Jornada Sexta. Rabat

Hemos dormido en un hotel próximo a la casa de mis tíos. Ellos no tienen espacio para todos y no podemos consentir que Eduardo se aloje solo por ahí. Desde Melilla hasta el final iremos juntos, porque somos compañeros de viaje y asumimos con pundonor esa condición. Despertamos algo más tarde que el resto de los días. Hoy no saldremos a la carretera y anoche nos recogimos de madrugada. Al llegar al hotel, el vestíbulo estaba convertido en un bar un tanto particular, lleno de hombres maduros y mujeres desinhibidas. El dueño diversifica el negocio montando ese club nocturno, que produjo a mi tío al verlo anoche una especie de horror. Es musulmán practicante, aunque no fanático, y el espectáculo de alcohol y mujeres en apariencia livianas le escandalizó vivamente. No conocía el hotel más que de día, cuando, como comprobamos por la mañana, es un tranquilo e inocente alojamiento. El dueño es conocido suyo y nos hace un buen precio, pero nos costó persuadirle de que nos quedábamos.

Después de desayunar, vamos a casa de mis tíos. Desde anoche, por primera vez desde que llegamos, conducimos mi hermano y yo alternativamente. El coche tiene el cambio muy brusco (algo que con Hamdani no notábamos), y aunque en el barrio el tráfico sea relativamente apacible, conviene ir atento a los demás conductores. Cuando llegamos, una de mis primas y mi tío se han ido a trabajar y mi otra prima atiende a sus clientes en el salón de belleza que tiene montado en la casa. Recogemos a mi tía y vamos hacia el centro. Bajamos hasta la mellah, junto a la que se encuentra el mercado de pescado. Aquí compramos comida para el almuerzo. Todo está recién cogido, de esta misma noche. En uno de los puestos llama nuestra atención un de pendiente negro que engulle las gambas crudas mientras te despacha. Las pela con una habilidad pasmosa y las deja deslizarse a su garganta, desde donde las traga directamente, sin masticar.

Llevamos el pescado a casa y desde aquí nos dirigimos hacia el mercado de las flores. El centro de Rabat, entre los ejes que forman la avenida de Mohammed V y el bulevar de Hassan Ii, tiene el aspecto atildado de una blanca y rectilínea capital colonial. Ésa fue la fisonomía que le dieron los franceses a lo largo de más de cuarenta años de dominación, y la que desde la independencia se ha venido conservando por los rabatíes. En esta zona están los ministerios, los bancos, y los demás edificios propios del decorado capitalino. También hay parques, y el mismo mercado de las flores se encuentra en una bonita plaza ajardinada. Sin embargo, el sello colonial no ha privado a Rabat de su aspecto marroquí. Lyautey, que confesaría años después de instalar aquí su sede que se había enamorado de Rabat durante una visita que había hecho a la ciudad en 1907, tuvo siempre una obsesión por conjugar el urbanismo moderno con la tradición del país. Según él mismo contaba, a su llegada como Residente General había suspendido la construcción de unos cuarteles para las tropas de ocupación, porque en su parecer estropeaban el bello horizonte marino que se abría más allá del cementerio el-Alu, una imagen que recordaba intensamente de su primera visita.

El paseo matinal de mi abuelo materno, cuando venía a pasar una temporada con mi tía en Rabat, continuaba desde la torre Hassan hasta la plaza de Sidi Majluf, también a la orilla de la ría del Bu Regreg; seguía por el bulevar Hassan Ii hasta la avenida de Mohammed V, bajaba ésta y luego torcía otra vez hacia el punto de partida. Es justo el itinerario que recorremos hoy nosotros. En la avenida de Mohammed V, una vía amplia con palmeras en el centro, mi abuelo se paraba siempre a tomar un café en la terraza del Henry's Bar, un local cosmopolita desde su mismo nombre. Mi tía nos lo señala, cuando pasamos frente a él. En la terraza están cómodamente instalados algunos hombres de edad. Mi abuelo era un hombre sociable y seguramente charlaba de vez en cuando con sus vecinos de mesa en la terraza del Henry's. Recurriría para ello al francés que recordaba de cuando se había ido de emigrante a La Rochelle, siendo apenas un chaval.

