es innegable que la ciudad, ahora que avistamos el paseo marítimo y la playa al fondo de la calle por la que vamos subiendo, tiene el sello indeleble y el austero encanto de lo español. Es la herencia de todos los compatriotas que en ella o por ella se dejaron la piel o derramaron la sangre. Hemos visto las ruinas de un antiguo hospital militar, todavía con la cruz roja, aunque desteñida y maltrecha, agarrada a sus fachadas de piedra y ladrillo. Ahora, esos edificios están vacíos y abandonados, pero en ellos se amontonaron en otro tiempo multitud de españoles forzados a entregar su juventud. Ésas son cosas que difícilmente se apagan, como difícilmente se apaga, en el otro extremo, la normalidad. También es profundamente española la normalidad de Melilla, hasta en ese cartel que vemos a la puerta de un comercio, en el que debajo de una fotografía de ciertos personajes sobradamente conocidos alguien ha escrito: Concurso para encontrar a las Spice Girls melillenses. Bajo estas palabras hay otra fotografía en la que se ve a cinco niñas de unos catorce años, cuatro muy blancas y una atezada, de aspecto magrebí. Llevan ropas ceñidas y maquillajes chillones.
La siempre implacable, la feroz normalidad.
La playa de Melilla es quizá lo único generoso y amplio que la ciudad tiene. Se extiende a lo largo de un paseo marítimo más o menos remozado, cuyos edificios carecen en general de personalidad. La arena es clara y está relativamente limpia, y el bañista dispone de modélicos servicios, desde quitasoles hasta duchas. Este mediodía de sábado, como el resto de la ciudad, la playa apenas está concurrida. Nos las arreglamos sin dificultad para apoderarnos de una sombrilla y extender debajo nuestras toallas. Hemos querido venir a la playa porque los tres vivimos tierra adentro, y como a todos los continentales, nos fascina irresistiblemente el mar. Además hace calor y apetece un baño. Después del paseo y de la exploración, también resulta agradable esa sensación de molicie más o menos rutinaria que siempre suministra una playa.
El horizonte mediterráneo de Melilla es ancho, luminoso y azul. A lo lejos, hacia el sur, se ven entre la calina los montes de Nador, en Marruecos. Un poco antes de esos montes, donde acaba la larga playa, se encuentra la entrada de la Mar Chica, una laguna litoral separada del mar por una estrecha barra de arena. Pero eso también es Marruecos, ahora, y antes de poder llegar hasta allí tendremos que pasar la frontera. Hacia el norte, más allá del puerto, se alza la silueta de la antigua ciudadela de Melilla la Vieja, como la proa de un barco hendiendo el mar. A nuestra espalda, que viene a ser el oeste, se yergue la sombra del Gurugú, a esta hora difusa por la evaporación que enturbia el aire.
Nos bañamos por turnos. El agua, menos limpia que la arena, apenas cubre y está infestada de medusas violáceas. Un buen número de bañistas han sufrido sus efectos y eso nos aconseja precaución y abreviar el remojo.
Mientras nos secamos panza arriba sobre la arena, disfrutando de esa inactividad suprema que sólo así, yaciendo al calor del verano, es factible alcanzar, reparamos en una singular presencia bajo la sombrilla contigua. Es una mujer de unos veintiocho o veintinueve años, rubia teñida y de aspecto pulcro. Lleva un bañador rosa y contra el tejido destaca el intenso bronceado de su piel. Pero no se ofrece al sol, como nosotros ofrecemos imprudentemente nuestra palidez unánime. Está confinada en el círculo de sombra de su quitasol y observa el horizonte marino, casi inmóvil. Hay una expresión de desánimo y despecho en su mirada, como si estar aquí, sentada sobre su toalla contemplando el mar, no fuera ningún descanso sino la queja y el reproche que dirige no se sabe muy bien a quién. Al cabo de unos minutos, se levanta y va a mojarse, sólo hasta el cuello. Vuelve en seguida y se sienta otra vez a la sombra, desde donde continúa observando tozudamente el mar, sin moverse, sin leer una revista, sin darse crema, sin hacer nada.
No es necesario ser detective para averiguar, por el aire y la actitud, no pocas cosas de la vida de esta mujer. Es más que probablemente hija y consorte de militares. Su marido, como su padre, es oficial, y de la convivencia con ambos le viene ese aire un poco displicente y esas pretensiones de distinción que materializa, entre otros rasgos, en el teñido rubio de sus cabellos. Nadie puede recriminarla por ese aire ni por esas pretensiones, o al menos no seré yo quien lo haga. Dentro de treinta años su marido podría ser general, como acaso lo sea ya su padre, y hay que comprender que en ella pesan sin remedio las impresiones que recibe el día de la patrona, cuando todos van vestidos de gala y se invita a las mujeres de los oficiales al cuartel. Ese día, y otros, ha visto a los soldados cuadrarse y saludar a su marido, y mirarla a ella con una mezcla de codicia e intimidación mal disimuladas. Porque es una mujer vistosa, aunque un poco fría, y porque en Melilla los soldados tienen tiempo de echar muchas cosas de menos.
Hay dos posibilidades para que la mujer del oficial esté hoy sola en la playa: puede ser que su marido esté de servicio, o que no haya querido venir. En cualquiera de las dos hipótesis es fácil entender su disgusto. A la mujer debe halagarla haber conseguido casarse con un oficial (las mujeres de los militares, sobre todo si también son hijas de militares, tienen a menudo una idea tradicional de la vida y asumen con soltura y vanidad los galones del marido). Lo que ya no es tan seguro es que se sienta feliz de estar en el agujero de Melilla, sin otro entretenimiento que la maldita playa ni más alternativa que ponerse morena aunque no se exponga al sol. Si encima tiene que venir sola, sea cual sea la causa, cabe imaginar que su corazón, mientras mira obstinada el mar, fluctúa entre la amargura y el resentimiento. Quizá sueña con el día en que a su marido lo destinen a un lugar completamente distinto, Galicia o Madrid o un regimiento de montaña en los Pirineos; algún sitio donde ella pueda coger el coche e irse de compras o de excursión, sin tener que atravesar esa frontera tras la que acecha la miseria y también, a una europea rubia (aunque sea teñida), la obscena y fija atención de los moros.
Me extraña que la mujer del oficial venga aquí, a la playa pública, en lugar de ir a algún club de oficiales. Tampoco sé si queda alguna parte de la playa acotada para la aristocracia militar de la ciudad, como la había en los tiempos de esplendor, si se les puede llamar así. En cualquier caso, hay algo heroico en esa mujer sola que viene a sentarse aburrida delante del mar, en la playa donde se baña cualquiera, desde los ruidosos y desvergonzados chavales moros hasta los legionarios francos de servicio. Siempre parece, por su relación con la fertilidad, que la mujer es mejor símbolo de cada tierra que el hombre. Se me ocurre que esta mujer triste y orgullosa es un buen símbolo de la España que vive aquí en Melilla, empeñada en defender una posesión y quizá también la memoria de los muertos, pero que para ello debe renunciar a las alegrías y las ilusiones que sólo los anchos territorios a los que en realidad pertenece pueden alimentar.
Decidimos comer en un chiringuito frente a la playa. Nos esperan largas jornadas por el interior de Marruecos, en las que vamos a echar de menos, suponemos, el frescor de esta brisa. Pedimos pescaíto y chipirones, ensalada, cerveza. Los precios son prohibitivos, pero a partir de mañana podremos comer a precios marroquíes y compensar. Alargamos la comida en la apacible tarde melillense, hablando de futuras etapas del viaje. Los tres percibimos que en nuestro itinerario, esta primera jornada de Melilla es una especie de ficción, una cámara de descompresión artificialmente interpuesta entre dos mundos sin otra finalidad que suavizar el tránsito. Pero todavía nos queda toda la tarde, y algunos planes que ejecutar aquí.