Desde la avenida de Mohammed V giramos hacia la avenida en-Nasr y tomamos la antigua carretera de Casablanca. Junto a ella, en el barrio de el-Akkari, se encuentra el cementerio católico o europeo. Es un recinto tranquilo, en el que desde hace ochenta años se entierra a los cristianos que viven y mueren en Rabat. Hay estatuas de prohombres y un enorme monumento a los caídos franceses. Los paseos están flanqueados por altos cipreses y setos y las tumbas están alineadas al estilo de Europa. En un campo delimitado del resto hay un bosque de sencillas cruces blancas de madera. Las fechas que se leen en ellas son siempre las mismas: 1924, 1925 y 1926, los años de las campañas contra Abd el-Krim. De los nombres, algunos son franceses y muchos no. Estos últimos corresponden a los áscaris que no sólo se enrolaron al servicio de Francia, sino que también abrazaron su religión y de esa manera ganaron el derecho a ser sepultados a la vez en su tierra y fuera de ella, en un camposanto de infieles al Islam. Es, no obstante, posible que muchos de ellos fueran argelinos o senegaleses. Sobre las cruces que tienen sus nombres dibujados en negro y en letras europeas, cantan hoy igual que sobre el resto los perezosos pájaros marroquíes. Si es que los pájaros tienen país.

Sobre una elevación, al pie de una frondosa adelfa, se encuentra una tumba en la que se lee un nombre español y también en español la leyenda "Tus hijos". El nombre es Manuel y el apellido el que mi hermano y yo le debemos a mi abuelo. En cuanto nos ha visto acercarnos, uno de los que cuidan el cementerio viene hacia nosotros. Mi tía le paga regularmente una especie de propina para que la tumba esté bien atendida. Es una de las más limpias, y las plantas se ven cuidadas y saludables a su alrededor. Mi tía charla brevemente en árabe con el guarda. Para haber aprendido la lengua de oído, la habla con una soltura espectacular. Colocamos ante la lápida las flores que hemos comprado en el centro y saco de mi bolsillo el saquito de tierra de Madrid que traje conmigo. Antes de que el guarda riegue las jardineras, echo la tierra en una de ellas. Mi tía parece extrañarse.

– Es tierra de Madrid -explico.

A ella no hace falta que le diga que la traje para que él tuviera cerca un poco de aquella tierra por la que caminó y me enseñó a mí a caminar. Sin saberlo, lo sabe. Mi abuelo fue hasta el final de su vida un incansable andarín. Lo mismo en Madrid que aquí en Rabat no perdonaba un solo día sus cinco o seis kilómetros, y eso que se había roto la cadera con casi ochenta años. No sé nada que quiera ser cuando sea tan viejo, si alguna vez por ventura llego a serlo. Nada salvo un andarín tan pertinaz como mi abuelo Manuel. Mi tía se queda mirando la tumba y recuerda:

– Cuando se murió, un amigo francés me preguntó: "¿Por qué lloras? Ha venido aquí, a quedarse contigo. Sabía que tú estabas sola y que le necesitabas más que ninguno de sus hijos". Y otro amigo musulmán me dijo un proverbio árabe: "Vivo donde quiero, y muero donde debo". Pero en fin, qué sé yo.

Llora mi tía y yo me vuelvo a contemplar el limpio horizonte de Rabat que se divisa desde el cementerio. Es un cementerio hermoso y una hermosa vista, toda llena de luz. Yo tampoco sé con seguridad si mi abuelo murió donde debía. Lo que sé es que ahora reposa en un cementerio francés construido en la tierra marroquí, frente al Atlántico, él que nació en la meseta de Castilla y siempre fue un hombre de tierra adentro. Y por eso, porque él vino a quedarse en Rabat, esta tierra y este océano ya nunca podrán ser algo extraño para los suyos. Por eso vuelvo hoy y por eso sentiré siempre el deseo y el deber de regre sar, mientras tenga fuerzas para hacerlo. Muchos de mis compatriotas piensan de una u otra forma que Marruecos es poco más que un estercolero desde donde llegan oleadas de desgraciados a mendigar las raspas de Europa. Para mí es el lugar donde vive mi familia y donde descansa mi abuelo para siempre. Supongo que en una situación parecida, muchos se plantearían trasladarle. En un cementerio de Madrid está enterrada mi abuela, con quien quizá habría preferido mi abuelo ser sepultado. Pero creeremos en el proverbio árabe y aceptaremos que aquí es donde debe estar y que somos nosotros los que debemos venir a verle. He tardado muchos años en hacerlo, por impedimentos que ahora se me antojan vergonzosos. Hoy estoy aquí y respiro este aire que fue el último suyo. Me acuerdo de cuando paseaba con él por los parques de Madrid. Él me enseñó a conocerlos, y me enseñó también los nombres de los pájaros y de los árboles. Ante su tumba, en la mañana azul de Rabat, dejo que las lágrimas escapen al fin y advierto que he completado uno de los pocos viajes cruciales de mi vida. Porque él ya no está y eso es triste, pero venir a verle y sentirme unido a este país y a este horizonte es una nueva cosa hermosa y afortunada que todavía ha podido darme.