A unos veinte metros, en una de las duchas, se refrescan unos chavales. Es un grupo heterogéneo de chicos y chicas, entre siete y quince años. Algunos de ellos parecen hermanos entre sí, y cuando uno se fija advierte que todos son magrebíes, aunque su piel no es demasiado oscura. La mayor de todos es una chica alta y atlética. Anda ocupada en limpiar de arena a todos los pequeños, tarea que desempeña meticulosamente, sobreponiéndose a la rebeldía de la chiquillería que va pasando por sus manos. Cuando todos han quedado limpios, se encarga de secarlos con toallas. Es una ceremonia en la que se mezclan la higiene y el juego, tanto por parte de los otros como de ella misma. Se dejan oír sus risas en la quietud de la tarde, y se improvisan persecuciones en la que siempre es ella, la chica alta, la que se sale con la suya. Una vez que ha terminado con los otros, se dedica a su propio aseo. En la ducha de al lado hay otra chica un par de años más joven y unos veinte centímetros más baja. Ambas se salpican de vez en cuando y se intercambian bromas en su idioma, al tiempo que se frotan con largueza y aplicación. A decir verdad, la ducha se prolonga demasiado para obedecer simplemente a propósitos de limpieza. La chica alta se empapa la cabeza y se retuerce su rizada cabellera negra una y otra vez. Después deja que el agua corra por su espalda, por su vientre, por sus interminables muslos, restregándose voluptuosamente. Pese a su evidente juventud, sus formas femeninas son de una rotundidad infrecuente, que resultaría difícil pasar por alto al más casto e indiferente de los ascetas. Lleva un biquini más que audaz, y la prenda y sus fricciones contrastan con la travesura infantil de sus jugueteos anteriores. Para nuestros prejuicios de europeos, habituados a pensar en la mujer musulmana siempre envuelta en largas ropas que la ocultan, la visión de esa desvergonzada y plácida pantera adolescente resulta profundamente chocante.
El espectáculo se prolonga varios minutos más. Cuando se da por satisfecha, se reúne con el resto de los chavales y vienen todos hacia el chiringuito. Pasa a escasos metros de nosotros, envuelta en su toalla, y saluda al camarero con cierta familiaridad antes de desaparecer al otro lado.
Creo percibir algún parecido entre los dos. El camarero es un marroquí de mirada astuta y verborrea maliciosa, que nos cobra la desmesurada cuenta con la misma desenvoltura con que nos ha servido. Con nosotros usa un español impecable, pero para hacer sus pedidos a la cocina ametralla el aire con las consonantes rápidas y bruscas de su idioma.
Poco más tarde, de regreso al hotel por las soleadas calles de Melilla, medito sobre la drástica diferencia que existe entre la mujer teñida de rubio que languidece sobre la arena y la contundente muchacha que ríe y resplandece bajo la ducha. Para ésta Melilla no es un infierno y una consunción, como para la otra, sino el paraíso donde florece el regocijo y alumbran las promesas de su juventud restallante. Si la española es una perdedora del sorteo, la joven marroquí es todo lo contrario, una ganadora del primer premio con que sueñan sus compatriotas. Al menos mientras su padre pueda seguir cobrando en pesetas a los españoles, y mientras ella pueda seguirse duchando al sol con su biquini ajustado. Como la mujer del oficial, la marroquí se me antoja un símbolo, pero en este caso del África que halla en Melilla refugio y redención. Lo paradójico es que la misma frontera que le sirve de jaula a la primera es la defensa precaria de la prosperidad y la libertad de la segunda. Si no existiera esa frontera, si Melilla hubiera caído en uno cualquiera de todos los asaltos que la morisma intentó en cinco siglos, la melancólica mujer del oficial sería libre en cualquier ciudad de la Península y quizá no existiría ninguna oportunidad para la muchacha.
Somos viajeros y nos es lícito sentir lo que nos parezca; lo mismo que esforzarse por conservar esta ciudad es una locura inútil o que se trata de un hermoso empeño romántico. Al sentimiento nadie puede pretender ponerle tasa, mientras quede en su lugar. Lo que no debe el viajero es sacar frívolas conclusiones históricas, y mucho menos proponer lo que debe hacerse.
Una ciudad, aunque sea pequeña y anómala como ésta, es quienes en ella viven. Es la mujer del oficial y la hija del camarero marroquí. Que ellas decidan, mientras el viajero se lleva sólo lo que le incumbe, la imagen contradictoria y a la vez tan simple de dos chicas en la playa.
Algunos de los hallazgos que al viajero le deparan sus pasos se deben a su imprevisión, por cuya causa se ve obligado a veces a tomar derroteros que en modo alguno se proponía de antemano seguir. A las cuatro y media, después de una brevísima siesta en el hotel, un deplorable olvido en la preparación de mi maleta nos arroja a la calle, en busca de una farmacia de guardia que según los informes que hemos podido reunir se halla en la otra punta de la ciudad. El objetivo es conseguir unas pastillas de cuya eficacia sobre el trastorno por el que me fueron recetadas dudo seriamente, pero que no quisiera echar de menos si tuviera algún episodio de súbita fe en la medicina cuando ya estemos en territorio marroquí (donde puede ser más difícil adquirirlas).
Recorremos las calles desiertas, derretidas bajo la canícula. Cruzamos a pie bajo el puente del antiguo ferrocarril y seguimos el cómicamente llamado Río de Oro, un cauce seco lleno de inmundicia sobre el que se alzan algunos polvorientos y desastrados eucaliptos. Es posible que sea un río sólo cuando hay lluvias torrenciales, como el resto de sus hermanos del Rif (salvo el ingente Muluya y un par más, que mejor o peor llevan agua durante todo el año). Me pregunto por qué le pusieron ese nombre; si es porque alguna vez alguien sacó oro de él, lo que resulta más bien extraño, o si es una alusión humorística a la arena amarilla de su cauce sin agua. La farmacia está en una esquina. La atiende una mujer de unos cincuenta años, expeditiva y enérgica. Cuando llego está entendiéndose como puede con un par de marroquíes, de los que llega a averiguar al fin que quieren preservativos. Los trata un poco como si fueran niños, aunque sin descortesía. Les entrega su mercancía mientras coge su billete y reúne a toda velocidad las vueltas, con las que los despide. El tono que emplea conmigo es mucho más respetuoso y relajado. Me facilita mis pastillas, me cobra y me desea buenas tardes con amabilidad. Es esa cálida amabilidad andaluza, que tanto añoro en Madrid.
De vuelta hacia el centro pasamos por la Comandancia General, enfrente de la entrada trasera del parque. Es un edificio pequeño, de color vainilla recién enlucido, que conserva un aroma intensamente colonial. A la puerta hay un legionario firme y quieto como una estatua, conforme a la exagerada y melodramática marcialidad del cuerpo. Apenas a un par de metros, paseando de un lado a otro con las manos en la espalda, hay un cabo que nos mira un instante y que a continuación se queda parado delante del centinela, como si fuera un zoólogo examinando un oso disecado. En ese edificio estaba el despacho del general Manuel Fernández Silvestre, el bravucón amigo de Alfonso Xiii que con su ciego desprecio por los rifeños condujo al ejército español al descalabro de 1921. Un día de julio salió de aquí creyendo dirigirse a la victoria y la gloria, y no volvió nunca. Su suerte, como la de la mayoría de sus hombres, se pudrió al sol sobre la árida tierra del Rif, lejos de esta sombra que en la tarde estival envuelve la entrada de la Comandancia General y de este aire en el que flotan los aromas del parque cercano. Silvestre era un hedonista y el parque debía gustarle, como le gustaban las francachelas que se organizaban en el casino militar, del que fue máximo impulsor.
Bordeamos el parque hacia la plaza de España y alcanzamos a un hombrecillo bastante anciano que camina por la acera con la camisa abrochada hasta el cuello y una chaqueta nada veraniega. Al vernos pasar nos saluda:
– Qué, ¿cuánta mili todavía? Al principio no entendemos, pero en seguida reparamos en que los tres llevamos el pelo bastante corto, una precaución tomada antes del viaje para soportar mejor el calor. Le contesto:
– Ojalá nos quedara mili. Ya la terminamos, hace años.
– ¿Y entonces?
– Nada, venimos a hacer turismo.
Es un viejecillo renegrido, y robusto en su delgadez. Se nos pega y trabamos conversación mientras andamos. Como hemos empezado por la mili, nos cuenta que sirvió en Regulares, durante la guerra civil y después. Habla un español en el que no se atisba deje alguno de extranjería, pero por su aspecto cuesta decidir si es marroquí o no. Ya en esa época en Regulares había marroquíes y españoles. Lleva prendida en la chaqueta una insignia del Partido Popular, quizá por militancia o quizá por simple adhesión al gobierno de Melilla, que ahora pertenece a ese partido 1. A medida que se embala a hablar nos va costando más entenderle, lo que por un momento nos hace sospechar que no sea de origen español. Pero la razón del oscurecimiento de su discurso es otra: le faltan casi todos los dientes. Y nos explica por qué:
– Las malditas tifoideas. No saben lo que es. La boca se ponía negra y empezaba a caerse a pedazos, podrida.
Como casi todos los hombres que han hecho la guerra y sufrido severas privaciones, refiere los incidentes de la una y los detalles de las otras como si fueran cosa de la víspera, sin que ninguna normalidad, una normalidad de cincuenta años en el caso de este hombre, hubiera habido entre medias. Ya que parece ser éste su tema predilecto, trato de sacarle algo.
– ?Y luchó también por aquí, por Melilla?
– Bueno, no mucho. Por aquí estaba todo tranquilo. Sólo una vez, en el 43, hubo unos líos más allá de Nador y nos dieron carta blanca para castigar a los moros. Llegamos hasta Dar Dríus, pegando tiros. Pero fue poca cosa.?Y para dónde van ustedes?
– Para Alhucemas, lo primero.
– Pues tengan cuidado. Marruecos, y esta parte sobre todo, está mal ahora; mucha droga y muchos ladrones. Y mucha miseria que tienen. Vivían bastante mejor con los españoles, vaya que sí.
– ?Ha ido por ahí recientemente?
– No, ya hace muchos años que no paso. Ni creo que vuelva a ir nunca.
Nuestro interlocutor aparta la idea de volver a Marruecos con una especie de repugnancia, como si no tuviera el más mínimo sentido. Supongo que para él Marruecos ya es sólo la imagen menesterosa de los que cruzan la frontera todos los días para buscarse la vida, una vaga imagen de la pobreza y el infortunio de los que todos intentan huir en cuanto tienen ocasión.
– ?Y hace siempre este calor, aquí? -le preguntamos.
– Este año menos que otros. Hasta hubo un poco de nieve en la cima del monte, en invierno.
El monte es el Gurugú, no hace falta decir el nombre. A la altura de una de las entradas laterales del parque, el hombrecillo se despide repentinamente de nosotros y echa a andar presuroso bajo los árboles. Irá a sentarse a la sombra, para cambiar recuerdos y olvidos con algún otro jubilado militar.
En 1497, hace ahora quinientos años justos, Pedro de Estopiñán, un hidalgo bragado, meritorio de los duques de Medina Sidonia, se llegó al amparo de la noche con una flotilla y unos cuatro mil hombres y se deslizó por sorpresa entre las ruinas de la vieja fortaleza de Melilla. Aquellos cuatro mil invasores (según algunos, sólo quinientos) reforzaron rápidamente con maderas las brechas de la fortificación y a la mañana siguiente, cuando los moros se dieron cuenta de la osadía, ya estaban lo bastante bien pertrechados como para repelerlos, lo que hubieron de hacer varias veces. Desde entonces, los defensores españoles de la ciudadela, que ha ido cambiando en aspecto y dimensiones a lo largo de los siglos, se las han arreglado para rechazar otros muchos asaltos, todos los que los moros de los alrededores, unas veces con el impulso del sultán de Fez y otras por su cuenta, han dado infructuosamente en intentar. Hubo una vez en que quizá pudieron conquistar la ciudad sin esfuerzo, cuando el ejército español de Melilla se hundió en 1921, pero entonces su caudillo Abd el-Krim y los propios rifeños tenían otras prioridades. Sea como fuere, de esos quinientos años ininterrumpidos de defender el botín del temerario Estopiñán nace el argumento de la rancia españolidad de Melilla, en el que se basa su estatuto y la alegada prevalencia de los derechos españoles sobre la plaza.
La ciudad ha sido durante la mayor parte de esa historia una ciudadela, es decir, una fortaleza presta a ser sitiada: durante varios siglos, en el sentido más estricto y físico de la palabra, y desde el establecimiento del Protectorado hasta aquí, al menos en un sentido moral. Hasta más allá de mediados del siglo Xix, o lo que es lo mismo, durante la mayor parte de su historia como posesión española, Melilla no era mucho más que lo que hoy se conoce como Melilla la Vieja, una pequeñísima ciudad fortificada sobre un peñón unido al continente por un áspero istmo. La utilidad principal de la plaza, aparte de constituir una base pesquera y comercial (al menos entre asedio y asedio), no era otra que la de servir de presidio, y en estos menesteres, que permitían alejar de la Península y neutralizar más que convenientemente a los descarriados, compartía el honor con lugares tales como el Peñón de Vélez de la Gomera, el de Alhucemas o la propia Ceuta, otra ciudad fortificada de características similares aunque algo más grande. Melilla venía a ser nuestra Isla del Diablo, y hasta tal punto debía resultar dura la vida de los penados que no pocos de ellos escapaban a tierra de moros, donde renegaban y se hacían circuncidar y vivían el resto de su vida con arreglo al Islam. Más de una vez viajeros y militares españoles, en el curso de sus expediciones o de las sucesivas campañas de conquista, se tropezaron con uno de estos presidiarios renegados, convertido en santón musulmán o incluso en jefe de poblado o de tribu.
A partir de las campañas de 1860 y 1909, y después con el Protectorado, los límites urbanos de Melilla se ensanchan notablemente, desde el perímetro ocupado por la antigua ciudadela hasta los doce kilómetros cuadrados actuales. En la década de 1910, su área de influencia se extiende rápidamente hasta Nador y Zeluán, consolidando el control sobre el macizo del Uixán, con la explotación de las minas de hierro y la construcción del ferrocarril. A partir de 1920 se produce la fulgurante incursión del general Silvestre en el centro del Rif, detenida bruscamente en Annual y reconstruida después penosa y sangrientamente, hasta la derrota de los rifeños en el corazón de su territorio tras el desembarco de Alhucemas de 1925. De 1927 en adelante apenas hay guerra, propiamente dicha, hasta la independencia de Marruecos en 1956, que sólo da lugar a alguna escaramuza. Desde ese año hasta acá la situación ha permanecido pacífica. Sin embargo, la idea de que Melilla está más o menos expuesta se ha venido sosteniendo a lo largo de todo el siglo; durante la guerra porque los moros se acercaron más de una vez a sus puertas, y después, tras la independencia, por las constantes reivindicaciones marroquíes, aunque pocas veces hayan sonado de veras decididas y convincentes.
Para la tarde hemos reservado un recorrido por la parte de Melilla que evoca los asedios y su tenaz resistencia a mezclarse con el África sobre la que se levanta y que desde siempre la acosa. Esa Melilla que ostenta una poblada galería de héroes militares, valerosos o simplemente insensatos, y que está edificada sobre copiosos derramamientos de sangre, esfuerzos sin cuento y las más diversas industrias defensivas; algunas tan particulares como el arte de las contraminas, túneles con los que se trataba de desbaratar la labor de los minadores marroquíes que buscaban con los suyos pasar bajo las murallas para volarlas y entrar en la ciudad. Quizá sea ésta una de las mejores imágenes simbólicas de esa actitud que constituye la esencia secular de Melilla y el empeño sobre el que se ha edificado su espíritu: sobre tierra y bajo tierra, no dejarles entrar.