Desde el cementerio vamos a recoger a mi tío. Le cedo la plaza de conductor y hacemos un recorrido por la ciudad y los alrededores. Vamos primero hasta el palacio real, un gran recinto amurallado con vastas praderas interiores al sur de la ciudad. El cinturón de las murallas es imponente, pero su lujo interior nos resulta empalagoso.

Después de dar una vuelta por el barrio universitario, salimos a la autopista y bajamos hasta Temara, a unos veinte kilómetros al sur, para volver luego por la carretera de la costa. Al sur de Rabat hay una sucesión de envidiables playas de arena dorada, llenas de bañistas y dotadas de buena infraestructura turística. A partir de mediodía aprieta el calor. Ya que hemos venido pertrechados con bañador y toallas, hacemos un alto para darnos un remojo. El ambiente en la playa, casi en su totalidad local, contrasta con la realidad del Marruecos profundo que hemos atravesado en días pasados. Abundan los bikinis (aunque tal vez es mayoritario el bañador de una pieza) y suena música moderna en los altavoces del chiringuito. Es una playa como cualquiera del otro lado del estrecho, con la diferencia de que aquí ninguna mujer se permite la audacia del topless. El Atlántico de estas costas, puro mar abierto, anda hoy sacudido por un respetable oleaje, aunque el agua no está demasiado fría.

De vuelta hacia Rabat pasamos por una playa con cierta historia. En ella, según nos cuenta mi tío, fueron fusilados algunos de los ejecutores del primer golpe de los militares rifeños contra Hassan II, el que tuvo lugar el 10 de julio de 1971, durante una fiesta que dio en su palacio de verano de Sjirat. Una fuerza de 1.400 cadetes asaltó el palacio mientras el rey celebraba su 42º aniversario con más de un millar de invitados. Mi tío, que por aquel entonces era policía, estaba en esa fiesta formando parte de la escolta de un ministro ruso, y se salvó de la escabechina (100 muertos y 200 heridos) de forma tan milagrosa como el propio rey. Los fusilamientos de la playa, que también presenció, tuvieron lugar al día siguiente, por orden del general en jefe del ejército, Ufkir. Luego se supo que esa prisa se debía a que el propio general estaba implicado, pero no lo descubrieron hasta un año más tarde, cuando intentó matar otra vez al rey derribando su avión con una escuadrilla de cazas. También a eso sobrevivió Hassan II, en el colmo de la suerte. Oficialmente, Ufkir se suicidó al día siguiente de la intentona aérea.

A la entrada de la ciudad, llegando desde la costa, vemos un edificio de aspecto bastante siniestro. Mi tío nos explica que era una cárcel.

Y una cárcel bien dura. Ahora hay una nueva.

No queremos imaginar cómo debía de vivirse dentro. Recordamos involuntariamente a los vendedores de hachís de Ketama y al guía ilegal de Fez.

Comemos en casa, un rato que dedicamos sobre todo a actualizar las noticias familiares. Durante la sobremesa vemos un poco la televisión, un rito que creíamos ya olvidado. En casa de mis tíos hay parabólica orientable a varios satélites y es posible ver casi cualquier cadena del mundo. De España les llega a veces la televisión normal, pero la mayor parte del tiempo tienen que contentarse, para su infinita desdicha, con el canal internacional de la televisión pública. Con eso pueden ver el telediario y están más o menos al tanto de lo que ocurre en el país. Pero el resto de la programación es de un sadismo casi inconcebible. Podemos comprobarlo en un avance de programación que incluye, entre otros tormentos, culebrones, concursos y zarzuela.

– Menuda mierda -dice una de mis primas, indignada-. Condenaría al que elige los programas a vivir en el extranjero.