En la Plaza de España, bastante solitaria bajo el solazo de las cinco de la tarde, se encuentra uno de los monumentos que mejor representan el espíritu de la vieja ciudadela. Está dedicado, significativamente, a los héroes y mártires de las campañas. Es una alta columna que se alza entre palmeras y que está rematada por la figura de una desagradable mujer desnuda. La mujer apoya la mano sobre su rodilla y al pie de la columna hay un soldado con capote y sombrero que sujeta con aire distraído un fusil. No sé qué pinta la mujer, ni cómo el escultor dio en representar a los héroes y mártires en la figura de ese soldado un poco negligente (aunque confieso que esta figura tiene un aire veraz que me gusta, y que misteriosamente abunda entre las esculturas españolas que representan militares del siglo pasado y comienzos de éste). Pero resulta elocuente que en el centro mismo de la ciudad, en lo mejor de su mejor plaza, sea precisamente esto lo que se conmemore, y que el recuerdo no se limite a los héroes, sino que se distinga y se recuerde, además de éstos, a los mártires. Se trata de una sutileza española, aunque por ahí los españoles no seamos tenidos normalmente por sutiles. Hubo muchos de nuestros muertos que no fueron técnicamente héroes; por ejemplo, los miles que salieron a la desbandada de la posición de Annual cuando los rifeños empezaron a batirlos desde lo alto y se perdió toda esperanza de resistir. No fueron héroes, por fugitivos y por derrotados, pero la mayoría de ellos murieron y con ello se hicieron acreedores a ser considerados al menos como mártires. Una gratitud tardía y escasa por parte de la nación que los envió a una campaña suicida, pero una gratitud al fin y al cabo. Un mártir es un muerto por algo, lo que al menos salva a todos aquellos muertos del absurdo, la vergüenza y el olvido.
De camino hacia Melilla la Vieja, nos tropezamos con otro hito conmemorativo: la calle de los Héroes de Alcántara. Éstos sí fueron héroes, en toda la anchura de la palabra. El regimiento de cazadores de caballería de Alcántara fue el único que mantuvo la compostura y siguió plantando cara ordenadamente al enemigo durante la trágica y caótica retirada de 1921. Su valor permitió a muchos llegar sanos y salvos hasta Monte Arruit, y aunque al final también este fuerte acabara cayendo, demostraron lo que uno de los militares españoles que mejor conoció a los moros, hasta el extremo de formar con ellos su célebre guardia de corps, dejara escrito acerca de su comportamiento en combate: la única manera de mantenerlos a raya era no darles la espalda nunca. Lo que el moro esperaba era la retirada o el descuido, para hostigar con ventaja.
El combate de frente, en cambio, lo rehuía siempre, o casi siempre. Aun siendo valeroso cuando hacía falta, en el ánimo del combatiente rifeño pesaba más la astucia, la necesidad de ahorrar todo lo que no tenía en abundancia, desde fuerzas y alimentos hasta munición. Es humillante para el ejército español reconocer que contra ese soldado ahorrativo y cerebral no encontró mejor arma (aun siendo una presunta potencia moderna) que los suicidas del Tercio, quienes aplicando hasta el extremo la teoría de su comandante Franco se arrojaban a pecho descubierto contra las balas e iban conquistando el terreno al precio de su sangre. Hubo banderas de la Legión que perdieron el setenta y cinco por ciento de los efectivos en un solo día, y casi todas sus unidades tenían que reorganizarse varias veces al año.
En la calle de los Héroes de Alcántara hay una placa conmemorativa reciente:
Abarrán, Igueriben, Anual, Izumar
Cheif, Igan, Monte Arruit, Zeluán, Nador
Lxxv
Aniversario de la Gesta Heroica
de los Cazadores del Regimiento de Caballería
Alcántara y en honor a los soldados de la
Comandancia General de Melilla
que entregaron sus vidas por la patria
en las operaciones de julio y agosto
de 1921
En Monte Arruit, poco antes de la rendición, mandaba el regimiento el teniente coronel Fernando Primo de Rivera. Mientras caracoleaba con su caballo y sus pocos jinetes supervivientes delante de los rifeños que sitiaban la posición, un obús disparado por uno de los cañones arrebatados a los españoles le dejó malherido. Hubieron de amputarle el brazo con una navaja y sin anestesia, pero eso no detuvo la gangrena ni a la postre le evitó la muerte. No pudo así disfrutar del largo cautiverio que tuvieron los pocos defensores de Monte Arruit, principalmente oficiales, que no fueron pasados por las armas tras deponer las suyas. Aquellos prisioneros volvieron a Melilla una oscura tarde de enero de 1923, después de que el millonario vasco Horacio Echevarrieta, amigo de Indalecio Prieto y de los alemanes Mannesmann (en opinión de algunos, los dueños secretos del Rif y sostenedores económicos de su rebelión), entregara al líder rifeño Abd el-Krim el rescate que el Gobierno español se había negado hasta entonces a asumir. El precio que pedía Abd el-Krim por aquellos centenares de españoles, cuatro millones de pesetas, debía parecer excesivo al por tantas razones inolvidable Alfonso Xiii (ocupado, aquel día de enero de 1923, en una montería en Doñana). Según se dijo, al conocer la cifra había mostrado su gracejo asombrándose de lo cara que estaba la carne de gallina.
Pero la placa no recuerda la gangrena ni las mutilaciones, ni el cautiverio ni la indiferencia de aquel ocioso hijo de papá, sino la gloriosa gesta de los cazadores de Alcántara cabalgando alegremente entre cañonazos. Y despacha una genérica ración de honor para todos los muertos en las operaciones de julio y agosto de 1921, a quienes, si pudieran ver la placa, les parecería el más escandaloso de los sarcasmos que se considere un honor militar morir como ellos murieron y operaciones a lo que ocurrió en julio y agosto de 1921. Aquello fue una simple cacería. Los moros les disparaban desde las colinas y a medida que las tropas se replegaban las moras iban rematando a los heridos que quedaban tendidos sobre la tierra reseca. Ya que la vida no puede serles restituida, cuánto más juicioso habría sido ofrendar a aquellos muertos, en vez del honor que no tuvieron y nunca necesitaron, la justicia y la contrición nacional que merecen.
Al otro extremo de la calle de los Héroes de Alcántara hay una plaza desangelada, que en su lado septentrional limita con los muros de la antigua ciudadela. Cerca de la muralla, el consistorio, por no ser menos que cualquier otro consistorio del país, ha ensayado un parquecillo con farolas modernas y esculturas audaces. El conjunto desentona notoriamente con el descampado que ocupa un buen trozo de la superficie de la plaza y con los ajados edificios militares que delimitan gran parte de su perímetro. Cae el sol a plomo sobre la extensión desierta, y en el silencio de las seis de la tarde reina sin estorbos la estridencia de una música estilo máquina total. Sale de una discoteca situada en los bajos de un edificio nuevo, en la otra esquina de la plaza. Nos acercamos hacia allí para curiosear. Comprobamos que se trata de un local que debe de vivir de los soldados de la guarnición, profesionales y de reemplazo; al menos, todos los que se arremolinan en la puerta ostentan un corte de pelo característico. Entre ellos destaca uno con pinta de ser legionario y talla de gastador, que viste una camisa rosa desabrochada hasta el ombligo y unos luminosos tejanos ajustados color crema. Es de ésos a los que no conviene mirar demasiado, por el gesto temible, por la estatura y porque debe de pasarse los días haciendo ejercicio en la pista de entrenamiento. Parece esperar a alguien y en seguida se confirma esta impresión. Por la acera vienen dos chicas de veintibastantes años, no demasiado agraciadas ni esbeltas. Son acogidas por el grupo como si se tratara poco menos que de Ava Gardner y Sofía Loren en sus mejores tiempos y una de ellas se abraza al gastador. Uno de esos pensamientos malvados que ahora hay que silenciar me lleva a concluir que Melilla es el paraíso de las feas, donde ninguna mujer que no lo desee debe quedarse desparejada. Claro que también hay que tener el coraje de entrar en esa discoteca, repleta de soldados hambrientos. Resultan conmovedoras estas valerosas novias de la Legión, que comparten su suerte con los herederos de aquellos desheredados que caían como moscas en la vanguardia de todos los asaltos o morían como chinches en los peores blocaos. Y resultan también conmovedores los legionarios mismos, los de ahora y los de entonces. Para ellos no hay más premio que las mujeres que nadie desea tener y la fraseología hueca e insensible de los redactores de placas conmemorativas.
Nuestro intento de entrar en Melilla la Vieja por una de sus puertas más famosas tropieza con una verja candada y un letrero que avisa de unas obras de restauración que impiden pasar por allí. Rodeamos por la parte occidental y acabamos en un muro que da a la pequeña ensenada de los Galápagos. Coincidimos con una pareja marroquí, a la que estropeamos la intimidad. Apartándonos lo más posible, nos sentamos al pie de un baluarte rematado por una garita cilíndrica. Enfrente se ve uno de los salientes de viva roca sobre los que se levantó la fortaleza, un acantilado blanco apenas colonizado por algunos matorrales pardos y rojizos. Coronándolo hay una fortificación sobre la que está izada, sin ondear por la total falta de viento, la bandera rojigualda que atestigua, hoy apaciblemente, la continuidad de la resistencia. A la izquierda atisbamos una playa que no parece nada limpia y en la que sólo se bañan unos chicos que juegan a tirarse desde las rocas. Imagino que en esa misma playa, protegida en el fondo de la ensenada y rodeada de fortificaciones, distraían en otros tiempos su ocio los habitantes de la ciudadela, con la mirada perdida en el horizonte tras el que estaba España, a donde muchos no podían regresar. Imagino, también, que esa playa era a la vez el único esparcimiento y la única entrada posible de avituallamiento y refuerzos en los largos días de los asedios. Es un paisaje bello y tranquilo en el que el visitante se entretiene a gusto.
Seguimos buscando la entrada a Melilla la Vieja y nos colamos en un cuartel de la Policía Nacional que han habilitado en uno de los baluartes exteriores. Un policía al que sacamos de su siesta nos indica que la única manera que tenemos de entrar es dirigirnos hacia el este y pasar por una de las entradas normales. Obedecemos sus indicaciones y al fin conseguimos atravesar los muros que llevamos un rato contorneando estúpidamente. Una sombra fresca nos acoge. Acabamos de conseguir con un pequeño rodeo lo que en quinientos años de sangre y pólvora no consiguió el infiel. Estamos dentro de la ciudadela.
Toda la geografía de Melilla la Vieja está condicionada por su finalidad militar. Es una ciudad levantada entre murallas y a base de murallas, diseñada a menudo sobre la marcha por ingenieros militares que poco sabían de urbanismo y menos les interesaba, preocupados como andaban constantemente de salvar ángulos descubiertos y acumular posibles ventajas defensivas. Su trazado ha sido hecho y rehecho una y otra vez, a medida que unos baluartes se ampliaban, otros se venían abajo y otros cambiaban de uso. Los ejércitos que sitiaron la ciudad fortificada nunca tuvieron buena artillería (ése es uno de los secretos de su prolongada resistencia), pero quinientos años dan para muchos avatares y no pocas reconstrucciones. Mientras uno camina por las empinadas callejas tiene con frecuencia la sensación de andar entre fosos, y se puede representar el valor que sus antiguos habitantes darían a la tranquilidad de moverse por aquí, donde ningún tirador (los moros siempre han tenido una puntería legendaria) podía alcanzarles.
Desde antes de que llegaran los españoles, Melilla se ha venido haciendo a base de superposiciones sucesivas. Sobre este señalado pedazo de África se vienen levantando fortalezas desde tiempos inmemoriales. Ya debió de haber aquí algún bastión defensivo en tiempos de la fenicia Rusadir, sobre el que se edificaron más tarde muros romanos y bizantinos. En aquellos remotos tiempos, Melilla era sobre todo una colonia pesquera y comercial. Después, durante siglos, el peñón perteneció al Islam, y sobre sus murallas los vigías quizá soñaban con Al-Ándalus, la mítica tierra fértil del Norte que había al otro lado del mar. Al-Ándalus, donde ya se gestaba el pueblo osado y codicioso que habría de guardar finalmente para sí la presa.
Recorremos los baluartes exteriores tratando de imaginar la vida cotidiana de los soldados de todos los imperios que aquí gastaron enormes trozos de su existencia, en tardes de verano como ésta o en tibias noches silenciosas. Pocos humanos saben de la soledad y la belleza de la noche tanto como los soldados, que han de pasar largas horas de vigilia mirándola y que la ven una y otra vez morirse en la lentitud del alba. Seguimos avanzando y diríase que no vamos a salir de este paisaje castrense, donde los edificios, antiguos acuartelamientos y hoy museos y salas de exposiciones, tienen el nombre de las unidades que en ellos se guarecían: Compañía de Mar, Batería de San Felipe, etcétera. Sin embargo, una vez que conseguimos abrirnos paso hacia la zona alta, la parte de Melilla la Vieja que se asoma al mar dando la espalda al continente, nos encontramos súbitamente en una ciudad distinta, en la que empiezan a predominar elementos civiles. Las calles se abren al horizonte, se hacen más rectas y pierden pendiente. Apenas hay fortificaciones, porque aquí siempre se estuvo a resguardo del enemigo.
Reconforta pasear entre las casitas que parecen de pescadores, por las calles de poéticos y sugerentes nombres, como si estuviéramos en un apartado pueblo andaluz. Es especialmente placentera la esquina del faro, desde la que nos asomamos, en la tarde de julio, a un Mediterráneo intensamente azul y quieto como un plato. Asombra la limpieza y el despejo de la perspectiva, tras atravesar el laberinto de los baluartes. La vieja Melilla, que en la zona limítrofe con el continente se muestra precavida y recelosa, se relaja en su fachada marina, en la cara que enseñaba franca y seductora a los barcos que llegaban con las ansiadas noticias de España.
Por las inmediaciones del faro pasean ahora jóvenes veinteañeros, que van a aliviar en la estampa marina la nostalgia de casa. Son los soldados españoles de hoy, que ya no sirven a ningún imperio pero también sueñan con regresar al lado de los suyos. Junto a nosotros pasa un grupo de ellos hablando en catalán. Por la forma en que se mueven y lo reciente de su rapado, deben de llevar sólo semanas de mili. Es sábado y tienen permiso para pasear, pero en sus caras se ve la tristeza de quienes piensan en las otras muchas cosas que podrían estar haciendo un sábado de julio en su tierra. Los soldados españoles de hoy no se resignan con facilidad al aislamiento de la plaza norteafricana, acostumbrados como están desde temprana edad a ir y venir gozando de las relumbrantes diversiones del fin de siglo. Las expansiones que les ofrece Melilla son muy pocas, y eso explica que una tarde de sábado los reclutas catalanes, a quienes seguimos, vayan a visitar el museo militar, recientemente inaugurado en uno de los baluartes altos de la ciudadela.
La colección del museo es irregular y no está demasiado surtida. A la entrada llaman la atención una pieza de artillería Schneider de comienzos de siglo, excelentemente conservada, y un cañón alemán anticarro de 75 milímetros. En el interior hay una serie de uniformes y reliquias de militares que marcaron la historia de Melilla, entre ellos el casi santificado Fernando Primo de Rivera y el menos celebrado Manuel Fernández Silvestre. De los uniformes, los más interesantes son el de los célebres cazadores de Caballería de Alcántara y el de los soldados de la Compañía de Mar de fines del siglo Xviii, cuando el último gran asedio. Este último es un uniforme llamativo, de pantalones blancos y casaca roja y azul. El maniquí que lo viste lleva una peluca blanca con rizos afrancesados, y uno se pregunta si en realidad irían así ataviados aquellos soldados, durante los largos meses en que estuvieron resistiendo el cerco de las tropas del sultán Sidi Mohammed ben Abdalah. Nada se nos hace más extravagante que unos infantes cuidadosamente empelucados esquivando los balazos de los moros bajo el sol africano de Melilla. Precisamente en el antiguo baluarte donde se encuentra el museo hay una terraza con un mástil en el que se sujetan varios gallardetes de señales, en recuerdo de los que durante aquel asedio se usaban para comunicarse con la flota que abastecía a los sitiados.