Por la tarde vamos con mi tío y mi prima menor a visitar la necrópolis de Chellah, al sudeste de la ciudad. Es un recinto de sólidos muros, al que se accede a través de una formidable puerta amurallada flanqueada por dos curiosas torres almenadas de planta octogonal. La necrópolis ocupa el lugar de la romana Sala, cuyas excavaciones pueden verse sólo desde lejos, sobre la ladera descendente que queda encerrada en el interior del gran perímetro amurallado. La fortaleza actual data del siglo Xiv, pero la zona había sido antes cementerio de los sultanes benimerines y Abu Yusuf Yacub había hecho levantar en ella una modesta mezquita. De ella hoy sólo quedan algunos restos, tras haber sido destruida por un terremoto. Paseamos entre sus muros semiderruidos y podemos admirar algún arco con restos de policromía y el diminuto minarete rematado por un gran nido de cigüeñas. También vemos la medersa, con su pequeño estanque central para ayudar a la meditación, y junto a ella los muros de las celdas de los estudiantes y las bien conservadas letrinas. Pero quizá el lugar más sugerente de la necrópolis es la tumba de Abu el-Hassan, el "Sultán Negro". Es una pequeña estancia de la que apenas quedan en pie un par de muros. En el suelo hay dos lápidas estrechas y alargadas, como suelen serlo las musulmanas. Una es la del sultán y la otra la de su esposa europea convertida al Islam. No he podido averiguar de dónde era exactamente esa mujer cristiana que en el siglo Xiv vino a ser sultana de Marruecos y acabó enterrada en Chellah. La curiosidad reprimida e insatisfecha se traduce en una extraña sensación ante su tumba.

También en Chellah hay un lujurioso jardín regado con las aguas del manantial Ain Mdafa, que surge en la propia necrópolis. Está bien cuidado y proporciona un gran alivio refugiarse en la profundidad de su sombra impenetrable. En el lugar mismo del manantial hay una pequeña piscina en la que nadan enormes anguilas negras. Entre las aguas se ven restos de los huevos que les echan para alimentarlas. Corre la leyenda de que el agua del manantial tiene propiedades mágicas y también de que las anguilas son sagradas. Cerca hay un oratorio en el que dicen que rezó una vez Mahoma. Nadie puede asegurarlo, pero la sola leyenda valió para que peregrinar aquí fuera en tiempos sustitutivo de la peregrinación a La Meca. Los marroquíes combinan siempre la credulidad ante las leyendas con su inmediata explotación pragmática.

Después de Chellah hacemos una rápida visita al museo arqueológico, donde completamos lo que vimos en Volúbilis. Los mejores tesoros de la antigua ciudad romana están aquí, y entre ellos sus célebres bronces: el Efebo que sirve una bebida, el Perro de Volúbilis y el delicado Efebo coronado de hiedra, la auténtica joya del museo. También hay bustos y estatuas de Juba II, el romanizado soberano del reino bereber de la Mauritania, instaurado en el norte de África tras la caída de Cartago. El museo no es demasiado grande, apenas una especie de caserón blanco de un par de plantas. Querríamos verlo todo con más detenimiento, pero hemos llegado justo cuando estaba a punto de cerrar. No hay más visitantes que nosotros y los vigilantes nos están haciendo el favor de mantenerlo abierto más allá de la hora. Les damos las gracias y una propina y salimos a la calle con el recuerdo fugaz y amalgamado de esas raras piezas de la sensibilidad clásica que quedaron olvidadas bajo la tierra de la Berbería.

Tenemos intención de hacer algunas compras y con ese pretexto aprovechamos para conocer la medina. La medina de Rabat no está tan primorosamente encalada como la de Xauen, pero tampoco es tan angosta, oscura y medieval como la de Fez. Abundan los comercios más o menos modernos y las joyerías, que recorremos en busca de alguna pulsera de oro para las mujeres que aguardan nuestro regreso. Las joyas de oro en Marruecos son macizas, y su precio no viene marcado de antemano pieza a pieza, sino que se determina tras pesarlas en la balanza en función de la cantidad de metal. Dicen que esto tiene que ver con la manera tradicional de guardar las mujeres marroquíes sus ahorros: los convertían en oro que llevaban siempre encima. La liquidez de este rudimentario instrumento financiero era sin embargo suficiente, porque en Marruecos el oro se compra y se vende con facilidad y su precio está muy ajustado. Al final compramos una pulsera de las más finas, que son las únicas que no valen una fortuna. No es un oro de una pureza extrema, pero el trabajo resulta meritorio.