En la planta superior hay algunas maquetas notables, entre ellas una del viejo portahidroaviones Dédalo, uno de los barcos más feos de la historia de la Armada española. También vemos un diorama que representa un par de aviones De Havilland, con sus tripulaciones y mecánicos, en el aeródromo de Zeluán en 1921. La pequeña historia de aquellos aviones, que el museo omite detallar a quien lo visita, ilustra sobre la organización del ejército español en la época del desastre. Por la noche los pilotos se retiraban a Melilla, donde iban todos a dormir, al parecer alegando falta de alojamiento (aunque quizá fuera, más bien, por estar cerca del casino militar). A partir del segundo día de operaciones, con la carretera entre Melilla y Zeluán cortada por los rifeños, ninguno de ellos llegó hasta el aeródromo y los aviones ya no pudieron ser utilizados. Fueron destruidos por los mecánicos (que sí estaban en el aeródromo y hubieron de defenderlo fusil en mano) poco antes de que los hombres de Abd el-Krim entrasen y los exterminaran.
Después de nuestro recorrido por el precario museo, en el que tan escuetamente se condensa la prolongada y compleja historia militar de Melilla, subimos a una terraza con excelentes vistas sobre la ciudad, a un lado, y sobre la rocosa costa que se pierde hacia el cabo Tres Forcas, al otro. Un viejo cañón apunta inútilmente hacia esta costa, y tres telescopios binoculares hacia la ciudad. Con no poco esfuerzo, porque son artefactos difíciles de manejar, conseguimos enfocarlos y con ellos recorremos toda la extensión del dominio español, apacible y recogido bajo el sol que empieza a descender. También aventuramos alguna ojeada al amenazante monte Gurugú, en el que distinguimos la columna de humo de un incendio y algunas edificaciones. Una tiene todo el aspecto de una fortaleza, quizá la llamada Torre de Basbel, antiguo reducto español. En el monte se alzan otros viejos fortines, el de Kolla y el de Taxuda. Donde estaba el de Taquigriat, uno de los picos del Gurugú, los marroquíes levantaron un radar. Seguramente hay otras instalaciones militares de observación, y quizá también artillería. En caso de que se produjera un enfrentamiento, esa hipótesis calenturienta que nadie se atreve sin embargo a descartar, la aviación tendría que emplearse a fondo para neutralizar la ventaja de los marroquíes. El temor que el Gurugú ha inspirado siempre a la ciudad es incuestionable. En el Barranco del Lobo, al otro lado de la gran montaña oscura, ocurrió la derrota de 1909, que daría lugar, entre otras muchas cosas, a la Semana Trágica de Barcelona. En aquellos funestos días, la población de Melilla contemplaba con terror las hogueras que por la noche encendían en las laderas del Gurugú los rifeños, para incitar a sus hermanos de las cábilas o tribus vecinas a la rebelión. Desde el monte se bombardeó Melilla en 1921, y sus alturas fueron justamente el último trozo de territorio marroquí que evacuó el ejército español. No lo hizo hasta el 31 de agosto de 1961, más de cinco años después de la independencia y cuarenta años justos después del desastre. Ese día se arrió la bandera española en el campamento Harddú y el último legionario se retiró del monte.
Abandonamos el puesto de observación y nos desplazamos hasta la plaza principal de la ciudadela. Es un espacio pequeño, delimitado por los vetustos edificios del antiguo gobierno de la ciudad. También aquí, bajo el resol, se respira la paz de la tarde, que en nuestro paseo por Melilla la Vieja sólo hemos visto turbada por la ruidosa música de}heavy metal} que una chica bailaba frenética en una casa con todas las ventanas abiertas de par en par. Una rara sensación, para experimentarla en las adustas calles de la antigua plaza fuerte. Un poco más allá está la estatua del intrépido Estopiñán, que alza su espada sobre un mirador desde el que se domina toda la extensión de Melilla, esa extraña y complicada consecuencia de su lejana locura. Por cierto que Estopiñán, después de correr tantos riesgos, halló una muerte ridícula y estrafalaria. Pereció en Guadalupe, envenenado por una tajada de melón. Nos quedamos un rato a los pies de su estatua, extasiados ante el quieto atardecer mediterráneo. Ningún atardecer vale la sangre ni el sufrimiento de un hombre, pero ya que tantos dieron la una y padecieron el otro por éste, quizá se les deba la gratitud de disfrutar detenidamente de su conquista.
Salimos de la ciudadela por la Puerta de la Marina, la que solía usarse en épocas de paz para introducir los suministros y siempre ofició de entrada más o menos principal. Alguien toca una trompeta que resuena estrepitosamente entre las piedras centenarias. Buscamos un sitio donde tomar algo. Lo hemos intentado dentro de Melilla la Vieja, pero sólo hemos encontrado un lugar bastante oscuro y desalentador, donde para mayor sordidez tenían un siniestro mono enjaulado. Los excrementos del animal impregnaban la atmósfera con su inmundo aroma. Finalmente escogemos una terraza al pie de la muralla. Cuenta con unas veinte mesas y sólo hay un grupo de cuatro parroquianos, dos hombres y dos mujeres que tienen ese aire impreciso pero infalible de constituir dos matrimonios. Las mujeres hablan entre sí y los hombres miran hacia el puerto. Pedimos bebidas frías al camarero que atiende la terraza y vaciamos tan rápido nuestros vasos que a los cinco minutos hemos de pedir otra ronda. La temperatura, sin embargo, empieza a resultar soportable. Nos echamos atrás en nuestras sillas y estiramos las piernas.
Poco después, un par de magrebíes de quince o dieciséis años toman asiento en la otra punta de la terraza, a bastante distancia de donde nos encontramos nosotros y los dos matrimonios. Visten pantalones tejanos gastados y camisas sueltas. Se acomodan en las sillas de plástico y contemplan pacíficamente el puerto. Me pregunto qué pedirán cuando el camarero se acerque a ellos. No hay ocasión de averiguarlo, porque antes de que el camarero salga, uno de los dos hombres que se sientan cerca de nosotros se pone en pie y se va derecho hacia ellos. Es un hombre moreno y rechoncho, ostensiblemente paticorto, y tan miope que ha de llevar unas gafas bastante gruesas. Se planta delante de los dos chicos moros, les enseña una identificación y les conmina a que ellos se identifiquen a su vez. Los dos chavales se echan la mano al bolsillo del pantalón y sacan sus carteras, que le muestran temerosa y dócilmente. El hombre paticorto las coge, las mira y se las tira a la cara. Apenas tienen tiempo de sujetar su documentación cuando el hombre ya los ha cogido por el cuello de la camisa y los levanta de las sillas. Los dos son más altos que él, pero eso no le arredra. Oigo cómo uno de los chavales protesta débilmente, como si no comprendiera aquel maltrato.
– Mais pourquoi?
Toda la respuesta que consigue es que el paticorto los empuje destempladamente hacia la calle, pero el chaval sigue insistiendo, con voz lastimera.
– Pourquoi?
Esta vez el hombre recurre, para despedirlos y zanjar el asunto, a descargarle al que tanto pregunta una furiosa patada en el trasero. La escena sucede a unos quince o veinte metros, pero oímos perfectamente el ruido sordo que hace su pie al golpear el cuerpo del chaval. Y después, el exabrupto:
– Fuera de aquí, joder.
Los dos chicos se alejan rápidamente, sin pararse casi a mirar atrás.
En la cercana entrada del puerto un guardia civil, más bien ajeno y aburrido, cumple tareas de vigilancia. Mientras tanto, el paticorto regresa a su mesa. Se sube los pantalones, que le cuelgan bajo la barriga, y se sienta junto a su mujer. Ruidosamente, explica:
– No tenían papeles, los muy hijos de puta.
Y hace ver que esos dos moros le deben un gran favor por haberles dejado marchar. Su consorte, una mujer que tendrá unos cuarenta y tantos años, como él, afloja un poco su gesto más bien estragado y sonríe con suficiencia. Los integrantes del otro matrimonio sonríen también, y el paticorto disfruta así por partida triple del reconocimiento que se le dispensa a su heroica hazaña.
Nosotros tres asistimos a toda la escena en silencio. Durante su transcurso, pero sobre todo después, cuando salgo de mi estupor y puedo reflexionar sobre lo ocurrido, varios pensamientos pasan por mi cabeza. El primero es que la decencia impone levantarse y exigirle al paticorto que se identifique, para poder denunciarle por el vil abuso que acaba de cometer. Para ello podría servirnos el propio guardia civil del puerto, que debe de haberlo visto todo y tiene la obligación legal de sumarse a la denuncia. Pero si uno sopesa la situación, comprende en seguida que eso no va a ayudar mucho a los dos perjudicados, que nada tienen que ganar, como inmigrantes ilegales, de una posible intervención de la justicia en el incidente. Está claro, además, que nosotros nos meteremos en un lío, por intentar buscarle problemas a un policía, y que eso no es lo que más nos hace falta cuando tenemos la intención de cruzar mañana la frontera. Por otra parte, la posibilidad de que el paticorto llegue a ser siquiera amonestado es cuando menos remota, y tampoco nos consta, en fin, que sea del todo procedente la intervención de tres turistas madrileños en el episodio, como si viniéramos en plan de enseñarles a los lugareños cómo deben portarse. Todo esto me disuade, aunque no impide mi vergüenza por mi pasividad y por la degradación moral de mi país, al que este sujeto representa. Una degradación que no es nueva, y que seguramente pagaremos como ya hubimos de pagarla en el pasado. He podido cazar por una décima de segundo la mirada de dolor y odio que uno de los dos chavales se ha atrevido a dirigirle al paticorto mientras se marchaba. Imagino lo que pasaría si algún día el marroquí tuviera al español a su merced. Y me acuerdo de aquel otro español con un par de cojones, el ilustre general Silvestre, que aseguraba que al rifeño la mejor manera de tratarle era con la punta de su bota. De Abd elKrim, poco antes de desoír su ultimátum y cruzar el río Amekrán, opinaba: "Este hombre es un necio. No voy a tomarme en serio las amenazas de un pequeño caíd bereber a quien hasta hace poco había otorgado clemencia. Su insolencia merece un castigo". Dicen, aunque es difícil comprobarlo, que después de la toma de Annual, Abd el-Krim hizo que despedazaran el cadáver de Silvestre y que pasearan su cabeza por el Rif para que en todas las cábilas supieran de la derrota de los españoles. Pocos años antes, cuando todavía trabajaba para los españoles en Melilla, donde dirigió el suplemento árabe del Telegrama del Rif, el periódico local, el futuro caudillo rifeño había llegado a la convicción de que los europeos nunca considerarían a los suyos iguales a ellos; de que siempre los tratarían como a perros, y sólo se preocuparían de exprimirlos. Cuenta la leyenda que cuando Abd el-Krim era subinspector de asuntos indígenas, Silvestre lo llamó una vez a su despacho y tras una furibunda reprimenda lo sacó de él a empellones y sangrando. Aunque los historiadores han probado que la anécdota es pura invención (Abd el-Krim y el general no llegaron a coincidir en Melilla), simboliza algo real: la actitud despectiva de no pocos españoles, y sobre todo de Silvestre, hacia las gentes del Rif. Sin duda el descuartizamiento, si lo hubo, fue una respuesta excesiva. Pero la crueldad de la revuelta, precedida por numerosas afrentas de los conquistadores, no era imprevisible. Hay quien cree que siempre los mantendremos ahí, al otro lado de la alambrada, y que ellos se conformarán con el desprecio y la miseria. Es verdad que nuestros medios son muchos, que estamos organizados y que ellos no lo están, pero me pregunto qué pasará si falla el cálculo, si de una u otra forma entran en la fortaleza.?Con qué argumento les pediremos entonces urbanidad?
En 1921, poco después del desastre, un antiguo médico de la Compañía de Minas del Rif, Víctor Ruiz Albéniz, resumía así la aventura española en Marruecos: "Nosotros lo hemos hecho así: hemos ido al Rif, hemos luchado en el Rif, hemos vivido en paz en el Rif, y todavía no sabemos nada del Rif ni de los rifeños; así nos está saliendo la descabellada empresa en que nos vemos metidos". Ruiz Albéniz propugnaba que se desmontara la farsa del Protectorado (nominalmente, una especie de administración transitoria encomendada a España y Francia por cuenta del sultán) y se convirtiera a Marruecos en una colonia española, sin contemplaciones. Ahora que el belicismo y los sueños coloniales se pudren felizmente en el olvido, no hemos mejorado sin embargo en cuanto a tratar de conocer a quienes seguimos teniendo tan cerca. Ya no arriesgamos, verosímilmente, un desastre sangriento como el de 1921, pero tampoco parece que sea del todo bueno lo que en Melilla y en nuestra frontera africana se está cociendo. Ojalá no tengamos que lamentar algún día, como Ruiz Albéniz lamentaba entonces, el exceso de confianza y la ignorancia del problema que tenemos a la puerta.
Cae la noche y a la terraza empiezan a llegar familias. Son todos españoles, bien vestidos y alimentados, por lo que no suscitan las ansias de intervenir del policía paticorto. De hecho, más bien parecen cohibirle. Los hombres tienen aspecto atlético, con sus polos de manga corta ajustados al torso, y las mujeres son rubias y elegantes, mucho más que su desfondada mujer. Sospecho que me encuentro ante otra aparición de la respetada aristocracia militar de Melilla. Ellos son oficiales de academia, con toda seguridad. Conozco a los oficiales de academia; una vez fui reprendido por uno de ellos por no rendirle pleitesía de forma adecuadamente convincente, cuando yo me creía un brillante escéptico de diecinueve años y no supe percatarme de que a sus ojos no era más que una mierda de soldado. Los recién llegados se apoderan inmediatamente de la situación, de las atenciones del camarero y hasta del dueño, que sale a tomar nota de la comanda. El paticorto y sus acompañantes no tardan en despejar. También nosotros nos retiramos, dejando todo el terreno a los reyes del mambo. Es el suyo un reino restringido, y la comida que les traen con mucha ceremonia no parece gran cosa, pero su orgullo resulta patente. Tiene algo de triste la imagen de los hombres y mujeres de poco más de treinta años reducidos a aquel espacio donde esa simple cena en la terraza se convierte en un acontecimiento. Pero también es hermosa la noche que comienza y de la que son dueños indiscutidos.
De regreso hacia el hotel pasamos frente al puerto y junto a una estatua que muestra a un militar en uniforme de campaña. Lleva un sombrero y bajo él tardamos en reconocerle. También nos despista que el personaje está representado en su edad juvenil, que no es la que ha quedado en la memoria colectiva. Disipando nuestras dudas, la leyenda del pedestal le identifica como el comandante Franco. Un homenaje de la ciudad al hombre que con Millán Astray llegó en las horas más oscuras al frente de quienes venían a socorrerla. Justo enfrente de donde está la estatua desembarcó la Legión en julio de 1921, para reforzar la casi simbólica guarnición de Melilla.
Los legionarios bajaron al muelle cantando La Madelón, y el hombre al que representa la estatua, lo dejó escrito, sintió una viva emoción ante el entregado recibimiento de aquellos hombres y mujeres aterrorizados por la perspectiva de ser pasados a cuchillo por los rifeños. Hay un relato menos glorioso y lucido de la llegada de aquellas tropas, el que hace Arturo Barea en La ruta. Según Barea, después de pasarse toda la travesía mareados y vomitando, por lo mala que estaba la mar, aquellos soldados se desparramaron por las tabernas y burdeles de Melilla, y todos los moros de la ciudad tuvieron que esconderse porque un legionario le rebanó las orejas al primero que se tropezó. Para la conciencia de las gentes, que prefiere una historia sin ángulos oscuros, quedó sólo que la Legión salvó la ciudad (aunque los rifeños no tenían en realidad intención de asaltarla). Fue unos pocos días después de aquel desembarco cuando Lola Montes cantó en Melilla la canción El novio de la muerte, que acababa de estrenar en Málaga, y que la Legión tomaría en seguida como himno en sustitución de La Madelón. Todas estas circunstancias dan una idea de la estrecha relación existente entre la ciudad, la Legión y su más célebre jefe, y explica en parte por qué fracasó el intento de llevarse la estatua del embrión de dictador a un lugar menos eminente. Hay que reconocer, sin ninguna simpatía por lo que Franco acabó representando, que la imagen del comandante legionario (al contrario de lo que sucede con la del obeso general sublevado o con la del caudillo decrépito) posee un cierto atractivo, y que se contempla sin disgusto. El escultor ha sabido representar la audacia del joven oficial y ha silenciado la ambición del futuro déspota, convirtiéndolo en una especie de alegre aventurero colonial.