Una de las calles más destacadas de la medina de Rabat es la Rue des Consuls. Es una calle peatonal, algo más ancha que las demás, y va desde la Gran Mezquita de los Andaluces hasta la Kasba de los Udaia. Toda su longitud está ocupada a ambos lados por las tiendas más diversas. A la caída de la tarde, cuando la recorremos, hay un intenso tráfico de transeúntes. Observándolos, confirmamos la impresión que dejara escrita acerca de los habitantes de Rabat de 1804 el catalán Domingo Badía: "Son vi vos, inteligentes y mucho más especuladores que los de otras ciudades". Nos llama por otra parte la atención una imagen peculiar que se repite varias veces: una pareja de hombres jóvenes que caminan cogidos de la mano. Mi prima nos asegura, muy divertida, que no son mariquitas (usa esa palabra). Es una costumbre que tienen aquí los amigos. Entre otras cosas, sirve para no separarse cuando se atraviesa una calle ocupada por la multitud.

Hemos quedado con mi tía y mi prima mayor ante la Kasba de los Udaia, en el extremo septentrional de la ciudad. Esta alcazaba o ciudad fortificada, que se levanta exactamente en el lugar donde estaba la rábida de donde viene Rabat, data en su mayor parte del siglo Xii. Debe su nombre a una tribu árabe bastante belicosa y levantisca, que tras un largo periplo por el norte de África, desde el Sáhara hasta Fez, fue expulsada de esta ciudad y acabó por instalarse en la vieja fortaleza almohade, que tomó desde entonces su nombre. La kasba fue desde el siglo Xvii, cuando se instalaron en ella los moriscos expulsados, el centro de la república pirata del Bu Regreg o de las dos Salé (la Vieja, hoy Salé, y la Nueva, hoy Rabat). Disponer de este magnífico bastión asomado sobre el Atlántico contribuyó a extender la fama de irreductibles de los corsarios de Salé. Las potencias europeas, hartas de sus correrías, tenían que resignarse a soportarlas y hasta hubieron de negociar con los piratas, porque ninguna se consideraba en condiciones de tomar su invulnerable fortaleza. Incluso el sultán, que se anexionó formalmente la república del Bu Regreg a mediados del siglo Xvii, se vio forzado a reconocerle amplia autonomía y a no nombrar más que un delegado nominal.

La kasba es quizá el sitio más privilegiado de la ciudad. Encaramada a un acantilado, asomada al océano y a la ría, desde ella se tienen las mejores vistas de Salé y de la propia Rabat. Junto a ella está el cementerio de el-Alu y los jardines Andaluces, lugar de paseo y esparcimiento frecuentado por los habitantes de la capital del reino. Cuando llegamos, a la caída de la tarde, abundan los paseantes y los que simplemente descansan sentados aquí y allá. El paisaje humano en Rabat es variopinto, mezcla de modernidad y tradición como la ciudad misma. Por la acera uno se cruza con mujeres vestidas a la vieja usanza marroquí, con chilaba de un solo color hasta los pies, capucha puesta y arreglada sobre la cabeza y pañuelo cubriendo la mitad del rostro. Pero también es posible, y nos sucede, tropezarse con mujeres que llevan tejanos y tops ajustadísimos, y que lucen el ombligo y sus eventuales opulencias con notable desembarazo. Y una tercera posibilidad, cada vez más frecuente, es la de las integristas islámicas, que también se apartan de la costumbre ancestral marroquí pero adoptando un atuendo bien distinto: chilaba o túnica hasta las rodillas, pantalones anchos y pañuelo en la cabeza tapando todo el cabello, hasta la raíz. Aunque llevan la cara descubierta, usan calcetines para cubrir el tobillo y no se ponen nada de oro, sólo plata. En los hombres también son perceptibles estas tres variaciones, pero en ellos las diferencias son menos acusadas.

De momento, todas las alternativas conviven pacíficamente, cada uno elige la suya y nadie le reprocha nada a nadie. Pero es notoria la aprensión con la que se observa el auge del islamismo radical. Pese a la represión oficial, se extiende como la pólvora, sobre todo en amplias zonas de las grandes ciudades, que fueron siempre lo más avanzado de Marruecos. Y se producen paradojas como la que nos refiere una de mis primas a propósito de una conocida suya, de posición relativamente acomodada, cuya familia se ha unido al nuevo fanatismo islámico. Mientras está en Rabat lleva obedientemente el atuendo prescrito, pero en cuanto se sube a un avión para ir a Europa se mete en el aseo y allí se pone sus pantalones más apretados y su blusa más provocativa y se maquilla con furia.