Volvemos al hotel, donde hemos decidido cenar por estricta comodidad. Pedimos hamburguesas, sin ninguna pretensión gastronómica. Nos las sirve una camarera bastante simpática, que parece empeñada en sostener, con nuestra colaboración espontánea, la ficción de que en realidad hemos puesto a prueba la habilidad del cocinero con una exquisita petición. Las hamburguesas son desde luego muy dignas, y así se lo confirmamos cuando se interesa por nuestra opinión al respecto. Alargamos un poco la sobremesa mirando la televisión. Como era de prever, en todo el rato que la miramos dista de aparecer en ella nada que tenga el más mínimo interés, pero atendemos sabiendo que durante varios días vamos a estar desprovistos de cualquier posibilidad de escuchar y ver todas esas tonterías familiares. También de ellas, al fin y al cabo, se construye el hogar.
Recuerdo que hay un aspecto organizativo que no tenemos solucionado: carecemos de moneda marroquí. En todo el día no hemos encontrado un solo banco abierto. Cuando le preguntamos al hombre triste de la recepción (que hemos sabido que es catalán, como la cadena a la que pertenece el hotel), se ríe fatigadamente y responde:
– Cambiad en la calle. Es donde cambiamos todos, aquí.
En la calle quiere decir, naturalmente, en el mercado negro. Nuestras guías sobre Marruecos, al hablar sobre el asunto de la moneda (el dirham, no convertible), advierten contra la tentación de conseguirla en el mercado negro. Los turistas alemanes y franceses para los que están escritas esas guías obedecerán ciegamente ese consejo, y lo mismo haremos nosotros cuando estemos en Marruecos, pero aquí en Melilla parece que la regla es otra.
El encargado catalán del hotel nos informa:
– Os lo deben dar a catorce y pico.
Si piden más, buscad otro cambista.
El encargado describe con cierto fatalismo estas pequeñas miserias de la intendencia cotidiana melillense. Sin duda lamenta que de todos los hoteles de la cadena, presente en Canarias, Mallorca y otros lugares apetecibles, hayan tenido que enviarle al de Melilla. Como los reclutas que vimos en Melilla la Vieja (también catalanes, casualmente), se resigna pero no lo asume. Ha relajado sus habilidades profesionales hasta el extremo de tutear a los clientes y de sestear manifiestamente ante el mostrador donde se pasa el día, como si le importase un bledo lo que piensen de él. A pesar de todo, colabora y nos da algunas otras informaciones útiles sobre el paso de la frontera. Diez años atrás, cuando aún no había empezado a caérsele el pelo ni sus superiores habían concebido la vejación de deportarle a Melilla, debió de ser un empleado modélico que halagaba educadamente a las clientas en francés y en inglés, en italiano y en alemán.
Para ayudar a la digestión, salimos a dar un paseo nocturno. La temperatura en la calle, con la brisa del mar, es simplemente perfecta. Esquivamos las desganadas invitaciones de quienes atienden los lúgubres bazares que siguen abiertos en la calle de nuestro hotel y subimos hacia la avenida principal. Está prácticamente vacía, lo mismo que las calles adyacentes. Atravesamos hasta el Parque Hernández, en el que a esta hora el ambiente resulta de lo más agradable. No serán más allá de las diez y media, pero tampoco queda apenas gente en el parque. Algunas parejas de marroquíes, una familia, también marroquí, que va de retirada, y algunos hombres jóvenes de diversos orígenes, incluidos algunos centroafricanos. Paseamos sin prisa bajo los árboles, entre los que merodea una legión de gatos. Un par de viejas mujeres les dan de comer en una esquina del parque. Llegamos hasta la verja frente a la Comandancia General y después desandamos sin prisa el camino. De todas las sensaciones llama mi atención el olor dulce y tibio de las plantas, que me recuerda el olor de otros jardines meridionales de mi infancia y de mi adolescencia. Es casi absoluta la quietud que reina en el parque, prolongación nocturna del relativo letargo que con pocas excepciones hemos advertido en la ciudad. Dudo si será porque ha hecho un día demasiado caluroso, o porque es sábado, o porque es julio y la gente está de vacaciones en otra parte. Pero la impresión que nos llevamos de la ciudad es la de un lugar medio abandonado, donde la poca vida que se percibe viene sobre todo de la fracción africana, legal o ilegal, de la población.
Y sin embargo, dicen que hace cuarenta o cincuenta años Melilla era un lugar magnífico para vivir. Recuerdo el testimonio de una amiga que entonces era niña en la ciudad norteafricana, y a la que todavía hoy se le empañan los ojos al recordar aquella existencia apacible bajo la luz incomparable de África, conviviendo con sus vecinos de origen marroquí (según ella, la gente más cálida y generosa que ha conocido nunca) y disfrutando de placeres que no ofrecía la Península. Cuenta la antigua niña melillense que su padre tenía una caseta enorme en la playa del Club Militar (aunque no era miembro del ejército ni especialmente adinerado) y que en los cálidos días del verano se pasaban allí las horas, como en una colonia de vacaciones. También existía entonces su porción de racismo, como lo probaron alguna vez los chavales moros que se atrevían a entrar en la playa acotada para los españoles y a los que se expulsaba inmediata y contundentemente. Pero en conjunto la vida transcurría suave, y el futuro parecía despejado. Bajo estos mismos árboles, los melillenses paseaban entonces llenos de orgullo y confianza. No es desde luego ésa la sensación que ahora, a finales de los noventa, transmite la ciudad.
Salimos del parque. La plaza de España está igualmente desierta, mientras la rodeamos de vuelta hacia el hotel. Nos detenemos durante un momento a mirar las murallas iluminadas de la ciudadela. Guardaremos en nuestra memoria esa imagen nocturna, despojándola piadosamente de los andamios que atestiguan la habitual precipitación de los fastos públicos (y es que se supone que la restauración de las murallas, cuyo retraso proclaman esos andamios, debía de servir para conmemorar el quinto centenario que ahora se cumple). En cualquier caso, Melilla la Vieja, en lo alto de la noche de julio, tiene ese aspecto privilegiado y sutil de las cosas soñadas. Así la recordaremos.
Antes de retirarnos, pasamos de nuevo junto al casino militar. La noche es espléndida y son muchos los que gozan de ella en las mesas que han sacado a la puerta del suntuoso centro recreativo castrense. Camareros con pulcra chaqueta blanca sirven a un público en el que abundan los jubilados, muy arreglados y enhiestos sobre sus asientos de mimbre. Hay alguna gente más joven, pero pocos por debajo de los cincuenta años. Al pasar entre ellos, notamos sus miradas indisimuladas y más bien reprobatorias. Debemos reconocer que nuestro aspecto no es de lo más distinguido, con nuestros pantalones cortos, nuestras botas y nuestras camisetas caqui, pero en esa manera desenvuelta de mirarnos y juzgarnos es perceptible un último y significativo rasgo de las personas que en gran medida han marcado los destinos de esta ciudad siempre sitiada. Ahí están, gastando el tiempo en la selecta terraza del casino militar, en mitad de la plaza de España, donde pueden proclamar sin oposición alguna que ellos son los más importantes, quienes simbolizan y sostienen la resistencia, quinientos años ya. En otras partes de España, en 1997, sería impensable esta exhibición, porque la milicia se ha visto desprovista de su aura de antaño para convertirse en algo más bien funcional, como todo. Pero aquí, en Melilla, estos ancianos altivos mantienen la llama. Aunque sólo queden ellos, en su terraza irreal, en la noche tan bella y tan silenciosa que nadie más habita.