Entramos en la kasba por Bab-el Udaia (la puerta de los Udaia), un robusto añadido a la alcazaba originaria que data probablemente de la época de Yacub al-Mansur, el constructor de la torre Hassan. Recorremos unos exquisitos jardines y nos internamos en la kasba. Es un trazado irregular de estrechas calles empinadas que se entrecruzan entre casas blanqueadas con esmero. El suelo está adoquinado y limpísimo, como en uno de esos pueblos andaluces donde las mujeres lo barren todas las mañanas. El aire de la kasba es en efecto genuinamente andaluz, en algunos aspectos muy semejante al de Xauen, vestigio incuestionable de los moriscos españoles que aquí se instalaron. Sin embargo, hay también algunas diferencias importantes. De vez en cuando se abre un trozo de horizonte entre dos edificios, y entonces aparece el azul del Atlántico o el ocre de las murallas tras las que se extiende el paisaje urbano de Rabat. La kasba parece una ciudad separada de la ciudad, con su propio ritmo vital, bastante más apacible y reflexivo. Mientras paseamos por las calles vemos, a través de algunas ventanas, interiores de casas lujosamente decorados. Mi tío nos explica:

– En la kasba viven muchos europeos ricos. Gente mayor, sobre todo. Es un sitio muy tranquilo y el clima aquí en Rabat es suave.

Desde luego, como lugar de retiro no tiene precio. Es gracioso a su modo que la vieja ciudadela de los piratas que saquearon los barcos de Europa durante siglos sea ahora refugio de jubilados europeos. Desde estos bastiones avizoraban los centinelas la llegada de posibles atacantes y el regreso de las naves propias cargadas con el botín de sus correrías. Cuentan que el último barco que abordaron, en mil ochocientos y pico, fue un barco del imperio austrohúngaro, en mitad del Mediterráneo. Veinte años antes, Domingo Badía había sacado la impresión de que ya sólo quedaban en Rabat cuatro o cinco capitanes preparados para llevar navíos de gran porte. Lo del barco austrohúngaro pudo ser la postrera hazaña de alguno de aquellos capitanes, y a fe que resulta un bello colofón para una república de piratas berberiscos. Hoy es posible que algún jubilado austríaco vigile desde la Kasba de los Udaia la llegada de otras naves. Es otra clase de amenaza y otra clase de reducto. Se me ocurre que hay un momento en la vida en el que uno debe considerar con rigor cómo quiere que sea la luz que vea y el aire que respire antes de morir. No es una decisión cualquiera, porque quizá sea ése el momento en el que menos apetezca tener alrededor un ambiente deprimente. Puedo comprender a quienes vienen a retirarse aquí. Si yo fuera un europeo del norte, elegiría probablemente terminar bajo esta luz africana y este aire oceánico de la Kasba de los Udaia.

Tomamos un té a la hierbabuena en una terraza de la kasba que da a la ría y a Salé. La tarde está en ese punto perfecto de color y temperatura en el que uno se siente a gusto, sin la más mínima perturbación. Es uno de esos instantes en los que uno querría que se quedaran congeladas sus sensaciones, uno de esos trozos perfectos de verano de los que se alimentan todas nuestras nostalgias invernales. Las luces de Salé empiezan a encenderse, mientras la brisa atlántica acaricia la piel y los pulmones. Nuestros vasos de té reposan sobre una mesita azul y nosotros estamos sentados en un banco de obra cubierto de pequeños azulejos y en taburetes también azules. Nos atiende un camarero con fez rojo, rápido y dicharachero, que nos transmite con cada uno de sus ademanes esa sensación de sutil agasajo que produce la hospitalidad musulmana. No se tiene sensación de exotismo, sino de familiaridad.

Antes de volver a casa, vamos a comprar algunas provisiones para la cena y para la jornada de mañana en Marjane, un gran hipermercado al estilo occidental que es el gran atractivo comercial del momento para los habitantes de Rabat. Tiene una explanada de aparcamiento, carritos de alquiler, una larga fila de cajas, estantes donde se vende de todo, desde jerseys hasta cervezas. En suma, es un hipermercado perfectamente anodino, perfectamente europeo. Según nos cuentan mis tíos, los fines de semana se pone de bote en bote, lleno de familias que acuden aquí como si fueran a un parque de atracciones. Uno no puede evitar constatar este éxito del modelo americano de consumo con una sensación contradictoria. Por un lado, su fealdad resulta indiscutible, en contraste con el colorido y la gracia de la Rue des Consuls en la medina de Rabat, sin ir más lejos. Por otro, la gente termina por elegir siempre lo que más le conviene, y los rabatíes, abandonándose al impulso de venir aquí, no son menos prácticos que los europeos. Resulta casi abyecto defender el tipismo pese a sus desventajas, pero aterra pensar que en el futuro el mundo puede ser una constelación de hipermercados rodeados de ciudades cuya única función sea proveerlos de clientes embobados.

A la salida del hipermercado nos encontramos con un europeo que una de mis primas le señala a mi tía. Va acompañado de una mujer y un par de niños, también europeos. Después, en el coche, averiguamos el motivo de tanta atención. El hombre en cuestión, un español que trabaja en una empresa también española que tiene negocios aquí en Marruecos, sale con una compañera de trabajo de mi prima, que no es por cierto quien iba ahora con él. El hombre es mucho mayor que la compañera de mi prima, y le ha prometido matrimonio, pero desde hace una semana pone pretextos para no salir con ella. La escena del hipermercado lo hace cuadrar todo. Ha debido venir a verle su mujer desde España, y durante el par de semanas que pase aquí seguirá esquivando a su amiguita marroquí. Luego volverá a llamarla, le regalará algo y la mantendrá engolosinada mientras tenga que permanecer en Marruecos. Cuando eso acabe, desaparecerá sin más. Es algo frecuente en los extranjeros que vienen a vivir aquí durante una temporada. Se aprovechan del ansia de salir de la mujer marroquí, que la conduce a ver en un europeo un posible salvoconducto hacia la libertad y la fortuna. Pero la mujer marroquí está educada para no con sentir mucho si no es con la promesa de matrimonio, y el interés de los mercenarios europeos no es pasear a la luz de la luna por la kasba. Cuando prometen casarse, pueden hacer algo más. El truco es suficientemente sabido, pero las mujeres marroquíes no dejan de caer en él. El deseo y la esperanza son demasiado fuertes.

Durante la cena nos cuentan otras historias curiosas de la vida cotidiana en Rabat. Uno de los mejores amigos de mi tío es un hebreo casado con una española, un tipo de temperamento singular, cuyas andanzas resultan sustanciosas. También nos cuenta mi tío anécdotas de los clientes que tiene entre la colonia de extranjeros. En Rabat hay muchos, entre los del cuerpo diplomático, los jubilados que aquí buscan refugio y los empleados de grandes empresas. Como mañana vamos a Marrakech, surge el tema de la homosexualidad, habitual reclamo de cierto turismo y de ciertos extranjeros que se instalan en el país y especialmente en esa ciudad, famosa por su tolerancia al respecto. Mi prima nos cuenta un chiste que circula a propósito de una promoción de Coca-Cola. En las chapas de las botellas vienen diversas partes de una motocicleta: una rueda, el manillar, el motorista. Quien las junte todas, gana un ciclomotor. El chiste dice que un marrakchí junta todas las partes y va a recoger el premio a la televisión. Cuando le traen el ciclomotor, el premiado sigue esperando, impasible. Pasa medio minuto y al ver que no traen nada más, el marrakchí exclama, defraudado:

– ¿Y el chico? Según mi tío, no es sólo Marrakech el destino de los homosexuales europeos. Hay bastantes en Rabat. Muchos viven en buenas casas, con varios sirvientes, y conoce el caso de alguno que ha enviado a sus mancebos marroquíes a estudiar a Francia. Luego los antiguos efebos se casan, tienen hijos y viven con cierta prosperidad en Europa, desde donde vuelven cada verano a Marruecos para visitar con su familia al benefactor. Éste pasa a ser una especie de abuelo venerado por todos. Algunos de estos extranjeros legan toda o parte de su fortuna a sus ex amantes marroquíes, que en ocasiones tienen que disputar judicialmente con los hijos del testador.

Por la noche vamos con mis primas a una especie de club en las afueras. Es como una gran discoteca decorada en el estilo que estaba de moda en España en los años setenta o principios de los ochenta. Tiene un gran balcón que da a la ría, desde el que se divisa toda la ciudad y se atisban las luces lejanas de Salé. Eso es lo mejor del local, así que buscamos una mesa cercana para poder disfrutar de la vista. No hay demasiada gente en la sala, apenas una treintena de personas. Son en su mayoría parejas bastante envaradas, ellos muy acicalados y ellas envueltas en vestidos pasados de moda. No hay mucho más ambiente nocturno en Rabat, un jueves por la noche y relativamente tarde como es hoy. Pedimos whisky y gin-tonics, que nos cuestan cantidades astronómicas. Nos los trae un camarero cachazudo, que parece conocer a mis primas y que nos trata con deferencia.

Suena el reggae de Bob Marley en los altavoces, canciones que hacía siglos que no oíamos. Mis primas nos cuentan el relativo desánimo en que están sumidas. No es para menos, porque lo cierto es que la sociedad marroquí no es un edén para la mujer. Hasta 1995, el equivalente del código civil marroquí prohibía a las mujeres trabajar sin autorización del marido. Y hasta 1993 existía junto al divorcio la repudiación unilateral, una disolución del matrimonio ejercitable por el marido por sí y ante sí. Aunque ahora es necesario comparecer ante un juez para formalizarla, el marido sigue teniendo la iniciativa y la potestad intacta. Una potestad que es además reversible: antes de la repudiación definitiva, el marido tiene derecho a instar la reunión de los cónyuges. Si la mujer se niega entonces a acudir, puede ser castigada por abandono de hogar. Así se produce la paradoja de que las mujeres trabajan en profesiones respetadas como la abogacía o la medicina, e incluso son directivas (por la mañana hemos pasado por un banco donde la directora era una mujer), pero cuando vuelven a su casa se convierten en un ser subalterno con los derechos disminuidos. Lo más notorio sigue siendo la poligamia, admitida para el hombre, aunque poco practicada, y castigada en la mujer.

La opinión de la mujer marroquí sobre ese desequilibrio puede venir representada por lo que dice la escritora y abogada marroquí Fadela Sebti. Para ella, la poligamia es una institución anacrónica, válida para los nómadas árabes del desierto de la época de Mahoma, pero infundada, además de injusta, en una sociedad como la marroquí actual. Ya no existe la necesidad que había entre aquellos nómadas, que andaban siempre guerreando y a quienes interesaba por razones de estabilidad social que las viudas fueran desposadas, muchas veces por sus cuñados, para no perder su posición. Es sintomático que una de las narraciones de esa autora relate un adulterio cometido por despecho por una mujer marroquí de posición acomodada. Y es significativo que tras la experiencia la mujer se sienta aún más pisoteada que antes.

A juicio de otra escritora local, Nadia Chafik, pese a la apariencia de modernidad que se desprende de la indumentaria y del estilo de vida de muchas mujeres marroquíes, la realidad es que esas mujeres, y sobre todo las que triunfan, se encuentran doblemente explotadas. La perspectiva singular que aporta Chafik, cuyo retrato representa a una elegante y atractiva mujer bereber de treinta y cinco años, consiste en sostener que la mujer marroquí no puede ni quiere imitar los modelos feministas europeos, con lo que trastornaría toda la organización social de siglos. Para ella no se trata de romper con todas las tradiciones para copiar indiscriminadamente las maneras de las francesas. Es singular que incluso en la reivindicación feminista el orgullo nacional y la sangre bereber se resistan a abandonarse al deslumbramiento de Europa. Pueden envidiar la independencia de las europeas, pero algo hace que se sientan espiritualmente superiores.

En todo caso, Marruecos no es el lugar donde a una mujer se le ofrecen mejores perspectivas en el mundo, y mis primas, que tienen pasaporte español, intuyen que tarde o temprano tendrán que marcharse. No les gustan los hombres marroquíes, que les parecen retrógrados y anticuados, e incluso reniegan de la manera en que sus compatriotas se comportan por el mundo.

Para mi prima mayor, no es extraño que los marginen, por su falta de educación y de conocimiento. Mis primas, comprendo al oír eso, son una mezcla problemática de europeas y africanas. Han vivido en España, hablan con soltura de nativas tres lenguas y alguna otra decentemente. Sin duda el conflicto es en ellas más acusado que en sus compatriotas, y sin duda les resulta más difícil que a éstas encararlo con frialdad y distanciamiento.

Regresamos a casa de madrugada. A lo lejos se dibujan bajo su potente iluminación la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V. También las murallas del palacio real están iluminadas por los focos que apenas sobresalen del igualado césped que hay a sus pies. Por las desiertas avenidas de Rabat pasa de vez en cuando un coche a toda velocidad, invadiendo el carril contrario y saltándose todos los semáforos.

– Borrachos -dice mi prima mayor-.

Ésa es otra, no saben beber, sólo emborracharse como borricos.

Las dejamos en casa y volvemos al hotel. Esta noche ya sólo quedan en el vestíbulo convertido en bar los últimos restos de la celebración. Una mujer aburrida que está junto a un hombre somnoliento nos mira con curiosidad y un punto de descaro. Pienso que en todos los lugares son a menudo las mujeres las que ven, mientras los hombres duermen.

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